Anna. El Infierno en una botella Martina Longhin
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Traducido por Audrey Hawes Mayayo
“Anna. El Infierno en una botella” Escrito por Martina Longhin Copyright © 2021 Martina Longhin Todos los derechos reservados Distribuido por Babelcube, Inc. www.babelcube.com Traducido por Audrey Hawes Mayayo “Babelcube Books” y “Babelcube” son marcas registradas de Babelcube Inc.
Tabla de Contenido
Título
Derechos de Autor
Anna. El Infierno en una botella
ANNA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Nota de la autora
Índice
o
Martina Longhin
ANNA
El Infierno en una botella Basado en una historia real
A Anna y a todas las «Estrellas» del mundo
Capítulo 1
División de Medicina - abril, principios de los años 70 Anna estaba de pie delante de la enorme cristalera del pasillo mirando al cielo, que aquella mañana era de un intenso color azul. Desde ahí arriba podía vislumbrar hasta el mar, algo encrespado y tapado por una ligera bruma. Suspiró, deprimida: estaba cansada de estar ahí dentro y le habría encantado salir afuera a disfrutar del calorcito del sol y a respirar un poco de aire fresco impregnado de ese olor a salitre tan familiar. —¡Hey, Anna! ¿Estás esperando a tu madre? Esta mañana todavía no la he visto. —La voz de Elena a su espalda hizo que se diera la vuelta. —Hola, Ele. Sí, no lo entiendo. A esta hora normalmente ya suele llevar un rato aquí. —Pues sí... ¿Pero te ha dicho que iba a venir hoy? Anna asintió con la cabeza. Metió las manos hasta el fondo del bolsillo de la bata y se volvió para observar el ir y venir de la gente que entraba y salía del recinto hospitalario. —Le habrá surgido un imprevisto. Puede que venga esta tarde —dijo la chica, que se puso a su lado. Anna torció los labios. —No quisiera que le hubiese pasado algo... —murmuró, con la mirada fija fuera, en la garita del portero. Desde que se había recuperado y había empezado a ponerse en pie, cada mañana se apresuraba a desayunar para luego ir delante de la cristalera a esperar a Stella, su madre, que cuando pasaba por la verja del hospital miraba hacia arriba en dirección al ventanal y la saludaba con la mano. No había faltado a su cita ni un solo día. —¿Y qué quieres que le haya pasado? —Elena apoyó una mano en su brazo en un gesto afectuoso—. Creo que te estás preocupando por nada.
Anna la miró y esbozó una media sonrisa. Ya habría querido ella no preocuparse, pero estar tranquila y vivir la vida con serenidad era un lujo que a ella desde niña no se le había concedido nunca. Pero eso Elena no podía saberlo. Un ruido intenso de voces procedente del pasillo hizo que ambas se dieran la vuelta. Eran los médicos que estaban parloteando fuera de las consultas, preparados para hacer la habitual ronda de pacientes. —¡Vamos, Anna, sé fuerte! —Elena los señaló con la mano—. Tenemos que irnos. Ya están entrando a hacer las visitas por las habitaciones. Anna suspiró resignada, echó un último vistazo hacia el patio y luego, muy a su pesar, se alejó del ventanal. El doctor Rigo, director de la sección, entró poco después sonriente en la habitación con todo su equipo y se puso a charlar con Elena, que estaba en la cama de enfrente a la de Anna. Elena tenía veinte años, cuatro más que ella, y era una simpática muchacha morena que también estaba ingresada por una forma grave de neumonía. Anna se acostó bajo las mantas a esperar la visita del facultativo. Ese hombre le gustaba mucho: sus ojos color avellana, siempre sonrientes, le daban un aspecto cordial y tranquilizador. Además, a pesar de tener un puesto importante, era una persona muy sencilla y cercana, y no cohibía como los otros médicos que Anna se había ido encontrando. Con ella siempre había sido muy amable, le hablaba con dulzura y la tranquilizó cuando ingresó en urgencias tan asustada. En el momento en que llegó al hospital, de hecho, ni siquiera se tenía en pie. Llevaba varios días sin comer, no retenía nada y todo lo que su madre le ponía en el plato le provocaba náuseas. Así, a pesar de que el médico de cabecera hizo de todo para poder curar la neumonía en casa, al final decidió ingresarla. Su madre Stella la visitaba todos los días: llegaba siempre después del desayuno, le llevaba ropa interior limpia, le echaba una mano para arreglarse y después se quedaba para hacerle un poco de compañía. Sin embargo, al parecer esa mañana había decidido no acudir o, peor aún, no había podido. Esta última posibilidad la angustiaba enormemente. ¡No quería ni pensar que hubiera podido suceder otra vez! La voz profunda del doctor Rigo la distrajo de esos pensamientos tan profundos:
—¿Cómo estás hoy, Anna? Se volvió hacia él, que estaba a los pies de la cama, rodeado por los enfermeros y los jóvenes de prácticas que, como siempre, le observaban con reverencia y sumisión. Anna le sonrió. —Mejor; gracias, doctor. Ya puedo estar un poco más de pie, y también se me ha calmado bastante la tos. —Bien, cuánto me alegro. ¿Y ahora tienes apetito? ¿Has podido comer? —No mucho, la verdad. Pero voy haciendo. Parece que se me han pasado esas molestas náuseas —contestó ella mientras se acariciaba el estómago. —Eso es positivo. Ya verás cómo te recuperas poco a poco. Fue una buena paliza y requiere un poco de tiempo. —El facultativo se le acercó—. Ánimo; ahora siéntate, que quiero escuchar cómo va por ahí dentro —le pidió mientras se preparaba para auscultarle los pulmones con el estetoscopio. Anna se sentó, se levantó la camisa del pijama y sintió un breve temblor cuando le tocó la piel desnuda con el instrumento frío. —Quiero una radiografía para hoy. Si es posible, para antes de que termine mi turno —ordenó a los enfermeros una vez terminada la visita—. Y tú, Anna — añadió dirigiéndose a ella—intenta comer y descansar. Todavía estás débil y necesitas reponer fuerzas. ¿De acuerdo? Anna asintió con la cabeza. —¡Lo intentaré, doctor! El médico le acarició la mejilla y salió de la estancia seguido de todo su equipo. Cuando se quedó sola, arregló el cojín para poder apoyar la espalda, reclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Tenía sueño y habría echado una cabezadita con mucho gusto. Sin embargo, estaba tan preocupada por su madre que no se podía dormir.
Miró a su alrededor. En los días en que la habían obligado a quedarse tumbada en la cama, no había hecho otra cosa que observar con atención cada pequeño detalle. Había notado pequeñas manchas de moho en la pared que daba al exterior, un desconchón a la altura de la lámpara y una familia de arañas que habían tejido su telaraña en el rincón más alto, en un lugar al que solo se podía acceder con escalera. La habitación tenía la típica estructura de las habitaciones de hospital del periodo fascista. Era amplia, con techos infinitos y dos grandes ventanas barnizadas en blanco. La limpieza era impecable. La jefa de sala, Sor Cristina, era muy rigurosa con eso: ella misma se ocupaba de verificar cada habitación que tenía asignada después de que pasaran los encargados de la limpieza. Anna resopló. Estaba cansada e inquieta. Estaba pensando en levantarse para volver al ventanal a esperar a su madre cuando entró tía Amalia, una hermana de su abuela paterna. Hacía un montón de tiempo que no se veían, así que se asombró de verla allí. —¡Tía Amalia, qué sorpresa! —exclamó, sorprendida. —Hola, cariño, ¿cómo estás? —le preguntó la tía, que se sentó sin más en la silla de al lado de la cama. —Mejor, gracias. Pero, ¿cómo es que has venido? La mujer suspiró y se secó la frente con un pañuelo. —Tengo una cita médica esta mañana, así que he aprovechado para venir a verte. —Gracias, es muy amable por tu parte. Mamá debería venir también. En realidad, normalmente ya suele estar aquí a esta hora. Pero hoy no sé por qué pero se ha retrasado. La tía bajó la mirada y se alisó la falda con un movimiento que dejaba entrever cierto nerviosismo. Después le puso una mano rolliza sobre las piernas como gesto de afecto.
—Verás, yo... en parte también he venido por eso. Anna arqueó las cejas; había algo extraño en su comportamiento. —¿Qué pasa? —le preguntó, sospechando que algo iba mal. —Pues es que... siento ser yo quien tenga que darte esta noticia, pero... tu... tu madre y tu padre han tenido un accidente de moto. Están ingresados en el hospital. Anna se levantó de golpe. —¿Un accidente de moto? Mamá y papá? La mujer asintió. —Sí, y parece que ha sido una caída bien fea. No han salido bien parados, Anna. —¡Oh, Dios! —La voz de la chica era apenas un susurro—. Pero, ¿cómo ha pasado? ¿Cuándo? —Yo no tengo información más concreta. Creo que sucedió ayer por la noche. Tu tío Andrea está yendo al hospital universitario y hoy te dirá algo. Anna se quedó un segundo en silencio con los ojos llenos de lágrimas. Se los secó con la manga del pijama y aspiró con la nariz. —¿Y mis hermanos? ¿Con quién están? —Con la abuela Adele. —¿Y sabes si mamá y papá están conscientes? ¿Han dicho algo? —insistió. La idea de que les hubiese pasado algo grave, especialmente a su madre, le atemorizaba. —Lo siento, Anna, yo no sé más. Te lo repito, lo único que sé es que ha sido una caída brutal. Nada más, lo siento de verdad. —La tía le sonrió, pero por sus movimientos y su expresión se podía ver que estaba muy incómoda. Se hizo el silencio entre ellas. Anna comprendió que no iba a sacar más información de ella.
—Tu abuela sabía que yo tenía una cita hoy en este hospital —Tía Amalia retomó la conversación al cabo de un rato—. Y me ha pedido que venga a informarte de lo del accidente, pero a mí no me ha contado mucho. Ya verás, en cuanto tu tío Andrea sepa algo más, vendrá a contártelo. ¿Vale? Anna asintió mientras se volvía a secar las lágrimas, esta vez con la otra manga. —Sí, claro. Está bien, gracias —murmuró. En un momento dado, tía Amalia miró el reloj y se puso en pie, justo en el momento en que la monja jefa de sala estaba entrando en la habitación. —¡Alabado sea Jesucristo! —exclamó con reverencia. Sor Cristina inclinó ligeramente la cabeza. —Alabado siempre —contestó. —Hermana, estaba a punto de irme. ¿Podría quedarse usted aquí con Anna? Mire, le he contado lo del accidente de sus padres. Ahora está un poco conmocionada y no quiero dejarla sola, pero es que yo no puedo quedarme, de verdad —dijo, y lanzó una enésima mirada al reloj. —Por supuesto, señora; váyase, no se preocupe, que yo me encargo —le tranquilizó la monja—. Ya me quedo yo aquí con ella. Tía Amalia esbozó una sonrisa y después se dirigió a su sobrina, que, absorta en sus pensamientos, parecía no haber oído nada de lo que las dos mujeres se acababan de decir. —Adiós, cariño, tú intenta estar tranquila, por favor. —Se inclinó a darle un beso y le rozó la mejilla con el dorso de la mano. Anna alzó la mirada y le sonrió con una expresión triste. —¡Gracias! —contestó lacónica, y la observó mientras abandonaba la estancia a paso lento y pesado. Se sobresaltó con el ruido que hizo sor Cristina al sentarse en su cama. Se giró hacia ella y vio que le alcanzaba un pañuelo.
—Toma, sécate esas lágrimas —le dijo con dulzura. —Gracias, hermana —murmuró Anna mientras se lo pasaba por los ojos. —Me he enterado de lo del accidente... Lo siento mucho. —Sor Cristina le apartó un mechón de pelo de la cara—. Ahora debes ser fuerte, Anna, y rogar a Dios. Ya sabes que Él nos pone a prueba todos los días, pero debemos tener fe en Él y... —Madre, —la interrumpió Anna enfadada— yo diría que Dios nos tiene olvidados a mí y a toda mi familia. —¿Pero qué dices? —Sor Cristina abrió bien los ojos, desconcertada—. Dios no se olvida de nadie. Él tiene planes para cada uno de nosotros, pero hay que tener fe. —Madre, ¿cómo puede decirme eso? ¿Qué planes puede haber tenido para mí, para mis hermanos, para mi madre? Porque todos nosotros llevamos sufriendo desde siempre. No puede usted venir aquí a hablarme de la fe después de todo por lo que he pasado. Y ahora encima esto. — Había tanta rabia en sus palabras y tanto rencor que arrancó de nuevo a llorar quedamente. Sor Cristina comprendía. Sabía todo lo que había sufrido la chica desde pequeña, era comprensible que hablase de esa manera. —Anna, por favor. Entiendo que ahora estés alterada, pero créeme cuando te digo que si te aferras a la oración seguro que encuentras alivio a tu sufrimiento. ¡Ten fe! Anna alzó la mirada y la observó. Parecía realmente convencida de lo que decía. No replicó; no tenía ni ganas ni fuerza para hacerlo. Todo el dolor que había vivido desde pequeña la había hecho más dura. Había llorado mucho, demasiado, y ahora estaba cansada, agotada. Se tumbó y cerró los ojos. Esperaba que se fuera y la dejase tranquila. Quería dormir y olvidarse de todo por un instante. Sor Cristina pareció entenderlo. Se levantó, le acarició el pelo y colocó bien las mantas.
—Ahora, intenta descansar —le sugirió en un susurro y salió por la puerta.
Capítulo 2
La despertó el ruido de los platos al colocarlos en la mesa compartida y el nauseabundo olor habitual de la menestra del hospital. Ya era la hora de comer. Abrió los ojos y sintió que le quemaban. Enseguida recordó la visita de su tía y la triste noticia que le traía. Se le encogió el estómago y le asaltaron las náuseas como una onda. Se sentó y miró a su alrededor. Las otras compañeras de habitación ya estaban comiendo y la miraron con una sonrisa dulce. Se habían enterado de lo del accidente y lo sentían por ella. —Ven, Anna, come algo —la invitó Elena. Anna la miró con los ojos hinchados y rojos. Negó con la cabeza. —No, gracias, no me siento con ganas. —Pero tienes que comer algo, tienes que recuperar fuerzas si no quieres quedarte aquí dentro —insistió la chica. Anna observó los platos que la esperaban en la mesa: menestra, queso y patatas cocidas. La menestra no podía ni verla, así que comérsela mucho menos. Tal vez podría intentar comerse un poco de queso con patatas. Tenía razón su compañera: Ya llevaba mucho tiempo sin alimentarse como es debido y ahora quería recuperarse cuanto antes. Porque si su madre tenía que estar mucho en el hospital a ella la necesitaría en casa. Se levantó, se fue al baño para refrescarse la cara y las manos y se reunió con las otras pacientes. Se sentó e intentó mordisquear algo de pan con un poco de queso y algunos trozos de patata. Comía a desgana y a duras penas, y cuando le asaltó otra oleada de náuseas lo apartó todo y renunció a seguir comiendo. —No puedo, me dan náuseas —murmuró, con una mueca. —¿Ni siquiera el pan solo? —insistió Elena. Anna le echó una ojeada a la hogaza que había en la bandeja y arrugó la nariz. —No, en serio, de verdad que no puedo.
En ese momento, entró sor Cristina en la habitación. —¿Has comido pues? La chica negó con la cabeza. —Es que no me entra nada. —Mhmm —refunfuñó la hermana en tono serio, mirando el plato—. Deberías esforzarte un poco, ¿sabes? De lo contrario no te pondrás buena, ya has oído lo que ha dicho el médico... Pero bueno, ya comerás cuando volvamos —dijo, y le hizo un gesto para que la acompañase—. Ahora vente conmigo, vamos abajo, a rayos, para el chequeo. —Cogió el expediente clínico a los pies de la cama y se dirigió al ascensor. Cuando Anna subió de nuevo y entró en su habitación, se encontró a tía Clara, la hermana de su padre, que la estaba esperando con tío Andrea, su marido. La tía tenía los ojos rojos e hinchados, señal evidente de que había estado llorando mucho. —Tía, ¿qué ha pasado? ¿Qué tal están? —le preguntó preocupada. La tía bajó la cabeza, parecía incapaz de responder. Anna empezó a temerse lo peor. —¿Cómo está mi madre? —preguntó a su tío aprensiva. —Anna, cálmate y siéntate —le ordenó él en tono serio. La agarró de los hombros y la obligó a sentarse en la cama. Anna se dio cuenta de que sor Cristina había entrado en la habitación y, después de hacer salir a las otras pacientes, intercambió una mirada con su tía Clara, como si entre ellas se entendieran. Después les dejó solos y cerró la puerta tras de sí. Anna intuyó que algo no iba bien. Tío Andrea estaba taciturno, cosa realmente insólita tratándose de él. Siempre le veía riéndose y bromeando, y esa expresión tan intensa significaba que había sucedido algo grave.
Se puso a temblar. Dentro de sí sentía una molesta sensación de calor y una fuerte opresión. Después, toda la tensión y la preocupación que había acumulado desde la visita de tía Amalia por la mañana la hicieron romper en un llanto histérico. Se puso a gritar y a pegar con los puños en el pecho de su tío, que a duras penas conseguía contenerla. —¿Por qué nadie me dice lo que ha pasado? Su tía se le acercó e intentó acariciarle el pelo para tranquilizarla. —Anna, por favor, cálmate —murmuró. La chica le apartó la mano con un gesto de rabia. —¡Quiero saber cómo está mi madre! ¡Decídmelo! —gritó, y les miró primero a uno y después a la otra, con los ojos entornados en busca de una respuesta. —Mira, Anna. —Su tío la agarró de nuevo por los hombros y la obligó a girarse hacia él para mirarla directamente a los ojos—. El accidente que han sufrido tu madre y tu padre ha sido grave. Muy grave —se detuvo un instante a esperar que ella se calmase y le prestase atención—. Los médicos no saben si saldrán de esta. Los dos están muy mal. Lo siento. Tenemos que estar preparados para cualquier cosa. A medida que su tío la iba poniendo al corriente de la situación, la mirada de Anna se mostraba más consternada y abatida. —¡No, no, no! —repetía una y otra vez, sacudiendo la cabeza con vigor—. ¡Mamá no, ella no! Tía Clara salió de la habitación y volvió a entrar justo después acompañada por el doctor Rigo. Tío Andrea se había apartado para dejarles sitio y ellos se sentaron a su lado y tomaron su mano entre las suyas. —Anna, me acabo de enterar, lo siento mucho —susurró el médico.
La chica tenía el cuerpo agitado por los ataques de llanto y la mirada fija en el vacío. El facultativo se dirigió a ella en su habitual tono tranquilizador: —Estás demasiado nerviosa, y eso no es bueno para ti. Ahora te daré un calmante para que te tranquilices, ¿de acuerdo? Sin embargo Anna perecía no estar oyendo lo que el médico acababa de decir. —¡Anna! —la llamó—. ¿Me oyes? Solo después de un rato ella alzó la mirada y movió ligeramente la cabeza. El médico le acarició el pelo, y después de ayudarla a tumbarse sobre la cama le puso una inyección. El calmante no tardó en hacer efecto. Tío Andrea y tía Clara se habían sentado los dos a su lado y la observaban mientras se iba calmando poco a poco. En su cabeza había tanta confusión... sentía los sonidos cada vez más lejanos y los ojos se le iban cerrando por mucho que se esforzase en mantenerlos abiertos. Le hubiese gustado preguntar muchas más cosas aún, pero no le quedaban fuerzas. —¿Cómo de graves están, tío? —balbuceó a duras penas. Pero no pudo oír la respuesta porque los ojos se le cerraron y cayó en un largo y profundo sueño.
Capítulo 3
Diecinueve años antes En una localidad del litoral tirreno - Mediados de los años cincuenta Era un frío sábado por la noche a finales de enero, y Stella ya estaba lista para salir con Giulia, su hermana mayor. Se parecían muchísimo, iban muy a la par y desde pequeñas había habido una complicidad especial entre las dos. Compartían una gran pasión por la música, y desde que se habían enterado de que aquel año el Festival de San Remo se iba a transmitir por televisión por primera vez empezaron a atormentar a su madre y a pedirle permiso para ir al bar de al lado, donde el dueño había instalado hacía poco ese codiciado nuevo aparato. Eran los años de la posguerra, un periodo de gran recuperación económica, pero había muy poca gente que tuviese la posibilidad de adquirir un televisor. De modo que la mayoría de gente se acercaba a las tabernas locales para poder ver sus programas favoritos, y para ello muchos recorrían kilómetros y kilómetros en bicicleta. Para los hosteleros, tener un televisor instalado en su local significaba un verdadero chollo. Muchos lo habían transformado en mini-salas cinematográficas con decenas de sillas alineadas ante la pequeña pantalla. Algunos incluso cobraban por ello cinco o diez liras. Consumición aparte, obviamente. Irma, su madre, se lo pensó un poco antes de darles permiso para salir. El programa terminaría muy tarde, y era un horario no muy adecuado para dos chicas jóvenes. Se hubiera quedado más tranquila si hubiese ido con ellas el novio de Giulia, pero él tenía turno de noche y no podía acompañarlas. De todos modos, el bar estaba justo detrás de la esquina y habría mucha gente conocida, de modo que consideró que sus hijas no correrían ningún peligro.
Aquella noche, Stella quería estar lo más guapa posible: también Toni, el chico con el que salía desde hacía unos meses, iba a ir a ver la final del festival con ella. Así pues, a primera hora de la tarde ya había empezado a prepararse. Se había puesto rulos para intentar que su pelo tuviese esas ondas suaves estilo Liz Taylor; se había hecho la raya del ojo como Audrey Hepburn; y en la boca llevaba pintalabios rojo como el de Marilyn Monroe. Se puso una falda acampanada color gris humo, una blusa blanca nueva muy pegada y un cinturón alto que destacaba sus caderas y su abundante escote. Un fular de lunares al cuello, una chaquetita de lana rosa y zapatos negros de piel completaban su atuendo. Se miró al espejo y sonrió satisfecha: evidentemente, no tenía el glamour de las famosas divas; es más, sabía perfectamente que no era una mujer de bandera, pero aquella noche estaba contenta con el resultado. La parte de su cuerpo que más le gustaba era el pelo, tan negro y radiante, que le caía suavemente en ondas sobre los hombros. Giró la cabeza primero a un lado y después al otro con la mirada fija en la figura reflejada en el espejo: Los ojos negros, que a ella le parecían un poco demasiado pequeños, siempre sonrientes, reflejaban perfectamente su carácter alegre y extrovertido. Echó la cabeza hacia delante y entornó los labios finos. Perfecto: no se le había corrido el pintalabios. Se echó un paso hacia atrás, se volvió a mirar por última vez y sonrió al contemplar sus prominentes pechos. Había notado cómo la mirada de Toni caía muchas veces justo ahí, y estaba segura de que aquella noche él sabría apreciar esa blusa tan pegada que resaltaba todavía más sus generosas formas. Al pensar en Toni se estremeció excitada: ya estaba muy enamorada de él, pero según iban pasando los días aumentaba en ella el deseo de pasar más tiempo con él.
***
Se había fijado en él a finales de verano, mientras volvía de casa de la señora Gina, donde trabajaba como empleada del hogar. Estaba fuera del bar, sentado relajadamente en una silla pegada a la pared. Tenía el tobillo de la pierna derecha encima de la rodilla de la izquierda, el codo apoyado en la mesa, y sostenía un vaso de vino tinto. En la otra mano, en cambio, tenía un cigarrillo que se iba llevando lentamente a los labios. Cuando Stella pasó delante de él, la observó con los ojos entornados por el humo que estaba sacando por la boca. Ella bajó inmediatamente la cabeza, pero con el rabillo del ojo se dio cuenta de que Toni seguía observándola. Esa manera de mirarla desencadenó en ella emociones aún desconocidas. Su corazón hizo un millón de piruetas y de repente las piernas eran de gelatina. Llegó a casa sin saber cómo, y aquella noche no hizo otra cosa que pensar en ese muchacho moreno que la había hechizado. Se lo encontró de nuevo al día siguiente, y al otro. Stella no veía la hora de salir del trabajo porque sabía que le encontraría esperándola fuera del bar. Nunca habían reunido valor para saludarse siquiera. De hecho, al principio solo hubo un intercambio de miradas, y después sonrisas tímidas. Nada más. Pero una tarde, poco antes de que Stella saliera de casa de la señora Gina, el cielo ennegreció de repente. Amenazaba una tormenta muy fea, pero Stella decidió salir igualmente, esperando llegar a casa antes que el aguacero. No había recorrido ni cien metros cuando empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Se tapó la cabeza con una bolsa de plástico y miró al suelo con cuidado de no tropezarse con el pavimento desigual. De pronto, una figura se le paró enfrente. Ella se paró de golpe y alzó la mirada. Toni estaba delante de ella, con una ligera sonrisa en la cara y un gran paraguas negro en la mano. A Stella se le pusieron las mejillas coloradas y se le encogió el estómago de la
emoción. —Buenas tardes, señorita —la saludó Toni, con una pequeña reverencia. —Buenas tardes —respondió Stella en un susurro. —No quisiera parecer impertinente ni mala persona parándola así, por la calle, sin que ni siquiera nos hayamos presentado, pero es que está lloviendo y la he visto sin paraguas, así que me he dicho que... Stella estaba callada y lo miraba embobada. Ciertamente, esa no era su manera habitual de comportarse: ella, que normalmente hablaba como una cotorra, se había quedado de piedra y sin palabras. Solo podía oír los latidos de su propio corazón, que le repiqueteaban en la garganta. Ni siquiera alcanzaba a oír la lluvia, que en ese momento caía con fuerza. —Me gustaría poner remedio a eso de que no nos hayamos presentado — continuó él—. Me llamo Antonio; Toni, para los amigos —dijo, y le tendió la mano. Stella le observó: era por lo menos veinte centímetros más alto que ella, con el pelo oscuro y ondulado echado hacia atrás y controlado con gomina; tenía los ojos marrones y penetrantes; la piel morena, típica de los pescadores que están acostumbrados a pasar horas y horas en su barca bajo el sol. Emanaba un intenso perfume a loción de afeitado, señal evidente de que se había afeitado hacía poco, y su comportamiento aportaba tal seguridad y control de sí mismo que Stella se quedó hipnotizada. Miró su mano, que aún estaba medio suspendida en el aire, le sonrió y se la encajó, y al tocarle se sintió fuertemente excitada. —Soy Stella —consiguió decir a duras penas. Se maldijo por ese comportamiento suyo que la hacía quedar como una tonta. Solo faltaban las mejillas, que ya notaba que se le iban a poner al rojo vivo. A saber qué estaría pensando de ella. —Stella. Bonito nombre. Supongo que está yendo a casa, ¿verdad? —Sí, yo... yo vivo a poca distancia de aquí, en la calle que lleva al mar. —Stella
intentó parecer segura de sí misma y volver a comportarse como habitualmente. —En ese caso, si no le parezco demasiado inoportuno, me gustaría pedirle permiso para acompañarla para que no llegue a casa toda mojada, con esta lluvia —dijo él con un tono de voz profundo y persuasivo. Stella se quedó sin respiración. —Pues... por supuesto, muchas gracias. Si no le importa y le apetece, será un placer. Toni la miró y entreabrió la boca en una sonrisa maliciosa. —¡Un inmenso placer! —susurró, y le tendió el brazo derecho. Ella se ruborizó de nuevo, puso su brazo debajo del de él y, con un montón de emociones distintas, se dirigió a su casa acompañada por él. Desde aquel día ya no dejaron de verse, y Stella estaba convencida de haber encontrado al hombre de su vida.
Capítulo 4
Stella y su hermana se pusieron el abrigo y salieron de casa acompañadas de los miles de consejos de su madre. Decidieron ir con tiempo a ocupar sus sitios porque, al ser la primera vez que el festival de la canción se transmitía por televisión, el bar seguramente estaría lleno. Cuando Stella y Giulia entraron en el local, ya estaban casi todos los asientos ocupados. Stella miró a su alrededor en busca de Toni. Lo encontró apoyado en la barra con su inseparable cigarrillo encendido en una mano y un vaso de vino, que levantó a modo de saludo, en la otra. Ella le sonrió y estaba a punto de ir a su encuentro cuando un joven claramente achispado se le acercó y de manera totalmente descarada las invitó a ella y a su hermana a sentarse en unos sitios vacíos al lado del suyo. Aquel tipo no dejaba de mirarle el escote. Instintivamente, Stella se puso una mano en la blusa para verificar que no estuviese demasiado abierta en el pecho, pero vio que ya no había más botones que abrochar. Se quedó con la mano poyada en el pecho y, a pesar de que aquella mirada tan insistente le producía cierto pudor, rechazó con educación la invitación y le explicó a aquel chico guapo que ya había alguien esperándola. Cuando él se fue desilusionado, Stella miró de nuevo hacia Toni, que tenía el ceño fruncido; la sonrisa que le había dado la bienvenida hacía apenas un instante había desaparecido de sus labios y le miraba de manera sombría. Stella no entendió ese cambio de comportamiento. Se le acercó y sintió la peste a alcohol en su aliento. —Toni, ¿se puede saber cuánto has bebido? —le preguntó por instinto. Arrugó la frente y su mirada pasó de él al vaso que sostenía en la mano. —¡Todo lo que me ha apetecido! ¡A ti qué te importa? —le contestó él con voz dura y pastosa. Stella le miró enmudecida, sorprendida por esa respuesta tan brusca.
—¡Ven! —le ordenó él, que la agarró con fuerza del brazo y se la llevó a unas sillas que habían quedado libres en el fondo de la sala. Giulia, que estaba cerca de ellos, los siguió alucinada, se sentó al lado de su hermana y la miró interrogante. Stella la ignoró y se quedó observando a Toni, que, a paso veloz, se había dirigido a la barra para pedir otro vaso de vino. La emisión estaba a punto de comenzar, y los anfitriones apagaron las luces de la sala. Se produjo un murmullo excitado cuando los presentadores saludaron para dar el pistoletazo de salida a la final de la quinta edición del festival de San Remo. Las canciones se fueron sucediendo una tras otras, pero Stella no podía disfrutar del espectáculo: sentía el aliento que apestaba a humo y a vino de Toni, que se le había sentado al lado, y seguía pensando en su comportamiento de antes. Se giró hacia él y le miró con los ojos entornados. —¿Y tú qué miras? —le preguntó él de repente, alzando demasiado la voz. Un coro de ssh se oyó entre la gente. —Vamos, fuera —le ordenó mientras la agarraba de un brazo. La obligó a levantarse y la arrastró hacia la puerta. Stella intentó oponer resistencia. —Pero, Toni... —protestó. Algunas personas de las últimas filas se giraron enfadadas y les mandaron callar. —¡Te he dicho que vengas fuera! —gritó él. Abrió la puerta del bar y la sacó a la calle de un empujón. Stella se estremeció, sin saber muy bien si era por el miedo que la asaltaba o por el frío al salir con tan solo una rebeca de lana. —Ahora dime, ¿por qué me estabas mirando de esa manera? —la atacó él. —Yo no te he mirado de ninguna manera.
