© Gustavo Dessal, 2021
© De la imagen de cubierta: Pablo Bobbio Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti © De la fotografía del autor: Flor Dessal Marino
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Ned ediciones, 2021
Preimpresión: Editor Service, S.L. www.editorservice.net
eISBN: 978-84-18273-37-7
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Ned Ediciones www.nedediciones.com
Índice
Introducción
I. El psicoanálisis y la máquina de abrir cabezas
II. Políticas para todos los gustos y disgustos
III. Entre todos la matamos y ella sola se vengó. Crónicas de la Tierra
IV. Realdistopik
V. El amor, el deseo y otras enfermedades oportunistas
VI. Ellos, los animales
VII. La locura como patrimonio universal de la humanidad
VIII. La curación por la literatura
IX. Noticias sobre el año en que apestamos
A Clara
Introducción
Pese a los perseverantes consejos de mi esposa y mis hijas, me resistí durante muchos años a tener un perfil en Facebook. Nunca me interesaron las redes sociales como ; sólo como un síntoma más a investigar. De la misma manera, mi curiosidad por las tecnologías fue lo suficientemente grande como para haber escrito un libro sobre sus efectos y a la vez bastante reducida como para dar el paso de comprarme un altavoz inteligente o un smartwatch. Finalmente en el año 2018 renuncié a mis argumentos en contra, y con una pequeña ayuda técnica inauguré «El Manicomio Global» en Facebook, un espacio donde alojar algunas impresiones sobre el mundo contemporáneo. En ese momento no imaginaba que la idea iba a despertar la simpatía de tantos lectores, cuyos comentarios me han animado a mantener una regularidad semanal. Todos los domingos —y en ocasiones con demasiado atrevimiento por mi parte— publico algo que ha llamado mi atención y que considero puede interesar a otros. Atrevimiento, porque a menudo incursiono en temas en los que me considero un lego absoluto. No obstante, no me lanzo a ninguno sin estar bien sujeto a dos sólidas cuerdas. Una es el discurso del psicoanálisis, que me proporciona un marco teórico, un punto de perspectiva y un límite a la siempre tan próxima tentación de decir cualquier cosa. La otra es la literatura. La ficción literaria es una fuente inagotable de saber, una brújula o sensor que siempre me ayuda a no perderme demasiado en los devaneos del pensamiento. Asido a esas dos cuerdas me descuelgo todos los días por el inconsciente de las personas que se confían a mi escucha, y cada domingo doy a conocer el modo en que alguna noticia o acontecimiento me conmueven. El psicoanálisis y la literatura han dado forma a mi existencia, me han rescatado en muchos momentos, y es por ese motivo que me dedico a ambos oficios: no sólo para ganarme la vida sino también como signo de gratitud por lo mucho que he recibido de ellos. Hoy, dos años y medio después de la inauguración de «El Manicomio Global», he adquirido el gustoso compromiso de dedicar algunas horas semanales a estudiar un tema, confirmar o ampliar las fuentes de información y volcar el resultado en un lenguaje que no sólo incluya a quienes de un modo u otro se identifican con el psicoanálisis, sino que pueda convocar el interés y la lectura de gentes movidas por inquietudes y ocupaciones diversas. El conjunto de pequeñas historias no ha pasado a este libro en su orden
cronológico originario, sino que las he repartido en nueve unidades temáticas. Muchas de esas historias bien podrían haberse incluido en otra clasificación, y algunas pertenecen a más de una de dichas unidades. Pero en términos generales creo que la distribución les hace justicia y le permite al lector modular el ritmo y la temporalidad que considere de su agrado. Como el título de mi perfil lo indica, todo lo que podrá encontrarse en esta colección se rige por el principio de que la locura no es un acto fallido en el proceso de fabricación de un sujeto, sino que forma parte de todos y cada uno de nosotros. Como humanos nos hemos ingeniado desde hace miles de años para «sobrevivir a nuestra propia locura», como el título de un relato de Kenzaburō Ōe. Esa locura no es precisamente inofensiva, pero en ella habitamos y con ella seguiremos batallando hasta el fin de los tiempos. No es nada sencillo reflexionar sobre los síntomas singulares y colectivos, incluso aunque uno sea un psicoanalista, sin acercarse peligrosamente al borde del juicio moral, que casi siempre es un prejuicio, es decir, un residuo irresuelto del fantasma inconsciente. Por lo tanto, y como se lee en las etiquetas de algunos alimentos, estos breves textos pueden contener trazas de fantasma y restos de síntoma, puesto que todos ellos se elaboran en la misma factoría, es decir, en alguna misteriosa región del hablanteser que soy. Lo advierto para que a nadie tome por sorpresa si algún tramo de la lectura le produce una reacción alérgica que espero sea pasajera y sin consecuencias importantes. Por último, quiero expresar mi agradecimiento por la paciencia y fidelidad con las que tantas personas leen cada domingo los posts y me envían sus comentarios. Ellas son una parte fundamental de «El Manicomio Global», y su apoyo sigue siendo decisivo para que mantenga sus puertas abiertas.
Madrid Enero de 2021
I El psicoanálisis y la máquina de abrir cabezas
27-7-18 «Soledades inevitables»
Existen ciertas prácticas que requieren la soledad. La lectura es un buen ejemplo, y en su libro El último lector, Ricardo Piglia lo explica con gran maestría. Del mismo modo, la soledad es condición absoluta del acto de escribir. «Nunca puede estar uno lo bastante solo cuando escribe...», anota Kafka en su carta a Felice Bauer del 14 de enero de 1913. Y Piglia insiste: «De hecho, hay una relación formal entre la lectura y la isla desierta. Robinson es el modelo perfecto de lector aislado. La subjetividad plena se realiza en el aislamiento, y la lectura es su metáfora. El lector ideal es el que está fuera de la sociedad». A pesar de algunas excepciones (y de los divertidos juegos dadaístas) la literatura —al igual que las restantes manifestaciones del arte— exige la soledad y el aislamiento, aun si en el corazón del escritor palpita el anhelo joyceano de perdurar en la eternidad del Otro. El análisis, como la lectura o la escritura, suspende a priori las exigencias de la realidad, se desentiende de toda utilidad (pública o privada) y sólo así puede captarse el sentido de la cura, a menos que estemos dispuestos a remasterizarnos para tener nuestra oportunidad en el mercado del coaching. El propio analizante agradece hallarse, una o dos veces por semana, un rato a solas con su inconsciente, aunque para ello tenga que dar un pequeño rodeo por la transferencia. En mi cuento La frontera, el protagonista está solo y lee sentado a la luz de la lámpara los signos de una memoria. Debe hacerlo solo, porque lo que se dispone a realizar no ite compañía. Analizar, leer, escribir, solicitan un aislamiento, un cierto resguardo frente a las leyes del mundo. Por lo visto, incluso a los
psicoanalistas nos resulta difícil escapar a esas leyes y a la forma en la que la nueva modernidad las declina: rapidez, eficacia y transparencia.
29-7-18 «Otra cura»
Tal vez la pregunta por la sumisión y la indiferencia ciudadana a los atropellos de la globalización merezca una respuesta que pueda ir más allá de la explicación fácil. La servidumbre es gozosa, y la única reacción es hasta ahora esa forma pervertida de la rebelión que consiste en asumir la posición victimista. Richard Morgan ha puesto de relieve lo que denomina «la industria de los derechos», destinada a fomentar la maquinaria de la victimización, esa «forma fraudulenta del privilegio», según las palabras irónicas de Pascal Bruckner. La víctima es la contracara del sujeto narcotizado en el goce de la ignorancia, infantilizado en esa realidad poblada de música, de imágenes, de colores, que lo acompaña y lo envuelve en todas partes: en el trabajo y en el ocio, en la vida pública y en la intimidad. Todos somos niños abusados, una figura que poco a poco se convierte en una de las representaciones favoritas, y en la que se escamotea la satisfacción perversa que de ello se obtiene. El mal no se agota en los agentes externos que nos atormentan. Existe también dentro de nosotros mismos, y se convierte en el mejor aliado de un sistema que se perpetúa con la complicidad de todos. Desde luego, no se trata de promover un discurso del ascetismo, de la renuncia a los bienes, ni de un retorno bucólico a la naturaleza, discurso que constituye una de las tantas diversiones que el capitalismo asume como perfectamente compatible con sus propósitos. De eso también puede hacerse una industria. Se trata más bien de despertar del vano narcisismo de la felicidad, de abjurar de los falsos científicos que nos la ofrecen a cucharadas, de emplear la técnica al servicio de la vida y no al revés, de sobreponerse a la tentación del hedonismo perpetuo, a la impostura de la plenitud. Ése es el sentido ético de la cura, entendida no desde la perspectiva médica que procura devolvernos a la normalidad sino, por el contrario, como reencuentro con nuestra diferencia absoluta, con lo que se aparta de la norma, con lo que no hace masa ni totalidad, con lo que se sustrae a la inercia del discurso corriente, ese discurso que corre en dirección de la banalidad, de la estupidez, de la debilidad moral.
Reencuentro con lo que nos hace excepcionales, sin que de ello se derive una excepción ni un privilegio, ni una justificación para rechazar toda deuda. Sólo así, liberados del espejismo fabricado por la connivencia entre nuestros sueños infantiles y los profetas que anuncian su realización, estaremos en condiciones de abrir mejor los ojos al mundo que nos rodea, de leer entre las líneas de los mensajes que nos atraviesan, de no sucumbir a la tentación de buscar en una nueva y oscura autoridad salvadora, la redención de los males que se precipitan cuando las noticias nos anuncian que la vida ha dejado de ser una fiesta.
22-8-18 «Lo trágico, hoy»
Para Lacan, el hombre moderno es alguien que ha perdido el sentido de la tragedia. Esto no significa, por supuesto, que la existencia actual del ser hablante no esté atravesada por la tragedia, ni que la civilización haya alcanzado un estado de bienestar que supera al precedente, ni que el sufrimiento no siga siendo uno de los principales ingredientes de la condición humana. Significa, más bien, que de todo ello el hombre moderno comienza a perder el sentido, es decir, comienza a dejar de leer en el dolor los signos de la verdad. Significa que el hombre moderno ha dejado de concebir una distancia entre su facticidad y las posibilidades de realización de sus sueños, porque la civilización actual no sólo no le exige una renuncia, sino que le inocula la convicción de que la felicidad está al alcance de cualquiera. ¿Qué era, para los antiguos, la tragedia? Era, ante todo, una lección de humildad. Era la aceptación de que el sentido de la vida humana, incluso el de la historia, estaba gobernado por fuerzas que no dependían enteramente de la voluntad ni del empeño del hombre, superado por la acción de un destino que los dioses imponían de modo inevitable. «Conócete a ti mismo», el célebre imperativo moral que auspiciaba el templo de Delfos, es la fórmula de la sabiduría, que no consistía en otra cosa que estar dispuesto a realizar el destino hasta su final. La grandeza de los griegos, aquéllos en los que se fundó la civilización que hoy llega a su ocaso, consistió en saber que el poder del hombre es a la vez infinitamente más pequeño y más grande que su destino.
Cuán distinto nos resulta hoy en día el mundo, cuando comprobamos que los dioses han huido de los templos, de las fuentes y de las estatuas. El destino, es decir el mensaje del más allá, de aquel Otro lugar que obligaba al hombre de la Antigüedad a interrogarse por la verdad, es actualmente una preocupación vana, un pasatiempo de horóscopos y loterías de rascar. El destino ha sido reemplazado por un presente continuo, en el que sólo se nos invita a no perder la eterna oportunidad de ser dichosos. Porque ya ni siquiera la anatomía es el destino, diríamos hoy en día corrigiendo la convicción de Napoleón Bonaparte, puesto que la anatomía también forma parte de la lista de bienes de consumo ofrecidos al capricho del sujeto. Ésa es la razón por la que Lacan, a diferencia de Freud, tuvo la intuición de que el nuevo paradigma de la subjetividad debía pensarse en referencia a la psicosis. Todo el esfuerzo de su enseñanza confluye hacia una conclusión final que cuestiona la raíz misma de nuestros principios clínicos y epistémicos. La conclusión es que la esencia del hombre moderno es la ausencia de pregunta. En el lugar de la pregunta, la respuesta se anticipa bajo la forma de una certeza que cierra la puerta al inconsciente. El inconsciente es la distancia que existe entre nuestros actos y nuestra comprensión de su sentido. Esa distancia, que en el hombre freudiano constituía el núcleo de su conciencia desdichada y lo impulsaba a rescatar el imperativo délfico en la forma renovada del análisis, está a punto de cerrarse. Es por ese motivo que la psicosis, en singular, más allá de sus variaciones que pluralizan la forma en que se presentan ante la mirada del clínico, es a partir de ahora el modelo del hombre. Y es por ese motivo que Lacan, misteriosamente, predijo que la psicosis es la normalidad, es decir, la norma. Porque la normalidad, la normalidad como triunfo absoluto de la cosmovisión que rige la era actual, ya no es sólo el resultado de una construcción ideológica, sino también el producto de una verificación empírica: el hombre va dejando de creer en su síntoma, va dejando de suponer que el síntoma tiene algo que decir.
28-8-18 «Sobre el valor erótico del dinero»
Si el saber popular ha bautizado el dinero como «el excremento del Diablo», la astucia de Lutero (a quien sus deposiciones inspiraron la Reforma, según cuentan los biógrafos) consistió en arrebatarle el dinero al Demonio y hacerlo bendecir por Dios. Con ello dio luz verde al capitalismo, que no por nada va mucho mejor con el pragmatismo protestante que con las memeces de los católicos, los cuales aún hoy siguen avergonzándose por hacer lo mismo que los otros. Con el esfínter anal se puede obrar como con el gasto público: abrirlo o contraerlo. Del mismo modo que el erotismo anal keynesiano se opone al friedmaniano, hay quienes gozan de gastar así como otros encuentran su placer más exquisito en retener. Esto último demuestra que la idea habitual de que el dinero sólo existe en función de aquello que puede comprar, es absolutamente falsa. El dinero puede proporcionar un goce por sí mismo, por el mero hecho de su retención y acumulación. Mucha gente tiene el prejuicio de que psicoanalizarse es cosa de ricos y se equivocan de cabo a rabo. En primer lugar, porque esta idea es propia de quienes desconocen por completo la psicología del rico: los ricos no pagan. No es que no paguen sus sesiones de psicoanálisis, es que sencillamente no pagan nada. Ésa es, ni más ni menos, que la posición del rico: no pagar ningún precio. Por ese motivo, resulta un contrasentido pretender que paguen más impuestos. Si lo hiciesen ya no serían ellos mismos, los ricos, aunque la fortuna siguiera saliéndoseles por las orejas. Es muy poco frecuente que un rico se psicoanalice: no suele estar dispuesto a pagar el precio que supone saber. Prefiere contratar a otros para que se encarguen del saber que él no está dispuesto a asumir. En segundo lugar, si usted quiere saber algo de sí mismo, algo de su verdad más íntima, tendrá que estar dispuesto a ceder algo, y si no quiere saber nada, posiblemente pagará un precio bastante más caro. Es por esa razón que la terapia analítica se paga. Desde luego, el monto será variable según las posibilidades de cada uno. Un verdadero analista jamás dejará en la puerta a alguien que muestre un deseo decidido de querer saber. Pagar por ello no sólo es la prueba de su compromiso, sino la metáfora de aquello de lo que debe desprenderse a fin de conquistar algo mejor para su propia vida. Alrededor de este gesto simbólico veremos desarrollarse los comportamientos más asombrosos: el sacrificio, la mezquindad, el ocultamiento, la exhibición, la generosidad. En suma: toda una amplia gama de pasiones humanas se pondrán en juego a la hora de meter la mano en el bolsillo.
«Agarrado» o «desprendido», el sujeto siempre muestra algo de su propia intimidad cuando se refiere al dinero, y la sesión analítica es un banco de pruebas incomparable para estudiar lo que la economía no alcanzará nunca a descifrar: la sustancia secreta e impura de lo que mueve el mundo.
14-10-18 «Lo imperdonable del psicoanalista»
Cuando propuse que el libro escrito con el profesor Bauman llevase por título El retorno del péndulo fue porque esas palabras, sugeridas en su correo del 23-0812, llamaron poderosamente mi atención. Sabio es aquél que sabe leer en las entrelíneas del discurso social no sólo lo que ocurre en el presente sino también lo que se avecina. Tras años de emplearse a fondo en el análisis de la licuefacción de los semblantes, Bauman advirtió que vendría el contragolpe de lo sólido bajo la forma del padre atroz. En esa fecha, la era Trump todavía no podía imaginarse, mucho menos la grave amenaza que se cierne hoy sobre Brasil. Algunos psicoanalistas, basándose en muy buenos argumentos, habían llegado a postular que el tiempo de la psicología de las masas pertenecía al pasado y que ahora los lazos sociales se organizaban mediante una lógica diferente, basada en identificaciones transversales. Tal vez demasiado confiados en que la transmisión reticular horizontal de la información y de los vínculos podría auspiciar una colectividad descentralizada, sin la clásica figura del líder, o tal vez olvidándose que el goce jamás se acomoda al paso de las transformaciones sociales. Después de todo, no es indispensable una ideología para ser racista: la dinámica del goce puede ser suficiente. Colegas de Brasil aconsejan que en las redes sociales no se escriba el nombre del personaje, por cuanto un supuesto algoritmo de Facebook y Twitter reacciona ante ese significante generando automáticamente bots que propagan su discurso y refuerzan su presencia. Ignoro si esto es cierto, pero por las dudas me referiré a él como la Cosa (no precisamente «a mais linda do mundo», como cantaba el inolvidable Vinicius), lo innombrable. La Cosa retorna, de la peor manera en la que el Padre puede volver cuando hemos creído que lo arrojábamos por la ventana. Error que resulta de pensar que lo que una cura analítica a veces
conquista es extrapolable a la experiencia colectiva. Nuestra Asociación Mundial de Psicoanálisis no exige de sus una determinada filiación política. Se espera de ellos, sin embargo, que participen de un mínimo consenso: el reconocimiento de que la ética del discurso analítico es incompatible con las prédicas que atacan el corazón mismo de todo aquello que es indisociable de la dignidad del ser hablante: el amor, el respeto a los semblantes, el derecho a la diferencia, al síntoma y a la palabra. En esta hora crucial, el argumento de que votar a la Cosa no es necesariamente apoyar su proyecto sino oponerse a «los otros», es mucho más que una afirmación falaz: es una posición infame, imperdonable en todo contexto y que por lo tanto nuestra Escuela —como ninguna otra institución psicoanalítica— podría itir jamás. El error clínico es siempre inevitable. La dimisión ética es inisible.
11-11-18 «Lo que el psicoanálisis atrapa»
Carece de todo interés especular si los creadores de las mastodónticas compañías de comunicación obran de buena fe, si verdaderamente se creen el mensaje naive que transmiten (poner todo su empeño en contribuir a «un mundo mejor») o si por el contrario los mueve una codicia desenfrenada, tanto en el terreno del poder económico como en el de construir un relato ideológico hegemónico: la tecnología como instrumento capaz de resolver todos los imes de la civilización. Muchos psicoanalistas cometen un gravísimo error al establecer juicios morales acerca de las tecnologías. Nuestra posición no consiste en alertar sobre los peligros a los que nos enfrentamos y que ya son noticia cotidiana. De eso se ocupan muchos movimientos encabezados por filósofos, sociólogos, ingenieros, futuristas y pensadores en general. Lo que nos interesa de modo particular es comprender los efectos sintomáticos que se presentan a nuestra escucha, a sabiendas de que cualquier política educativa en materia de uso, restricción o permisividad de las redes sociales es completamente ajena al discurso analítico. Las tecnologías no han «fabricado» el odio, la pornografía, la difamación, los ataques cibernéticos, y tantas otras derivaciones «indeseables» respecto de las infinitas posibilidades con las que contamos en la actualidad. Son
el vehículo de todas las pasiones que afectan al ser hablante, las mismas que existen desde que podemos reconocer la huella del homo sapiens en la historia. No está en nuestras manos (como posiblemente en las de nadie), ni forma parte de nuestra ética, intentar cambiar el curso de la evolución tecnológica. Somos, en cambio, los depositarios de aquello que cae, el desecho que el engranaje desprende y también de esa pequeña cosa que puede introducirse de modo subrepticio y provocar una alteración dramática en el funcionamiento del engranaje. Dicho en otros términos, al operar sobre lo real las tecnologías actúan como desencadenantes de ese otro real específico al que el psicoanálisis se dirige y que se manifiesta indefectiblemente a través del síntoma: ese real desencajado del saber que no había sido previsto por los genios de Silicon Valley. Ese real por el que todas las semanas piden perdón…
16-12-18 «Familierías»
Ninguna ideología, ni de derechas ni de izquierdas, ninguno de los experimentos y las utopías que intentaron cambiar la estructura de la familia, lograron siquiera conmoverla. Hubo que esperar la llegada de los avances de la biotecnología para que la estructura familiar, al menos en su presentación formal, comenzase a sufrir algunas variaciones que afectan en verdad tan sólo a un porcentaje infinitesimal de la población del planeta. En las tres cuartas partes de la Tierra viven familias regidas por estructuras ancestrales y en el llamado Primer Mundo —odiosa expresión que me permito emplear para dejar claro el sector al que me refiero— el modelo parental clásico sigue siendo la norma más corriente. Esta observación está destinada simplemente a evitar la idea de que nos hallamos frente a una mutación extraordinaria de la familia, cuando ni siquiera es así desde el punto de vista antropológico ni sociológico. Bien es cierto que ese mismo Primer Mundo conoce un porcentaje elevado de desestructuración familiar, pero que resulta de condicionantes más bien ajenos a los tan repetidos anuncios de una crisis de la familia. M. es una mujer joven, atractiva, que trabaja en su profesión de manera independiente. Como muchas mujeres que se aproximan a la edad límite de la
fecundidad, decidió ser madre aun sin tener una pareja estable. No lo hizo al azar, sino que en su catálogo sentimental eligió al hombre con el que había tenido un compromiso importante y que reunía para ella las mejores condiciones. Él vive en otro país y aunque no ha asumido formalmente ningún vínculo con el niño que ha nacido, lo visita de vez en cuando y mantiene un trato de cordialidad con la madre. El padre de M., que no ha privado a su hija de nada, oficia de padre sustitutivo, asumiendo para su hija el rol de una potencia que se ejerce en varios sentidos, especialmente económico. Él mantiene todo. M. es una madre feliz y una mujer insatisfecha. Su hijo presenta una neurosis perfectamente razonable y corriente para su edad, aunque no se descarta que en algún futuro pueda requerir un análisis, como sucederá con otros niños, hijos de parejas más o menos clásicas. La madre de H. la tuvo con un hombre que fue su marido durante varios años, hasta que descubrió que en realidad le gustaban las mujeres. Formó una pareja homosexual que dura desde entonces. A H. no le cae en gracia la pareja de su madre, como tampoco le cae a J. la de su padre, que es una mujer. H. y J. no se conocen de nada, pero al igual que miles de hijos de padres separados, profesan una auténtica antipatía hacia la pareja de alguno de sus progenitores, a veces de ambos, sean homo o hetero. H. y J. se analizan, y sus respectivas neurosis no difieren de las que padecen los hijos de padres no separados. La familia de Michael Jackson poseía una estructura clásica, pero un padre monstruoso. La psicosis del célebre artista fue explicada por él mismo en una extraordinaria entrevista realizada por Martin Bashir. El cantante tuvo dos hijos con Debbie Rowe, la enfermera de su dermatólogo, mediante inseminación artificial. Su tercer hijo fue concebido con una madre de alquiler y se lo conoció por su apodo «Blanket» («manta», en inglés) debido a que su padre lo cubría para evitar que lo fotografiasen. Una familia de composición tradicional dio origen a un psicótico extraordinario. Un psicótico extraordinario formó una familia monoparental cuyos efectos en la progenie son diversos, los mismos que podrían observarse en cualquier otra modalidad de orden familiar. Es apasionante comprobar que los cambios formales en la subjetividad de la época no necesariamente conmueven los fundamentos inconscientes del ser hablante. Todo está cambiando aceleradamente, y al mismo tiempo seguimos siendo un trazo, una marca, una huella sin contenido que se repite en la diacronía de la historia.
