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Son las cuatro con treinta de la mañana, me despierto una hora antes del horrendo sonido de mi alarma. Llegó el momento que he imaginado por los últimos trescientos sesenta y cinco días. En total han sido ocho mil setecientas sesenta horas horas; y lo tengo claro porque aún recuerdo cuándo me propuse hacer lo que en un par de horas se haría realidad. ¡Qué nervios! Tantos que no pude aguantarme y esperar la alarma. Dormí solo cuatro horas, ya que anoche tampoco pude conciliar el sueño muy temprano debido a las ansias que acechaban mi mente. Así se deben sentir las personas al casarse, pensaba con la almohada mojada por la transpiración que emanaban mis nervios.

Ya son las cuatro con cuarenta de la mañana y por fin salgo de la cama. Hoy es el día, hoy correré mi primera maratón. Cuarenta y dos kilómetros a punta de trote.

Estoy listo.

Ayer llegué a mi casa luego de ir a buscar la camiseta oficial de este evento deportivo. Me saqué la clásica foto para las Redes Sociales y mis amigos me enviaban sus saludos en los comentarios.

¡Vas a romperla! ¡Trata de no desmayarte! ¡Esa, gordo!

Cada uno me inspiraba más a cruzar la meta.

Me vine a mi casa en micro, tomé la 405 y me senté lo más atrás posible. Solo en la ventana. No me despegué del celular. Veía mi foto y el orgullo que se ocultaba en bromas de los comentarios en ella. Me pasé diez mil películas sobre cómo

sería el gran día, de cuando cruce la meta y escuche todos los aplausos. Sentía la gota de sudor caer por mi frente, y eso que aún no comienzo la carrera.

El día había llegado, el mismo que hace quinientos veinticinco mil seiscientos minutos atrás me había imaginado. Entre entonces y ahora había recorrido miles, tal vez millones de kilómetros. De mi casa al trabajo, paseando al perro, las visitas a mis padres, los entrenamientos, las idas a fiestas, las idas al centro comercial. En fin, incontables kilómetros para lo que habían sido esas cincuenta y dos semanas previas. Mi mente estaba loca, pero creo que eso era normal, por fin correría mi maratón. Cuarenta y dos mil metros de sudor, acompañados con algunos minutos de gloria.

Llegué a mi departamento. Me bajé cerca de la playa, por donde comenzaría la maratón al siguiente día y vi cómo estaban armando los diferentes stands.

Caminé hasta el departamento, la vida nocturna estaba comenzando. Al fin y al cabo era sábado y todos saben que Viña del Mar prende más que árbol de Navidad los fines de semana. Tenía ganas de ir un rato a un bar, relajarme con una cerveza o compartir un cigarro; pero sabía que no podía. Llegué al edificio, saludé al conserje, compartimos unas palabras. Siempre fui bueno para hablar y con algunos de los conserjes del edifico somos muy amigos. Le conté de mis ansias y mis nervios y él, con sus palabras de aliento, me quitó un poco el estrés, recordándome todo lo que había entrenado este último año.

Hasta más flaco está, me dijo con su sonrisa amarilla por la cantidad de cigarros que fuma.

Don Juan se llama el conserje de la tarde. Gran hombre, policía retirado que perdió todo en un incendio y el resto se lo farreó en fiestas. Viudo con dos hijas, pero no mantiene o con ninguna. Fanático de la música romántica, pelo

negro, o por lo menos lo poco que le queda. Un bigote canoso y una nariz con rasgos turcos. Buen hombre ese Don Juan. Me cae bien.

Subí por el ascensor, me hice un filete de pechuga de pavo a la plancha, ya que había leído que debía mantener los altos niveles de glucosa en mi sangre. Ahora son las cuatro con cincuenta y tres de la mañana y aún siento el sabor de ese pavo. Me lo comí acostado en mi cama viendo una película en la tele, busqué alguna que ya había visto para que no me molestara quedarme dormido, pero el muy idiota elegí una que siempre me ha mantenido atento, así que me la terminé y eso me invitó al insomnio.

El reloj marca las cuatro con cincuenta y cinco, me duché. Siempre me gustó ducharme antes de correr, así comenzaba fresco el deporte. Salí de la ducha y me vestí inmediatamente con mis shorts deportivos que había comprado el mismo día que me propuse este desafío, su blanco ya no es tan blanco y hay dos hoyos en su bolsillo derecho. Siempre me olvido y se me cae el celular por esos malditos agujeros. Mis clásicos calcetines blancos y encima las zapatillas nuevas, las vi en una revista de deporte y leí que eran perfectas para quien corriera su primera maratón. Invertí mucho dinero en ellas, me siento orgulloso del recorrido que llevamos juntos y el que tendremos hoy.

Llegó el momento más importante, me pongo la camiseta de la maratón. Naranja con el logo de la ciudad en su espalda. Me miro al espejo y sonrío. Llegó el día, por fin. Ya no hay vuelta atrás. Me siento con ese pensamiento y desayuno mi té con un queque, también leí que hacía bien comer eso en la mañana, pero no recuerdo muy bien por qué.

Ya son las cinco con veinticinco minutos, estoy sentado frente a la tele viendo los infomerciales que salen en la madrugada mientras termino el desayuno. Acabo, lavo los platos y voy al baño. Estuve unos veinte minutos sentado ahí leyendo un Condorito, intentando que sus chistes, cada año más aburridos, me despertaran un poco más. Ya casi son las seis de la mañana y me preparo para

salir. La corrida comenzará a las ocho, pero sé que me demoraré treinta minutos en llegar y luego tendré una hora y media para reconocer el lugar, ver cómo aparece la gente y poder disfrutar cada segundo de este desafío que me he impuesto hace ya tanto tiempo.

Bajo por el ascensor y llego al lobby del edificio, ya no está Don Juan, ahora me encuentro con Pedrito, el conserje más joven que trabaja toda la madrugada. Pedrito quiere ser futbolista, tiene veintidós años y ya lo han rechazado cuatro equipos. Por mala suerte, dice; pero estoy seguro que en realidad no es tan bueno. Tiene su guata hinchada, se nota que no cuida la alimentación y también es bueno para fumar. Si fuese tan profesional, o de verdad quisiera cumplir su sueño, tal vez se cuidaría un poco más. Es bajo, por lo que se suele comparar con Messi, lo que me hace mucha gracias; tiene el mismo corte de pelo que Arturo Vidal y es hincha del Everton, el equipo de Viña del Mar. Cuando me ve salir con ropa deportiva me da unos consejos, como si fuese el un sensei del deporte, yo solo le sonrío y le agradezco. Pobre weón, pienso. No es por ser pesado pero nunca me cayó muy bien.

Ya son las seis con quince minutos y voy caminando hacia el primer sector de la playa en Reñaca, ahí comienza la maratón y veo como más gente, vestida con mi misma camiseta se une a mi recorrido. Casi todos van en grupo, a diferencia de mí. Siempre me gustó la soledad en el deporte, y mis audífonos junto a mis canciones son la única compañía que necesito. Mientras caminaba comenzaba a sentir nervios por todo. ¿Por qué mierda no traje un chaleco para abrigarme? Recién es octubre y aún hace frío a esta hora, pero todo eso se me olvidó por los nervios. Ya estoy llegando al lugar de partida, paso por la iglesia y unos jóvenes, lo más probable ebrios hasta la médula, me gritan una arenga que no pude entender. ¡Qué cosas de la vida! Yo comenzaba mi día y ellos lo estaban terminando.

Son las seis con cuarenta minutos, ya estoy instalado al lado de un stand, de a poco la gente comienza a reunirse. Hay grupos que se diferencian por sus camisetas de equipo. Trail Runner, Runners Chile, Running Chile, Running Viña

del Mar, puros nombres en inglés y eso que estamos en Chile. Los miro y me pregunto si todos ellos saben que significa lo que tienen escrito en la camiseta, tal vez varios se inscribieron pensando que entrarían a un curso de cocina y terminaron corriendo todos los miércoles en la costanera de la Recta las Salinas. Yo solo los miro, todos los integrantes de eso equipos conformados trotaban y estiraban con aires de grandeza. Un pecho de paloma inflado, como si tuviesen un gas atravesado y les daba miedo soltarlo. Y yo, sentado con mi camiseta naranja de la maratón, zapatillas nuevas que me obligaron a recortar los gastos por dos meses y unos pantaloncillos que habían perdido su color hace varios kilómetros atrás. ¡Bah! Al fin y al cabo, cuando comience la corrida todos seremos iguales.

Ya son las siete de la mañana y la atmósfera comienza a cambiar. Un tipo con camisa sin mangas se sube a un escenario junto a dos bailarinas y empieza a animar a la gente. Se mueven para acá y se mueven para allá. Regaetones que suelen sonar en una disco ahora le entregan ritmo a miles de deportistas y pseudo deportistas una mañana bien fresca frente al mar. Pensé en sumarme, pero después de ver por unos minutos a la gente me di cuenta que un sentimiento de vergüenza ajena subió por mi vértebra y decidí simplemente realizar un calentamiento alejado del resto. Así que siendo las siete y quince minutos comienzo a trotar suavemente por la costa. ¡Qué relajo! Me pongo mis audífonos y parte la música. Comienzo con un poco de Avici, me encanta Wake me Up. Hay una frase de la canción, es más debe ser la frase más conocida, que me he dicho tantas veces. Wake me up when is all over. When I’m wiser and I’m older.

Despiértame cuando todo termine. Cuando sea más sabio y viejo.

¿A quién no le gustaría eso? Pasar un tiempo dormido, el despecho después de un quiebre o simplemente la mala semana que viene cuando tu equipo de fútbol pierde el clásico. Dormir todo ese tiempo y que de la nada, ¡puf! Te despiertas y eres más sabio, por lo que la próxima vez podrás afrontar aún mejor cualquier problema. O, ¿qué se yo? Tal vez solo sea una canción y nuestro buen amigo Avici la escribió bajo el efecto de las drogas.

Ya son las siete con veinticinco, mis piernas toman calor. Hay sudor por mi frente y mi pecho comienza a temblar por las ansias de lo que sucederá en treinta y cinco minutos. Troto liviano mientras pienso en Avici y su canción; llegué hasta el tercer sector de Reñaca, pasando por la costanera y las terrazas que cuelgan sobre la arena de esta playa que en algunos meses más estarán repletas de turistas. Brasileños y argentinos que vienen a llenar nuestras calles, tranquilas casi todo el año, hasta que llegan con sus caipiriñas, mates y fiestas hasta alta horas. Me encanta el verano y me encanta Viña del Mar, pero creo que todo viñamarino odia la combinación de los dos. La playa de Reñaca es larguísima, se extiende del sector uno al sector cinco. Las olas casi nunca te permiten bañarte, y eso se suma a las bajas temperaturas de sus aguas. Pero aún así vienen de todo el mundo para mojarse un poco los pies, jugar paleta, mostrar sus abdominales y sacarse la selfie correspondiente con el hashtag de moda. Díganme amargado, pero prefiero la playa sola. Millones de granos de arena, helados por la brisa y el sonido de las olas que van rompiendo y dejando pequeñas pulgas marinas en su orilla.

Son las siete cuarenta y con ese pensamiento me paro y estiro frente a una escalera que da al mar. Suena Highway to Hell de AC/DC, pienso que no es la mejor canción para relajarme, pero me motiva para volver al trote lento a la meta de inicio. Me despido de la tranquilidad de la playa y con paso firme voy a mezclarme con las miles de personas que iniciaran la Maratón de Viña este año.

Dan las siete con cincuenta minutos y la alcaldesa hace su discurso. Habla de lo orgullosa que está de este evento y se tira un par de frases clichés sobre la vida deportiva y lo importante que es para nuestra salud mental y física. En verdad no escucho mucho, ya que en mis audífonos suena Vértigo de Ismael Serrano, y me relajo previo al gran desafío.

Vértigo que el mundo pare, que corto se me hace el viaje. ¿Será igual de corta la corrida? Nah, estoy preparado para estar alrededor de cuatro horas moviendo mis pies.

Seremos otros, seremos más viejos. ¡Qué grande que eres, Ismael! Ya son las siete con cincuenta y seis minutos. Estoy relajado, tranquilo, con un nuevo aire y listo para correr. La ronquera y los traicioneros nervios de los que Serrano habla ya no me invaden y estoy listo.

¡Saluden a la cámara! Grita la alcaldesa mientras unos drones volaban sobre nosotros. Si no puedes vencerlos, úneteles; así que estirando mis brazos me uno a los gritos y saludo a esa cámara. El ambiente de fiesta y esa energía me contagian.

Siete con cincuenta y nueve minutos, y comienza la cuenta regresiva. Es ahora, me digo emocionado. Hace un año esperaba este momento. Ocho mil setecientas horas atrás me había dado este desafío. Recuerdo el momento con detalles. La hora y la razón. Hoy era el momento, correría una maratón. Recuerda por qué lo haces.

Diez…nueve…ocho.,,

¡Vamos, mierda! Pienso.

Siete…seis…cinco…cuatro…tres…

¡Vamos!

Dos…¡uno!

Se escucha el estallido de una pistola y millones de pasos que comienzan a sonar. Los primeros salen corriendo a gran velocidad. ¿Acaso no saben que deben mantener un ritmo por los próximos cuarenta y dos kilómetros? Los más profesionales, los flacos con piernas largas y depiladas, van un poco más lento. Son inteligentes y ahorran energía; a los pocos kilómetros toman mayor ritmo, los comienzo a ver de lejos. Bueno, de todas formas me gusta correr solo.

El reloj da las ocho de la mañana con cuatro minutos, voy en el primer kilómetro, pasando por el Castillo de Reñaca. Castillo cuya historia puede ser completamente diferente a la que mi abuelo siempre me ha contado. Supuestamente era para una familia de plata, lo construyeron sobre las piedras justo en una curva sobre el mar. Una de las mejores vistas del horizonte, si no la mejor; pero nunca lo terminaron de construir porque había una maldición, ¿quién la puso? ¿qué se yo? Mi abuelo dejó varios vacíos en su historia. La cosa es que si alguien intentaba terminar la construcción del techo, morían; por lo que hay una parte inconclusa del Castillo. Linda historia, y podría ser un gran lugar turístico; pero no, se transformó en una discoteca. Sede de borracheras y fiestas hasta la madrugada. Filas de basura cada domingo en la mañana y catedral de anécdotas de los turistas cuando visitan esta linda playa de la Quinta Región de Chile.

Continúo mi trote a paso firme, ya voy por el kilómetro dos, terminando el camino de Reñaca y a punto de llegar a la Recta Las Salinas, mi parte favorita del recorrido. Son las ocho y diez y las palmeras que rodean la Costanera construida hace poco por el gobierno de turno y el sabor salado del aire que proviene de la brisa de uno de los mares más australes del mundo, me acompañan. Correré dos kilómetros por La Recta, y estoy decidido a disfrutarlos. Las calles están vacías, de a poco se van formando pequeños grupos de corredores. Yo soy de los que va solo. Al pasar por la bencinera, me doy cuenta que ya voy en la mitad de La Costanera, comienzo a establecer un ritmo para mantenerme así por un par de kilómetros. Hay que equilibrar esfuerzos. Veo cómo diferentes personas me pasan, pero no me importa. Mi meta es propia y la de ellos es ajena; así que no hay problema con llegar último o primero, por lo

menos así lo veo. Son las ocho con dieciocho y veo la señal que sale kilómetro cuatro; mi recorrido favorito comienza a terminar y entro por algunos metros a la Calle San Martín, sede de pubs y restaurantes; uno de los puntos turísticos de Viña del Mar. Rodeado de edificios, veo como algunas personas salen a saludar y a arengar a todos los participantes. Miro y sonrío, en mis audífonos escucho Blink 182, la canción es Dammit, un clásico de mi adolescencia, que hasta hoy, a mis treinta años sigue siendo una melodía que me gusta. Recién debo llevar cuatro kilómetros y medio, pero aparecen los primeros dolores en mis muslos. Un pequeño tirón bajo mi ingle, no le tomo atención. Estiré lo suficiente, tal vez solo sea parte de mi imaginación. Bajo un poco la velocidad solo para asegurarme que mi día no termine en una lesión y una llegada cabizbaja a la meta. Los pasos ajenos son como una melodía que suena de fondo en la música de mis audífonos. Miro hacia al cielo mientras cruzo el puente blanco de San Martín y creo que es primera vez que disfruto tanto el olor del estero que tiene debajo. ¡Tanto dinero invertido en Viña del Mar y no han podido arreglar este estero! Por lo menos se transformó en el hogar de cientos de coipos que pueden vivir tranquilos sin que nadie los moleste por ser ratas gordas y feas.

Vamos bien, vamos bien, me arengo mentalmente. Recuerda por qué lo haces, recuerda por qué lo haces, me insisto. Aparte de ese dolor en el muslo no hay mucha señal de cansancio, pero nunca está de más un poco de auto motivación.

Son las ocho y media y Valparaíso está a la vista. Cruzo el famoso restaurante Cap Ducal, es una especie de barco atracado en las piedras de una curva frente al estero. He vivido toda mi vida en Viña del Mar y nunca he entrado siquiera a pedir el baño. Veo como las gaviotas lo sobrevuelan y un golpe de aire salado choca contra mi frente. Siento un pequeño escalofrío en mi pecho y me prometo visitar este buque – restaurante en las próximas semanas. Blanco, con líneas azules y rojas en su chimenea ficticia. Debe ser lindo por dentro, deben servir buenos mariscos, debe ser una buena experiencia que los turistas disfrutan más que los locales, simplemente porque lo tenemos tan cerca que le perdemos el valor. Pienso que ese es el mal de la cercanía, a veces la subvaloramos. Si está cerca, siempre estará ahí; pero no es así. Si está cerca hay que aprovecharlo. Invitar la rutina de conocerlo, para luego alejarse y volver a verlo como si fuese la primera vez. Mira tú, llevo recién cinco kilómetros de trote y me he puesto

filosófico.

Paso por centros de atención y algunos stands de bebidas energéticas, agarro dos vasos, uno lo tomo y el otro me lo tiro encima para refrescarme. Frente a los stands está el Castillo Wulff. ¿Otro castillo? Sí, Viña del Mar parece la localidad de un cuento de Disney si se mira desde la perspectiva correcta. Este Castillo, a diferencia del de Reñaca, si es turístico y siempre está custodiado por enormes pelícanos que se paran en sus torres a observar los autos al pasar; hoy su panorama cambió y sus miradas se fijan sobre miles de personas que pasan corriendo. ¿Qué pensarán al vernos? Sentados, estirando sus enormes alas, algunos hasta defecando. ¿Qué pensarán al ver este cambio de rutina? Tal vez ni piensen, y sean entes voladores que descansan sus alas sobre este hermoso Monumento Nacional. Lo volveré a visitar, tal vez el próximo fin de semana. Iba mucho cuando era pequeño, mi papá siempre me llevaba y me sentía en otro lugar, otro país, otro mundo. Tal vez esos paseos fueron los que me llevaron a ser un enamorado de los viajes. No había pensado en eso.

Siendo las ocho con treinta y siete, bajé un poco el ritmo. Acabo de pasar el Hotel Sheraton y el famoso Reloj de Flores. Personas, familiares de los corredores probablemente, comienzan a aparecer en los costados con carteles. El dolor en mi ingle continúa, pero leo los mensajes escritos como si fuesen dirigidos hacia mi persona y me motivo.

¡Dale, papá! Eres el mejor.

Bueno, no todos los tomo como propios. A menos que una de esas aventuras de veranos pasados me haya alcanzado y un hijo perdido se me apareciera justo en ese día. ¿Te imaginas? Despertarte para correr una maratón y volver a la casa con tu medalla y un cabro chico para cuidar. Mejor dejo ese pensamiento de lado y vuelvo a la corrida. Corre, concéntrate, aprovecha que ahora estás en la Avenida España, a tu lado solo verás mar y los yates del Club. Uno que otro buque que zarpó del puerto de Valparaíso y el canto de las gaviotas que se unen a

la melodía de los pasos y la canción de turno.

Ocho cuarenta y seis de la mañana, kilómetro seis y medio, suena Nino Bravo, y su célebre canción Un Beso y una Flor. Me encanta. No soy el mejor eligiendo canciones para correr, tal vez sea el único que no está pegado en una lista de electrónica o música más movida; pero es porque me gusta elegir canciones que me inspiren y todos nos inspiramos de formas diferentes. Por ejemplo, Pablo Picasso se inspiró en la película Adiós a las Armas para pintar el Guernica, una de sus obras más importantes. Cuando me enteré de eso traté de ver esta cinta de mil novecientos treinta y dos, y lo único que me inspiró fue un sueño profundo. Entonces no tiene nada de malo que yo me inspiré para hacer deporte con canciones como Un beso y una Flor.

Lo que no se es querido siempre queda atrás. Me encanta esa frase, de seguro botaré mucha mierda que tengo dentro durante estos cuarenta y dos kilómetros, tal vez que cuando termine el recorrido me sienta tan liviano que todo lo malo que había antes de comenzar el recorrido se me haya olvidado, tal vez se vaya quedando en el pasado, por el Castillo Wulff y sus pelícanos o en cada cartel que las personas asoman por los costados para motivar a sus seres queridos. Y no es que tenga mucha mierda que botar, pero nunca está de más hacerle caso a Nino y partir dejando de lado lo innecesario.