—Oh, pues claro que lo has hecho; y no una, sino varias veces. Me miras con asco. —¡Pero qué dices? Toni, por favor, no digas tonterías. Creo que has bebido demasiado esta noche. —¿Qué estás diciendo? ¿Que estoy borracho? —No, borracho no, pero... puede que te hayas pasado un poco y... y ahora no tienes razón. —Stella tartamudeaba, no sabía qué decir ni qué pensar. Estaba horrorizada: aquel no era el Toni que conocía. Él la miraba con unos ojos que irradiaban cólera y su cara mostraba cada vez más dureza y estaba cada vez más cerca de la suya. Le respiraba encima, y Stella volvió la cabeza de lado con una mueca de repugnancia. —¿Qué pasa? ¿Ahora te doy asco? Claro, igual prefieres a tu amiguito de ahí dentro. —¡Pero qué dices? ¿Qué amiguito? —Había girado la cabeza y ahora, al mirarle directamente a los ojos, le entraban arcadas. —¡Venga va, no finjas ahora! Te hablo de ese señorito que no te quitaba los ojos de... ¡de aquí! —exclamó Toni mientras señalaba su escote y se detenía ahí mismo con la mirada. Enseguida Stella se llevó la mano al pecho. —¡Pero si ni siquiera le conozco! —rebatió con ímpetu. —¿Que no le conoces? ¿Y cómo es que se ha puesto a hablar contigo, si no le conoces? —Te estoy diciendo que no le conozco, es uno que... —No pudo ni terminar la frase porque sintió una bofetada en toda la cara. —¡Mentirosa! —rugió él—. ¡Eres una puta mentirosa! Stella se quedó con los ojos como platos en una mezcla de sorpresa, incredulidad y miedo. Sintió que le ardía el labio inferior y luego notó un reguero de sangre
que le bajaba por el mentón. Se le llenaron los ojos de lágrimas y, después de darle un empujón para apartarlo de ella, corrió a refugiarse dentro del bar. Volvió a su sitio, al lado de su hermana, y se limpió la sangre del labio con el dorso de la mano. Giulia la miró preocupada. —¿Qué te ha pasado? —No es nada, tranquila. —¡Cómo que nada? ¡Si estás sangrando! ¿Qué te ha hecho? —¡Te he dicho que nada! —replicó Stella enfadada. Después bajó la mirada y añadió, en un tono más dulce—: Perdón. Giulia le apoyó una mano en el brazo. —Por favor, dime qué ha pasado. Stella se giró, miró a su hermana e intentó sonreír. —Nada, solo ha sido un malentendido. Ha sido culpa mía. Le he dicho que había bebido demasiado y se ha alterado, no tenía que haberlo hecho. No le digas nada a mamá, por favor. —Pero Stella... —protestó Giulia. —Por favor te lo pido —le imploró en un susurro—, no le digas nada. Giulia asintió sin decir nada más y volvió la mirada hacia el fondo de la sala. Las notas melancólicas de la canción Buongiorno Tristezza se notaban en el aire, y todos los clientes escuchaban en riguroso silencio. Stella oyó que Toni volvía a entrar. Apenas se giró, le vio coger el abrigo y salir de nuevo sin volver atrás. Ella se giró de nuevo para ver la televisión: la orquesta estaba inmóvil, con los instrumentos a los pies, y en el escenario no había nadie cantando. La voz cálida
y apasionada de Claudio Villa se oía a través de un gramófono colocado en el escenario vacío. Ella seguía ahí sentada, quieta, con la mirada fija en la pequeña pantalla. Miraba, pero no veía. Seguía pensando una y otra vez en Toni, en su comportamiento y en qué sería lo que habría hecho ella para que él reaccionase de esa manera. Se sobresaltó cuando se produjo un fuerte aplauso entre el público del salón del casino de San Remo y entre los clientes del bar. Miró a su hermana y le sonrió, en un intento de apartar los pensamientos y mostrarse lo más serena posible. —¿Qué es lo que me he perdido, Giulia? ¿Por qué hay un gramófono en lugar de Claudio Villa? —Por lo visto tiene faringitis aguda y no ha podido participar. —En la mirada de Giulia se podía leer toda la preocupación que sentía en ese momento por su hermana—. ¿Va todo bien, Stella? —le preguntó. —¡Sí, todo genial! —se apresuró a responder Stella, esperando que su hermana apartase esa mirada inquisidora de su cara—. ¡Silencio, que ya vuelven! —Y las dos miraron de nuevo a la pantalla. El festival ya estaba llegando al final, y poco después fue declarado por fin el ganador. En el bar se hicieron gritos de júbilo: hubo quien se levantó a aplaudir, otros lanzaron silbidos de aprobación y algunos pronunciaron el nombre de Villa bien alto. Había un consenso unánime y todos estaban muy contentos por que hubiese ganado la canción del cantante de Trastévere. Al terminar el programa, el anfitrión apagó la tele. Poco a poco, todos se fueron levantando y se dirigieron a la salida del bar para comentar excitados la velada. Todo el mundo se había amontonado delante de la puerta, y Giulia y Stella también se habían puesto en la cola para salir del local. —Se te está hinchando el labio —observó Giulia. Le agarró el mentón y lo giró hacia la luz para poder ver mejor la herida—. ¿Qué le vamos a decir a mamá? Stella se quedó un instante en silencio, pensativa.
—Diremos que me he caído y me he dado un golpe por ahí. Giulia movió la cabeza, contrariada. —Por favor, —le suplicó Stella—. Solo ha sido un malentendido. —Vale, no diré nada, pero solo por esta vez. No me gusta nada lo que ha hecho. —Tranquila. Ya te lo he dicho; ha sido culpa mía, no tenía que haberle dicho que había bebido demasiado. No volverá a suceder, ya lo verás. La hermana puso una mueca para expresar su total desacuerdo y suspiró. —¡Anda, vamos! Stella la agarró del brazo, la arrastró fuera del local y se dirigieron a paso ligero a su casa.
Capítulo 5
Por suerte, cuando volvieron a casa, su madre ya estaba en la cama. Stella se puso enseguida compresas con agua fría, y al día siguiente la hinchazón había disminuido mucho. Se veía solo el pequeño corte en el labio, y la madre pareció creerse la historia que las hermanas se inventaron como excusa. Stella pasó todo el domingo pensando en lo que había pasado la noche anterior. No lograba entender qué era lo que había hecho mal con Toni. «¡No te quitaba los ojos de aquí! ¡Eres una puta mentirosa!» Esas palabras suyas seguían resonando en su mente. Era evidente que ella había sido la causa de ese repentino cambio en su comportamiento. Tal vez no debería haber respondido al chico que se les había puesto delante. Tenía que haberle vuelto la espalda y largarse sin titubear. Pero ella no estaba acostumbrada a eso, la habían educado de otra manera. Era una chica noble, abierta y siempre amable con todo el mundo. Quizás fue la blusa, que era demasiado ajustada, pensó. Se ruborizó al volverle a la mente la insistente mirada del chico sobre su escote. Sí, debía ser eso. A Toni, probablemente, no le había gustado su atuendo, o puede que... puede que se hubiese equivocado al decirle que había bebido demasiado: Sí, le había ofendido al tomarle por un borracho. Seguía pensando y repensando, pero ninguno de los motivos que se le ocurrían eran suficientemente válidos para justificar ese comportamiento. De modo que tomó la decisión de mostrarse dura con él y dejar de hablarle en el momento en que coincidieran. El lunes por la tarde, le encontró esperándola fuera de casa de la señora Gina algo afligido y con un ramo de flores en la mano. Al verle se quedó inmóvil y el corazón se le puso a martillear fuerte en el pecho. Él se le acercó en silencio, inclinó la cabeza a un lado para examinarle la herida del labio y le rozó la mejilla con el dorso de la mano.
Stella cerró los ojos: su perfume la dejaba atontada y ese ligero o la estremecía. —Lo siento, de verdad, lo siento mucho. No sé qué me dio —susurró—. Por favor, perdóname. Stella se quedó inmóvil. En su interior había una serie de sentimientos contradictorios: estaba enfadada, le habría gustado irse y hacerle sufrir un poco, pero a la vez tenía muchas ganas de abrazarle y sentirse segura entre sus brazos fuertes. Estaba enamorada, perdidamente enamorada, y quería olvidarlo todo. —Me hiciste daño, Toni, —logró murmurar entre lágrimas—. Tanto aquí — añadió tocándose el labio— como aquí, —concluyó mientras se llevaba la mano al corazón. —Lo sé, y lo siento, pero es que yo... yo... cuando te vi hablar con ese tío ya no veía nada. Después vi que te estaba mirando. Sí, él te estaba mirando y... y me puse celoso. Tú tenías razón, había bebido un poco de más y no me pude controlar, pero te juró que no volverá a suceder. Por favor, perdóname. —Le agarró la cara entre las manos y se la acercó con dulzura. Le rozó con los labios la pequeña herida y apartó delicadamente un mechón de pelo rebelde que le había caído en los ojos—. ¿A que me perdonas? Stella hubiese querido decir que no, resistirse a sus caricias para hacerle entender todo el daño que le había hecho. Pero no pudo. Ese hombre ejercía tal poder sobre ella que no podía actuar de manera racional. Estaba completamente a su merced. Así que apoyó la cabeza en su hombro y dejó que él la agarrase fuerte entre sus brazos.
Capítulo 6
De modo que Stella le perdonó y siguió viéndose con él mientras intentaba no pensar más en esa noche tan horrible. Pero las cosas no fueron como ella esperaba. A ese episodio le siguió otro al cabo de poco, y luego otro, y otro más. Toni bebía; seguía bebiendo, y mucho. Y cuando iba borracho, cualquier excusa era buena para discutir y pegarle un bofetón, o incluso algo más. Y cada vez terminaba igual: Stella no podía dejar de perdonarle y seguía encontrando justificaciones absurdas a su comportamiento. Irma, su madre, ya se había percatado de que algo no iba bien. Muchas veces vio los moratones y se había dado cuenta de que Stella había cambiado. Su hija despreocupada, jovial y dicharachera estaba desapareciendo para dar lugar a una muchacha taciturna y eternamente triste. Había hablado de ello con su marido, que en aquellos tiempos estaba ingresado en un sanatorio cerca del mar. Llevaba unos cuantos meses allí, todavía no conocía a Toni y por eso no podía hacer mucho más que intentar persuadir a su hija para que rompiese con esa relación tan insana cada vez que iba a quedar con él. Pero Stella no quería saber nada. Amaba a Toni de una manera casi obsesiva. Estaba como subyugada a él, y siempre intentaba convencer a sus padres, y a sí misma, de que era un buen chico y que de verdad iba a cambiar. A principios de verano, Stella descubrió que estaba esperando un bebé. Al principio estaba muy trastocada: por supuesto, estaba feliz de llevar en su vientre al hijo del hombre al que tanto amaba, pero al mismo tiempo tenía mucho miedo. Por mucho que en esos meses hubiese deseado poder formar una familia con él, ese carácter suyo tan irascible y violento empezaba a asustarle de verdad. Decidió contarle que iba a ser padre un domingo por la tarde, cuando quedaran para dar una vuelta como siempre, por el paseo marítimo. Le daba pavor que él no se lo tomase bien. En el fondo, no habían hablado nunca de casarse ni de tener hijos, y no tenía la más mínima idea de cómo iba a reaccionar.
Estaban sentados en el murete que separaba el paseo de la playa. Stella tenía las manos debajo de las piernas y la mirada baja, en un intento de buscar la manera de comunicarle la noticia. —Toni, hay algo que quiero contarte —comenzó a decir, mirándose los pies medio cubiertos de arena. —Claro, dime —murmuró él distraído mientras se terminaba de fumar el enésimo cigarrillo. —Pues es que yo... Por favor, no te enfades. Él se volvió para mirarla con curiosidad. —¿Por qué me iba a enfadar? Stella suspiró y se quedó todavía en silencio, titubeante. Él tiró el chicle a la arena. —Venga, ¿me lo cuentas de una vez o no? —Bueno... Ahí va: estoy esperando un bebé —dijo ella con un hilo de voz. Enseguida alzó la mirada para observar su reacción. En un primer momento, Toni se quedó inmóvil con la mirada fija en ella, pero después los labios se le alargaron en una sonrisa radiante. —¡Eso es fantástico! —exclamó, todo emocionado—. ¿Por qué debería enfadarme, mi Estrellita? ¡Si es algo maravilloso! Stella volvió a bajar la cabeza. Toni la miró, le agarró el mentón con la mano y le hizo girar la cara para mirarla a los ojos. —¿Qué pasa? ¿Es que tú no estás contenta? —Oh, sí. Mucho. Es que... —Stella no sabía cómo continuar, cómo decirle que tenía miedo. Miedo de su comportamiento. Miedo de sus reacciones.
—¿Qué pasa, pequeña? —la incitó Toni. Seguía manteniéndole el mentón arriba para obligarla a cruzarse con su mirada. Desde luego, eso a ella no se lo ponía fácil: Cuando él la miraba de ese modo, no podía razonar con lucidez. —Es que yo... tengo miedo, Toni —balbuceó en voz baja. Él quitó la mano de su barbilla y volvió a bajar la cabeza. Quizás sin ese roce caliente y esa mirada que la hacía vulnerable ella por fin había encontrado el coraje para abrirse con él y hablar del tema. —¿Miedo? —le preguntó. —Sí, Toni. Me da miedo por cómo te portas conmigo cuando estás borracho. —¡Otra vez la misma charla! —Toni resopló y se giró de golpe. Se metió las manos en los bolsillos y se quedó quieto mirando el mar sin decir una palabra más. —Eres un buen chico, Toni, y yo te quiero. Te quiero mucho, pero cuando bebes no eres el mismo. Y ese comportamiento tuyo me aterroriza. —Las lágrimas empezaron a bajarle por la cara. Él seguía en silencio mirando a algún punto fijo en el horizonte. —Tienes que dejar de beber. Tienes que hacerlo por nosotros y... y por el bebé que está a punto de llegar. Toni se echó hacia delante con los codos apoyados en las rodillas. Se pasó las manos por el pelo y se las enredó por detrás de la nuca. Se quedó así, con la cabeza gacha y los ojos cerrados, un rato, después se volvió hacia ella y le secó una lágrima con el pulgar. —Lo sé. —Suspiró—. Lo sé, tienes razón. —Le cogió la cabeza entre las manos y la atrajo hacia él, posando su frente en la de ella—. Ya verás como lo consigo, Estrellita mía, te lo prometo. Voy a darlo todo —murmuró, y la besó con ternura. Y una vez más, Stella le creyó.
Capítulo 7
Toni se puso en seguida manos a la obra para organizar el matrimonio. Tenía la edad perfecta para casarse. Con veinticuatro años, muchos de sus amigos ya eran padres. En cambio Stella era menor de edad, todavía no había cumplido diecinueve y para casarse necesitaba tener veintiuno. De modo que estaba obligada a pedir permiso a su padre para hacerlo. Tuvo que esperar casi dos meses hasta encontrar el valor para contárselo a su madre y su hermana. Era un día de finales de agosto por la tarde. Giulia y su madre estaban en la cocina a punto de preparar la cena. Ella entró y se sentó en una silla junto a la mesa. Tenía en la mano un pañuelo que retorcía nerviosamente. —Mamá, Giulia. Tengo que hablar con vosotras —dijo en voz baja. La madre se giró y la miró seria. Había captado por su tono que algo no iba bien. —¿Qué pasa, Stella? —Es que... yo... —Stella mantenía la mirada baja y tartamudeaba. No encontraba las palabras exactas. El discurso que tantas veces se había repetido a sí misma los días anteriores se había borrado de su mente. —Stella, ¿qué pasa? —La madre se le acercó. Giulia, que hasta ese momento seguía pelando patatas, se volvió y se puso a mirarla con curiosidad, con el cuchillo y el tubérculo en el aire. —Mamá, estoy esperando un bebé —dijo por fin sin darle muchas vueltas. Se hizo un profundo silencio en la estancia. La madre se quedó mirándola sin palabras, mientras que a Giulia se le cayó lo que llevaba en la mano.
El tintineo de los cubiertos al caer al suelo le sobresaltó. —¡Oh, Jesús! —exclamó la madre apoyando las manos en la mesa. Había deseado enormemente que aquella absurda y peligrosa pasión que su hija sentía por ese chico terminase por fin. Había esperado que ella algún día se diese cuenta de que tenía que poner fin a esa relación, pero en ese momento, con un bebé en camino, las cosas cambiaban completamente. —Toni ya lo está organizando todo. Iremos a vivir con su madre, que nos dejará una habitación —explicó Stella sin rodeos. Se sentía abochornada. Su madre la miraba sin mediar palabra y su hermana parecía consternada. —¿Mamá? ¿Me estás escuchando? —preguntó Stella al no ver reacción alguna por parte de su madre. Giulia se le puso al lado y apoyó una mano en su hombro. —¡No! ¡No puedes casarte con él! —Sus palabras parecían más bien un grito de angustia. Stella alzó la mirada hacia ella y arrugó la frente. —¡Pero qué dices? —No puedes casarte con él. ¿Es que no ves cómo te trata? Stella le quitó la mano con un gesto de rabia. —¡No es cosa tuya y no deberías meterte! —protestó enrabiada. —¿Cómo quieres que no me meta, Stella? ¡Eres mi hermana! Y él sigue maltratándote, y hasta te pega. ¿Cómo puedes pensar en casarte con un hombre así? —Ha dicho que ahora que hay un bebé en camino, va a cambiar —le defendió Stella, aguantando la mirada severa de su hermana. Giulia iba a replicar cuando la madre la hizo callar con un movimiento de la
mano. —Ya lo hablaremos con papá. Eres menor de edad, es tu padre el que tiene que tomar la decisión. Mañana iremos al sanatorio y lo hablaremos con él. —Pero mamá, no hay nada que decidir. Le amo y quiero casarme con él. —Cariño, tu hermana tiene razón —dijo su madre con dulzura. Se sentó a su lado y le apoyó la mano en el brazo—. Siempre está borracho, es violento, ¿no entiendes que no es bueno que se comporte así? Tú te mereces a alguien mejor. —Mamá, llevo a su hijo en el vientre —murmuró acariciándose la tripa. La madre suspiró y le acarició el pelo con amor. —Mañana iremos a ver a tu padre. Lo hablamos con él. Mientras tanto tú piénsatelo bien, Stella. No puedes pasar toda tu vida con alguien así. Stella bajó la mirada y empezó a arrugar de nuevo el pañuelo que tenía ente las manos. —Ya lo sé... pero es que le quiero, mamá, le quiero mucho y a pesar de todo. Mañana iremos a ver a papá, pero solo le diremos que espero un hijo y que quiero irme a vivir con él. Porque pienso hacerlo, con o sin vuestro permiso — concluyó sin dar opción a réplica. Se hizo un silencio casi palpable en la estancia. Stella miró primero a su madre y luego a su hermana. Al final, sin decir nada más, se levantó y salió de la habitación dejándolas sin palabras.
Capítulo 8
Llegaron al sanatorio a media tarde. Era un día caluroso con mucho bochorno y Stella estaba especialmente agotada. Había tenido náuseas y le había dado vueltas a la cabeza toda la mañana; hubiera preferido quedarse en casa antes que tener que enfrentarse a su padre. Él estaba en el jardín, sentado en uno de los muchos bancos a la sombra de los majestuosos pinos. A su espalda, el edificio se alzaba aislado en una colina a plomo sobre el mar y estaba rodeado por un pinar frondoso. Desde ahí arriba se podía vislumbrar buena parte del litoral y la llanura, cubierta por la típica flora mediterránea. Cuando su padre las vio llegar, una amplia sonrisa alegró su cara demacrada y pálida. —¡Stella, Irma, qué alegría veros! —Hola, papi. ¿Qué tal estás? —Stella fue a abrazarle y se sentó a su lado. Una fresca brisa llegaba del mar y les acariciaba la piel para refrescarla. —Mejor, mejor —dijo él, y le acarició la mejilla—. Parece que en otoño me devuelven a casa. —Cerró los ojos e inspiró profundamente, casi como si quisiera proveerse de aquel refrescante soplo de viento que le rozaba la cara—. ¿Veis qué fresquito? Arriba en la habitación hace un calor terrible y me cuesta respirar. Irma se sentó en el banco y se secó la frente con un pañuelo. —Pues sí, aquí se está realmente bien. Esperemos que pronto se vaya este calor. Parece que este año no termina nunca. —Resopló, apoyó una mano en su pierna y señaló con la cabeza a su hija, que estaba en silencio observando el horizonte —. Mira, Sergio... Stella tiene que decirte algo —murmuró. El padre se volvió hacia Stella y agarró su barbilla con los dedos, en un gesto de afecto. —Cuéntame, Stella, ¿qué pasa?
Ella tragó en seco y bajó la mirada. —Pues es que yo... he venido a pedirte permiso para casarme. —Volvió a alzar la mirada, en un intento de parecer lo más segura posible. Sergio apartó los dedos de su barbilla. —¿Casarte? ¿Y con quién? ¿Con ese Toni? —le preguntó en tono cortante. —Sí, papá, con Toni. El hombre rechinó los dientes. —¡De eso ni hablar! —sentenció, categórico. Stella estaba inmóvil con el pecho erguido y las manos apoyadas en las piernas. Ya se esperaba esa reacción. Se quedó tranquila y echó un largo suspiro. —Papá, estoy esperando un bebé —anunció. La sonrisa que Sergio había tenido hasta hacía un momento se le apagó en los labios. Se dobló hacia delante, agarró la cabeza entre las manos y se quedó un rato en silencio. —Eso da igual —dijo mientras volvía a levantar la cabeza y se giraba hacia ella —. En mi casa también cabe un hijo tuyo. Pero no puedo permitir que te cases con un hombre como él. —Papá, pero yo le quiero, y quiero casarme con él. —¡Es un borracho violento! —El padre alzó el tono de voz—. ¿Cómo se te ocurre querer pasar la vida entera con una persona así? Stella suspiró de nuevo, intentando que las lágrimas prepotentes que estaban a punto de salir se quedasen dentro. —Eso es justo lo que ha dicho mamá, pero es que vosotros no lo entendéis. Va a cambiar. Ahora cuando llegue el bebé todo será distinto. Me lo ha prometido — murmuró. Y antes de continuar, puso la mano sobre la de su padre, más huesuda —. Además... el hijo que llevo en el vientre es suyo, ¿cómo no iba a casarme con
él? El padre se quedó en silencio. Miró primero a su hija y luego se dirigió a su mujer: —¿Qué dices tú, Irma? —Yo estoy de acuerdo contigo, a mí tampoco me gusta cómo trata a Stella, pero también es verdad que el hijo es suyo. Stella dice que le quiere, y en general es un buen hombre, y muy trabajador. Ahora que va a tener un bebé, puede que si hablas tú con él le metas en cintura. Sergio negó con la cabeza; no estaba en absoluto de acuerdo. —Por favor, papá —murmuró Stella con lágrimas en los ojos. El padre puso la otra mano sobre la de ella y se la acarició. —Que sepas que no lo veo bien; no creo que sea la persona adecuada para ti, pero tampoco quiero que me odies. —Hizo una larga pausa. Sus ojos parecían querer penetrar en la mente de su hija—. Por lo que parece, le quieres mucho. —Oh, sí, papá, muchísimo; y cuando tengáis oportunidad de conocerle mejor, también vosotros comprenderéis que es un buen chico. Ya sé que algunas veces no se porta bien conmigo, pero no es culpa suya. Es solo que tendrá que dejar de beber. Además, él a mí también me quiere, estoy convencida. El padre suspiró y asintió sin demasiada convicción. —¡Pues que así sea! Pero si un día cambias de idea, la puerta de casa siempre estará abierta para ti. Para ti y también para tu hijo —dijo finalmente, resignado. —Gracias, papá. Verás qué feliz voy a ser. Ya te lo he dicho: Toni solo tiene que dejar de beber. Cuando no lo hace es una persona estupenda. Con él estaré bien, quédate tranquilo. —Le abrazó fuerte y le besó con cariño en la mejilla.
Capítulo 9
Unos meses después, Stella se casó con Toni y se fueron a vivir a casa de la madre de él, la yaya Adele, como ella la llamaba cariñosamente. La yaya Adele era una buena mujer, enseguida había cogido cariño a Stella y siempre intentaba defenderla cuando su hijo la maltrataba. Sí, porque Toni, a pesar de las promesas, no había dejado de beber y seguía siendo violento por mucho que ella estuviese esperando su hijo. No había servido para nada el discurso que le había dado su suegro antes de que se casaran, y tampoco que su joven mujer estuviese continuamente suplicándole que parase. Pero Stella seguía teniendo fe: estaba convencida de que una vez que el bebé naciera Toni cambiaría, y mantuvo esa esperanza durante todo su embarazo. El parto estaba previsto para finales de febrero, y una mañana, poco antes de amanecer, empezó con las primeras contracciones. —Toni, Toni —le llamó, agitándole un brazo. Él estaba tumbado durmiendo tranquilo, tumbado, y parecía no querer despertarse—. Toni, levántate. Es la hora, me encuentro mal —insistió Stella. Sentía mucho dolor y no dejaba de agarrarse la tripa. Cuando Toni se dio cuenta de lo que estaba pasando, se levantó de repente, se dio la vuelta y se arrastró por la cama. —Tranquilo. —Stella le apoyó una mano en el hombro para tranquilizarle—. Ve a despertar a tu madre, luego a buscar a la mía para que llame a la matrona. Justo en ese momento le llegó otra contracción y Stella tensó los labios en una mueca de dolor. —Sí, por supuesto... por supuesto, ahora mismo voy —balbuceó Toni, alborotado, mientras se precipitaba fuera de la habitación a medio vestir. El parto duró unas cuantas horas, y finalmente Stella dio a luz a última hora de la tarde. Cuando dejaron entrar a Toni en la habitación, vio a Stella exhausta, con la cara roja, el pelo lleno de sudor y pegado en la frente. Se sentó a su lado y le sonrió. La abuela Irma se le acercó con un pequeño paquete en el brazo.
A Toni le brillaron los ojos. —¿Qué es? ¿Un niño? —preguntó ansioso a su suegra. —No, Toni, es una niña. Stella quiere ponerle Lara. —Una niña —susurró él, y miró la pequeña cabecita cubierta de un pelo finísimo castaño. La sonrisa desapareció de sus labios y Stella no pudo evitar notar la desilusión en su mirada—. Una niña. Yo habría preferido un varón —confesó en voz baja. Stella arrugó la frente, resentida. Nunca hubiera pensado que Toni reaccionaría de ese modo. Era su primera hija; debería estar feliz y orgulloso. Toni se dio cuenta de la expresión de su mujer. —Oh, pero tú tranquila, que el próximo será un machote. —Sonrió y le dio golpecitos en el brazo con la mano. Stella le miró con una mezcla de dolor y tristeza. Pero le devolvió la sonrisa; no quería que aquellas palabras ofuscasen la enorme felicidad que ella sentía por la llegada de Lara, así que intentó quitar importancia a las palabras de su marido.
***
Sin embargo, poco le duró la felicidad. Con un mes de vida, la niña se puso enferma: lloraba constantemente y tenía mucha fiebre. La llevaron al hospital, y allí le diagnosticaron una forma grave de gastroenteritis que llevó a la pequeña a la muerte unos días después. Para Stella fue un golpe muy duro. Estaba realmente abatida, no lograba recuperarse y no hacía más que llorar. Encima, el comportamiento de Toni no ayudaba a mejorar la situación. En vez de acompañarla e intentar de algún modo consolarla, se pasaba las tardes en el bar con sus amigos y muchas veces volvía a casa borracho. Y cuando estaba en esas condiciones, Toni no era dueño de sí mismo, perdía la cabeza y se volvía extremadamente violento. Su madre había intentado hablar con él muchas veces para llevarle por el buen camino, pero nada ni nadie parecía poder mantenerle lejos de aquella maldita taberna.
Capítulo 10
Stella le había pedido a la señora Gina permiso para volver a casa después del almuerzo. Era su cumpleaños y quería preparar una cenita solo para ellos dos. Pasó buena parte de la tarde en la cocina, luego se maquilló, se peinó bien y se puso un vestidito de flores rojas y amarillas. Por encima llevaba su jersey fino de lana roja. Aunque ya había avanzado bastante la primavera, por la noche hacía mucho frío y le sería de utilidad en caso de que por casualidad Toni decidiese sacarla por ahí. Los días anteriores no habían hablado de cómo celebrar su cumpleaños, y como él no había mencionado en ningún momento la velada, pensó que estaría fingiendo que se le había olvidado para darle una sorpresa. Pero cuando en vez de eso pasó la hora de la cena y le vio llegar a casa tambaleándose, se dio cuenta de que no estaba fingiendo: ¡Realmente no se había acordado! Sintió una desilusión y una amargura tremendas, pero no le dijo nada. No tenía ganas de pelear, y además, cuando estaba tan borracho era mejor no discutir si no quería acabar mal. De manera que le saludó y se fue directa a la cama. Al día siguiente, Toni volvió a casa poco antes de la cena. Stella estaba en su habitación con una toalla en el pelo mojado. Él entró y se paró a mirarla con una sonrisita en los labios. —Hola —le saludó ella en tono serio cuando se dio cuenta de que estaba ahí. Toni no contestó. Se le acercó, le rozó el hombro con el dedo índice y sin decir nada se dirigió al armario, cogió una toalla y salió. Ella le siguió con la mirada. Se quedó de piedra; él se había limitado a sonreír, no se había dignado ni a saludar. La rabia se volvió a apoderar de ella. Agarró el cepillo y se puso a peinarse enérgicamente mientras miraba a un punto indefinido por la ventana.
Toni volvió a entrar en la habitación y cerró la puerta a su espalda. Stella le sintió por detrás: percibió su perfume, y luego el aliento cálido en su nuca. Él le puso una mano alrededor de la cintura y la atrajo hacia él. Le apartó el pelo y le rozó el hombro y el cuello con los labios. Stella se dio cuenta de que solo llevaba puesta la toalla. — ¡Toni, para! —exclamó. Le latía fuerte el corazón. Estaba decidida a no perdonarle, y no debía ceder a sus caricias. Intentó quitar el brazo que la abrazaba, pero Toni la agarraba muy fuerte, pegada a su cuerpo, y seguía haciéndole cosquillas en la piel. Ella cerró los ojos. —Toni, te he dicho que pares —repitió con gran esfuerzo mientras luchaba por liberarse de su agarre. —¿De verdad quieres eso? ¿Estás segura? —susurró él con los labios mordisqueándole la oreja. Stella levantó el hombro para que parase. —¡Sí, de verdad quiero eso! Toni se despegó y dio medio paso atrás, la agarró por los hombros y la hizo girar hacia él. —Ya sé que estás enfadada por lo de ayer. Lo siento. Stella le miró directamente a los ojos. No dijo nada. Quería oír por enésima vez si lo sentía por haber vuelto a casa borracho o porque se había dado cuenta de que se le había olvidado su cumpleaños. Pero dudaba que Toni quisiera pedir perdón por esto último. Él le ciñó la cintura. —Estrellita mía, mira... —¡Que no me llames «Estrellita»! —le interrumpió, con la frente arrugada.
En la cara de Toni apareció una sonrisa casi irónica. —Estrellita... —repitió de nuevo, haciendo caso omiso a su queja. Stella se revolvió y estuvo a punto de volver a replicar, pero Toni le puso el dedo índice delante de la boca para hacerla callar. La agarraba fuerte, con el torso desnudo, musculoso y moreno. Aún no había llegado el verano, pero las horas transcurridas en la barca al sol ya le habían bronceado la piel. A Stella le costó mucho no bajar la mirada para irar tanta masculinidad. —Yo ya sabía que era tu cumpleaños. —¿Lo sabías? —repitió ella, que torció los labios—. Ah, claro. ¡Te lo ha recordado tu madre hoy! —exclamó con una sonrisa sarcástica. —En realidad no. Me acordé yo solito ayer. —Ayer, claro; ¡por eso te fuiste a emborracharte, para celebrarlo! —soltó Stella, realmente enfadada. Ahora estaba más enfurecida aún: ¿cómo podía haberse acordado de esa fecha importante para ella y, a pesar de eso, irse de copas con sus amigos? De sus ojos salieron rayos de ira. Toni se dio cuenta y se le acercó para intentar besarla. Stella giró de pronto la cabeza, decidida a no ceder. Él se alejó y fue hacia la silla que estaba a los pies de la cama, en la que había dejado los pantalones. Metió la mano en el bolsillo, y sacó de él un paquetito. —Te lo había cogido ayer, era mi regalo para ti —dijo, y se lo ofreció. Stella le miró algo desorientada, pero después agarró el paquete y lo abrió. Era un colgante de nácar con forma de corazón con un pequeño ojal de plata. —Quería habértelo dado en la cena, pero antes de volver a casa pasé por la taberna y Gigi estaba allí. Le han contratado en la acería del puerto y nos invitó a
todos a beber. Créeme, yo quería volver a casa pronto, pero es que... Stella seguía inmóvil de pie, miraba aturdida el colgante sin mediar palabra. Toni apretó los brazos alrededor de su cintura. —¿Me perdonas? —murmuró mientras la empujaba poco a poco hacia la cama. Stella alzó la mirada. —No lo sé, Toni, me has hecho enfadar de verdad —lloriqueó—. Me hacía mucha ilusión, me pasé toda la tarde cocinando. —Lo sé, Estrellita, ya lo vi. Perdóname. Seguía empujándole y besándole el cuello, la barbilla y los labios hasta que llegaron al borde de la cama. La hizo rodar y se tumbó encima de ella. Con una mano le bloqueó los brazos por encima de la cabeza. Stella no reaccionó, no dijo nada, no se deshizo de él. Se limitó a estudiarle mientras agarraba fuerte el colgante que él le había regalado. —Venga, dime algo, no te me pongas de morros —le susurró Toni mientras le acariciaba la mejilla con el dorso de la mano. Luego bajó por su cuerpo, primero acariciándole el pecho y luego a lo largo del costado hasta llegar a los muslos—. ¿Qué? ¿Me perdonas? —murmuró con voz ronca y sensual. Stella puso una mueca: una mezcla entre morro torcido y sonrisa. Le seguía queriendo a pesar de las desilusiones y los maltratos. Evidentemente, no le amaba como al principio. Poco o mucho, el comportamiento de Toni estaba resquebrajando su relación, pero cuando estaba sobrio seguía sabiendo cómo seducirla y cómo mantenerla atada a él. En esos momentos se sentía amada, deseada. Toni tenía una habilidad total para llevarla rápidamente al paraíso, la misma que para arrastrarla a lo más profundo de su infierno. —¿Qué has decidido? ¿Te rindes? —le susurró él al oído.