28-11-18 «Sobre el deseo de vivir»
Este pasado fin de semana en Barcelona escuché varios testimonios de colegas que transmitieron su paso por la experiencia del análisis. Un testimonio analítico es un asunto muy difícil. Es un relato en el que cada uno debe encontrar su modo de articular una elaboración teórica y a la vez hacer pasar a la audiencia algo esencial: la verosimilitud de su propia experiencia, que no sólo depende de la mayor o menor dosis de saber obtenido. Se trata, a fin de cuentas, de una historia. La historia de una vida, y también de la posibilidad que el psicoanálisis le da a un sujeto para que intente reescribirla. Que el pasado no puede cambiarse es una creencia que el psicoanálisis desmiente. Algunas historias lo demuestran. Una de ellas atrajo particularmente mi atención porque me hizo sentir, una vez más, la sospecha de que un análisis llega a su fin cuando se alcanza el misterio primero y último, aquél cuya fórmula no puede saberse. Hablamos constantemente de la pulsión de muerte, tal vez el concepto más dramático e imperdonable que Freud alcanzó en su tremenda indagación. Pero no debemos dejar de lado que también afirmó la existencia de Eros, el deseo de vivir. ¿Cuál es la causa del deseo de vivir? Allí nos acercamos al verdadero límite, a la hiancia más originaria entre causa y efecto. No hay respuesta para ello. Más aún, creo que no debe forzarse. Hay algo insondable en el ser, eso que el psicoanálisis preserva frente a la voluntad de aquellos discursos que se atropellan para dar todas las respuestas y silenciar todas las preguntas. El deseo de vivir es la elección más asombrosa de la condición humana. Un deseo que se abre camino en circunstancias inimaginables y que —como otros dones— se tiene o no se tiene. El análisis puede servirse de él, pero no puede inventarlo.
26-5-19 «¿De dónde sale toda esa tristeza?»
Existe una ciencia mayoritariamente noble y otra que es una porquería. Aunque esta segunda es minoritaria, por desgracia goza de una perniciosa difusión
mediática. No soy yo quien lo dice, y menos en estos términos, sino el doctor Scott Alexander, un prestigioso psiquiatra americano que acaba de publicar un artículo demoledor sobre la falsedad de innumerables estudios genéticos (https://slatestarcodex.com/2019/05/07/5-httlpr-a-pointed-review/? fbclid=IwAR0QJp_47oC_zRhoJh57Eyxdrr9Hh5DxHWE2PogTLNSokyWAPxPxwOpBZB0) ¿El motivo de su indignación? Las conclusiones a las que ha llegado un estudio realizado por un equipo multidisciplinar dirigido por el doctor Richard Border, donde se demuestra que no existe la más mínima base para atribuir una causalidad genética a la depresión (https://www.psychologicalscience.org/news/psychologys-replication-crisis-isrunning-out-of-excuses.html? fbclid=IwAR1YzltOisGoR33E0y9AlQ6IDYYKnOfS4LlGfopLh5BXvW3Ov0gFCthX4M). El doctor Alexander lo expresa con una metáfora muy sugerente: en los últimos veinte años un buen número de genetistas han descrito el comportamiento del unicornio, sus costumbres, su composición anatómica y su estructura celular. El único problema es que el unicornio no existe. Pero cuando ciertos científicos se proponen hallar algo, observa Alexander, podemos estar seguros de que lo van a encontrar. Ahora, una buena parte de la comunidad científica se lleva las manos a la cabeza, preguntándose cómo pueden haberse invertido miles de millones de dólares y publicado infinitas páginas sobre castillos en el aire. La razón de semejante desatino es múltiple y compleja, pero uno de los factores más influyentes es la presión que se ejerce sobre los científicos para que aumenten el número de publicaciones, aun a costa de su calidad. La creciente dependencia del mundo científico y académico de los fondos privados trae una consecuencia inevitable: que el capital mande y determine la orientación del saber. El estudio publicado por el doctor Border ha puesto además de relieve un temblor de fondo que sacude las investigaciones de la psicología denominada «científica»: su fracaso en la capacidad para reproducir experimentalmente los fenómenos que estudia, precisamente uno de los argumentos que más se emplean para combatir la legitimidad del psicoanálisis (https://www.psychologicalscience.org/news/psychologys-replication-crisis-isrunning-out-of-excuses.html? fbclid=IwAR3ibtriBZAyMpWbd1UmzrIfHYG4t2HKHlxxM5prsBF1rMSCB4LFMeOvas). Ahora empezamos a ver con un poco más de claridad que no todo lo que reluce es ciencia. Al menos en este caso concreto de la depresión el resultado del partido es rotundo: Psicoanálisis 1; Genética 0.
23-6-19 «Habrá más penas. Olvidos no»
Resulta en apariencia paradójico que el psicoanálisis, un discurso que ha arrojado tanta luz sobre la infancia, no posea una definición sobre lo que significa ser un niño. La razón es que el psicoanálisis no es una psicología evolutiva, y por lo tanto no estudia la infancia desde el punto de vista de la maduración afectiva e intelectual. Cuando Freud afirmó que el inconsciente es atemporal, nos dio a entender que la infancia está allí, para siempre, indiferente a la medida del espacio-tiempo. El inconsciente es a la vez una memoria y la posibilidad del olvido. La noción histórica de infancia es una invención moderna, el resultado de una construcción discursiva y no de un hecho natural. Hasta entonces, los niños eran simplemente adultos inacabados, y por lo tanto no requerían una consideración especial. Las asombrosas conquistas en el terreno de la Inteligencia Artificial nublan la visión de un problema cuya gravedad es cada vez más inquietante, aunque una derecha oscura quiera ocultarlo y una izquierda imprudente pase de largo. En el mundo real, el olvido y el perdón son opciones que aún existen. Pero eso no sucede en el mundo digital, donde las herramientas de la IA acumulan un número infinito de datos, los procesan, los elaboran, y extraen consecuencias que a menudo escapan al control de quienes han creado esos instrumentos. Cada uno de los clics que realizamos al día (es decir, centenares) deja un rastro, una huella. La IA configura con todos ellos una biografía personal que contiene nuestras apetencias, nuestra intimidad sexual, y hasta el paisaje imaginario de nuestros fantasmas. Si los seres hablantes en el fondo sólo gozan y no quieren saber nada, las máquinas quieren saberlo todo y no gozan de nada. ¿Cuál es el problema? Que la máquina es acéfala, y que los algoritmos no establecen ninguna barrera entre un niño y un adulto. ¿Qué supone el hecho de que los clics realizados por los niños se acumulen en la Memoria Virtual Infinita, donde el olvido no rige? Significa, por ejemplo, que los errores, los tropiezos, las transgresiones o cualquier clase de conducta «inapropiada» quedarán por siempre registrados, y en el futuro computarán como parte del perfil de aquél que se ha convertido en adulto. En la vida real, un niño puede ser perdonado por haber sustraído dinero del bolso de su madre. Son cosas que se olvidan. Pero en el universo de la IA, nada se olvida ni perdona. En el año 2012 un padre se dirigió enfurecido a un punto de venta de la cadena americana de supermercados Target, exigiendo una explicación de por qué su hija de 15 años
recibía constantemente mensajes con anuncios de cochecitos, biberones y otros productos para bebés. «¿Estáis empujando a mi hija a que se quede embarazada?», bramaba el hombre. El empleado que lo atendió no atinaba a comprender lo que le estaban diciendo. Días después, el padre regresó para disculparse: en efecto, su hija estaba embarazada. Andrew Pole, ingeniero informático que trabajaba para Target, había diseñado un modelo de predicción de embarazo basado en lo que las mujeres miraban y compraban en la web. La Memoria Virtual Infinita guarda para siempre el dato de esa joven. A la IA le resulta indiferente lo que a la chica le haya ocurrido. Sólo le interesa en tanto sujeto consumidor. Sin embargo, algunos años más tarde, al solicitar una beca, un puesto de trabajo, un préstamo bancario, o una póliza de seguro, es probable que ese dato cuente, y no exactamente de manera favorable. Quizás el Nuevo Otro (que existe y de manera bien sólida, aunque esté fabricado con la materia ingrávida de los algoritmos) nunca pueda saberlo todo, pero cada vez sabe más. Por supuesto, usted puede ignorar todo esto y creer que se trata de un cuento de ciencia ficción, una teoría conspiranoica, una falsa alarma. Tal vez. O tal vez usted esté embarazada y no lo sepa.
7-7-19 «Cuidado con las palabras: el viento no se las lleva»
El lenguaje no es un medio que sirve a determinados fines. Es un fin en sí mismo, algo que interesa al poder, y no ha existido ningún período histórico en que el poder no librase su batalla por el dominio del campo del lenguaje. Quien conquista el lenguaje (o cree conquistarlo) tal vez haya ganado la batalla principal. Para Freud las palabras eran la condición de los hechos, y conocemos bien su sentencia: «Se empieza por renunciar a las palabras, y se acaba por renunciar a los hechos». Victor Klemperer, en su terrible y lúcido estudio sobre la lengua del Tercer Reich, mostró con absoluta contundencia a dónde condujo una operación destinada a apoderarse del lenguaje, a despojarlo de su poética, a rebajar su polifonía, a privarlo de su capacidad para marcar de modo singular la subjetividad hasta convertirlo en un ruido de furia, en un clamor universalizante que hace vibrar a las masas y las deshumaniza por completo. Uno de los recursos fundamentales es la descontextualización y la abreviación. La brevedad del
mensaje es decisiva para lograr el objetivo de pudrir el lenguaje y transformarlo en una maquinaria de matar. Peter Wehner, en su ensayo The Death of Politics («La muerte de la política») muestra que la más grave contaminación del presente no es la que infecta la tierra, las aguas y los cielos, sino la polución de las palabras. Esa polución se puede analizar en sus dos tiempos, que no son cronológicos sino que obedecen a una secuencia lógica. En primer lugar, la perversión del mensaje. En la actualidad, Twitter es la herramienta perfecta para ello. Pocas palabras, pero que contengan la mayor carga de degradación posible, respaldadas por la convicción de que el emisor no hace más que reproducir lo que el receptor quiere oír. Es el método Trump: dice lo que todo el mundo piensa y no se atreve a expresar. ¿Usted se ha callado durante años porque la corrección política le ha cerrado la boca? Ya no es preciso callar más, porque la libertad del líder se contagia hacia abajo. Ahora todos podemos decir lo que pensamos porque es lo que él piensa, y lo que él piensa es lo que todos pensamos. En segundo lugar, se trata de intervenir sobre el código. Para ello, el truco consiste en vaciar el mensaje de todo significado mediante la reducción al absurdo. Albert Rivera, el líder de Ciudadanos, se está convirtiendo en un experto. Acaba de asegurar en un mitin que su partido gobierna en «400 capitales» de España (país que posee una sola capital nacional —como todos— y 19 capitales de provincia). En esta segunda fase lo importante no es el mensaje, sino atreverse a expresar cualquier cosa, por más inaudita, fraudulenta o contraria a los hechos. Hacerlo todo el tiempo, sin cesar, y lograr así tal aturdimiento significativo que la debilidad mental del ser hablante domine la vida cotidiana. Cuando eso se obtiene, se alcanza el verdadero poder. El poder de desconectar todo enunciado de la verdad fáctica, lo que significa que a nadie le importe nada aunque sepa muy bien que lo que está escuchando es una falacia o una mentira descarada. El poder de normalizar lo aberrante, que es superior al poder de Dios, sólo se consigue mediante la apropiación del lenguaje. Cuando se dispone de ese poder —y no existe ninguno que lo supere, porque a los pueblos no se los puede someter sólo mediante la amenaza física, como lo demostró Hannah Arendt— entonces se tienen todos los demás. Es por esa razón que el primer asalto debe llevarse a cabo sobre el campo de las palabras. Hasta Stalin, que era un campesino iletrado, comprendió eso con su instinto político. El odio y la agresividad se han vuelto indispensables en la política, al punto de que amenazar, insultar y burlarse de los valores «femeninos» tales como la compasión y la solidaridad es un recurso que aumenta la popularidad. El psicoanálisis y el decir poético tienen la enorme responsabilidad de organizar la Resistencia contra la toma del lenguaje, porque esa tarea ya no podemos esperarla de ningún partido.
21-7-19 «Un horóscopo científico»
Es cada vez más imperiosa la necesidad de asegurar la presencia y la función del psicoanálisis en la sociedad posmoderna. Durante un siglo nos hemos servido de nuestro estatuto extraterritorial para ejercer una praxis que se mantuvo así alejada tanto de los intereses como de las preocupaciones del Estado. Esa splendid isolation respecto de los poderes oficiales fue posible, en parte, gracias a un modelo de Estado que respetaba una distinción entre lo público y lo privado, dejando un cierto margen de libertad y autogestión a este segundo ámbito. Pero en las últimas décadas, y como consecuencia de un nuevo giro en la revolución científico-técnica, el discurso capitalista dispone de instrumentos renovados que permiten diseñar un modelo de Estado diferente, un Estado en el que se anula la frontera entre lo público y lo privado, porque hoy lo privado se ha apoderado de la esfera de lo público. Por una parte, el imperativo «¡Todo a la vista!» crea un estilo de vida, de trabajo y de ocio, donde el exhibicionismo y a menudo la obscenidad se convierten en las reglas favoritas del juego social. Por otra, los intereses del mercado imponen, más allá de la derecha o de la izquierda, una ideología del cálculo y la medida que no sólo no se conforma con evaluar los rendimientos del trabajo y la producción, sino que pretende también istrar y cuantificar los recursos de la subjetividad, incluso en sus aspectos más íntimos. Tomemos un ejemplo. Una prestigiosa universidad de Seattle anunció haber encontrado la fórmula matemática del divorcio. ¿Qué significa esto? Que analizando el comportamiento, el discurso, y la gestualidad de una pareja que dialoga sobre temas fundamentales —matrimonio, hijos, convivencia, etc.—, es posible trasladar todos estos parámetros a un lenguaje matemático y obtener una cifra de la probabilidad futura que esa pareja tendría de divorciarse. No estoy muy seguro de querer saber la fórmula de nada acerca de mi futuro, pero sí estoy convencido de que es necesario contraatacar. Porque lo más importante de toda esta ideología de la evaluación, la medida, el cálculo, la predicción, es que se pretende hacer pasar por científico lo que no es más que pura superchería. Como durante décadas hemos sido acusados de realizar una praxis que no poseía una
evidencia científica, ha llegado la hora de que seamos nosotros quienes descorramos el velo de toda esta falsa ciencia, de cartas astrales validadas por charlatanes de ferias universitarias, de estafas disfrazadas con los semblantes de la racionalidad y que desprestigian la nobleza de la ciencia verdadera. Hace furor una aplicación que le confiere a la foto actual de una persona el aspecto que su rostro tendrá en la ancianidad. Los inventores son rusos, lo que ha dado pie a toda clase de delirios sobre el uso que Putin hará de ese material fotográfico. Pero más allá de la conspiranoia, resulta interesante preguntarse por el éxito de esta especie de reverso a lo Dorian Gray del Photoshop. Todo el mundo hace lo que sea para verse más joven, y he aquí que de pronto queremos mirar el rostro de lo que inexorablemente seremos (si ya no lo somos) a pesar de toda la inmortalidad que los profetas nos auguran. Tal vez, en el medio de la Gran Hipnosis a la que estamos conectados, queremos un atisbo pasajero de realidad, una entrevisión fugaz de lo que sería el despertar al futuro tal como lo sospechamos, y al mismo tiempo una pequeña dosis de garantía imaginaria de que para entonces seguiremos vivos. Ya no estamos en la época en la que el psicoanálisis era cuestionado por atentar contra la moral reinante. Nuestra teoría sobre Edipo y la sexualidad no asombran más a nadie, mucho menos a los tecnócratas que diagraman un refinado aparato de control social. La libido no exaspera hoy en día por su carácter sexual, sino porque es incuantificable. La libido como energía que no ite la medida es una metáfora grandiosa, grandiosa porque es formulada por Freud como un oxímoron, una incongruencia conceptual en la que se condensa toda la potencia subversiva del discurso analítico y que nos recuerda que la contingencia es otro nombre de la castración. Creo que el acto analítico mismo es tributario de esta grandiosa metáfora, esta creación salida del rayo luminoso de Freud que, valiéndose del lenguaje de la ciencia, inventa una práctica que sigue haciendo fruncir el ceño del Amo.
15-9-19 «La casualidad de vivir»
Ahora que se han cumplido 18 años del atentado a las Torres Gemelas, leo The
Only Plane in the Sky: An Oral History of 9/11 («El único avión en el cielo: una historia oral del 11S»), un libro conmovedor de Garrett M. Graff. El atentado no ha sido la tragedia más importante de la historia, ni mucho menos. El número de víctimas fue inmenso y a la vez ínfimo en comparación, por ejemplo, con los miles y miles de muertos en atentados en todas partes del mundo o los que perecen ahogados en las aguas del Mediterráneo. No obstante, el 11 de septiembre ocupa un lugar especial por ser un punto de inflexión en la historia de la humanidad, como lo ha sido el Holocausto, Hiroshima y Nagasaki, Chernóbil, por mencionar tan sólo el último siglo. Desde luego, no pretendo establecer ninguna clase de comparación entre estos acontecimientos. Simplemente los enumero porque, a su manera, cada uno de ellos es el testimonio de un antes y un después. El libro de Graff, que ha recopilado centenares de relatos de quienes lograron sobrevivir aquel día, es fundamentalmente algo que mueve a una reflexión profunda y compleja. Las historias no sólo ponen de manifiesto que la existencia es un fenómeno completamente insensato —algo que hemos sabido siempre— sino que nos aproxima al estremecedor papel que el azar juega en toda vida humana. El azar, eso que de una vez por todas querríamos eliminar de la ecuación, es en definitiva el gran artífice de todo lo que nos acontece. Poco antes de subir a su reunión en la Torre 2, un hombre se encuentra con una compañera de trabajo. Ella, en un guiño femenino, le hace notar que la hermosa corbata que lleva no pega nada bien con la camisa. Él se deja aconsejar, se da media vuelta y regresa al hotel donde se alojaba para cambiarse. Mientras está en su habitación, el infierno se desata. Por su parte, ella acaba de morir en la conflagración. El cocinero jefe del restaurante «Una ventana al mundo», situado en la última planta, sale del metro y se dirige a su puesto de trabajo. Pero unas calles antes se encapricha de unas gafas que ve en un escaparate: una demora de cinco minutos decide su salvación. Sus setenta y dos compañeros mueren. La vida es una sucesión infinita de infinitas decisiones que tomamos sin que podamos advertirlas. Cada milisegundo de un día cotidiano es el encuentro con una bifurcación y en esa bifurcación sólo se puede ir a la derecha o a la izquierda. ¿Qué haremos? ¿Por qué A y no B? ¿Cómo elegimos? Y dado que no somos nosotros quienes en verdad elegimos, ¿quién elige «en» nosotros? Los antiguos griegos no podían siquiera concebir una pregunta semejante. Sus tres diosas lo tenían todo preparado, de tal modo que uno podía despreocuparse y dedicar la metafísica a otros menesteres. El destino es algo que se creó para alejarnos todo lo posible de ese insondable abismo. Y el colmo ha sido Dios, la única invención humana que jamás habrá de ser superada. La eternidad divina es la expresión de la imposibilidad de renunciar a su función. El azar es un dios demasiado espantoso como para poder aceptarlo. Pero allí está. No pide cosa
alguna de nosotros, no exige sacrificios ni ofrendas, y por supuesto no promete absolutamente nada. Es una sombra invisible que lo recorre todo y al que ni siquiera nos hemos atrevido a dotar de una imagen. ¿Quién podría adorarlo? Incluso en el campo científico el debate teológico entre determinismo y azar sigue siendo feroz. Un actor que debía viajar en uno de los aviones secuestrados llega tarde al vuelo. La agencia de turismo ha cometido un error y le envía el horario equivocado. Dalí y Buñuel se divertían pensando cosas tales como: «El futuro padre de Adolf Hitler va camino de su casa. Esa noche habrá de acostarse con su mujer, a la que dejará embarazada de Adolfito. Poco antes de llegar se encuentra con unos amigos, quienes lo invitan a tomar unas cervezas. El hombre duda, pero finalmente acepta. Bebe bastante y regresa tarde. No se acuesta con su mujer. No nace Adolfito». Es una muy mala noticia recibir una carta de despido. Pero una señora la recibió el día anterior al atentado cuando llegó a su puesto en la Torre 1. «¿Quieres llevarte tus cosas ahora —le pregunta la jefa de Recursos Humanos— o prefieres volver mañana, más tranquila?». La empleada duda, pero finalmente se decide: «No, prefiero hacerlo hoy». Al darle al azar la propiedad poética de un dios no hago otra cosa que abordarlo de lejos, porque no es un dios alguno, sino el primero y último de los misterios que carece de explicación, aunque las matemáticas arrojen sus redes probabilísticas para tratar de atraparlo. Toda causalidad es, en última instancia, el esfuerzo de la razón humana por dotar de sentido al gigantesco agujero que desgobierna el Universo. Allí donde creemos ser dueños de nuestro proyecto, la vida se reduce a una aglomeración de azares que nos agitan y nos empujan de un lado al otro y que reinterpretamos siguiendo una clave de lectura donde se manifiesta nuestra marca singular. Pero entretanto —sorprendente e insidiosa torsión de esa ley implacable— un extraño «algoritmo» se introduce contrariando la arbitrariedad de la contingencia. En el interior de ese impredecible y monumental absurdo, algo trabaja silenciosamente trazando un invisible camino que nos conduce sin cesar a repetir una ominosa y desconocida dirección a la que no podemos sustraernos. Pobres criaturas atrapadas en el laberinto del azar y la repetición, consumimos toda clase de ficciones para soportar tanta locura. Sin ellas, no podríamos aguantar demasiada luz.