Ya voy en el kilómetro ocho, lo sé porque hay un cartel que lo anuncia. Son las ocho con cincuenta y cuatro minutos y siento que el dolor de mi ingle no va a desaparecer. ¿Qué hice mal? Me mantuve al pie de la letra, dibujé dentro de las líneas y me alimenté como debía durante meses. Sí, lo ito, tuve mis escapadas para tomar una piscola con mis amigos. Los cumpleaños y otras celebraciones; aunque debo felicitarme porque dejé el cigarro. O por lo menos fumé mucho menos. Entrené cuatro veces a la semana, me inscribí al gimnasio. Entonces, ¿a qué se debe ese maldito dolor? No me voy a detener por este pinchazo entre mis piernas, pero es como una espina en el zapato. Intentaré no pensar en esto por unos minutos, ya salí del límite de Viña del Mar y estoy en Valparaíso, el Puerto Principal. Veo de cerca el Muelle Barón, largo, desgastado.

¡Cuánta historia! Me gusta eso. Fui a un par de fiestas de Año Nuevo cuando era más joven. Abrían el muelle e instalaban una barra enorme, de la cual podías sacar todas las piscolas que querías. Subiendo por las escaleras, cerca de donde está ese gancho enorme de pesca se podía bailar música electrónica, y en la parte baja vibrábamos con bachata y regaeton. ¡Qué años! Cero preocupaciones, vivíamos de los sueños de la universidad y de los logros que nos darían nuestras carreras. No habían cuentas que pagar y en la mesa siempre había algo para comer, servido por mi mamá y acompañado de alguna anécdota de la oficina de mi viejo. Veo de lejos el muelle y me inundo de memorias, risas. ¡Historias! ¿Seguirán haciendo esas fiestas? Creo que ya estoy muy viejo para ir.

Me encanta el olor al mar. Ha sido el mejor acompañante en esta corrida. En este último tiempo le tomé un cariño enorme al trote, cada recorrido era una especie de desafío e intentaba siempre ir variando las rutas. Así era como un turista en mi propia ciudad. A veces me detenía a mitad de recorrido y descansaba. Ojos cerrados, espalda recostada en el pasto de alguna plaza, sudor recorriendo el cuerpo y el mayor relajo del mundo. Luego me levantaba, música al oído y volvía por donde vine. Con un peso menos. Cada corrida me hacía bajar de peso, y lo digo en doble sentido. ¿Un problema en el trabajo? Corro. ¿Problema amoroso? Corro. ¿Se muere mi personaje favorita de la serie? Corro. Pero siempre corro para volver. Es como una especie de psicólogo, pero no hablo con nadie. Una vez corrí tanto, pero tanto, me sentía enrabiado; y entendí a Forrest Gump, así que corrí hasta donde siempre lo hacía, luego no me quise devolver y avancé unos kilómetros más; corrí tanto que terminé en la carretera que va camino a Santiago. Vi los autos, me detuve, no me tiré al suelo, pero me afirmé en las rodillas. No recuerdo bien qué me ocasionó correr así, pero recuerdo el haberme sentido mucho mejor después de hacerlo. Volví al trote lento, me duché con agua fría. Debo haber estado una hora pensando y mirando la base de mi ducha, mis pies negros y el agua que se mimetizaba con su color. Líquido oscuro, resultado del deporte ocasionado por un problema. Agua fría que choca con mi cabeza, baja por mis orejas y gotea por mi barba. Tranquilidad en un cuerpo excitado e intranquilo.

¡Qué año había pasado! Desde tomar la decisión de correr estos cuarenta y dos kilómetros, lo que había ocasionado mi misión, mi propósito, desafío, me había

llevado a vivir diferente. Enfocado como caballo de carrera en una misión, con uno que otro desliz. Mis papás estaban orgullosos, no hacía deporte hace años. La rutina del trabajo era suficiente. No es por flojo, pero tengo razón al decir que la vida que nos obligan a llevar agota. Y digo que nos obligan porque desde que nacemos, estudiamos, nos graduamos y trabajamos; siempre hay una imagen, una película que nos guía hacia el camino que todos debemos recorrer. Agota. Es como que te obliguen a correr una maratón y que a nadie le importa que lo tuyo no sea el trote si no que el canto. ¡No cantes! ¡Corre! ¡Corre! ¡Qué irónico! Correr como deporte, para no querer correr de los problemas, solo para relajarlos, esconderlos bajo la alfombra y aprender a convivir con ellos. Maldita rutina, en ella nunca pensaría todo lo que estoy pensando en este momento. ¡Qué felicidad! Kilómetros de descubrirme, y de pasada, mejorar mi físico y salud.

Son las nueve con un minuto y pasé hace unos segundos el kilómetro nueve, ya queda poco para devolverme, hacer el mismo recorrido pero en otra dirección y partir pensando en los kilómetros más pesados que vendrán. Mi boca está seca, es el sentimiento de una resaca, pero sin el dolor de cabeza. Quiero agua, no, no quiero. Necesito agua. Veo el mar y me dan unas ganas inmensas de tirarme a nadar con la decena de lobos marinos que veo flotar en él. En cada ola desaparecen y vuelven a asomarse unos cuantos metros más adelante. ¡Qué agradable! El frío que sentí en la mañana es un recuerdo lejano y ahora los pocos grados que hay se suman a mi transpiración, a la aceleración de mi cuerpo y siento que estoy corriendo en el desierto. No me puedo deshidratar, bajo un poco las revoluciones; no me importa hacer un mal tiempo, solo quiero llegar a la meta. Voy cerca del kilómetro diez, veo a lo lejos el cartel que me lo confirma y a su costado un stand con bebida energética.

Vamos, corre rápido; me digo. Pero no, la velocidad en este momento me jugaría en contra. Contrólate, ya vas a llegar, agarras dos vasos y te los tomas. Hidrátate, tranquilo. Recuerda por qué lo haces. No te desesperes, sabías de un comienzo que no sería fácil. Y otra vez siento el dolor en la ingle. ¡Desaparece! Es como mi pequeño diablo en el hombro que me incita a parar. Rendirme y devolverme caminando. Avergonzado y arrepentido por haberme desafiado. ¡No! No me rendiré, ya estoy acá. El kilómetro diez se ve cerca, las gaviotas me han sobrevolado todo el recorrido de Valparaíso, como mis fieles acompañantes.

Son las nueve con siete minutos y estoy en el kilómetro diez. Ahora sí, me tomo dos vasos de bebida energética. Siento como mi garganta se humedece y la respiración se hace más fácil. El sabor frutal de la bebida se mantiene en mi boca y me relaja para iniciar la vuelta. Hasta acá llega esta parte del recorrido, ahora tendré que correr nuevos diez kilómetros de vuelta hacia Reñaca para iniciar la segunda mitad de la Maratón y terminar los cuarenta y dos mil metros. Mi mirada se pone seria, veo el horizonte en el pavimento de la calle que cerraron para este evento y me desafío a no parar. ¡Recuerda por qué lo haces!

No pares.

Son las nueve con ocho minutos y suena Dust in the Wind de Kansas.

I close my eyes, only for a moment but the moment is gone.

Sabes que una canción no solo es buena, si no que es legendaria cuando su primera frase es suficiente razón para seguir escuchando.

Cierro mis ojos solo por un momento y el momento se acabó.

Un segundo, nada más que eso es necesario para perderte un gran momento. Si cierro mis ojos ahora, mientras corro; ¿me perderé la gloria de estar en esta maratón? ¿será tan así? No sé. Pero si sé que si cierro mis ojos en el momento exacto que voy por la calle y hay una chica al frente mío, me podría perder su sonrisa. Si no veo esa sonrisa no me enamoro y si no me enamoro no vivo los mejores años de mi vida. Tal vez un segundo se demoró el diez de tu equipo en

pensar si encarar al defensa o hacer un pase al costado, en ese segundo tomó la decisión equivocada y tu equipo no ganó el partido. Al no ganar el partido no clasificó a un torneo internacional, eso generó pérdidas económicas, lo que desencadenó en una poda al plantel, teniendo que despedir a varios jugadores. Un segundo, una decisión, un momento. ¿Cuántos segundos estaría en esta maratón? No puedo cerrar mis ojos, ya que no puedo perderme ningún momento. Es más, los disfrutaré todos. Desde reírme con el chistoso que se presentó disfrazado de Santa Claus, sabiendo que faltan tres meses para las fiestas y no había ninguna razón concreta para soportar el calor de ese disfraz. O acariciar por pocos segundos al perro que se mete entre los participantes, y reírme al ver cómo personas se tropiezan y lo intentan sacar de la calle. El perro solo corre y les salta, ve cómo ellos se estresan, él ríe. Hoy no me estresaré, debe pensar el pulgoso. Te dejo esa carga a ti. Lo veo quedarse atrás, tiene su sector donde molesta y juega. El perro de la Maratón.

Son las nueve con quince minutos y acabo de llegar al kilómetro once. Me demoré un poco más, tal vez no fueron solo unos segundos los que acaricié al perro, y tal vez mi piernas adoloridas, sumadas al pinchazo cerca de mi ingle me están haciendo más lento. Una maratón es la analogía perfecta de la vida. Comienzas corriendo, esperanzado de lo que viene, a medida que avanzas los kilómetros dudas y sufres algunos altibajos. Casi siempre los superas, aunque ves gente que queda en el camino. A la mitad tomas un nuevo aire, sales triunfante, pero con el tiempo te vuelves a cansar. Ya la energía no es la misma que en el kilómetro tres, pero ahora estás más sabio, sabes cuándo acelerar y cuando no. Terminando la carrera ves las cicatrices que esta te dejó, el cansancio no es negativo, sabes que es el resultado del recorrido que elegiste, y justo ahí, cuando estás ad portas de cruzar la meta das un último esfuerzo, sin saber de dónde proviene la energía, y cruzas triunfante. Agotado, lleno de recuerdos, de dolores y de buenos momentos. Terminaste porque te lo propusiste y lo hiciste todo a tu tiempo, no importa si la gente va rápido o lento. Al fin del día todos llegamos al mismo lugar.

El pinchazo de la ingle comienza a desaparecer. Perfecto. Pero ahora siento en la planta de mi pie una piedra que no me deja de molestar. ¿Cómo mierda entraste ahí? No quiero parar, no por el tiempo, si no que siento que me bajará las

revoluciones, y necesito estar acelerado para no cansarme, para continuar. Comienzo a correr de forma divertida, intentando mover la piedra hacia un lado. Siento como se mueve la desgraciada, no se quiere ir. ¿De dónde mierda saliste? Se mueve, se mueve…¡duele! Se sigue moviendo. Por fin, un paso en falso y la siento más cerca del tobillo, subiendo por el calcetín. La siento pero no me duele, hago las paces con esta piedra que me acompañará por el resto del camino, solo con la condición que la desgraciada no vuelva a bajar a la planta de mi pie.

Nueve y veinte, ya voy en el kilómetro doce. Llevo una hora y veinte minutos corriendo. Nada mal. Sé que no es un tiempo perfecto, pero estoy orgulloso. El aire no me falta, eso es buena señal. Me quedan treinta kilómetros, no llevo ni la mitad. Ahora es cuando debo ser inteligente. Repaso por mi mente la razón de este desafío. Inflo un poco el pecho, me atraganto con mi saliva, comienzo a toser, me río de la situación y mantengo paso firme. Ya van doce kilómetros, voy por ti número trece.

El trote baja la intensidad, sé que en este momento mi corazón se llena de adrenalina y lo que más quiero es moverme tan rápido como pueda. Pero hay que ser inteligente, no siempre hay que hacerle caso al corazón; a veces la mente es nuestra mejor herramienta. Así que bajo el ritmo, cuido mis piernas y me mantengo constante por unos momentos. Recuerdo un entrenamiento en que quise llegar al límite, corrí solo cinco kilómetros, pero los corrí como si mi vida dependiese de eso. En cada paso que daba sentía mis músculos apretarse, había una sensación de incendio en las plantas de mis pies y los ojos me pesaban por las gotas de sudor que caían cada segundo. Salí sin música ese día, me sirvió para solo concentrarme en mi meta: correr rápido. Al terminar el recorrido me lancé en la arena de la playa, vi mi tiempo y no estuve ni cerca de la meta que me había impuesto. Di mi máximo, y mi máximo no fue suficiente. ¡Estaba enojadísimo! Volví a casa cojeando, castigándome en la mente por no haber sido más rápido, maldiciendo mis pasos y sufriendo por las ampollas que vivían bajo ellos. Estar cansado y enojado debe ser la peor mezcla del mundo, y solo puede ser arreglada con un vaso de agua helada, seguido de una ducha fría.

Llegué al edificio y veo a César, otro de los conserjes. ¡Este si que me cae bien! Bueno para hablar, a veces demasiado, aunque nunca me aburro de conversar con él. Es un hombre que sabe mucho, a pesar de que nunca terminó el colegio. Ahí tenemos un claro ejemplo que la educación no solo se genera en una sala llena de alumnos y un profesor. César es pelado, por decisión propia, como dice él. Sus orejas son enormes y su nariz es redonda, parecida como se las dibujan a las caricaturas de los alemanes. En verdad casi todo su cuerpo es extraño, pero tiene una personalidad que llama la atención y es imposible, aunque estés en tu peor día, no aceptar un cruce de palabras previo a subir al departamento.

¿Y esa cara larga, compadre? Me preguntó al verme llegar. No me digay que es por una mina. Sonreí y reí. Le comenté mi situación, de la rabia que sentía por no haber sido más rápido. Él, sonriente como siempre, me dejó un mensaje que en este momento es un empujón anímico para continuar con mi desafío.

Que des lo mejor de ti, no significa que logres lo que te propones. Pero nunca olvides, que si de verdad diste lo mejor, no tienes nada que reprocharte.

¡Qué grande, César! Seguimos hablando por unos minutos y con un fuerte apretón de manos nos despedimos, así yo pude subir y tomar esa tan ansiada ducha con agua fría.

Ahora voy pasando por Recreo, la brisa me impulsa y estoy dando lo mejor de mí. Sé que es suficiente. Miro al cielo, cierro los ojos por un segundo, olvido la canción Dust in The Wind, me relajo y suspiro fuertemente para seguir mi recorrido. Recuerdo a César con su consejo y me regalo una sonrisa.

Recreo y sus edificios quedan a mi espalda y por un costado me reencuentro con el Club de Yates, veo a una persona desmayada un poco más adelante, los paramédicos le están ayudando.

Que no te pase a ti, pienso. Yo tengo que terminar, no hay otra opción. El kilómetro trece está aquí, lo paso y lo disfruto más que otros kilómetros. Este fue difícil. Porque me estoy dando cuenta que ya he avanzado una gran distancia, y aún así me queda mucho todavía. Ya está, podría terminar ahora, no tengo nada que demostrar. ¡Para! Tienes que terminar, lo vas a terminar. Deja de pensar por unos minutos y escucha música. Suena Por ti volaré de Andrea Bocceli. Me encanta esta canción. Y sí, sé que es la canción menos adecuada para motivarme, pero, por Dios que me relaja, y eso es exactamente lo que necesito. Esta canción me recuerda a mi abuelo, mi tata, el padre de mi viejo, quien falleció hace diez años. Él era un hombre altísimo, rozaba los dos metros y tenía una barba enorme. Era como un roble. Su humor, negro a ratos, siempre humilde, era su sello. Recuerdo que al terminar cada chiste, lanzaba una mirada pícara hacia su público, o sea su familia y amigos, y esperaba que nos riéramos. La espera nunca fue larga, ya que solo su voz nos contagiaba con risas. Era cojo de una pierna, según él porque una vez en África unos indígenas lo intentaron cazar y en el escape una flecha rozó su rodilla, esa historia la creí hasta los dieciocho años, y hoy en día sigo contándola como si fuese cierto. Mi tata era un gran hombre, y lo único malo de contar su vida, es que todo lo hago en verbo pasado. Falleció porque jubiló joven, trabajó muchos años sin descanso, entonces pudo optar por descansar mucho antes que el resto. Una vez jubilado viajó por todo el mundo. África, Europa, Asia…¡todos lados! Su vida era la envidia de muchos, sus anécdotas el vicio de otros y su compañía la alegría de todos. El problema fue que al conocer todo se sentó en su sillón favorito y se quedó ahí. Hizo tanto, que se le terminó el recorrido, y sin un propósito más que el recuerdo de una vida bien aprovechada, la cabeza parte fallando. No se puede vivir del pasado y sus anécdotas, no podemos dejar de lado la actividad física y no podemos decirle nosotros a la vida que estamos cansados, es la vida la que nos tiene que decir ¡basta! y en ese momento descansar, pero apurar la llegada de aquello es fatal, y eso le ocurrió a mi tata.

Sentado esperó la carroza, esa que tanto nombró en sus chistes. Y sentado y acompañado por mi abuela se fue al cielo. Sé que está ahí, si él no lo merece, no sé quién lo haría.

Mi tata. El alto, el roble, el aventurero. El chistoso, el que lo hizo todo y se fue antes de tiempo. En su funeral los nietos e hijos sacamos el ataúd, hasta ese momento poca gente lloró. Mi padre, por otro lado, se armó de valor para dedicarle unas palabras previas a su último adiós.

Tu motor se apagó de a poco. Terminó oxidado y con fisuras, pero todo eso es el resultado de la vida que elegiste, de las enseñanzas que nos dejaste. Su voz se quebraba, miraba hacia al frente, mi madre le sonreía, mientras una gota caía por su mejilla. Luego seguía su despedida. Te fuiste antes de tiempo, el mundo fue muy chico para ti; pero fuiste un gran padre, un tremendo esposo, un valioso hermano y un abuelo inspirador. Te fuiste pronto, pero con la tarea realizada, la terminaste, ahora nos toca a nosotros, tu familia. Tú descansa, que te graduaste con honores. Tu motor se apagó, pero nosotros siempre lo recordaremos.

Silencio. Un llanto pequeño de una esquina y los ojos llorosos que enmudecieron las gargantas de los asistentes. Todo cambió al sacar el ataúd. Vamos sosteniendo en una caja de madera que contenía un hombre lleno de historias y suena de fondo Por ti Volaré de Andrea Bocelli.

Por ti volare, espera que llegaré. Mi fin del trayecto eres tú.

El llanto no se hizo esperar, el silencio se rompió en la canción y el triste sonido de personas llorando. Años después me enteré que mi abuela puso la canción como mensaje a mi tata. Espera que llegaré.

Espérame viejo, ya voy. Piensa ella, quien todavía diez años después vive sin el amor de su vida. Ahora ella espera la carroza, y en ella vive el recuerdo de un gran hombre. Ese que si no hubiese tenido una pierna coja, estoy seguro que estaría corriendo conmigo. ¿O acaso lo está? Junto a las gaviotas que me acompañan en el recorrido. Mi tata, el hombre que hizo una maratón del mundo

y corrió libre. Sin inicio ni final, solo hasta que decidió decirle no más a la vida.

Te quiero, viejo, pero hoy te tomaré como ejemplo solo hasta que te sentaste en el sillón. Hoy, mi sangre, la misma que recorrió tus venas, vuela dentro de mí y es mi motor, ese que aún no se ha oxidado, el que me llevará a cumplir mi meta. ¡Recuerda por qué lo haces! Me insisto, y sigo corriendo. Imposible despejar la mente, cada trote, cada metro, cada respiración; es una invitación para reflexionar mi vida y recordar momentos de ella que se han ido destapando por la adrenalina que genera una maratón.

Son las nueve con veintiocho minutos, el kilómetro catorce está ahí. Uno más para mi colección. Uno menos para mi meta. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! Y así como si nada, el maldito dolor cerca de mi ingle vuelve a aparecer como si quisiera que me lance al suelo y me rinda. ¡Mierda! ¿Qué hice mal? Nada, el dolor a veces es consecuencia del esfuerzo. Si eso me impidiera seguir, entonces nunca debería haber aceptado este desafío.

Paso por el kilómetro catorce, vuelvo a visitar el Castillo Wulff, los pelícanos siguen ahí, observando a todos. Algunos se aburren y saltan al mar, van en busca de un pez para el desayuno. Luego vuelven y se paran en las torres del lugar. Nos miran, desafiantes y motivantes. Símbolo de naturaleza en un lugar arrasado por la civilización. Entre curvas y bajadas vuelvo a sentir el olor de la brisa marina, veo, ahora mucho más cerca, el puente que me volverá a unir con la Avenida San Martín y por pocos segundos aprecio como una familia de coipos se pasea por las orillas de esa agua contaminada por nosotros.

Son las nueve con treinta y dos minutos. El recorrido continúa.

La Avenida se llena de personas, mucho más que en el comienzo. Hay una

señora, debe tener cerca de ochenta años, y le está regalando a todos los participantes dulces. Un regalo típico de abuela, que en este caso nos sirve para que no baje el azúcar. Todos aceptan, algunos se detienen y se sacan una foto con ella; y un grupo enorme de corredores pasa por su costado abrazándola. Comienzo a pensar que no fue a ver a nadie en especial, y eso hace que ella sea aún más especial. Es una abuelita que quiso aportar con un detalle en este evento, un detalle que no pasó desapercibido, y lo único que quiere es que la gente acepte su regalo. Nada más, y lo noto porque su sonrisa es de oreja a oreja. Son los pequeños detalles que hacen una gran diferencia, y esos detalles forman a las personas y sus vidas. La abuelita de la maratón lo tenía claro y se lo demostró a millones de personas.

¿Cuántas maratones habrá corrido esta señora en su vida? ¿Cuántas habrá terminado y en cuántas se habrá quedado con las ganas? Vuelvo a lo mismo que pensé hace un tiempo: la vida es una maratón; pero no es tan pública como en la que me encuentro en este momento. Hay maratones personales, como esos entrenamientos de madrugada, cuando la ciudad duerme y el corredor sale solo por a gastar sus zapatillas. ¿Esa señora habrá estado acompañada? O tal vez son estos momentos que se crea en los que se deja de sentir sola. ¡Por Dios! Me encantaría ponerme a hablar con cada uno de los asistentes de este evento y poder descubrir cada una de sus historias.