Sabía perfectamente cuál era la respuesta, pero no esperó a que se la diese. Acercó los labios a los suyos y la besó con pasión.
Capítulo 11
—¡Joder, Stella, eres muy buena! —exclamó Giulia mientras picoteaba galletas de las que su hermana acababa de sacar del horno—. Deberías abrir un restaurante. Stella había invitado a su familia a cenar, y Giulia llegó un poco antes para echarle una mano y charlar un rato juntas. En los últimos tiempos, eso era algo que no hacían demasiado a menudo. —Sí, claro, ¿con qué dinero? —contestó Stella con una mueca mientras se arremangaba la camisa por encima de los codos. La mirada de Giulia cayó directamente en la parte de su piel que estaba ligeramente tapada y le cambió la expresión de golpe. Dejó de comer, devolvió la galleta a la bandeja y le levantó el brazo para verlo más de cerca. Stella lo apartó enseguida y se bajó la manga de nuevo. —¡Cristo bendito! ¡Lo ha vuelto a hacer! —No es nada, Giulia. No te preocupes. —¡Cómo quieres que no me preocupe? ¿Has visto el morado que tienes? ¿Cuándo piensas terminar con todo esto? Stella bajó la mirada. —No puedo, yo sola no soy capaz —dijo, y siguió picando perejil. —¡Cómo que no puedes? ¿Por qué no eres capaz? Stella, ¿es que no te das cuenta por lo que estás pasando? —¡Pues claro que me doy cuenta! Pero no puedo dejarlo —exclamó Stella. Dejó el cuchillo de golpe y se volvió hacia su hermana con el ceño fruncido. —Sí que puedes. Solo tienes que querer. —¿Y a dónde voy? ¿Quién me va a querer? ¿Tú me has visto bien? Él me quiere. ¡Quiere a una mujer como yo!
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo crees que eres, exactamente? —Vamos, Giulia, mírame. Es evidente que no soy una chica guapa; él en cambio es tan... tan guapo, y... me hace sentir amada, deseada. —¿Es por eso que no le dejas? ¿Porque crees que eres inferior a él? ¿Porque crees que nunca encontrarás a otro hombre que te quiera y te valore por lo que eres y por tus cualidades? —Quizás sí podría encontrarlo, pero no sería como Toni. Ni siquiera sé por qué, con todas las chicas guapas que hay por ahí, escogió casarse conmigo. —Perdona, pero todo lo que estás diciendo son tonterías. Eso de que no le dejas porque para ti es un honor que se haya casado contigo y crees que no estás a su altura... ¿Tú te estás oyendo, Stella? ¿Te das cuenta de lo que dices? —Giulia puso un tono más dulce, se le acercó y la agarró del hombro para obligarla a mirarle—. Mira, eres joven, todavía no tienes hijos. Quizás ahora sería un problema si Lara... si hubiese sobrevivido. Pero el caso es que está muerta. Quizás fue el destino, quizás es una señal para que le dejes. Vuelve a casa. Él no te merece. Hazlo antes de que te deje embarazada de nuevo. Stella se mordió el labio inferior. —Es que no puedo, Giulia. Ya no puedo. Su hermana frunció el ceño, después lo entendió todo de repente y se puso una mano en la frente. —Oh, no, Cristo Santo. ¡Estás otra vez en estado! —Sí, nacerá en abril —murmuró Stella mientras se acariciaba la tripa—. Espero que sea niño. A Toni le haría tanta ilusión... Giulia suspiró y le puso una mano en la mejilla, casi como para acariciarla. —¿Es eso lo que quieres de verdad? —le preguntó en un tono dulce, casi maternal. Su hermana asintió con la cabeza.
Y ella no tuvo más que decir, la besó en la frente y la abrazó.
Capítulo 12
Y así, al inicio de la primavera nació Anna, su segunda hija. Stella volvió a trabajar donde la señora Gina apenas tres meses después del parto, y durante el día la abuela Adele era quien cuidaba de Anna. Desde sus primeros días de vida, la pequeña se mostró como una niña tranquila, y su abuela estaba encantada de ocuparse de ella y se sentía muy, muy orgullosa. En cambio, Toni no parecía particularmente interesado en su hija. No escondió su desilusión cuando le dijeron que había tenido otra niña. La responsabilidad de ser padre no le hizo cambiar de comportamiento; es más, cada día empeoraba más y más: Por la mañana salía temprano a faenar, pasaba las tardes en el bar y casi siempre volvía a casa de noche y borracho. Cuando llegaba en tales condiciones, Stella tenía que tener mucho cuidado con todo lo que decía o hacía. Cualquier cosa le enfadaba y hacía estallar en él una violencia inaudita. Era extremadamente celoso y la acusaba repetidas veces de salir con otros hombres. Encima, poco a poco su comportamiento cuando estaba sobrio empezó a cambiar también. La vida que Stella había soñado durante tantos años se había transformado en una continua pesadilla. Ese muchacho tan atractivo al que al principio a pesar de todo tanto había querido se había transformado en un hombre sospechoso, cínico y sin escrúpulos. La racionalidad se fue imponiendo poco a poco sobre sus sentimientos y la fuerte atracción que la había llevado a casarse con él se iba debilitando.
Capítulo 13
La situación económica no era de lo más boyante: Toni no ganaba mucho dinero y siempre le quedaba a deber a Gigi, el propietario de la tienda de alimentación donde iban a hacer la compra. Stella pasaba mucha vergüenza cuando iba a comprar: Muchas veces no tenía dinero suficiente y le tenía que pedir que se lo anotara en cuenta. —Ya se lo pagaré a final de mes, señor Gigi —era la frase que le decía al tendero. —Por supuesto, a final de mes —repetía él resignado, sacaba del cajón su libretita un poco arrugada y escribía el importe debido. Así que, un día de finales de verano, cuando la señora Gina le pidió que se quedase un par de horas más, ella aceptó sin rechistar. Aquella noche, la señora Gina tenía una cena importante, y como conocía las habilidades culinarias de Stella le pidió que le echara una mano. De modo que volvió a casa más tarde de lo habitual, y según cruzó el umbral de la puerta vio a Toni sentado a la mesa con un vaso de vino entre las manos. Por su mirada, enseguida comprendió que se avecinaba tormenta. El hombre tenía las pupilas dilatadas y las mejillas rosadas, señal evidente de que ya había bebido mucho. Anna estaba despierta en brazos de la yaya Adele. Stella dejó el bolso en la silla de al lado de la puerta y se dirigió con una sonrisa a la pequeña para cogerla en brazos y acariciarla un poco. —¿Dónde estabas? —La voz ruda y pastosa a su espalda hizo que se le desvaneciera la sonrisa. —En casa de la señora Gina —contestó ella sin darse la vuelta. —Así que en casa de la señora Gina... ¿En serio? —Sí, Toni. He estado trabajando hasta ahora. —Stella estaba agotada. Había
salido pronto por la mañana y, aparte de la pequeña pausa para comer, no se había parado ni un ratito. No tenía ninguna gana de discutir. —¡Date la vuelta cuando te hablo! —le gritó él, con la cara aún más roja. —Vamos, Toni, cálmate —La yaya Adele intentó tranquilizarle con un tono de voz lo más dulce posible—. Venga, come tranquilo, que... —¡Tú ni te metas! —voceó Toni. Stella se giró despacio y miró fijamente a su marido. —Toni, estoy muy cansada. No empieces. —Ah, la señorita está cansada. Primero vas a divertirte con vete a saber quién y luego estás cansada. Stella suspiró exasperada. —¡Que lo dejes! Estoy exhausta, sí, he estado trabajando todo el día y tú ahora no piensas con claridad porque estás borracho. Así que, por favor, vete a la cama. Las últimas palabras desencadenaron una ira aún mayor en él. Se levantó de repente, agarró el mantel con las dos manos e hizo volar por los aires todo lo que había encima. El ruido sordo de la vajilla que se rompió en mil pedazos al llegar al suelo asustó a la pequeña Anna, que se puso a chillar desesperada. Toni estaba a punto de dirigirse con furia a su mujer cuando la yaya Adele se paró delante de su nuera. —¡Basta, Toni, para ya! —le gritó en ese momento, con la mano abierta apoyada en el pecho de él para detenerle—. Ha estado todo el día en el trabajo y lo sabes. Yo misma le he llevado a Anna para que le diera el pecho. ¡Haz el favor de calmarte y vete de aquí ya! Toni le apartó el brazo con rabia y levantó un puño por encima de su cabeza. Parecía listo para pegarle, pero de repente lo bloqueó a medio camino.
La yaya Adele no se movió: se quedó fría e inmóvil delante de él mientras seguía mirándole a los ojos amenazante. Toni bajó el puño, castañeteó los dientes y se dirigió con piernas tambaleantes al dormitorio, dando una patada a la silla que se interponía entre él y la entrada de la habitación. Golpeó la puerta con tal rabia y violencia que tembló el cristal de la cocina. Stella tenía a Anna bien agarrada entre los brazos, y para intentar calmarla la acunaba con la boca apoyada en su cabecita. La yaya Adele se le acercó y le acarició una mejilla. —Vete a mi habitación y quédate allí tranquila con Anna. Ya pensaré yo en cómo arreglar este desastre. —Gracias, Adele —murmuró Stella, que abrazó todavía más fuerte a su hija mientras poco a poco una lágrima solitaria le mojaba la cara.
Capítulo 14
Toni ya no era el mismo hombre con quien Stella se había obstinado en casarse. Los efectos del alcohol ya se estaban haciendo claramente visibles: su piel se había vuelto opaca y amarillenta y se le notaban las capilares en las mejillas y las orejas. Además, la aparición prematura de arrugas le daba un aspecto envejecido: a pesar de no haber cumplido aún los treinta, aparentaba por lo menos diez años más. El atractivo seductor y sus maneras persuasivas y cautivadoras ya habían desaparecido. Stella ya no le amaba, pero era su mujer, y como tal tenía ciertas obligaciones. Así, más o menos un año después de que naciese Anna, ya estaba esperando otro bebé. Se lo anunció a su hermana una tarde a finales de verano. Tenían que ir juntas a casa de su madre y habían quedado delante de la iglesia. Fueron por el paseo marítimo. Hacía un día soleado, con un viento ligero, y resultaba agradable pasear por el bulevar mientras oían las olas que rompían en el espigón y el chirrido de las gaviotas que volaban en círculos por encima de un pequeño barco pesquero que acababa de entrar en la dársena del puerto, cerca de donde estaban ellas. —Mira, yo... —Stella se interrumpió y se mordió el labio inferior—. Yo quería contarte una cosa. —Claro, dime —murmuró Giulia distraídamente, sin prestar demasiada atención. Estaba fascinada con el frenesí de las gaviotas atraídas por los restos de pescado que el pescador estaba limpiando y echando al mar desde su barca. Stella se quedó callada. Ya sabía lo que pensaba Giulia de su marido. De modo que continuó caminando a paso lento, con la cabeza baja y la mirada en la acera. Con ese silencio, Giulia se volvió hacia ella y la observó. —Cuéntame, Stella, ¿qué pasa? —Y bajó un poco la cabeza para intentar verle la cara. Stella suspiró y se armó de valor.
—¡Estoy embarazada! —le soltó a vuelapluma, sin levantar la cabeza. Giulia se quedó bloqueada y se la quedó mirando, pasmada. —¡Dios Santo, Stella! Otro niño... ¿Cómo has podido? —Stella levantó de nuevo la cabeza para mirarla con tristeza y se le llenaron los ojos de lágrimas—. Oh, perdóname, por favor —se disculpó Giulia al darse cuenta de que la había herido. La frase le había salido en un impulso y ahora se arrepentía de haber reaccionado de esa manera tan exagerada. —No, no. Tienes razón —balbuceó Stella, que empezaba a sollozar—. Yo... Ponte en mi lugar; no tuve elección. —Giulia suspiró. Sabía hasta qué punto podía llegar la violencia de Toni. La apretó fuerte contra ella y la abrazó—. Tú no sabes cuánto lamento no haberos escuchado. Si no me hubiese casado y hubiera aceptado la propuesta de papá de irme a vivir con él... Había apoyado la frente en el hombro de su hermana y estaba desahogando toda la tensión que llevaba acumulada desde que había descubierto que estaba embarazada de nuevo. Había bancos a lo largo del bulevar, y Giulia la invitó a sentarse en uno de ellos a la espera de que se recuperase un poco. Ya bastante sufría su madre por la situación de la hija, y no era cuestión de que la viese en el estado en que estaba. —Pero ahora ya no puedo volver atrás —continuó Stella una vez que estuvo más tranquila. —Pues claro que puedes. ¡Solo tienes que querer, Stella! —¿Pero a dónde quieres que vaya? Con lo poco que gano, ¿cómo voy a mantener a dos hijos? —Podrías irte con mamá, seguro que ella te ayuda. Stella negó con la cabeza. Después de que una larga enfermedad llevase a la muerte a Sergio, su padre, Irma, la madre, se había quedado sola y tenía pocas posibilidades económicas. Stella sabía que sería imposible dejar a Toni para pedirle refugio a ella. —¡Pero si ni siquiera puede mantenerse a sí misma, imagina si ahora llego yo
con dos hijos! —exclamó. Giulia torció los labios y no replicó: sabía que Stella tenía razón. Su madre no podía ayudarla económicamente. Y tampoco ella podía. Vivía en un apartamento muy pequeño, y con lo que ganaba su marido a duras penas bastaba para los dos. —Además, Giulia... tengo miedo de Toni —continuó Stella. —¿Qué es lo que te da miedo? —exclamó ella con rabia—. Miedo deberías tener ahora. ¡Si siempre estás llena de moratones! Stella bajó la cabeza. —Me da miedo su reacción. Él no aceptaría jamás la deshonra de un abandono. No quiero ni pensar en lo que me podría llegar a hacer. —Cerró los ojos e intentó apartar de su cabeza las imágenes de la violencia que ya sufría demasiado a menudo—. Y además, ¿qué pensaría la gente? —¡A ti debería darte igual la gente! — aulló Giulia. —Estamos en un pueblo pequeño. ¡Estaré en boca de todos! ¿Te acuerdas de lo que pasó con Ada? ¿Recuerdas cómo hablaban de ella? Hacía un par de años, la joven Ada escapó de su violento marido y no se habló de otra cosa en mucho tiempo. La opinión que la gente se había creado de ella no era de las más agradables, por más de que la mujer hubiese huido de continuas vejaciones. —La gente no lo entiende —añadió, moviendo la cabeza—. Si dejas a tu marido, por violento que sea, seguro que te consideran una mujerzuela. Conocía perfectamente la manera de pensar de la gente en un pueblecito como el suyo: eran en su mayor parte personas muy religiosas, de mentalidad estrecha y extremadamente conservadora. Desde siempre, desde los tiempos más remotos, la Iglesia había inculcado en la cabeza de la gente la creencia de que entre los muchos deberes de una mujer estaba el de respetar a su marido como si fuese su amo y someterse a él, en cualquier circunstancia y a cualquier coste. Que una mujer quisiera separarse jamás tenía justificación. —Pues sí, —dijo Giulia—. Sé perfectamente cómo es la gente de pueblo, pero
eso no puede frenarte; no puedes resignarte a seguir sufriendo. ¡Tienes que denunciarle por maltrato, y debes hacerlo antes de que sea demasiado tarde! —¿Y qué quieres que haga la policía! —replicó enseguida Stella con ímpetu—. No harán nada de nada. ¿Qué hicieron por Ada? ¿Metieron en la cárcel a su marido? ¿Lo mantuvieron alejado de su casa? ¡No! Fue ella la que tuvo que escapar y esconderse quién sabe dónde para que no la encontrasen. ¿Y yo? ¿Dónde te crees que puedo ir? Yo no conozco a nadie fuera de este pueblo. — Bajó la cabeza y estalló en sollozos—. No puedo hacer nada, Giulia. ¡Nada! Su hermana le tomó la mano y le acarició el pelo. —Pues tiene que haber una solución. ¡No puedes seguir así! Stella agitó la cabeza desconsolada. Ella no veía ninguna solución posible, y tampoco veía una vía de escape. Llevaba mucho tiempo buscando la manera de salir de la situación, pero la única que había encontrado todavía no había tenido el valor de llevarla a cabo.
Capítulo 15
Estaba entrando en el tercer mes de embarazo cuando le comunicó a Toni la noticia. La yaya Adele ya lo sabía y, a pesar de haberse dado cuenta del tormento por el que estaba pasando su nuera, estaba muy feliz por la llegada de su nuevo nietecito. —¡Ojalá que esta vez sea la buena! —exclamó Toni, que alzó la copa para hacer un brindis y se dispuso a devorar la cena. —¿La buena para qué, exactamente? —Stella dejó la cuchara con menestra que estaba a punto de meterse en la boca. —Para que venga un niño. ¡A ver si por fin consigues darme un hijo! — respondió él con insolencia. A Stella se le encogió el estómago. Miró a Anna, que estaba jugando en una manta en el suelo al lado de su abuela Adele, y sonrió cuando la pequeña alzó la mirada hacia ella. —¿Por qué? ¿Y si fuese otra niña, como Anna? —le preguntó mientras observaba a su hija, que intentaba subirse a las faldas de su abuela. —Todas las familias quieren un hijo varón —repuso él sin prestar la más mínima atención a la niña—. Necesito brazos que puedan trabajar. Las chicas son una carga. Stella se volvió hacia su suegra, que con la mirada le dio a entender que era hora de zanjar el tema, así que bajó la cabeza y suspiró. —Ojalá que lo sea —murmuró, y el deseo era más para ella que para su marido. Y así llegó el momento del parto. Toni la acompañó al hospital y después se fue directo a la taberna a esperar el nacimiento con sus amigos. Fue su hermano Carlo quien fue a avisarle de que, después de muchas horas de sufrimiento, su mujer había dado por fin a luz.
Cuando entró en el local, se lo encontró sentado con la cabeza en la mesa, ya borracho perdido. Carlo se le acercó y empezó a darle en los hombros. —¡Por Dios, Toni! —exclamó al verle en ese estado—. ¡Vamos, muévete! Tienes que ir al hospital. Toni levantó la cabeza y le miró con los ojos entornados. — ¿Ha nacido ya? —le preguntó mientras se levantaba de la silla y se agarraba a él. Iba tambaleante y no lograba ponerse en pie—. Es un niño, ¿verdad? Carlo negó con la cabeza. —Es una niña, una niña preciosa y sana. Un gruñido feroz salió de su garganta. De un manotazo violento, hizo que se cayeran al suelo los vasos y la botella de vino que había sobre la mesa. —¡Menuda zorra! No sabe hacer más que niñas. Solo hembras. ¡Y ya van tres! ¡No sirve para nada! A Carlo le hubiera gustado replicar, pero no lo hizo. Sabía que cuando su hermano estaba borracho era mejor no llevarle la contraria hasta que se le pasase la cogorza. —Venga, cálmate, Toni. No hagas eso. ¿Puedes caminar? —le preguntó mientras seguía agarrándole—. Será mejor que no vayas a ver a Stella, tal como estás. —¡Aaaah, déjame! —le gritó su hermano, y le dio un empujón en un intento de mantenerse él solo erguido con sus piernas tambaleantes. —Vamos, no hagas el tonto. ¿No ves que no puedes ni tenerte en pie? Anda, apóyate en mí —le ordenó con mucha paciencia Carlo. Pasó el brazo de Toni por sus hombros y puso el suyo alrededor de su cintura para aguantarle mejor. Toni masculló algo ininteligible, pero al final se dejó ayudar por su hermano, que le acompañó directamente a casa.
En ningún momento fue a ver a su mujer ni a conocer a Sara, su hija. Cuando le dieron el alta, Stella se lo encontró tirado en la cama fumando un cigarrillo. —¿Por qué no has venido a verme? —Tenía cosas que hacer —respondió sin siquiera mirarla a la cara. —¿Cosas que hacer? ¡Ir al bar, supongo! —afirmó ella, cortante. Él se giró y le lanzó una mirada pero no respondió. Tenía en brazos a Sara, ese angelito de pelo tupido y negro como el de ella. —¿No piensas venir a ver a tu hija? —le preguntó. Toni no se movió y siguió fumando tranquilamente tumbado, con el brazo derecho debajo de la nuca. —Por mí como si la tiras al mar —murmuró con cierto tono de desprecio. Stella sintió cómo la ira iba aumentando. ¿Cómo podía hablar así? ¡De su hija, sangre de su sangre! —Toni, ¡es tu hija! —exclamó horrorizada. —Tú lo has dicho, «hija» —subrayó—. Por eso no me interesa. Ya te dije que quería un varón, pero por lo que parece tú solo sabes parir niñas. —No soy yo quien decide el sexo de la criatura. ¡No puedes echarme le culpa! —le gritó ella, furiosa. Extrañamente, Toni no replicó. Volvió la cabeza y continuó aspirando el humo de su cigarrillo sin añadir nada más e ignorándola completamente. —A veces me pregunto si tienes corazón —clamó ella con amargura. Se dio la vuelta y salió de la habitación con lágrimas en los ojos.
Capítulo 16
Apenas unos meses después del nacimiento de Sara, Stella volvió a trabajar y dejó a la yaya Adele al cargo de sus dos hijas. Cuando podía, su suegra seguía protegiéndola también de los ataques de ira de Toni, y para Stella tenerla en casa era una medida de seguridad. Pero por desgracia al cabo de unos meses esa seguridad se fue cuando Adele alquiló una casita a unos dos kilómetros de la suya para irse a vivir con Carlo, su otro hijo, que todavía no estaba casado. Stella le estaba ayudando a preparar las últimas cosas para llevarse. No es que la yaya Adele tuviese muchas cosas: los muebles se los dejó a ellos, así que las cosas que se tenía que llevar a su nueva casa eran objetos personales. Stella tenía un nudo en la garganta. Mientras doblaba la ropa de su suegra, pensaba en qué iba a ser de ella ahora, sola en casa con su marido, sin Adele para defenderla. Ella parecía leerle el pensamiento: —Oye, Stella, puedes venir a mi casa en cualquier momento. Que no te dé apuro. Y por otro lado, intenta obviarlo. Cuando está borracho, no le lleves la contraria. Stella apretó los labios en un intento de no romper a llorar. —Lo sé, pero es que a veces no lo consigo —murmuró con la cabeza gacha mientras hacía las bolsas—. Ojalá no bebiese tanto. Si pudiera dejarlo... Tú también has visto que cuando está sobrio va un poco mejor, ¿a que sí? Por lo menos, no es tan violento. Su suegra asintió sin decir nada más. Efectivamente, es que no había nada que añadir. Ya tenía la certeza de que su hijo no tenía ninguna intención de dejarlo ni de cambiar, y eso la preocupaba mucho. Le quería mucho, pero también quería mucho a Stella y a sus dos nietecitas, y saber que Toni tiraba por la borda la serenidad de su familia por una botella de vino le encogía el corazón.
Capítulo 17
Una noche a finales de verano Stella estaba muy emocionada. Toni le había prometido llevarla al cine, donde echaban una película nueva titulada Agente 007. El protagonista era el atractivo Sean Connery en el papel de un agente secreto inglés, y ella estaba impaciente por verle en la gran pantalla después de tanto irarle en las revistas del corazón. La pequeña Sara estaba en casa de la yaya Adele, y a Anna en cambio la iban a llevar con la abuela Irma, que vivía cerca del cine. Así pues, hizo la cena pronto, se arregló meticulosamente y se puso a esperar impacientemente a que Toni regresara. Pero media hora antes de que empezase la película él todavía no había llegado. Estaba desilusionada y enfadada, y cuando él llegó, en evidente estado de embriaguez, no logró contener su ira. ― ¡Estás borracho! ―le gritó con rabia―. ¡Y me prometiste que me ibas a llevar al cine! ―Bueno, es que he decidido que no me apetecía ―masculló él con la voz pastosa por el alcohol. ― ¡Pues a mí sí! Y tú sabías las ganas que tenía y me lo prometiste. ― ¡Y yo te repito que no me apetecía! ―gritó, y golpeó con fuerza con los puños en la mesa. La pequeña Anna se había quedado agazapada en una esquina de la cocina y miraba aterrorizada cómo discutían sus padres por enésima vez. ― ¡Mira en lo que te has convertido! Es que no eres capaz ni de mantenerte en pie. ¡No eres más que un pobre alcohólico! ―añadió ella, con una expresión que dejaba muy claro su descontento. ― ¡No te atrevas a hablarme de ese modo! ―Toni tenía los brazos apoyados en la mesa y se asomaba hacia ella, mirándola con rabia.
― ¿Por qué? ¿Acaso no es verdad lo que estoy diciendo? ― ¡Para ya! ―La cara de Toni se había vuelto de un tono violeta intenso, en parte por el alcohol y en parte por la rabia que le subía de manera prepotente. ―Sí, ahora mismo paro y me voy. Ya no puedo contigo. No te mereces a una mujer y tampoco mereces tener hijos ―gruñó Stella, y fue hacia Anna, que seguía mirándoles con los ojos atemorizados―. Ven aquí, cariño ―dijo después a su hija en un tono de voz más dulce. La agarró de la mano y fue con ella hacia la puerta de la casa. En aquel momento no pensó en las consecuencias de ese gesto. Lo único que quería era largarse y no ver nunca más esa cara morada de su marido. ― ¡Eso es, tú vete! ―farfulló Toni, y se sentó de un batacazo en la silla―. Vete con tu amante, ¿no es eso? No ves la hora, ¿eh? Eres una puta, una asquerosa puta. Stella se volvió a mirarle un instante y su mirada reveló todo el odio que en aquel momento sentía por él. Después, sin decir nada, salió de casa y se fue a pasó veloz por el puente que la separaba de donde vivía su madre. De momento irían con ella, ya pensaría después otra solución.
***
Anna se había puesto a llorar. Tenía miedo: había visto muchas veces a su padre pegar a su madre, y, a pesar de no tener todavía seis años, sabía muy bien de lo que era capaz. ―Mamá, ¿dónde vamos? ―A casa de tu abuela, cariño. Vamos donde la abuela Irma. ―Pero... ¿y si nos pilla? ―No, cielo, no. No podrá alcanzarnos. Pero tenemos que hacerlo ya. Intentaba tranquilizar a su hija, pero el miedo de que su marido pudiese encontrar fuerzas para perseguirlas era cada vez mayor. Cuanto más avanzaba, más cuenta se daba de que aquella decisión marcada por la ira no había sido inteligente para nada. Por lo menos, no en aquel momento, con su marido tan borracho. Stella arrastraba a Anna del brazo, y las dos se iban dando la vuelta cada poco para mirar atrás. Ya habían recorrido un buen trozo de calle y estaban en el puente que atravesaba el riachuelo cerca de la casa de la abuela Irma. Apenas cien metros y ya estarían allí. En un momento dado, la niña vio los faros de una bici que zigzagueaba en la oscuridad. ― ¡Mamá, que viene! ―chilló con angustia. ―No, no es él, tú tranquila ―dijo Stella en un intento de calmarla mientras miraba ese puntito de luz que avanzaba hacia ellas. Sabía que le pequeña tenía razón: era Toni, que las estaba persiguiendo. No conseguirían nunca llegar a casa de su madre, y en ese momento más que nunca temía la reacción de su marido. Anna seguía girándose y mirando abatida aquel faro que cada vez se acercaba más.
― ¡Mamá, es él! Es él, y se está acercando ―insistió, con lágrimas en los ojos. Se notaba el pánico en su voz, ese pánico que una niña jamás debería sentir. A Stella se le encogió el corazón. La niña sollozaba. Corría. Se tropezaba. La madre tiraba de ella y seguía arrastrándola, ordenándole que se diera prisa. ― ¡Rápido, Anna, corre! ― ¿A dónde te piensas que vas? ―sonó amenazante esa voz tan familiar a su espalda―. ¡Zorra, no eres más que una zorra! ¡Para! ― ¡Vete! ―le gritó Stella mientras seguía caminando todo lo deprisa que podía―. ¡Déjanos en paz! Esperaba haber escapado de la furia de su marido, pero se dio cuenta con horror de que ya era inútil: les estaba alcanzando. De modo que se paró, se giró hacia él y se preparó para lo peor. Empujó a Anna detrás de sí para protegerla, aunque sabía perfectamente que Toni nunca le pondría una mano encima a su hija: la violencia la reservaba para ella, y solo para ella. Cuando él llegó a donde estaban ellas, estampó la bicicleta en el suelo y se les tiró encima. ― ¿A dónde creías que ibas? ¡Sucia perra asquerosa! ―La agarró primero del pelo y después la abofeteó y le dio mil puñetazos. ― ¡Déjame! ―gritaba Stella―. ¡Me haces daño! ¡Suéltame! La rabia y el alcohol tenían ofuscada la mente de Toni, que seguía pegándole una y otra vez. Anna lloraba sentada en el suelo, hecha una bola, con las rodillas contra el pecho, los brazos alrededor de las piernas y la cabeza baja. ― ¡Pero qué hace? ¿No le da vergüenza? ―gritaron a todo pulmón tres jóvenes que pasaban con su bici y al ver la escena se quedaron pasmados y se detuvieron―. ¡Pare! ―No os metáis en esto ―repuso Toni―. ¡No es asunto vuestro!
― ¡Pero cómo está pegando a la mujer de esa manera? Y encima delante de la niña. ¡Debería darle vergüenza! Toni se paró y miró a Anna, que al oír aquellas voces había levantado la cabeza y sollozaba mientras le miraba, trastornada. Así pues, soltó a Stella, a la que en ese momento tenía agarrada del pelo, y bajó los brazos haciendo que cayeran como muertos a lo largo de su cuerpo. En cuanto se vio libre, Stella se acercó a su hija y la abrazó para intentar calmarla. Esta le puso los brazos en el cuello para abrazarla fuerte. Ese abrazo de su hija le provocó un enorme dolor de espalda. Le sangraba la nariz, y sentía que poco a poco se le estaba hinchando el brazo derecho. ― ¡Tira para casa, muévete! ―le ordenó Toni en tono autoritario, y les alzó la mano a los tres desconocidos, que estaban quietos y le miraban amenazantes. Entonces cogió la bicicleta y se volvió en silencio por donde había venido.
Capítulo 18
A los seis años, Anna empezó a ir a la escuela. Se había convertido en una niña tranquila, y su profesora, que conocía la situación familiar, la tomó bajo su ala protectora. La llamaba Alfombra porque era de complexión menuda. Con su Fiat 500 negro, iba a buscarla por la mañana para llevarla al colegio y muchas veces hasta la llevaba a casa al terminar. Las otras niñas se daban cuenta del tratamiento especial que la maestra le daba a Anna y eran muy envidiosas. Se metían con ella y la llamaban la niñita de la profe. Ella se enfadaba mucho, y a veces llegaba a llorar por ello. Cuando no estaba en el colegio, Anna iba a casa de la yaya Adele. Estaba muy unida a la anciana: era su refugio, su ancla de salvación, y también la de su madre.