6-9-20 «Se alquilan padres»
Cuando Megumi era un bebé, su padre desapareció de su vida para siempre. Asako, la madre de Megumi, sufría mucho cuando su hija preguntaba por su padre, porque sabía que la niña se sentía culpable de aquella separación. Cuando Megumi cumplió los 10 años, se volvió silenciosa y distante. En la escuela los niños se burlaban de ella porque no tenía padre. En Japón es muy difícil ser hijo de una familia monoparental. Asako decidió entonces alquilar un padre, y lo encontró en una empresa de alquiler de parientes, una industria muy reputada en aquel país. El señor Takashi era un actor experimentado y a la señora Asako le pareció un hombre agradable y educado, un padre ideal para su hija. Así, Takashi se convirtió en Yamada, el verdadero padre de Megumi, que supuestamente había retornado para estar cerca de ella. Megumi creció adorando a su padre, sin saber jamás que se trataba del actor que su madre había contratado. Mientras tanto, Asako comenzó a enamorarse de verdad de Takashi, pero él le dejó bien claro que se trataba de un trabajo y no podía corresponder a los sentimientos de ella. El falso Yamada ha cumplido perfectamente con su papel todos estos años y Megumi sigue creyendo en él. Participó en cada uno de los eventos fundamentales de la vida de Megumi, le aportó seguridad en sí misma, y le dijo incluso que la amaba, aunque no fuese cierto, pero lo hizo tan bien que no sólo convenció a la chica, sino también a su madre. Asako habría querido casarse con ese hombre que representaba al padre de su hija, pero ha entendido que se trata de un amor que no tiene retorno. Takashi se siente tranquilo con su conciencia, porque sabe —y no se equivoca— que se ha ocupado muy seriamente de Megumi, y que le ha dado mucho. Asako ite que quizás haya sido ella quien en el fondo necesitó fabricar esa historia, y que probablemente Takashi ha sido un padre ideal no sólo para su hija. El escritor Günter Grass tuvo tres hijas con tres esposas diferentes, y reunirlas a todas no fue para él una tarea fácil. En una ocasión, cuando las tres eran ya mujeres adultas, las llevó de viaje y las hizo reír mucho tratándolas como si fuesen niñas pequeñas. En un precioso relato donde cuenta este episodio, Grass confirma su alegría de sentir que, como padre, había servido para algo, aunque no fuese más que para hacer reír a sus tres hijas. La historia de Asako puede resultarnos extraña e inquietante, especialmente si la miramos desde la perspectiva de la verdad, eso que cada vez es más difícil saber en qué consiste. Pero desde el ángulo de la función que cumple, el falso padre y ex-marido no es muy distinto a cualquier otro. A fin de cuentas, un padre verdadero puede ser un auténtico farsante y, al revés, un farsante puede parecerse mucho a un padre
verdadero. Es suficiente con creer en él.
II Políticas para todos los gustos y disgustos
3-9-18 «La verdad… es cada vez un poco más mentirosa…»
En 1956, los sociólogos americanos Leon Festinger, Henry W. Riecken y Stanley Schachter publicaron un apasionante estudio titulado When prophecy fails («Cuando la profecía falla») en el que volcaron la observación directa de un extraordinario fenómeno de creencia colectiva. Corría el año 1943 cuando la señora Marian Keech (residente en Lake City) experimentó unas extrañas sensaciones en el brazo y comenzó a escribir de manera automática el anuncio (proveniente de seres extraterrestres) de que la Tierra sería destruida. A partir de ese momento se generó un movimiento integrado por un gran número de seguidores que no sólo creyeron firmemente en las declaraciones de la señora Keech, sino que no se dieron por vencidos cuando la fecha de la profecía llegó sin que nada sucediese. En lugar de que el incumplimiento de la profecía disolviese la fe de esos creyentes, paradójicamente contribuyó a reforzarla aún más. «El creyente individual —escriben los autores— debe tener un soporte social. Es improbable que un creyente aislado pueda soportar el fallo de la predicción. Pero si es miembro de un grupo de personas que se apoyan mutuamente, podemos esperar que la creencia se mantenga y que los creyentes intenten hacer proselitismo o que traten de convencer a los no de que la creencia es correcta». Las redes y plataformas sociales proporcionan en la actualidad un espacio multiplicador del apoyo social al que los autores hacen referencia. Con mucho atino, señalan que estaríamos completamente equivocados si considerásemos que quienes comparten esta clase de creencias son sujetos clínicamente locos. En la época en que ese libro fue publicado, el volumen de la literatura fantástica sobre extraterrestres y amenazas milenarias era descomunal en Estados Unidos, así como el número de seguidores. Internet es ahora una lanzadera que arroja al espacio globalizado incontables contenidos que pueden ser instrumentados con fines políticos, económicos e ideológicos.
Puede resultar extraño que durante la campaña presidencial que condujo a Trump al poder, cientos de miles de personas hayan creído que Hillary Clinton dirigía redes de pornografía infantil y realizaba rituales satánicos. Pero sin embargo esa «información» logró el objetivo de interferir en el proceso electoral. Aunque su incidencia en el resultado haya sido mínima, lo que importa destacar es que el fenómeno de las fake news no es nuevo en absoluto. Se apoya en el hecho de que la verdad tiene estructura de ficción y que debido a ello no existe ninguna verdad que no sea mentirosa por definición. Las redes sociales y la tecnología de los bots se valen de esta característica de la verdad, así como del carácter fantasmático de la realidad, para distintos fines. No «moldean» el cerebro humano, como pretenden los apóstoles de las neurociencias, sino que apuntan al corazón de esos «demonios internos» que habitan en cada uno de nosotros. Por ese motivo, porque la debilidad mental es inherente al ser hablante en su búsqueda de sentido, los tontos votan a los canallas que habrán de defecar sobre sus cabezas. Los votan porque creen en los abalorios de colores y en las recetas de felicidad. Los votan porque el goce de ser engañados es sublime, tan sublime que ni siquiera da vergüenza. Un día se despiertan, comprueban que los han desvalijado, y entonces lloran amargamente. Lloran hasta el próximo día, en el que un nuevo canalla los volverá a mirar fijamente a los ojos.
20-10-18 «Lo sé, pero aún así…»
En un post del pasado 3 de septiembre me referí a los fenómenos de la creencia. El Oxford Dictionary calificó en 2016 la expresión post truth como la palabra del año, definiéndola como un adjetivo que describe las circunstancias en las que «los hechos objetivos influyen menos en modelar la opinión pública que las apelaciones a la emoción y la creencia personal». Menuda novedad. En 1942, refiriéndose a la propaganda difundida por el régimen de Franco, George Orwell escribía que estaba dispuesto a aceptar que la mayor parte de la historia ha sido siempre falsa e intencionadamente fabricada, pero que la característica moderna era la renuncia absoluta a considerar que ese estado de cosas pudiese ser distinto. Facebook ha subcontratado a Rappler, una compañía con sede en Manila, cuya
misión es revisar diariamente los contenidos que se publican y borrar aquéllos que se demuestran falsos. Filipinas, junto con Rusia, es uno de los países en los que se generan la mayor cantidad de noticias falsas. Los empleados de Rappler confiesan que su tarea es imposible: por cada noticia mentirosa que detectan y retiran, surgen diez. La velocidad con la que se distribuye material falso supera ampliamente las actuales técnicas de detección y análisis. En esto, la Inteligencia Artificial no es aún enteramente confiable. Se necesita el criterio humano y en muchas ocasiones debe emplearse mucho tiempo y consultas externas para decidir si una noticia es falsa o no. El contraste entre esta metodología y la capacidad técnica casi automática de fabricar contenidos y diseminarlos por las redes es tan abrumadora, que la lucha está condenada al fracaso de antemano. Pero a todo esto se suma algo mucho más interesante. En la reflexión que evoco al comienzo, señalaba el hecho de que con notable frecuencia las personas tienden a insistir en sus creencias, incluso luego de confrontarse a las evidencias que las contradicen. En ese caso, la negación es una forma de rechazo inconsciente, que pone de manifiesto la necesidad humana de persistir en la fijación de una idea y mantener un postulado al que, por distintos motivos, es preciso aferrarse. Pero esta mañana escuché la conversación de unos desconocidos que me descubrió otra variante de la llamada posverdad: la de aquéllos que se adhieren a una idea sabiendo de antemano que es absolutamente falsa. No se trata aquí de algo en lo que el inconsciente intervenga, sino más bien de la defensa canallesca de una mentira que conviene a determinados intereses. A estos sujetos les da exactamente igual que una noticia se demuestre a posteriori como falsa. Ellos ya lo sabían desde el principio y por lo tanto nada cambia. Seguirán repitiendo esa fábula con plena conciencia de que su carácter es ficticio. La posición es claramente distinta a la de aquéllos que creían y que se defienden de la angustia que les supone el desmentido de sus convicciones. Estos otros no se defienden de nada. Defienden, eso sí, y con todas las armas a su alcance, la inmoralidad de sus principios. En Brasil acaban de descubrir que el candidato con máximas posibilidades de ganar y sus acólitos han fabricado una campaña de desinformación que circula especialmente por WhatsApp. Eso podría constituir un delito de fraude electoral. ¿La noticia ha afectado en algo las estadísticas de intención de voto? Al parecer en lo más mínimo. Es probable que un inmenso número de votantes sepa perfectamente que todo lo que se ha dicho es falso. Más aún, como en muchos otros países, es probable que sepan que el delincuente al que van a votar miente, que miente con toda la mala fe del mundo, que seguirá mintiendo, y aun así nada cambia. Llegados a este punto, lo más grave no es la extrema dificultad para distinguir entre la verdad fáctica y la ficción (toda vez que el psicoanálisis demuestra la complejidad de esta
diferencia), sino el hecho de que a millones de personas esta distinción les importe un comino. Los grandes relatos han desaparecido, y en su lugar florecen los «microrrelatos» diseminados por esa fabulosa industria de la autoedición que Internet ha puesto a nuestro alcance. En ella, la verdad ya no tiene ninguna importancia, porque lo que circula no está hecho para el saber sino para darle de comer al goce, al que siempre le cabe un bocado más. Un magnífico ejemplo para actualizar el núcleo de la perversión tal como Freud logró sacarlo a la luz: «lo sé, pero aun así…».
28-10-18 «¿Qué sexo quiere la derecha?»
«Los nazis pasaron, pero el odio a Freud persiste», afirma Élisabeth Roudinesco en una entrevista publicada en La Vanguardia (24-10-18). Estoy de acuerdo con lo segundo, pero se equivoca en lo primero: los nazis no pasaron. Vuelven, como los zombis, tras mantenerse en estado de hibernación unas pocas décadas — muchas menos de las que se creyó conseguir con las palabras mágicas «¡Nunca más!»—. No quiero abusar de ese significante pavoroso. También el uso indiscriminado de la palabra «nazi» contribuye a banalizarla, a «naturalizarla» incluso. Pero es innegable que los tiempos de oscuridad avanzan y se extienden. El Departamento de Salud y Servicios Humanos de la istración Trump prepara una ley según la cual el género será reconocido sólo «como una condición biológica e inmutable determinada por los genitales con los que se nazca». Dicho Departamento argumenta la necesidad de adoptar una definición uniforme del género «sobre una base biológica clara, fundada en la ciencia, objetiva y istrable». Para ello, y ante cualquier situación dudosa, la inscripción civil requerirá un test genético. Nada de ambigüedades ni desvíos de la norma: sólo se reconocerá la existencia de dos sexos, masculino y femenino, «basados en rasgos biológicos inmutables identificados antes o después del nacimiento». El asunto —por ahora dado a conocer como un borrador del nuevo proyecto de ley— no tiene desperdicio. En primer lugar, supone la desaparición legal de millones de personas (existen alrededor de 1.400.000 ciudadanos en
Estados Unidos que por razones quirúrgicas o de identidad no se reconocen en su género biológico) y por lo tanto un grave retroceso en materia de derechos civiles. En segundo lugar, la invocación de la Ciencia como patrón de medida. De nuevo, la Ciencia como credo del neoliberalismo (la falsa ciencia, por supuesto). En tercer lugar, el propósito biopolítico de establecer una normativa que permita la istración, control y burocratización de la sexualidad. ¿Por qué la derecha reaccionaria (si se me permite el pleonasmo) se obstina en sacralizar la «objetivación» del sexo y sostener a sangre y fuego su «inmutabilidad»? No sólo se trata del rechazo del inconsciente, es decir, de los efectos de la lengua en el cuerpo, sino también de edificar una política y difundir una ideología en la que se elimine el sobrante de todo aquello que no se corresponda con el binario sexual biológico que la naturaleza ha instalado por mandato divino. Por supuesto, centenares de asociaciones y organizaciones americanas se han puesto en pie de guerra para responder a esta nueva amenaza. Es interesante que la contraofensiva se argumente también en «hechos científicos», que demuestran la gran complejidad del sexo incluso en el plano estrictamente biológico y genético. Un debate que se inflama a medida que legítimamente se ponen sobre la mesa las consecuencias cívicas y el atentando a la dignidad de los sujetos que acusan una disparidad entre el género, su sentimiento de identidad y la biología. Una contienda en la que determinada concepción supuestamente científica se bate a duelo contra otra que denuncia el reduccionismo que sirve a los intereses de la derecha conservadora. De momento, la polémica deja de lado algo tan fundamental como que la identidad sexual no es otra cosa que una declaración, es decir, un hecho de discurso, y no una esencia científicamente demostrable, incluso aunque se ita que dicha «esencia» se acompaña de toda clase de variables. No sólo se olvida que las palabras confunden el sexo aunque las hormonas y los cromosomas no tengan fallos de fábrica, sino que un espeso silencio oculta el modo como cada cual goza, un asunto sobre lo que ningún paradigma científico podría argumentar nada que no fuese un delirio.
17-3-19 «La nueva esclavitud del amo»
Antes los ricos no trabajaban. Esa ocupación se la dejaban a los pobres, los siervos, los desposeídos, y también a las clases bajas y medias. Trabajar era inconcebible y además no aportaba nada. Para eso estaban los otros. Ahora una gran cantidad de ricos trabajan. Trabajan a destajo, porque para ellos trabajar es una identidad, una ideología, más aún, una religión cuyo credo no reside solamente en el rendimiento económico sino en el sentido existencial que proporciona. El trabajo es el centro de sus vidas, la pieza identitaria fundamental. El trabajo no es concebido como un bien destinado a proporcionar bienestar, sino algo que debe generar más trabajo. El trabajo se ha convertido para ellos en un dios al que adorar, un dios inmisericorde que no hace otra cosa que pedir más horas extras. Un dios que —a diferencia de los dioses clásicos— miente y engaña. Miente y engaña porque el sacrificio que exige no tiene redención alguna, aunque sus fieles se lo crean. Lo creen también los que no son ricos, pero miran a estos héroes en Instagram y sueñan con emularlos. Sueñan con convertirse ellos también en una marca, porque en eso consiste el triunfo: trabajar muy duro para devenir una presencia social constante, uno de los primeros puestos en los buscadores de Internet. Como en el fondo el ser hablante no es nada, los ricos de ahora se matan por tener para ser. Son amos que gozan como esclavos. Cada vez tienen más, pero el ser no lo alcanzan nunca, y entonces deben duplicar, triplicar, centuplicar el tiempo de trabajo, para tener aún mucho más y así creer que habrán de obtenerlo, a ese ser que siempre se escabulle. Estos ricos son ejemplares. Trabajan el doble de horas que sus empleados. Ebenezer Scrooge también lo hacía, pero a él no le importaba el ser. Su satisfacción consistía en contar dinero. Gozaba de eso. Los de ahora purgan sus pecados condenándose a sí mismos a cadena perpetua, que consiste en trabajar cada día un poco más, un poco más. No cuentan su dinero (ya han perdido la cuenta) sino que buscan la trascendencia. No piensan que el trabajo los hará libres (como pone en el cartel de entrada a Auschwitz), sino inmortales.
7-4-19 «Los eternos farsantes»
Los que ensuciaron el mensaje de Cristo, los que inventaron las indulgencias para que los poderosos quedasen exceptuados del pecado, los que dieron cobijo y salvoconducto a los criminales nazis, los que bendijeron las desapariciones, torturas y asesinatos perpetrados por las dictaduras militares en Sudamérica, los que encubren a su ejército de degenerados, se declaran «pro-vida» y expanden ese discurso entre sus seguidores. Con ese argumento perverso se oponen al aborto y a la eutanasia, practican su arraigado sadismo, apartan de su manto de brocado y oro a los necesitados y ensanchan el ojo de la aguja para que los malditos alcancen las puertas del Cielo. Hace pocos días, en Madrid, un hombre de 70 años ayudó a morir a su mujer de 62, aquejada de una gravísima esclerosis múltiple que había arrasado su organismo. El marido filmó un vídeo donde conversa con su esposa, y ambos dejan constancia de la decisión que ella ha tomado. Poco después el hombre llamó a los servicios sanitarios para que acudieran a certificar la muerte y se entregó a la policía. El juez ha decretado su puesta en libertad en espera de juicio y sin medidas cautelares. La derecha, el Tribunal de la Santa Pederastia y la canalla se rasgan las vestiduras. El aborto sólo está justificado para las niñas de buenas familias; la eutanasia, para quien pague el servicio en Suiza. El péndulo ha vuelto con toda la fuerza y el filo de una guillotina: ya sabemos quiénes lo mueven. Los pro-vida aman tanto la vida que son capaces de acabar con cualquiera que se les oponga. En Argentina condenaron a una niña de 12 años a que diera a luz al bebé fruto de una violación. Se opusieron al aborto. Pocos días después el bebé murió, pero la Iglesia y los pro-vida quedaron satisfechos. Ellos salvan vidas con métodos muy notables. Pablo Casado, presidente del Partido Popular y ferviente católico, sugiere que los niños nacidos de mujeres inmigrantes que no tienen papeles sean entregados en adopción. Sus correligionarios le dan algunas patadas por debajo de la mesa y le susurran que no queda bien decir eso antes de las elecciones, que ya habrá tiempo para ponerlo en práctica más tarde. El tipo entonces aclara que no supo explicarse bien, que jamás quiso decir lo que se entendió, eso que dijo delante de las cámaras de todas las emisoras de radio y televisión pero que al parecer debe de haberlo dicho por alguna pócima que le echaron en el café, seguramente un acto de sabotaje de la izquierda para desprestigiarlo. El Obispado de Alcalá de Henares oferta cursos para dejar de ser homosexual, pero ninguno para curar a sus empleados de la pederastia. Por lo visto esta gente tiene una concepción muy singular sobre la psicopatología: la homosexualidad practicada con niños se perdona, el aborto se condena, la eutanasia se maldice. Ya no queman a la gente como lo hicieron con Giordano Bruno, porque está mal visto y la humareda es contaminante. Pero conviene recordar todo el tiempo estas cosas, porque además son enemigos declarados de la memoria.