El kilómetro quince está ahí y mis pensamientos ahora vuelan hacia mis maratones personales. Quiebres amorosos que se veían más importante en su momento, y que hoy son una anécdota que no me hacen ni cosquillas. La decisión de qué estudiar, ese maldito momento en el que tienes que tener la seguridad para saber cuál va a ser tu rol en la sociedad. ¿Te puedes equivocar? Obvio que sí, pero a medida que avanzan los años, las épocas van cambiando; y hoy el error es menos aceptado que antes. Hoy un periodista de cincuenta años puede estar viviendo en la amargura del arrepentimiento, solo porque no fue lo suficiente valiente para elegir su pasión como profesión. Tal vez escribir y las letras, el informar al resto y el estudiar la actualidad no es lo suyo; si no que comenzó esa carrera porque su padre era periodista y era sueño de él que su hijo mantuviese esa tradición. ¿Pero acaso el padre nunca pensó que el joven quería estudiar diseño? ¿Ser profesor? ¿O simplemente no estaba seguro? El error es

tan mal visto hoy en día, que aprendemos a vivir con ellos en vez de superarlos. Y a veces, cuando nos damos cuenta que el corregir un error está en nuestro poder, es muy tarde; y ya vimos como el tren de nuestro sueño pasó. Imagina esa maratón, la de la duda, la solitaria, la que no quieres compartir con nadie, porque, la verdad, nunca la quisiste correr. ¡Qué horror! Pero también, por suerte, hay maratones solitarias que anhelamos. Esperamos y las sudamos con ganas. Maratones como preparar una sorpresa a un ser querido, el esperar a tu primer hijo durante esos nueve meses. Acompañar a tu señora y ver sus cambios de ánimos, debido al embarazo, como propios. Maratones que agotan, pero que amamos. Que corremos una y otra vez, y nos encantan repetir. Tengo treinta años y me demoré veintinueve en tomar el desafío de correr cuarenta y dos kilómetros; y ahora sé que si no lo hice antes es por el sinfín de maratones que me tocó correr solo. No tengo hijos, la verdad tampoco quiero. Soy bueno en mi trabajo, pero la verdad no me apasiona; y recién cuando rozaba los treinta pude tocar fondo para tomar las riendas de mi vida y decir: ¡Basta! Elegí un nuevo camino, una rutina diferente; y hoy mi maratón más exigente me tiene aquí corriendo con miles de desconocidos en una carrera hacia nuestro máximo esfuerzo.

La mayor maratón personal es aquella que no sabemos que corremos, pero que está presente en nuestro día a día. Acabo de pasar el kilómetro quince, a mi izquierda está el Muelle Vergara, otro clásico de Viña del Mar, y en frente mío está el camino que se hace cada vez más angosto.

¡Vamos! ¡Vamos! ¡Recuerda por qué lo haces! Sigue corriendo.

Y sigo, mis pasos avanzan y en cada uno de ellos mi mente se amplía. No es por soberbio, nada podría estar más lejos; pero efectivamente siento que este recorrido me ha permitido por primera vez en mucho tiempo pensar, así tan simple como suena. Pensar sin miedos y sin ser juzgado, ya que mis pensamientos, en este momento, son solo míos y no tengo ni las ganas ni un motivo para compartirlos con alguien más. ¡Gracias a la vida por permitirme vivir este momento! Y gracias a mis piernas por no flaquear todavía. ¿Todavía?

¡No! No flaquearán, por lo menos no hoy. Después de esta corrida tendrán días, semanas y meses para descansar. Esperando atentas su próximo desafío.

Son las nueve con treinta y ocho minutos. El dolor cercano a mi ingle desapareció por completo. Es un detalle dentro de mi recorrido, pero sí que me hace feliz no sentirlo. Es como la superación de un mal momento. Con este peso menos veo de muy cerca el kilómetro dieciséis; ya solo me quedan veintiséis más. ¡Vamos! Recuerda por qué lo haces. He pensado en eso durante toda la corrida, y aún así no me he atrevido a nombrarlo. Lo pienso y lo oculto en una esquina de mi mente; es una motivación enorme. El “vamos” e inicio de un desafío; pero no lo puedo nombrar. No puedo. Me aterra tanto como me motiva, y su recuerdo mal utilizado, puede ser el impulso que genere un movimiento en mis piernas o la razón para detenerse.

Acabo de pasar el kilómetro dieciséis, estoy volviendo a la recta Las Salinas, y sus palmeras me dan la bienvenida. Rodeadas de personas que entregan apoyo.

A medida que mis pasos avanzan veo a lo lejos un par de rostros conocidos. Son mis padres. Mi mamá y mi papá. Veo a mi viejo con una cámara de fotos, deben faltar un par de cientos de kilómetros para que pase por su lado, pero desde aquí los veo y siento su orgullo. Mi madre ya se fijo que voy en camino, a lo lejos la veo saltar y mover sus brazos señalándome y gritando; no puedo escuchar bien sus mensajes debido a la música de mis audífonos. Escucho The Last Goodbye de Billy Boyd. ¿Se acuerdan de él? Es uno de los hobbits en el Señor de los Anillos y tiene una canción conmemorando todas las películas. ¿Todavía no lo recuerdan? ¡Es Pippin! Ese hobbit travieso, bueno para comer y divertido que acompañó en largos pasajes a Frodo durante sus travesías para destruir el anillo y salvar la tierra. ¡Bah! Tal vez yo soy el nerd que sabe todo esto. La cosa es que esta canción tampoco es una clásica a la hora de entrenar o correr una gran cantidad de kilómetros, pero su letra, su contenido, me encanta. Es un viaje en forma de melodía.

Night is now falling, so ends this day. The road is now calling, and I must away.

La noche está cayendo, así termina el día. El camino me está llamando y debo irme.

Me encanta esa frase. Siento una conexión enorme con la historia que guarda la canción. Si me pidieran analizarla, y aunque no lo hagan también lo haré, creo que se refiere a que un final no siempre tiene que ser eso. La noche llega, el día termina; pero el camino lo llama y aún oscuro él debe irse. A mis treinta años también sentí la noche, el cansancio de la rutina ya mencionada y las ganas de tirar la toalla un par de veces. Pero el camino, en esta caso la vida, llamó más fuerte. Detalles de ella me inspiraron a hacer cosas diferentes. A seguir. A irme. En este caso no muy lejos, es más, me quedé en la misma ciudad, pero la recorrí trotando; la vi de otra perspectiva y tal cual dice Billy en su canción: Many places I have been, many sorrows I have seen. But I don’t regret, nor will I forget, all who took the road with me.

En muchos lugares he estado y muchas penas he visto. Pero no me arrepiento, ni tampoco me olvido de todos los que me acompañaron en el camino.

La noche llega, lo tengo claro. El fin es inevitable, ¿quién soy yo para refutar eso? Pero el impulso de las vivencias, lo positivo y negativo de ellas. El recuerdo de los caminos, sus penas y alegrías; eso es el impulso que te debiese decir: ¡Levántate! No importa si tu viaje fue dentro de una ciudad toda la vida. No importa que la rutina sea tu mayor aventura; o que vivas viajando por diferentes países, recorriendo y conociendo un sinfín de culturas. ¡Quédate con todo! ¡Todo! Lo malo te hará madurar y reconsiderar tus pasos; mientras que lo bueno será un ejemplo y enseñanza para seguir sumando experiencias.

Pensándolo bien, ahora me siento como Frodo en la película. Tomé un desafío y

el peso de este me ha acompañado por trescientos sesenta y cinco días, al igual como el hobbit tomó el anillo y el peso que lo acompañó en sus viajes. Ahora estoy aquí, frente a mi último obstáculo, con el peso del sueño de cumplir la meta a algunos kilómetros. No flaquearé, ni olvidaré el sacrificio que me tiene hoy aquí. Sudando, corriendo y pensando. ¡Viviendo!

Los atajos causan largos retrasos, decía Pippin. Cuánta razón tenía. Decidí correr estos cuarenta y dos kilómetros por lo mismo; tal vez me demore un poco más en lograr sentirme como quiero, pero llegaré. Eso es lo importante.

Estoy a metros de pasar por el costado de mis padres. Pongo pausa a la música para poder escucharlos y así utilizar el tono de su voz como motivación para lo que me queda de recorrido.

¡Vamos, hijo! ¡Ídolo! Son unos de los gritos que lanza mi mamá como si estuviese viendo a Chile jugar la final del mundo. Son pocos los segundos en que puedo verlos. Olvido por unos momentos la concentración que le debo al desafío y los miro con una sonrisa de agradecimiento. Al fin y al cabo, dónde he estado, dónde estoy y dónde estaré es gracias a ellos. Los padres son el motor esencial de los hijos. Muchos vivimos en la sombra de querer cumplir las expectativas que ellos ponen sobre nosotros, pocos son los que dejan esas expectativas de lado y crean sus propias. Yo soy de los primeros. Ver el orgullo en el rostro de mis papás debe ser el premio mayor en todo lo que hago. Desde sacar una buena nota en el colegio, hasta graduarme y obtener mi diploma profesional. El abrazo de mi mamá cuando le conté de el desafío que estoy viviendo, su apoyo durante todo el proceso, los retos cuando quise renunciar y sus sermones faltos de palabras y llenos de miradas, son la mayor fuente energética del mundo. No voy ni en la mitad de la maratón, las plantas de mis pies están duras y siento el amague de una ampolla en mi pie izquierdo. La boca está seca, el sudor se esfuerza en cerrar mis ojos y un pequeño dolor punzante en mi pulmón reemplazó ese maldito dolor de la ingle. Estoy cansado y aún me falta. Pero estos segundos, dos o cuatro como máximo, fueron una recarga enorme.

Recuerda por qué lo haces. O por quién lo haces. Solo recuerda, sigue moviéndote. ¡Qué fácil decirlo! Es solo moverse, lo haces todo el día. Siempre te mueves. Cuando duermes, cuando trabajas, cuando descansas. Siempre hay movimiento en la vida; eso nos mantiene en este mundo. Tal cual mantuvo al padre de mi padre viviendo y soñando despierto por tantos lugares, y tal cual él mismo cavó su propia tumba al querer descansar del movimiento a tan temprana edad. ¡Muévete! Y cuando quieras dejar de hacerlo, recuerda que tu madre. Tu ídola. Te acaba de llamar su ídolo. ¡Qué mayor satisfacción! Saber que por hoy, una de las personas que más iras, te está irando a ti.

Me duele casi todo, pero sigo. Sigo luchando. Una batalla personal acompañada por miles. Y no pararé, tal cual dijo Karl Marx: “La peor lucha es la que no se hace”, y ahora yo le agrego una continuación a su frase diciendo que “la peor derrota es la que nosotros mismos nos infringimos”.

El envión anímico y físico que me entregó este encuentro con mis papás hizo que no me diera cuenta dónde voy. Estoy llegando al Castillo de Reñaca, pero ahora pasaré por el otro costado, el que está un poco más alejado del mar y es resguardado por la Virgen Negra. Tributo a la Virgen María que se encuentra en una de las curvas más peligrosas del camino que une a Viña del Mar y Reñaca. Frente a esta Virgen han ocurrido varios accidentes automovilísticos debido a la velocidad que manejan los conductores, donde pecan de confiados antes tan difícil curva que presenta el camino. Ninguno choca a la Virgen, en su mayoría se van a las rejas que los separan de las rocas que golpea el mar; y hay otros sin suerte caen con su auto a un destino tan poco deseado. A pesar de no ser cristiano, le guardo un cariño enorme a esta parte del recorrido. Será o no la Virgen quien resguarda ese lugar, pero creo que le da cierta mística que genera seguridad y un llamado de atención a quienes quieran desafiar las leyes de la física con maniobras irresponsables.

Paso la Virgen y ya son las nueve con cincuenta. ¡Llevo casi dos horas corriendo! Puedo ver la playa de Reñaca y cientos de corredores ya cruzar la

meta de los veintiún kilómetros. Pienso que tal vez debiese haber tomado ese desafío antes de tirarme de lleno en correr la maratón completa; pero bueno, ya estoy aquí y a pesar del dolor en casi todo mi cuerpo, me siento más vivo que nunca.

El kilómetro dieciocho me recibe y lo paso rodeado de gente que está recibiendo a los corredores. Cruzo por la Iglesia de Reñaca, enorme edificio dedicado para los creyentes, y veo por un costado el rincón que tienen de San Expedito, el santo de las causas urgentes. Frente a él, hay cientos, hasta podría decir miles de mensajes y velas que la gente le dedica para que los ayuden en sus penas y glorias. Debo decir que respeto mucho la religión cristiana, casi toda mi familia es creyente. Pero, ¿pedir a alguien para superar algo no pecará en la flojera? Tal vez tengo poca fe, o tal vez creo que la fe debe tenerse en uno primero y luego en el resto; mucho menos tener fe en algo que podría ser hasta llamado mitología. No quiero ser falta de respeto con los cristianos, pero así lo veo. A veces yo rezo, no hacia Dios, ni un santo o la Virgen. Para mi rezar es una conversación con mi yo interno en la cual hago el ejercicio de preguntarme cosas que no podría responder en voz alta. Tal vez si hay un Dios o un santo que me da las respuestas. Tal vez no, pero en mi corta vida he aprendido que solo nos necesitamos a nosotros mismos para salir de momentos complejos. Los amigos y familiares están ahí presentes, son un apoyo; pero la única persona que tiene la respuesta correcta soy yo. La única persona que me puede decir: Sigue o no pares, soy yo. Y eso, al mismo tiempo, me hace la persona más importante de mi vida. Una vez que aprendí eso, logré comprender cómo querer al máximo al resto. La educación parte por casa dicen, y el quererse parte por uno, digo yo. Del kilómetro dieciocho al veinte se me pasó volando. Ya son las diez y cruce el puente de Reñaca, veo la meta que dio inicio a este desafío y poder correr por este lado de la costa facilitará a que cientos de personas, extraños, se ubiquen en los alrededores de la calle y sean testigos de esta corrida.

Pienso que queda poco, lo trato de decir en voz alta para ver si mi respiración me lo permite; pero fallo casi todas las veces. Mejor vuelvo al pensamiento, la voz estará ahí cuando termine y la podré usar toda mi vida. Pienso que llevo dos horas corriendo, en dos horas logré hacer veinte kilómetros y el premio a todo esto es ver un nuevo stand de bebidas energéticas antes de llegar al próximo

kilómetro. Tomo dos vasos y me los lanzo en la boca. Ahora pienso que fue una estupidez ya que menos de la mitad de la bebida entro por mi garganta, pero bueno, ya no hay vuelta atrás. Debo seguir.

Es sorprendente el cansancio que estoy viviendo. Nunca me había sentido así. ¡Recuerda por qué lo haces! Me insisto, porque sé que la mente quiere asustar al cuerpo y hacerlo descansar. ¡No pares! Recuerda tus entrenamientos. Recuerda el proceso. No tires al tacho de basura miles de horas en que te enfocaste y preparaste para lograr lo que hoy estás haciendo. Recuerda esos fines de semana sin salir con tus amigos para poder practicar. El agotamiento en los días de trabajo por madrugar e ir a correr un poco previo a la oficina. ¡Recuerda la dieta! ¡Recuerda el esfuerzo! Sigue corriendo. Sigue moviéndote. El kilómetro veintiuno está a la vuelta de la esquina. Despeja la mente. Recuerda lo mejor de este último año. Recuerdo lo peor de él. Dale vida a esos pensamientos y que sean una película en tu mente que te inspire a correr. Recuerda el matrimonio de tu hermano. El buen momento familiar. El recuerdo y las risas que volaban por el aire. Son las diez con ocho minutos, mis piernas están más lentas y acabo de correr por el costado del kilómetro veintiuno. Recuerdo ver a mi hermano entrar por el altar de la iglesia, tomado del brazo de mi madre. Él sonriendo y mirando a todos. Mi madre con los ojos llorosos, irradiando orgullo. Él con su terno azul, peinado de hace unos días y afeitado como no se veía hace tiempo. Ella de rojo. ¡Por Dios! Cada hijo debe asumir que su madre es la mujer más linda del mundo, y solo pierde ese título cuando uno se casa. Queda de segundo lugar, pero siempre llevando la delantera por todo el tiempo que la has querido y irado. Recuerdo ver a mi madre soltar a mi hermano y darle un enorme beso. El momento exacto en que la mujer que lo crió, que lo tuvo en su vientre por nueve meses. Quien lo guió por la vida, lo suelta. Dicen que el niño se hace hombre a los dieciocho. Pues yo no lo creo; el niño se hace hombre cuando este elige formar su vida. Ya sea solo o acompañado. Ese momento en que dices: ahora dependo de mí y nadie más que mí, es el momento en que sueltas el cordón umbilical; es un momento de orgullo propio para uno, pero de una pena enorme para la madre. Pena disfrazada de dicha materna; ya que ella vive y ha vivido, y sabe que ahora su hijo debe cruzar el mismo camino.

Recuerdo a mi cuñada entrar con su padre. Pelo tomado y un vestido blanco.

Largo. Larguísimo la verdad. Su padre no la suelta. Sí que debe ser difícil este momento para algunos. Dejo de mirar a mi cuñada e instalo mis ojos hacia el frente, quiero ver la cara de mi hermano al ver por primera vez a su mujer. ¡Imaginen esa reacción! Conocer a alguien por años, pero de verdad verla por primera vez en ese momento tan importante de sus vidas. Siento una felicidad enorme que me hace sentir tan vivo como lo estoy ahora mientras corro; y al mismo tiempo una leve gota de envidia que me invade debido a que tal vez yo nunca esté ahí. Y todo por decisión propia. Casarse, ¡uf! Es un sueño, pero una vez una chica que conocí me dijo algo que me hizo replantear absolutamente todo en lo que siempre creí. Casarse, decía ella, es amarrarse a alguien de por vida. Un compromiso que, aunque quieras, nunca podrás romper. ¿Para qué encadenar el amor? ¿No será mejor vivirlo todos los días sin estar atado? ¿No será mejor vivir el miedo a perder a alguien para así poder demostrarle tu amor cada día? Vivir enamorado de una persona no basta. Cerrar un contrato para toda la vida tampoco. Es el enamorar cada día a una persona lo que de verdad vale. ¡Ese es amor! Pero también miro a mis padres, a mis abuelos. Todos casados, pero nadie perfecto. Hubo peleas y hubo sacrificios. Ellos cerraron el contrato, pero también entre paredes se enamoraron cada día. En cada pelea y en cada alegría. Tal vez esta chica tenía razón sobre no casarse y tal vez los que se casen tengan razón en hacerlo. O tal vez sea un poco de los dos. Espero que mi hermano lo vea así. Por lo menos este año así ha sido. Que viva enamorado y que viva para enamorar.

Sí, acepto. Dijeron los dos y se dieron un beso sellando el trato. Una sonrisa me nació en ese momento, y ahora, muchos meses después, vuelve a aparecer en mi rostro al recordar el momento mientras corro. El kilómetro veintiuno está por terminar y lo corrí pensando uno de los momentos más lindos del último año. Fue un buen kilómetro, fue un buen año. Pero nada bueno es perfecto; así es la vida y así es la maratón. ¡Quita todos los dolores y falta de aire! Esto sería como ir a caminar por la plaza, pero, ¿tendría gracias correr sin las dificultades y exigencias? ¿tendría gracia la vida vivirla sin los desafíos? No. Y ahora, de nuevo, vuelvo a respaldar mi pensamiento. La vida es una maratón y hoy corro en las dos para seguir viviendo. Para superarme. Respiro lo bueno y aprendo de lo malo. ¡Recuerda por qué lo haces! Sigo corriendo. Son las diez con quince y el kilómetro veintidós me saluda.

Veintitrés, voy por ti.

Es sorprendente como en este momento correr cuarenta y dos kilómetros es lo más importante para mí. Mantener una respiración coordinada, saber cuándo acelerar y cuándo no. Concentrarme en solo seguir. En estos momentos mi prioridad es solo una. Sin embargo, así no es la vida. O pensándolo bien, sería genial que lo fuese. Lo más importante siempre deberíamos ser nosotros, pero sería muy lindo encontrar algo o alguien, un trabajo o una persona, que te hagan sentir que al estar haciendo una acción o estando en su presencia; son lo más importante del mundo. No siempre, pero en ese momento exacto. Lo más importante eres tú, hasta que ves a esa persona, y durante los minutos u horas que te acompañe, esa persona se transforma en tu prioridad. Esa persona o tal vez hasta un trabajo, que solo con ser, hacen que dejes todo de lado y hagan de tu vida la misión de sacar el mayor provecho del momento. Prioridades momentáneas que guían tu vida, marcan tus caminos y te hacen crecer. ¡Qué lindo pensamiento! Tal vez algún día vea en alguien lo que veo hoy en esta maratón y querer recorrer un camino enorme, a pesar del dolor y esfuerzo que venga con él.

André Agassi, el famoso tenista estadounidense, decía: Hay muchas cosas buenas esperándote al lado del cansancio. O sea, siempre después de la tormenta viene el sol. Y después de esta corrida vendrá la, ya mencionada, gloria personal y satisfacción de haber cumplido mi promesa.

La brisa marina, que ya he mencionado un par de veces, es el acompañante perfecto. Las gaviotas vuelven a sobrevolar y sobre ellas el sol calienta cada vez más, siendo un observador en primera fila de este evento.