***
Una lenta tarde de otoño, estaba haciendo los deberes en el comedor de su yaya cuando oyó que llamaban insistentemente a la puerta. Fue a abrir y se topó con su madre, que, agitada y sin aliento, se dirigió a toda prisa a la cocina de su suegra. ―Ya llega. Está borracho otra vez. Por favor, dile que no estoy ―le oyó decir. ― ¡Ya estamos otra vez! ―Adele resopló―. Tú escóndete aquí, que ya veré yo cómo lo hago ―le dijo para consolarla. Cerró la puerta y se dirigió a Anna―: Y tú quédate callada, ¿vale? A tu madre no la has visto y tampoco sabes dónde está ―le aconsejó a su nieta, llevándose el dedo índice a la boca para que entendiera que tenía que estar en silencio. Anna sabía lo que pasaría si su padre encontraba a su madre y asintió con vehemencia. Tenía miedo, le latía fuerte el corazón y le entraron ganas de llorar, pero intentaba ser fuerte y echar atrás las lágrimas. No habían pasado ni diez minutos cuando oyeron unos golpes fuertes en el umbral de la puerta. ― ¡Abrid la puerta! ¡Abridla ya! ―gritaba su padre mientras golpeaba la puerta con los puños. Parecía que la iba a echar abajo de un momento a otro. La yaya Adele fue a abrir intentando que la viera lo más tranquila y sorprendida posible. ―Toni, ¿qué pasa? ¿Qué haces aquí? ―Continuaba con la mano en la manilla para impedir que él entrase. ― ¿Dónde está esa zorra? ―Toni echó la cabeza hacia delante y miró a su alrededor como un felino dispuesto a abalanzarse sobre su presa. ― ¡Toni, cálmate, que aquí no hay nadie! ― ¡Mentirosa! Ya sé que está aquí. ¡Déjame entrar! —le ordenó a su madre, y le dio un empujón que casi la hace caer al suelo.
―Mira, Toni, ya te he dicho que aquí no está ―repitió Adele mientras intentaba bloquearle. Pero ya era demasiado tarde: él había llegado hasta la cocina y abierto la puerta. ― ¡Aquí estás, mala puta! Stella estaba en un rincón al lado de la ventana y se puso a chillar, aterrorizada. Toni se le echó encima. La tiró al suelo y la emprendió a puñetazos y patadas con ella, que estaba hecha un ovillo en posición fetal intentando protegerse la cabeza con las manos. Adele había seguido a su hijo e intentaba en vano pararle los pies agarrándole de la camisa. ―Toni, basta. Por amor de Dios. ¡La vas a matar! ―gritaba angustiada. Anna también asistía impotente a la escena. Estaba de pie en la puerta y miraba con horror a su padre, que golpeaba sin piedad a su madre, que seguía acurrucada en el suelo sin moverse. ―Para, por favor. ¡Papá, para ya! ―gritaba y lloraba desconsolada, pero la furia de aquel hombre era tan grande que ni siquiera las súplicas de su hija le hacían desistir. Solo se calmó cuando le fallaron las fuerzas y se fue tambaleándose sin mediar palabra y dejando a Stella agazapada en el suelo y llena de sangre. Después de este episodio, Anna, Sara y su madre se fueron a vivir unos días a casa de tía Giulia. A Stella le costaba moverse. Probablemente tendría alguna costilla rota, pero no había querido seguir el consejo de su hermana de ir al hospital, y tampoco quería denunciar a su marido. Esperó hasta que el dolor se pasó un poco y decidió volver a casa. Su vivienda era un viejo edificio de dos plantas entre otros dos, fabricados más o menos de la misma manera. En la punta, pero en perpendicular, había otros dos edificios, y todos juntos rodeaban un patio comunitario.
Allí los niños jugaban juntos y las mujeres charlaban sentadas a la sombra de una vieja encina mientras cosían o tejían. Todo el complejo se llamaba Burgo de la Encina por el árbol que se encontraba desde hacía ya muchos años en el centro del patio. En el Burgo de la Encina todo el mundo se conocía y sabían la delicada situación de la familia de Anna. Cuando Stella y las niñas volvieron a casa, se encontraron con un montón de platos rotos por fuera de la puerta de entrada. Stella se acercó moviendo la cabeza con la mirada fija en aquel desastre. ―Hola, Stella. ¿Qué tal? Stella se dio la vuelta. Era Rosa, su vecina de al lado, que estaba haciendo punto sentada bajo el viejo árbol en compañía de otras dos ancianas del vecindario. ―Un poco mejor, aunque aún me duele. Gracias, doña Rosa. ―Sus labios se abrieron en una sonrisa casi imperceptible. La anciana sacudió la cabeza con pesar. Era una buena mujer. No era entrometida ni petulante, y cuando podía intentaba ayudar. ― ¿Qué ha pasado aquí? ―preguntó Stella mirando la montaña de porcelana rota. ―Ha sido Toni ―respondió doña Rosa, contrariada. Stella se agarró de los pelos. ―Ya lo intuía yo... ―murmuró. ―Los dos últimos días no ha hecho más que gritar, blasfemar y tirar platos por la ventana. Daba mucho miedo. Estaba tremendamente borracho. Stella suspiró al ver desconsolada todo el caos que había montado su marido. ―Anna, ve a por un cubo ―ordenó a su hija. Luego intentó agacharse, pero le asaltó una punzada de dolor. Su vecina se dio cuenta de la expresión de sufrimiento y se le acercó para
echarle una mano. ―Espera, yo te ayudo ―dijo la anciana, y se puso a recoger con ella los trozos. Stella la miró conmovida y los ojos se le llenaron de lágrimas. Intentó esconderlas, intentó contenerse, pero no pudo. Así que lo dejó estar y estalló en un llanto lleno de frustración, rabia e impotencia. Doña Rosa se levantó de nuevo y la abrazó para intentar calmarla y consolarla. En aquel momento, Stella sintió que ya no tenía fuerzas para luchar. Estaba cansada del maltrato continuo, de las peleas constantes y, sobre todo, del terror que veía en los ojos de sus hijas cada vez que el padre llegaba a casa borracho y se ponía a gritarle y despotricar contra ella. Habría querido dejarlo todo e irse, alejarse de todo aquel infierno, dejar atrás aquella vida de sufrimiento y violencia. Irse... Aquella era tal vez la vía de escape en la que había pensado en los últimos tiempos, la misma en la que pensaría un tiempo después cuando se tomó aquella enorme cantidad de tranquilizantes.
Capítulo 19
Era sábado por la noche. Anna y Sara pasaron todo el día en casa de la yaya Adele jugando con sus primos, ya que ese día había ido a casa de su yaya tía Clara, la hermana de su padre, con Roberto y Lisa, sus dos hijos. La tía Clara vivía a más de cincuenta kilómetros, así que la veían muy de vez en cuando. Anna y Sara la adoraban, pero sobre todo adoraban a su marido, tío Andrea, que siempre era muy cariñoso y jugaba mucho con ellas. Como los tíos y los primos se iban a quedar también a cenar, las dos niñas no tenían para nada ganas de volver a casa, de modo que la yaya Adele decidió que esa noche se quedarían las dos a dormir en su casa. Toni había estado fuera todo el día. Tenía que reparar las redes de su pesquero y cuando volvió a casa ya era media tarde. Por suerte había estado tan ocupado que no le había dado tiempo a pasar por la taberna, de modo que cuando volvió a casa estaba sobrio. Cuando entró se encontró las luces encendidas, pero no había nadie en la cocina. En el piso reinaba un absoluto silencio. Perplejo, miró a su alrededor. La mesa aún no estaba preparada y en la cocina no había ni rastro de la cena. ― ¡Stella! ―la llamó en voz alta―. Stella, ¿dónde estás? Sin respuesta. Ni un ruido. Fue al dormitorio. Abrió la puerta y la vio bocabajo sobre la cama, con las piernas ligeramente abiertas, la cara aplastada en la almohada y el pelo tapándole la cara. ― ¡Stella! ¡Levántate, que son las ocho! ―Toni estaba parado en la puerta, pensaba que su mujer se había quedado dormida―. ¡Stella, despierta! ―insistió. Pero ella no respondía y aquella postura y el hecho de que estuviese inmóvil le hicieron sospechar. Se le acercó a paso veloz, le tocó un brazo y la sintió fría―.
¡Stella, por Dios, despierta! Empezó a menearla sin dejar de llamarla. Después la puso en posición supina. Le apartó el pelo de la cara: tenía los ojos cerrados y la boca semiabierta. No daba señales de vida. Se acercó a su boca para ver si respiraba, pero no consiguió captar nada. Pensó en lo peor: se le hizo un nudo en la garganta y sintió una terrible presión en el pecho. No podía ser, no quería creérselo. Se agarró de los pelos y miro a su alrededor sin saber bien qué hacer. Volvió a mirar a su mujer y se le ocurrió ponerle dos dedos en el cuello. Contuvo el aliento: las manos le temblaban y parecía que no se oía nada. Las desplazó unos centímetros y por fin notó algo: todavía le quedaba un ligero latido. Corrió hacia la puerta para llamar a emergencias. Fue solo al pasar junto a la alacena cuando vio que había muchos envases y ampollas de medicamentos vacíos. Enseguida comprendió lo que había intentado hacer su mujer y se precipitó a casa de los vecinos para que llamasen a una ambulancia. Cuando la ambulancia llegó, todos los vecinos de la urbanización se agolparon con curiosidad en la entrada de la casa. Vio cómo se comportaban: parloteaban y le observaban con miradas serias y acusadoras; nadie se le acercaba, nadie le hablaba. Obviamente le consideraban responsable, y él sabía que tenían razón y que merecía que le criticasen por ello. Justo al mismo tiempo que los sanitarios apareció también su hermano Carlo, que cuando le vio en la puerta de casa mirando fijamente con los ojos en blanco a la ambulancia que se marchaba desplegando la sirena le arrastró a la cocina para apartarle de todas aquellas miradas indiscretas. En cuanto Toni entró en casa, se deslizó en una silla y se echó a llorar desesperado.
―Ha sido por mí, si ha hecho esto ha sido solo por mi culpa ―reconoció entre sollozos―. Es solo culpa mía. Lo sé; lo siento, lo siento muchísimo. Carlo no encontró las palabras adecuadas para consolarle. En el fondo, lo que acababa de decir Toni era verdad: él era la causa de que su mujer hubiese llegado a ese extremo, y el dolor y los remordimientos que sentía en ese momento le servirían de lección. ―Ahora cálmate ―le dijo―. Voy a avisar a Giulia y acompañarla al hospital. Tú recupérate un poco, échate un poco de agua y te vienes conmigo. Toni asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Su hermano le dio un toque en el hombro y se dirigió a toda prisa hacia el umbral. Una vez solo, Toni pensó en sus hijas y en la posibilidad de que no volvieran a ver a su madre, y eso le angustiaba todavía más. Miró a la despensa y vio la botella de vino. Casi tuvo a tentación de ponerse un vaso; al menos de esa manera todo el malestar que sentía en el fondo de su corazón no le consumiría. Pero finalmente decidió no hacerlo, y en su lugar se puso a rezar. Rezó por la vida de Stella. Rezó por sus hijas. Y también rezó por él mismo. Por tener fuerzas para cambiar y conseguir ser un hombre mejor. En cuanto recobró un poco la calma y la lucidez, fue a refrescarse como le había aconsejado su hermano, se puso una camisa limpia y se fue al hospital a toda prisa. Todavía no sabía si su mujer habría conseguido salvarse, y cuanto más cerca estaba más le atenazaba el miedo. Cuando llegó, ya estaban esperando en la sala de espera Carlo, Giulia y Giovanni, el hermano de esta y de Stella. Cuando Giulia le vio, se le tiró encima, furiosa. ― ¡Qué haces aquí? ―Le agredió a golpes en el pecho con los puños cerrados―. Vete, bastardo. ¡Ahora ella está ahí dentro por tu culpa!
―Por favor, Giulia... Lo sé, lo siento, yo... ― ¡Que no hables! ―le ordenó callar, furiosa―. No tienes derecho. ¡Vete ahora mismo! ―Giulia seguía pegándole con los puños en el pecho como enloquecida, y sus ojos destilaban odio al mirarle. Toni la agarró por las muñecas y la bloqueó. ―Giulia, para. Tienes... tienes razón. Lo... siento ―balbuceó. No sabía qué decir ni cómo defenderse. Y es que en realidad no podía hacerlo porque no tenía ninguna excusa válida como disculpa. Y lo sabía. Giulia se quedó bloqueada y empezó a lloriquear. Le cedieron las piernas y cayó de rodillas con los brazos en alto, todavía agarrados por Toni. Agachó la cabeza y siguió llorando desesperada. ―No, no puedes venir aquí y decir simplemente que lo sientes. Eres tú el que la ha matado, maldito bastardo. ¡Eres un enorme bastardo! ―Giulia no paraba de sollozar y de insultarle. Toni le soltó las muñecas y Giovanni y Carlo se le acercaron, la ayudaron a levantarse y la acomodaron en una silla de la sala de espera. Carlo se fue con su hermano, que se había quedado en el centro de la estancia, mientras miraba atontado a su cuñada. ―Será mejor que vengas conmigo ―le aconsejó mientras le acompañaba por el pasillo para llevárselo lejos de ella. ― ¿Cómo está Stella? Giulia ha dicho que la he matado yo... ¿Eso quiere decir que...? ¿Está muerta? ―le preguntó Toni mientras se apretaba las manos, nervioso. ―Todavía no sabemos nada, solo nos han dicho que no está consciente. ― ¡Dios Santo! ―Toni le propinó un puñetazo a la pared. ―Están intentado hacerle un lavado de estómago ―continuó su hermano―, pero no nos pueden asegurar nada.
Toni, que había apoyado los hombros contra la pared, se dejó resbalar hacia abajo y terminó sentado en el suelo con las piernas dobladas y la cabeza entre las manos. ―No queda más que esperar. Toni se balanceó un poco hacia delante y hacia atrás, después se paró y se quedó inmóvil un buen rato. En un momento dado vio que un médico se acercaba a sus cuñados y les hablaba en voz baja. Se levantó, pero no se atrevió a acercarse. Giulia le odiaba y tenía razones para ello. No captó lo que les estaba diciendo el médico, pero vio que Giulia le agarraba de las manos, sonreía feliz y luego rompía de nuevo a llorar, abrazada a su hermano. Le pareció más un llanto liberador que uno desesperado, así que dedujo que su mujer estaría fuera de peligro. Bajó la cabeza y dio las gracias a Dios por haber escuchado sus plegarias y salvarla. Pero quizás no era eso lo que quería Stella.
***
Después de aquel episodio, Toni intento no beber más, y durante un breve periodo su relación con Stella mejoró un poco. Sin embargo, ya se había vuelto adicto al alcohol, e intentar dejarlo de manera brusca y sin ayuda del exterior le había provocado el típico síndrome de abstinencia: ya no dormía, le temblaban las manos, tenía escalofríos y náuseas y el deseo de beber era cada vez más fuerte. Por eso los buenos propósitos que se había impuesto no duraron mucho: empezó a beber de nuevo, primero de manera moderada, pero cada vez más hasta que todo volvió a ser como antes.
Capítulo 20
Anna no tenía una infancia serena. Veía a su padre borracho demasiadas veces, y asistía impotente a la brutal violencia que este cometía contra su madre. Eso sí, nunca fue violento con ella ni con su hermana. No les había pegado jamás, pero tampoco tuvo ningún gesto de afecto con ellas: ni caricias, ni besos, ni abrazos. Eran realmente pocos los momentos de alegría que pasaban con él. Uno de ellos se produjo la mañana de un seis de enero, cuando Anna no había cumplido aún siete años. Ese día, Toni abrió la puerta de su habitación y la llamó en voz muy alta: ―Anna, despierta. ¡Vamos, que hay una sorpresa para ti! Instintivamente, Anna se tapó la cabeza con la sábana para protegerse de la cantidad de luz que entró de repente. ― ¿Qué? ¿Has visto esta noche a los Reyes? ―dijo su padre mientras abría también los postigos de la ventana. Anna todavía estaba medio dormida, pero cuando oyó que nombraba a los tres personajes que traen regalos tiró la sábana de repente, se levantó y se frotó los ojos. La luz que inundaba la estancia le molestaba, y le costaba mantenerlos abiertos. ―No ―respondió, desilusionada―. Ni siquiera los he oído. ― ¿En serio no los has oído? ―exclamó con voz incrédula su padre―. ¿Con todo el ruido que han hecho? ―Anna negó con la cabeza, desconsolada―. Bueno, ve a ver lo que te han dejado. ―Alzó la mirada y señaló un cochecito de muñeca colgado de las vigas del techo. Anna levantó la cabeza, entornó los ojos para intentar enfocar y, en cuanto vio lo que era el objeto que colgaba sobre su cabeza, una enorme sonrisa iluminó su cara. No podía creer lo que veían sus ojos: hacía mucho que quería uno, y por fin lo
tenía. Estaba allí, justo encima de ella. Su padre seguía al lado de la ventana y la miraba sonriente. ―Entonces, ¿te gusta lo que te han traído? ― ¡Oh, sí, sí, sí! ¡Es precioso! ¡Precioso! ―Anna aplaudió, feliz. Se puso de pie sobre la cama y alargó los brazos, en un intento de cogerlo. En ese momento entró también su madre en la habitación. ― ¿Has visto, mami? ¡Mira lo que me han traído los Reyes! ―exclamó. Daba saltitos para intentar alcanzar ese regalo tan codiciado. ― ¡Es precioso! ―Stella no pudo evitar reír al ver el entusiasmo de su hija, que no dejaba de aplaudir, dar saltitos y soltar grititos de emoción―. Espera, para, no te vayas a caer. Papá te la coge. Toni saltó sobre la cama, agarró el carrito y se lo dio con una gran sonrisa. Anna lo puso en el suelo y empezó a acariciarlo. ¡Todavía no se lo podía creer! Le brillaban los ojos de alegría, y en aquel momento se sentía la niña más feliz sobre la faz de la tierra.
Capítulo 21
Ese mismo año, al empezar la primavera, a Toni le diagnosticaron un carcinoma de laringe, que según los médicos se había desarrollado a causa de los daños provocados por el humo y el abuso del alcohol. Actuaron rápido: se lo extirparon y le efectuaron una traqueotomía, una apertura permanente en la base del cuello que a través de un tubo transportaba el aire a los pulmones y le permitía respirar. Anna veía a su yaya muy triste en aquella época, y la había sorprendido llorando a escondidas. Su madre le había dicho que su padre estaba muy enfermo, pero, naturalmente, dada la inocencia de sus siete años no podía captar la gravedad de la enfermedad. Solo cuando era adolescente se enteró de que le habían dado apenas seis meses de vida. Pero Toni salió adelante a pesar de esa drástica previsión. Sin embargo, el proceso de curación fue muy largo y no sin consecuencias. Después de pasar por una traqueotomía, su voz cambió totalmente y para siempre. Se volvió más ronca, y al principio casi ininteligible. Necesitó mucho tiempo y mucha rehabilitación para aprender a comunicarse de manera que todo el mundo le entendiese. Cuando llevaron a Anna poco después de la operación a visitarle al hospital, se quedó muy impresionada al ver que su padre era incapaz de hablar. Al no estar familiarizado todavía con esa nueva manera de comunicarse, tenía que repetir varias veces una misma frase hasta que los demás la entendiesen. Al principio Anna se lo quedaba mirando con la boca abierta y los ojos llenos de terror. Al darse cuenta, su padre le sonrió y alargó los brazos para que ella se le acercase. Stella miró a su hija, le cogió de la mano y la acompañó al lado de él.
―No debes tenerle miedo a papá ―le dijo en voz baja. Anna lo miró perpleja. ― ¿Por qué hablas así? ―le preguntó. Stella se inclinó a su lado y le acarició el pelo. ―Papá estaba muy mal ―empezó a decir―, y han tenido que hacerle un agujerito en la garganta para que se ponga mejor. ¿Ves? ―dijo mientras señalaba la cánula que salía de la base del cuello―. Pero con ese agujero no puede hablar como antes, así que tendremos que acostumbrarnos a su nueva voz. Anna arrugó la frente. ― ¿Te duele? ―le preguntó mientras observaba con curiosidad el tubito de plástico que desaparecía dentro del cuello de su padre. Toni hizo un gesto con la mano para indicar que no. ―No, Anna, ya ha pasado. Está mejor, no te preocupes ―respondió su madre―. Ahora solo tendrá que quedarse un tiempo más en el hospital. ¿Sabes? Ahora tendrán que enseñarle a hablar de nuevo. Anna miró a sus padres y se echó a reír, divertida. Nunca se le había ocurrido que un hombre como su padre tuviese que volver a aprender a hablar. No veía la hora de volver a casa y contárselo todo a su amiga Teresa.
Capítulo 22
Teresa era su mejor amiga, eran vecinas y prácticamente habían crecido juntas. Anna estaba precisamente jugando con ella cuando oyó que su madre Stella la llamaba desde su dormitorio: ― ¡Anna! Ven aquí... ¡Anna, date prisa! ―Por el tono de su voz, parecía que era algo urgente, así que acudió rápidamente. Se la encontró tumbada, sudada y con fuertes pinchazos en la tripa. ―Anna, ¡ve a casa de la abuela Irma! ―Jadeó y contrajo la boca en una mueca de dolor―. Dile que vaya a llamar a esa mujer que ella sabe para que venga. ¡Vamos! ― ¿Qué te pasa, mamá? ―Anna estaba atemorizada y la miraba con los ojos como platos. ―Nada, no es nada. ¡Vamos, muévete! ―le incitó Stella, sin añadir nada más mientras la empujaba hacia fuera. La pequeña salió de casa corriendo y se apresuró hacia casa de su abuela. Cuando le contó lo que le había dicho su madre, la abuela empezó a agitarse de una manera muy extraña. Anna no lograba entender lo que estaba sucediendo. ― ¿Qué pasa, yaya? ¿Qué tiene mamá? ―Oh, no es nada grave. Solo le duele un poco la tripa; ya verás cómo se le pasa pronto. ―Le acarició la mejilla―. Ahora vuelve con ella y dile que estoy llegando, ¿vale? Anna asintió obedientemente y se fue a toda prisa a su casa, y mientras esperaba que llegase su abuela fue a hacer compañía a su madre con su amiguita Teresa. Se veía claramente que la madre estaba realmente mal. Era un mar de sudores y tenía unos calambres terribles que se calmaban un ratito para después volver. Debían de ser muy fuertes, porque cada vez ella se retorcía de dolor. Anna estaba muy preocupada: no la había visto nunca sufrir de esa manera sin
que su padre la hubiese pegado. Al cabo de un rato llegó su abuela. La acompañaba una señora mayor que llevaba bajo el brazo una gran bolsa de cuero marrón. A Anna le hubiese gustado quedarse con su madre para apoyarla, pero su abuela la echó de la estancia a toda prisa. ―Vamos, fuera de aquí ―le ordenó tajantemente―. Mamá está mal, dejadla en paz. ― ¡Pero yo quiero ver cómo está! Quiero estar con ella ―protestó Anna, que podía oír su propio lamento. ―No, no, vamos ―insistió su abuela―. Ahora vete con Teresa a mirar el cielo, a ver si veis a la cigüeña, que está a punto de llegar y nos traerá a un precioso bebé. Anna y Teresa se miraron desconcertadas y excitadas. Nunca habían visto una cigüeña y tenían muchísima curiosidad por ver a la famosa portadora de bebés de la que tantas veces habían oído hablar. De modo que salieron corriendo y fueron a un banco del pequeño parque que daba al patio del complejo. Al cabo de un rato, Anna vio que el coche rojo de tío Carlo se paraba delante del portal de su casa, y de él se bajaba su padre. Tenía un pañuelo alrededor del cuello, en el cual apoyaba la mano derecha. Había pasado casi un mes desde la operación, y hasta ese momento Toni se había quedado en rehabilitación en el hospital. ― ¡Papá! ―gritó emocionada al verle mientras levantaba los brazos para que él la viera. Él se paró y levantó la mano para saludarla, y luego pronunció algo que a Anna le costó entender. Se le acercó y preguntó: ― ¿Qué hacemos? Toni asintió, pero no dijo nada más.
―La abuela ha dicho que está llegando la cigüeña con un bebé y que tenemos que estar pendientes a ver si llega ―respondió señalando el cielo. Toni sonrió y le guiñó un ojo a su hermano, que mientras tanto había llegado a donde estaban ellos. ― ¿Y cómo es que estáis aquí? ―preguntó Anna a su tío. ―He ido a buscar a tu padre al hospital. ― ¿Por qué? ¿Se va a quedar en casa? ―No, ha pedido permiso solo por hoy, para ver a ese bebé que va a traer la cigüeña ―contestó su tío. Toni les hizo una señal con las dos manos a las niñas como para animarlas a volverse a sentar en el banco. ― ¿Deberíamos volver a esperar? ―intentó averiguar Anna. Toni asintió de nuevo con un sonido ambiguo. Anna leyó en sus labios lo que había querido decir. ― ¡Ya lo sé! ―dijo un poco molesta―. Debemos tener paciencia. Lo sé, la abuela también lo ha dicho. ―Se detuvo un instante y miró al cielo antes de volver a dirigirse a su padre―: Mamá está mal, lleva en la cama desde esta mañana. Ahora mismo está con ella la abuela Irma y otra señora. ―Sí, ya lo sabemos ―dijo tío Carlo―. Es por eso que estamos aquí. Es más, será mejor que vayamos a ver cómo está. ―Vale, entonces nosotros volveremos allí. ―Anna señaló el parquecito, agarró a Teresa de la mano y se fue de nuevo hacia el banco. ―Eh, chicas, recordad tener los ojos bien abiertos ―dijo Carlo con una sonrisa antes de desaparecer por la puerta de entrada junto con su hermano. Anna y Teresa volvieron al banco y se sentaron de nuevo con nariz respingona. Hasta que el hambre apareció, y decidieron volver a entrar, cansadas y desilusionadas, sin haber visto ni la sombra de la cigüeña.
― ¡Abuela! ¡Abuela! ―la llamó Anna según entraba en la cocina. ―Abuela, no hemos visto ninguna cigüeña. ¡No ha venido! La abuela Irma abrió de par en par la puerta de la habitación de sus padres, salió y fue a su encuentro. ― ¡Pues claro que ha llegado! ¡Venid, venid a ver! ―Se echó a reír, las agarró de la mano y las acompañó al dormitorio. Cuando Anna entró, vio a su padre sentado al lado de su madre con un niño en brazos. ―Mira, aquí está tu hermanito. ¡Un precioso niño! ―anunció la abuela. Anna y Teresa se miraron atónitas. ¿Cómo era posible? ¿Por dónde había entrado la maldita cigüeña? Ellas no la habían visto, y eso que habían estado muy, pero que muy atentas. ―Ven, Anna ―le dijo su madre, como para interrumpir todas las preguntas que se estaba haciendo―. ¿No quieres acariciar un poco a tu hermano Luca? Anna se abalanzó excitada hacia sus padres, se sentó al lado de su padre y cogió en brazos al recién nacido, que su padre le ofrecía. ― ¡Qué pequeño es! ―exclamó mientras acariciaba su minúscula manita. ―Oh, pero se hará grande y fuerte ―declaró Stella, y miró a su marido, que, lleno de orgullo, le devolvió la mirada. Anna se quedó embelesada mirando a sus padres. Su madre estaba serena, y su padre parecía otro: realmente parecía un padre como los demás. Ambos tenían una sonrisa radiante en la cara, y verlos así, tranquilos y juntos, sin discutir y sin ningún tipo de violencia, era tan bonito que Anna se olvidó de todo lo demás, incluso de esa cigüeña a la que no había podido ver.
Capítulo 23
Quince días después de que Luca naciera, Toni volvió al hospital. ― ¿Sabes?, me han dicho que ya no podré volver a salir a pescar ―confió pensativo a su hermano Carlo, que le había ido a buscar con el coche. ― ¿Por qué no? ―Es peligroso. Si me cayera al mar, podría entrarme agua por el estoma. Su hermano se volvió sorprendido a mirarlo. ― ¿Entrarte agua por el qué? Toni sonrió. ―Yo tampoco había oído hablar de eso antes de mi operación. Es este agujero que tengo aquí ―dijo, y señaló la base del cuello―. Y si me entra agua, irá directa a los pulmones. No creo que sea agradable. Su hermano meneó la cabeza. ―Pues más bien no. No creo que lo sea. Se quedaron en instante en silencio, cada uno absorto en sus pensamientos. ―Podrías trabajar en los viñedos que tenemos ―se le ocurrió a Carlo de pronto. ― ¿En tu terreno? ―Nuestro terreno, Toni. Es de todos. ― ¡Pero lo estás gestionando tú! ―Sí, en mi tiempo libre; pero te aseguro que me harías un gran favor si te ocupases tú. Ya me estoy cansando de ir a la fábrica entre semana y pasarme el sábado y el domingo partiéndome la espalda en el campo. Toni no respondió. Se volvió pensativo a mirar el paisaje que pasaba a toda velocidad por la ventana.
― ¿Y crees que podría mantener a mi familia solo con lo que gane cultivando el terreno? ―Si lo explotas bien... yo diría que sí. Hay mucha tierra, y si aciertas con lo que plantes no deberías tener problemas. ―Pues podría ser una buena idea ―reflexionó Toni. ―Y yo iría a echarte una mano cuando lo necesites, y seguro que mamá también. Toni se quedó de nuevo pensativo. Efectivamente, esa podría ser una solución. En el fondo, se trataba de una actividad al aire libre, y eso le gustaba. Mucho mejor que estar encerrado entre las cuatro paredes de una fábrica. Se volvió hacia su hermano con media sonrisa. ― ¡De acuerdo! ―dijo―. Creo que sí, voy a aceptar tu oferta. Así pues, tras otro breve periodo de convalecencia, Toni empezó con su nuevo trabajo en el campo, donde cultivaba principalmente hortalizas para después venderlas en el mercado hortofrutícola. Cuando no estaba en el colegio, Anna también iba a ayudarle, acompañada de su madre. La despertaban temprano, se bebía su café con leche y luego, según despuntaba el sol en el cielo, saltaba a su bicicleta y se dirigían a pasar una larga y cansada jornada de trabajo en el campo. A su hermana Sara, como era de carácter más inquieto, la enviaron a un internado en cuanto empezó la primaria. Eso sí, cuando no estaba en el colegio o en un campamento, también se la llevaban al campo, y así Anna tenía la posibilidad de estar un poco con ella. Porque en realidad no tenían muchas ocasiones de jugar juntas, y en la práctica las dos niñas estaban creciendo separadas. Pero en los pocos momentos en los que coincidían, hacían mil travesuras.
***
―Anna, ¿has visto cuántos pepinos hay en el terreno de Giacomo? ―Sara sabía lo mucho que a su hermana le gustaba ese huerto. ―Sí, lo he visto. ¡Hay muchísimos! ― ¿Qué me dices? ¿Vamos y nos llevamos dos o tres? Anna la miró titubeante. ― ¿Y si nos descubre? Su hermana miró con cautela a su alrededor. ―Solo hay que estar atentas. Ahora mismo no le veo por aquí ―murmuró―. ¡Venga, vamos! Anna se quedó inmóvil. Pero las ganas de hincarle el diente a un pepino eran tan grandes como el miedo al huraño señor Giacomo. ― ¡Venga, date prisa! ―le incitó su hermana―. ¡Ahora, que no hay nadie! Anna se armó de valor y poco a poco se colaron en los cultivos del vecino. Sara cogió media docena y se los metió en el bolsillo que llevaba en una especie de delantal, mientras que Anna limpió uno con la camiseta y se lo metió en la boca sin más. ― ¡Puaj! ―exclamó con asco y lo escupió enseguida―. ¡Está muy amargo! ― ¡Eh, vosotras dos! ¿Qué hacéis ahí? ―la voz intimidante del señor Giacomo sonó imperativa a sus espaldas. Se giraron de repente y le vieron a poca distancia de ellas, agitando la pala que llevaba en mano para amenazarlas. ― ¡Huye, Anna! ¡Vamos, escapa, sal corriendo! ―le exhortó Sara mientras echaba a correr. Anna tiró el resto del pepino que tenía aun en la mano y siguió a su hermana a
toda prisa. ―Sí, eso, será mejor que huyáis, porque como yo os pille... ―gritó el hombre, y luego sacudió la cabeza y se rio, divertido. En realidad, el señor Giacomo no iba a hacerles ningún daño. Él también tenía hijos y adoraba a los niños, pero le encantaba hacer el papel de granjero huraño y siempre se divertía espantándolas hasta verlas escapar a todo correr.