5-5-19 «¡Que le corten la cabeza!»(La Reina de Corazones)
La ira femenina es el combustible que alimenta el movimiento #MeToo, reflexiona la escritora Caitlin Flanagan, pero añade que sin control esa rabia será también la fuerza que lo destruya. La mayoría de las grandes transformaciones históricas fueron propulsadas por la ira. El 14 de julio o el 17 de octubre habrían sido inconcebibles sin el fuego de la cólera, y hoy las mujeres alzan la voz para pedir la castración de los hombres. Razones no les faltan. Los ses en aquellos tiempos hicieron rodar cabezas, y para eso Joseph Ignace Guillotin aportó su ingenio. La revolución se cobró su precio y —como suele ocurrir— no sólo lo pagaron quienes lo merecían. Algunas opinan que si en el camino caen hombres inocentes, es un mal inevitable para que las cosas cambien. No exentos de temor, están quienes sostienen que no se deberían negar las diferencias, que un beso robado no es lo mismo que una violación. Eso fue lo que dijo Matt Damon, por ejemplo, y la ocurrencia le salió muy cara. No importan los hechos sino los sentimientos, piensan freudianamente muchas mujeres, y también tienen razón. ¿Cómo regular y legislar la perversión polimorfa del varón y no confundirla con la perversidad? Para las mujeres, la ausencia de excepción asimila el deseo y el goce a una continuidad donde no caben matices ni subjetivos, ni legales. La cabeza del legislador, en cambio, funciona con la lógica del significante, que clasifica, separa y distingue, refinamientos que en ocasiones ocultan un sadismo inconsciente. Dos lógicas encontradas, difícilmente reconciliables. El problema es que la castración de los hombres haga olvidar la otra, la que debería operar sobre un sistema que, mientras todo esto sucede, no cesa de ejercer su constante violencia: la que comercia con cualquier cosa y se alimenta de la sangre de ambos sexos. Si eso se omite, el odio de la ultraderecha encuentra la puerta abierta y contraataca. Ningún feminismo tendrá futuro duradero si desliga sus reivindicaciones de una acción política en la que los hombres también sumen su voluntad. El feminismo no sólo es un asunto de y para las mujeres, sino una fuerza de choque que forma parte de un proyecto mucho más grande. Si acaso existe una alternativa al paradigma hegemónico del padre y del capital, ningún sexo podrá conquistarlo sin el otro. La subversión del sujeto, la que aún aguarda su realización, será posible si lo es para ambos. De lo
contrario, el sistema irá generando un desbordamiento cada vez mayor del goce. Biólogos del King’s College de Londres han descubierto que las anguilas del Támesis sufren hiperactividad por consumo involuntario de cocaína. Cuando las tormentas arrecian, los sumideros se derraman en las aguas del río y arrastran los residuos de la orina humana. Ni las anguilas se salvan.
2-6-19 «El show debe continuar (y el negocio también)»
Pocas semanas atrás un vídeo adulterado mostraba a la senadora Nancy Pelosi pronunciando un discurso en un aparente estado de embriaguez. El efecto se había logrado en una forma muy sencilla, ralentizando el audio de tal modo que la voz de la senadora se oyese torpe e incoherente. De inmediato, Trump y Giuliani lo difundieron en sus cuentas de Twitter, aunque poco después el segundo lo retiró. Los vídeos falsos se están convirtiendo en un arma de destrucción masiva, mucho más poderosa que un texto o una fotografía. También los vídeos auténticos, inicialmente grabados para uso íntimo pero que pueden utilizarse para la «pornovenganza», como ha sido el caso de la joven española que acaba de suicidarse al saber que un ex-novio había enviado una grabación erótica a los 2.000 empleados de la compañía donde ella trabajaba. Es muy interesante el diálogo que tuvo lugar en la CNN entre el periodista Anderson Cooper y Monika Bickert, vicepresidenta de la compañía Facebook en asuntos de política del producto. Interrogada por Cooper sobre el motivo por el que Facebook no había retirado el vídeo de la senadora a pesar de conocer perfectamente su falsedad, la respuesta de Bickert fue clarificadora y demuestra —ya sin ninguna clase de dudas— lo que la compañía representa en la actualidad. En una exhibición indisimulada de cinismo, Bickert contestó que Facebook «no tiene una política contra la desinformación como tal», y que se limitan a «reducir drásticamente la distribución de ese contenido». Aún más asombrosa —si cabe— es la respuesta a la insistencia de Cooper: «¿Por qué mantienen ustedes un contenido a sabiendas de que es falso?». Bickert replica: «Creemos que es importante que la gente haga su propia elección informándose sobre aquello en lo que creer». Para Bickert —que en última instancia no es más que uno de los representantes visibles de la política de Facebook— todo es
contenido, y por lo tanto carece de importancia que sea verdadero, falso, tendencioso, inmoral o dañino para la convivencia humana, con tal de que «la conversación» [sic] prosiga. La «conversación» que Facebook propone es —en definitiva y como lo señala Ian Bogost en su columna del 28-5-19— una gigantesca plataforma donde los ciudadanos son en realidad marionetas que se mueven al compás de los hilos del mercado. Es importante que los psicoanalistas recordemos que la naturaleza ficcional de la verdad no puede justificar en ningún caso lo real de los actos y sus consecuencias. Mientras publico estas líneas me debato sobre mi propia implicación en lo que escribo o, mejor dicho, en este medio en el que escribo. No hay duda de que las redes sociales hacen posible una conversación, cuyas reglas son difíciles o casi imposibles de controlar. Pero si nada hace vislumbrar que los directivos a cargo de políticas consistentes en no tener política (lo cual ES una política) vayan a morirse de vergüenza, al menos los s tenemos una responsabilidad irrenunciable: conservar la decencia, aunque esté pasada de moda.
9-6-19 «Haced el amor y también la guerra. ¡Todo sin salir de casa!»
¡Ah, la seguridad! ¿Quién no la desea? En las últimas décadas se ha vuelto uno de los valores más estimados y prometidos por los discursos políticos de todos los colores y orientaciones. No es completamente cierto que las ideologías se han licuado. Al menos no tanto como parece. La ideología de la seguridad es un gran relato —tan falso como las noticias— que funciona y tiene un largo porvenir. El discurso neoliberal, que ha arrojado a tres cuartas partes de la humanidad a su suerte, se proclama como el Gran Protector que vela nuestro sueño. La seguridad va de la mano de las tecnologías de vigilancia, las que supuestamente tienen la misión de hacer el bien. Pero ¡oh, sorpresa! El asunto no es tan sencillo. Con un poco de demora —apenas dos años— se empieza a saber que en 2017 la Agencia de Seguridad Nacional (la NSA, ésa que Snowden, el tipo con cara de no romper un plato, puso patas para arriba) ha perdido el control de uno de sus juguetes favoritos: EternalBlue, el arma de ataque cibernético más
poderosa hasta entonces. Un grupo de hackers aún desconocido, The Shadow Brokers (bonito nombre para una banda de rock), la ha robado y vendido a Corea del Norte, Rusia, Irán y otros países, quienes desde entonces han lanzado docenas de atentados especialmente a ciudades americanas, pero también inglesas y alemanas. Las autoridades en Estados Unidos han ocultado y disfrazado el origen de los graves desmanes causados en empresas, control de semáforos, trenes, diques, hospitales, redes de energía eléctrica, suministro de agua y fábricas de vacunas, por mencionar tan sólo algunos de los objetivos que han sufrido golpes severos. Gracias a las filtraciones los ciudadanos comienzan a conocer la causa de todo lo que han venido padeciendo. Las nuevas guerras se librarán sin sangre ni muertos, al menos no será ésa la consecuencia inmediata, como se demostró con el ciberataque masivo que Rusia infligió a Estonia el 264-07. Estonia es el país que posee el sistema tecnológico de istración más avanzado del mundo, lo que al mismo tiempo lo convierte en el más vulnerable. La única manera en que los estonios pudieron defenderse de la acción fue desconectar de Internet a la nación entera, lo cual significó la paralización total, pero al menos evitó que sus sistemas fueran destruidos. En cuestión de horas, el Oso Ruso puso de rodillas al pequeño Estado sin disparar un solo tiro, y si no los barrieron del mapa fue porque sólo querían lanzarles un mensaje de advertencia. Los rusos estaban ofendidos por la retirada de una estatua en la ciudad de Tallin, que en su día se erigió para homenajear a un héroe del estalinismo. EternalBlue es el genio que se ha escapado de la botella y que los expertos han renunciado a volver a meter dentro. iten que eso es imposible. Estamos a punto de superar las eras de la Guerra Caliente y de la Guerra Fría. Ahora, como el trabajo remoto que se extiende cada vez más en las empresas, la guerra puede hacerse desde el sillón de casa. Se necesita un buen ordenador y algunas habilidades informáticas. Los algoritmos del malware se encargan de todo, incluso de redactar los términos de la rendición. Menos mal que nuestros gobiernos se preocupan de nosotros. Nunca nos abandonarán. ¿No es conmovedor? ¡Viva la Patria!
4-8-19 «La normal paranoia de cada día»
Victor Tausk, uno de los más brillantes discípulos de Freud, publicó en 1919 un artículo titulado «De la génesis del aparato de influencia en la esquizofrenia». Allí describía una forma de delirio psicótico en el que el paciente testimonia ser objeto del pernicioso influjo de una supuesta máquina que ejerce su acción a distancia. Como siempre, es necesaria cierta dosis de locura (a veces una sobredosis) para adelantarse al tiempo. Los esquizofrénicos de Tausk fueron auténticos visionarios, que predijeron un mundo donde la realidad y el delirio se confunden y se tornan cada vez más indiscernibles. Matrix, El show de Truman, Minority Report, fueron en su día algunas de las ficciones que ya han dejado de serlo. «Sonría, lo estamos filmando», reza un cartel a la entrada de muchos comercios para que no se nos ocurra llevarnos alguna cosita sin pagar: habremos de ser rápidamente identificados mediante un programa informático de reconocimiento facial. Todavía recuerdo cuando en los grandes almacenes Macy’s de Chicago entré con alguien del sexo femenino al probador de hombres, yo para probarme unos vaqueros, y ella para darme su opinión. Un minuto después, una voz masculina salida de un imperceptible altavoz disimulado en el techo nos advirtió que la presencia de mujeres no se itía en el probador de hombres. Sólo entonces prestamos atención al cartel que informaba sobre la prohibición, con el misterioso añadido: «La empresa garantiza que los monitores conectados a las cámaras instaladas en el probador son vistos exclusivamente por personal masculino», aclaración útil incluso para despertar toda clase de fantasías lúbricas. Lo cierto es que esta curiosa anécdota encierra en el fondo la estructura del delirio y la alucinación. La voz del probador bien podría haber sido una alucinación verbal, y el sentimiento de ser observado por una cámara es un tópico clásico del delirio paranoico. Evidentemente, existe una diferencia fundamental: la certeza paranoica le atribuye al perseguidor una intención perversa y destructiva. «El Otro busca mi mal» es el lema del paranoico, la intuición mayor que rige la lógica de su pensamiento y pone al conjunto de sus acciones en estado de máxima alerta. ¿Pero hasta qué punto estas ideas son específicas de la paranoia y no comienzan a extenderse —legítimamente— como una sensación que a todos nos invade de forma paulatina? Hasta ahora, las teorías conspirativas podían clasificarse como una variante colectiva de los delirios paranoicos. Hoy en día, a la luz de lo que sabemos sobre la banca internacional, las escuchas secretas, los centros de detención clandestinos en Europa, las cuentas en Suiza, la manipulación perversa de la información falsa, la detención de capitanas de barcos que rescatan náufragos y otras curiosas revelaciones, la certidumbre de ser víctimas de una conspiración que busca
nuestro perjuicio deja de ser una ficción delirante para convertirse en prueba de inequívoca lucidez. Gracias al constante empeño de políticos, banqueros, tecnócratas, fabricantes de armas y demás instrumentos del terrorismo sociopolítico-financiero, la paranoia es ahora un estado normal del espíritu, un signo de cordura, una prueba de sano juicio, aunque ese sano juicio no sirva de nada mientras uno está haciendo la compra en un supermercado Wallmart en Texas o tomando una cerveza en un bar de Ohio. La convivencia humana y el funcionamiento de los principios democráticos sólo pueden prosperar en un espacio regido por la confianza, y la confianza consiste en itir la buena fe de aquello que no puede demostrarse de antemano porque es invisible. Quizás deberíamos reflexionar sobre cómo la realización técnica y biopolítica de un mundo sustentado en el delirio de la transparencia y la visibilidad absolutas acaba por reducir a cenizas los lazos simbólicos de la confianza, que sólo consiguen sobrevivir si itimos un límite a lo que se puede saber, si respetamos en los seres humanos el derecho a conservar aunque no sea más que una mínima porción de intimidad. La paranoia es el síntoma contemporáneo de una sociedad que ha perdido el valor de la confianza, un valor que se sostiene en un orden de la verdad que no es enteramente demostrable, ni evidente, ni asimilable a ninguna realidad empírica. El envés de esta ideología de la visibilidad (exacerbada por el paradigma tecnocientífico de que todo puede ser traído al plano de la representación, incluido el color que adopta el cerebro cuando un objeto sexual nos hace cosquillas o nos peleamos con la compañía telefónica) es el progresivo oscurecimiento del poder. A la microfísica del poder postulada por Foucault y a la era líquida diagnosticada por Bauman, deberíamos añadirles la macrofísica de la globalización, que permite a los agentes causales de la desdicha actual desaparecer por los intersticios de la web. ¿Quiénes son? ¿Dónde están? Las estrategias de ocultación y borramiento de la responsabilidad nos dejan a merced de la paranoia generalizada, que a fin de cuentas es el intento de dar contenido a nuestro sentimiento de ser objeto de una maquinación que vulnera nuestras vidas, que ofende nuestra dignidad, y que amenaza incluso la supervivencia. Y como en las malas películas, los buenos que prometían defendernos resultan ser los malos. Cada vez más malos. En la década de los setenta, las dictaduras latinoamericanas secuestraron y eliminaron a miles de personas. Ahora, en la Europa que siempre vuelve a rezumar su vieja podredumbre, nos secuestran poco a poco los derechos, la
educación, la salud y la protección de nuestros más frágiles. ¿Es necesario estar loco para deducir que alguna conspiración se ha puesto en marcha?
18-8-19 «La lista de Epstein»
Las listas son casi siempre peligrosas y no me refiero a las de la compra. Alguien puede aparecer en una lista y ni siquiera saberlo. Tal vez esté allí por error, por pura casualidad, o bien porque el que la ha confeccionado tiene alguna buena razón para incluirlo. Acaba de filtrarse la lista de os de Jeffrey Epstein, el multimillonario acusado de abuso de menores que se suicidó hace pocos días en su celda. Algunos de los amigos o conocidos de Epstein tienen hasta 12 números telefónicos. ¿Qué hacía en esa lista alguien como Elie Wiesel o Mick Jagger o Courtney Love? El príncipe Andrés también figura, aunque su presencia en la lista es más comprensible. La perversión real (me refiero a la de la realeza) le viene de cuna. Cuando uno tiene una lista tan extensa y poblada de personas sobradas de fama, poder e influencia, cree que tiene la sartén por el mango. Eso es así mientras uno tenga el mango en la mano. Si la mano resbala, las cosas pueden complicarse y la lista se vuelve en contra. De pronto, mucha gente comienza a inquietarse y haría cualquier cosa por quitarse de la lista, porque su nombre desapareciese de ella. Las triquiñuelas legales le permitieron a Epstein salir casi indemne de todas las acusaciones que fueron acumulándose contra él a lo largo de más de diez años. No está nada claro por qué la justicia americana dijo basta, y mucho menos las misteriosas razones por las que Epstein acabó suicidándose. Dicen sus allegados que la cárcel le daba pavor, y que en su mansión de Manhattan tenía un mural que lo representaba a él mismo rodeado de alambre de púa. Quería tener presente lo que le esperaría si no se andaba con un poco más de cuidado. Es pronto para asegurarlo, pero cada día parece más evidente que a su muerte lo «invitaron». Los guardianes que debían vigilarlo se quedaron dormidos, los funcionarios de la prisión determinaron que el riesgo de suicidio había pasado y una sucesión de curiosas circunstancias, errores y peripecias condujeron a que los de la lista de Epstein ahora puedan respirar aliviados. Su libreta de direcciones está en manos del FBI y los nombres no
pueden borrarse. Pero al menos alguien se encargó de que Epstein se borrase a sí mismo. No caeremos en la vulgaridad de creer que todos los ricos son perversos, ni que todos los perversos son ricos. Bien es cierto que a veces algunos ricos, asqueados de ellos mismos y de haberlo probado todo sin obtener el goce supremo al que aspiran, no se privan de atravesar cualquier barrera. No es un fenómeno nuevo, ni siquiera es sólo propio de los hombres, aunque su número es infinitamente mayor. Erzsébet Báthory, condesa húngara nacida en 1560, cometió toda clase de atrocidades con niñas entre 10 y 12 años que servían en su castillo. Aunque el número de víctimas nunca pudo ser establecido con seguridad, se cuentan por centenares. Le interesaba la sangre de las vírgenes, a la que atribuía propiedades que habrían de asegurarle una juventud eterna. Epstein no mató a ninguna de sus jovencitas ni bebió su sangre. No obstante, el fantasma en el fondo es idéntico, el que fundamenta el canibalismo: apoderarse de las virtudes del objeto. Y hay más de una forma de devorarse al otro. Si además de una lista de víctimas se cuenta también con una de amigos involucrados en el asunto, tanto mejor. Es un modo de reforzar los lazos de camaradería. Favor con favor se paga, reza el dicho, pero el dicho puede fallar si a uno le cambia la suerte y olvida que en la lista hay alguna gente que acabará sintiéndose nerviosa. Por supuesto, la verdad del caso Jeffrey Epstein jamás verá la luz, mucho menos ahora que el principal acusado ha pasado a mejor vida. Y es probable que muchas de las personas que figuran en su lista no tengan absolutamente nada que ver con los cargos que pesaban sobre él. No obstante, a partir de cierta edad conviene saber con quién uno se junta, aunque sea una sola vez en la vida, para asistir a una fiesta que ha dado en su mansión, aceptar un regalo o una plaza en un jet privado. Las listas pueden ser peligrosas. Algunas amistades también. Nunca sabremos si Jeffrey aceptó la oferta de quitarse la vida porque se sentía culpable, porque le supuso una salida honrosa, porque la idea de estar encerrado lo volvió loco o porque le ofrecieron canjear su vida por algo que podía dolerle mucho más que colgarse en la celda. En cualquier caso, hay gente a la que la castración no le entra en la cabeza, y cuando descubren que ni todo el oro del mundo puede burlarla, entonces prefieren cortar por lo sano, como quien dice… Yo, desde aquí, regalo un humilde consejo para quien quiera oírlo: por las dudas, mejor no darle el teléfono a nadie. No vaya a ser que a uno lo metan en alguna lista…
20-12-19
«Cómpreme usté el cañoncito… que no vale más que un millón»
Los países ricos fabrican armas. Los pobres las compran para matar a los suyos o a los vecinos. Los ricos también las usan, por supuesto, sólo que practican con los pobres. Está muy bien eso de prohibir las pruebas de medicamentos y cosméticos con animales. Con tanto pobre suelto no es necesario maltratar a los bichos. Se ha entendido mal la banalidad del mal. Hannah Arendt no dijo que cualquier persona es capaz de cometer cualquier atrocidad. Dijo que una atrocidad la puede cometer una persona cualquiera. El orden del razonamiento no da lo mismo. ¿Qué hay dentro de la cabeza de los representantes de las compañías que fabrican armas? Es algo bastante misterioso, porque según cuenta Arron Merat, un periodista que se infiltró en ese mundo, son tipos que sólo hablan de lo suyo con muy pocas personas y por lo general no acuden al psicoanalista. En la última DSEI, una feria bianual de venta de armamentos que se celebra en Londres pese a haber sido declarada ilegal por el Tribunal Supremo de Gran Bretaña, también rige el principio de innovación e ingenio de marketing. En el puesto de Raytheon (una empresa que fabrica un misil guiado por láser capaz de hacer picadillo todo lo que encuentra), hay un gran cartel que reza «Golpee con creatividad». ¿Por qué reservar el buen gusto y el ingenio sólo para los desfiles de modas? Una azafata vestida con un traje de camuflaje supersexi informa sobre los equipos para descontaminación de ataques químicos. No es cuestión de llenar la Feria de generales gordos cargados de medallas: un toque libidinal quita mucho dramatismo a estos negocios y mejora las ventas. Las Ferias de armas aburridas y solemnes son cosa del pasado. Si el visitante adivina cuántas balas hay en un enorme recipiente de cristal, gana un vale de 50 libras. Interrogado sobre cómo se siente al saber que las armas de su compañía han matado a 100.000 yemeníes, un ejecutivo de BAE, el mayor fabricante de armas del Reino Unido, se encoge de hombros: «Yo no he apretado el gatillo», contesta. Es cierto. Él no lo ha hecho y, conforme avanzan los inventos, es cada vez más difícil saber quién lo aprieta. Antes, esas decisiones eran más identificables, porque el gatillo se apretaba con el dedo y no con un algoritmo. El coronel Paul Tibbets lo hizo para soltar la bomba de Hiroshima y murió tranquilamente en su casa a los 92 años. Cumplía órdenes, como decía Eichmann, y como también lo dijo el pasado mes de marzo un directivo de la Junta de Exportaciones del gobierno británico que dio el visto bueno a la venta de juguetes bélicos a Arabia Saudita. Hay ideas para
todas las necesidades. La firma brasileña Cóndor vende equipos de choque eléctrico. Son para ahuyentar a los de las favelas cuando les da por bajar de los cerros y molestar a la gente honrada, explica el vendedor. Él tampoco tiene la culpa de que los pobres se pongan pesados. La vida de un vendedor de armas es tensa. Por eso, la organización de la Feria ofrece a su disposición cabinas de masajes. Una masajista opina que los cuerpos de estos tipos están bloqueados, que son una masa de contracturas musculares. Lo que más se vende en esa Feria —además de las armas, por supuesto— son amenazas. Hay que venderlas como sea, porque estimulan la demanda y hacen prosperar el negocio. Ya me lo decía mi querido Bauman: la seguridad es la industria más floreciente. Sólo hay que saber mantener un grado elevado de alerta. Por ese motivo, el terrorismo es el mejor socio del capital. Orwell escribió que el planeta Tierra era el lugar donde una civilización superior enviaba a su perturbados e incurables. Es muy posible. De hecho, mi Manicomio Global tiene un cartel de bienvenida en la puerta y un telescopio mirando el cielo, para recibir a los que vienen de fuera.