Vuelvo al pensamiento, al recuerdo. Los recuerdos son pequeñas películas, que junto al soundtrack que proviene de mis audífonos, me mantienen despierto y atento en cada paso que doy. Søren Kierkegaard, el padre del existencialismo, filósofo y teólogo danés, dijo una vez que Nuestra vida siempre expresa el

resultado de nuestros pensamientos dominantes. Hoy mi pensamiento dominante es la meta, y lo sostengo en base a todos los pensamientos que me acompañaron los últimos doce meses mientras me preparaba.

Recordar a mi abuelo, al matrimonio de mi hermano, el día previo a esta corrida y la principal razón que impulsó mi desafío son tan solo ingredientes de una mente con una meta, la cual está a un poco más de diecinueve kilómetros de cumplirse. A menos que me rinda antes. ¡No! Ni uses esa palabra. Aunque me traiga un recuerdo inspirador de este año.

Tengo una prima, dos años menor que yo, pero siempre fuimos grandes amigos. De fiestas infantiles a juntas con piscolas. De viajes familiares a aventuras juntos. Inseparables. Es el reflejo de lo que quiero en una amiga, y lo mejor es que el destino nos hizo familia.

Un poco antes de tomar esta decisión, creo que fue un par de meses antes, la diagnosticaron con un cáncer al páncreas. Un cáncer tan potente que las probabilidades de vida son de cinco años en un setenta porciento de las personas que lo padecen.

La reacción de mi prima fue de shock, no entendía lo que pasaba. Antes de los treinta y ya con los días contados. Sus sueños se fueron hacia abajo. ¿Para qué hablar de las metas? ¿De qué sirve soñar con algo si te dan un límite? Sabiendo que los sueños tienen ese factor diferenciador: el no tener un techo. No lloró al comienzo, pero si fue un fantasma de lo que conocemos de ella. Juzgó el por qué le tocó vivir esto. Odió al destino y cambió la actitud optimista por una de las peores que podemos tener, dependiendo la circunstancia: la realista. Se dejó caer y no esperó ni pidió la ayuda para levantarse. La cuenta regresiva comenzaba, y ella iniciaba la mayor maratón de su vida. El único problema era que nunca la quiso correr. Subirle el ánimo era más difícil que explicarle un color a un ciego. Pero me mantuve cerca de ella. La acompañé y siempre le hice sentir que de esta salíamos, aunque por dentro sabía que no sería así.

Yo soy de leer, y a ratos me gusta escribir. Pocas veces lo he compartido, porque creo que al hacerlo le mostraría un poco de mí a las personas, y me gusta tener esta parte íntima de mi persona bajo llave en una caja de mi mente. Pero eso no me impidió que invitara a mi prima a leer. No cosas escritas por mí, pero si autores que han inspirado enormes sueños y han podido mover a las almas más estancadas de la historia. Mario Benedetti es uno de ellos. Este escritor, poeta, dramaturgo y periodista uruguayo cuenta con más de ochenta libros. ¡Ochenta! Imagínense que a mí me da miedo publicar un poema de dos párrafos y este hombre llenó al mundo con cientos, tal vez miles de ellos. Benedetti para mí es más que un simple escritor, si no que una persona que supo plasmar la dicha de vivir y sentir en sus palabras. Después pudo llevar esas palabras a lindas historias y esas historias, o poemas, se transformaron en viajes internos de millones de personas.

Él tiene un poema especial para mí. Siendo un apasionado del fútbol, hincha de un equipo que siempre ha luchado por ganar, y sabiendo que la selección de mi país suele sufrir en la cancha, he dicho siempre que si este poema de Mario Benedetti fuese leído a los jugadores en el camarín, ganarían cien cero cada partido. ¿Cuál es? No te rindas. Creo que el nombre ya lo dice todo.

Comienza el poema diciendo No te rindas, aún estás a tiempo de alcanzar y comenzar de nuevo. Pero, ¿cómo estaría a tiempo? Me preguntaba mi prima. ¡Tiempo es lo que menos tengo! Expresaba con molestia. Pero el gran Mario le respondería. No te rindas que la vida es eso, continuar el viaje, perseguir tus sueños, destrabar el tiempo, correr los escombros y destapar el cielo. ¿Y? ¿Qué viaje continuaría? ¿Qué sueños perseguiría? ¿Cómo correría los escombros si ellos ya están impregnados en mí? Sollozaba mi querida prima, hablando de la pena de vivir con el maldito cáncer. Pero Mario volvería a responder. Por favor no cedas, dice en su poema. Aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se esconda y se calle el viento. Aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños. Porque la vida es tuya y tuyo también el deseo. Porque lo has querido y porque te quiero. No hay respuesta a eso. ¿Miedo? Obvio que tiene miedo, es lo esencial que un ser humano debe tener, pero el miedo nos muestra

nuestra verdadera cara. Y si el sol se esconde, ¿cómo aún le doy vida a mis sueños? Se preguntaba. Y Mario le argumentaba que la vida sigue siendo suya, y mientras viviera, aunque fuese limitado, el deseo se mantiene. ¡Y ese deseo! ¡Ese sentimiento! ¡Eso es lo que nos hace vivir! Sea por cinco o cincuenta años. Pero Mario no se quedó ahí.

Porque no hay heridas que no cure el tiempo, abrir las puertas, quitar los cerrojos, abandonar las murallas que te protegieron. Vivir la vida y aceptar el reto. Recuperar la risa, ensayar el canto, bajar la guardia y extender las manos…celebrar la vida y retomar los cielos. Mi prima sonríe por primera vez. Aceptar el reto fue lo que le llegó, tal vez hasta esa frase fue, sin saberlo en ese momento, una de las razones del por qué me encuentro haciendo esto.

Porque cada día es un comienzo, porque esta es la hora y el mejor momento, porque no estás sola. Porque yo te quiero.

Porque yo te quiero.

No estás sola.

Y si este es el mejor momento, vivámoslo. Levántate, salgamos. Tomemos y bailemos. Conozcamos gente y no nos rindamos. ¿Promesa? Me dijo mi prima. ¡Promesa le respondí! Si ella se rinde, yo también lo haría. Y no hay peor sensación que ser la razón para que un ser querido se rinda. Salió adelante, y aunque se pueda pensar que este es el momento que decidí tomar este desafío, no fue así. Aunque muy lejos no está. Vi, y sigo viendo, a mi prima correr esta maratón. La he visto acalambrarse y tener que parar. Deshidratarse y tener que pedir ayuda; pero, ¿saben qué? la he visto levantarse cada vez. Con una sonrisa que esconde su miedo, pero, ¿quién no lo tendría? Ahora sabe que para ganarle a la vida, a veces el ser realista es una traba y el optimismo debe comerse a la

realidad. ¡Sueña! Le dije una vez. ¡Sueña con algo imposible a simple vista pero factible en tu mente!

Mi prima y su maratón no deseada. ¡Qué conversaciones tendremos cuando yo termine esta!

Son las diez con veintidós minutos, cada vez voy más lento. El kilómetro veinticuatro está a un par de metros. Uno menos. ¿O será uno más? Depende de dónde lo mires.

Lo cruzo y una sonrisa se dibuja en mi rostro al ver otro punto de hidratación. No te rindas, no cedas. Me digo a mí mismo. ¡Vamos! Recuerda por qué lo haces.

La rutina de pasar por el punto de hidratación se repite. Tomo dos vasos, uno va a mi boca el otro cae en mi pelo. Los promotores me sonríen y lanzan un grito de aliento. La verdad no los escuché, son pocos los segundo en que interactuamos.

Ahora la calle se llena de curvas, en sus costados están las enormes piedras que golpean constantemente con el mar. Me suelto un poco, pensar agota, pero mantiene la mente intacta. Aunque sé que en este momento mi cuerpo debe ser la prioridad. Dejo el análisis de lado y me ahogo en una canción. Suena 42 de Mumford & Sons. Es divertido pensar que este canción la agregué a mi lista de música porque pensé que trataría de los cuarenta y dos kilómetros de una maratón. ¡Qué lejos está de serlo! Aunque su letra, contradiciendo todo estilo musical para hacer deporte, me inspira y llena de aceite el motor que impulsa a mis pies.

He estado corriendo de las cenizas que dejamos. El perdón habla por sí mismo, pero, ¿cómo puedo olvidar?

Como mencioné hace unos kilómetros, a veces uno corre de los problemas. No siempre físicamente, a veces el alejarse es en los pensamientos. Creo que esta canción refleja eso. Y, ¿saben qué? me relaja. Tal vez cuando alguien sale corriendo del problema, se le toma como una persona miedosa. Débil. Pero no siempre es así. Hay que saber elegir las batallas, y algunas son mejor vistas desde lejos. Necesito una luz como guía, terminan diciendo en la canción. Y dando como conclusión una enseñanza tan linda para un corredor físico o espiritual. Corre, corre lo que quieras. Descansa, a veces es necesario. Respira, estira y vuelve a correr. Hazlo siempre con una guía. Una motivación. Hazlo siempre buscando esa guía si no la tienes. Puedes correr al vacío, puedes hacerlo solo. Pero guíate por algo. Hasta el hombre que no quiere ser encontrado, merece tener un camino trazado. Que no sea fijo. Que no siempre sean cuarenta y dos kilómetros. Pero hazlo con un fin. Tu guía. Tu luz.

Esta canción me relaja. Olvido el estrés y el dolor en los pies. Olvido que el aire cada vez es más áspero y saco de mi mente que aún me queda un buen camino por recorrer. Tanto en esta maratón como en la vida. Avanzo liviano ahora. Lo haré hasta que vuelva a necesitar del recuerdo para sentirme vivo. Y el peso que me saqué de encima me mueva con velocidad. Siento mis piernas correr más tranquilas. Aprovecho el impulso. Veo como voy pasando a un par de corredores que tal vez necesiten escuchar de mi lista musical. Los veo cansados y ellos miran al suelo, como si buscaran en sus piernas una respuesta al agotamiento de su cuerpo. La curva del kilómetro veinticinco está a la vuelta, la veo y bajo la velocidad un poco. Siento el sol pegarme fuerte en mi frente. Cierro los ojos dos segundos y miro al mar. El sinfín. El infinito, que inevitablemente va a acabar en algún momento. Si algo tan grande como nuestros océanos tiene final, ¿cómo no tendrá el desafío en que me encuentro? ¡claro que lo tiene! pero quiero verlo y sentirlo. La gloria bañada de brisa de mar. El aplauso del extraño y la satisfacción propia. La medalla como recuerdo y el descanso merecido. El abrazo con mi familia y la anécdota de una misión cumplida. ¡El fin se acerca! Aunque no tanto como quisiera.

Diez y treinta de la mañana. Una hora especial. Paso el kilómetro veinticinco. Recuerdo esta hora con nostalgia. Y mi mente se llena de momentos de una maratón ajena, a la cual fui invitado a correr por quince años. Ya solté demasiado la mente, volvamos a pensar. Volvamos a revivir momentos, para vivir este. ¿Me contradigo al decir eso? ¿Debería estar presente solo aquí sin desconcentrarme? No lo sé, o tal vez no lo creo. Mis ojos ven algo, guardan cada detalle de la corrida, son el auto que avanza; pero mi mente es el motor y, como dije antes, el recuerdo es el aceite que la mueve.

Fue hace un par de años cuando esta hora, simple y cotidiana hora, dejó de serlo por un día. Trece de marzo, ¿cómo olvidarlo? Ya unos días antes mi mamá me había llamado. Mi perro, el primero que tuve, tenía un tumor. Él ya tenía quince años y no podía ser operado. Estaba sufriendo, debíamos dormirlo. Yo vivía en Santiago en esa época y mis papás en su casa actual en la Quinta Región. Eran días de semana y no podía viajar a despedirme. Mi pecho, lleno de angustia, tuvo que asumir que esta vez no habría despedida. ¡Qué rabia!, pensaba. Yo había ido a buscar hace quince años a ese perro para llevarlo a mi familia. Habíamos vivido tantas cosas juntos, que no era un perro. Era mi hermano chico. Era mi amigo. Y no podría despedirme de él. Quince años corriendo juntos una maratón. Paseos y conversaciones de noche. De esas que no tienen respuesta, pero que dicen más que un discurso entero. Es sorprendente como un perro en toda su vida, dice más que mucha gente. Quería estar con él en el momento del adiós. Mis papás sabían que no podía, ellos me calmaban con llamadas y la promesa que se quedarían con mi amigo hasta el final. Tranquilo, me repetía en la mente. Me engañé o convencí en saber que él sabía que yo lo quería. Me dije que él sabía que yo quería estar ahí. Y me sigo diciendo que él se fue sabiendo que quise correr a su lado. Una vez leí que el sueño más grande de una persona es ser tan bueno como su perro cree que lo es. En quince años espero que haber estado a la altura de las creencias de mi querido amigo. Reímos tanto como lloramos. Y peleamos tanto como jugamos. Estuvo más de la mitad de mi vida, hasta ese momento, conmigo. Comenzamos juntos con el disparo de inicio, y de lejos, un día miércoles a las diez y treinta de la mañana, con mi madre tomándole una patita y mi padre despidiéndose entre lágrimas, el Lukas, como se llamaba, se fue. Aún recuerdo ese momento en la oficina. Diez treinta marcó el reloj y me paré a fumar un cigarro. No alcance a prenderlo y mi garganta se había cerrado y

mis pupilas se inundaban. No es el último perro que tuve, pero si el primero que murió. Me marcó más de lo que pensé que haría. Y le agregó rutina a mi rutina, al siempre si es que veo el reloj y marca la hora de su despedida, siento que está a mi lado. Mirándome, consolándome y diciéndome en ladridos que no me preocupe. Corrimos juntos, me cansé yo primero, ahora yo te cuido. Dale y no pares. No hay apuro, acá yo te espero. Tal vez dice eso, tal vez no. Tal vez después de la muerte no hay nada. Tal vez desapareció por completo. Pero la imaginación o las creencias de un mejor mundo una vez terminada esta vida son de las cosas que nos hacen querer vivirla.

Acabo de pasar un nuevo kilómetro. En este momento exacto sé que el Lukas corre conmigo. Se une a las gaviotas, a la brisa marina y a la música que me mueve. Te extraño, viejo lindo. Ahora dejemos las penas de lado y corramos un poco más. Miro hacia arriba y lo siento. Está conmigo, así que sigo. Recuerda por qué lo haces. Ya queda menos. Me fui en la volá pensando en el Lukas. A veces es necesario. Además, todo ocurre en mi mente. Si es así, puedo pensar lo que quiera. Si quiero cruzar la meta pensando que gané la carrera, aunque haya llegado último. ¡Lo haré! Hay muchas maravillas en nuestro planeta, pero lejos la más linda es la mente del ser humano. Aunque muchas veces también sea lo más malo que haya. Estamos en constante evolución. Por ejemplo, en este momento estoy haciendo trabajar a mi cuerpo de una forma que los músculos se aprietan y sueltan en cada movimiento. Estoy bajando de peso, quemando grasas, cambiando mi físico en cada paso. Evoluciono hacia una nueva persona. Tanto física como mentalmente. Y como yo lo hago, lo hace toda la humanidad. Nacemos y vivimos aprendiendo a hablar y movernos. Nos dan reglas y debemos seguirlas. Las rompemos y vemos las consecuencias. A veces la volvemos a romper y nos damos cuenta que es mejor así que vivir en la seriedad. A medida que la edad avanza cambian las prioridades. Los juegos con los amigos. Los estudios. El trabajo. La familia. Las cuotas. El colegio del hijo. Las vacaciones. Planear dos semanas al año para sentirnos vivos por el resto de este. Nos jubilamos. Vivimos tranquilos. O así debería ser. Vemos el pasado y nos arrepentimos al mismo tiempo que nos alegramos de haber vivido tantas cosas. ¿Por qué no hice eso? ¿Por qué dije eso? ¡Qué bien haber estado ahí! ¡No sé que habría sido de mí si no corría esa maratón! Pensamientos y acciones que nos guían a la evolución. Evolución que inevitablemente termina al alcanzar la edad que el destino nos puso como punto

final. Edad que puede ser avanzada o no, a veces la gente se va antes de tiempo sin haber podido alcanzar su máximo potencial. Y miren como hasta este resumen de la vida se transforma en una analogía de una maratón. Hay personas que corren y siguen a pesar de los calambres. Terminan al lograr el kilómetro final. Mientras otros corren y sufren calambres, la analogía perfecta para una enfermedad que nunca quisimos tener, y deben abandonar. Se van antes de tiempo. Y ahí es cuando nuestra mente se transforma en lo mejor o peor que tenemos. Es ahí cuando el pensamiento te enoja o reconforta. No importa ganar, por lo menos lo intentaste. No todos piensan así. Y el enojo lleva a la poca visión de la vida. La poca visión de la vida saca lo peor del hombre. Y lo que podría haber sido una herramienta para hacer de este mundo un mejor lugar, se transforma en una herramienta que contamina con sus pensamientos a quienes la rodean.

¿Otra vez me volé un poco? Puede ser. ¡Me sorprende lo que hace la adrenalina en mi cuerpo! Aunque esté agotado, en este momento mis pies avanzan cada vez más rápido. ¡Qué maravillosa droga es correr! Son las diez treinta y cinco, y en pocos minutos terminé un nuevo kilómetro. El veintiséis y las nubes cortejan el sol y me entregan un poco de sombra que refresca tan cálida mañana. Sigo corriendo.

Dieciséis kilómetros me separan de la gloria.

Recuerda por qué lo haces.

He mencionado en varias ocasiones que todo esto es por una razón específica. También dije que no me nace mencionar tal razón. Tal vez lo haga. ¿Alguna vez han tenido una experiencia que los haga cambiar las prioridades de su vida? ¿Cambiar su día a día? Hablando muy en serio, yo con suerte corría al baño en la mañana antes de partir entrenando para esto. Y fue un detalle de mi vida que me hizo hacer ese click para mover mis piernas y darle un nuevo propósito a mi vida. No puedo ni terminar de describir lo agradecido que estoy de haber tomado

esa decisión. Obviamente en el camino fui perdiendo un par de cosas. No tantas salidas como antes. Más madrugadas que antes. No tanta comida chatarra. Pero bueno, cientos de kilómetros después y veintiséis compitiendo me están dando la razón.

En los últimos meses me dediqué a leer mucho sobre las corridas. De cómo me tenía que preparar, vi documentales de famosos maratonistas y lo que correr les hacía sentir. Partí sintiéndome como un niño las semanas previas a Navidad, esperando poder abrir el regalo a través de las rutas de esta corrida. Elegí Viña del Mar y no Santiago u otro lugar en Chile, debido a que aquí nací y creo que correr en mi hogar le daba un toque aún más emocionante. No hay nada nuevo en el camino que me acompaña, aunque sí veo todo diferente. Y eso me lleva a una nueva reflexión. ¿A cuántas cosas cotidianas o a cuántas personas que vemos seguido hemos subvalorado? ¿Será así? Un te quiero a nuestros padres solo por cumplir o un saludo de cumpleaños a un amigo, solo para ser invitados a su fiesta. Un hola y mi más sentido pésame, a alguien que acaba de sufrir una pérdida, tan solo porque la sociedad nos enseñó que eso es tener educación. Pequeños momentos, detalles, deberíamos valorar más. Hoy veo las rocas del camino de Reñaca hacia Con Con y siento como el agua golpea en ellas de una forma que me entrega adrenalina. El sol me llega y las pocas nubes son pequeñas manchas en el azul del cielo que me acompaña y me da relajo cuando el físico comienza a fallar y la mente se empieza a desesperar. ¿Por qué lo siento así ahora y no lo hago cada día? El Dr. Seuss una vez dijo que nunca sabremos el valor de algo, hasta que este se transforme en un recuerdo. Entonces, ¿qué pasará el día que lo cotidiano sea solo un recuerdo? El arrepentimiento florecerá y nos sentiremos mal por no ver lo extraordinario de lo ordinario. Espero, y ojalá así sea, vivir mi vida como he vivido cada kilómetro en esta maratón.

Las ciudades. Sus parques. Su gente. Esconden, como ya he mencionado, millones de maratones. ¿Alguien podrá conocerlas todas? ¿Habrá efectivamente un ser omnisciente que vea y sienta todo? Las creencias, religiones, son a su manera una maratón. En el mundo hay más de cuatro mil religiones, las cuales dividen a miles de millones de personas, quienes tienen fe en lo que creen. Fe en algo que no ven. ¿Se entiende a lo que voy? Yo en este momento tengo fe en llegar a la meta. En mis piernas y mis pulmones. En mi perseverancia. Pero no

veo la meta. Aunque la sienta cerca, la idealice. Ese momento exacto. Tal cual un cristiano idealiza el momento de llegar al paraíso y estar con Dios. Yo, personalmente, me considero agnóstico. Soy una persona que no tengo una opinión sobre su existencia, aunque de todas formas creo en un ser superior. No me cierro a ninguno. Sé que el mundo es una obra de arte, y toda obra debe tener un autor. No creo en el azar de esto. Tengo fe en el propósito de la vida y que, efectivamente, no estamos acá para pasear. ¡Estamos acá para vivir! Volviendo a la maratón. No sé el momento exacto que cruce la meta, que termine mi trote, aunque sé que llegaré. Esa fe en mí, equivale a mi “fe” en Dios. Sé que está ahí. No lo veo, pero lo sé. Me creerían que la última vez que pensé en tener fe fue viendo una película de súper héroes. En la cual el personaje principal le dice a otro, que atreverse, vivir, es tener solo un salto de fe. Así que yo, como millones de creyentes, creí en mí. Me enlisté en una corrida y voy camino a un lugar que no puedo ver. ¿Ver para creer? Eso no es fe. ¿Creer para ver? Ahí si que estamos hablando. Cree en algo. Creo en mis pasos y en mi año de entrenamiento. Algunos creen que Dios los espera en la gloria. Cree, y lo verás. Es así de simple. La mente juega y trabaja de formas misteriosas, y si la incentivamos a una meta; la mente nos dará una energía incombustible para lograrla.