***
Cuando no estaba Sara, para Anna era un poquito más aburrido. Para controlarla, sus padres siempre la tenían cerca y le daban tareas como arrancar las zanahorias o trasplantar la achicoria. Sacar las zanahorias no era difícil, pero con la achicoria siempre le daba problemas a su padre. Su tarea consistía en coger las pequeñas plantitas y meterlas en los hoyos que su padre había preparado previamente en unos surcos largos. Pero a veces su piececito pisaba esos hoyos y los tapaba, y entonces llamaba a su padre, que volvía refunfuñando y los hacía de nuevo con la pala. ― ¡Cielo santo, Anna, ten cuidado con esos pies! ―Resoplaba. ― ¡Jo, papi! ¡Es que estoy cansada y aburrida, y además no me gusta! ―protestaba ella con el morro torcido. ―Qué cansada ni qué leches, ¡si acabas de empezar! Vamos, venga, dale, que después irás a bañarte con tío Carlo. Esas palabras animaban mucho a Anna. Porque su tío, efectivamente, en cuanto terminaba de ayudar a su hermano, se divertía llevando a Anna a nadar y bucear dándose un chapuzón en un arroyo cercano. Anna estaba muy contenta cuando él también iba. Le encantaba jugar con el hermano de su padre: era simpático y bueno. Es verdad que a veces también Carlo empinaba un poco el codo, pero sus borracheras eran del tipo alegre y divertido. Los dos hermanos no podían ser más distintos: al contrario que Toni, que cuando bebía se volvía irascible y violento, él se reía y divertía a todos los que estaban a su alrededor, y estar con él era realmente divertido.
Capítulo 24
Todos los veranos, tanto a Anna como a su hermana Sara las mandaban de campamentos a la montaña. A Anna no le gustaba ese lugar y siempre protestaba cuando llegaba el momento de marchar. Por lo demás, la situación económica era tan precaria que no había dinero para irse todos juntos de vacaciones, por eso sus padres les enviaban allí abajo un mes entero para que cambiasen de aires. Pero el año en que nació su hermanito Anna tuvo que quedarse en casa para ayudar a la yaya Adele a cuidar del recién llegado. A pesar de lo pequeña que era, era una niña muy responsable y sensata, y cuando su madre y su yaya estaban ocupadas la dejaban tranquilamente a cargo del pequeño Luca. Sin embargo, la señora Gina, en cuya casa Stella había prestado servicio desde que era adolescente, había muerto unos meses atrás, y Stella tuvo que buscarse un nuevo trabajo. La contrataron justo antes de que naciera su hijo en un restaurante como cocinera, y acordaron que empezaría cuando estuviese recuperada del parto. Así, para no arriesgarse a perder una valiosa fuente de ingresos, Stella empezó a trabajar de nuevo tan solo un mes después del nacimiento de su hijo. De modo que cuando su madre estaba en el trabajo y su hermano necesitaba mamar, Anna lo metía en el carrito y se lo llevaba a su madre para que le diera el pecho. Después volvía a casa, le cambiaba y le dormía. En resumen, con tan solo ocho años se había convertido en una pequeña madre. Pero el verano siguiente también la volvieron a obligar a ella a irse de campamentos. Protestó, y no poco: quería quedarse en casa con su yaya Adele, pero sus padres se mantuvieron inamovibles y terminó por rendirse e irse. Cuando por fin volvió del campamento, se encontró a su madre abatida y vestida toda de negro. Ya la había visto por la ventanilla del autobús cuando se paró en la plaza. Estaba con los padres de los otros niños que, como ella, habían pasado el mes de vacaciones en la montaña. Charlaba cabizbaja con algunas de las
madres y no paraba de secarse los ojos con un pañuelo. Anna comprendió enseguida que había sucedido algo grave, y en cuanto logró bajar del bus se precipitó hacia ella, la abrazó y la observó con atención. ― ¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué te has vestido así? ―Stella bajó la cabeza y rompió de nuevo a llorar―. ¿Qué ha pasado? ¡Dímelo, mamá! Stella cogió el pañuelo que se había metido en el bolsillo y se secó las lágrimas. ―La abuela Irma... ―empezó a decir― La abuela Irma se ha ido. ― ¿Qué quiere decir que se ha ido? ―Ha muerto, Anna; murió la semana pasada. ― ¿La abuela Irma? ¿Muerta? ―repitió Anna en un susurro. Se quedó pensativa un instante, el tiempo justo para asimilar la noticia. Luego se acercó a su madre, apoyó la cabeza en su vientre y la abrazó bien fuerte.
***
Aquella calurosa tarde de mediados de julio, Stella, una vez que volvió del trabajo y fue a buscar a Luca de casa de su suegra, decidió ir a casa de su madre para que viese al pequeño y hacerle un rato de compañía. Stella disfrutaba del aire fresco que venía el mar. Aquella brisa agradable le acariciaba la piel y le calmaba un poco de ese calor oprimente. Atravesó el puente que separaba los dos barrios, torció en la pequeña callejuela que la llevaba a la casa de su infancia y desde lejos se dio cuenta de que todos los portones de la casa estaban cerrados. Pensó que quizás su madre habría ido a casa de su hermana Giulia. Pero como no le apetecía caminar hasta ahí abajo, cambió de dirección y se dirigió al mar para que Luca jugase en el rompeolas. Al día siguiente, según volvió del trabajo se fue directamente a casa de su madre y le sorprendió volver a encontrarse con todo cerrado. Llamó varias veces a la puerta, pero nadie contestó. Entonces decidió ir a casa de Giulia para comprobar si su madre estaba allí. Llamó al timbre y esperó con impaciencia. ― ¡Hola, Stella! ―le saludó su hermana, extrañada de encontrársela en la puerta―. ¿Cómo tú por aquí? ―Hola, ¿está mamá aquí? ―preguntó sin rodeos, obviando la pregunta de su hermana. ―No, Stella. Hace un par de días que no la veo. ¿Por qué? ―Pasé ayer por su casa y lo tenía todo cerrado. Acabo de volver de allí otra vez y sigue igual. Tengo miedo de que le haya pasado algo ―murmuró seria. Tenía el corazón en un puño: una extraña sensación, un extraño presentimiento―. Voy a preguntarle a la señora María si la ha visto ―dijo mientras se alejaba toda agitada. ―Espera, que cierro todo y me voy yo también ―le gritó Giulia cuando Stella ya se había puesto en camino.
Ella no contestó, solo levantó el brazo como señal de que la había oído y aceleró el paso. Tenía la sensación de que no iba a llegar nunca, parecía como su la distancia que la separaba de casa de su madre aumentase cada vez más según iba avanzando ella. Finalmente vio la casa de la señora María, la vecina. Se precipitó hacia la puerta y se puso a tocar insistentemente el timbre. ―Stella, ¿qué pasa? ―preguntó la mujer, preocupada después de abrir la puerta y ver a Stella casi ahogada. ―Buenos días, señora María. ¿Por casualidad ha visto a mi madre? ―Stella jadeaba y las manos le temblaban descontroladas. ―Pues no ―respondió la vecina, que centró la mirada en las ventanas cerradas de la casa de al lado―. La última vez que la vi fue... anteayer, si mal no recuerdo. ― ¡Entonces le ha pasado algo! ―murmuró Stella, con el corazón que le latía fuerte en el pecho. Se giró hacia casa de su madre y fue corriendo hacia la entrada. Llamó un montón de veces a su madre y golpeó otras tantas con los puños en la puerta. ―Mamá, ¿estás ahí? No oyó ningún ruido desde el interior. Miró a casa de la señora María, cuyo marido había salido al oír todo el jaleo que Stella estaba haciendo. ―Señor Franco, estoy segura de que a mi madre le ha pasado algo. Ayúdeme a echar abajo la puerta, ¡rápido, por favor! ―le dijo Stella. El señor Franco se quedó un instante inmóvil mientras pensaba qué hacer. ―Voy a buscar algo para hacer saltar la cerradura ―dijo, y a continuación desapareció dentro de la casa y volvió con una enorme maza de albañil. Se puso golpear con fuerza la puerta hasta que esta cedió con los potentes golpes. Stella entró corriendo en la casa y vio a su madre tendida en el suelo. Había perdido el conocimiento.
― ¡Mamá! ―gritó desesperada―. Mamá, ¿me oyes? La sacudió con fuerza sin dejar de llamarla, pero su madre no reaccionó: estaba inmóvil y no daba señales de vida. ― ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? ―la voz de Giulia a su espalda hizo que se diera la vuelta. Su hermana estaba inmóvil con la mano en la boca y miraba con horror el cuerpo sin vida de su madre. ― ¡Ve a llamar a una ambulancia, corre! ―le ordenó Stella mientras intentaba encontrarle pulso. Sus dedos percibieron unos latidos muy débiles. La señora María y su marido se habían arrodillado a su lado. Stella se giró y los miró con los ojos llenos de lágrimas. ―Puedo sentir su corazón ―murmuró con la voz rota por la emoción. Entretanto Giulia había ido al bar de al lado, donde había un teléfono público, y a llamar al hospital. La ambulancia no tardó en llegar, los médicos le hicieron un reconocimiento rápido y cargaron a Irma a toda prisa en la ambulancia. Giulia abrazó a su hermana y le acarició el pelo. ―Ya me voy yo con mamá ―le dijo―. Tú vete a casa con Luca. En cuanto pueda te iré informando. ¡Vete tranquila! Stella asintió con la cabeza. Su hermana tenía razón: debía ocuparse del niño, así que, muy a su pesar, se quedó mirando cómo la ambulancia se dirigía a toda velocidad hacia el hospital más cercano. Aquella fue la última vez que vio a su madre con vida.
Capítulo 25
― ¡He dicho que este año no quiero ir de campamentos! ―Anna fue categórica. Se había plantado delante de su madre con las piernas abiertas, las manos en los costados y en el rostro una expresión de desafío. Todavía era pequeña y de aspecto menudo, pero ya tenía un carácter decidido y resuelto. ―No seas cabezota, Anna. Tienes once años y este es el último año que puedes ir ―dijo su madre en un intento de convencerla. ― ¡He dicho que no qui-e-ro! ―replicó marcando bien las sílabas―. No me gusta, nunca me ha gustado y no pienso ir. ¡Punto! Stella suspiró enfadada. ―Pues muy bien; si no quieres ir al campamento, ¡a trabajar! ―la amenazó con el dedo índice levantado. Esperaba que su amenaza surtiera efecto y la hiciese cambiar de idea, pero, para su gran sorpresa, vio que la expresión de su hija cambiaba de contrariada a exultante. En efecto, al principio Anna la miraba con sorpresa, pero luego se quedó callada un instante y después, con una sonrisa, aceptó con ímpetu: ―Muy bien. ¡Trabajaré! Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de no pasarse un mes entero prisionera en las montañas dando esos paseos tan aburridos por los senderos en medio del bosque. ― ¡Te tomo la palabra! Le preguntaré a mi amiga Luisa si puede ficharte en la peluquería. Anna no se podía creer lo que estaba oyendo. Estaba entusiasmada: ¡ir a una peluquería! No se le ocurría nada mejor. Sonrió satisfecha, aplaudió y abrazó a su madre con ímpetu. Y así fue como Anna empezó a trabajar a partir de ese año. Todo el verano, pero también durante las fiestas y los fines de semana, ayudaba en el local, que estaba
cerca de donde vivían. Le gustaba mucho e iba con muchas ganas. Al principio, la amiga de su madre no le daba más que unas monedillas. De hecho, Stella no quería que Luisa le pagase, le bastaba con que la tuviera entretenida y le enseñase el oficio. Pero después, al ver la buena voluntad de la chica, Luisa empezó a recompensarla con una pequeña paga. A veces, Anna veía que su madre volvía a casa por las noches exhausta: trabajar en un restaurante a la orilla del mar en una localidad turística puede ser agotador, sobre todo en época de verano. De modo que, una vez que cerraba el local de la señora Luisa, a veces iba directamente al trabajo de su madre a echarle una mano. La ayudaba a colocar los platos y la vajilla para que Stella terminase antes, y después volvían las dos juntas por fin a casa.
Capítulo 26
Fue justo una de esas noches cuando, al volver a casa, se encontraron a Toni agitado y preparado para salir. ― ¿Qué ha pasado? ¿A dónde vas? ―le preguntó Stella al verle vestido con camisa y pantalones de vestir. ―Mi madre. Está muy mal, la han ingresado de urgencias. ― ¿Adele? ¿Qué le pasa? ―Han dicho algo de una hemorragia, pero no lo he entendido bien. Mi hermano les ha dicho que me llamen, parece que es grave. Ahora me voy al hospital. ― ¿Pero con quién has dejado a Luca? ―preguntó Stella, preocupada al no ver al pequeño. Siempre se quedaba en casa de su suegra, pero si ella estaba en el hospital, no se le ocurría con quién podía estar. ―Se lo han llevado a casa de tu hermana. Se quedará allí esta noche. Stella se dirigió a su hija: ―Anna, me voy con tu padre; tú quédate aquí y come algo. Anna estaba inmóvil; había seguido la conversación y ahora miraba a su padre enmudecida. «Parece que es grave». No podía quitarse esa frase de la cabeza. La madre vio que la pequeña estaba preocupada y la abrazó. ―No te preocupes; ya verás que no es nada. Voy a ver qué ha pasado y enseguida vuelvo. Pero tú ve comiendo, no me esperes. ―La besó en la frente y salió a toda prisa. Anna se quedó con una terrible sensación de desconcierto.
***
Anna estaba nerviosa: no había podido tragar ni un bocado y tampoco era capaz de quedarse tranquila esperando que su madre volviera, de modo que salió al patio y se puso a andar adelante y hacia atrás delante de la puerta de entrada. A ratos se arrastraba hasta la esquina de la casa de los vecinos, que daba a la calle principal, con la esperanza de ver a su madre y tener noticias por fin. La madre regresó cuando ya era de noche. Anna hacía poco que había vuelto a entrar en casa porque el aire fresco que llegaba del mar empezaba a darle frío. Así que se había metido en la cocina, y cuando oyó que la puerta se abría se levantó y se fue corriendo hacia su madre. ― ¿Cómo está la yaya? Stella la miró sin poder esconder su preocupación. Se sentó en una silla y la agarró de la mano. Tenía que decirle la verdad, tenía que prepararla para lo peor. Sabía lo unida que su hija estaba a su yaya. De hecho, ella misma también lo estaba. Anna no hablaba y miraba a su madre con aprensión. ―Anna ―empezó a decir Stella, en tono serio―. Tu yaya está muy mal, han dicho que tiene una hemorragia muy fea. ― ¿Y eso qué quiere decir, mami? ―Que está perdiendo mucha sangre por la nariz y no son capaces de bloquearla. ―Stella se detuvo un instante, en un intento de encontrar el valor para informarle del resto―. Mira, Anna, tienes que estar preparada. ―Se interrumpió de nuevo y le volvió a agarrar las manos―. Si sigue así, puede que ni siquiera llegue a mañana por la mañana. Don Emilio ya le ha dado la extrema unción. ― ¡Oh, no! ―Anna apoyó la cabeza en el hombro de su madre y rompió a llorar. ―Están buscando sangre para hacerle una transfusión. De todos modos, el tío quiera llevarla al hospital universitario.
Anna levantó la cabeza y se quedó mirando a su madre esperanzada. ― ¿Y allí conseguirán salvarla? ―Nosotros esperamos que así sea, pero los médicos dicen que será inútil y creen que podría morir durante el traslado. Aun así, tu tío quiere intentarlo. Anna estaba conmocionada. No sabía qué iba a hacer sin ella, sin su yaya Adele, sin la persona que siempre estaba ahí en los momentos difíciles. Muchas veces, cuando sus padres se peleaban y él se ponía a pegarla a ella, Anna huía a refugiarse en su casa. Y cuando veía que su padre volvía a casa borracho, se iba a la cama con la ropa puesta para estar lista para escapar en caso de que empezase a maltratar a su madre. Salía de casa atemorizada incluso en plena noche, recorría ella sola a pie los dos kilómetros que la separaban de casa de su abuela y allí buscaba refugio. Pero en ese momento, pensar en la posibilidad de perder su punto de referencia no hacía más que aumentar terriblemente su angustia. ― ¡Ánimo, Anna! ―la voz de su madre interrumpió sus pensamientos―. Es tarde. Ahora vete a la cama y reza, reza todo lo que sepas. Esperemos que el Señor te escuche. Anna levantó la cabeza y miró a su madre. Sorbió con la nariz, se secó las lágrimas y se fue lentamente a su habitación.
***
Esa misma noche, el tío Carlo hizo que trasladasen a la yaya Adele al hospital universitario. Los médicos no estaban de acuerdo y le hicieron firmar una declaración en la que asumía toda la responsabilidad. Carlo no lo dudó un instante: firmó para que se la llevasen al otro centro. Al contrario de lo que habían dicho los médicos, Adele consiguió superar el viaje, y en cuanto llegó el personal médico de urgencias se puso a ello y consiguió pararle la hemorragia. Lo que se la había provocado no era más que un pequeño capilar roto dentro de la nariz que los médicos del hospital general no habían visto. Apenas unos días después ya la mandaron a casa. Cuando Anna se enteró por su madre que la vida de su yaya ya no corría peligro, la abrazó tan fuerte que casi le hizo daño. Hacía unos días, parecía que se le caía el mundo encima, pero ahora en cambio era inmensamente feliz.
Capítulo 27
Toni seguía bebiendo. Los intentos por dejar de beber de unos años atrás habían fracasado miserablemente y ya no había vuelto a tener voluntad para volverlo a intentar. El intento de suicidio de su mujer no fue suficiente para que se diese cuenta de que el alcohol se había convertido en un problema tanto para él como para toda su familia. Y es que además había intentado dejarlo él solo, sin pedir ayuda a nadie y sin recurrir al apoyo de personal especializado. Stella había intentado muchas veces convencerle para que dejase de beber y hacerle reflexionar sobre las consecuencias de su comportamiento, pero sus palabras siempre caían en saco roto. Así pues, al final se cansó y empezó a juzgarle, a acusarle, a mortificarle y a tratarle como lo que en realidad era: un alcohólico. Y como consecuencia, la mayor parte de las veces Toni descargaba su rabia y su frustración contra ella. Muchas veces Anna iba a la taberna a intentar rescatar a su padre antes de que se emborrachase demasiado, pero en todas las ocasiones regresaba a casa sola. Cuando ella y sus hermanos le oían cruzar la puerta de entrada y le veían las mejillas y las orejas rojas, se echaban a temblar. Estaban seguros de que su madre se lo reprocharía y que habría una pelea que se saldaría con platos rotos contra la pared, sillas destrozadas, patadas y puñetazos. Anna, desde el momento en que había empezado a entender la situación, le ordenaba que lo dejase estar, que no le provocase, pero la rabia y la repugnancia que ya sentía Stella eran tan grandes que ya no podía hacer como si nada.
Capítulo 28
Anna tenía doce años cuando dejaron la pequeña casa de su infancia y se mudaron a otra un poco más grande. En la planta baja estaba la cocina y el comedor; en el primer piso la habitación de los padres y otra habitación más pequeña; en el segundo piso dos habitaciones pequeñas más, en una de las cuales dormía Anna. Aquella noche de otoño estaba sola con sus padres. Sara estaba en el colegio, mientras que Luca había ido ese día a casa de su tía Giulia a jugar con sus primos y se quedó allí a dormir. Así pues, Anna estaba durmiendo sola en su cuarto cuando de repente la despertaron los gritos de su madre. Su padre la estaba pegando de nuevo. Su corazón empezó a latir fuerte; puso la cabeza bajo la almohada, pero a pesar de la barrera de plumas el ruido y los gritos le penetraban en la cabeza. Oía los gritos de su madre, que la llamaba e imploraba su ayuda, pero Anna estaba paralizada. Tenía todo el camisón mojado de un sudor frío. El trasiego era cada vez más intenso y ella estaba inmóvil sin hacer nada: lloraba y se tapaba las orejas con las manos, apretando fuerte. Solo quería que terminase pronto y rezaba. Rezaba y volvía a rezar... De repente todo se calmó y ya no se oyó ni un ruido, ni una voz. Le hubiese gustado bajar para ver cómo estaba su madre, pero no tuvo valor. Se quedó escuchando un rato, después el sueño se apoderó de ella y se volvió a quedar dormida. Al día siguiente por la mañana bajó a la cocina, pero ahí no había nadie. ― ¿Mamá? ―la llamó en voz alta―. ¿Mamá? ¿Dónde estás? ―Estoy aquí, en la habitación. ―La voz débil procedía del piso de arriba. Anna subió corriendo las escaleras y se encontró a su madre tirada en la cama,
las sábanas empapadas de sangre y la cara magullada. ― ¡Mamá! ―exclamó agitada, y se le acercó. ― ¿No me oíste llamarte anoche? ―No ―mintió Anna―. Estaba tan dormida que no oí nada. Se le encogió el corazón. Se sentía muy culpable, pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Tan solo tenía doce años, y en el pasado le había suplicado millones de veces a su padre que parase, pero sus palabras jamás detuvieron la furia. ―Ve a buscar a un médico, no puedo ni moverme ―susurró su madre. Anna se apresuró hacia al ambulatorio del doctor Moro, su médico de cabecera, que acudió enseguida a visitar a Stella. No era la primera vez que iba a curarla después de que su marido la maltratase y conocía perfectamente la situación. ―Stella, no puede seguir así ―comentó con un gesto de la cabeza mientras le curaba unos cortes que tenía justo debajo de la ceja izquierda. ― ¿Y qué quiere que haga, doctor! ―murmuró ella. Y es que todos le repetían siempre lo mismo: su hermana, su hermano y ahora hasta el médico. Parecía que nadie entendía lo que le pasaba. Anna estaba observándola sentada a los pies de su cama: Tenía la cara hinchada, con cortes por todo el cuerpo y hematomas por los dos brazos. Le costaba respirar y hablar. Anna sintió que una profunda rabia le crecía dentro. ― ¡Déjale, mamá! ―le dijo a cierto punto con resolución. Stella volvió la cabeza y se quedó mirando a su hija, que la observaba seria, con la frente arrugada, la mandíbula tensa y una expresión dura. Suspiró con amargura: no era justo que Anna se viese obligada a asistir constantemente a toda aquella violencia, a aquella brutalidad; no era justo que una niña de doce años tuviese que aconsejar a su madre que dejase a su padre; pero sobre todo no era justo que una hija sintiese odio por su padre, ese odio que ella veía justo en ese momento en sus ojos.
―Anna, cielo, ―susurró Stella con dolor en el corazón― yo no puedo... ― ¡Pues claro que puedes! ― ¿Y a dónde vamos a ir? ¿Qué crees que podría hacer yo sola con tres hijos? ―apuntó Stella―. Y además... ¿recuerdas cómo terminó aquella vez que intenté irme, cuando tú eras pequeña? ¡Cómo iba a olvidarlo Anna! Por aquel entonces tenía seis años, y todavía seguía sintiendo angustia al recordar el faro de la bici de su padre, que se les iba acercando inexorablemente. Recordaba el horror que sintió cuando se dio cuenta de que las estaba alcanzando y recordaba la violencia con la que su padre castigó a su madre por haberse ido. Sí, era pequeña, pero todo seguía bien grabado en su memoria. ―Tengo miedo, Anna, pero hasta que os hagáis mayores tendré que resignarme y quedarme aquí ―concluyó la madre. Luego giró la cabeza hacia el otro lado y su cara se contrajo en una mueca de dolor. Anna realmente no sabía cómo ayudarla. Había pedido ayuda a su abuela y a sus tíos, pero ninguno de ellos pudo hacer nada. A pesar de ser tan solo una niña, también había ido muchas veces a la policía a buscar ayuda. Esperaba que ellos pudiesen intervenir para parar a su padre, pero cada vez que iba le decían que para arrestarlo tenían que pillarlo cometiendo el delito, justo cuando la estuviese maltratando, a no ser que fuese su propia madre quien le denunciase. Pero hasta ese momento ella nunca había querido, de modo que Anna se sentía tremendamente impotente.
Capítulo 29
Stella estaba en su habitación colocando la ropa que había planchado por la tarde. Cuando cerró el cajón de la cómoda, se detuvo a mirar su imagen reflejada en el espejo: la joven y despreocupada chica con el corazón lleno de esperanza que se reflejaba hacía unos años se había transformado en una mujer a la que le pesaban cuatro embarazos y que había envejecido por todo lo que había tenido que pasar. Se tocó la cara con la mano: con solo treinta y dos años, ya tenía arrugas que le marcaban la cara sin piedad, entre su pelo se colaba ya algún hilo blanco y sus ojos, que tiempo atrás emanaban alegría de vivir y despreocupación, ahora estaban apagados y tristes. Casi le dio por llorar. Cuántos sueños, cuántas expectativas rotas contra una botella de vino. Empezó a sudar: le latía fuerte el corazón y tenía sensación de ahogo. En los últimos tiempos, le sucedía cada vez más a menudo, y eso le provocaba un ansia insoportable. Cerró los ojos e inspiró hondo. Oía a Anna jugando abajo en la cocina con su hermano Luca. Era la hora de cenar y la estaban esperando. Toni no había regresado aún. Seguramente estaría emborrachándose en el bar. A ese pensamiento, Stella montó en cólera. Respiró de nuevo y volvió a abrir los ojos: no debía pensar en ello, lo que tenía que hacer era calmarse. Se echó una última mirada al espejo y después bajó despacio la escalera para ir con sus hijos.
***
Unas horas después, Anna estaba ayudando a su madre cuando Toni volvió a entrar en casa tambaleándose como siempre. Se había pasado toda la tarde en la taberna, y enseguida ese olor nauseabundo a vino que emanaba su aliento impregnó el aire. Stella abrió las ventanas, pero no dijo nada. Anna se había dado cuenta de que su madre estaba especialmente seria esa noche y tenía una expresión triste y resignada. Ellos ya habían cenado: con el tiempo habían aprendido a no esperarle más y a guardarle algo de comida por si le apetecía comer. Daba igual, porque cuando estaba así de borracho a veces ni siquiera la tocaba. Stella le calentó la pasta, se la puso en el plato y lo dejó sobre la mesa. Toni miró lo que le ponía delante con una expresión de asco. ― ¿No vas a comer? ―preguntó Stella. Él no contestó. Seguía mirando la pasta, pero sin mover un músculo. ― ¿Toni? ¿No vas a comer? ―insistió ella. El hombre levantó la mano. ―Espera un momento ―masculló. Stella se giró, echó un vistazo a Luca, que estaba tranquilo jugando en el suelo con sus coches, y después volvió para recoger la cocina. Anna le ayudaba secando la vajilla y colocándola en la alacena. Al cabo de un rato volvió a girarse y vio a Toni, que seguía quieto, inmóvil, meneando la cabeza. ―Ya se habrá quedado fría. ―Stella resopló, incapaz de ocultar que estaba contrariada―. ¡Cómetelo, si no lo tendremos que tirar!
No le dio tiempo a terminar la frase que Toni se levantó de repente. Agarró el plato y lo estampó contra la pared, a pocos centímetros de donde estaba Stella. El plato se rompió en mil pedazos y la pasta dejó la pared de la cocina pringada de salsa. ― ¡Ahí tienes tu pasta! ―gruñó Toni con ojos fieros. Anna fue a refugiarse en una esquina y el pequeño Luca corrió a sus brazos y rompió a llorar atemorizado. ― ¡Mira lo que has hecho! ―protestó Stella exasperada. ― ¡Cállate, zorra asquerosa! ―Toni había empezado a avanzar hacia ella, y no precisamente con buenas intenciones. ―Anda, vete de aquí. ¡Lárgate! ―le ordenó Stella, que iba dando vueltas alrededor de la mesa para evitar la violencia de su marido. ―Papá, déjalo. Déjale en paz ―imploraba Anna, pero él parecía que ni siquiera le oía. Continuó persiguiendo a Stella hasta que ella se tropezó con una de las patas de la silla que Toni había volcado al levantarse. Se cayó y su marido se le tiró encima. Empezó a pegarle patadas y puñetazos y a llamarla todo tipo de cosas. ―Por favor, basta, papá. ¡Por favor! ―Anna no hacía más que sollozar y seguir suplicando a su padre que parase. No sabía qué hacer y no lograba entender cómo su padre, con lo borracho que estaba, podía tener tanta fuerza―. Papá, por favor. ¡Que la vas a matar! El pequeño Luca la abrazaba cada vez más fuerte y apretaba los ojos. Estaba aterrorizado. ―Así que quieres que me vaya... ¡Hija de puta, eres tú la que te vas a ir! ―Agarró a Stella del pelo y la arrastró hacia la puerta de entrada. Stella intentó agarrarse a los brazos de su marido para intentar levantarse, pero no lo consiguió.
Se la llevó fuera, a la pequeña plazoleta de enfrente de su casa, la tiró al suelo y se puso de nuevo a darle patadas a ciegas. Los gritos desesperados de Anna llamaron la atención de los vecinos, que salieron uno por uno a ver lo que estaba pasando. En cuanto Toni vio que la gente se acercaba, volvió a entrar en casa tambaleándose. Anna dejó a su hermanito con una vecina y corrió al lado de su madre, que estaba inmóvil en el suelo. La llamó varias veces, pero ella no contestaba. Un hombre se puso al lado de Anna y colocó a su madre en posición supina. ―Me parece que no respira ―dijo, con los ojos como platos, y luego se dirigió a las otras personas que habían hecho corrillo a su alrededor―: ¡Llamad a una ambulancia, rápido! Anna no hacía más que llorar y llamar a su madre, que sin embargo no daba señales de recuperarse. No tardaron en llegar los servicios de emergencias, se abrieron paso entre la gente y en poco tiempo llevaron a cabo las exploraciones de rutina. Su respiración era débil, pero seguía viva. La cargaron en la ambulancia y enseguida se la llevaron al hospital. Anna se metió en casa y se encontró a su padre sentado con los codos en la mesa y la cabeza entre las manos. ― ¿Qué, ya estás contento? ¡Casi la matas! Él levantó la cabeza y se giró hacia ella. ―Yo no quería... lo siento ―lloriqueó―. Lo siento, te juró que ya no lo haré más. Cuántas veces había oído a su padre hacer esas promesas, y ninguna de ellas las cumplía.
―Eso dices siempre ―le gritó con desprecio―. Y siempre lo vuelves a hacer. ¡Solo estarás contento cuando consigas matarla de verdad! Anna estaba devastada, le habría gustado darle a su padre de su propia medicina, pero no era más que una muchacha frágil y no podía hacer nada. ―Lo siento, lo siento ―continuaba repitiendo Toni. ―Vamos, arréglate un poco, que te vienes conmigo al hospital ―le ordenó ella enfurecida. No sentía ni un poco de compasión por él. Toni obedeció; se levantó, se lavó la cara y las manos, sucias de sangre de su mujer, se puso ropa limpia, cogió su Vespa y acompañó a su hija al hospital. No estaba lúcido e iba haciendo eses, y Anna se dio cuenta del riesgo que corría sentada detrás en la moto que conducía su padre borracho, pero en aquel momento no tenía otra alternativa para estar con su madre. Mientras tanto, a Stella la habían llevado a reanimación. Cuando Anna llegó, le informaron de que había sufrido un fuerte traumatismo craneal y tenía algunas costillas rotas. Quiso verla. Los médicos le dieron una bata para que se la pusiera y le concedieron permiso para entrar unos minutos. Su madre no estaba consciente. Tenía el cuerpo lleno de moratones y heridas. Anna le agarró de la mano y la besó en la frente. ¡De qué manera la había reducido! Tenía muchas ganas de gritar y sacar toda la rabia que tenía en el cuerpo en ese momento. Cuando salió de la habitación y vio a su padre, le invadió una oleada de odio. ―Ya puedes rezar por que se salve, porque si no antes o después te la haré pagar. ¡Te lo juro! ―A Anna no le dio miedo escupirle todo su rencor y resentimiento. Su padre no reaccionó, solo bajó la cabeza y se fue.