27-10-19 «¿Se acabará algún día? ¿O una fina lluvia de dólares volverá a apagarlo todo?»
América arde. Arde Santiago de Chile. Arde la furia en Bolivia, Perú, Ecuador, Haití. Y algo comienza a moverse en Estados Unidos. Toda esa agitación tiene en común el hecho de que el capitalismo avanza hacia el encuentro de su límite, lo cual no significa que vaya a suceder a corto plazo. Lacan consideró que reventaría, porque su éxito radica en la velocidad imparable de su lógica mortal. Algunos signos comienzan a vislumbrarse. Richard D. Wolff es uno de los marxistas norteamericanos más respetados, creador de Democracy at Work, una asociación sin fines de lucro que promueve cooperativas de trabajadores. Es una fórmula inusual en ese país, pero está creciendo en proporciones que hasta hace poco eran impensables. Wolff no es ingenuo. No espera que eso cambie el sistema de la noche a la mañana, pero recuerda que a lo largo de la historia el feudalismo encontró su final gracias al lento proceso de creación de comunas
fundadas por renegados que huían de la servidumbre. Lo sorprendente es que, tras años de enseñanza en la universidad, el mensaje de Wolff empieza a calar en muchos jóvenes americanos. Según un estudio de la Universidad de Harvard, más del 52% de los ciudadanos entre los 18 y los 29 años ha dejado de apoyar el sistema capitalista. Las estadísticas valen lo que valen, pero la congresista Nancy Pelosi fue interpelada por los estudiantes de esa universidad durante una conferencia y se quedó sin argumentos. No pudo improvisar una respuesta fundamentada para explicar por qué el capitalismo se afirma como si fuese un hecho de la naturaleza, cuando sobran las evidencias de que se vuelve incompatible con la vida. El farfulleo de la congresista inundó las redes sociales y no logró convencer a casi nadie. Desde 1980 el Producto Interior Bruto de todo el planeta ha crecido un 630%, y sin embargo la desigualdad, la pobreza, el hambre y el desamparo no han dejado de aumentar. Los comités ejecutivos de las grandes compañías empiezan a reunirse con Richard D. Wolff porque quieren conocer su opinión. Cada vez son más los que sospechan que, si esto no cambia, el país comenzará a romperse. En un gesto de preocupación, absolutamente torpe e inútil, muchos CEOS ceden sus bonus para que se repartan entre los empleados, una suerte de caridad desesperada ante las pruebas de que el descontento aumenta. Nadie, o casi nadie, niega los beneficios de la abundancia material, pero en las tripas de la gente emerge la náusea de un sistema que convierte en capital cualquier cosa humana y succiona la naturaleza hasta la última gota. André Ford, un estudiante de arquitectura, ha propuesto un método de crianza masiva de pollos que consiste en quitarles el córtex cerebral para que no sientan el horror de ser almacenados en granjas verticales. Para optimizar el espacio, sugiere incluso que se les corten los extremos de las patas. Gracias a esta técnica se podrían criar once pollos en el espacio que actualmente ocupan tres. Si no sucede algo rápidamente, el método se va a extender a los seres humanos. Centro de Crianza Inconsciente, lo ha bautizado Ford. Los animales están entubados para recibir la comida y el agua, y liberarlos de sus excrementos. En Essex (Reino Unido) han encontrado un camión abandonado con 39 cadáveres de chinos y vietnamitas almacenados como pollos. No hay límites, y entonces todo puede prenderse fuego. Una maravillosa y terrible colección de fotografías de Bryan Schutmaat muestra en toda su crudeza los desechos del capitalismo. Conmovedores retratos de seres que se han vuelto completamente prescindibles, rostros que reflejan el odio y el dolor. Que Joker haya creado un impacto emocional como hace mucho tiempo no producía una película, tal vez no sea ajeno a esto. De seguir así, un buen día todo se prenderá fuego. El sistema nos ha hecho creer que la violencia es la expresión de los antisociales y resentidos. Ha sido uno de los mayores triunfos del capitalismo:
diagnosticar la furia como signo de inadaptación y locura, mientras una elite se entrega a formas de sadismo cada vez más extremas que se cotizan en bolsa. Que cada uno ocupe su sitio como pollo sin cabeza y sin patas, para mejor dejarse entubar por todos los agujeros y sin posibilidad de reaccionar. El capitalismo se alimenta de sangre, pero tarde o temprano acabará recibiendo una estaca en el corazón. Quién sabe, a lo mejor terminan matándolo donde llevan más tiempo dándole de comer.
1-12-19 «Pensamientos para una Historia contada desde la otra parte»
Será sin duda una tarea titánica, pero algún día habrá que reescribir toda la historia de la humanidad desde la perspectiva ginecocéntrica y ver qué sucede. El papel de las mujeres en la civilización, el que siempre se ha mantenido en la sombra, va asomando poco a poco en las últimas décadas. No puede emerger aún con toda su fuerza, porque probablemente nos obligará a reconsiderar la mayoría de nuestras categorías, o sea, el pensamiento (si es que eso significa alguna cosa) en su conjunto. Será un cataclismo, no menos inconmensurable como el que supondría el encuentro con una civilización extraterrestre. Pero debemos afrontar eso, porque si la vida en la Tierra tiene aún alguna posibilidad de perdurar, dependerá en buena parte de que se dé completamente la vuelta al fabuloso proceso histórico por el cual el símbolo civilizatorio quedó asociado al patriarcado. Toda nuestra civilización occidental, la que tuvo su origen en la antigua Grecia, refleja la confrontación en el plano del mito entre el matriarcado originario y el ascenso final del Padre. Que el cuerpo femenino fue, entre otras muchas cosas, un factor decisivo de la política (y de la guerra, que no es otra cosa que su prolongación, Clausewitz dixit) ha dejado de ser una novedad para convertirse en una verdad que ya no puede disfrazarse más. Ahora comienza a salir a la luz una historia extraordinaria, la del papel de las mujeres en la carrera por la conquista del espacio. Durante largos años se ocultaron los resultados de los estudios de W. Randolph Lovelace, doctor en medicina por la Universidad de Harvard, considerado uno de los fundadores de la medicina aeroespacial. Lovelace fue
contratado por la NASA para iniciar unos estudios destinados a considerar quiénes estaban más capacitados para ser enviados a la primera misión espacial. ¿Los hombres o las mujeres? La superioridad física y psicológica de las mujeres como resultado de las pruebas fue tan abrumadora que la NASA y el Congreso Americano tuvieron que implementar toda clase de maniobras para ocultarlo. Los rusos, por su parte, habían llegado a la misma conclusión. Para reforzar sus deducciones, Lovelace sometió a las mujeres candidatas a tests más exigentes que aquéllos por los que tuvieron que pasar los hombres: deprivación sensorial, pruebas giroscópicas, resistencia cardíaca y otros experimentos tan extremos que los propios examinadores los interrumpían, pese a que las candidatas soportaron todo ello mucho mejor que sus colegas masculinos. Como anécdota, se menciona que Alan Shepard, uno de los primeros astronautas, apretó en casi todos los ejercicios el botón de socorro. Los resultados fueron a tal punto concluyentes que la NASA comenzó a boicotear los estudios de Lovelace y privarlo de los laboratorios de pruebas. ¿Y cuál fue el argumento por el cual la NASA, el Congreso de Estados Unidos y los órganos de poder en general (respaldados por John Glenn, quien ante el Senado declaró que «el orden social prevalente no podía aceptar mujeres en ese papel») deshizo el proyecto Woman in Space Program? La menstruación. Según los opositores, los riesgos de que el ciclo menstrual y sus concomitantes psicológicos pudieran afectar la perfecta sincronización entre las astronautas y la compleja maquinaria aeroespacial aconsejaban que las mujeres fueran apartadas del programa. Cuando en 1983 Sally Ride se convirtió en la primera mujer que realizó una misión espacial de una semana, los ingenieros encargados de preparar su equipo le preguntaron si consideraba suficiente que se incluyeran cien tampones. En sus memorias, Ride evoca con ironía «la profunda sapiencia de los ingenieros sobre el cuerpo femenino». ¡Cien tampones para una semana! Ante la respuesta de la astronauta de que esa cantidad era ridículamente exagerada, los expertos dijeron que «no querían correr riesgos». Los hombres pudieron poner hombres en la Luna. Pero todavía, por más ingenieros que sean, no tienen la menor idea de lo que es una mujer y hasta la menstruación les parece algo arriesgado. Seguramente saben más de los agujeros negros que del oscuro continente femenino, ése al que han sondeado con todos los instrumentos imaginables para llegar a las conclusiones más idiotas.
8-12-19
«¿Quién dijo que se acabaron los grandes símbolos? ¡Consígalos en Amazon!»
Soñé que inventaba un sorprendente dispositivo técnico: las Shame Glasses, las «Gafas de la Vergüenza». El funcionamiento es muy sencillo. Si de tanto en tanto alguien necesita darse un ligero baño moral para no pudrirse en el interior de los mecanismos de defensa que cada día son más indispensables para soportar la vida cotidiana, se pone esas gafas y de inmediato experimenta el primer efecto: se ruboriza ante lo que ve. Incluso —y dependiendo de lo que aparezca ante sus ojos— puede adoptar una expresión semejante a la de El grito de Munch. No estoy muy convencido de que mi invento tenga un gran éxito, pero si los que se ríen del término «neoliberalismo» lo probasen al menos una vez, sólo eso ya justificaría su fabricación. Hace pocos días el Museo Auschwitz-Birkenau se dirigió a Amazon solicitando la inmediata retirada de la venta de ciertos adornos navideños, en concreto unos simpáticos abridores de botellas, campanillas y estrellas con la imagen de la entrada al campo de concentración. Alertados por el descubrimiento, el Museo investigó un poco más y para su sorpresa encontró una toalla de playa con la misma imagen y a un precio muy asequible. De inmediato, Amazon retiró de la venta esos productos. La mayoría de la gente ignora que los artículos que esa plataforma vende son fabricados por otras compañías. Amazon es, básicamente, un gran escaparate virtual. Por ese motivo, además de muchos objetos que son ofensivos o que incluso constituyen una incitación al odio, al racismo o la discriminación, también pueden encontrarse cientos de miles de falsificaciones. Amazon tiene una firme política al respecto, pero se excusa explicando que es imposible realizar un control exhaustivo de cientos de millones de cosas cuya venta promocionan. ¿Y quién ha fabricado esos emotivos adornos navideños? Supongo que el lector ya tiene la respuesta: pequeñas empresas chinas, que probablemente no tienen la menor idea de dónde queda Auschwitz ni qué es lo que allí sucedió. Lo interesante es que aunque algunos de estos productos son fabricados con propósitos ideológicos, la mayoría se hacen siguiendo un sistema de Inteligencia Artificial que funciona de manera muy simple. Basta que un muestre algún interés en su perfil de búsqueda, para que los algoritmos se pongan en marcha y diseñen un producto que a lo mejor vende una sola unidad, o incluso ninguna. Un portavoz de Amazon explica que cientos de miles de artículos que pueden encontrarse en la plataforma en realidad no tienen ni un solo cliente, ni siquiera una reseña crítica. Alexis Madrigal, uno de los máximos expertos en tecnología
de Estados Unidos, descubrió que la misma empresa que fabricó los adornos navideños con símbolos nazis los puede entregar con la imagen de una catedral de España o una foto de los Alpes suizos. Todo da exactamente igual, puesto que de lo que se trata es de vender y los algoritmos no se andan con remilgos para cumplir su cometido. El neoliberalismo consiste en eso: que en Black Friday se puedan encontrar hornos crematorios, vibradores y Teddy Bears a precio de ganga. Todo va a parar al mismo carrito de la compra. Hace unos años, cuando tras la disolución de la URSS Gorbachov era una figura odiada en su país y se encontraba prácticamente en la pobreza, negoció con Pizza Hut un anuncio para promocionar la apertura de la primera sucursal de dicha cadena en la Plaza Roja, nada menos. Como el ex-líder político necesitaba desesperadamente fondos para mantener a su familia y a la fundación que había creado, aceptó el suculento trato que los ejecutivos de Pizza Hut le ofrecieron para hacer una publicidad en la que se le ve sentado con su nieta delante de una pizza. Las negociaciones entre la productora y Gorbachov fueron arduas y duraron casi un año. No se trataba de una discusión económica, sino de cómo iba a aparecer el famoso político. La publicidad es una obra maestra de la industria filmográfica americana y la ironía del mensaje permite sospechar que algún marxista se infiltró entre los autores del guión. Gorbachov entra al restaurante. Los comensales lo reconocen y se inicia entre ellos una acalorada discusión sobre lo que él ha hecho por los soviéticos. Al final, una voz pronuncia una sentencia que todos iten: gracias a Gorbachov, los moscovitas tienen Pizza Hut. La caída del Muro ha traído esa bendición. La compañía acabó por rendirse ante la condición que Gorbachov impuso, y que en realidad era la que más les interesaba a los ejecutivos. Se negó rotundamente a que en la filmación se le mostrase comiendo la pizza. Puede parecer un pequeño detalle sin importancia, pero para él estaba en juego su dignidad. Gorbachov seguramente no fue un santo, aunque conservaba un cierto sentido de la vergüenza. Eran otros tiempos, muy nuevos, pero todavía lejos de lo que habríamos de ver más tarde. O de no ver. Por eso, si alguien está interesado en mis Shame Glasses y desea iniciar un crowdfunding para crear una empresa, por favor que e con El Manicomio Global (https://www.youtube.com/watch?v=iKkoRd8uRsQ).
29-12-19 «La masculinidad como síntoma del malestar en la cultura»
Más allá de sus diferencias, los discursos feministas han sabido proveer una base alternativa a cómo ser mujer. Impulsaron una serie de construcciones narrativas capaces de transformar la falta de una esencia femenina en un espectro de posibilidades. Las mujeres han convertido su solidaridad universal en una fuerza que ya no va a retroceder. No hay nada semejante en el terreno de lo masculino. La masculinidad es un tópico cada vez más restringido y decadente, al extremo de confundirse en ocasiones con algo tóxico. Ser hombre es un problema. Lo ha sido siempre, sólo que ahora la presión social reprueba cada vez más su comportamiento y se inicia su impeachment. Los padres de hijos varones dudan sobre cómo criarlos y qué valores inculcarles. Los hombres que continúan adheridos rígidamente a las normas convencionales tienen grandes posibilidades de ser víctimas del elemento mortal en el que dichas normas se sostienen: la virilidad como empresa maníaca y finalmente suicida. El «privilegio» de ser hombre puede terminar siendo la tumba del privilegiado. El imaginario masculino se ha restringido de tal modo (ya no existen los valores de la camaradería, la gentileza, la virilidad noble para con el propio género y el femenino) que en la alquimia sólo queda el residuo de la violencia. No hay palabras para nombrar las escasas opciones. O se es «todo un hombre», o de lo contrario surge la sospecha de que no se es, y los que se ven forzados a entrar en la definición caricaturesca de la masculinidad sufren incluso más que aquéllos que se autorizan a sí mismos a experimentar otros comportamientos. Desde siempre, las mujeres han sido las encargadas de procesar la labor emocional de los hombres, quienes por lo general no saben hablar de sí mismos. Muchos llegan así al psicoanalista: «me ha dicho mi mujer que venga». Siempre me tomo muy en serio cuando alguien se presenta de ese modo. Es probable que su mujer tenga razón al enviarlo. En la época de Freud, las mujeres rechazaban su propia femineidad. Eso comienza a cambiar. Ellos, en cambio, siguen empantanados en la afirmación de la virilidad mediante el rechazo de lo femenino, y dan vueltas a la paradoja de someter a las mujeres mediante la fuerza o convertirse en esclavos de su satisfacción. El discurso misógino es un instrumento político de gran alcance. Trump ha sabido usarlo como nadie. «Make America Great Again» es una fórmula que triunfó debido a que se escucha allí «Make Man Great Again». Eso quedó perfectamente demostrado en su campaña y toda su primera etapa presidencial: había que dejar bien claro la supremacía masculina y devolverle al hombre su cuestionada grandeza mediante el uso de toda la artillería de obscenidades que el populacho adora. Obama no sólo fue el primer presidente negro, sino que ha respetado, aunque tímidamente, los valores que se afirman
más allá del patriarcado. Por eso Trump encontró la fórmula que ahora es ganadora. Bolsonaro es un discípulo y, en España, Vox ha hecho de la homofobia el mejor argumento para defender la unidad nacional. Es curioso cómo la sexualidad y lo político se anudan (Foucault lo anunció), y la manera en que ensalzar la heterosexualidad normativa y reaccionaria permite conquistar votos para la causa del pequeño fascista que casi todo el mundo lleva dentro.
5-1-20 «La larga sombra de la Inquisición»
¿La sexualidad es política o lo político —como la economía de mercado— puede colonizar también la sexualidad? No lo sé. Pero sí es cada vez más evidente, al menos para mí, la razón por la que un partido de ultraderecha como Vox ha subido en España de un modo que no cabía imaginar un año atrás. Mientras el resto de formaciones políticas se enreda en las mismas falacias de toda la vida, Vox ha encontrado un filón que nadie había sabido explotar hasta ahora. Más allá de los argumentos con los que presenta su programa (como se sabe, no hay programa alguno) apunta a algo muy concreto y alienta sus resonancias: el goce. Vox sólo se ocupa de eso, del goce. La unidad de España, la grandeza de la bandera, la custodia de los valores patrios y el resto de tópicos que tanto gustan en este país, son completamente secundarios. No es eso lo que les ha dado 52 diputados. Los han logrado porque tienen muy claro aquello en lo que hay que incidir: el goce. Ningún otro partido político se ocupa de proteger la heterosexualidad del macho ni de la sexualidad normativa, convertida en quintaesencia de la pureza española. Por eso han pedido a la Junta de Andalucía y a la Comunidad de Madrid la lista de todas las personas que integran los colectivos LGTBQ y que han impartido charlas sobre diversidad de género y sexualidades alternativas en colegios públicos y concertados. Quieren cazarlos a todos. El Santo Oficio nunca se fue y ahora tiene representación parlamentaria. La canallesca lucidez de Santiago Abascal, líder de Vox, consiste en tener bien claro que el goce es el secreto de las masas y que hay que encontrar los resortes adecuados para conmoverlo. A la mayoría de la gente le gustan las normas claras, no las moderneces de las minorías. Vox está decidido a combatir todo lo que comienza por «trans», es decir, está decidido a combatir casi todo, puesto
que el mundo contemporáneo ya es trans: transfigurado de cabo a rabo por las nuevas formas sintomáticas que se inventan para sobrellevar el malestar de la civilización. Vox es la reedición del Santo Oficio y Abascal el pastor que conduce a sus ovejas hacia el goce que a todos nos conviene, aquél que se somete a la «norma macho» y que de paso impedirá que España se rompa. Los 52 diputados demuestran que cada vez son más los que creen eso, eso que muchos creen que es imposible creer. El homosexual, las mujeres, los inmigrantes, son lo que el populacho necesita para exorcizar el asco de sí mismo. Hannah Arendt explicó con gran detalle esa mentalidad que atraviesa cualquier clase social. Vox es ahora el gran regulador del goce español, un Nombre del Padre feroz, de ésos que siempre gustan a las masas. Hace pocos días la madre de un niño ha denunciado a una profesora porque ésta le había puesto una bata de color rosa. El niño llevaba varios días sin traer la suya de casa y la profesora encontró en el aula una cualquiera y se la puso. La policía ha tomado declaración a la profesora. La psicosis se extiende como una mancha de petróleo en el mar. Ya hemos llegado a eso, a que la policía tome declaración a una profesora acusada por una madre loca. Vox le ha dado una definición nueva a lo políticamente correcto: el goce que debe limpiarse de toda contaminación producida por los discursos alternativos, como si el goce no naciera ya torcido, maltrecho e inconveniente, transfigurado en suma. Sacar a Franco de su tumba en el Valle de los Caídos ha sido un logro simbólico importante. Pero si acaso alguien pensaba que con eso se resolvía el franquismo genético, hecho con el ADN del Cid y la Santa Madre Iglesia, allá él. Yo no soy tan optimista.