Todo esto lo veo en mí mientras corro por el kilómetro veintisiete. Uno más. Llevo casi tres horas corriendo. Tranquilo, ten fe en que llegarás. Recuerda por qué lo haces. Vive la aventura. Olvida lo seca que está tu boca y comienza a disfrutar el momento. ¿Comienza? No, sigue disfrutando el momento. Recuerda la frase de Agassi que pensaste antes. Recuerda que detrás del cansancio hay una recompensa. ¡Vamos por ella!

Mis piernas se mueven y cada vez las siento más pesadas. Mis muslos están apretadísimos y en cada paso las plantas de mis pies se queman aún más. Hay una pequeña parte de mí que ya está satisfecha con el recorrido. Pero no. Quiero seguir. Así que dejo que mis piernas se muevan solas. Son mis cómplices que no quieren parar. Ese ángel en el hombro que me dice: ¡sigue! O Vos dale como decía un amigo argentino. Lo hacen por inercia. Por sobrevivir. Somos un equipo y ahora mi cuerpo, el que tantas veces he destruido con alcohol u otros vicios, me acompaña y creamos el equipo perfecto.

Mis brazos se van balanceando, haciendo como un paso de baile. Es un giro, un movimiento de tuerca que de cierta forma suaviza mi andar. Según una revista de maratones este movimiento reduce el gasto de energía de los músculos en mis piernas. Por ende, puedo ver como brazos y piernas trabajan en equipo por cumplir la meta. Luego viene la boca seca, la complicidad para respirar. Y es ahí cuando las piernas, de forma instantánea bajan un poco las revoluciones. Me dejan tomar un nuevo aire. Me miran de reojo y me dicen que me tranquilice. Vamos, a nadie lo mató descansar. Aunque sí mucha gente ha muerto por la vergüenza de hacerlo. Retomo el aire, humedezco mis labios con saliva y las piernas de a poco siguen avanzando. El dolor cercano a mi ingle vuelve a aparecer. Es como si se burlara de mí. Es el ejemplo perfecto de que la mala hierba siempre vuelve. Trato de evitarlo, como a cualquier persona que no quieres ver y te cae mal, por ende tratas de sacar de tu mente. El problema es que está persona está impregnada en mí. No importa, ahora mi mente es más fuerte que al comienzo de la corrida. Ahora me ayuda a pensar otras cosas. ¿De qué dolor hablas? Sigamos corriendo. ¡Qué aventura más grande estamos viviendo! Y tal cual dijo Miguel Cervantes, el que no sabe gozar de una aventura si se le viene, entonces que no se queje si se le pasa. Gocemos entonces. Si Miguel lo dijo por algo será. Algo sabía el hombre.

Una aventura, según el diccionario sería un suceso extraño o poco frecuente que vive o presencia una persona. Este evento es emocionante ¡Qué casualidad! Es exactamente lo mismo que una aventura. ¿Saben que solo un pequeño porcentaje de la humanidad ha corrido una maratón? Ya que es peligroso si no te preparaste bien. Corres el riesgo de un paro respiratorio. De desmayarte y pegarte en la cabeza. De una lesión que te impida caminar por un tiempo. ¡Qué experiencia es tirarse a una piscina sabiendo que esta tiene algunas pirañas! Nada que no cueste vale la pena. Hoy vivo esta aventura, siendo la guinda de la torta de varias que he vivido este último año. Veo de cerca el kilómetro veintiocho. Creo que lo pasaré en un minuto o dos. Lo veo de cerca y recuerdo mis aventuras. No emocionales, como he mencionado antes. Aventuras físicas. Esas que desafían el poder de tu cuerpo. Recuerdo un viaje a Santiago con un amigo. Río Clarillo era el lugar de destino. Un Parque Nacional de Chile. Es un río, lleno de piedras que arman pequeñas piletas con agua proveniente de la Cordillera. ¡Fría como pezón de esquimal! Pero agradable posterior al trekking que se puede hacer por las

montañas que cobijan al río. Son doce kilómetros de subidas y bajadas. Enormes árboles y de todo tipo. Piedras y caminos de tierra. Lechuzas que te sobrevuelan y un par de zorros que te miran de reojo, esperando que les des un poco del pan que llevas para recargar energía. Si los ven, no lo hagan. Ya que al entrar el guardabosques te pide que no los alimentes para que no se acostumbren a tener tan fácilmente la comida. Al fin y al cabo son silvestres y para sobrevivir tienen que seguir siéndolo. La primera parte del trekking exige tus piernas de tal manera que empiezas a arrepentirte de estar ahí. Luego llegas al borde de la montaña y ves como en menos de una hora subiste tanto. Miras hacia un lado y hay más montañas, ves hacia el otro y hay más árboles. Es cien por ciento naturaleza. Es cien por ciento vida. Caminé y descansé. Llevé mi mate para ir tomando. ¡Qué bebida más agradable para cualquier momento! Un poco de mate cuando estás solo es reflexión segura. Un poco de mate cuando estás acompañado es una buena conversación segura. Y así me acompañó junto a mi amigo. Las piernas se agotaban, pero con esas vistas era imposible parar. No había una meta fija, solo seguir caminando para luego poder disfrutar del refrescante río que nos esperaba. Aunque de todos esos kilómetros y cientos de árboles que vi, hay un momento especial. Llegando a la cima, gracias al cansancio. Cierro mis ojos. Mi amigo estaba un poco más adelante, por lo que estaba solo. Cierro los ojos y escuché por primera vez el silencio. La nada misma. Ni un grillo que me molestara o un pájaro que cantara. La piel se me puso de gallina. Sentí miedo. Si no abría mis ojos estaba de verdad en el vacío. Una brisa de viento me recordaba que seguía en la tierra y su frío me erizaba aún más la piel. Escuché lo que no se puede escuchar. Me sentí en el comienzo de la tierra. El inicio de nuestro mundo. Me sentí vivo sin necesitar nada.

Nunca me quejaré de ese momento. Nunca olvidaré el gozo que me dio. Nunca olvidaré el resultado de eso en mi vida. Con poco, hasta con nada, lo tienes todo.

Ahora esa brisa de viento pasa por mi cuerpo, viajó desde el cerro y me vino a acompañar. Siento como se eriza mi piel y sigo corriendo. Sigo gozando. Son las diez con cincuenta y tres y pasé el kilómetro veintiocho. Me demoré un poco más de lo que quería, pero no me importa. A esta altura el tiempo es lo de

menos. Es más, podría decir que el tiempo ya no existe.

Corro y balanceo mis brazos. Respiro y humedezco mis labios. ¡Recuerda por qué lo haces! Ya llegarás a la meta.

El kilómetro veintiocho está en una de las curvas más largas de la corrida. Por la hora y la época del año, es un lugar en donde la brisa marina golpea aún más fuerte. Toda la costa bordea por una calle llamada Avenida Borgoño y me doy cuenta de la distancia recorrida al ver que he pasado otro club de yates, el de Con Con. Esta realidad me da un aire de grandeza al poder sentir en el peso de mis piernas el enorme recorrido que he realizado. Tengo treinta años y a esta edad creo que cuesta poder enorgullecerse con diferentes cosas, ya que es la edad en dónde tenemos que decidir si efectivamente queremos tener la vida que se espera de nosotros, o sorprender al mundo dando un salto al costado y pavimentando un nuevo camino.

Hay una analogía, común y cliché, sobre nuestra primera maratón. Y aunque muy mencionada y manoseada puede estar, no le quita lo cierto. Y esta realidad es que antes de nacer ya estamos compitiendo. Son más de doscientos cincuenta millones de espermatozoides que compiten con nosotros para nacer. La primera vez que alguien me habló de esto, pensaba que estaba peinando la muñeca y era un loco hablando locuras. Pero luego escuché y analicé la teoría. El ser humano, hasta previo a sus inicios, es un ser que no solo lucha por vivir. Lucha por destacar. Destacar ante nuestros padres, amigos, jefes, colegas, parejas. En fin, destacar para poder estar donde queremos. Y de forma inconsciente, cuando aún no tenemos ni siquiera forma, corremos en una maratón de millones de posibles humanos que quieren llegar a la vida para destacar. Subvaloramos el momento porque así es la vida. Porque nacimos de esa forma y comenzamos desde cero. Pero si cerramos los ojos y partimos buscando dentro de nosotros en situaciones que nos permitan hacerlo, podremos darnos cuenta que siempre vamos a querer más. ¿Cuántas veces dije que no? ¿Cuántas veces quise no hacer algo por flojera? Eso es simplemente el cansancio impuesto por mi día a día que me detiene, cuando por dentro estoy gritando por hacer algo nuevo. Un cerro. Un

paseo. Una salida. ¡Una maratón!

Ahora yo estoy peinando la muñeca. Tal vez la dificultad de conseguir aire me está afectando. Tal vez me desmayé hace diez kilómetros y todo lo que estoy pensando y analizando es un sueño; y en verdad estoy acostado en la hamaca de la ambulancia de la maratón, camino al hospital más cercano. Miro mi brazo y me pincho con mis uñas. No me despierto. ¡Bien! No estoy durmiendo. Sigo corriendo. Solo me quedan catorce kilómetros. Comparado con todo lo que he corrido no es casi nada.

Los profesionales, esos maratonistas que dedican su vida a correr, ya llegaron a la meta hace un buen rato. O están ad portas de hacerlo. Así que casi toda la gente que corre cerca de mí está en mis mismas condiciones. Cansados, escuchando música, mirando al suelo; algunos hasta observan su reloj viendo cuánto han corrido, y puedo ver por sus caras que tratan de hacer los cálculos de cuánto les falta. ¡Qué pena! No disfrutan del momento por pensar en terminarlo rápidamente. Y mientras miro a esas personas que no sacan su mirada de lo que vendrá, me acuerdo de una poeta argentina que leí hace un tiempo. Diana Bellessi se llama. O llamaba. En verdad no sé muy bien su historia o si sigue viva. Pero me gustó mucho como escribe. En uno de sus libros dice algo tan obvio, de una forma tan directa, y al mismo tiempo con aires tan cálidos y cercanos que me gustó y lo escribí en una servilleta. Se aprende a mirar, mirando. ¡Es obvio! Al igual como se aprende a manejar, manejando. Sin embargo, destaco lo que ella dice, porque siento que en el contexto se refería a lo poco que vemos. A lo cortos de vista que estamos. Me explico. Una persona que pasa por mi costado en este momento, caminando con su perro en la mañana, puede pensar que somos miles de personas corriendo sin ninguna razón. Aunque si esa misma persona, se fijara en el esfuerzo que damos, en las expresiones de nuestras cara, se daría cuenta que no solo estamos corriendo; más bien me estamos desafiándonos y conociéndonos a nosotros mismos. Por ende, debiese mirar un poco más. O un poco mejor. ¿Cómo lo logra? Mirando. Por eso mientras pienso y analizo, también miro. Miro las gaviotas que ya he mencionado. Los pelicanos que estaban en el Castillo camino a Valparaíso. Los lobos de mar que se bañan en el mar y la brisa que golpea mi barba y me refresca. ¡Es hermoso Viña del Mar! ¡Es mágico Valparaíso! ¡Es una aventura

Con Con! Y acabo de recorrer estas tres ciudades que me han cobijado casi toda mi vida, recién a los treinta años, porque corriendo aprendí que para mirar, de verdad mirar, solo tengo que mirar. ¿Otra vez estoy peinando la muñeca? Puede ser, pero Diana lo hizo primero. Es su culpa.

Veo a lo lejos el kilómetro veintinueve. Se nubla un poco mi vista debido al sudor que cae por mis párpados. Me seco la cara y sonrío. ¡Está mucho más cerca de lo que pensaba! Y del kilómetro veintinueve tengo que llegar al treinta y dos y ya comienza el último tramo. En el cual doy la vuelta y comienzo a correr mis últimos diez kilómetros hacia la gloria. ¿Cómo se sentirá? Me lo he imaginado y lo he idealizado. Pero de verdad. ¿Cómo será cruzar esa meta después de cuarenta y dos kilómetros corriendo? ¿Mi mente seguirá divagando en diferentes momentos de mi vida? ¿Analizaré la celebración? ¿Me quedaré en blanco? ¿Efectivamente lloraré como todos dicen que lo haces la primera vez que cruzas tan ansiada meta? Entiendo un poco a los corredores que se pierden el momento por estar imaginando lo que viene. ¿Cómo no hacerlo? Ahora me estoy contradiciendo. Pero, ¿acaso un padre no se imagina a su hijo en los meses previos a tenerlo? Esta maratón es mi hijo. Mi primogénito. Y he disfrutado el proceso y el camino como nada en mi vida. Pero no puedo dejar de lado la imaginación. Así viven muchos hombre y con ella mantienen el optimismo. Pero bueno, otra vez me encuentro divagando. No queda casi nada para la meta, en poco tiempo sabré exactamente cómo me sentiré. El kilómetro veintinueve está al lado mío son las once de la mañana. Me demoré siete minutos en este último tramo. Siento el peso en mis piernas, y el tiempo que me está tomando es fiel recordatorio de que el cuerpo se está agotando. Hay gente por los costados de la avenida. Justo en esos pequeños caminos pavimentados, separados de las rocas del mar por una reja. Ellos nos gritan, a mí y a los cuatro corredores que van en mis cercanías, que en el siguiente kilómetro, el treinta, hay otro punto de deshidratación. ¡Por fin! Mi lengua está más seca que pezón de momia. Intento acelerar un poco el paso, pero un tirón en la planta de mi pie me lo impide. ¡Mierda! Es grave. Comienzo a cojear y veo como todos me pasan. ¿Se acabó? No, no puede ser así. Paro un poco el trote y comienzo a caminar. Miro al cielo buscando una respuesta. El dolor punzante es demasiado. Me tiro y me siento, una persona me pregunta si necesito ayuda. Le señalo con mi cabeza que no y me quedo solo. Me masajeo un poco y vuelvo a mirar al cielo. ¿Lágrimas? Sí, creo que las tengo. No es pena. ¡Es rabia! Parto pensando en la situación. Me paro y comienzo a caminar rápido, a los pocos segundos mis pasos aceleran y

son un trote lento. La realidad puede ser superada con suficiente imaginación. ¡Entonces imagina que no te duele! Olvídate de eso. No puedo. No puedo seguir corriendo. Tal vez estos veintinueve kilómetros son mi meta. ¡Qué rabia! No lo puedo creer. Mi mente está explotando con diferentes maneras de seguir corriendo. ¿Si llego caminando? No sé que hacer. Las lágrimas comienzan a poblar mi rostro y luego, de entre todos mis pensamientos, recuerdo por qué hago esto. Siento que me defraudé. Un año terminado por un dolor en la planta de mi pie. Voy caminando y los demás corredores me ven. Me pasan cuatro, luego tres, luego cinco. Me van pasando todos. He caminado casi todo este kilómetro, mirando al cielo, secándome los ojos. Veo el kilómetro treinta y el stand para hidratarnos. Camino lentamente, con un cojeo leve hasta llegar. Pido dos vasos y las personas que atienden ni se atreven a preguntarme que me pasó. Debe ser por la cara de mierda que llevo. Son las once con dieciséis minutos. ¡Me demoré dieciséis minutos! Podría estar un kilómetro más adelante. Más rabia siento, pero aún así no paro. Sigo caminando. Con mi camiseta de la maratón, mi cara mojada entre sudor y lágrimas y un leve cojeo. ¡Recuerda por qué lo haces! Me digo. Y el paso acelera un poco de nuevo. ¡Recuerda por qué lo haces! Vuelvo a repetir. Y el paso retoma el trote. ¡Recuerda por qué lo haces! Digo por última vez. Y comienzo a correr de nuevo. El dolor está ahí. Latente. Pero si comencé esto para sacar una espina de mi pie, no me detendré por un dolor parecido. ¡Recuerda por qué lo haces! Y también recuerda que tendrás que ir al hospital después de esta corrida porque lo más probable es que te lesiones.

¡Ya está! Volvimos. La mente le ganó al cuerpo. Como siempre debería ser. Sí, atrévete. Tal cual dice Albert Espinosa en uno de sus libros. Atrévete. Después veré las consecuencias. Ahora seré atrevido.

El trote avanza lento. No puede ser de otra forma. Si entro de nuevo en este desafío debo ser inteligente. Aún más precavido de lo que he sido. Ya que si efectivamente me hubiese cuidado y entrenado, este maldito dolor no existiría. Mis lágrimas se comienzan a secar con el viento que golpea mi rostro. Estoy pasando por donde hay varios locales de mariscos. El olor me encanta y me da hambre. Hay un señor, de muy avanzada edad, que nos está ofreciendo vasos de cartón con un caldo. No sé si es lo ideal mientras corro, pero el olor es llamativo y le acepto uno. Él me sonríe y me felicita. Su rostro refleja orgullo. Un orgullo

de un extraño que siento muy cercano en este momento.

Intento acelerar el paso, a medida que veo gente correr a mi alrededor, pero mi cuerpo me recuerda lo herido que estoy. A veces es mejor ir lento con una visión segura, antes de ir rápido con quiebres en el camino. Ya ni miro el reloj para ver la hora. El tiempo, al fin y al cabo, está a mi favor. Y si me quiero demorar cinco o cincuenta horas lo voy a hacer. Una vez leí una frase que decía: No hay nada como un sueño para crear el futuro. No recuerdo muy bien de quién era, pero en este momento es otro recuerdo que fortalece mi alma, la cual en mis pensamientos endurece mis piernas y mantiene firme mi espalda. Sueño con mi meta, sueño con cumplirla. Entonces la crearé. Con esfuerzo y lágrimas. Sudor y gloria. El paso es lento, pero avanza. Y en esta vida no hay mejor camino que el que te impulsa hacia delante.

El kilómetro treinta y uno está cerca, veo a lo lejos la bandera que lo marca, y con ese inicia mi vuelta. La última parte de mi maratón. La que más debo disfrutar. Como una persona que jubila y ahora debe mirar hacia atrás, para poder construir hacia delante. Una persona que ya cumplió, y ahora puede vivir. Así me siento. La última parte, la que más ansiedad me dará, al saber que el final está cercano. Al fin y al cabo su recuerdo será el más fresco una vez que mis piernas se detengan y comience a recuperar el aire de a poco. ¡Bendito aire! Pan de cada día, que desde hoy respetaré aún más.

Miro el reloj, ahora solo lo haré cuando cruce cada kilómetro. Son las once con veinticinco minutos. Me demoré nueve en este kilómetro. Pero, ¿qué más da? Sigo adelante.

Este dolor que mutó en un compañero de viaje me recuerda a mis días en el colegio. Cuando teníamos Educación Física y debíamos dar cinco vueltas a la cancha de fútbol para calentar. ¡Cinco vueltas! Pensaba. Mi profesor está loco. Y ahora, siento que he estado corriendo por esa cancha durante días. Tal vez semanas. Siempre la tercera vuelta era la más difícil. Ya estaba a la mitad, sabía

que faltaba poco, pero el cansancio no me permitía celebrar en mi mente. El profesor gritando para que no paremos y recordándonos que algún día miraríamos hacia atrás y extrañaríamos el físico que teníamos a esa edad. ¡Lo odiaba tanto! Pero hoy lo recuerdo y le doy toda la razón. Los jóvenes no respetan su cuerpo, hasta que se dan cuenta que el tiempo no pasa en vano.

Comienzo a dar la vuelta, ahora el camino será el mismo que hice y debo llegar al primer sector de Reñaca. Las gaviotas vuelven y sobrevuelan a los corredores. Cierro los ojos por unos segundos y repaso en mi cabeza el momento exacto en que tomé la decisión de inscribirme. Sonrío. No fue un momento muy agradable, pero si fue el trampolín a un cambio. Y a veces, cuando algo malo nos ocurre, debemos analizar la situación para poder encontrar lo mejor de esta. Ver el vaso medio lleno es un dicho popular que se utiliza entre la gente optimista, y como dijo el Dalai Lama, elige ser optimista, te sentirás mejor. Lo hago. O lo intento. Ser optimista es ser valiente. Porque en un mundo donde es mejor no esperar mucho del resto, para no sufrir cuando el resultado no es el que buscamos, el optimismo escasea para evitar grandes heridas. En este momento no me importa mucho eso, elijo ser optimista, porque soy realista. Porque sé que solo yo puedo empujarme para llegar a la meta. Solo yo puedo aceitar el motor de mi cuerpo y manejar el manubrio por el tiempo necesario. Solo yo puedo defraudarme, y créanme, hoy no será el día que llegue a mi casa con la cabeza agachada. Hoy toco la gloria, lo tengo claro. Y lo más divertido, que el ser humano busca tanto la felicidad, y tan pocos sabemos que esta puede ser hallada simplemente si nos ponemos ropa deportiva y comenzamos a correr por un par de horas, hasta lograr la meta de cruzar la línea final de una maratón. La felicidad que buscamos, es mucho más simple si la observamos de la perspectiva correcta.