***
Al cabo de unos días, Stella ya estaba fuera de peligro, pero se quedó una semana más en el hospital. Poco antes de que su hermana volviese a casa, tía Giulia fue a ver a Anna en un momento en que sabía que ella estaría sola porque su padre estaba en el trabajo, Luca con su abuela y Sara en el colegio. ―Hola, Anna ―dijo cuando esta le abrió la puerta―. Tengo que hablar contigo. Anna la miró preocupada. ― ¿Qué pasa, tía? ¿Ha pasado algo? ―No, no, nada grave ―la tranquilizó Giulia. Entró en la casa y se sentó en una silla junto a la mesa. ― ¿Entonces qué pasa? ―Me han avisado los médicos. He hablado con ellos, y justo acabo de volver del hospital. Anna estaba callada y observaba a su tía con una mezcla de preocupación y curiosidad. ―Han encontrado en la sangre de tu madre una tasa muy alta de Diazepán. ― ¿De qué? ―preguntó Anna sorprendida. ―De tranquilizantes. Ansiolíticos ―puntualizó Giulia―. Y como tu madre ya intentó suicidarse una vez, sospechan que no haya sido una ingestión accidental. ― ¿Cómo? ¿Creen que mi madre se los ha tomado aposta? Su tía se encogió de hombros. ―Pues no se sabe. Dicen que no había tanta cantidad como para que su vida corriera peligro. Anna se quedó en silencio, pensativa. ― ¿Por un casual viste a tu madre tomarse las pastillas aquella tarde, antes de
que llegase tu padre? Anna dudó un instante. ―No, yo no la vi tomar nada, pero puede que lo hiciese a escondidas ―susurró, y de pronto se quedó pensando―. Pero ahora que lo pienso... mamá estaba un poco rara esa noche. ― ¿Rara? ¿En qué sentido? ―Estaba seria, triste, y cuando vio que entraba papá borracho fue... fue como... No sé, parecía resignada; no se enfadó como hace siempre. ― ¿Dónde guarda tu madre los medicamentos? ―Dentro de una lata, en ese estante ―respondió Anna, que señaló el estante al lado de la alacena. Cuando miró hacia allá, se dio cuenta de que por fuera de la lata había una ampolla marrón. Se levantó para cogerla; estaba vacía―. Creo que es esta ―dijo mientras se la mostraba a su tía. Giulia la cogió en la mano y asintió. ―Lo ha vuelto a intentar ―murmuró Anna con amargura. ―No, Anna, no creo. Quizás estaba más nerviosa que de costumbre y solo pretendía calmarse. Por eso se tomó un par de gotas más, puede que ni siquiera se diese cuenta. Quién sabe. Ya te lo he dicho: los médicos me dijeron que no era una dosis suficiente como para... para... para morirse, vamos. ―Las últimas palabras reflejaban duda porque ni siquiera tenía el valor de pronunciarlas delante de su joven sobrina. ―Ojalá ―murmuró Anna―. Me da tanto miedo que vuelva a intentarlo en algún momento... ― ¡No, no, claro que no! Tú tranquila ―le tranquilizó su tía―. Por cierto, también venía a decirte que mañana la mandan a casa. Por fin apareció una sonrisa en la cara de su sobrina. ― ¡Oh, esa sí es una buena noticia! ―exclamó, feliz.
― ¡Pues sí! Te aconsejo que se lo dejes todo recogido para cuando venga. Tendrás que ayudarla, no puede hacer esfuerzos y debe descansar ―se detuvo a mirar a su alrededor―. Aunque ya veo que no hace falta que yo te lo diga ―sonrió y agarró sus manos―. ¡Eres una chica realmente estupenda, Anna!
***
Al día siguiente, antes de entregarle el alta, los médicos aconsejaron a Stella que denunciase a su marido. Pero ella no quería, por más que su hermana Giulia, que estaba presente en la conversación, le suplicaba que lo hiciese. Tenía mucho miedo: estaba convencida de que si le denunciaba, Toni la mataría. De modo que cuando volvió a casa, la vida siguió como siempre.
Capítulo 30
Por muy violento que el padre fuese con su mujer, nunca lo fue con sus hijos, al contrario que Stella, que, al haber recibido una educación bastante autoritaria, no se privaba de castigarles con sonoras collejas. Era muy severa, y siempre pretendía que sus hijas le ayudaran en las diferentes tareas domésticas. Anna en concreto no podía salir con sus amigas hasta que no hubiese terminado las tareas que su madre le había encomendado. Además, no había entre madre e hija ni confianza, ni diálogo, ni escucha, ni amistad ni confesiones estrechamente personales. Entre ellas todo era tabú. De modo que fue por casualidad que Anna descubrió que su madre estaba embarazada por quinta vez y que ya se encontraba en el sexto mes de embarazo. Hasta ese momento, no se había dado cuenta de nada. Después de pasar por cuatro embarazos, Stella había engordado mucho y Anna no había dado importancia al hecho de que sus caderas fuesen más redondas en los últimos tiempos. Una tarde a finales de octubre, Stella le pidió a su hija que la acompañase a la tienda de ultramarinos. Iban por el mismo callejón que llevaba a la entrada de la tienda cuando se encontraron con María, la vieja vecina de la abuela Irma. Era una mujer mayor con el pelo blanco, pequeña y regordeta, la típica anciana de pueblo que siempre estaba informada sobre todo y todos. ― ¡Buenos días, Stella! ―soltó con una gran sonrisa al verlas―. Hola, Anna. ¡Madre mía, cómo has crecido! ―exclamó mirándola de pies a cabeza. Anna la saludó con una sonrisa tímida. No la había visto desde hacía años, y apenas se acordaba de ella. ―Buenos días, señora María ―saludó Stella―. Me alegro de verla. ¿Qué tal está? ―Bueno, no del todo mal. Con algunos achaques, pero qué quieres, son cosas de la edad. ¿Y tú? ¡Ya me he enterado de la noticia! ―Sonrió mientras su mirada se
detenía en el vientre de Stella―. ¿De cuántos meses estás? Ya no te debe quedar mucho... Stella se puso seria de inmediato y la sonrisa que había tenido hasta hacía unos segundos se transformó en una mueca amarga. ―Sí, estoy de seis meses ―murmuró. Anna se quedó con los ojos como platos y se giró de repente consternada para mirar a su madre. Estaba aturdida, y de pronto un torbellino de sensaciones salió a flote. No se lo podía creer: ¡cómo se le ocurría traer al mundo a otro niño, con todos los problemas que ya tenían? Anna estaba como paralizada. Oía las voces de su madre y de la señora María, pero ya no las escuchaba. Solo pensaba en cómo terminaría: su madre tenía que ir a trabajar por fuerza, de modo que a ella la obligaría a cuidar del recién nacido en su tiempo libre. ¡Como si ya no hiciera bastante en casa! No le dijo nada más a su madre, ni siquiera cuando la señora María se fue y se quedó a solas con ella. En aquel momento, sentía por ella algo muy parecido al odio. Entre otras cosas, no tenía más que doce años y medio, y no podía saber que la violencia que su madre tenía que soportar no era solo en forma de golpes. Solo de adulta se enteró por su tía de que uno de los motivos por los que Stella era maltratada a menudo era porque se negaba a complacer a su marido en la cama. Sin embargo, en aquel momento ella solo veía a una madre que traía al mundo a otro hijo en una familia con problemas de todo tipo y que obviamente contaba con ella para atenderlo. Y eso era justamente lo que no soportaba.
Capítulo 31
Hacía mucho frío: era a finales de enero y había bajado la temperatura en los últimos días. Anna estaba saliendo toda abrigada del instituto con su amiga Teresa, cuando vio que su padre le estaba esperando en la Vespa. ―Papá, ¿qué haces aquí? ―preguntó, preocupada. Él nunca iba a buscarla, y que lo hiciese así de repente la alarmó―. ¿Qué ha pasado? ―Nada grave, tranquila ―le tranquilizó su padre enseguida―. Es que ha nacido tu hermano Marco, por eso he venido a buscarte. Vamos al hospital. Anna suspiró aliviada. ―Venga, sube ―le ordenó su padre―, que te llevo a verle. Anna se despidió de Teresa, le dio la mochila con los libros a Toni y se montó detrás en la Vespa. Se tapó bien la boca con una bufanda gruesa de lana azul y se agarró a la cintura de su padre. Cuando llegaron al hospital, la llevó directamente a la cristalera donde estaban expuestos los bebés en sus pequeñas cunas de acero. ― ¡Aquí está! ¿Lo ves? ―le preguntó Toni―. Es ese de ahí abajo, el más grande de todos. El que va de azul cielo. Piensa que pesa cinco kilos. ¡Es un machote! Ese orgullo que mostraban sus palabras molestó a Anna. ―Sí, sí, le veo ―dijo lacónica después de echar una mirada rápida al bulto celeste―. Ahora llévame con mamá. ¿Cómo está? ―Oh, en resumen, le han hecho una cesárea, pero se recuperará ― respondió él sin quitarle ojo a su hijo. A Anna le dio la impresión de que para él lo único importante era ser padre de un hijo varón.
Se había dado cuenta de cómo se comportaba con Luca. Ella y Sara nunca habían jugado con él, nunca habían ido en bicicleta juntos y tampoco las había presentado con orgullo a sus amigos. Todo eso eran cosas que su padre reservaba a su hermano, pero no a ellas. Eso ella no lo soportaba, y era otro motivo más para sentir rencor hacia él.
Capítulo 32
― ¡Anna trabajará conmigo! ―insistió Toni―. Yo solo en el campo tengo mucho trabajo y necesito que me echen una mano. ―Estás de broma, ¿no? ―Stella estaba morada de rabia. Hacía días que discutía con su marido sobre el futuro de su hija. Anna tenía casi catorce años, estaba terminando secundaria y había llegado el momento de elegir si pasaba a bachillerato. ―No puedes arruinarle así el futuro. Tiene derecho a seguir estudiando. ― ¿Y no has pensado en mí? Como ya es grande, puede serme de mucha utilidad. Con dos brazos más podré aumentar la producción. ―Anna hará el bachillerato. Es una chica, y el campo no es el lugar adecuado para ella. Así que déjalo ya. Stella era inamovible: Sabía que se arriesgaba a sufrir la ira y la violencia de su marido, pero estaba decidida a asegurarle un futuro digno a su hija. Evidentemente no podía mandarla a la universidad, pero al menos sí pretendía que completase el bachillerato. Quería para su hija una vida distinta a la suya, y sabía que a través de la educación podría obtenerla. Al menos en el tema económico. Por el tema afectivo, todo dependería del hombre con quien se casara, pero esperaba que su hija fuese más espabilada que ella y escogiera de manera más prudente. A final Stella se salió con la suya, y en septiembre Anna empezó en un nuevo instituto. En ese periodo era cuando más a menudo huía e iba a buscar protección a casa de la yaya Adele. Como ya no soportaba más las peleas y la violencia entre sus padres, se refugiaba en ella, a veces varios días seguidos. Un día se quedó encerrada en su baño durante más de una hora: Su madre había ido a buscarla para llevársela de vuelta a casa. La necesitaba, pero Anna no quiso saber nada. Solo quería estar allí, en su isla de paz, en el único lugar donde podía
vivir en serenidad y con el afecto de la persona a la que más quería en el mundo. Porque estar en casa de su abuela significaba vivir sin la angustia de oír peleas, gritos y golpes y sin tener que aguantar ver a su padre, que ya estaba permanentemente borracho, con esa cara siempre colorada, que no se tenía en pie y se tropezaba con las palabras, siempre con esa asquerosa peste a vino pegada. Cuando sus padres se peleaban en plena noche y ella se escapaba corriendo a casa de su yaya, solía pasar que al día siguiente iba al instituto medio dormida y sin libros. Los profesores notaron que había algo raro en su comportamiento y empezaron a hacerle preguntas. Pero a Anna toda aquella situación le avergonzaba y siempre les calmaba diciéndoles que todo iba bien. El paso de secundaria a bachillerato también coincidió con un repentino cambio físico. En poco tiempo, se había transformado en una bella y escultural muchacha: seguía siendo bajita y menuda, pero había heredado el pecho prominente de su madre. Eso sí, el color de ojos y el del pelo, que llevaba corto, eran de su padre. En cuanto a carácter, seguía siendo igual que de pequeña. Era una chica tranquila y pacífica, pero cuando era necesario se mostraba fuerte, determinada y resuelta. Poco después de empezar en el nuevo instituto conoció a Alberto, un estudiante que cada mañana cogía el mismo autobús que ella. Él estaba ya en cuarto de Contabilidad. Era un muchacho tranquilo como ella, con unos ojos verdes enormes y el pelo rizado, de un castaño tirando a rubio. Anna le tenía mucho cariño: era educado y amable, y hablaban de un montón de cosas. Pasar tiempo con él le resultaba realmente agradable. Tan agradable que Anna se terminó enamorando de él. Poco después de que ella cumpliese los quince, empezaron a verse también los domingos. Anna no veía la hora de librarse de las tareas que su madre le encomendaba para
poder ir corriendo al paseo marítimo, donde Alberto la esperaba, siempre sentado en el mismo banco. Anna era feliz y las horas que pasaba con él eran las mejores de toda la semana.
Capítulo 33
En uno de los periodos en que Anna se había mudado a casa de la yaya Adele, Toni apareció un buen día por allí después de comer. Dijo que no se sentía bien, que le dolía la cabeza, estaba muy cansado y tenía mucha fiebre. Al principio parecía una simple gripe, pero después de dos días la fiebre subió mucho más, hasta llegar a más de cuarenta. Anna no había vuelto a casa, de modo que no tenía ni idea del estado de salud de su padre. Cuando su abuela volvió llorando después de ir con Carlo a ver en qué condiciones estaba su otro hijo, Anna se dio cuenta de que la situación era seria. Efectivamente, en cuanto entró en la cocina, la abuela se desplomó en la silla. No podía contener las lágrimas. Anna se le acercó. Era raro verla tan desanimada. ―Yaya, ¿qué pasa? ―Oh, Anna, ni siquiera nos ha reconocido ―llegó a susurrar a duras penas, entre sollozos. ― ¿Quién? ¿Papá? ―preguntó Anna, y la miró primero a ella y después a su tío. Carlo estaba de pie detrás de su madre y le acariciaba los hombros, en un intento de consolarla. ―Sí, Anna. Toni ―respondió mientras sacudía la cabeza―. Estaba delirando, no nos ha reconocido. Ha venido el doctor Moro y lo han ingresado en el hospital. Dice que puede ser un problema de corazón, pero aún no se sabe nada concreto. ― ¡Oh, vaya! ―exclamó Anna, a pesar de no compartir esa preocupación que sí veía en los ojos de su abuela y de su tío. Ni siquiera entendía cómo su abuela podía estar tan afectada por una persona como su padre, sabiendo en lo que se había convertido―. ¿Mi madre está con él? ―preguntó, dirigiéndose a su tío.
―Sí, ha ido al hospital, esperamos que no sea nada grave. ―Claro, ojalá ―murmuró Anna. A decir verdad, no le importaba demasiado la salud de su padre, pero evidentemente eso a ellos no se lo podía decir. Un par de días después, volvió a casa y se encontró a su madre en la habitación preparando los pijamas y la ropa interior para llevarle a su marido. El día anterior había ido a hablar con los médicos, y Anna tenía curiosidad por saber lo que le habían dicho. ― ¿Qué tal? ―le preguntó. ―Está fuera de peligro ―contestó Stella sin más, sin mirar a su hija mientras seguía metiendo la ropa interior en la bolsa. ― ¿Qué la ha pasado? ―Un problema de corazón. Una endocarditis. ― ¿Eso qué es? ¿Es grave? ―Dicen que sí. Es una inflamación del revestimiento interno del corazón. ―Stella se paró y se volvió hacia ella―. Me han dicho que ya podemos ponerle una vela a la virgen. Ha estado en riesgo de muerte ―dijo, sin añadir nada más. Hubo un largo intercambio de miradas en silencio. No hacían falta las palabras: las dos pensaban lo mismo, pero ninguna de las dos encontró el valor de expresarlo abiertamente.
***
Toni se recuperó bastante rápido, y al cabo de un tiempo toda la familia se volvió a mudar y se fue a vivir a un apartamento en un sexto, a poca distancia del Burgo de la Encina, donde Stella y Toni fueron a vivir cuando se casaron. Sara había vuelto a casa hacía un par de años. Había empezado el instituto en el pueblo, y en el colegio solo quedaba su hermano Luca, que solo volvía a casa en verano. Tal como Anna había predicho, ella y su hermana tenían que ocuparse a menudo de su hermano más pequeño, y para ellas eso era una constante fuente de peleas. Discutían por quién debía cambiarle, quién tenía que darle de comer, quién vigilarle y, cuando acababa de nacer, por quién tenía que lavarle los pañales de tela antes de meterlos en la lavadora. El domingo era el día de más tensión, cuando su madre trabajaba en el restaurante y ellas tenían que quedarse en casa para cuidar de él. ―Anna, Sara, me voy a trabajar, ¡estad pendientes de Marco, por favor! ―No, mamá, yo no puedo. Tengo que salir ―mascullaba Anna contrariada. ―Y yo tengo que ir a hacer los deberes a casa de Sabrina. ―Pues muy bien; y yo, por si no me habéis oído, tengo que ir a trabajar ―replicaba su madre, que las miraba amenazante―. Así que al menos una de las dos se queda aquí con Marco. ¡Y no quiero discusiones! ―concluía, y salía a toda prisa de casa. ―Esta vez te toca a ti ―le dijo Anna a su hermana una vez que la madre se iba. ―No, ni hablar. Debería estar en casa de Sabrina desde hace media hora. ―Pues llámala y le dices que venga ella a hacer los deberes aquí. ― ¡Olvídalo! ―Venga, Sara, que Alberto me está esperando. ¿Qué más te da hacer los deberes
aquí o en casa de Sabrina? ― ¡Te he dicho que no! Anna resopló. ―Pues vale, vístete, que le llevamos con la yaya ―exclamó mientras iba a preparar al pequeño―. Porque yo no pienso pasarme el domingo encerrada aquí dentro. Y así la pobre yaya Adele, quisiera o no, se veía obligada a ocuparse también los domingos de su nietecito. Y eso sucedía muy a menudo.
Capítulo 34
Y llegó el verano. Anna se había quedado a dormir en casa de Olga y Ornella, las tías solteras, como ella las llamaba en broma. En realidad, eran tías segundas, porque eran las primas de su madre. Nunca se habían casado y vivían las dos juntas en el piso de abajo del hermano de Stella. En el bajo tenían una tiendecita de fruta con un rincón bien surtido de todo tipo de chucherías. Los domingos muchas veces toda la familia de Anna iba a comer con ellas, y para Sara, que devoraba cualquier tipo de dulce, era la mejor de las fiestas. Comía tantos caramelos que alguna vez volvió a casa con un fuerte dolor de tripa. Anna estaba muy apegada a sus tías Olga y Ornella. De hecho, en verano su yaya Adele alquilaba habitaciones a veraneantes que querían pasar algunos días en el mar, así que Anna no podía ir a dormir a su casa, de modo que se presentaba donde estas dos tías, que estaban siempre disponibles para acogerla y darle un lugar donde refugiarse. Pues bien, aquel día, en cuanto vio que su padre volvía a casa borracho, agarró sus cosas y se fue corriendo a su casa. Cuando despertó a la mañana siguiente y se fue a la cocina, las encontró preparando el desayuno. En el momento en que la oyeron entrar, las dos se volvieron a la vez y le sonrieron. ― ¡Hola, Anna! ―Olga la miró por encima de las gafas, que llevaba en la punta de la nariz―. ¿No oíste el jaleo de anoche? ― ¿Jaleo? ―preguntó Anna, perpleja―. ¿Qué jaleo? Las dos hermanas intercambiaron miradas fugaces. ―Han traído a tu madre a casa de tu tío. Está arriba. ― ¿Que la han traído? ¿Quién? ―Anna frunció el ceño y su mirada fue de una a la otra. Bajó la cabeza y suspiró al intuir lo que había pasado―. Ha sido mi padre, ¿no? ―preguntó. Ellas se limitaron a asentir con la cabeza. ― ¿Qué es lo que ha montado esta vez? ¿Mi madre está bien?
―No demasiado ―respondieron, con un movimiento de cabeza. ―Pero si está arriba en casa del tío y no en el hospital, no será tan serio. ―Está fuera de peligro, si es a eso a lo que te refieres, pero está... desfigurada. Ese malnacido le ha dado un puñetazo. Llevaba el anillo y le ha fracturado el hueso de encima del ojo ―dijo tía Ornella, y se señaló con el índice la ceja izquierda. Anna suspiró a fondo. Ya había perdido la cuenta de las veces que su padre había mandado a la madre al hospital o la había obligado a quedarse en la cama llena de moratones durante días y días. ―Y hay más ―añadió su otra tía―. La policía le ha arrestado. Ahora está en la cárcel. Anna giró la cabeza de golpe y se quedó mirando a Olga con incredulidad. ― ¿En la cárcel? ―repitió―. O sea, que mi madre le ha denunciado. ―Al parecer la denuncia la ha hecho el propio hospital cuando los vecinos la han llevado allí. Le provocó muchas contusiones, así que tuvieron que llamar a la policía. ― ¡Por fin! ―murmuró Anna, aliviada―. Yo había ido tantas veces, y nunca hicieron nada... ―Pues sí, ¡por fin! Pero ahora ese bastardo está encerrado, y esperamos que lo tengan un buen tiempo a la sombra. Anna esbozó una ligera sonrisa, y después miró el reloj de pared. ―Me gustaría subir ahora. ¿Estará despierta? ―Sí, yo acabo de estar ahí. Está en la cama, pero no duerme. Está muy asustada. ―Sí, en realidad yo también lo estoy. Quién sabe lo que pasará cuando le suelten ―murmuró Anna pensativa con la cabeza baja. ―Creo que le conviene quedarse un tiempo aquí con nosotras o con Giovanni
―sugirió Olga. Anna asintió y le sonrió agradecida. ―Muchas gracias. Yo también creo que será lo mejor. Tía Ornella le puso una mano en el hombro, como para darle fuerza y valor. ―Venga, que te acompaño arriba ―dijo, y se dirigió con su sobrina hacia las escaleras. Cuando Anna entró en la habitación donde su madre estaba descansando, casi se desmaya. Su madre estaba irreconocible: tenía toda la parte izquierda de la cara llena de moratones, el ojo estaba absolutamente negro y tan hinchado que no se abría; el labio inferior también lo tenía hinchado y con muchos pequeños cortes. ― ¡Dios mío! ¡Mamá! ―Anna se llevó la mano a la boca―. ¡Cómo te ha dejado! Stella dirigió la mirada a su hija. ―Le han detenido, Anna, ahora está en la cárcel ―murmuró con un hilo de voz―. Se lo han llevado. ― ¡Lo sé! ―Anna se acercó y se sentó en la cama. ―Ya verás cómo me lo hace pagar ―lloriqueó la madre. ―No te preocupes por eso ahora ―le dijo Anna, y agarró una mano entre las suyas―. Mientras tanto nos vamos a quedar aquí, que las tías han dicho que pueden acogernos unos días, y después ya veremos; seguro que encontramos una solución. ―También os podéis quedar aquí conmigo ―intervino el tío Giovanni, que justo en ese momento acababa de entrar en la habitación. Anna se giró a mirarle y le sonrió. ― ¡Hola, tío!
―Hola, Anna, ¿qué tal estás? ―Bien, gracias. Solo un poco cansada de ver a mi madre siempre reducida a esto. ―Ya, no sabes cómo te entiendo. Ojalá este tiempo en prisión haga reflexionar a ese bastardo y cambie. ―Yo desde luego espero que sea así. ¡Ojalá pase una buena temporada ahí dentro! Su tío hizo una mueca. ―Pues no sé cuánto tiempo podrán retenerlo allí, pero de todos modos este arresto debería hacerle reflexionar. ¡Ahora tendrá tiempo! Anna no dijo nada más y se volvió de nuevo hacia su madre. ―Ahora tú estate aquí tranquila y no pienses en ello, tienes que curarte. Necesitas tranquilidad y reposo para ponerte bien. Ya me ocupo yo de mis hermanos. Intenta dormir, ¿vale? ―Le sonrió y le acarició el pelo. ― ¡Eres una chica estupenda, Anna! ―murmuró Stella mientras acariciaba la mano de su hija. Luego estaba tan agotada que cerró los ojos y sus lágrimas calientes se metieron entre su pelo.
Capítulo 35
A Toni le soltaron tan solo una semana después. Volvió a casa y allí no había nadie esperándole. Stella aún estaba en casa de su hermano, y no tenía ninguna intención de volver con él. Tenía miedo, mucho miedo, y una vez que se recuperó se trasladó por un breve periodo de tiempo a casa de su hermana. No tenía valor para salir: Habían visto a Toni varias veces merodeando delante de casa de Giulia, y a Stella le aterrorizaba la sola idea de encontrarse con él. Aquella tarde, Anna salió con sus amigos. Pasó el rato sentada charlando en la plazoleta, donde había un montón de bancos. Era una preciosa tarde de finales de verano, y resultaba agradable estar en compañía y olvidarse de los problemas que la esperaban en casa. Sin embargo, cuando ya se hizo tan tarde que no podía postergar más la vuelta a casa, muy a su pesar se despidió de todos y se encaminó ella sola a casa de su tía Giulia. Estaba recorriendo el último tramo de un callejón oscuro, a pocos metros de la casa, cuando desde detrás de un edificio una mano le agarró un brazo. Anna se sobresaltó. Estaba aterrorizada. ―Anna, soy yo... La inconfundible voz ronca de su padre la hizo entrar aún más en pánico. ― ¡Suéltame! ―gritó mientras intentaba deshacerse de él con todas sus fuerzas. ―No te haré nada, estate quieta ―le dijo Toni, que seguía agarrándola fuerte. Anna le dio puñetazos en la mano que le agarraba y finalmente él aflojó. Ella huyó corriendo. ―Por favor, Anna. Volved a casa ―le gritó su padre―. Dile a tu madre que lo siento.
Anna corrió deprisa; oía su voz detrás de ella pero no tuvo el valor de volverse para comprobar si él la estaba siguiendo. Cuando llegó a la puerta de casa, empezó a llamar a la puerta con los puños repetidamente. Le latía fuerte el corazón, y le parecía oír sus pasos detrás de ella. ― ¡Abridme, abridme! ―gritaba desesperada. Después de un tiempo que a ella le pareció infinito, la puerta se abrió de par en par y tía Giulia la miró asombrada. ―Anna, ¿qué pasa? ¡Tranquilízate! ―Está aquí. Está fuera ―gritó Anna mientras se ocultaba detrás de ella. Giulia echó una mirada fugaz hacia el exterior, pero no vio a nadie. Cerró la puerta y abrazó a su sobrina, en un intento de calmarla. ―Está todo bien, Anna, tú tranquila. ―Me ha seguido y me ha agarrado del brazo. ¡Oh, tía, he pasado tanto miedo...! ―Ya me imagino, cariño, pero ahora cálmate. Ahora estás en un lugar seguro. ―La tía continuaba abrazándola y acariciándole el pelo―. ¿Y qué quería? ¿Te ha dicho algo? ―le preguntó cuando ya vio que estaba un poco más tranquila. ―Me ha dicho que le diga a mamá que lo siente y que quiere que volvamos a casa. ― ¿Nada más? ―No, en ese momento me he escapado. Ya te lo he dicho, tía: me he asustado mucho. ―Ya me lo imagino ―murmuró Giulia, sin dejar de acariciarle el pelo. ―Yo no quiero volver a casa. Sé que todo volverá a empezar. ―Suspiró. ―Yo tampoco estaría de acuerdo, Anna, pero eso es algo que tendrá que decidir tu madre. Todo depende de ella.
―Pero si volvemos, le hará daño otra vez ―repuso Anna entre sollozos. ―Puede que no, tal vez haya aprendido la lección. De todos modos, como te digo, es tu madre quien tiene que tomar una decisión al respecto en cuanto se encuentre mejor. Anna no dijo nada, se secó las lágrimas y empezó a subir las escaleras abrazada a su tía.
***
Al cabo de un mes, Stella se había recuperado y tenía que decidir qué hacer. No podía quedarse mucho más tiempo en el pequeño piso de su hermana, que solo tenía dos dormitorios, un baño, una pequeña cocina y un salón-comedor con sofá, y además allí vivía Giulia con su marido y sus dos hijos. Es verdad que ella no la iba a echar, pero compartir piso con otras cuatro personas ya se estaba empezando a hacer difícil, y Stella se había dado cuenta de ello. Toni había mandado muchas veces a Adele a decirle que se había arrepentido de lo que había hecho, que iba a cambiar y que quería tener a su familia consigo para volver a empezar desde cero. Stella no estaba muy convencida de sus buenos propósitos, pero esperaba que la experiencia de la cárcel le hubiese servido de algo y hubiese mejorado, ni que fuera un poco. Así que, muy a su pesar, finalmente decidió volver.
Capítulo 36
Llegó el otoño, y después el invierno. Toni estaba más tranquilo, bebía menos y a veces se portaba de manera distinta también con sus hijos: se interesaba un poco más por ellos e intentaba tener tiempo para pasar con ellos. No hace falta señalar el hecho de que había estado en la cárcel y que dentro de poco tendría que enfrentarse a un juicio. Para él, todo eso era un deshonor, y le atormentaba. Se lo recordaba siempre a todos: a su mujer, a sus hijos y a su madre. Sin embargo, poco después de Año Nuevo, un inesperado y doloroso episodio hizo que se desplomase de nuevo en el abismo: encontraron el cuerpo sin vida de su hermano Carlo en su cama; le había dado un infarto. Fue un duro golpe para todos, pero mucho más para él. Perderle así, de repente, tan joven como era, hizo que se encerrase en sí mismo. De modo que volvió de nuevo a beber. Cada vez más, cada vez más a menudo. Una tarde, más o menos un mes después de la desaparición de Carlo, Toni llegó a casa borracho y se dirigió directamente a la cocina. Había cogido la botella de vino de la alacena y estaba a punto de beber un vaso cuando entraron Stella y Anna, que se pararon al lado de la puerta y le observaron en silencio. ― ¿Es que no has tenido suficiente con lo que has bebido en el bar? ―le preguntó Stella. Toni se giró tambaleante y miró a su mujer con hostilidad. ― ¡Déjame en paz! ―Toni, si ya estás borracho. Venga, deja el vaso ―le pidió Stella en su tono más sereno. ―Tú...―Toni le señaló con el dedo y dio un paso adelante―. Tú me mandaste a la cárcel. ―No, Toni; no fui yo quien te metió ahí dentro y lo sabes ―le interrumpió ella, mientras seguía intentando mantener la calma.
― ¿Cómo que no? Siempre has querido librarte de mí. Stella suspiró, no tenía ganas de llevarle la contraria; estaba cansada y no le apetecía discutir. Bajó la mirada y se quedó en silencio esperando que su marido lo dejase estar. ―Ahora te quedas callada, ¿eh? Eso es porque es verdad. Tengo razón, ¿a que sí? ―Basta, Toni. ¡Por favor, déjalo ya! ―le suplicó Stella, exhausta. ―Claro, ahora me pides que lo deje. Tú lo que querías era mandarme a la cárcel para hacer lo que te diese la gana, quién sabe con quién. Toni estaba obsesionado. Seguía acusándola de acostarse con otros hombres y Stella estaba desesperada con tantas continuas insinuaciones. Se tapó las orejas con las manos e intentó contenerse para no darle más motivos de discusión a su marido. ― ¿Ves como sigues callada? Tengo razón. ¡No eres más que una furcia! ―seguía diciendo él, con una mueca de veneno. Stella ya no pudo controlarse más: la ira se apoderó de ella y finalmente estalló: ―La causa de todos tus males eres tú. Si has acabado ahí dentro ha sido culpa tuya. Porque sigues bebiendo y emborrachándote. ¡Mira en lo que te has convertido! ―Tú eres la que me ha dejado así, sucia bruja. Me estás arruinando la vida, pero me las vas a pagar ―la amenazó él. A continuación, agarró un plato que había en la pila y se lo lanzó. Anna, que hasta ese momento se había quedado apartada observando la enésima discusión entre sus padres, se puso instintivamente delante de su madre. El plato le dio en la frente. Un reguero de sangre salió por una pequeña herida y le resbaló por la mejilla. Se llevó la mano a la cara, y enseguida se le tiñó de rojo. Se la quedó mirando y luego miró a su padre con desprecio: sentía dentro una enorme rabia y una impotencia frustrante.