8-3-20 «Nuestra deuda con ellas»
A Dian Fossey no la mataron los gorilas a los que se dedicó a estudiar gran parte de su vida. La mataron los hombres, los cazadores furtivos, quienes a su vez ya están muertos en ese continente en el que todo está condenado a morir: los animales, las mujeres, los niños, y también los hombres que se ocupan de poner fin a la vida. Los señores de la guerra, los niños soldado, las esclavas sexuales. Una larga cadena de muerte en la que el beneficiario acaba siendo un eslabón que tarde o temprano correrá el mismo destino. Los gorilas no suelen matar a
nadie, ni siquiera a quienes lo merecerían. Eso es potestad humana. Algunas mujeres que leen mi Manicomio Global creen que cuando digo alguna palabra sobre los hombres, caigo en la vulgaridad de identificarme al sexo que declaro. Porque ya se sabe que el sexo es simplemente eso: una declaración, como se dice de una declaración de intenciones, por ejemplo. Ellas, las que me responden con las estadísticas (como si desgraciadamente no las conociese de sobra), piensan que los hombres se han condenado a sí mismos por sus acciones y para siempre. No digo que no tengan razón. En la historia no faltan ejemplos (demasiados) que podrían demostrarlo. Por mi parte sería de mal gusto recordar que también ha existido Irma Grese. No sólo de mal gusto. Sería traicionar lo que toda mi vida he pensado sobre las mujeres. Los hombres probablemente le debemos al feminismo tanto o más que las mujeres. Ha servido, y sigue sirviendo (entre muchas otras cosas) para que la vergüenza no agonice, en un tiempo en el que nadie quiere saber mucho sobre eso. La monarquía española (no hay nada personal, podría nombrar a cualquier otra) acaba de recibir un nuevo baño excrementicio con las recientes revelaciones de que el rey emérito Juan Carlos obtuvo en 2008 un regalito de 100 millones de euros de parte de su amigo Abdullah bin Abdulaziz, entonces rey de ese Estado criminal conocido como Arabia Saudí. Los hombres se juntan con otros hombres para toda clase de cosas. A veces también para hacer algunas no tan repugnantes. Pero este 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, no voy a hacer el panegírico por lo que con toda justicia ese día tiene su razón, mientras que no la tendría un Día Internacional del Varón. Aunque en términos numéricos la proporción es la misma entre hombres y mujeres, debemos celebrar el Día de la Mujer porque sólo merece un homenaje aquello que es excepcional. La mujer, precisamente porque carece de toda esencia, es la excepción a la norma. Ella es la expresión misma de la Otredad, y en ella se condensa todo lo que los varones tienen tanta dificultad para soportar. Prefiero, para que no salgan a relucir una vez más las estadísticas, no insistir en que muchísimas mujeres tampoco soportan lo Otro. Todo depende de cómo cada uno, con independencia de su género, se coloca respecto de la universalidad y aquello que la pone en entredicho. Pero no me importa si las que cuestionan el universal son diez, o diez mil millones. Me basta con una. Una sola que diga «No» a la idea de que el mundo es uniforme ya es suficiente para que tenga su Día Internacional. A ésa, ésa que por suerte uno encuentra a cada paso y que no necesita ser heroína de nada, ni descubridora, ni inventora, ni ejecutiva, ni madre, ni amante, ni ejercitar ningún semblante en particular pero que si le da la gana puede asumirlos todos, a ésa le dedico el post
de este domingo. Sólo añado una cosa más: que todos estos homenajes, los que se habrán de multiplicar en miles de ciudades del mundo, no nos hagan olvidar que la lucha de clases no fue una alucinación pasajera de un tal Carlos Marx. Está allí, todo el tiempo, y es un arma de destrucción masiva que no perdona a nadie, ni siquiera a los que tienen aspecto de ser hombres.
22-3-20 «Google, o por qué el poder es aún más poderoso que los que creen poseerlo»
Espero no decepcionar a los que simpatizan con El Manicomio Global si hoy no digo nada sobre el coronavirus, pero en esta casa de locos siguen sucediendo cosas a pesar de la pandemia. Cuando en el año 1998 Larry Page y Sergey Brin fundaron Google, no sólo inventaron una herramienta tecnológica que fue un verdadero hito en la historia, sino que la acompañaron de una filosofía que cambió radicalmente el estilo de manejo empresarial. Probablemente uno de los lemas que más repercusión tuvo —y que sin duda atrajo a miles de ingenieros de todas partes del mundo a sumarse al proyecto— fue: «Es posible hacer dinero sin hacer el mal». Aunque pueda resultar inverosímil, la repercusión de ese lema tuvo un impacto decisivo en el espíritu de la compañía. Ser «Googley» se convirtió en un motivo de orgullo, un sentido de pertenencia, una insignia que caracterizó durante varios años un modelo de negocio y de management que prometía cambiar el modo capitalista tradicional. Se había creado una cultura que no sólo itía la participación democrática de sus empleados, sino que los estimulaba a sentirse parte de una verdadera comunidad, una gran familia en la que la palabra de cada uno tenía su lugar y su legítimo derecho a ser escuchada y atendida. Entre otras cosas, formar parte de esa familia significaba trabajar en una compañía capaz de crear extraordinarios instrumentos para mejorar la calidad de vida de la humanidad en su conjunto. Como prueba de su posición ética y de los principios en los que se apoyaba, Google hizo de la transparencia y el libre de todos los empleados a la información interna de la compañía una política que habría de convertirse en su seña de identidad. Formar parte de Google se convirtió en el
sueño de jóvenes e idealistas ingenieros dotados de un talento excepcional, motivados no sólo por las fabulosas remuneraciones salariales, sino también por la posibilidad de que el saber pudiese invertirse para hacer del mundo un lugar más amable. Parecía que por primera vez la visión de unos jóvenes emprendedores iba a hacer realidad algo hasta entonces inimaginable: la base de un estilo de negocio que no sólo redimiese la cuestionada tradición del capitalismo, sino que demostrase la posibilidad de que los intereses económicos se armonizasen con el respeto a los valores y a la dignidad de los seres humanos. Como se sabe, el crecimiento de la compañía fue un proceso sin precedentes. El número de empresas subsidiarias la convierten en un gigante económico capaz de mover cifras que superan el Producto Interior Bruto de muchos países. Pero en los últimos tiempos, las cosas comenzaron a cambiar. Uno de los chistes que más han circulado entre los empleados de la compañía es un meme que da vueltas en la red interna, donde simplemente se reproduce el característico mensaje de error que el buscador muestra cuando no puede encontrar una página: «404 Page not found» («404 La página no se encuentra»). El número 404 corresponde a un código universalmente adoptado, y el chiste se apoya en que «Page», además de ser el término inglés que significa «página», es también el apellido de Larry, uno de sus fundadores, y que estuvo prácticamente desaparecido para evitar comentarios acerca de una serie de escándalos que algunos empleados fueron descubriendo y sacado a la luz. Desde los 90 millones de dólares que la compañía entregó secretamente a Andy Rubin, un alto ejecutivo al que no tuvo más remedio que expulsar por las probadas acusaciones de acoso sexual, el proyecto Maven, una tecnología negociada con el Departamento de Defensa Americano para la utilización de drones armados y capaces de rastrear personas y vehículos sospechosos, el Proyecto Dragonfly de dotar al gobierno chino de un motor de búsqueda Google restringido según las directrices del Partido Comunista, y lo más reciente: un acuerdo secreto con el Departamento de Aduanas y Fronteras para proporcionarle una tecnología de vigilancia especialmente destinada al control de la frontera mexicana. Los ingenieros comenzaron a movilizarse, a organizar paradas en las puertas de las distintas sedes de Google en todo el mundo, a indagar en los archivos internos, a crear redes internas de comunicación e intercambio de información, y para su sorpresa descubrieron que las normas de la compañía no sólo habían cambiado, sino que lo que antes se premiaba como parte del espíritu «Googley», ahora se castigaba con los primeros despidos a los activistas más comprometidos. La compañía ha contratado los servicios de IRI Consultants, una
empresa especializada en el asesoramiento de cómo evitar la sindicalización de los empleados y de obstaculizar y desmantelar los sindicatos ya constituidos. Las nuevas directrices de la Guía Interna de Google han cambiado su espíritu: «Mientras que compartir información e ideas con los colegas ayuda a construir la comunidad, interrumpir la jornada laboral para mantener un furioso debate sobre política o historias sobre la última noticia no contribuye». Ahora (cosa impensable algunos años antes) la compañía y sus directivos se reservan el derecho de cerrar foros de debate que puedan considerarse perjudiciales para los intereses corporativos. La moraleja de la saga Google no es nada que deba atribuirse a las decisiones individuales, aunque desde luego existen personas, actores, intereses de accionistas y tentaciones políticas. Lo fundamental es comprobar una vez más que existe una lógica cuyo funcionamiento excede por completo a quienes participan en ella. Eso no exime de responsabilidades personales, por supuesto, pero al mismo tiempo nos demuestra que el poder es algo bastante más complejo que el conciliábulo de los poderosos.
8-11-20 «Hijos de Trump»
Como no soy un analista político, me sumerjo con profana curiosidad en el fascinante fenómeno de las elecciones en Estados Unidos. «La democracia americana pende de un hilo», tituló hace pocos días Umair Haque uno de sus lúcidos artículos, en el que arroja una potente luz sobre lo que sucede en ese país, o mejor dicho, lo que sucede en el mundo. Las elecciones americanas no son simplemente el síntoma de la grave enfermedad que atraviesa esa nación, una enfermedad mucho más grave que la COVID y que ha comenzado a destruir el tejido social y a generar consecuencias en todo el planeta. No se trata de la clásica afirmación de que aquello que sucede en Estados Unidos tiene repercusión en el último rincón del mundo. Mucho más que eso, estas elecciones instituyen un giro radical en la praxis política. En otras palabras, lo más aberrante se integra a la «nueva normalidad» como un hecho de naturaleza, y la desvinculación entre la ética y la política alcanza una dimensión que nos
retrotrae a la Alemania del Tercer Reich. Incluso embargado por la alegría del resultado, leo con incredulidad los datos. Trump ha obtenido cinco millones de votos más que en 2016, logrando además un notable incremento entre la población negra, hispana y femenina, a pesar de haber vomitado en sus caras. Es la tremenda constatación de que la violencia, la calumnia, la impunidad, la indecencia —que han existido siempre en el terreno político— son ahora instrumentos fundamentales de la gobernanza. La democracia ha sido sigilosamente corrompida por las formas más indignas de manipulación, hasta el extremo de que el golpe de Estado se convierte en una posibilidad latente. El golpe de Estado ya no es un ataque a la legalidad democrática que se precipita desde el exterior del sistema. Al contrario, el golpe de Estado del capitalismo moderno no sólo prescinde de la fuerza militar, sino que se apoya exclusivamente en los legítimos votantes, capaces de respaldar incluso aquello que va a conducirlos a la exclusión social, la enfermedad y la muerte. El golpe de Estado democrático es la última sofisticación del capitalismo actual que, como sabemos, posee la facultad alquímica de convertir lo más abyecto en mercancía consumible. El genio de Philip Roth lo vio con toda claridad en su novela La conjura contra América: unos Estados Unidos dominados por el nazismo. Cierto es que Hitler logró cautivar al 99% de los alemanes, pero su estrategia se basó en dirigir el odio a un sector perfectamente definido de la sociedad. Trump inauguró un modelo nuevo, según el cual la ferocidad del fanatismo se aplica a todo. Desde que saltó a la arena política, ha diseminado el odio en todas direcciones. Los judíos no apoyaron a Hitler. En estas últimas elecciones, Trump obtuvo un aumento del 12% entre los votantes negros, un 32% entre los hispanos, y un 22% entre las mujeres, respecto de lo que había obtenido en las votaciones de 2016. Un aumento en aquellos colectivos a los que se dirigió de manera despiadada, sin necesidad de emplear ningún eufemismo, llamando a cada cosa por su nombre. Los analistas políticos de todas partes tropiezan con ese misterio que la sociología, la historia y la economía juntas no consiguen resolver: la decidida voluntad que se apodera de las masas, empujadas al despedazamiento, al canibalismo y en definitiva al suicidio. El triunfo de Biden, que hoy debería celebrar el mundo entero, no significa el fin de la Hidra. Es el inicio de un nuevo juego donde se han incorporado reglas que, incluso de forma intuitiva, ciertos líderes aplican en muchos países presumiblemente democráticos: la fórmula mágica del sadismo como instrumento consentido de dominación. Un golpe de Estado democrático permite que los campos de concentración «legales» formen parte de las instituciones de control, como ha sucedido durante la istración de Trump. Millones de cuerpos exaltados y excitados por el odio se ofrecen para llevar a hombros a quien acabará por
destruirlos, una grotesca ceremonia donde se escenifica la relación erótica entre el líder y sus servidores. Millones de cuerpos que aplauden el golpe de Estado «soft» que se sirve de la tecnología de bots y de los subterfugios judiciales. Entre tanta desesperanza, este golpe hoy ha conseguido detenerse. Pero no conviene dormir la siesta. El Monstruo ha depositado sus huevos por todas partes, y hay millones de cuerpos dispuestos a darles calor y cobijo mientras dure su período de incubación. De cada uno de ellos nacerá un nuevo partidario de la crueldad, un rasgo definitorio del actual sistema operativo de las democracias. En su novela Hijos de Hombres, P.D. James también vislumbró un mundo totalitario votado libremente. Dios tendrá que expulsar primero al Demonio antes de volver a bendecir a América. Dios le ganó al Demonio allá lejos en el tiempo. Vamos a ver si lo conseguirá de nuevo.
13-12-20 «Nace una estrella»
Coco Quinn, nacida en California, tiene 12 años y pertenece a una familia de bailarines profesionales. Según las listas americanas es la niña de 12 años más famosa del país, una celebridad que ha participado en numerosos concursos y programas de televisión. Sus vídeos en TikTok tienen millones de visualizaciones en todo el mundo. Coco no es el resultado del azar ni la improvisación. Comenzó su carrera a los dos años. TikTok cimentó su fama y la elevó a la categoría de superestrella. Mientras los psicoanalistas debatimos sobre el goce de los ángeles (al menos hemos avanzado un poco respecto a la discusión sobre el sexo de dichos seres), cientos de millones de adolescentes y jóvenes de todas partes han creado un universo que prácticamente desconocemos. Muchos (me incluyo, puesto que sólo hace muy poco he comenzado a salir de mi ignorancia a este respecto) creen que TikTok es una aplicación donde encontrar y compartir vídeos más o menos graciosos o decididamente tontos que circulan por WhatsApp e Instagram. La realidad es bastante distinta. TikTok no es una aplicación ni una red social más que se añade a las ya existentes. Se trata de uno de los fenómenos más curiosos en los últimos años de Internet, que ha excedido el marco de los poderes
institucionales. Prueba de su importancia fue la amenaza de Donald Trump el pasado verano de prohibir la plataforma, con la excusa de que la acumulación de datos podía constituir un peligro para la seguridad nacional de Estados Unidos. En cierto modo no le faltaba razón. La deriva y destino de TikTok es —como todo lo que ocurre en la web— impredecible. Pero es importante comprender lo que en la actualidad significa. Una primera observación resulta elocuente: la guerra que Trump inició contra TikTok fue una respuesta al hecho de que mediante esa plataforma un grupo espontáneo de activistas, no representados por ningún grupo político y amalgamado por la oposición al peor inquilino que la Casa Blanca ha tenido en su historia, consiguió el fracaso de la reunión de campaña del presidente en Tulsa. Tiempo antes, TikTok fue adoptado como el medio favorito para la difusión del movimiento Black Lives Matter y en general por la comunidad negra en Estados Unidos. Es muy probable que el crecimiento de TikTok, cuya descarga pronto superará a la de Zoom, acabe siendo absorbida por el tragadero del capitalismo más feroz, como ya ha sucedido con Facebook (del que me ocuparé en breve). No obstante, hoy en día TikTok es una presa codiciada por múltiples compañías que conocen el tremendo movimiento que genera. Como lo sintetiza Rachel Monroe en The New York Times, «actualmente, si uno habla con un adolescente, descubre que ellos existen en un universo de entretenimiento completamente separado, en el cual son tanto los consumidores como los productores del contenido». La pandemia y el confinamiento han incrementado enormemente la atención y el interés de los jóvenes. El aislamiento provocado por la COVID-19 ha supuesto un formidable estímulo para la creación de contenidos y lanzado a la fama mundial a centenares de jóvenes en el plano artístico pero también político. Las características del algoritmo de TikTok hacen posible que alguien que carece de seguidores puede colgar un vídeo y obtener en pocas horas una repercusión imposible en otros sistemas, como Facebook o Instagram. Es una de las razones por las que TikTok se ha vuelto la favorita de la cultura afroamericana, la que a su vez le ha impuesto un carácter definido. La mayoría de los jóvenes blancos que desean triunfar en TikTok saben que la ruta más directa es asumir las formas de expresión de la comunidad negra. Probablemente esta dimensión política —desconocida para la mayoría del mundo adulto— es lo que convierte a la plataforma en un medio de acción que supera la influencia de YouTube. Los inversores y cazatalentos se han zambullido en TikTok para ofrecer contratos a quienes destacan, lo cual implica un movimiento monetario astronómico que ha requerido la intervención de asesores y abogados. Una vez más, las posibilidades de Internet han producido
una resonancia y una velocidad de transmisión que obra el sueño impensado por los padres fundadores del capitalismo: la invención de una máquina económica que puede alcanzar un éxito asombroso en la milésima parte del tiempo que era necesario en el pasado. Sólo en el año 2018 la publicidad en TikTok alcanzó la cifra de mil millones de dólares. Como sabemos, la rentabilidad económica de un medio es la mayor amenaza para la supervivencia de su espíritu originario. Ha sucedido con Google y con Facebook, y posiblemente acabe torciendo, atenuando, neutralizando su impacto político o, peor aún, convirtiéndolo en un instrumento de la ultraderecha. Pero mientras tanto, y debido a su corta existencia, nos brinda la oportunidad de asistir a un acontecimiento social protagonizado por los adolescentes y jóvenes, capaz de producir importantes efectos en lo real, y que aún no ha sido completamente alisado por la apisonadora del mercado global.
27-12-20 «Reconciliación»
Este año que se despide será recordado como uno de los más infectos de la historia. Infección de COVID, de políticos, de reyes canallas, de profetas, de periodistas sicarios. Los ha habido mucho peores, sin duda, años en los que millones de seres humanos murieron por la infamia de otros tantos, y no por culpa de un virus. Los virus, al menos, son inocentes. Pura vida en su ciego empeño de perpetuarse, sin propósito alguno que no sea el de durar. Sólo al ser humano le ha sido concedida la gracia de matar para ni siquiera vivir. Tal vez la vacuna nos libre de esta plaga hasta que venga la próxima, pero no nos librará de la peste que somos para nosotros mismos. Para acabar con ésa nos bastamos solos. Venimos haciéndolo desde el pozo de la Historia con un éxito relativo, porque a pesar de los esfuerzos que ponemos no logramos eliminarnos del todo, y uno se pregunta si eso debe considerarse un logro o un rotundo fracaso. Profeso una nauseosa aversión hacia lo que se conoce como «pensamiento positivo», el management de optimización empresarial aplicado a la conducta humana. El pensamiento positivo es una doctrina que guarda una crueldad latente, como todo lo que se ha inventado para formatear la vida conforme al
espíritu del libre mercado: «Sonríe. No nos jodas la cadena de producción». Sin embargo, no voy a decir adiós a este 2020 sin evocar unas historias por las que, a pesar de tanta vergüenza, todavía no merezcamos un nuevo Diluvio. Dios metió la pata aquella vez: hizo subir a la familia de Noé en el arca. Esperemos que si se le vuelve a ocurrir no invite a Elon Musk, que quiere llevarnos a Marte. Historias, decía, como por ejemplo una de las últimas: la ley de eutanasia aprobada por el gobierno de España, un verdadero homenaje a la dignidad. Por supuesto, ya sabemos que está levantando ampollas entre las huestes de las almas puras, ésas que practican el sadismo cotidiano amparándose en un Dios en el que ni siquiera creen. O la historia de Miriam Rodríguez, una mexicana que armada con todo el coraje que puede infundir el dolor más extremo, dedicó años de su vida, completamente sola, a perseguir y acabar con todos los que secuestraron y ejecutaron a su hija Karen de 20 años. Mi querida Carmen Botello tuvo la valentía de epilogar su novela Un perro en las nubes con esta frase de Marlen Haushofer, una escritora austríaca que escribió: «El malestar en el que vive el hombre moderno es la tragedia silenciosa de las pérdidas de honor no vengadas. Pasar por alto y no vengar las ofensas nunca ha generado otra cosa que resentimiento. Resentimiento en ambas partes, porque quien ofende sabe lo que se merece». Hoy la venganza sólo es legítima cuando la practican los que duermen bajo el ala de una justicia que los exceptúa. Los demás carecen de cualquier honor reconocido como para que se les ita un resarcimiento. Por fortuna, de vez en cuando —tal vez no deba sorprendernos que suelan ser mujeres— alguien decide que ya está bien de tragar tanto asco y aguantar tanta impunidad. Brindo por Miriam Rodríguez, y por todos los médicos españoles que podrán regalar la verdadera vida a quienes ya no pueden con la poca que les queda. Feliz 2021.
III Entre todos la matamos y ella sola se vengó. Crónicas de la Tierra
8-8-18 «Prohibido no tirar basura»
La vieja noción marxista de «ejército de reserva», como el conjunto de almas cuya fuerza de trabajo estaba disponible para incorporarse al sistema de producción, pertenece al universo en que el Nombre del Padre mantenía aún cierto control de las reglas del juego. Porque el ejército de reserva, a pesar de su miserable condición, formaba parte del sistema, del mismo modo que aquello que se guarda en una alacena no es lo mismo que lo que se arroja a la basura. Hoy en día, el ejército de reserva ha dado paso a una inmensa población trashumante que habita el no-mundo, y cuyos continuos intentos por forzar su reingreso al sistema del que ha sido desalojada constituye un problema cada vez más complejo para los Estados, que desde hace varias décadas han dimitido de su función política para ocuparse exclusivamente de labores de gendarmería al servicio del poder financiero internacional. En un mundo donde los productores se extinguen en beneficio de un aumento exponencial de los consumidores, hay muy poca gente dispuesta a hacerse cargo de sus propios detritus. Hemos sido educados para satisfacer de forma instantánea nuestros deseos, pero nadie quiere asumir las consecuencias. Cuando los trabajadores que permanecieron en las entrañas envenenadas de la central nuclear japonesa de Fukushima intentaron regresar a sus hogares, encontraron el espantoso rechazo de sus vecinos. Algo semejante a lo que sufrieron los veteranos de Vietnam, o los supervivientes de los campos de concentración. Nadie quiere saber nada de «los mensajeros de la desgracia», como decía Bertold Brecht, una desgracia producida por esa racionalidad desligada de cualquier obstáculo moral. Lamentablemente estamos aún muy lejos de percibir en toda su magnitud de qué
modo este crecimiento insostenible de residuos humanos habrá de repercutir en el cada vez más incierto equilibrio de la vida en el planeta. Posiblemente uno de los intelectuales más lúcidos sobre este tema sea el psicólogo social Harald Welzer, que en su libro Guerras climáticas vislumbra un aumento de la violencia generada por el cambio climático, resultado a su vez de una manipulación suicida de lo real.
