La Feria Del Diablo La gente se paseaba tranquilamente por la feria. Escudriñando los tenderetes, observando las atracciones. Los más pequeños disfrutaban con ellas, y los no tan pequeños también. El chico que se compraba petardos y los lanzaba en medio de la calle asustando a la gente… El abuelo que paseaba nostálgico recordando el día en que nació la feria. Probablemente habría miles de historias que contar. Dignas de rellenar un buen libro repleto de cotilleos y curiosidades. Los chicos gamberros no se quedaban atrás, pues también rondaban por la feria. Siempre hay gamberros pensará todo el mundo. No obstante, lo que
empezó como un juego para un chiquillo, terminó con la muerte de todos los asistentes a la feria. El anciano notó algo, como si le tiraran una piedrecilla, pero no le dio más importancia. Recogió el cristal agrietado y siguió andando solitario. Agachado debajo de la ventana, Alfonso reía con una mueca cruel en sus labios. Sus ojos mostraban unas diminutas venas de sangre que se extendían por las pupilas, el lirio reflejaba un volcán en su interior. Alfonso se hartó. Llevaba media hora usando la pistola y mucha gente había sido herida. Pero sentía ansias de hacer más daño. La pistola con balas de plástico le parecía un juego de niños.
— Ellos, jajaja —rió jocoso— tengo que... hacer… algo ¿yo? Si claro que sí, jajaja. Bajó. Bajó al piso de abajo. Se encaminó hacia la cocina. La escrutó al completo. Abrió un armario de vidrio, su madre era una adicta al vidrio podría decirse. Coleccionaba hasta calcetines de cristal. Sacó vasos y más vasos del armario. Los subió arriba, abrió la puerta de la terraza y posó los vasos en el suelo. Cuando tuvo bastantes vasos dejó el armario cerrado y volvió a subir.
— Yo… no puedo hacerlo. No puedo. Alfonso se convulsionó unos segundos y paró de repente. Erguido y con el rostro apaciguado sus ojos habían perdido la rojez de las pupilas y el lirio. Ahora eran los globos blancos de sus ojos los que enrojecían, estaban inyectados en sangre. Su aspecto transmitía un aspecto de demente y psicópata. Cogió un vaso y lo lanzó vertical con toda su fuerza. El vaso voló hasta confundirse con el sol. Una estrellita reluciente se reflejó mientras caía a velocidad estrepitosa. Cayó contra el suelo. Estalló en mil pedazos y los cristales salieron dispersos en un radio de 15 metros. Cristales se hundieron en la carne de chicos y chicas
cortándoles el rostro, las piernas, los brazos y todo lo que se les puso por delante. — Jua jua jua —emitió una carcajada que los heridos lo oyeron. Se estremecieron todos. Alfonso agarró con tanta fuerza otro vaso que le explotó e la mano. Los vidrios se le clavaron e incrustaron en la mano. La sangre chorreó con rapidez ensuciando el suelo. No le importó. Cogió otro vaso, esta vez no estalló. Se puso en cuclillas y se impulsó hacia arriba. Dio un salto magistral a la vez que el vaso se le escapaba de las manos a una velocidad estremecedora. Iba mucho más rápido que el anterior.
Dio en el blanco. El Vaso explosionó contra un policía. Le atravesó la gorra que llevaba posada con delicadeza y llegó a su cabeza. Allí estalló en mil pedazos. Varios de ellos se clavaron en el cráneo del policía. Los trozos restantes desgarraron la cara de miles de personas que aún seguían en el mismo lugar. La gente comenzó a correr espantada, con el pánico haciendo palpitar su corazón a diez mil por hora. Los humanos corrían. Se pisaban, caían unos encima de otros. Los niños lloraban, las madres gritaban. Los que caían eran aplastados por los pasos histéricos de las demás personas. Una ola humana intentaba huir.
La terraza le escondía porque una pared se erguía un metro por encima de su cabeza. Detrás de la pared un tejado se extendía un par de metros. Alfonso no se lo pensó. Saltó agarrándose a lo alto de la pared. Hizo fuerza, desgarrándose los pantalones y la ropa hasta que al fin consiguió subir al tejado. Extendió la mano. Movió los dedos invitando a que los vasos vinieran con él. Uno de ellos le hizo caso y se acercó hasta caer al tejado junto a su lado. Se aferró a él y se lo apretujó contra su pecho.
Se levantó. Apuntó con el vaso como si llevara un lanzagranadas. Lo lanzó con tanta fuerza que impactó contra la multitud, atravesando la espalda de un hombre y saliendo por su vientre golpeó la cabeza de un chiquillo y éste se desplomó casi inerte al suelo. Murió aplastado entre gritos y lloros de la gente que huía aterrada. Multitud de personas se volvieron para contemplar al muchacho. En él vieron un joven con la mano envuelta en sangre. Con una postura psicópata, una mueca de ira homicida y con los ojos poseídos por el diablo. Los gritos resonaron entre la multitud y corrieron más y más. Golpeándose entre ellos, cayéndose
encima los unos de los otros. Cuatro niños fueron aplastados y murieron agónicamente. Corrió hacia la ventana. La ventana que había utilizado para disparar con la pistola de bolas. Golpeó el cristal y arrancó un buen trozó cortándose la mano con cortes profundos. La sangre comenzó a colorearle sus pantalones. Cogió el cristal como un vúmeran. Lo impulsó de atrás a delante. El cristal salió disparado contra la multitud. Victorioso alzó sus manos vociferando un grito de guerra. Sus pies se movieron. Primero lentamente y después
despacio. Su tejado estaba contiguo al de ocho casas más. Sus pasos se movieron con más rapidez. Parecían un rastro borroso. Alfonso corría por el tejado mirando a los humanos heridos. Corrió y corrió con una velocidad infernal. Se desvió hasta el final del tejado y saltó. Saltó en dirección al público. Se elevó por los aires y entonces fue cuando… Las alas le salieron de la espalda. Unas alas fuertes y macizas se extendían a lo alto del cielo. Alfonso se fue volando para no volver nunca más. Alfonso disfrazado de médico sonrió. El Demonio Siempre Gana
Chely Nataly Hernández Ruiz Esc. Sec. Profr. Luis Enrique Marco Erick Materia: Español