―Suerte tienes de que yo sea una chica, porque si no ya te habría pegado ―Silbó y apretó tanto los puños que casi se clavó las uñas en las palmas de la mano. Toni tiró al suelo la botella que seguía teniendo en la mano y se acercó a su hija amenazante. ―Tú también ―dijo mientras agitaba el dedo índice delante de su nariz―. Tú eres como tu madre. Siempre la defiendes, y luego me criticas. Yo... ¡yo te juro que antes o después te pondré en tu sitio a ti también! Anna se estiró y entrecerró los ojos. ―Vete ya mismo de aquí ―le ordenó, marcando bien las palabras―. ¡Vete a otra parte a que se te pase la mona! El hombre cerró los puños y siguió agitando la mano muy cerca de la cara de su hija. ―Me las pagarás ―gruñó, y con las piernas tambaleantes se dirigió a la puerta, la abrió y se fue. Anna se volvió hacia su madre, que entretanto se había derrumbado sobre una silla y tenía los ojos llenos de lágrimas. La miró: le daba mucha pena. La veía vacía, cansada e infeliz. Aquel hombre le había chupado toda su vitalidad y su energía. ― ¡Basta, mamá, tienes que dejarlo! No sé a qué estás esperando. Yo desde luego no te entiendo. ¿Es que no ves que no puedes seguir así? No cambiará, mami, no va a cambiar nunca. ¿O es que no lo has visto? Stella se tapó la cara con las manos. Estaba tan cansada... ―Anna ―empezó a decir poco después en un susurro― Tienes que prometerme una cosa. ―Alzó la cabeza para mirarla a los ojos y la agarró las dos manos entre las suyas. Anna se quedó en silencio, a la espera de que su madre continuase―. Intenta estar muy atenta al hombre al que quieras tener como esposo. Si encontraras a uno como tu padre y quisieras casarte con él a toda costa, deseo que te caigas y te partas las piernas antes de entrar en la iglesia. Solo eso te desearía. Recuérdalo bien.
Anna pensó en su Alberto. Parecía un buen chico: siempre se había portado bien con ella, y no le había visto jamás con ningún tipo de bebida alcohólica en la mano. Y eso para ella era un requisito muy importante. Si en algún momento viese la más mínima señal de cambio, no dudaría en poner fin a la relación. ―No te preocupes, mamá ―la tranquilizó, agarrándole las manos―. Te lo prometo, de verdad. Yo no quiero una vida como la tuya, así que estaré muy atenta a ver con quién me encuentro. Puedes estar segura; ¡pienso estar muy, pero que muy atenta!
Capítulo 37
Con la llegada de la primavera, poco después de cumplir dieciséis años, Anna se puso enferma. Llevaba unos días con tos persistente y una febrícula muy molesta, aparte de que como todo le daba náuseas había dejado de comer. Su madre llamó al médico, que le diagnosticó una bronconeumonía muy grave y se vio obligado a ingresarla en el hospital. Por suerte, la fiebre desapareció al cabo de unos días, la tos empezó a ser menos fastidiosa y Anna volvió de nuevo a comer. La única que iba a verla todos los días era su madre, de modo que cuando una tarde Stella llegó con su marido Anna se quedó un poco sorprendida. La vio particularmente serena y sonriente, y eso le gustó mucho. Su padre se colocó a los pies de la cama, con las manos apoyadas. ― ¿Qué tal, Anna? ¿Te encuentras mejor? ―Sí, mucho mejor, gracias ―le contestó mientras le observaba con curiosidad. Había notado que tenía un aspecto distinto a lo habitual. Estaba acostumbrada a verle borracho, con las mejillas y las orejas moradas. Pero aquel día, en cambio, su color era más rosado. Por su aspecto, Anna pensó que no había bebido en los últimos días. ―Luca te manda un saludo ―dijo Stella para sacarla de sus reflexiones―. Se va mañana por la tarde. El hermano de Anna había vuelto a casa por Semana Santa, pero ya se habían terminado las vacaciones y tenía que volver a la escuela donde estudiaba primaria. Anna la miró enfurruñada. ― ¿Y por qué no ha venido? Me hubiese gustado saludarle en persona.
―Anna, ya sabes que es mejor que aquí no entren niños. Además, no te preocupes, que en poco más de un mes termina el colegio, así que pronto le verás de nuevo. La mirada de Anna volvió a centrarse en su padre. ―Papá, te veo muy bien hoy. Hasta tienes la piel más bonita, más clara. Él se limitó a esbozar una sonrisa. Stella esperaba que su marido le explicase a su hija el motivo de aquel cambio, pero él se quedó en silencio, volvió la cabeza y se puso a mirar hacia algún punto indefinido por la ventana. ―Hace unos días, tuvo una mala experiencia, ¿sabes? ―le explicó su madre, al ver que él no tenía ganas de contarle nada. ― ¿Una mala experiencia? ¿Qué te ha pasado, papi? ―preguntó Anna, dirigiéndose al hombre. De nuevo, Toni no respondió. Se quedó con la cabeza girada y la mirada perdida en quién sabe qué. Anna percibió un ligero temblor en sus manos, que seguían apoyadas en los pies de la cama. Se las quedó mirando un instante, y luego volvió a dirigirse a su madre. ―La otra noche había bebido un poco de más y en un momento le vi agarrarse el cuello mientras se ponía de color morado ―Su madre había bajado la voz para que el resto de pacientes no la oyesen―. Estaba a punto de ahogarse. Se asustó mucho, y desde entonces no ha vuelto a tocar el vino ―dijo Stella con una especie de satisfacción mezclada con miedo. Toni no reaccionó de ninguna manera: parecía casi como si no estuviese oyendo las palabras que decían su mujer y su hija. ― ¡Eso es genial! ―dijo Anna―. Ahora que lo estás consiguiendo, podrías dejar de beber para siempre. ―Se dio cuenta de que su tono había sido bastante duro, de modo que continuó hablando con un poco más de dulzura―: Solo tienes que querer, papá... Esfuérzate, inténtalo. Está en juego tu salud. Podemos buscar a alguien que te ayude.
Toni pareció espabilar, giró la cabeza y miró a su hija, serio. Después bajó la mirada y contrajo la mandíbula. ― ¡Sí, tienes razón! Tengo que hacerlo, tengo que encontrar el modo ―murmuró sin añadir nada más. Anna siguió observándole un rato más, y después intercambió una larga mirada con su madre. Quizás el susto que se había llevado y el miedo de morir le servirían para tener la fuerza y la voluntad de darle una vuelta a su vida. Es más, a la vida de todos. Anna lo deseaba con todas sus fuerzas. ¡Necesitaban todos desesperadamente un poco de serenidad!
Capítulo 38
Al salir del hospital, Stella se fue directamente a casa. Sara estaba en casa de la yaya Adele y Stella se había visto obligada a dejar al joven Luca con el pequeño Marco. No se fiaba de dejarlos solos mucho tiempo, por eso tenía mucha prisa por volver a casa. En cambio, Toni se quedó fuera unas horas más diciendo que tenía recados por hacer. Fue muy poco preciso, y Stella estaba convencida de que era una excusa para ir a la taberna. Y cuando resultó que volvía a casa sobrio se quedó muy sorprendida. Sin embargo, tenía un comportamiento extraño: daba vueltas por la casa como nervioso, si ella le preguntaba algo él apenas respondía y siempre arrugaba la frente, iba todo el rato hacia la ventana y se quedaba con las manos cruzadas por detrás de la nuca mirando hacia afuera como absorto. Durante la cena estuvo muy callado, y muchas veces se quedaba mirando un punto en el vacío por un buen rato. Hasta Luca se dio cuenta. ― ¿Va todo bien, papi? ―le preguntó en uno de esos momentos―. Estás muy serio esta noche. ―Sí, sí, todo bien ―respondió él y, sin decir nada más, siguió comiéndose la carne que tenía en el plato. ―Tiene razón, Toni, estás... ―Stella se interrumpió al ver que el pequeño Marco se había puesto de pie sobre la silla con un vaso de cristal lleno de agua entre las manos―. ¡Marco, deja ahora mismo ese vaso y siéntate! ―le ordenó. Luego volvió la mirada de nuevo a su marido―. Eso, te decía que estás muy raro desde que has vuelto. ¿Qué pasa? ―Ya te he dicho que va todo bien ―respondió Toni sin levantar la mirada del plato, en un tono que no itía réplica. Stella lo dejó estar; no tenía ganas de discutir. Así que miró a su hijo, levantó las
cejas y se encogió de hombros. Mientras tanto Marco seguía de pie en la silla y se había puesto a dar saltitos mientras observaba con enorme curiosidad las gotitas de agua que se salían y caían sobre el suelo. ―Vamos a ver, Marco, ¿quieres sentarte, por favor? ―Antes de que Stella pudiese terminar la frase, al niño se le cayó el vaso, que primero fue a parar al mantel y luego se fue rodando por encima de Luca y terminó finalmente por los suelos, roto en mil pedazos. ― ¡Jope, Marco! ―se lamentó Luca, que se levantó de golpe mientras se miraba la camiseta, completamente mojada―. ¡Me has dejado chorreando! El pequeño se quedó quieto, de pie sobre la silla, mirando mortificado la que acababa de liar. ― ¡Marco! ―le riñó Stella―. Mira qué desastre. Hay cristales por todas partes. ¡Quédate ahí sentadito, anda! Toni alzó la cabeza y miró a su mujer de manera siniestra. ―Déjalo, anda. Es pequeño, estas cosas pasan. ―Toni, es que tiene que aprender a escuchar ―replicó Stella, contrariada―. Marco, ―se dirigió de nuevo a su hijo, que seguía de pie tan tranquilo― ¡he dicho que te sientes! El pequeño parecía no querer escuchar a su madre, y se había vuelto a poner a dar saltitos. Stella perdió la paciencia y, muy enfadada, le agarró de los hombros y le obligó a quedarse sentado. El niño empezó a pegar patadas y a gritar. ― ¡He dicho que le dejes en paz! ―gritó Toni, y pegó con los puños en la mesa. Luca y Marco se estremecieron de terror. Este último dejó de llorar por un instante, pero luego volvió a comenzar y se puso a gritar aún más fuerte. ―Muy bien, tú sigue así, prepotente y violento como siempre. ―Stella le miró
con rabia. ― ¡Ya basta de criticar y de regañarme! ―vociferó su marido con rabia. Se levantó de repente y con el dorso de la mano empujó fuera de la mesa los platos, vasos y cubiertos, que se rompieron en el suelo. Después fue a paso veloz a su cuarto y cerró la puerta con violencia. Stella se arrodilló y se puso a recoger todos los trozos que habían quedado esparcidos por la cocina. Tenía las mejillas coloradas de ira. Apenas una horas antes, cuando estaba visitando a su hija en el hospital, había pensado que su marido tenía ganas de intentar cambiar, pero en ese momento se dio cuenta de que era todo una quimera y que nunca iba a suceder: Incluso sobrio, Toni ya no podía domar su carácter irascible. Bastaba cualquier nimiedad para que perdiese el control y se encendiese. Su vida ya no iba a ser tranquila, nunca tendría una relación normal con su marido, que no iba a cambiar jamás.
Capítulo 39
Esa noche, Toni no pudo dormir, y cuando a las seis de la mañana vio que el sol estaba a punto de salir decidió levantarse. Se fue primero a la cocina y luego al comedor. Se sentó en una silla, y se levantó de nuevo. Se volvió a sentar en el sofá y después arriba, otra vez de pie. Fue hacia delante y hacia atrás hasta que cogió una hoja de papel y se puso a escribir. Lo hizo deprisa, de golpe, sin detenerse. Cuando hubo terminado, se dirigió al armario de la entrada, donde tenía algunas herramientas. Abrió un cajón y sacó un objeto largo y estrecho envuelto en papel de periódico. Lo había escondido la noche anterior justo al llegar a casa. Volvió a la cocina y lo desenvolvió. Lo puso sobre la mesa y lo miró con una especie de risa sarcástica. Lo volvió a coger entre las manos y pasó el dedo por la hoja para verificar que estaba bien afilado. Estaba satisfecho: ese cuchillo largo de carnicero que había comprado el día anterior era realmente perfecto. Lo dejó en la mesa, fue a recuperar la nota que acababa de escribir y lo puso en medio de la mesa del comedor. Luego empuñó el arma y se dirigió a la habitación. Abrió la puerta. Las primeras luces del alba penetraban en la estancia a través de las persianas medio cerradas y le permitían ver los cuerpos de Stella y del pequeño Marco, todavía abandonados al sueño. Oyó su respiración lenta. Se paró en el umbral a observar a su mujer. Un rayo de odio cruzó sus ojos. Volvió a cerrar la puerta despacio y se acercó a la cama. Stella dormía de lado, mirando hacia la pared donde estaba la cuna de su hijo. Fue a donde estaba ella y apoyó la rodilla derecha en el colchón. Stella se movió, se dio la vuelta y se puso en posición supina. Volvió a dormirse. Su vientre subía y bajaba con un ritmo lento y constante. Toni entrecerró los ojos y su cara se contrajo en una mueca cargada de resentimiento y rabia. Apretó los labios, levantó el cuchillo por encima de su cabeza y lo bajó ferozmente para clavarlo en ese vientre que le había dado cinco hijos.
Ese dolor tan fuerte y repentino despertó a Stella. Abrió los ojos y vio a su marido con el cuchillo levantado sobre ella. Se puso a gritar invocando ayuda mientras intentaba parar esos golpes que con tanta furia le infligía su marido. Sentía que el filo le penetraba en la carne. Toni no se detuvo: clavó, clavó y siguió clavando. Hundió el cuchillo en el vientre, en el tórax, en los brazos. Stella consiguió levantarse para intentar huir de su verdugo, pero tan solo fue capaz de dar unos pocos pasos y luego se detuvo. Echó una última mirada a su hijo, que, de pie sobre la cuna, miraba la escena y gritaba desesperado. Le sonrió antes de derrumbarse en el suelo. Emitió unos pocos quejidos, cada vez más débiles, hasta que calló para siempre.
***
Los gritos despertaron a Luca, que estaba durmiendo en la habitación de al lado. En un primer momento, no se dio cuenta de la gravedad de la situación: estaba acostumbrado a las peleas de sus padres y metió la cabeza bajo las mantas. Pero cuando comprendió que esta vez eran gritos distintos, fue corriendo a la habitación de ellos y abrió la puerta de par en par. Se quedó de piedra al verlo: su madre, ya sin vida, yacía a los pies de la cama y su padre seguía atacándole con un cuchillo grande. Con cada puñalada, emitía un sonido como de animal, y de sus ojos borrosos salían chispas de rabia y locura. Tenía la cara, las manos y la camisa cubiertas de sangre de su madre. Su hermanito estaba de pie en la cuna, chillaba y tenía el brazo tieso hacia delante mientras agitaba su manita en dirección a su madre. Toni ni siquiera vio a su hijo Luca, que, presa del pánico, escapaba a pedir ayuda. Los vecinos, a los que ya habían despertado los gritos de Stella, salieron al rellano al oírle a él para ver qué estaba pasando. Luca lloraba y corría escaleras abajo sin parar hasta que sus piernas ya no aguantaron más, se tropezó y cayó al suelo. Mientras algunas mujeres acudían en su ayuda, el vecino del piso de abajo salió de su apartamento y se dirigió a la habitación de donde procedían los gritos de Marco. La puerta estaba abierta de par en par, y la escena que se encontró ante sus ojos fue espeluznante: Stella estaba en el suelo, tumbada de lado con las piernas ligeramente dobladas, un brazo estirado bajo la cabeza hacia la salida y el otro abandonado en el costado. Debajo de ella, una gran mancha color rubí. Todo estaba lleno de manchas rojas: sábanas, paredes, el suelo e incluso hasta el techo habían llegado las salpicaduras de sangre. El hombre percibió el olor y le entraron náuseas. Sintió que la cabeza le daba vueltas y las piernas le cedían.
Cerró los ojos y respiró hondo. Sacó fuerzas para sortear el cuerpo de la pobre Stella y agarró a Marco en brazos en un intento de tranquilizarle, y luego lo dejó al cargo de los otros vecinos que ya se habían congregado para ver lo que había sucedido. Después buscó a Toni, pero por más que miró a su alrededor no vio ni rastro de él. Justo después, su atención se centró en las huellas de sangre en el suelo y en la puerta de la ventana que daba a la terraza. Estaba abierta. Se acercó, se asomó y miró hacia abajo: Ahí estaba Toni. En la acera. Un vuelo de quince metros que no le había salvado. Debajo de él, otra mancha roja que poco a poco se iba expandiendo. Volvió adentro y se tiró de los pelos. Miró a su alrededor atontado y vio la pequeña nota encima de la mesa. La agarró entre las manos y leyó esas pocas líneas, escritas con letra borrosa y desordenada: Pido perdón a mis cuatro hijos, pero ya no puedo soportar la vergüenza de haber pasado por la cárcel. Ahora tendría que pasar por el juicio, pero yo no quiero vivir esa deshonra. Mi mujer tenía otro hombre y no se merecía a un marido listo, bueno y trabajador como yo. Por eso lo he hecho.
Capítulo 40
Anna abrió los ojos lentamente. Tenía la cabeza girada hacia la ventana y lo primero que vio fue el cielo. Ya no era azul como por la mañana: había caído la tarde y todo se había vuelto oscuro. Se sentía rara: había algo que le perturbaba, pero no conseguía pensar ni concentrarse. Giró la cabeza y vio a su tío Andrea sentado en la silla de al lado. En un instante, todo le volvió a la mente. Su tío había ido a mediodía junto con tía Clara y le habían informado del accidente de sus padres con la Vespa. «Los médicos no saben si saldrán de esta... Están los dos muy graves... Debemos estar preparados para cualquier cosa...» Esas eran las palabras que le venían a la cabeza una y otra vez. Se levantó y se puso sentada de nuevo. ― ¿Dónde está tía Clara? ―preguntó mientras la buscaba con la mirada. ―Ha ido a casa ―respondió su tío. ― ¿Y mi madre? ―siguió preguntando ella―. Quiero saber cómo está. Su tío bajó la cabeza e inspiró hondo. ―Mira, Anna... Es inútil seguir mintiéndote. ―Su tío se levantó de la silla para sentarse en la cama a su lado. Esperó un segundo antes de continuar, como si estuviese buscando las palabras adecuadas―. No... ya no están, han muerto, Anna. No se han salvado. Anna no reaccionó en un primer momento. Después se tapó la cara con las manos y rompió a llorar. El suyo era un llanto controlado, no histérico como el de unas horas antes. Quizás seguía haciéndole efecto el calmante que le había inyectado el doctor Rigo, o puede que ahora le faltase energía.
Su tío la abrazó y le apoyó la cabeza en su hombro. ―Ahora tienes que ser fuerte, muy fuerte. ―Se quedó un instante callado, a la espera de que ella se calmase. Continuó abrazándola y acunándola. Anna quiso saber los detalles: ― ¿Cómo ha pasado? ¿Dónde estaban? ―Hay algo que debes saber. ―Su tío la apartó y agarró sus manos entre las suyas―. En realidad, no ha habido ningún accidente. Anna aspiró con la nariz y le miró asombrada. ― ¿No han tenido un accidente? Su tío negó con la cabeza. Tenía que comunicar a una hija que su padre había matado a su madre y después se había tirado desde un sexto. Jamás hubiera deseado encontrarse en una situación como aquella. Suspiró de nuevo profundamente, como en busca del valor para seguir hablando. ―Ha sido tu padre ―murmuró. Anna se incorporó y abrió bien los ojos. ― ¿Mi padre? ¿Qué... qué quieres decir? ¿La ha matado él? ―Sí. Anoche. Lo siento mucho, Anna. Lo siento de verdad. ―Tío Andrea estaba destrozado. Quería mucho a su sobrina, y verla sufrir así por culpa de un loco borracho le hervía la sangre. Sentía tanta rabia que si su cuñado no hubiese pensado poner fin él mismo a esa vida suya tan inútil e insensata habría ido él a matarle en persona. Anna empezó a balancearse adelante y hacia atrás, sobrepasada por aquella terrible verdad. ―Ya lo sabía, ―gimió― ya sabía yo que antes o después lo haría. Su tío la atrajo más cerca y volvió a abrazarla. No sabía qué decirle ni cómo consolarla, de modo que prefirió quedarse simplemente en silencio a su lado.
Cuando Anna se calmó, se apartó de él y le miró con ojos rojos e hinchados. ― ¿Cómo la ha matado? ―Eso no importa, Anna. ― ¡Dime cómo! ―insistió ella. ―La ha apuñalado. ―Apuñalada... ―repitió Anna en voz baja―. Antes has dicho que él también ha muerto ―añadió al cabo de poco. Su tío asintió―. ¿Por qué él también? ¿De qué manera? ―Se ha... se ha tirado por el balcón. Anna no dijo nada. Apoyó la espalda en la almohada y se quedó en silencio. Cerró los ojos y se mordió los labios para intentar no llorar. ― ¿Y dónde están ahora? ¿A dónde los han llevado? ―Están aquí. Abajo, en la morgue. ―Quiero ir a ver a mi madre ―murmuró Anna. ―No, Anna, mejor que no ―se opuso su tío tajante, negando con la cabeza. ― ¡Que sí, tío! Que quiero ir. Quiero ir a verla por última vez. Y tú no me lo puedes prohibir. ―El tono de Anna era absolutamente decidido. Él se revolvió en la silla. ―Anna, en serio, no creo que sea una buena idea. ―Escúchame, ―La sobrina alzó la cabeza y le miró directamente a los ojos― quiero despedirme de ella por última vez, y nadie me lo va a impedir. Nadie. Tío Andrea suspiró. ―Vale, pero déjame hablar primero con el médico. Vamos a ver qué piensa él y si es posible ―dijo. Se levantó muy a su pesar y se dirigió a la consulta del
médico, que aquella noche había decidido prolongar su turno a la espera de que Anna se despertase. Volvieron juntos al cabo de unos minutos. ―Anna, ya me he enterado. Lo siento mucho ―murmuró el doctor Rigo, que se detuvo a los pies de la cama. Su mirada era triste y llena de compasión, pero también de ternura. Anna no dijo nada, solo hizo un gesto con la cabeza, una especie de agradecimiento silencioso. ―Tu tío me ha dicho que te gustaría ir a ver a tu madre. ¿Estás segura de querer hacerlo? Podría ser un golpe duro para ti. ¿No prefieres recordarla como era? Anna sacudió la cabeza lentamente. ―No, doctor. Quiero darle mi último adiós. Se hizo el silencio en la sala. El doctor Rigo miró a su alrededor. Las compañeras de habitación de Anna la observaban calladas y con aire triste. Sentían un gran dolor por ella. La noticia ya había corrido por toda la sección, y todos se habían quedado muy impactados por la terrible tragedia que había sufrido. El médico volvió a mirarla. Tenía las manos bien metidas en los bolsillos de la bata blanca. ―Está bien ―dijo por fin―. Voy a informarme a ver si hay alguien en la morgue. ―Se acercó a ella, le acarició la mejilla y salió de la habitación para desaparecer en una de las consultas de la sección. El tío se sentó en la silla de al lado de la cama de Anna. Se quedaron los dos en silencio, absortos cada uno en sus pensamientos. Al cabo de unos minutos, el médico volvió y le dio una pequeña pastilla. ―Toma, por ahora tómate esto. Es un calmante, te ayudará. ―Anna le miró, luego le pidió a su tío un vaso de agua y se lo bebió de un trago―. Puedes ir
ahora mismo si quieres ―añadió el médico― pero tienes que saber que están los dos, tanto tu madre como tu padre. Los dos en la misma estancia. Anna bajó la cabeza, cerró los ojos y suspiró. ―Está bien ―murmuró con un hilo de voz. ―Entonces ve cuando quieras. El enfermero te está esperando. Anna asintió. Se levantó, se puso las zapatillas y la bata y se dirigió al ascensor, seguida por su tío. Cuando llegaron a la morgue, un hombre alto, delgado y con entradas les abrió la puerta de la habitación donde estaban reconstruidos los cuerpos de sus progenitores. Anna entró con un poco de miedo, y su mirada se quedó enseguida cautivada por las dos figuras que estaban una al lado de la otra en las camillas de acero. Los habían puesto uno al lado del otro. Cerró fuerte los puños. «No es justo, no deberían haberlo hecho», pensó. Hacía frío en la sala y de pronto su cuerpo sintió un escalofrío. Se paró, dudó un instante y se abrazó ella misma para entrar en calor. Se quedó unos minutos así: ya no estaba tan segura de querer ver los cuerpos sin vida de sus padres. Su tío, que estaba detrás de ella, captó su titubeo y le puso una mano en el hombro. Anna le miró y asintió con la cabeza como para tranquilizarle. Luego se armó de valor, respiró hondo y se acercó a su madre poco a poco. Le miró la cara: estaba serena, relajada, y su boca esbozaba una sonrisa. Quién sabe si en los últimos instantes de su vida se daría cuenta de que por fin iba a encontrar la paz. Le miró los brazos: en las partes que la ropa dejaba al descubierto, había muchas tiritas enormes que servían para esconder las heridas de las puñaladas.
Anna cerró los ojos y apretó fuerte los puños con rabia mientras se preguntaba cuántas veces se habría ensañado aquel maldito con ella. Se le encogió el estómago y le asaltó una ola de odio profundo hacia su padre. Miró la boca y los ojos cerrados de su madre, después desplazó la mirada de la cara de ella a la de su asesino. De nuevo, sintió un escalofrío: parecía que su padre no estuviese muerto, o al menos ella tuvo la impresión de que podría despertarse de un momento a otro. La sensación que tenía en aquellos momentos era muy desagradable: era una mezcla de ansia, rencor y miedo. Sobre todo miedo. Apartó rápidamente la mirada de aquel a quien odiaría para el resto de su vida. Echó un último vistazo a esa cara tan dulce de su madre. Tuvo el valor de alargar la mano y tocarle ligeramente el pelo. Después se giró y se dirigió a la salida, con las lágrimas que le bajaban lentas por la cara.
Capítulo 41
A pesar de la enorme dosis de tranquilizantes, aquella noche Anna no pudo descansar bien, atormentada por constantes pesadillas: Soñó que su padre se levantaba de la fría camilla de la morgue, que recorría renqueante un largo y oscuro pasillo y que se metía en su habitación. Por eso se despertó sobresaltada, bañada en sudor y con el corazón que le latía como un loco. Esa pesadilla seguiría atormentándola mucho tiempo, incluso de adulta. Estaba convencida de que aquel era el castigo que su padre le había impuesto por haber defendido siempre a su madre. Porque entre otras cosas, le había avisado: «¡Me las pagarás!». Anna pensó que las estaba pagando con creces, desde luego.
***
La mañana siguiente, una horda de periodistas intentó entrar en la habitación para ver si podían entrevistarla. Los enfermeros y sor Cristina hicieron todo lo que pudieron para mantenerlos alejados. Poco antes de la hora del almuerzo, convocaron a Anna en una pequeña consulta, donde la estaban esperando dos policías para hacerle algunas preguntas. Cuando Anna entró en la estancia, uno de los dos, el más joven, estaba de pie junto a la ventana, mientras que el otro estaba sentado leyendo unos expedientes. Este se levantó, dejó los papeles en una camilla y le sonrió. ―Hola, Anna, soy el subteniente Russo, y él el cabo Mancuso. ―El hombre señaló con la mano al policía más joven, que estaba detrás de él. Después agarró la silla donde había estado sentado hasta hacía poco y le hizo señas para que se acomodase―. Antes que nada, lamento lo de tus padres y... ―Fui muchísimas veces a denunciar ―le interrumpió Anna en tono resentido― y nunca hicisteis nada por mi madre. ¿Por qué venís ahora a verme? Los dos se intercambiaron una mirada de vergüenza. ―Pues tienes razón, Anna, pero era tu madre quien tenía que denunciar. Nosotros no podíamos hacer nada sin su testimonio. ―Claro, no podíais hacer nada, pero eso ya no me sirve. ―Anna bajó la mirada y se puso a mirarse las manos, que jugueteaban con el cinturón de la bata. El subteniente cogió otra silla y se sentó delante de ella. Se inclinó hacia adelante con el torso y llevó su cabeza junto a la de ella. Apoyó los codos en las rodillas y empezó a frotarse las manos, un poco incómodo. ―Créeme, de verdad que no podíamos hacer nada. No sabes cuánto lo siento. ―Se giró hacia el cabo y le hizo un gesto con la mano. Este cogió los papeles de encima de la camilla y se los entregó. ―Anoche fui a ver a mi madre ―murmuró Anna.
El subteniente, que se había puesto a leer los documentos que le había pasado el cabo, alzó la mirada y la observó. ―Lo sé, ya me lo han dicho. No deberías haberlo hecho. ―Estaba llena de tiritas ―continuó Anna, ignorando las palabras del policía―. ¿Cuántas veces le dio? ―El subteniente suspiró. Hay ciertos detalles que uno jamás querría contarle a una hija. Y menos a una tan joven―. ¿Cuántas? ―insistió Anna. ―Unas cuarenta. ―Unas cuarenta ―repitió ella en voz baja. Caló el silencio en la estancia. ―Mira, ―empezó a decir el subteniente― ya sé que ahora estarás muy impactada, pero deberíamos hacerte unas preguntas. ¿Te ves capaz? Anna alzó la mirada y asintió. ―Conte. ―Tu padre... ¿le notaste distinto en los últimos días? ―Sinceramente, no le veía mucho. Siempre era mi madre la que venía a visitarme al hospital. El único día que él vino fue anteayer. ― ¿Y le notaste raro o estaba como siempre? ― ¿Como siempre? ¿Me está preguntando si estaba borracho? ―Anna esbozó una sonrisa amarga―. Pues la verdad es que sí ―añadió al cabo de un segundo―. Sí, le vi distinto, tenía la cara más clara, no roja, como cuando bebía. Se veía que estaba sobrio, y así se lo dije. ― ¿Y qué dijo él? ―En un primer momento nada, fue mi madre la que me contó que ya hacía unos cuantos días que había dejado de beber. Por lo visto habían tenido un episodio feo unos días antes: estuvo a punto de ahogarse, pero no me explicó bien por
qué. Cuando le señalé que si le ponía un poco de empeño podría dejar de beber del todo, me contestó que iba a intentar hacerlo. Nada más. Estaba muy serio, parecía estar pensando en otra cosa. ―Entiendo ―dijo el subteniente sin dejar de escribir en el papel que tenía en la mano. ― ¿Por qué me lo pregunta? ―Tenemos el testimonio de varias personas que afirman haberlo visto muy nervioso los últimos días. Puede que ya lo estuviese planificando todo. ― ¡No me lo creo! ―Anna se encogió de hombros―. La mataría en una de sus habituales peleas, en un ataque de ira. ―Uhm... Yo no estaría tan seguro ―exclamó el subteniente, dubitativo―. Mira, el señor Guidi, el de la tienda de artículos para el hogar, dijo que le compró un cuchillo y le dijo que lo quería para hacer matanza. Cómo iba a saber que no se refería a un cerdo precisamente... Lo compró el otro día cuando salía de aquí. Anna le miró en silencio. Sentía que se le estaban a punto de llenar los ojos de lágrimas, pero intentó guardarlas dentro. ― ¿No te había contado nada tu madre en los últimos tiempos? Si tenía miedo, si tu padre la había amenazado... ―Mi madre tenía miedo siempre, precisamente por eso es por lo que nunca le dejó. Tenía miedo de que él la matase si lo hacía. Mi padre era muy celoso. ― ¿Y tienes alguna idea de lo que él le hubiese podido decir a tu madre en los últimos tiempos? Anna le miró con curiosidad. ―Pues nada que no fuese lo de siempre; los mismos insultos, las mismas acusaciones... Siempre discutían por las mismas cosas. ―El subteniente no hizo ningún comentario y siguió escribiendo en silencio―. ¿Por qué? ¿Hay algo que yo no sepa? ―Tu tía Giulia nos ha contado que tu madre estaba más asustada de lo normal
últimamente. ― ¿Mi tía Giulia? ¿Y por qué lo habrá dicho? ―Pues parece que durante las discusiones tu padre la habría amenazado más fuerte de lo habitual. Por lo visto, le dijo muchas veces que probablemente él se moriría de una de sus enfermedades, pero ella moriría asesinada. Anna se pasó la mano por el pelo. ―O sea, que la noche que se dio cuenta de que estaba a punto de ahogarse se asustó y empezó a planear su asesinato... Tenía miedo de morirse sin haberla matado primero a ella ―dijo, más para sí misma que para el subteniente Russo. ―Es muy probable, Anna. ―Y de ahí que cuando vino estuviese tan distante, tan apartado, y que casi no respondiera. El subteniente se pasó una mano por el pelo corto y canoso. ―Es más, nos hemos enterado de que cuando estaba en la cárcel siempre decía a sus compañeros de celda que antes o después se las haría pagar. De modo que es más que probable que ya entonces estuviese madurando la intención de matarla, y ahora, tal como tú has dicho, cuando vio que estaba a punto de morir tomó la decisión. ―Pobre mamá. ―Anna se secó los ojos con la manga de la bata. ―Una última cosa ―dijo el subteniente mientras se sacaba del bolsillo un trozo de papel doblado por la mitad. Se lo pasó a Anna, que en un primer momento lo miró asombrada, pero luego lo cogió y lo abrió. Reconoció la letra de su padre, aunque en aquella nota estaba más desordenada que de costumbre. Lo leyó lentamente, deteniéndose en cada frase. Finalmente, lo apoyó en las piernas y miró al subteniente. Le temblaban las manos. ― ¿Dónde lo habéis encontrado? ―le preguntó con la voz rota por el llanto.