«El cambio climático no sólo es un asunto de política ambiental de suma urgencia, sino que al mismo tiempo constituirá el mayor desafío social de la modernidad, al amenazar las oportunidades de supervivencia de millones de personas, y obligarlas a migraciones masivas. Esto lleva a la cuestión inevitable de cómo proceder con esas masas de migrantes irregulares que ya no pueden vivir en los lugares de donde provienen, y quieren ser partícipes de las oportunidades de sobrevivencia en los países privilegiados.»
En síntesis, desde distintos ángulos y expresado a través de una multiplicidad de fenómenos, vemos que un proceso ineludible cobra una consistencia cada vez más grave: el efecto de retorno creado por la expansión irrefrenable de un discurso gobernado por la ley de «usar y tirar», una ley que se aplica a personas y cosas por igual, puesto que ambas pierden toda distinción. Pero es preciso destacar que ese discurso obtiene su efectividad al explotar un resorte inconsciente de la estructura psíquica, consistente en el hecho de que el sujeto es ante todo, en su estatuto más originario, un objeto. Un objeto del deseo del Otro, algo que puede constituirse en don, en regalo, en prueba de amor, pero también en tributo, chantaje, secuestro, manipulación, negociación, sacrificio.
16-6-19 «La inmortalidad es posible y está al alcance de cualquiera. Rebusque en la basura»
En alguna ocasión escribí acerca de Larry Smarr, un laureado científico
americano que formó parte del grupo creador de Internet. Desde hace años estudia y analiza su propia caca, de la que guarda cientos de muestras congeladas. Según parece, el saber en lo real que allí se encuentra es inagotable. El gran Larry no es el único interesado en esta materia (fecal, para ser más explícitos). No falta quien se haya animado a escribir una fabulosa historia sobre el tema, y recomiendo la apasionante lectura de The Origin of Feces. Su autor, David Waltner-Toews, empleó varios años para reconstruir los avatares de este producto a lo largo de la historia de la humanidad. Alguien que durante muchos años me confió sus pensamientos más íntimos, había diseñado en los planos de su imaginación un mundo animado por la energía que podía generarse a partir del tránsito de esa cosa tan personal. Nunca llevó a cabo su ingenioso proyecto, pero por lo visto la idea tuvo sus antecedentes en China, donde en el siglo XIX se había organizado un sistema para redirigir al campo y emplear como abono lo que de forma insostenible se acumulaba en las grandes ciudades. Mucho antes, los japoneses habían inventado el «shimogoe», cuya traducción sería algo así como «el fertilizante que proviene del fondo de la persona» (¿cómo conseguirán decir tanto en una sola palabra?), un maravilloso sistema de letrinas que almacenaban la producción transformándola en una commodity que en su época llegó a cotizarse en el mercado tanto como el oro, al punto de que robar caca estaba penado con la cárcel. Hubo un tiempo en el que al menos una parte de los humanos supieron hacer un buen uso de sus bienes corporales. Actualmente el asunto nos rebasa, y el planeta entero se ha convertido en un gigantesco «shimogoe» descontrolado, con la diferencia de que todas las campañas ecológicas y los sistemas de conciencia no alcanzan para detener la fabricación infinita de porquería. El ser hablante es la especie que secreta el mayor número de detritus, objetos que se amontonan en los vaciaderos terrestres, marítimos, incluso en los estratosféricos, aunque estos últimos sólo pueden verlos los que espían el cielo desde la NASA y otras agencias espaciales. Toda esta mierda no es biodegradable, y su esperanza de vida se acerca a la eternidad. La verdadera trascendencia no la hemos alcanzado ni con las obras del espíritu ni con las de la fe, sino con los billones de toneladas de basura que nos sobrevivirán en los próximos siglos. Quizás la inmortalidad de los desechos sea la realización incalculada de nuestro más antiguo sueño.
16-8-20 «Retrato anónimo de naturaleza muerta (más sobre amores que matan)»
Años atrás, cuando uno viajaba en coche varias horas por una carretera, tenía que parar para limpiar el cristal que se cubría de insectos muertos. Eso ya no sucede. Se conoce como el «efecto parabrisas», y es uno de los parámetros que los biólogos toman en cuenta para evaluar la agonía del planeta: un mundo donde los insectos desaparecen como resultado de varios factores, todos ellos humanos, como se podrá adivinar. Mientras la naturaleza se extingue lentamente, el amor por ella crece cada vez más, tal vez por esa misma razón. La gente siente una avidez mayor por acercase a la naturaleza, puede que para despedirse y encontrar así una comunión mística, la redención de todo el mal que le hemos causado. A partir de la época en que la naturaleza se ha integrado en Internet, el contraste entre su destrucción y el esplendor de las imágenes en las pantallas es tanto más sorprendente. Gracias a Internet, los escasos lugares donde se conserva un ápice de vida son inmediatamente geolocalizados, fotografiados y compartidos por las redes sociales, de tal modo que en poco tiempo los turistas habrán de invadirlo en manadas para hacerse selfies y demostrarse a sí mismos cuán grande es su amor por la naturaleza, contribuyendo de ese modo a matarla un poquito más. Cuando Zuckerberg anunció que se había acabado el concepto de privacidad, tal vez no supiera que eso iba a ser extensible a la naturaleza, a la que no se le permite ni un centímetro cuadrado que no se exponga a la vista. El turismo que corre a fotografiarse en la naturaleza ha crecido de forma exponencial en los últimos 20 años. Se esparcen tantas cenizas de seres amados en bosques, lagunas, ríos, que la composición química del suelo comienza a evidenciar los signos tóxicos del exceso de calcio y fósforo. Un estudio reciente ha comprobado que la lenta muerte de los arrecifes de coral se debe en parte a las miles de toneladas de protector solar que salen de los cuerpos de incontables nadadores y buceadores que quieren ver y adorar la belleza sumergida. Como lo explica Rebecca Giggs en un libro asombroso y tremendamente conmovedor (Fathoms: The World in the Whale), Internet es el nuevo hábitat de la naturaleza. Allí, todas las especies a punto de desaparecer parecen multiplicarse, y eso contribuye a que los humanos neguemos lo que está pasando, a pesar de que gracias a Internet tengamos toda la información disponible. Google 3D es una función que permite introducir objetos 3D en una fotografía o un vídeo hecho con un simple móvil. Así, en la cocina de mi casa veo nadar a un tiburón, y en la bañera tengo un oso panda que está masticando brotes de bambú. El resultado es tan impresionante que los que no conocen ese truco al principio no dan crédito a lo que están viendo. En uno de esos vídeos, mi nieto acaricia un tigre de la India. Quedan escasos ejemplares, pero ahora podemos tener todos los que queramos
con nosotros, en nuestro propio hogar. El amor por la naturaleza, que aumenta cada día más, la está matando poco a poco. Sucedió en una playa al sur de la provincia de Buenos Aires, pero podría haber ocurrido en cualquier otra parte. Un bañista encontró en la orilla un bebé vivo de delfín, de una especie llamada Franciscana, una variedad enana. Como si sacase del agua a una pequeña deidad, exhibió la preciosa y diminuta criatura en una extraña ceremonia donde centenares de personas se acercaron para adorarla, fotografiarla, y acariciarla. Por fin, al cabo de un rato, mientras el delfín agonizaba bajo las inocentes manitas de niños que con tantas caricias taparon el orificio respiratorio que tiene en la parte superior de la cabeza, la multitud se dispersó, feliz y satisfecha de conservar el recuerdo en su teléfono. Una fotografía que unas horas más tarde, tras haberla compartido, todos habrán olvidado. Como observa Rebecca Giggs en el análisis de este episodio, a nadie se le ocurrió devolver el delfín al agua. Entre todos lo mataron y él solito se murió. Imagino que muchos lectores me dirán que esto no es amor, que el amor es bueno en su esencia, como lo hicieron algunos en los comentarios a mi post anterior. Siento mucho disentir, pero no soy el único. Dos investigadores de Yale han realizado un impactante estudio sobre la crueldad que despiertan los seres adorables (https://www.scientificamerican.com/article/cuteness-inspiresaggression/). No es algo que los psicoanalistas desconozcamos. Los seres son tanto más adorables cuanto más desamparados se muestren. El desamparo del otro (humano, animal) despierta una profunda ternura, un enorme deseo de protección. Pero en el interior de ese deseo también hay un impulso muchas veces invisible y devorador que eventualmente podría despertarse. Los animales son percibidos como seres especialmente desamparados y son ahora objeto de un amor que se desborda y que quiere materializarse, objetivarse, registrarse en fotografías, documentales y visitas a los parques naturales. Como lo describe Sianne Ngai, un teórico de la cultura, lo adorable lo es mucho más cuanto más vulnerable y necesitado se nos aparezca, «y puede provocar sentimientos agresivos, deseos de control y no sólo de abrazar». «Te amo, pero porque inexplicablemente amo en ti algo más que tú… te mutilo», pronunció hace más de medio siglo Jacques Lacan a propósito del amor. Era alguien que supo darle al amor su máxima dignidad, pero que no se engañaba. En psicoanálisis, finalmente sólo nos ocupamos de eso, del amor. El problema es que nunca se lo encuentra en estado puro.
30-8-20 «El barco y el cisne»
Freud estudió los tres grandes factores que causan malestar a los seres humanos: la acción de la naturaleza, el propio cuerpo, la relación con los semejantes. A día de hoy es urgente actualizar el primero, porque la noción de naturaleza ha cambiado de manera sustancial. La naturaleza, como el ámbito de la vida material que abarca desde la partícula subatómica más elemental hasta las más lejanas galaxias, ha dejado de ser esa totalidad de la que formamos parte para convertirse en algo que no existe sin nosotros, porque nosotros estamos inmersos en ella. En todas partes hemos dejado huella de nuestro paso. Ya sea que nos sumerjamos en las profundidades del océano, o trepemos a las cumbres de las montañas más altas, allí nos encontraremos. Ya no vemos la naturaleza. Sólo podemos ver las huellas que dejamos en ella, y la hemos intervenido de tal manera que incluso en su forma de atacarnos siempre hallamos la marca humana. La marca humana está por doquier en la pandemia actual, y tal vez sea una de las razones por las que se propagan tantos delirios paranoicos sobre la fabricación intencionada del virus. Pero nos hemos olvidado de otras catástrofes, erróneamente llamadas «naturales», y la equivocación del nombre no es inocuo, porque condiciona nuestro modo de percibir —mal— las cosas. No existen catástrofes naturales, del mismo modo que no existe la naturaleza, lo cual deja el destino en nuestras manos. La gran mentira del negacionismo consiste en hacernos creer, por ejemplo, que el cambio climático es un ciclo natural, como lo fue la extinción de los dinosaurios. A partir del momento en que el hombre dejó la primera huella en la Tierra —y esa huella siempre asume la forma del detritus, de la basura, del excremento, que son nuestros avatares— ya no podemos hablar de ciclos naturales, de causas naturales, o de acciones naturales. La naturaleza es un mito antropológico fomentado por el Romanticismo para combatir la expansión de la racionalidad científica. No hay retorno a una edad de la naturaleza, porque la naturaleza ha estado siempre expulsada de sí misma por el hombre. Y si alguna vez no lo estuvo, ningún ser humano pudo comprobarlo. Sólo existen las catástrofes humanas, aunque se manifiesten como tsunamis, terremotos o huracanes. La reconstrucción de lo que ocurrió en Louisiana con el paso del Katrina en 2005 muestra con toda claridad la magnitud de una tragedia
que no tuvo nada de natural, una calamidad que obró siguiendo el curso trazado por la historia, y en el que a posteriori pudo verse cómo el legado de la esclavitud y el racismo jugó un papel trascendental. Las catástrofes naturales no existen. Sólo las catástrofes humanas, históricas, que también se producen con ayuda de las aguas, el fuego, el temblor de la tierra. «Nor forget I to sing of the wonder, the ship and the swan up my bay». «No me olvido de cantarle al prodigio del barco y el cisne en mi bahía», escribió Walt Whitman en Año de meteoros, 1859-1860. El cisne no es sin el barco. Ambos viven juntos en el poema. Los destinos del cisne y del barco están unidos. No se pueden salvar por separado.
3-1-21 «Nada es como era. Ni siquiera el Gulag»
¿Por qué los psicoanalistas, interesados en todas las variantes del malestar en la cultura, prestamos en nuestras reflexiones tan poca atención al sistemático deterioro que los humanos venimos produciendo en el planeta, así como en sus consecuencias? En su profundo ensayo El malestar en la cultura, una obra cuyas líneas principales conservan una asombrosa actualidad, Freud consideró que las fuerzas de la naturaleza pueden convertirse en una de las principales causas del infortunio que nos amenaza. En 1930, cuando el libro fue publicado, el desarrollo del capitalismo no había alcanzado aún la fase crítica de su destructividad. No era tan sencillo decir que, inversamente, los humanos somos la fuente fundamental del sufrimiento que padece la naturaleza, y que esa acción tendría efectos impredecibles. Tras una primera fase de negación, hoy casi todos los países iten la gravedad del cambio climático. Sólo un puñado de dirigentes paranoicos lo desmiente, pero no por motivos ideológicos sino por su connivencia con las grandes multinacionales, principales responsables de la catástrofe. Cada árbol que se tala en la Amazonia provoca un aumento instantáneo del saldo bancario de Bolsonaro, para tomar un ejemplo entre muchos. Así, y en un desesperado intento de despertar la conciencia del drama que ya se ha inaugurado, se nos impone el mensaje de que la Tierra se extingue. Visionarios como Elon Musk apuestan por la posibilidad de habitar otros planetas, y no es tan sencillo sonreír y pensar que se trata de la fantasía de un
loco. Sin embargo, existe otra perspectiva, que no contradice la anterior, sino que aporta una serie de variables mucho más complejas. Con el apoyo del Centro Pulitzer, The New York Times y la prestigiosa publicación ProPublica han convocado a una serie de expertos para analizar el futuro de nuestro planeta. El resultado es que antes de volar a Marte sucederán muchas cosas, algunas de las cuales ya han comenzado. Putin tuvo una verdadera clarividencia cuando hace unos años, en una reunión con su gabinete, afirmó que «un par de grados más no nos vendrían mal. Gastaríamos menos en abrigos de pieles y aumentaría la cosecha de grano». Su profecía se ha cumplido. Siberia, uno de los territorios más extensos del mundo, prácticamente despoblado e improductivo, se va calentando. Por esa razón, el grosor de la capa de permafrost ha disminuido y el terreno comienza a ser apto para la actividad agropecuaria. Todas las regiones nórdicas, como Canadá, Rusia, Suecia, Noruega y Finlandia verán aumentar de forma hasta ahora inimaginable la superficie de sus tierras propicias para la vida, la población y fundamentalmente la producción de cultivos y ganado. Rusia se convertirá en la granja más grande del planeta, capaz no sólo de alimentar a toda su población sino a una gran parte del resto del mundo. Se calcula que dentro de treinta o cuarenta años su Producto Interior Bruto se multiplicará por diez, así como la renta per cápita, convirtiéndose en la potencia económica más grande del mundo. En el año 2019 su producción de trigo se ha duplicado y es el principal exportador de soja a China, su vecino de abajo. Pero ahí no acaba la historia. Si trazásemos una línea a la altura de la frontera norte de Estados Unidos y China, todos los territorios de los cinco continentes al sur de esa línea formarán parte de las regiones en las que las temperaturas volverán muy difícil la vida, la existencia de agua potable y las posibilidades de cultivar. Por lo tanto, las corrientes migratorias hacia el norte se convertirán en un tsunami imparable. Países europeos como España e Italia se despoblarán en la mitad meridional, y la presión del norte de África para entrar a través de esos países y seguir camino hacia el frío (para entonces ya no tan frío) será imposible de contener. Lo mismo sucederá con la mitad sur de China, toda la India, Vietnam y regiones adyacentes. Se calcula que hacia el 2050 más de mil millones de personas habrán migrado hacia el norte. ¿Qué ocurrirá entonces? Los países ganadores no podrán abastecer sus necesidades de mano de obra contando sólo con su población autóctona. Deberán itir un cupo de trabajadores extranjeros que en algunos casos, como Canadá, duplicará el número de sus ciudadanos. Rusia, a su vez, necesitará muchos millones de extranjeros, provenientes en su mayoría de China, para poder sostener su producción. Mientras el sur de Europa mira para otro
lado, creyendo que esto queda muy lejos, Putin y Xi Jinping ya han firmado un acuerdo para preparar ese futuro de las próximas décadas, y como símbolo del tratado acaba de inaugurarse un gigantesco puente que cruza el río Amur, en la frontera entre China y Siberia, uniendo ambas regiones por vía terrestre. En la otra punta del globo, el sur de Argentina podría convertirse en la palanca salvadora de esa nación. Posee las condiciones para figurar entre los países ganadores, pero es una incógnita anticipar el papel que jugará la idiosincrasia de su sociedad. Es muy difícil predecir lo que todo esto significa en términos de transformación global, pero el informe alerta sobre cómo habrán de encararse las posibles respuestas sociales. Rusia es un país de larga tradición xenófoba, aunque probablemente no mucho más que cualquier otro. ¿Qué ocurrirá cuando un tercio de la población de la Federación Rusa sea de origen chino? Canadá, previsora como siempre, ya ha empezado a trabajar en el problema, convocando a sus mayores expertos en demografía, economía y geopolítica. Su población decrece, y en el 2100 los extranjeros triplicarán el número de nacionales. Ya se han puesto manos a la obra para convertir el país en un polo de atracción de la gente más capacitada de todo el mundo, e investigar la manera de mitigar los efectos sociales explosivos de un cambio de esas características. Según estos estudios, la Tierra no se extinguirá tan pronto como algunos han creído. Eso también llegará, pero antes sucederán cambios que no sólo afectarán la vida de las tortugas o los arrecifes de coral. Harald Welzer, en su libro Guerras climáticas, viene estudiando el tema desde hace mucho tiempo. La necedad de creer que las epidemias ocurren en lugares pobres y lejanos nos ha conducido a la pandemia actual. Una estupidez semejante aplicada al cambio climático podría convertir a España, por ejemplo, en un país devastado. Por lo tanto, apostar al turismo de playa y sol será, en el mediano plazo, un suicidio. La Historia, a partir de ahora, es la gran epopeya en la búsqueda del frío.
IV Realdistopik
14-8-18 «Who wants to live forever?»