¡Recuerda por qué lo haces! Sigue moviéndote. El balanceo de tus brazos te impulsa. Sigue corriendo. No estás solo en esto. Tus recuerdos te llenan de energía. Recuerda al Lukas, recuerda como ladra y se mueve por tus costados. Mira al cielo y piensa en tu abuelo. ¡Esa sonrisa! Sigue corriendo. Ya queda poco. Tus piernas no fallarán hoy. Eso es una promesa.

Ya de regreso el ambiente cambia. Recuerdo una canción que mi abuelo escuchaba en un casete en la radio de su auto. Era de Carlos Gardel, ese famoso cantante de Tango. La canción, y por su nombre dará a entender de inmediato por qué la pienso en este momento, se llama Volver.

Carlos dice en su canción que volver con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi ser. Sentir que es un soplo la vida. Que veinte años no es nada…

La frente marchita en esta caso está sudada, las nieves del tiempo son los pasos de este y si el gran Gardel dice que veinte años no es nada, entonces, ¿cómo podría quejarme por un par de horas corriendo?

De todas formas, hay una frase de esta canción que me encanta. A veces canto la repito en mi mente como si fuese un disco rayado.

El viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar.

Me gusta que destaque y detalle sobre el viajero que huye y no generalice. De cierta forma y lo he pensado en kilómetros anteriores, muchos corren pensando en huir. Mientras más lejos y mayor cansancio, menos claro ven el problema y más rápido lo olvidan. Pero en este caso lo veo diferente. En esta caso me gustaría pensar que también todo viajero algún día detiene su andar. El viaje, al igual que la maratón, es una aventura como ya mencioné. Pero si toda la vida viviésemos en una aventura, esta se transformaría en algo cotidiano y le perderíamos el valor. Me gusta pensar que tendré que terminar de correr. Y cuando viajo me encanta tener que volver, aunque extrañe a mis amigos y los paisajes que me entrega cada viaje. Me gusta, porque sé que al no tener esa vida veinticuatro horas los siete días de la semana, lo valoro aún más. El viajero, no solo el que huye, querido Carlos, también detiene su andar. Porque en algún

momento debemos mirar hacia atrás y observar el recorrido, que en esta caso varía por Valparaíso, Viña del Mar y Con Con. Lo que no tenemos siempre, es lo que más valoramos. Lo que más valoramos, es lo que más nos hace crecer. Lo que nos hace crecer, es lo que nos define.

Me encanta viajar, ¿he pensado de mis viajes en esta corrida? Creo que no. Y me encanta volver. Otra vez creo que estoy divagando. ¡Bah! Llevo casi treinta y dos kilómetros corriendo, nadie me puede juzgar si mi mente se vuelve un poco loca. Aunque desde mi perspectiva todo lo que acabo de analizar de Carlos Gardel y su querido tango, hace mucha lógica.

Me encantaría grabar todo lo que he pensado y seguiré pensando mientras corro y escucharlo una vez que termine. Reírme y ver si efectivamente todo lo que ha cruzado mi mente ha tenido alguna coherencia, o simplemente soy un loco corriendo, con falta de aire en el cerebro que habla tonteras que quedarán en el olvido. Bueno, tal vez sea así. Pero aquí estoy. Loco, divagando y todo. Cruzando el kilómetro treinta y dos a las once con treinta y cuatro minutos. Llevo tres horas y media corriendo. Esto ya es un récord personal. Y tan solo me quedan diez kilómetros. ¡Vamos!

Guardo escondida una esperanza humilde, que es toda la fortuna de mi corazón.

Así es, Carlitos. Tengo esa esperanza de llegar a la meta. Acompáñame en pensamientos mientras te tomas un mate con mi abuelo en el cielo. Ya queda poco. ¡Recuerda por qué lo haces!

El trote es lento. Tranquilo. El aire es un masaje y el aliento, cada vez más cálido, es un regalo. Evado lo negativo, aunque me lo repita constantemente, debo disfrutar este momento. Ya no miro hacia delante solamente. Parezco un

niño en fábrica de chocolates. Me sorprendo con el cielo y me emociona el mar. Corro y estiro mis brazos, a los cuales les llega una pequeña brisa marina. Voy lento. Sé que voy muy lento. Pero esa brisa que me golpea me hace imaginar que vuelo en el techo de un cohete. ¡Qué momento más mágico! ¡Qué lindo es correr! ¡Qué lindo es volver! Pensar que hace unos minutos lloraba de angustia y rabia por ese maldito dolor que me tuvo al borde de renunciar. El dolor sigue ahí, pero en mi mente le digo que no me ganará. La mente le gana al físico, cuando está en la perspectiva correcta.

Pocos metros después de cruzar los treinta y dos kilómetros viene otra curva. Me voy para un costado, estoy al borde del mar. Las rocas son el instrumento de un océano que con sus olas rompe cada vez más fuerte en una melodía. Sigo corriendo, y la sonrisa no se me va.

Recuerdo un viaje. Un viaje al sur de Chile. La Patagonia debe ser el lugar más lindo del mundo. El cielo de hoy, algo me recuerda a ese cielo austral. El cual si te fijas bien, se ve como si estuviese doblándose al estar en el final del mundo. Si hoy estoy saboreando de otra forma el aire, no se imaginan lo que era respirar ese aire del sur. La Patagonia si que sabe de maratones, y no porque allá se corra, si no que por su historia. Estando allá quise conocer Tierra del Fuego, una isla que se puede ver frente a Punta Arenas y que está en territorio chileno y argentino. En sus tierras habitaron hasta comienzos del siglo veinte unos indígenas llamados Selk’Nam. Cazadores y recolectores, ellos corrieron sus propias maratones durante muchos años, sin molestar a nadie. En el museo de Porvenir, un pequeño pueblo ubicado en la isla, aprendí mucho sobre esta civilización. Sobre la notable envergadura física que tenían, la cual fue pieza clave para que pudiesen sobrevivir en un clima tan poco dócil. En resumen, para no explayarme tanto en la historia, recuerdo lo más triste de la enorme vida de estos personajes australes. Su final. La colonización de ingleses y croatas fue el calambre en las piernas de los Selk’Nam, quienes vieron como su hogar fue invadido por grandes estancias, las cuales contrataban a cazadores de indios para exterminarlos. De cierta forma, si lo pensamos bien, es como llegar a una casa ajena y comenzar a expulsar de a poco a sus habitantes. Así fue como el no querer compartir, algo tan básico e infantil, destruyó a miles de personas que corrían una maratón ajena a la sociedad y sus avances. ¿Por qué recuerdo esto?

Porque a mi gusto es uno de los calambres más fuertes que ha visto la humanidad. Una historia algo escondida, así como un dolor entre los dedos del pie. La recuerdo porque es la analogía perfecta de alguien que se rinde. Como yo pensé en hacerlo hace un rato. Nos rendimos en compartir y destruimos a quienes venían corriendo hace un buen tiempo. ¡Cuántas historias así habrán en el mundo! ¿Y cuántas quedarán en el olvido?

Ahora si creo que mi mente está falta de aire. ¡Qué loco como recuerdo a los Selk’Nam estando tan lejos! Me gustaría saber cómo se vería su vida, su maratón, si no hubiésemos sido tan egoístas. Como dicen los Jaivas, ¿para qué es el sol que nos alumbra si no nos queremos ni mirar?

Agrego otro recuerdo y una nueva razón para correr. Mi abuelo que me mira, tomando un mate con Gardel. El Lukas que me ladra en casa paso. Mi prima que ve en mi corrida una inspiración. Y una civilización entera que no pudo seguir corriendo y le impusieron la meta. Entre tantas cosas. Mis papás. Mis amigos. Mis conserjes que estarán esperando mis historias de esta corrida. Por mí. Por la razón que elegí correr. La mente se abre y el sueño se acerca. Las piernas se agotan y el aire se va. ¡Recuerda por qué lo haces! Lo pienso y suspiro. ¡Recuerda! Y acelero un poco el paso. Me emociono. Recuerdo que debo ser cuidadoso y paro. Dejo que la brisa me calme. Balanceo un poco más los brazos y saboreo la sal que viaja dentro del aire. Me quedan menos de diez kilómetros. ¡No es nada! Continúa. Ya veo a lo lejos la bandera del kilómetro treinta y tres. El cansancio hace todo lo contrario que pensé que haría y siento que el tiempo avanza más rápido. Sigo corriendo, porque así lo quise. Sé lo que busco, porque sé lo que siento, dijo Joan Manuel Serrat. Así que le hago casi y continúo mi búsqueda.

La espalda firme, no sueltes. Que las piernas se muevan de forma inteligente. Mantén la mente clara, expláyate en tus pensamientos. Quédate despierto. No pares. Cada movimiento es creador. Crea un avance en cada paso. Corre. Trota. Camina. Pero llega. Al fin y al cabo, no importa cuánto te demores. Lo importante es que llegues y veas el fruto del sueño. Kilómetro treinta y tres te

veo cerca. Ahí estás. Te alcanzo. Te paso. Son las once con cuarenta y dos minutos. Me quedan nueve kilómetros. ¡Recuerda por qué lo haces!

Lo mejor de este kilómetro, es que comienza con un punto de hidratación. Tomo dos vasos y los dos van a mi boca. ¡Frescura pura! Cruzo una curva y el viento está golpeando cada vez más fuerte, es como si hubiese cambiado la estación del año. Este momento es para música relajada, por lo que no me cae para nada mal escuchar un poco de Joaquín Sabina, un cantautor español que más de una cosa me enseña en sus canciones. Me gusta escucharlo, me lo recomendó un amigo de Córdoba. Un grande, debe estar en tu repertorio. Siendo honesto no le tenía mucha fe, sabiendo que era alguien conocido dentro del mundo musical. Pero me sorprendió y hoy me acompaña en el trote de esta maratón. Lo que más me gusta son las historias y cómo las cuenta. Por ejemplo, y tal vez esté muy equivocado, creo entender muy bien qué quiere decir en Nos Sobran Los Motivos. Tal vez sea más fácil de lo que yo siento en la letra, pero bueno. Da diferentes ejemplos, raros como el trono del príncipe destronado o del nunca que no esconde un ojalá, le habla a una chica. ¿Cómo no? Las mejores historias las tienen a ellas como protagonistas. Y le entrega decenas de motivos para olvidar o no estar juntos. Pero al final de la letra, siento que ninguno lo convence. Ahí creo que el vive su propia maratón, la que de cierta forma las circunstancias lo están obligando a correr, o mejor dicho a dejar de correr, cuando el quiere hacer completamente lo contrario. Respeto esas letras y aún más respeto al gran Joaquín. Me encantaría tomarme un café con él y conversar de las historias ocultas en sus párrafos.

Por mientras la corrida sigue, el balanceo de los brazos me impulsa y las rodillas queman cada vez más. Mi dolor se mantiene, pero lo veo cada vez más cotidiano y cercano. Como un amigo, trato de pensar así para no idealizar una renuncia y mantener una gota de optimismo que se disfraza de sudor en mi frente. Relajado como el viento que golpea mi camiseta, vuelvo al recuerdo para impulsar esta experiencia.

¿Cómo no pensar en las clásicas cervezas con mi mejor amigo? Es divertido pensar que cuando nos conocimos nos odiábamos. Dos personas completamente

diferente. ¡Ni el mismo equipo de fútbol nos gusta! Pero el tiempo fue divertido y nos fue juntando en situaciones que forjaron una amistad que se refleja en un par de latas de cervezas en alguna plaza de la ciudad. En Santiago, por ejemplo, nos sentamos frente al Río Mapocho, ese basural de agua que rodea toda la capital chilena y está maquillado con grafitis que van desde ratones gigantes a mensajes por personas desaparecidas. Es un lugar horrendo, rodeado por plazas que te regalan vistas a diferentes cerros, como una tarjeta de invitación a olvidar que estás en una jungla de cemento. Se respira algo de aire puro dentro de toda la contaminación y el aliento a cerveza siempre conlleva grandes conversaciones. Estamos arreglando al mundo. Decimos un par de veces. Obviamente motivados por los grados de alcohol que cruzan nuestras venas. Solemos comentar cómo siempre volvemos a las plazas, cuando toda la gente de nuestra edad ya comenzó a disfrutar de las cervezas en los bares. De las artesanales y las más caras. Nosotros somos un poco reacios a madurar en ese sentido. El pasto en vez de un asiento y el six pack de botillería en vez del shop son más llamativos y nos entregan esa brisa de juventud y vida que nos negamos a perder. Hablamos de todo menos de política, ninguno nunca lo ha dicho en voz alta, pero creo que es porque somos dos incultos del tema. La música suele tener su espacio en nuestras palabras y los sueños no cumplidos nos llenan de anécdotas del cómo lo intentamos. Me acuerdo en una de estas salidas cuando le comenté que correría la Maratón de Viña. Sorprendido, al saber que no soy muy llevado al deporte, me felicitó por tal iniciativa. Le comenté que había algo que me había impulsado a correr y lograr la meta y él, callado, me aconsejó guardarme la razón para que siempre fuese mía y su energía me empujara al logro que busco. Eso es lo que hace de un desconocido a un amigo. El no tener que saberlo todo de ti, sino que simplemente saber que existe una confianza mutua que aparecerá cuando más se necesite, hasta cuando no sea necesaria. La amistad en si es una maratón. Enorme maratón. Grata maratón. Que no se corre sola. Se corre con el hermano o hermana que te regaló la vida, y si algo he aprendido en mis cortos años, es que todo regalo de la vida debe ser bien recibido. ¡Agradece! Igual como los principios del Reiki, esa práctica espiritual japonesa que alivia a la gente a través de las energías que transmiten nuestras manos. El Reiki dice que solo por hoy no te preocupes. Solo por hoy no te enfades. Solo por hoy agradece todos los dones de tu vida. Solo por hoy trabaja duro y gana tu vida honestamente. Solo por hoy sé amable con los demás y respeta toda forma de vida. ¡Solo por hoy! Aunque el truco y la clave es decirlo todos los días. ¿Qué tiene que ver esto con mi amigo? Él practica Reiki y me enseñó esta plegaria. Tenlos presentes todos y cada uno de los días de tu vida, en tus pensamientos y acciones, me dijo. Y hoy, sonrío con el recuerdo de las

cervezas y las conversaciones sin sentido, porque una de ellas me está entregando fortaleza en sus recuerdos y ese rezo tan fuerte que el Reiki, a través de mi amigo, me regaló.

Solo por hoy, no te canses. Me digo a mí mismo. Solo por hoy recuerda por qué lo haces. ¡Sigue moviéndote! Respira, baña tu garganta con aire. Mira al cielo y recuerda por qué lo haces. El kilómetro treinta y cuatro está ahí, de acá puedo ver su bandera. ¡Ya me imagino todas las cervezas que tomaremos con mi amigo cuando le cuente sobre esta maratón!

Estoy a metros de un nuevo kilómetro y veo como varias personas se acercan a ayudar a un señor que se desmayó. ¡Qué pena! Tan cerca y el cuerpo le dijo ¡basta! Ofrezco mi ayuda, pero amablemente los paramédicos me dicen que tienen todo bajo control.

Sigue corriendo que queda poco. Recuerda respirar tranquilo. Me dice uno, hago un gesto con mi cabeza, dándole a entender que seguiré su recomendación y continúo mi travesía. Situaciones como estas hacen que uno valorice aún más la experiencia de una maratón. Es, obviamente bajando las medidas, como subir el Monte Everest. La punta más alta del mundo, a la cual mucha gente ha tratado de llegar, pero no todos tienen la resistencia o la suerte en el clima para hacerlo. No es llegar y correr cuarenta y dos kilómetros, me dijo mi hermano en una de nuestras conversaciones. Y cuánta razón tenía. Si no me hubiese tomado en serio este desafío, tal vez estaría todavía tirado en el suelo en ese kilómetro que me golpeo hace un rato. Tal vez yo sería el señor que está desmayado. La preparación es factor importante cada maratón que elijamos correr.

Dicho eso, aquí está el kilómetro treinta y cuatro. Son las once con cincuenta. Me demoré ocho minutos. No está mal. No estás lento. No estás rápido. Vas a tu ritmo, continua así. Sigue recordando y analizando cada canción. Sigue pensando y hablando con tu mente. Si piensas, existes. Y si existes tienes las probabilidades a tu favor para llegar a la meta. Recuerda, mientras sea difícil y

no imposible, todo es factible.

Recuerda por qué lo haces. Que el balanceo no termine Sigue corriendo. Recuerda y mueve las piernas. Solo por hoy. Lo vas a lograr. Lo sé, ahora no hay dudas. Lo vas a lograr. Solo siete kilómetros.

Continúo moviendo mis piernas. Y trato de enfocarme en cualquier cosa para mantenerme despierto. Es sorprendente que con toda la adrenalina que llevo en mi cuerpo aún así los ojos me pesen y a ratos se quieran cerrar.

Miro el cielo, ahora con un poco más de nubes, e intento buscar el punto exacto que choca con el mar. Y en este momento recuerdo uno de mis libros favoritos de la infancia, que durante los años he leído y ojeado más de una vez. El Viejo y el Mar. Este libro escrito por Ernest Hemingway trata sobre un viejo pescador que está luchando contra la mala suerte de no conseguir ningún pescado en sus salidas a alta mar, por lo que un día decide ir aún más mar adentro y devolver a su bote pesquero la fortuna que lo acompañó por tantos años. Haciendo eso, se encontró con un enorme pez, con el cual tuvo una pelea que, para mi gusto, es legendaria. La pelea, eso si, aunque fue ganada por el viejo, lo dejó herido y gran parte de la historia se trata de cómo vuelve con los restos del pez a tierra. Lo emocionante del libro es que durante todo el recorrido el viejo se encariña con el pez. ¡Hasta se identifica con él! Y comienzan una inédita relación mientras el pescador le conversa al cuerpo de su presa y lo analiza junto a su vida. Si lo pienso bien es algo parecido a lo que estoy haciendo yo ahora, solo que mi pez es esta maratón y la búsqueda de mi suerte es la meta que me está esperando.

Trato de no pensar, solo aguantar. Dijo el viejo en uno de sus análisis. Y yo, al igual que todos los lectores del señor Hemingway, sabemos que aunque quiso, no pudo dejar el pensamiento. Ya que fue este el que lo mantuvo despierto. Otra vez, encuentro algo más para sentirme identificado con este clásico de la literatura.

También recuerdo otra frase que me encantó. Es más, de joven me mandé a hacer una camiseta con ella. El mar es dulce y hermoso, pero puede ser cruel. Esta frase me llegó, al ser un joven que vivió toda su vida frente al mar. Pensar que hay personas que nunca han visto un atardecer, cuando las luces del sol golpean las olas y se ven millones de brillos en el agua. ¡Es hermoso! Y dulce, tal como dice el viejo. Pero también cruel. ¿Por qué? Yo tengo mi propia teoría.

He visto toda mi vida marinos zarpar en sus buques y pescadores partir y volver a sus faenas en altamar. Todas las mañanas, de madrugada, cuando la gente duerme, ellos tienen su taza de café, el cigarro prendido y la vista fija en el horizonte azul. Van y vuelven. Y en la historia muchos solo van y se quedan allá, en un cementerio de agua salada, guardando secretos de cómo personas han desaparecido. Si lo pienso bien, el mar debe estar entre las más desafiantes maratones. Su meta es el horizonte, pero esta meta en especial nunca termina. Aunque remes, pongas las velas contra el viento o el motor esté a toda máquina, el mar no termina. Una especie de poema sin sentido que da gusto leer. Eso es el mar. Por lo menos para mí, y creo con todos mis años observando a los protagonistas de su película, que ellos deben pensar parecido. Qué lindo debe ser sentarse en uno de esos bares del puerto de Valparaíso a conversar con sus pescadores. Una copa de vino. ¿O una piscola tal vez? Hablar de los miedos y logros. Hablar del mar. Leer el libro en la boca de los protagonistas de ese poema interminable que se mueve con las olas, protegido por el sol y la luna, y hogar de miles de animales.

Y se dio cuenta que nadie jamás está solo en el mar. Dice Ernest en su libro. Y tiene razón. Ahora no estoy específicamente en el mar, pero lo tengo a mi lado. Ha sido mi acompañante toda esta maratón y me ha dado una que otra motivación con su brisa marina y el golpear de sus olas. ¡Qué gran maratón! Algún día haré como el viejo y tomaré un bote para pescar. Marcaré puntos en el horizonte y los buscaré sabiendo que nunca los encontraré. Mi mente de verdad está volándose en cada pensamiento. Pero ya me dejo llevar. Si le falta aire o no a mi cabeza ya no es un problema. Mientras mis piernas se sigan moviendo y mis brazos se balanceen para dar impulso, estamos todos bien.

El recorrido hacia el kilómetro treinta y cinco ha sido de mis favoritos. Me siento tan liviano. Tan liviano y tan cansado. Tan cansado y tan excitado. Tan excitado y tan motivado. Corro por mí. Corro porque sé que me lo prometí. Sé lo que me llevó a hacerlo. ¡Recuerda por qué lo haces! ¡Qué alegría saber que ya estoy ad portas de terminar! La curva de este kilómetro es perfecta. Aunque quiera llegar rápido a la meta, me encantaría estancarme un poco más aquí. He sentido tan corta esta última parte de la maratón. Estoy viviendo el domingo de mi fin de semana, cuando aún queda un poco de la sensación de libertad, pero ya saboreas el lunes y la vuelta a la realidad cotidiana. Son las doce, ya es medio día. Llevo cuatro horas exactas corriendo, y tan puntual como reloj suizo, llego al kilómetro treinta y cinco.

