Decir que una serie lingüística producida por un locutor constituye un enunciado, equivale a decir, en primer lugar, que este locutor al producirla se ha presentado como asumiendo la responsabilidad de la misma. Supongamos que alguien pregunta: ¿”Pedro vino para ver a Juan?”. El nombre Pedro no constituye, en este caso, un enunciado, por sí mismo: el locutor no aceptaría tener que justificarse por haber pronunciado esa palabra. Dirá que la ha pronunciado para formular la pregunta que ha formulado, y solamente se va a declarar comprometido, en lo que concierna a la legitimidad o pertinencia de esa pregunta tomada en su totalidad. Tampoco el segmento:”Pedro vino”, considerado dentro de la serie precedente, constituye un enunciado, ya que el objetivo explícito del acto del habla no residía en averiguar la venida de Pedro sino la intención que motivó su venida. Por lo tanto, para constituir un enunciado es preciso tomar en consideración la totalidad de la serie. Esta primera condición fija una extensión mínima al enunciado: se añade a ella una segunda condición, que determina un máximo. Si dentro de una serie podemos determinar una sucesión de dos segmentos respecto de cada uno de los cuales el locutor pretende comprometer su responsabilidad, diremos que esta serie constituye no uno sino dos enunciados. Tal sería el caso si la pregunta hubiera sido, por ejemplo: “¿Pedro vino? ¿Y para ver a Juan?” Tal como acabamos de caracterizarlo, el enunciado es una serie efectivamente realizada, es decir, una ocurrencia particular de entidades lingüísticas. Supongamos que un locutor diferente del que habíamos imaginado más arriba, y que hablara, por lo tanto, en otro punto del espacio y el tiempo, formule la misma pregunta término por término; diremos entonces que se trata de otro enunciado. Decidir que dos enunciados son realizaciones de la misma oración equivale a suponer que ponen en práctica por igual la misma estructura lingüística. Resulta de ello que esta decisión depende de lo que se entienda por “estructura lingüística”. Si pensamos que esta es una sucesión lineal de palabras, será necesario y suficiente con que los dos enunciados estén compuestos de las mismas palabras alineadas en el mismo orden. Pero no ocurre lo mismo si introducimos relaciones más complejas en la noción de estructura, podemos imaginar que la misma serie de palabras pueda corresponder a organizaciones muy diferentes y por ende a oraciones diferentes, y así también, que series diferentes puedan manifestar la misma organización, y por ende la misma oración. De esta manera, nada tiene de absurdo (ni tampoco de evidente) decir que el enunciado “¿Pedro vino para eso?” empleado en un contexto en que “para eso” significa “para ver a Juan” realiza la misma oración que el enunciado que habíamos tomado como ejemplo más arriba. Deduciremos de esto que las oraciones, entidades abstractas, no pertenecen a lo observable, a lo dado, sino que son elementos del objeto teórico que se construye con la finalidad de dar cuenta de lo dado (en términos saussureanos, pertenecen a la lengua). (O, Ducrot. Enunciación y argumentación. En “El decir y lo dicho”, Hachette. 1984.)