―En la mesa del comedor. Anna sacudió la cabeza; no se lo podía creer. ―Se definía a sí mismo como un buen marido... ―comentó, atónita―. ¡Estaba realmente mal de la cabeza! ― ¿Alguna vez has sospechado que tu madre tuviese a otro? Anna torció el labio. ― ¿Le parece a usted que mi madre tenía tiempo y, sobre todo, ganas de irse con otro hombre? Trabajaba todo el día, y le aseguro que ya bastante tenía con mi padre. Por otro lado... mi madre no era una belleza que digamos. La verdad es que no entiendo la obsesión de mi padre y que fuera tan celoso. ―De modo que crees que no es verdad lo que pensaba... que iba con otros. ―Vale, no pondría la mano en el fuego, pero me parece improbable. ―Anna volvió a coger el papel y lo leyó de nuevo. El subteniente Russo esperó a que terminase de releerlo y después alargó la mano y se lo quitó amablemente. ―Lo siento, pero no puedes quedártelo. Lo necesitamos como prueba. Anna se secó una lágrima con el dorso de la mano. ―Por supuesto; lo entiendo. ―Está bien. Por ahora es suficiente. No quiero fatigarte mucho. Si necesitamos más información ya nos pondremos en o contigo, ¿de acuerdo? ―Sí, claro ―respondió Anna. Se puso de pie y fue hacia la puerta. ―Anna... ―la llamó el subteniente poco antes de que saliese. Ella se volvió a mirarle. ―Lo sentimos mucho, de verdad.
Anna levantó la comisura de los labios y simplemente se encogió de hombros. Luego abrió la puerta y se dirigió a su habitación.
Capítulo 42
A cincuenta kilómetros del hospital, en el pequeño pueblo de provincias donde vivían tía Clara y tío Andrea, Luigi, un joven mecánico de diecinueve años, estaba sentado en un bar con sus amigos mientras comentaban la noticia que en aquellos días estaba en boca de todos. Se hablaba de ello en periódicos, radios y televisiones y el sentimiento común era de rabia e incredulidad. ― ¿Te das cuenta? ¡Cuarenta, cuarenta puñaladas le ha dado, el tío! Cómo se puede matar así a tu mujer. ¡Y encima, delante de sus hijos! ―dijo Giorgio, uno de los jóvenes sentados con él. ―Sí, pero, ¿has leído bien el artículo? Según parece, ella tenía un amante. Con cuatro hijos, aún le quedaban ganas de salir por ahí a divertirse. Venga, va. Esa era una fresca ―replicó un señor mayor que estaba en la mesa de al lado. Tenía el periódico local abierto justo por la página de la noticia y señaló con el dedo la noticia breve. ―Eso fue lo que puso el marido en la carta ―replicó Giorgio―. Habría que ver si es verdad, pero de todas formas no justifica lo que hizo. ― ¡Eso es! ―intervino Renato, otro amigo de Luigi―. Yo no culparía a la mujer porque se hubiese cansado de él. Era un delincuente, un violento. ¡Si hasta estuvo en la cárcel! Tenía que haberle dejado hace mucho tiempo. ― ¡Venga ya! Puede que estuviese exasperado por el comportamiento de su mujer ―insistió el viejo―. Vosotros sois jóvenes, pero con el tiempo os daréis cuenta de que a veces las mujeres son todas unas putas. ―Venga, déjelo ya. ¡No sea tan receloso y machista! ―se entrometió Luigi un poco contrariado para intentar cortar esa conversación que no llevaba a nada―. Yo soy de la opinión de que nunca sabremos lo que pasó de verdad. Solo hay una cosa cierta: se trata de una gran tragedia. Una tragedia inmensa, sobre todo para sus hijos. Todos se quedaron en silencio y asintieron. ―Seguro que es muy duro para ellos. Todavía son jóvenes, quién sabe qué van a hacer ahora y cómo será su destino ―añadió Luigi con una mueca amarga.
― ¡Pues sí! De todo este triste suceso, esa es tal vez la consecuencia más dramática ―murmuró el viejo. Meneó la cabeza, volvió a doblar el periódico y continuó bebiéndose tranquilamente el café.
Capítulo 43
Los médicos optaron por mantener a Anna en el hospital dos semanas más. Todavía no se había recuperado, y, después de la tragedia que había sufrido, decidieron que se quedase bajo estrecha vigilancia. Cada mañana, Anna volvía a la cristalera y miraba a la gente que entraba y salía a toda prisa por el portón de entrada. Se quedaba ahí clavada durante horas con la absurda esperanza de ver a su madre Stella llegar, mirar hacia arriba y levantar la mano para saludarla. Un par de veces, le dio un vuelco el corazón al ver la figura de una mujer que se parecía mucho a su madre avanzando hacia el edificio. Puso las manos en el cristal y se le paró la respiración. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que no era posible, apoyó la frente en el frío cristal y se dejó llevar por un llanto triste y melancólico. La echaba de menos. La echaba mucho de menos, y cada vez que pensaba en ella una dolorosa punzada le traspasaba el corazón. Varias personas fueron a visitarla, pero las visitas más regulares fueron las de tía Clara y su yaya Adele. Esta última estaba devastada. El dolor la atormentaba por dentro, y también la angustia y la rabia. Ese pilar tan fuerte que había sido siempre ahora era como una rama en una tormenta. Se sentía responsable de sus cuatro nietos, que se habían quedado huérfanos por culpa de su hijo. Era una realidad demasiado pesada y dolorosa de soportar, y la consumía por dentro. También Anna pensaba en el futuro de todos ellos con preocupación. Ella era la hija mayor, y no tenía ni la menor idea de cómo tirar para adelante ella sola con la carga de sus tres hermanos menores. Seguía estudiando y no tenían dinero. Cargaba con esa situación a sus espaldas como una enorme losa y, por más que siempre hubiese sido fuerte y llena de determinación, le costaba mucho aguantar esa carga. Por las noches le costaba dormir: cuando el padre no aparecía para atormentarla en sus sueños, se quedaba despierta rumiando su futuro.
***
Unos días después del trágico suceso, estaba sentada en la cama leyendo un libro cuando vio a su Alberto por el pasillo. ― ¡Alberto! ―le llamó, al darse cuenta de que él no la había visto. Él se quedó bloqueado y se volvió hacia ella. ― ¡Ah, aquí estás! No te encontraba ―dijo mientras entraba en la habitación. Se acercó a su cama, le tocó suavemente la mejilla con la punta del dedo índice y la abrazó―. Lo siento, Anna. Lo siento mucho. Ella no le había visto después de la muerte de sus padres, y en ese momento su presencia le consoló enormemente. ―No sé qué decir. Es horrible, en serio, es muy terrible ―murmuró él. ―Tenía que suceder antes o después, Alberto. Yo... no sé, yo ya me lo esperaba. Ese hombre estaba loco. ―Debía estarlo para hacer una cosa así ―comentó él―. ¿Y tú? ¿Cómo estás? ―Físicamente mejor. Pero muy preocupada por el futuro, por mí y por mis hermanos. ―Ya me lo imagino. No debe ser fácil ―dijo él. Bajó la mirada y se quedó en silencio. Anna sintió que algo no iba bien y le miró con suspicacia. ― ¿Por qué estás tan taciturno? ¿Qué pasa? ―Alberto se pasó una mano por los rizos castaños―. Dime qué está pasando ―insistió Anna. ―Pues mira, quiero que sepas una cosa ―balbuceó Alberto, claramente incómodo―. Ya sabes lo mucho que te quiero, pero... pero mis padres, desde que se enteraron de que tus... tus... ― ¡Vamos, dilo! ―le incitó Anna, molesta por tanto titubeo. ―Bueno... ellos no... no quieren que nos sigamos viendo ―concluyó él por fin
con la mirada baja y las mejillas ardiendo. Para Anna fue como un enorme jarro de agua fría en la cara. ―Claro, lo entiendo ―murmuró, con el corazón encogido por un nuevo e inesperado dolor. Sin embargo, se daba cuenta de la situación. ¿A qué familia le gustaría que su hijo saliera con una chica cuyo padre había sido un alcohólico que terminó en la cárcel y luego mató a su esposa y se tiró por la ventana dejando a sus cuatro hijos y sin medios para sobrevivir? ―Pero que sepas que yo no tengo intención alguna de obedecerles ―añadió Alberto, y eso la apartó de su reflexión. ― ¿Qué quieres decir? ―Que saldremos de todas formas. A escondidas. ―Alberto alzó la cabeza para mirarla a los ojos y estrechó las manos entre las suyas―. Ya te lo he dicho, Anna. Yo te quiero mucho. Vamos a dejar que pase un poco de tiempo hasta que todo se calme y tú puedas volver a tu vida de siempre, que seguro que cambian de idea. Te conozco, eres una buena chica y ellos también se darán cuenta. Anna le sonrió, agradecida por aquella muestra de afecto. En un momento como ese, en el que carecía de toda certeza, para ella significaba realmente mucho. ―El hecho es que mi vida ya nunca será como antes. Ni siquiera sé a dónde voy a ir a vivir ni con quién... Alberto se llevó sus manos a los labios y se las besó. ―Eso no importa; ya verás como todo se arregla. Tú no te preocupes. El optimismo que Anna escuchó en la voz y en las palabras de Alberto, le hizo confiar en que sus ansias y sus temores se solucionarían pronto, pero sabía perfectamente que el camino hacia una vida normal sería muy largo todavía y estaría lleno de innumerables dificultades.
***
Al cabo de más o menos una semana, el juez dio su aprobación a los funerales de sus padres. Al principio, sus tíos habían pensado hacer dos ceremonias separadas, pero después se decidió darles el último adiós a los dos juntos en la misma iglesia. Anna no estaba de acuerdo, pero ella no tenía voz en esta ocasión y en cualquier caso no podría asistir a las exequias. El día del entierro, estaba como cada mañana cerca del gran ventanal del pasillo de la sección viendo cómo la lluvia golpeaba cortante en el cristal. Oía el viento, que agitaba los árboles, y observaba el mar de lejos, con su superficie encrespada por las olas blancas. «No podría haber sido un día peor», pensó, con el corazón hinchado de dolor. El mal tiempo hacía que todo fuese todavía más triste y melancólico. Oyó el toque de campanas. No estaban muy lejos del hospital, desde ahí podía ver la punta del campanario. Al quedarse allí mirando en dirección a la iglesia, le parecía estar más cerca de su madre; esa era su mejor manera de poderle dar su último adiós. El sonido se disipó. El funeral había terminado. Cerró los ojos y dejó que las lágrimas inundasen sus mejillas. Sus padres fueron enterrados en dos cementerios distintos, y en cuanto salió del hospital Anna fue enseguida a visitar la tumba de su madre. A la de su padre no iría jamás, ni siquiera de adulta.
Capítulo 44
A mediados de mayo le dieron el alta y se fue por un breve periodo de tiempo a casa de su tío Giovanni. Sara, en cambio, estaba viviendo con la yaya Adele, mientras que al pequeño Marco le enviaron al mismo colegio que a su hermano Luca, y ambos se quedaron allí hasta septiembre. Anna terminó el instituto a caballo entre casa de tío Giovanni y de sus tías Olga y Ornella, pero principalmente vivió con su yaya Adele igual que Sara. El problema que tuvieron que afrontar sus tíos desde un principio era encontrar una solución definitiva para sus cuatro sobrinos. A todos les habría gustado irse a vivir a casa de la yaya Adele, pero ella estaba demasiado mayor como para ocuparse de manera permanente ni siquiera de uno de sus nietos, y ninguno de sus otros parientes quería cargar con la responsabilidad de quedárselos a todos. De modo que ya desde un principio su destino estaba marcado: iban a crecer separados, cada uno en una familia distinta e incluso en pueblos distantes entre ellos. Cada semana había una reunión en casa de la abuela para decidir su futuro, pero siempre todo el mundo tenía algo que objetar y la situación se hacía cada vez más difícil de soportar. Discutían, seguían discutiendo y volvían a discutir una y otra vez, pero nunca llegaban a encontrar una solución. Una tarde estaban todos reunidos en torno a la mesa de la cocina de la yaya Adele. Anna estaba sentada en el sofá escuchando en silencio lo que decían sus tíos. ―Mirad, Flora no se ve capaz de cuidar de ninguno de vosotros ―decía tío Giovanni a propósito de su mujer―. Ya tenemos dos hijos que mantener, y nuestro piso es pequeño. Una cosa era acoger a Stella por un tiempo cuando lo necesitaba y otra cuidar de uno de sus hijos de manera permanente.
―Mira, no eres el único que tiene problemas ―replicó enfurecida su hermana Giulia―. ¿O es que te crees que para mí no es una enorme responsabilidad cuidar de un niño que no es mi hijo? Por mucho que yo quiera a mis sobrinos, no es una tarea desdeñable. Sobre todo a nivel económico. ―Sí, pero por lo menos tú eres su tía carnal. Mi mujer no es nada de ellos y le tocaría a ella ocuparse ―rebatió Giovanni. ― ¿Y qué propones entonces? ―Clara le miró enfadada―. ¡No querrás dejarles en la calle! ―Bueno, Anna es mayor y podría vivir con sus hermanos en el piso de sus padres. Esa sería la mejor solución. Anna se quedó horrorizada: ¿Cómo se le había pasado por la cabeza a su tío semejante propuesta! ¿Cómo podría siquiera pensar en que ella fuese a la misma casa donde su madre había sido brutalmente asesinada y se quedase allí a vivir como si nada hubiese sucedido? ¿Y cómo se le ocurría pensar que ella, a sus dieciséis años, sería capaz de ir a vivir sola teniendo que criar y educar a los niños! No, es que no podía ni pensarlo: ella no pensaba meter un pie en esa casa, y tampoco se sentía lo suficiente madura como para responsabilizarse de sus hermanos, sobre todo del más pequeño. Le sobrevino la angustia. Se sentía como uno de esos perros pulgosos tan molestos a los que nadie quiere tener en casa. Se echó a llorar disgustada y se escapó a la habitación de su yaya. Estaba frustrada, triste, exhausta... Una ola de rabia feroz le alcanzó: le dio una patada violenta a la luna del armario, que se rompió y cayó al suelo hecho añicos. Se hizo heridas con los cristalitos, pero le dio igual. No sentía nada, ningún dolor; solo ganas de gritar y de llorar. Se tumbó en la cama y rompió en sollozos. Cuando los tíos oyeron el ruido procedente de la habitación, fueron corriendo a ver qué había pasado. Se quedaron mudos ante la escena. Tío Andrea se le acercó, la apretó fuerte y le dio un abrazo.
Nadie se lo echó en cara, nadie dijo nada.
***
Después de aquel episodio, por fin tomaron una decisión: Giulia quedó al cargo del pequeño Marco, Luca se quedó con la madre de tío Andrea, Anna con su tía Clara y Sara iría a vivir con su tío Giovanni. Su mujer prefirió quedarse con ella antes que con uno de los dos hermanos pequeños porque ella ya era mayor e incluso podría ser útil en casa. Cuando Anna se enteró de cuál iba a ser su destino, se opuso rotundamente. No porque no quisiera a tía Clara y tío Andrea, sino porque tendría que ir al interior, a más de cincuenta kilómetros de sus hermanos, de la yaya Adele y de su Alberto. Encima, tendría que dejar el instituto y buscarse un trabajo. Estaba desesperada, toda su existencia iba a verse trastocada. Su único pequeño consuelo era que Luca iba a vivir en casa de la suegra de tía Clara, a poca distancia de ella, así que por lo menos a él iba a poder verle relativamente a menudo. Así, a finales de junio se mudó a casa de sus tíos con toda su vida a cuestas en dos maletas.
***
Los primeros tiempos fueron durísimos. Estaba sola, no conocía a nadie y echaba de menos a su yaya, a sus hermanos, a sus amigos. Y a Alberto. También echaba de menos el mar, su perfume y la brisa fresca de la que antes podía disfrutar por las tardes cuando iba a pasear por la playa, que estaba cerquita. Aunque cada domingo sus tíos los llevaban a ella y a Luca a ver a sus hermanos, Anna no dejaba de llorar y un par de veces tomó un autobús a escondidas y volvió a casa de su yaya Adele. El pobre tío Andrea tuvo que coger el coche y hacerse cincuenta kilómetros en plena noche para ir a recuperarla a casa de su suegra. El tío le encontró un trabajo con un comercial amigo suyo y en septiembre Anna empezó a trabajar allí. Aunque no hubiese terminado los estudios, los dos años que había hecho de contabilidad le resultaron muy útiles. La habían contratado como secretaria, y en poco tiempo aprendió a desempeñar su trabajo de manera impecable. Stella había peleado con su marido para que Anna estudiase: quería para ella un trabajo y un futuro decoroso, y en parte así se cumplía ese deseo.
***
Los primeros meses, Anna quedaba con Alberto casi todos los domingos. Nadie sabía de sus citas y parecía que todo iba bien. Sin embargo, al final los padres de Alberto se enteraron. Seguían estando en contra de esa relación y nada les había hecho cambiar de idea. De modo que, después de intentarlo durante varios meses, Alberto reunió el valor para escribirle una carta de despedida y cortar la relación. Para Anna ese fue otro disgusto a añadir a todos los que ya había vivido hasta ese momento.
Capítulo 45
―Anna, intenta salir un poco ―le aconsejó tía Clara―. No puedes quedarte siempre encerrada en casa. ―No me apetece, tía ―respondió Anna a desgana―. Prefiero quedarme aquí en el sofá leyendo. ―No, de eso ni hablar. Es junio, hace un día precioso y Angela está en el jardín ―dijo Clara, mirando hacia afuera por la ventana―. Vístete y te vas a dar una vuelta con ella. Anna alzó la mirada hacia el cielo. Cuando a su tía se le metía algo en la cabeza, no había manera de hacerla cambiar de idea. ― ¡Angela! ―gritó tía Clara después de abrir la ventana y sacar los brazos para llamar su atención―. Va a bajar Anna también. ¡Espérala, que te acompaña! ―Muy bien, Clara ―contestó Angela, y la saludó con la mano―. Yo iba a comprarme un helado. La espero pues. ―Sí, sí, un momento, que ahora va. ―Clara cerró la ventana y se dirigió a su sobrina―: Bien, listo. Te está esperando. ―Parece que no tengo elección ―comentó Anna con el ceño fruncido. ―Eso parece ―repitió la tía con una sonrisa victoriosa―. Venga, ánimo. ¡Date prisa! Anna se levantó muy a su pesar y fue a prepararse a su habitación. Tía Clara la miró mientras se alejaba. Estaba preocupada por ella: tras la muerte de sus padres y después de que Alberto la dejase, se había vuelto taciturna y apática, y tenía que sacarla de algún modo de ese estado de entumecimiento en el que había caído. Anna había empezado a salir con Angela desde hacía poco, y solo porque su tía había insistido mucho en ello. Tenía su misma edad y había resultado ser una chica agradable y extrovertida,
por eso a Anna le gustaba estar con ella. Angela la había invitado muchas veces a salir con ella para presentarle a sus amigos, pero Anna siempre decía que no. A pesar de todo lo que había pasado en su infancia, los acontecimientos del último año la habían sumido en una profunda crisis. Estaba atravesando un periodo realmente oscuro, y no tenía ganas de nada más que de estar tranquila en su casa leyendo o viendo la tele.
***
Anna se unió a Angela en el jardín, y juntas se dirigieron al centro del pueblo, que en realidad más que un pueblo era una pequeña ciudad bastante moderna, casi un barrio de la capital de provincia, que estaba al lado. El bar donde Angela solía ir a tomar helados estaba justo delante de la iglesia, más allá de una gran plaza adoquinada con muchos bancos colocados debajo de los tilos silvestres. Anna y Angela se juntaron con un grupito de chicos que estaban charlando distendidamente sentados justo bajo los árboles. ― ¡Hola, Angela! ―la saludaron a coro en cuanto la vieron acercarse. ― ¡Hola, chicos! ―respondió ella con alegría―. Esta es Anna, una amiga mía. Vive en el bloque de al lado del mío. ―Hola, Anna. Soy Giorgio ―se presentó uno de ellos. ―Y estos son Renato, Gabriele, Giovanna, Emma y Luigi. ―Angela los iba presentando uno por uno, señalando con el dedo según iba diciendo sus nombres. Anna levantó la mano con cierta timidez. ― ¡Hola a todos! ― ¡Venid, sentaos con nosotros! ―las invitó Giorgio, que les hizo espacio entre él y Luigi. Anna se sentó al lado de este, un chico alto y atractivo de pelo moreno y ojos azules. ―No te he visto nunca por el pueblo ―le dijo Luigi. ―Bueno, es que no soy de aquí, me mudé hace tan solo un año. Además, no salgo mucho, la verdad. Aparte de cuando voy al trabajo, claro. Luigi sabía muy bien quién era. No se hablaba de otra cosa en el barrio desde que se difundió la noticia de que Anna, la hija mayor del hombre que primero
mató a su mujer y luego se suicidó, iba a ir a vivir justamente allí. Sin embargo, él nunca la había visto antes de aquella tarde. Era curioso, pensó, que cuando estaba en el bar con sus amigos comentando su triste historia, él se había puesto muy triste por el futuro incierto de los cuatro niños, y ahora estaba sentado hablando justo con la mayor de ellos. ― ¿Y dónde trabajas? ―continuó al cabo de un rato Luigi. ―Soy la secretaria de un contable. ― ¿Y estás a gusto? Seguro que es un buen trabajo. ― ¡Oh, sí! Me gusta mi trabajo. Pero echo de menos mi pueblo, a mi familia, mis amigos... ―dijo ella en tono melancólico. ―Claro, no debe ser fácil. Pero ya verás cómo te acostumbras. Por supuesto, siempre vas a echar de menos a tu familia y supongo que también tu pueblo, pero amigos puedes hacer aquí, ¿no? Anna asintió. Le gustaba el tal Luigi, tenía una bonita sonrisa y parecía simpático. ― ¿Y tú a qué te dedicas? ―le preguntó. ―Soy mecánico, trabajo en el taller de al lado del campo de fútbol. ¿Sabes dónde te digo? ―Sí. O sea, no he pasado nunca por ahí, pero sé dónde está. ―Hey, este domingo vamos a dar una vuelta por la playa ―les interrumpió Giorgio―. ¿Qué te parece, Anna? ¿Te vienes? Anna se volvió hacia Angela, como preguntándole. ―Yo sí me apunto ―exclamó esta, que parecía haber entendido las dudas de su amiga. Anna estaba en duda. ―Bueno, no sé...
―Venga, vamos. Vente, será divertido ―insistió Angela. Todos se la quedaron mirando en silencio, y por un instante se sintió cohibida. ―Primero tendré que pedir permiso a mi tía. Pero vamos, sí, supongo que sí ―dijo finalmente. En el fondo todos le parecían majos y simpáticos, y no le vendría mal distraerse un poco. ―Oh, ya verás como Clara no tiene nada en contra ―dijo Angela, que estaba convencida de que la tía de Anna no se opondría―. Bien, chicos, entonces ya estamos todos ―añadió, y sonrió entusiasmada. Al final de la tarde, Anna estaba feliz. Había pasado un par de horas agradables, con gente amable y divertida de verdad, y tenía que darle las gracias a su tía por haber insistido tanto en que saliese. De ese modo, los amigos de Angela pasaron a ser también amigos suyos, y poco a poco empezó a acostumbrarse a su nueva vida. En resumen, ahora por fin había logrado la serenidad respecto a hacía un año. Ya se podía poner el pijama por las noches, no tenía necesidad de dormir vestida por si tenía que escapar en plena noche por miedo a las discusiones de sus padres. Y, quitando los momentos en que se despertaba de esa maldita pesadilla de siempre, la mayoría de veces lograba dormir del tirón hasta la mañana siguiente. Para ella, esa tranquilidad era impagable.
Capítulo 46
Al cabo de poco tiempo, Luigi empezó a pedirle que saliese con él a solas; era evidente que sentía algo más que una simple amistad. También estaban cambiando los sentimientos de Anna hacia él. Luigi era un chico serio, trabajador, estar en compañía de él era muy agradable y, sin darse cuenta, se vio enamorada de nuevo. Unos meses después, empezaron a salir y casi desde el principio planearon irse a vivir juntos. En cuanto contrataron a Luigi de operario en una gran fábrica de la zona, decidieron buscar una casa. Anna seguía trabajando para el contable, y con dos sueldos fijos podían pensar en planear un futuro económicamente bastante sereno. Así encontraron un pequeño apartamento en un pueblo cerca de sus familias, y cuatro años después de su primera cita decidieron casarse en aquella iglesia de la plaza adoquinada con muchos bancos debajo de los tilos silvestres. Cuando Anna llegó a la plaza, su tío Andrea abrió la puerta del coche, alargó la mano y la ayudó a bajarse. Estaba radiante con ese vestido de chifón blanco. El vestido era sencillo, largo, con la falda recta y sin cola. El corpiño de encaje tenía las mangas anchas en forma de triángulo, como los vestidos medievales. El pelo liso le caía hacia los hombros, y lo llevaba adornado con una tiara sencilla de perlas blancas. Sostenía el ramo con manos temblorosas. Miró la fachada de la iglesia y empezó a avanzar lentamente hacia la escalinata que llevaba hacia el pórtico. Al subir las escaleras, le latía fuerte el corazón. Antes de entrar, se detuvo delante de la entrada y alzó la mirada al cielo. Cerró los ojos.
«Mírame, mamá. ¿Has visto? Aquí estoy, delante del pórtico de la iglesia. No me he caído, no me he partido las piernas. Encontré al hombre perfecto... Luigi no es como papá, él me quiere de verdad y me respeta. ¡Como ves, he mantenido mi promesa!»
Nota de la autora
Este libro está basado en una historia real. Para proteger la identidad de sus protagonistas, los nombres y las ambientaciones son fruto de la fantasía. Anna y Luigi tuvieron un hijo, y después de más de cuarenta años de matrimonio siguen felizmente casados. Anna no ha vuelto a vivir en el pueblo donde nació, y aparte de su tía Clara, ninguno de sus tíos sigue estando entre nosotros. Sara, Luca y Marco también se casaron y tuvieron hijos. Anna ha mantenido el o solamente con Luca, que creció en la ciudad donde ella y Luigi vivían una vez casados. En cambio, la relación con Sara y Marco se fue enfriando poco a poco, en parte por causa de algunos problemas que se crearon tras la muerte de sus padres. Cada una de ellos creció en una familia diferente, siguiendo caminos y rutas distintas, y el hecho de haber crecido separados no contribuyó a instaurar esa armonía y ese afecto que normalmente se dan en una familia unida, con la solidez de la educación que aportan unos padres naturales. Sin embargo, en Italia hay muchos huérfanos a causa de los feminicidios, y todavía a día de hoy nos llegan noticias de madres nuevamente asesinadas por un marido o una pareja violento, celoso o alcohólico. Pero después nada se sabe del destino de sus hijos. La mayoría de veces se dejan al cuidado de sus parientes más cercanos, como es el caso de Anna y sus hermanos. Sin embargo, los abuelos, los tíos y los primos de los padres muchas veces no están preparados para la difícil tarea de hacerles crecer con un correcto equilibrio psicológico, emotivo y de carácter. Al fin y al cabo, cuando sus padres murieron Anna ya era casi una mujer, había tenido a su madre como guía y, a pesar de las vicisitudes, había crecido de manera «correcta». Sin embargo, sus hermanos no fueron tan afortunados, ya que siendo todavía
pequeños se vieron creciendo en una familia que les había aceptado casi por obligación y sin el afecto y la guía que necesita un menor para convertirse en un adulto equilibrado. Cualquiera que haya vivido una experiencia como la suya, tiene muchas probabilidades de ser un adolescente primero y un adulto después con dificultades, a veces con problemas de alcohol o drogas o comportamientos delictivos. El choque por el luto violento y todo lo que los hijos puedan haber visto o sufrido puede causarles graves consecuencias tanto en la infancia como en la edad adulta. Estas víctimas inocentes estarán obsesionadas y condicionadas por el ansia y los miedos. El ruido, la oscuridad, la sangre... cualquier cosa podría causarles ataques de pánico, y esos trastornos pueden prolongarse durante mucho, mucho tiempo. Casos como el de Stella hay a centenares, tanto en Italia como en el resto del mundo. Solo en este país, cada dos días muere una mujer asesinada, casi siempre a manos del hombre que dice amarla. En la mayor parte de casos, la causa está ligada a los celos y la posesión sobre la víctima, y se trata muchas veces del trágico final de una larga relación de maltratos y abuso. Son muchas, demasiadas, las mujeres que sufren cada día cualquier tipo de violencia física o psicológica entre sus cuatro paredes, y la mayor parte de veces no tienen el valor suficiente para rebelarse y denunciar a su verdugo. Los motivos que atan a las mujeres a sus maridos o parejas violentas son varios: la escasa autoestima y la consiguiente creencia de que no valen nada; la esperanza de que su marido cambie; el miedo a no tener ningún sustento económico en caso de separación; el miedo a denunciar porque no confían en que las instituciones les vayan a proteger y les da miedo que sus maridos se pongan aún más furiosos y les castiguen más fuertemente.... Por eso se quedan con sus verdugos y siguen sufriendo esa violencia que a veces se vuelve letal. Aparte de todo, las mujeres que tienen hijos no se dan cuenta de que esos hijos son las otras víctimas de esos maltratos, muchas veces como espectadores
durante años de la violencia sufrida por ellas y que, en los casos más extremos, quedan huérfanos de padre y madre: de su madre, víctima de feminicidio, y de su padre, que termina en la cárcel o suicidándose. Las mujeres deberían hablar en cuanto se dan cuenta de que la rabia de su pareja desemboca en violencia y maltrato, denunciar ante las fuerzas del orden o dirigirse a uno de los muchos centros contra la violencia de género que hay repartidos por todo el territorio nacional. Porque no debería haber más víctimas como Stella, y sobre todo niños como Anna, Sara, Luca y Marco, que tanto tiempo vivieron ese infierno. Termino, como no puede ser de otra manera, dando las gracias a «Anna» por tener el valor de despertar esos tristes y dolorosos recuerdos para permitirme escribir este libro.
Índice
Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20
Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Capítulo 29 Capítulo 30 Capítulo 31 Capítulo 32 Capítulo 33 Capítulo 34 Capítulo 35 Capítulo 36 Capítulo 37 Capítulo 38 Capítulo 39 Capítulo 40 Capítulo 41
Capítulo 42 Capítulo 43 Capítulo 44 Capítulo 45 Capítulo 46 Nota de la autora o
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