Recuerdo ahora una frase de una de mis películas favoritas, Los Vengadores. Es raro como no he pensado en una de mis pasiones dentro de mis tiempos libres: Los Cómics. Así es, soy un ñoño. Pero me encanta. Con un amigo hemos ido a convenciones de cómics disfrazados de nuestros súper héroes favoritos. Mi mamá no lo entiende muy bien, es más, cada vez que me va a visitar a mi departamento y ve mi estante lleno de historietas, me pregunta cuándo voy a madurar. Yo solo me río y la molesto un poco. Son novelas gráficas, mami. Léete una. Le digo y ella seria, suspira y me mira, como si ya hubiese perdido esta batalla conmigo. La cosa es que me acuerdo de una frase. ¡Qué buena frase! La dice Tony Stark, el Iron Man que fue recreado por Robert Downey Jr., un actorazo de tomo y lomo. Él, al querer despedirse de su hija, en un video que grabó previo a su muerte prematura, dice: Que parte del viaje es el final, por lo que no le daba miedo terminar su historia. Esta reflexión, tan desnuda y sensata a la vez, me encanta. Me la digo a mí mismo a veces. Me la digo ahora, para disfrutar esta última parte. Me la dije tantas veces este último año. Y la mezclo con una reflexión del Dalai Lama, que leí en su libro Conócete a ti Mismo Realmente, en la cual este gran hombre hace el análisis que cada momento tiene un principio, desarrollo y desenlace, sin embargo, los principios desarrollos y desenlaces son momentos en si, por lo que un momento tiene un sinfín de situaciones. Y todas, absolutamente todas, hay que disfrutarlas como todo momento lo merece. Un momento triste te hace fuerte. Disfrútalo. Un momento alegre te trae recuerdos. Cuídalo. Un momento de duda te hace pensar. Aprovéchalo. De inicio a fin. Y como dijo Tony, el final también es parte del

viaje, del momento, de esta maratón, de mi desafío y no dejaré de disfrutar ningún detalle.

En este análisis entra también un problema que tenemos las personas. Solemos recordar el final de cada cosa y nos olvidamos de las situaciones que nos llevaron a ese. Por eso me he acordado tanto impulso que me llevó a correr. Porque sé que ese impulso es tan importante como el momento que cruce la meta y el movimiento de mis piernas termine. Por eso tanto análisis, de mis canciones, del paisaje, de mis recuerdos...¡de todo! Una maratón en si es una prueba física que necesita de la mente para terminarse. ¿Acaso sin mi mente y mis pensamientos me podría haber parado y seguido adelante después de todos los dolores que he sentido? ¿Acaso sin mis recuerdos no hubiese caído en la desmotivación? No lo sé, nunca lo sabré con exactitud. Pero sí sé que fueron, y lo son en este momento, factor importante para ignorar las señas de mi cuerpo que me dicen: ¡Para!

Para. Más lento por favor. No tan rápido. Relájate. ¿Cuántas veces hemos escuchado eso? Se acabó. Hasta aquí llegaste.

Al ser esta mi historia en la maratón, hay un recuerdo que no puedo dejar pasar. Lo he evitado. Aunque de reojo en mi mente lo he pensado. Una vez escuché que toda gran historia tiene algo de romance en ella. Bueno, la mía no es la excepción. Una relación es una maratón. Lo he visto en mis abuelos, padres y hermanos. He visto a mis amigos tener que sufrir y disfrutar en sus relaciones. Algunos no aguantan los calambres del momento y terminan antes de tiempo. Con diferentes razones o excusas, dependiendo la persona. ¿Yo? Yo solo he tenido una relación formal en mi vida. ¡Una! Y duró un par de años. Nuestro primer kilómetro lo recorrimos en la universidad, donde nos conocimos. Ella estudiaba lo mismo que yo. Mis chistes fomes y mi timidez le llamaron la atención a esta chica extrovertida, con más amigos que Roberto Carlos… y una figura. ¡Por Dios! Qué linda que era, y lo linda que debe seguir siendo.

Los siguientes kilómetros los recorrimos en la vida cotidiana, en la sociedad. Bares fueron nuestras metas y varios besos como puntos de hidratación. Más de un calambre tuvimos, y ya en los kilómetros más avanzados, algunos calambres nos incentivaron a terminar y salir de la carrera. Pero eso es lo lindo de las maratones, solo pueden acabarse de dos formas. En la meta o porque tú lo decides. Un dolor o un malestar puede ser superado, aunque te haga ir lento, siempre puede ser superado. Y así seguí con esta chica, avanzando kilómetro tras kilómetro, superando calambres y festejando las metas, disfrazadas de aniversarios. Creando recuerdos, viendo de lejos el final de la corrida. Porque al fin y al cabo, eso era, una simple corrida. Preparándome para las siguientes que vendrían. El tiempo generó lejanía y nuestras piernas comenzaron a avanzar con otro ritmo. Para ella, yo me alejé. Para mí, ella lo hizo. Todo dependiendo de la perspectiva que lo veas. La distancia, mental en un comienzo nos consumió. Los sueños variaron y sin darnos cuenta llegamos al kilómetro final por separado. La distancia es solo una utopía para los que nunca han corrido y solo han caminado en sus vidas, escuché una vez. Y nosotros, que corrimos a lo grande, con el pecho inflado de ilusión, fuimos superados por la distancia porque nos cansamos de correr y comenzamos a caminar. Pero mirando hacia atrás no me enoja ni me entristece. No me quedo solo con el final, me quedo con el recorrido entero. Añoro los calambres y la fortaleza que tuvimos para superarlos. Analizo la distancia que nos separó y me preparo para, espero que no muy lejos, comience a correr una nueva maratón acompañado. Ya que si la gloria es compartida, es mejor.

Un último recuerdo fue la frase que me dijo una vez. No haces mi vida perfecta, pero me entregas momentos perfectos. ¡Y esos son los que llevan a la felicidad! Momentos perfectos, por sobre una vida perfecta. Lo pequeño sobre lo grande. El detalle sobre lo macro. El kilómetro por sobre la maratón y mi mente por sobre mi cuerpo. Hoy sumo un nuevo momento perfecto, hoy corro hacia la felicidad. Hoy soporto los calambres y hoy sí llegaré a mi meta. ¡Recuerda por qué lo haces! Así de fácil será terminar. Recuerda y no lo saques de tu mente. Porque ella es tu mayor motor en este momento.

Continúo balanceando mis brazos. Mis pies se queman, pero las piernas aún se mueven. ¡Vamos, mierda! Queda poco. Y aquí sigo corriendo.

Esa gotita que cae por mi frente lentamente me genera cosquillas. La dejo caer por la nariz y siento como la gota se separa de mi cuerpo y se pierde en el camino. Es un pequeño detalle del cuerpo del maratonista poder sentir una de las millones de gotas que tu cuerpo genera. Es un mimo disfrazado de sudor. Unas felicitaciones que salen de forma líquida desde tu cuerpo y el recuerdo de que estás haciendo un esfuerzo extra por el sueño de la meta.

La planta de mi pie izquierdo se siente cada vez más pesada. Más dura. Anhelo el hielo que le pondré una vez terminada la corrida. Tantos pasos, tanto trote, tiene su precio y yo lo estoy pagando gustosamente. Analizar los pasos de la maratón, hacer la analogía con los pasos de la vida, es bien interesante. ¿O no? Por ejemplo, el paso más importante de la humanidad. O por lo menos así lo reconocen. Es el del primer hombre en la luna. Esa frase que lanzó Neil Armstrong al bajar por la cápsula. Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad. Me encanta. Aunque algunos piensen en la teoría de que todo fue un montaje, igual me encanta. ¿La habrá pensado en el momento? ¿O habrá estado noches en desvelo creando diferentes líneas en su mente? Un pequeño paso. A veces eso es todo lo que se necesita. Hoy mi pequeño paso fue levantarme de la cama. Luego fue el primero que di al correr. Y en este momento, cada uno es un pequeño paso para mí, pero un gran paso para mi vida. Cada uno me da tanto como me quita. Pero eso es lo lindo de correr. Perderás mucho en el camino. Pero si lo comparas con lo que ganarás al cruzar ese ansiado kilómetro cuarenta y dos, ¡bah! todo habrá valido la pena. Sigo dando pequeños pasos, mientras veo de cerca el kilómetro treinta y seis. Ocho minutos me demoré en el treinta y cinco. Mi kilómetro favorito por lejos. Y marcando el reloj las doce con ocho minutos, puedo decir que estoy dando otro pequeño paso a mi objetivo final. Recuerdo por qué lo hago una vez más. Parezco un disco rayado que se instaló en mi mente. Pero ese recuerdo es aceite para un motor viejo que se va agotando. Ya no queda nada. Estoy ansioso. ¿O nervioso? ¿Feliz? Ni yo sé que siento en este momento.

Voy llegando. ¡Por Dios! No lo puedo creer.

Una vez leí que nunca debes escribir de un lugar hasta que estés lejos de él. Pucha que me gustaría escribir algún día todos mis pensamientos, pero, ¿me acordaré de cada análisis? ¿de todo lo que he vivido? La memoria es tan frágil que a veces, aunque queramos, olvidamos sensaciones y momentos que nos alegran la vida. Quedan guardados ahí, en nuestro inconsciente, como una biblioteca de libros Best Sellers que ojeamos una vez y no volvemos a leer. Haré mi esfuerzo y algún día con un rico mate me pondré a escribir de esta experiencia. Tal vez la podré transmitir a otras personas que encontrarán alguna razón como la mía para desafiarse y ponerse a correr. ¡Qué lindo sería utilizar una gran experiencia de vida para motivar al resto! Ver a lo lejos como tus pequeños logros, llevan a personas a escribir historias sobre grandes aventuras. Formar recuerdos con recuerdos. Sueños que hacen sueños. Y vidas, que motivan a vivir.

Los brazos aún balancean. ¡Bien! Como dice la canción: No pares. Sigue, sigue.

Es sorprendente, como ya he pensado, saber que la mente se agota más que el cuerpo. Aparecen pequeños silbidos que te dicen que pares. Que ya es suficiente. ¿Ya dije esto? Creo que sí. Pero hay que reafirmarlo. Como dijo Leonardo Da Vinci, es mucho más fácil aguantar al inicio que al final. Y ahora, me está costando un poco mantener la mente clara y firme. Por lo mismo la uso tanto, para darme a entender que yo la manejo a ella y ella no a mí. Si creer es poder, yo creo que llegaré. Además, esta maratón, fruto de mi entrenamiento, es un entrenamiento en sí para mi mente. Si logro superar estos cuarenta y dos kilómetros sin volverme loco, sé que podré superar lo que yo quiera.

Me he conocido de una forma completamente diferente a la que estaba acostumbrado. Y espero que una vez cruzada la meta, pueda seguir corriendo de otra forma en mi vida. Espero que esta maratón no sea solo un recuerdo y una anécdota, si no que un impulso de mis piernas a mi alma para lograr todo lo que siempre he soñado. A menos que ellas tengan otra cosa que decir. Por Dios que están rígidas. Duras como un palo. Como si tuviese piernas de pirata. No creo

que dolor sea la forma de describir lo que siento, es más bien como un calambre multiplicado por diez mil. Me golpeo las rodillas mientras corro, para darles ánimo, para motivarlas. Y continúo con la carrera. Recuerda que esto es un trabajo en equipo y todo tu cuerpo es parte de tu plantel. Apóyate en el balanceo de los brazos, refuérzate en la mente y dale ánimo a las piernas, ya que ellas son las que se llevan casi todo el peso de este desafío.

El kilómetro treinta y seis es una de las últimas curvas largas de la corrida, ahora el camino será un poco más recto y podré ojear, a ratos, la meta. Ya superé el promedio de lo que una persona se demora en correr cuarenta y dos kilómetros. Ya superé las dos horas y desde un comienzo me resigne a no estar en el podio. Ni en los cien primeros. Pero aún así, veo la meta como si yo estuviese corriendo solo. Un hombre, un trote, un lugar. ¡U sueño! El contexto de la corrida me ha acompañado. Sí. Pero llegado el momento cada persona debe enfocarse en si misma y no en lo que ocurre alrededor. Pensar en mí, no en las gaviotas. En mis piernas, no en el mar. En mi meta, no en el camino. Si el kilómetro treinta y cinco lo disfruté, este me sirve para enfocarme en mí y nadie más. Al igual que en diferentes momentos de la vida cuando queremos estar solos, aunque tengamos las posibilidades de no hacerlo. Ya sea con familia, amigos o una pareja. La soledad es un ingrediente necesario y mal visto por algunas personas. Sin embargo, una vez que la prueban, se dan cuenta que sin ella, la receta de vivir no queda tan buena. He conocido gente así, que se ha alejado simplemente por la razón de querer estar sola. He visto como amigos dejaron de ir a juntas los fines de semana, como hermanos han dejado de hablar y como personas, que uno quiso y quiere, necesitan irse. Es una pena ver a alguien vivir la soledad por un tiempo, pero al fin del día, solos nunca están. La presencia física puede acompañar, aunque la presencia mental reconforta. ¿Otra vez me volé? Puede ser, pero bueno. Será.

Sigue corriendo, ya veo el kilómetro treinta y siete. ¿Estoy avanzando más rápido? No lo creo, miro el reloj mientras corro por la bandera que marca la distancia y son las doce con dieciocho minutos. ¡Me demoré diez minutos! Ahora estuve un poco más lento que el anterior. Pero ya no queda nada. Treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno…¡cuarenta y dos! Sigue corriendo. Escucha música. Relájate. Recuerda por qué lo haces. ¡Qué lindo

recuerdo! Mueve las piernas, reflexiona la mente y balancea los brazos.

Música, vuelve a sentirla. Escucho una banda de rock argentino que me encanta. La descubrí hace un par de años. La Mancha de Rolando. Hay canciones como Chino que son notables. Que hablan de una relación, y sus altos y bajos. Pero si me hacen elegir una sería Arde la Ciudad. No haré mayor análisis de la canción, pero si destacaré una frase que creo que entra en mi reflexión sobre las personas que quieren buscar soledad. Dice que la vida siempre es así, te quita y te da por nada. Y aunque estés solo, sin corazón. Ahora tenés que seguir la función. Me gusta, me gusta el razonamiento camuflado en melodías de rock. Me gusta porque es así. La vida de la nada te da y luego te quita. Pero luego te vuelve a dar. Ya he repetido varias veces lo mucho que perdí por comprometerme con este desafío, pero también he repetido lo mucho que siento que voy ganando. ¿A costo de qué? De nada, solo vivir. Así de simple. Y aunque esté solo, como esas personas que se alejan, la función debe continuar. ¡Obvio que sí! Yo me convencí a mí mismo de hacer esto. Yo contra argumenté todas mis dudas para no hacerlo. Yo, y porque yo quiero, la función, esta maratón, continuará. Qué linda sensación ha sido salir de la zona de confort. Levantarme del sillón y correr. Entrenar. Descubrir un antidepresivo tan natural como el trote. La zona de confort es agradable. De eso no hay duda. Pero solo es agradable porque algunos no salen de ella y no tienen con qué compararla. Yo me demoré muchos años en hacerlo y ahora la veo de fuera, como un kilómetro pasado hace ya varias horas. Me enorgullece haberla abandonado. ¿Volveré a ella? Lo más probable, la vida cotidiana me espera. Pero ahora seré una espina en su pie, porque no dejaré que la cotidianidad me gane. El kilómetro uno de esta maratón me dio ese regalo, esa energía, ahora solo espero tener la suficiente fuerza mental como para no rendirme y acomodarme una vez que vuelva al sillón psicológico de la zona de confort. Con una bolsa de comida chatarra y una mala película de domingo. ¿Para qué? Las mejores películas son las narradas por nuestros propios actos. Y yo quiero ser guionista y director de cine por el resto de mi vida.

Sigo corriendo. Brazos en movimiento. Cuesta respirar bien. Mis piernas aún se sienten de palo. La planta del pie me quema en cada paso. El sudor impulsa el cierre de mis párpados. Pero ante todo, recuerdo por qué hago esto. Tomo un nuevo suspiro, me seco la frente, golpeo mi pierna y sigo corriendo. ¡Recuerda

por qué lo haces! No queda nada, la meta está cerca. Ya saliste de la zona de confort, ahora demuéstrate que fue la mejor decisión de tu vida. Corre. Corre. Tal como le dice Jenny a Forrest en Forrest Gump. Corre, Corre. ¡Corre! Tu mente está contigo y el resto de tu cuerpo también. ¿Qué más necesitas?

Qué lindo pensar que en unos minutos más podré considerarme maratonista. Es un reconocimiento a mi esfuerzo y persona. Al cumplimiento de un desafío y al compromiso que le he dado a mi vida estos últimos doce meses. Es lindo poder ver frutos después de tanto tiempo. Es gratificante saber que no me rendí, o mejor dicho que no me rendiré. Siempre, de pequeño, nos exigen. Desde comenzar a hablar y caminar, hasta conseguir un buen trabajo después del colegio. Exigencias ajenas. Sirven, ayudan, motivan. Pero las mejores son las propias.

Yo lograré esto. Me comprometeré. Sí lo haré.

La vida siempre nos sorprende, pero no hay nada mejor que ser uno el que sorprende a la vida. Al fin y al cabo, el factor sorpresa es lo mejor que tenemos en nuestro día a día. ¡Sorpresa, vida! Ya voy en el kilómetro treinta y siete, muy cerca del treinta y ocho, sigo corriendo. ¿Te esperabas eso de mí? ¿Cuándo me veías fumando como camionero en las mañanas antes de entrar a trabajar? ¿Cuándo los domingos eran días perdidos por mi resaca? ¡Sorpresa! Soy esa persona, pero ahora comprometido. Esforzándome. Dándole un giro a esta película aburrida que vivía. Dejando de lado el guión ajeno y transformándome en el protagonista que salva el día en el minuto final. Hice de una misión imposible, lo más posible que pude. Sudor y gloria. Una meta. Yo. Sigo corriendo. Recuerda. No olvides. La meta está cerca. Huele el aire, úsalo para mantenerte vivo. Como dice José González en una de sus canciones, has lo que sea, pero mantente vivo. Bien, José. Te hago caso. Yo sigo aquí. Más vivo que nunca.

Cruzo el kilómetro treinta y ocho, son las doce y veintiocho minutos. Cuatro

horas ya. Cuatro horas y veintiocho minutos. Para alguien que se ha movido tanto en su vida, el estar este par de horas en constante movimiento me hace entender que nunca me había movido de verdad, por lo menos no con la intensidad que le estoy dando a mi cuerpo en este momento. Este kilómetro me trae de vuelta a la Avenida Cochoa, la última avenida antes de llegar a las playas de Reñaca y por fin dar como finalizado este desafío. La gente de los edificios se asoma por las ventanas y terrazas con diferentes carteles y gritos de aliento.

Vamos, que ya queda poco. Es el grito que más escucho.

Qué divertido, pensar que quede poco como algo positivo, cuando casi siempre es al revés. Que quede poco, que se acabe algo, suele ser algo más pesimista, o por lo menos si lo estás disfrutando. Con ese pensamiento me encuentro en un punto que me contradigo. Si mis piernas y mi mente me lo permitieran correría todo el día, o toda la semana tal vez. Pero también quiero cruzar la meta. Quiero descansar, quiero saber qué se siente estar delante de esa línea final que trazan para dar por terminada la maratón. Vamos que queda poco, me digo, pero con la promesa que si paro una vez cruzada la meta, volveré a correr de nuevo. No metafóricamente, pero debo correr otra maratón. Si he crecido tanto en esta, que es mi primera, como un virgen descubriendo el sexo. Imagina todo lo que aprendería de mi persona si corriera una con más experiencia. Los movimientos de mi cuerpo, los pensamientos, los análisis. ¡Hasta mi lista de música cambiaría!

Queda poco. Hagámoslo durar un poco más. Bajo el ritmo. Mis brazos están cansados, no los balanceo por unos momentos. Mi trote roza con una caminata rápida. Quiero aprovechar de guardar este momento en mi mente. En mi memoria. Y una vez que lo tenga y mis energías estén recargadas, devolveré el movimiento rápido, o por lo menos más rápido, a mis piernas e invitaré a mis brazos a balancearse como una campana de iglesia.

Respira, recarga energía y recuerda por qué lo haces. Ya vas en el treinta y ocho.

¡Mira lo lejos que llegaste! No queda nada. Treinta y nueve. Cuarenta. Cuarenta y uno. Cuarenta y dos. ¡Nada! Mira hacia atrás. Enorgullécete del recorrido que ya tomaste y termínalo con la frente en alto. Tírate a la playa y siente la arena, sácate las zapatillas y mójate los pies. Aprovecha que esta maratón te permite hacer eso. Terminar y descansar en la orilla del mar. Hazlo por aquellos que no han podido o no se han atrevido a correr y siente el agua helada de la playa por aquellos que nunca han puesto sus pies en el océano. ¡Eres una persona con suerte! Vívela, córrela, úsala. Sigo corriendo. Cochoa me cobija, ya queda poco para Reñaca.

Idealiza la meta. Recuerda por qué llegarás a ella y nada saldrá mal. Olvida el dolor en el pie, como queman las plantas y el esfuerzo enorme que haces en cada suspiro. Solo corre. Qué fácil decirlo, ¿cierto? Entonces hazlo. Que las palabras tengan la misma dificultad que la acción solo depende de ti.

Respiro. Sigo corriendo. Recuerdo por qué lo hago. ¡Vamos! Los brazos vuelven a balancearse. Las piernas se aceleran y mi corazón se llena de emoción. Queda poco, terminemos lo que comenzamos.

Ahora que todo termina, o está por hacerlo, la adrenalina de mi cuerpo se llena de nostalgia. El final es un hincapié a revivir recuerdos. Obvio, ¿cómo podría no ser así? El final te hace nostálgico, porque recién ahí te das cuenta de que todo lo que has estado viviendo, no será eterno. Cosa que en su momento parecía serlo. Mi primer entrenamiento, esos cuatro kilómetros que me dejaron muerto. El decir que no a las salidas los fines de semana. Mi cambio de dieta, que al comienzo me tenía muerto de hambre. La noche previa a la corrida. El levantarme antes de la alarma. La caminata al evento. El disparo inicial. El correr. Cada paso. En su momento parecían eternos. Como si nunca llegaría al final. Y no era malo, ya que todo se disfrutó. Nostalgia, ¿quién pensaría que este sentimiento estaría en la cabeza de un maratonista? Tal vez no soy maratonista, tal vez simplemente soy una persona que se infiltró en este grupo de corredores e intento llevarles el ritmo. Tal vez si entro en la mente de los otros participantes, mis pensamientos ni se parezcan a los de ellos. Tal vez ni piensen y solo sientan.

Será, nunca lo sabré. Solo sé que estoy nostálgico. El final de mi película favorita está por acabar. Espero, durante el próximo año vivir más trailers de futuras películas. Desafíos. ¡Vivir!

Ahora miro hacia el frente, levanto un poco el pecho. No sé la verdadera razón de ese movimiento, pero me sale natural. Respiro más rápido, mi cuerpo, sin que yo le diga, se está desesperando. Intento controlarlo, pero el control no ayuda, es más, la respiración se acelera. Bajo el ritmo de mis piernas, pero mis pulmones mantienen la misma mecánica. No queda otra que asumir el descontrol del cuerpo, tal vez sea una reacción al cansancio. Mientras no me falle, todo bien. ¿Escucharon, pulmones? Esta la terminamos juntos. Veo la bandera del kilómetro treinta y nueve. Es notorio porque hay un punto de hidratación. El último antes de la meta. En este me tomaré mi tiempo y me hidrataré de buena forma. Ya no importa cuánto me demore en llegar. Avanzo lentamente, al punto que comienzo a caminar y me tomo dos vasos de agua. Paro, me agacho y toco mis rodillas. Queda poco. ¡Vas muy bien! Me dice una promotora del punto de hidratación. Le sonrío y agradezco. Le pido un nuevo vaso, me lo tiro en el pelo y sigo corriendo. Un kilómetro más que me vio pasar. Troto por la estatua de un Lobo de Mar que hay en la Avenida. Sonrío, la he visto un par de veces, pero tal vez por el cansancio, o qué se yo, me hizo gracia ver esta estatua. ¡Es horrible! Pero por lo menos es un tributo para esos animales que adornan las playas de la Quinta Región de Chile.

Los costados de las calles están aún más llenos de personas. Ya es tarde, la gente se levantó y todos quieren ver el final de este gran evento. Me siento como un seleccionado del equipo nacional de fútbol. Hay hinchas por todos lados. Diferentes mensajes. Alientan con el corazón y aplauden como si les estuviésemos ganando la Copa Libertadores. Muchos de ellos tal vez nunca han corrido ni siquiera diez kilómetros, por eso ver a un grupo de desconocidos correr tanto les parece tan interesante. Otros, tal vez, corrieron por mucho tiempo, pero su cuerpo ya llegó el punto en donde tienen que descansar, por eso la nostalgia del pasado los lleva a alentar a un grupo de personas que les recuerdan sus mejores años. Como sea, estoy feliz que hayan llegado. Desde los que estaban en la mañana, hasta los que están ahora en el final. Han sido

invitados especiales en este recorrido. Y sus rostros jamás olvidaré.

Al avanzar veo otra vez una persona desvanecerse en la corrida. Otro caído en batalla. En este caso es una señora, quien está completamente ida. Desmayada. Corriendo se acercan paramédicos y nos piden que sigamos al trote, pero con cuidado. Queda poco, así que no nos forcemos de más. Veo como la paran y en los brazos la llevan hacia un lado, esperando que aparezca la ambulancia de la maratón. Espero que esté bien. Espero, también, que pueda, por lo menos, llegar caminando a la meta. Ya vamos en el kilómetro treinta y nueve. ¡No queda nada! Qué pena sería que no pudiese terminar. Miro el reloj y veo la hora, son las doce con cuarenta. Cruce hace unos minutos el kilómetro, me debo haber demorado diez minutos. La cosa es que ya voy para las cinco horas de corrida, y lo más probable que me demore un poco más si mantengo este ritmo. ¡Cinco horas corriendo! Nunca más me quejare de las distancias de mi casa a la parada de la micro.

Avanzo y ahora el dolor de mis pies se hace casi insoportable. Bajo la velocidad de manera considerable y me convenzo de mantenerme así el resto del recorrido. Tal vez acelere un poco en los metros finales, para dar un último gran esfuerzo en la meta. Veo hacia al lado y hacia atrás. Todas las personas que corren conmigo van a un ritmo similar. Se nota que los profesionales llegaron hace rato y que ahora quedamos los que nunca buscamos un podio, si no que simplemente una nueva experiencia. Los rostros varían en todo sentido. Algunos van alegres, pensando, tal vez, en la gloria que se avecina. Otros ya no aguantan y sus caras expresan desesperación. Se nota como aceleran un poco los pasos, intentando avanzar más rápido, pero luego frenan, retoman el aire y siguen. Frustrados por no tener más energía. ¿Qué pensarán ellos de mí? Se sentirán incómodos por cómo los voy mirando y analizando. O ni siquiera notarán mi presencia. Escondidos en su propio pequeño universo dentro de esta corrida. Recuerdo a un compañero del trabajo que era bueno para tirar bromas y molestar al resto. Me ganaba por unos veinte años, pero tenía la personalidad de alguien menor que yo. Cuando molestaba y alguien se enojaba siempre decía la misma frase: No te lo tomes tan en serio. ¡Ríete! Era una buena filosofía de vida. Ver lo chistoso de lo cotidiano. No estresarse, aunque todo te invite a estarlo. Varias veces intenté probar ese estilo, pero no todos podemos vivir así. Aunque se agradece ver a

gente flotar relajada por la vida, sin importar las circunstancias o los años. Tal vez hoy utilicé su consejo. No me lo tome tan en serio, y simplemente correr y analizar cada paso, cada canción y cada recuerdo. No tomo esto como una prueba si no como una experiencia. El estrés del lo quiero lograr, se transformó en el relajo del lo voy a hacer cueste lo que cueste. Aunque hubo dolores, y sentimientos encontrados. Al fin del día una maratón es solo una maratón. Miles de personas corriendo. ¿Para qué estresarnos? Si solo es correr. Así que sigo mirando. Miro al señor que va a mi lado. Canoso, por lo menos el poco pelo que le queda. Veo en su hinchado estómago el paso de los años y los buenos asados que debe haber disfrutado. Tiene unos audífonos gigantes y en su boca hace muecas como si estuviese cantando las canciones que escucha. Tal vez ha estado así toda la corrida y el sentirse un cantante le ha ayudado a avanzar y no cansarse. Detrás de mí hay una chica, debe tener mi edad o tal vez menor. Su cara refleja estrés y frustración. Tal vez no está cumpliendo el tiempo que quería. Me dan ganas de lanzarle unas palabras de ánimo, pero creo que estos kilómetros son personales, aún más que los que ya recorrimos. Aun así la miro y le lanzo una sonrisa. Ella, con mirada fría y seria, hace una mueca de felicidad. Tal vez ese detalle la ayudó a relajarse. Yo sigo avanzando a paso firme. Unido al desfile de los que corremos. Bajo un poco el volumen de la música, para escuchar más claro los gritos de las personas que nos están alentando. En este minuto su aliento es la melodía que necesito. Ese coro de Rock que motiva y prende la llama que es necesaria para una situación como esta. ¡Dale! ¡Dale! ¡Dale! Queda poco. Muy poco. ¡Qué nervios! Sigue corriendo. Recuerda por qué lo haces. ¡Qué emoción! Por fin, después de doce meses. Trescientos cincuenta y cinco días. Tantas horas. Tantos recuerdos. Por fin escribir las letras finales de esta historia. De esta misión que me impuse. El momento que imaginé siempre cuando elegí correr esta maratón. Casi cinco horas corriendo. ¡Cómo avanza el tiempo!

Sigue corriendo. Recuerda por qué lo haces. Recuerda al Lukas. Recuerda a tu abuelo. A tu familia. A tu prima. Recuerda cada cosa que reforzó tu decisión. Cada historia que formó tu guión. Cada paso que forjó tu desafío y cada entrenamiento que te trajo aquí.

¡Me duelen demasiado los pies! Tengo una pinchazo enorme en mi estómago. Me quejo mentalmente. Pero otra voz, como mi propio Pepe Grillo, evita que los dolores tomen mayor protagonismo.

Mientras corro y lucho contra mi propio cuerpo siento que ya no hay más sorpresas. La vida me da un tortazo dulce en mi cara. Estoy llegando al kilómetro cuarenta, donde ya se comienza a formar la última recta de la Maratón. Y veo ahí, parada alentando con un enorme cartel a mi prima. De lejos no sabía si era ella, pero al adelantarme la pude ver. Abrigada, debido al frío constante que su enfermedad le hace sentir. Abrigada al lado del mar con un cartel gigante y saltando de emoción, con una sonrisa de oreja a oreja. Acelero mi paso, quiero pasar al lado de ella, y cuando ya estoy cerca me estira la mano. Me aprieta y me grita que soy el mejor. Diez segundos, no más que eso duró este encuentro. Diez segundos dentro de casi cinco horas. ¡Guau! Tres palabras de las millones que he pensado y he escuchado. Una persona con un mensaje. Emoción y motivación similar a la que me dieron mis padres cuando pasé por su lado. Me emociono, ¿cómo no? Mi esfuerzo, el de correr, ha sido igual de grande que el que hizo mi prima al venir. El sudor vuelve a mimetizarse con gotas que caen de mis ojos. Miro hacia atrás y le sonrío, muevo mis brazos como saludo y ella hace lo mismo. Leo por última vez el cartel. Recuerda por qué lo haces. Sale escrito en letras negras. Gracias. Gracias de corazón. Lo he recordado todo este tiempo, pero ahora lo hago aún más fuerte. Balanceo mis brazos, siento el pinchazo y sigo corriendo. Hay mucho que ganar y tan poco que perder, entonces me relajo. No queda nada, y así cruzo el kilómetro cuarenta. Son las doce con cincuenta y cinco minutos. Acabo de demorarme quince minutos en un kilómetro, voy demasiado lento. Pero a paso seguro. Como siempre debería ser. Quedan dos kilómetros. ¡Dos! ¡Dos! Y estoy a cinco minutos de cumplir cinco horas corriendo. Cinco horas de movimiento y balanceo de brazos. Ya no queda nada, ya estoy en la última recta. Los últimos pasos. La gloria se avecina. El orgullo propio y el cumplimiento de una meta que hace algún tiempo se vio tan lejana e imposible.

Las gaviotas se acumulan en el cielo. Nadie se quiere perder el final de esta historia. La brisa del mar se hace intensa y la gente se reúne por montones en esta recta final. La playa está llena. Niños, adolecentes, adultos y ancianos.

Todos a ver el esfuerzo final de desconocidos. Todos a celebrar. Cada paso ya no es propio, es de quienes alentaron y acompañaron. Mi paso es su paso. ¡No queda nada! Dos kilómetros, no me canso de repetirlo. Recuerdo por qué lo hago. Lo sigo haciendo, ahora más constante. Mis pensamientos mutan a un híbrido de esa razón y de lo que me ocurre en el momento. Del mar y la gente. De la música y mis recuerdos. Una mezcla hermosa, que dará como resultado final mi primera maratón.

Estoy siendo parte de una historia que comenzó hace miles de años cuando en la antigua Grecia, Filípides, un mensajero, fue enviado desde Maratón a Atenas para anunciar la victoria de su ejército. El mensaje debía ser entregado rápidamente, por lo que este personaje tuvo que correr por un poco más de cuarenta kilómetros, ya que si no llegaba a tiempo, los atenieses iban a quemar la ciudad y matar a cientos de personas, debido a la creencia que habían sido derrotados. Al llegar, Filípides, se desplomó por tanto esfuerzo, pero alcanzó a decir unas últimas palabras, previas a su merecido descanso. Hemos vencido, dijo. Y desde esa leyenda, millones de personas cada año intentan lograr semejante hazaña, para poder respirar las mismas palabras.

He vencido, podré decir. Y así me uniré a una historia que comenzó con una leyenda. Una que impulsó a la humanidad a desafiar el físico. Y un físico, que hoy se pone a prueba. La meta está cerca. Venceré. Estiro las piernas cada vez más. Sudo, como nunca en mi vida. Tal vez, y es lindo pensar así, Filípides está corriendo con cada maratonista. Impulsando a llegar a la meta, orgulloso de que su ejemplo logre motivar a tantas personas. ¿Será así? En mi mente lo es. Y así sigo corriendo. En busca de la meta, en busca de vencer.

Recuerda por qué lo haces, tal cual Filípides recordó su misión en cada metro que recorrió. Ya queda menos. Cada metro recorrido en la historia de las maratones ha sido a su manera una maratón. Cada maratonista tuvo que correr primero cinco, diez, veintiún kilómetros antes de estar preparado para los cuarenta y dos. Tuvo que pasar mucha agua bajo el puente para que todos pudiésemos vivir esta experiencia.

Pensar que por muchos años las mujeres no tenían la opción de correrla, por la simple razón de que no “estaban al nivel de los hombres” ¡Qué estupidez! No estar al mismo nivel, cuando no solo nos alcanzan, es más, nos superan. Todo tiempo pasado no siempre fue mejor, aunque todo tiempo pasado si nos enseñó algo. Recién en el año 1967 una mujer se atrevió a demostrarle al mundo lo ciego que estábamos. Katherin Switzer se llamaba, tenía veinte años cuando decidió mandar la discriminación a la mierda y disfrazarse de hombre para poder cumplir su sueño y dejar en desnudo el prejuicio a su género. La trataron de detener, pero ella se negó. ¿Cómo puedes decirle que no a alguien cuando quiere correr? ¡Correr! Una acción tan simple y no lo permitíamos. Switzer corrió los primeros kilómetros que hoy tienen a las mujeres disfrutando de este desafío. Fue la voz y el despertar de una sociedad que vivía en el pasado. La gota que rebalsó el vaso y que agregó un capítulo con letras doradas a la historia que comenzó en Grecia.

Si pierdes la fe en la humanidad, sal y observa una maratón, dijo Katherin una vez. Dando a entender lo importante que es correr cuarenta y dos kilómetros. Frase que marca a las personas que alientan. Ellos ven en el esfuerzo ajeno el ejemplo para correr por sobre sus propios problemas. La vida es para participar, no para solo mirar, también dijo una vez esta histórica mujer. Si no correrás, no te quedes sin nada. Busca tus desafíos. Ella pudo, todos los que llegamos a la meta también. Entonces, ¿qué frena al resto? Excusas. ¡Bah! Esas son solo razones inventadas por la parte más débil de nuestra mente para mantenernos al margen de vivir. No existen, las creamos y nos acomodamos en ellas, como un sillón viejo del cual no nos queremos levantar.

Una última cosa que dijo Katherin, es tan cierto que me emociona. Ella decía que con cada kilómetro, su enojo desaparecía, porque uno no puede correr y estar enojado al mismo tiempo. ¡El viento se lleva lo malo! Como dijo Nino Bravo, lo que no se es querido siempre queda atrás, y hoy, siguiendo la frase, lo dejamos atrás con sudor y esfuerzo. ¡Millones como Katherin han luchado por sueños y metas! Muchos sin haber corrido, a veces actuaron diferente. Hablaron, ayudaron, guiaron, lucharon, hasta algunos tuvieron que morir. Pero de eso trata la vida, de tirarse al vacío con un pequeño salto de fe. Te pongas o no la ropa para correr, hazlo igual. ¡Qué emocionante últimos kilómetros!

Mi historia es enorme, tantos años y tantas emociones. Pero es tan solo una pincelada de la historia a la cual me sumo hoy. Millones de pasos, escritos en la Biblia de los que dijimos ¡Basta! y luchamos por una meta que solo sumó y nunca restó.

Son las una de la tarde con diez minutos. Kilómetro cuarenta y uno. Lo acabo de pasar. Estoy en la última parte. El final se acerca. Recuerdo la frase de Tony Stark y sonrío. Sí se, soy un nerd. Pero un nerd que está a punto de terminar su primera maratón.

¡Recuerda por qué lo haces! Respira tranquilo. Omite el dolor. Sigue corriendo y sigue balanceando tus brazos. Motívate en los recuerdos y en la historia. Únete al griego que corrió para salvar vidas y a la mujer que lo hizo para demostrar un punto. Únete a ellos y te juro que hoy dormirás tranquilo. Como nunca antes. ¡Qué kilómetro se me viene!

Sigue corriendo. Al fin y al cabo, para eso viniste.

Viniste por el desafío. Porque el ser humano vive de eso, vive de los desafíos. Nos desafiamos siempre. Y es ahí cuando mostramos lo mejor de nosotros. Nos desafiamos al decirle a una persona que la queremos, sin tener claro que el cariño será devuelto. Nos desafiamos al estudiar algo que nos obligará a esforzarnos más que antes, a utilizar nuestro cerebro de una forma aún más elevada de la que ya estamos acostumbrados. Nos desafiamos cada día al despertar, al salir de la cama. Al levantar una pesa y aumentarle más kilos en las siguientes sesiones. Nos desafiamos al aceptar un nuevo trabajo. Al vivir y no rendirnos. La vida es un desafío enorme, lamentablemente muchos se rinden en el camino por querer conformarse. Por no comprometerse, por no atreverse. Y es ahí cuando sacamos lo peor y las excusas le ganan al valor. Cuando los podría haber sido le ganan a los sí fue. Yo podré decir “sí fue”. Si lo logré. Sé que he

pensado y mencionado tanto el final, la razón de lograrlo, pero no puedo explicar en palabras la sensación de estar en el último kilómetro. Mi paso es firme, pero las piernas me tiemblan. Soy como un prisionero de guerra a punto de ser baleado, pero espero con ansias la bala que llegará. Que me dejará la marca final. Mi músculos están duros. Apretados por tanto correr. Pero aún así los siento como gelatina. Me apuro, las ansias me ganan. Me comen vivo. Paso por mi mente la película de lo que me impulsó. Recuerdo por qué hice todo lo que hice para llegar a este momento. Recuerdo todo lo que he pensado. Cada gaviota que vi, cada grano de sal que me chochó con la brisa del mar. Recuerdo a mis padres felicitarme, a mi madre decirme ídolo, a mi prima y el cartel. A la señora que me dio el dulce cuando estaba corriendo. Al momento que me quise rendir. Veo pasar toda mi vida de maratonista en pocos segundos. Leo un libro de cuarenta y dos kilómetros en cada paso como si estuviese a punto de entrar a la prueba final. La gente alienta aún más fuerte. Puños cerrados y al aire. Vamos, que puedes. Vamos que queda poco. Vamos que ya llegaste. No queda nada. Un kilómetro…¡menos que eso! Pasado los cuarenta y dos, tendré ciento noventa y cinco metros extras hacia la meta. Esos que sirven para botar la última mierda que quieras botar. Me imagino como los correré, serán en tan solo unos minutos. Idealizo mi futuro en el corto plazo. La medalla fría colgando por mi cuello sudado. Mi rostro, inundado de lágrimas de orgullo, mirando hacia el cielo. Agradeciendo. Agradeciendo a la vida. Al universo. A todo. A mi mente y a mi cuerpo. Al motivo que me impulsó. Corro. Y lo sigo haciendo. Los brazos balancean. Mi planta del pie me quema, pero aún corro. Me duele el pinchazo de mi estómago. Tengo nervios a no desmayarme. Y con eso, veo de cerca donde está la meta. Los globos y el cotillón de celebración. Miles de personas. Cámaras de televisión. Periodistas. Un escenario en la playa en el cual hay alguien bailando y motivando a la gente. Lo veo. Ahí está. Es como cuando la novia camina por el altar y ve al hombre con el que estará toda su vida. Soy la novia en este momento. Mi meta estará conmigo toda la vida. Ahí está el altar. Estoy en mi propio podio, soy un ganador.

Corro. Corro. Corro. Corro. Sigo corriendo. Pasé el cuarenta y dos. Quedan tan solo unos metros. Recuerda por qué lo haces. Recuérdalo, no lo saques de tu mente. La gente te alienta. Estoy entrando solo. No hay corredores cerca de mí. Como si el destino quisiese que este fuese mi momento. El dolor desaparece. El pinchazo ya no está. Los nervios se esfumaron. La velocidad aumenta. Un poco más y otro más. Me olvidé de todo. Es ahora el momento. Voy. Estoy.

Doy un paso y luego otro. Cierro los ojos, los vuelvo a abrir y frente de mí está el premio. Cruzo la meta, sigo corriendo un poco para soltar los pies. Una lágrima cae por mi mejilla. Bajo la velocidad. Mi trote se transforma en caminata. La caminata se hace lenta. Y por fin ocurre el momento. Son las una de la tarde con veintiún minutos. Más de cinco horas corriendo y por fin me detengo. Rodeado de extraños celebrándome. Alentando. Las tan ansiadas felicitaciones. Este es el momento que esperé. Apago la música. Cierro los puños. Me seco la lágrima que bordea mi nariz y miro al cielo.

Recuerda, pienso. Recuerda por qué lo hiciste.

El Fin.