La extensión de la vida biológica sería un triunfo de la pulsión de muerte, aunque pueda parecer paradójico. Dicen que las posibilidades técnicas de lograr una vida media de 150 años avanzan con una asombrosa velocidad. Si acaso fuese cierto, no se corresponde con la evolución de las condiciones políticas, sociales y económicas capaces de afrontar las consecuencias que supondría un impacto semejante. El delirio de prolongar indefinidamente la duración del organismo humano es el comienzo del fin de la especie, dado que la anulación de la muerte equivale a la eliminación misma de aquello que permite la vida de un sujeto como «ser para el deseo». Por otra parte, y si nos ceñimos estrictamente a esta técnica, es importante darnos cuenta de que ella no erradica la dimensión de la muerte. El sujeto que vamos a descongelar veinte o cincuenta años después de su crionización, no es el mismo. Es otro. El anterior ha muerto, y el nuevo no sabemos qué es. La idea de que el «software mental» puede grabarse en un disco duro para ser recuperado décadas más tarde, es una hermosa o una siniestra historia de ciencia ficción. El sujeto no es digitalizable, razón por la cual lo que se dice sobre la Inteligencia Artificial no es por ahora más que una cháchara sin sentido. Se puede crionizar el organismo, pero no al sujeto. Por la misma razón, tampoco el goce puede conservarse, dado que no es una sustancia extensa, en el sentido cartesiano, sino algo que depende del lenguaje. Por supuesto, los apóstoles de la Inteligencia Artificial tienen una idea muy restringida de lo que es el lenguaje, de allí que no consigan avanzar gran cosa (pese a las noticias que nos llegan todos los días sobre las maravillas de Siri). Las máquinas no piensan, no podrán pensar nunca como los seres hablantes, porque éstos no piensan con el cerebro. Lacan ironizaba al respecto cuando aseguraba que él pensaba con los pies. Pero
en la ironía hay una verdad: el sujeto se enreda la pata en el goce de su pensamiento y eso es imposible de trasladar a un algoritmo matemático. La inmortalidad es una pesadilla disfrazada de sueño. En una conferencia dictada en Lovaina, Lacan se mostró convencido de que uno no se angustia ante la posibilidad de la muerte, sino ante la posibilidad de que no llegue nunca. No se trataba para él de una cuestión metafísica, sino bien real. Basta con imaginarse que uno deba vivir la vida eternamente. Si se trata de una vida horrible, es evidente que la perspectiva de su infinitud resulta un espanto. Y si por el contrario es maravillosa, debe de ser terrible tanto hartazgo y no poder siquiera morirse de aburrimiento…
10-9-18 «Mística High Tech»
Mucho más que en el terreno de la ciencia, los discursos sobre la tecnología son capaces de generar un sinnúmero de metáforas delirantes. Dichas metáforas han fomentado la creación de agrupaciones identitarias, «comunidades de goce» que hacen de la fetichización de la tecnología el basamento de una prédica mística. Esto puede explicarse, en parte, porque las tecnologías alcanzan ámbitos mucho más extendidos de la vida humana (y más próximos a las identificaciones imaginarias) que aquéllos de los que se ocupa la ciencia. Los descubrimientos científicos, con independencia de su indiscutible importancia, no logran una trascendencia pública tan impactante como las tecnologías. La ciencia es un territorio más restringido, con protocolos rigurosos y métodos que exigen innumerables puestas a prueba, mientras que las tecnologías, por su carácter más empírico y su capacidad para convertirse en una fuente exponencial de rendimiento económico, tienen una repercusión pública infinitamente mayor. Pero es probable que a ello contribuya también el hecho de que los movimientos que idolatran «La Tecnología» surgen en la estela de la descomposición y desvanecimiento de las categorías narrativas tradicionales. Así, el transhumanismo y sus inverosímiles variedades y corrientes, tienen como principio común la idea de un advenimiento tecnológico que habrá de alumbrar una nueva era en la que seremos liberados de las restricciones y debilidades de la
condición humana. Al respecto, es particularmente importante la convicción de Peter Sloterdijk quien, a la vista del fracaso del Humanismo ilustrado en su concepción del hombre, propone el empleo de la biotecnología moderna con el propósito de mejorar las condiciones morales de los seres humanos. Es sorprendente que alguien como Sloterdijk apoye la idea de que intervenir tecnológicamente en el upgrade de la humanidad podría permitir la conquista de aquellos ideales civilizatorios que fueron prometidos por la razón ilustrada y cuyo incumplimiento ha quedado plenamente demostrado. Ante el profundo desamparo existencial posmoderno, un aluvión de utopismos se propone emplear las tecnologías y sus metáforas para promover una creencia en la posibilidad de que la relación sexual logre por fin escribirse. El ejemplo más perfecto, en ese sentido, es la convicción delirante del posgenerismo, que aboga por la erradicación del género mediante manipulación genética y el remplazo de la reproducción natural por métodos exclusivamente artificiales. ¿Qué mejor manera de hacer existir la relación sexual que promover su absoluta eliminación? Vale la pena citar aquí la brillante observación de Dale Carrico: «La tecnología no es intrínsecamente emancipatoria —no es intrínsecamente nada—. Las técnicas y los artefactos se convierten en emancipatorios sólo cuando son adoptados por gente que se organiza para asegurar resultados emancipatorios. Las mismas técnicas de reasignación de género que le otorgan poderes a una persona transexual informada y que ha consentido, pueden servir para coaccionar a un niño intersexual de forma catastrófica». A ello cabe añadir que los resultados emancipatorios son difíciles de asegurar, y la historia de los experimentos libertarios arroja con desagradable frecuencia un saldo bastante diferente al de los principios que los pusieron en marcha. El error de Sloterdijk, como el de otros pensadores, consiste en creer que el fracaso de los ideales ilustrados puede resolverse mediante «parches» que resuelvan los «fallos» de la condición del ser hablante. Utilizando los recursos de la nanotecnología y la ingeniería genética, un cerebro mejor conectado podría erradicar las tendencias tanáticas, la agresividad, y todas aquellas conductas que nos alejan del bien. El psicoanálisis es en ese sentido bastante menos ingenuo. Sin desconocer la necesidad de intervenir en el campo del goce, no se propone salvar la herida de la división del sujeto, sino por el contrario demostrar su incurabilidad, dándole al analizante la oportunidad de encontrar un síntoma menos idiota con el que afrontar su existencia.
7-1-19 «Creced y multiplicaos»
La incertidumbre que el nuevo milenio ha traído consigo ha dado origen a una profunda conmoción en el plano político e ideológico. Aunque las repeticiones en la historia son siempre aparentes, no cabe duda de que una mirada superficial puede advertir los signos crecientes de un proceso involutivo, caracterizado por el aumento de posiciones reaccionarias y el retroceso en materia de derechos humanos. El progreso tecnológico cuyas bondades se anuncian cotidianamente no encuentra su correlato en una mejoría de la vida social. Algunas invenciones, como el smartphone, han creado la ilusión de una «democratización» generalizada. Otras muchas, en cambio, han venido a reforzar la brecha económica que divide de forma cada vez más extrema la población del planeta. El tecnomilenarismo se propone alertar y preparar a la humanidad para el advenimiento de un cataclismo cercano, pero su filosofía en verdad encubre un fabuloso negocio que sólo estará al alcance de una minoría privilegiada. SpaceLife Origin, una compañía establecida en Holanda, ha anunciado recientemente su propósito de enviar en el año 2024 al espacio a una mujer embarazada y acompañada de un equipo médico altamente cualificado, para que dé a luz en una nave orbitando a quinientos kilómetros de altura alrededor de la Tierra. Interrogado sobre los motivos para semejante empresa, Egbert Edelbroek (uno de los ejecutivos fundadores de la compañía) argumenta que este experimento es parte del proceso de creación de una «póliza de seguro para la especie humana». Dicho experimento será precedido por otras misiones que tendrán lugar en el año 2020 bajo el nombre de Ark, de intencionadas reminiscencias bíblicas, y que en la página web de la compañía se anuncia de manera triunfal como «La suprema póliza de seguro de la humanidad». Estas misiones consisten en mantener en órbita durante décadas, en satélites acondicionados para resistir cualquier clase de ataque o daño, las «Semillas de la Vida», esperma y óvulos criogenizados que servirán para colonizar y poblar mundos futuros. El lema de SpaceLife Origin es rotundo: «La única manera de estar seguros, es prepararse para lo peor». Se aclara todo el tiempo que el feliz, precavido (y presumiblemente millonario) que se apunte a esta tranquilizadora
tecnología podrá monitorizar constantemente la posición del satélite y ver su trayectoria tanto en su teléfono móvil como en cualquier otro dispositivo de pantalla. Tampoco se especifica el destino de las semillas viajeras, tan sólo la vaga y perogrullesca afirmación de que una futura colonización de otros planetas requerirá de seres que la pueblen. Edelbroek ite que los potenciales clientes más interesados son las comunidades de «preppers» (como se denomina en inglés a los individuos obsesionados con el fin del mundo y que se preparan para ello construyendo refugios atómicos en los que atesoran agua y comida), bastante adineradas todas ellas y a las que el ejecutivo ha visitado para promocionar su negocio empresarial. Si lo que se pretende es infundir miedo, hay que itir que el eslogan «La única manera de estar seguros, es prepararse para lo peor» es realmente extraordinario. Podría servir como reclamo para una película de ciencia ficción de bajo presupuesto, aunque en realidad resulta perfectamente adecuada para cautivar la ingenuidad del espíritu americano, cuya desbordante fantasía le ha permitido a esa nación crear el verdadero «melting pot»: una mezcla incomparable de estupidez y genialidad. Aunque el proyecto SpaceLife tiene el sospechoso aspecto de ser una estafa muy bien orquestada (incluso aunque las misiones espaciales y el parto lleguen a realizarse), es probable que consiga algunos de sus propósitos. Sacudir los terrores ancestrales y apocalípticos que el iluso proyecto ilustrado creyó erradicar (pero que siguen y seguirán activos por siempre jamás) resulta actualmente mucho más sencillo que en las décadas anteriores, debido al renovado estado de precariedad existencial que el neocapitalismo ha promovido para medrar como nunca antes en su larga historia. Claro que en este caso no será Dios quien decida el Diluvio y dé las instrucciones a Noé sobre quiénes habrán de refugiarse en el Arca. La selección «natural» se hará teniendo en cuenta el saldo de las cuentas corrientes de los aspirantes a la trascendencia genética. Por si fuera poco, el dato de que la inspiración del proyecto le sobrevino a Egbert Edelbroek a partir de su notable interés por los temas de fecundidad, que lo llevaron a convertirse en un donante permanente de semen por motivos altruistas, completa el cuadro y nos devuelve una vez más a la compleja relación entre discurso tecnológico, ideología y psicosis.
13-1-19
«Voyeurismo on-line»
Jovan Hill, un joven americano negro oriundo de Texas que se declara gay, se mudó a Brooklyn tras haber abandonado la universidad. Desempleado por decisión propia, Hill costea su vida, sus gastos y la renta de su apartamento gracias al aporte económico de un buen número de seguidores (tiene 75.000) que diariamente se asoman a su vida a través de Periscope, una aplicación de streaming que permite transmitir cualquier cosa que a uno le dé la gana, desde contenidos culturales, vistas callejeras, escenas de la propia vida cotidiana, en especial las más idiotas. Todo comenzó para Jovan Hill el día que necesitaba 7.000 dólares con urgencia. Utilizando la cámara de su iPhone, transmitió sus problemas financieros en un vídeo de siete minutos y al cabo de un rato su cuenta de PayPal comenzó a recibir donaciones, desde un modesto dólar hasta algunos que le ingresaron 100. No sólo logró recaudar en unas pocas horas más de lo que necesitaba, sino que sumando su presencia en Twitter, YouTube, Instagram, Meerkat y Patreon (una aplicación especialmente diseñada para que cualquiera pueda solicitar patronazgo para su vida —en realidad un sistema de mendicidad digital—) ha logrado aumentar su audiencia a 200.000 seguidores, algunos de ellos seriamente identificados con su «causa», como Paige Wolfe (23 años), quien en su cuenta de Twitter comenta que «la única razón por la que me despierto y voy a trabajar todos los días es porque así puedo dar dinero para el alquiler de Jovan» [sic]. Algunos de sus seguidores le preguntan por qué no busca un trabajo como la mayoría de las personas y él responde que atender a su comunidad virtual y abrirle diariamente las puertas de su intimidad constituye un auténtico trabajo, tan válido como cualquier otro. Su argumento es probablemente sincero. Jovan Hill sufre un trastorno psicótico maníaco depresivo, aunque no toma medicación ni recibe al parecer ninguna clase de tratamiento psicoterapéutico. Su «empleo» de streamer, al que dedica varias horas al día retransmitiendo frente a la cámara de su iPhone un discurso completamente errático y vacío, y en el que se lo puede ver fumando marihuana, tumbado en la cama o comiendo un McDonald´s con patatas fritas, es su modo de fabricarse una vida. Como tantos otros semejantes a él, ha logrado mediante distintas aplicaciones incluidas en la categoría de «redes sociales» inventarse una existencia y un modo de subsistir bastante mejor que un gran número de trabajadores americanos. Para alguien como Jovan Hill, Internet y las aplicaciones a las que se mantiene adherido no son meros instrumentos al servicio de la vanidad imaginaria o la desfachatez. Constituyen un verdadero
enganche que le permite remendar la falla estructural de sus identificaciones simbólicas. Arrastrado por el deslizamiento metonímico y el goce desenfrenado de la lengua, pudo reducir sus ingresos hospitalarios y sustituirlos por ingresos económicos gracias a esa comunidad que se materializa a través de PayPal. Además del dinero, la mirada del Otro es tal vez para Jovan un soporte fundamental, lo que le da consistencia y sentido a una errancia que carece de historia y narrativa. Sus miles de espectadores y espónsores le han brindado la posibilidad de encontrar un escabel donde elevarse y hacer de su miseria psicótica una pequeña fortuna ordinaria que sirve para mucho más que pagar las facturas. Para el psicoanálisis, estas virtudes de las nuevas tecnologías se han convertido en un material corriente que permite comprender formas extraordinarias de sobrevivir a la locura. No obstante, no es este aspecto el que más me interesa destacar. El verdadero enigma (uno que en cierto modo podemos aproximar al misterio del funcionamiento de las masas, pese a todo lo que Freud nos reveló al respecto) es que miles de personas dediquen tiempo y a veces dinero a mirar el interior de una vida totalmente anodina, en la que nada sucede, en la que aquello que se dice carece de todo contenido y propósito, una sucesión inconexa y fragmentaria de «tomas» que retratan la ausencia completa de sentido. ¿Cuál es la satisfacción puesta en juego del lado del espectador? Porque es importante tener en cuenta que la cortina que Periscope o Meerkat descorren no nos da un a los avatares de la vida erótica de un desconocido. No es ésa la clase de intimidad en la que uno puede introducir la cabeza, porque lo que se da a ver no tiene un carácter propiamente sexual. No estamos hablando de Tinder, ni de Tumblr, ni de ninguna red social en la que el sexo ocupa un lugar primordial. Es la posibilidad de ser testigos de otra cosa. ¿Cómo concebirla? Tal vez hemos alcanzado un estado de la civilización en el que, tras el espejismo de la realidad que ya no es otra que virtual y aumentada, nos vemos asaltados por la intuición de que nuestra propia absurdidad nos aguarda, latente, agazapada, presta a darnos el zarpazo de la angustia. En el fondo, todos sentimos el horror y a la vez la fascinación de vernos reducidos a no ser más que un desecho, otro cuerpo que se desprende del sistema y cae como un peso muerto. A través de sus envolturas y atavíos imaginarios comenzamos a percibir nuestra existencia y lo que vemos se nos antoja aterradoramente vacío y solitario. Quizás por eso hacemos el experimento de asomarnos un poco a la estupidez de la vida de esos otros, incluso pagarles para que se presten a ser el espejo en el que anticipar y al mismo tiempo separarnos de aquello que finalmente somos.
27-1-19 «La verdad lleva la camisa rota»
¿Qué habrá querido decir el anónimo autor de este grafiti que fotografié a pocas calles de mi consulta? La frase es sin duda ingeniosa y posiblemente se presta a diversas interpretaciones. «Todos los billetes son falsos». Desde luego, no le falta razón. ¿Por qué el billete que el Estado emite sería más auténtico que el impreso por falsificadores? De hecho, todo el mundo sabe que cuando los billetes llamados falsos proliferan, las autoridades suelen tomar una medida bastante sencilla: simplemente los dejan circular. Es imposible retirarlos todos. Cuando una cantidad importante de dinero falso se introduce en la economía cotidiana, las implicaciones de una intervención son complejas y hasta demasiado perjudiciales. No vale la pena ponerse finos y tratar de hacer distinciones. Por otra parte, desde que el patrón oro ha desaparecido y el Estado puede en determinadas ocasiones y sin respaldo alguno imprimir la cantidad de moneda que necesita para equilibrar una coyuntura, sus billetes son tan verdaderos o tan falsos como los que se fabrican en un buen taller clandestino. Pero «Todos los billetes son falsos» dice algo más. Dice, por ejemplo, que hemos entrado definitivamente en la era en que la verdad ha perdido el esplendor de su prestigio y sus ropas lucen raídas. Dado que ya no acarrea consecuencias y cualquier cosa que se diga puede ser «editada», todos los billetes son falsos. El psicoanálisis siempre supo que la verdad no tiene garantía, pero ahora ya lo sabe hasta un niño. El velo ha caído y se puede decir lo que a uno le venga en gana. Es el descubrimiento más importante con el que se practica la realpolitik contemporánea: todos los billetes son falsos y a nadie le importa un comino. Se imprimen billetes como se imprimen noticias, se imprimen noticias como se imprimen billetes. El bitcoin es el mejor ejemplo. Es incluso un poco más avanzado que el billete, porque ni siquiera tiene rostro, el rostro de algún padre de la Patria o fundador de la Nación, de un rey o tirano con el que desde siempre se ha tratado de dar cierta dignidad a ese semblante de papel. El bitcoin, como las fake news, es inmune a la verdad. Aunque si hubiese de añadir algo a la divertida frase que llamó mi atención, diría: «No obstante, sus efectos pueden ser reales». Por lo tanto, todos los billetes son falsos… pero sus efectos nos revientan aunque no queramos darnos por enterados.
Así ha sido siempre, y así será.
10-2-19 «El trabajo os hará libres»
Que el cuerpo es un objeto, bien lo sabe el psicoanálisis desde sus orígenes. Un objeto al que se puede amar, odiar, manipular, comprar, vender, cuidar, corromper, profanar, destruir, tanto si se trata del propio como del ajeno. La obsesión por el cuerpo se ha vuelto epidémica en el microclima de Silicon Valley (que en ocasiones merecería escribirse «Sillycon», con «silly» de «tonto»). El último grito de la moda allí es el ayuno. Jack Dorsey, creador de Twitter y su actual CEO, no come ni bebe durante 22 horas al día, reservándose su pequeña dosis de calorías para la hora de la cena. Según él y muchos otros partidarios de este método, el ayuno es un extraordinario estimulante de la productividad, puesto que aumenta de manera asombrosa la capacidad de concentración y la energía de trabajo. Sus promotores se han vuelto adictos a los efectos euforizantes causados por los cuerpos cetónicos, sustancias que el organismo produce en situaciones de ayuno prolongado y que proporcionan una fuente energética excepcional al cerebro y al corazón. ¿Por qué limitarse a los dispositivos externos si el cuerpo es uno más, perfectamente manipulable de forma digital? A esto se le denomina «biohacking», y consiste en un conjunto de técnicas que combinan la bioingeniería y el tratamiento de datos obtenidos por medio del rastreo de ciertas variables orgánicas. El cuerpo no sólo es nuestro templo personal, sino un aparato más para ser optimizado desde el punto de vista de la salud, pero sobretodo para extremar su capacidad productiva. La explotación de la fuerza de trabajo (ese concepto que algunos creen obsoleto) redobla toda su vigencia en la propuesta de auto-explotación con el fin de lograr un incremento fantástico del rendimiento. Dado que el término «fast» significa en inglés tanto «ayuno» como «rápido, veloz», no es muy difícil descubrir una interesante variación de la ferocidad del superyo. La velocidad es un valor supremo para los profetas de las tecnologías. Es interesante conocer las nuevas modalidades de goce que salen de las cabezas pensantes de Silicon Valley. Uno puede privarse de comida y
paradójicamente alimentar la glotonería del superyo. No hay duda de que esta gente tiene un verdadero talento para la lógica lacaniana, y nos aporta una novedad clínica. Ahora sabemos que comiendo nada no sólo se consigue una anorexia. También podemos obtener un trabajador de alta competición.
3-3-19 «Sonido de mujer»
Es sorprendente que todavía se puedan considerar «científicas» a aquellas teorías sobre el comportamiento humano basadas en experimentos con ratones (animalitos que, por otra parte, me resultan enormemente simpáticos). Para sostener la cantidad de tonterías que a diario se difunden bajo la supuesta bendición de la ciencia, se requiere un verdadero esfuerzo de negación, de rechazo incluso, respecto de la maravillosa complejidad de la conducta humana. Veamos. Las redes sociales han hecho posible que los ciudadanos organicen campañas de peticiones, protestas, denuncias, llamamientos a la conciencia social, de toda índole. Los hashtags solicitando el boicot a la compra de productos fabricados por empresas que incumplen normas éticas (explotación, maltrato de personas y animales, perjuicio del medio ambiente, etc.) se han multiplicado tanto que podríamos pasarnos el día entero firmando peticiones. Pero lo interesante es que estas campañas no parecen acompañarse de cambios efectivos en los hábitos de compra de quienes las firman. La seducción del objeto es tan poderosa que acaba triunfando sobre la ética. Julie Irwin, profesora en la Universidad de TexasAustin, lo sintetiza de forma muy clara: «El mercado no es muy compatible con el juicio ético». Hay que reconocer que su honestidad intelectual es intachable: dedicada al estudio del impacto humano sobre el medio ambiente, confesó en una entrevista que durante un viaje descartó la oferta del «paquete verde» que su hotel le sugería, consistente en que no cambiarían sus toallas, ni sus sábanas, ni lavarían el baño, con el fin de contribuir al ahorro de agua. El conflicto humano entre el goce y los ideales éticos difícilmente pueda fundamentarse en lo que los ratones hacen con sus patitas, ni tampoco en las engañosas semejanzas entre nosotros y los primates. La asombrosa e incomparable variabilidad del objeto y
de su función en el terreno humano salta a la vista, y sólo la necedad cientificista puede cerrar los ojos a su evidencia. ¿Por qué la mayoría de los asistentes virtuales (como por ejemplo Alexa y Cortana) tienen nombres y voces de mujer? Para promocionar su dispositivo Echo, Amazon nos explica que se trata de un miembro más de la familia, pero de sexo femenino. No nos da la opción (como Siri) de elegir una voz masculina. La tendencia de los sujetos a antropomorfizar los objetos inanimados es tan antigua como la humanidad misma, sólo que en la actualidad la sofisticación técnica de los objetos favorece mucho más esa propensión. Los estudiosos no se ponen de acuerdo para responder a la pregunta por la preferencia de voces femeninas en los softwares de Inteligencia Artificial. Resulta divertido leer las distintas explicaciones, la mayoría de ellas basadas en los fantasmas de los propios investigadores («Estas cosas las diseñan hombres, y es evidente que para ellos las mujeres no somos seres humanos», opina muy convencida otra profesora americana). Lo más apasionante no es que el ser hablante pueda convertir una cosa mecánica en un objeto de goce (eso ya nos lo sabemos bastante bien) sino incluso en un objeto de amor. La película Her de Spike Jonze tuvo la virtud de demostrar que es perfectamente verosímil que uno pueda enamorarse de una voz digital. Philip K. Dick y Ray Bradbury, entre otros, lo anticiparon en sus ficciones. Pero en Her se da un paso más: ni siquiera es necesario un robot. Basta con la voz. Ya me imagino los contrargumentos de los psicólogos: los animales también pueden ser «seducidos» por un señuelo. Claro que sí. Pero, ¡ay!, eso no tiene nada que ver. El pato no sabe que el congénere que flota a su lado es de plástico o de madera. En cambio el protagonista de Her es perfectamente consciente de que el objeto de su amor no es de carne y hueso. Aún así, el milagro del amor se produce. El objeto humano, en definitiva, es un misterioso agujero en el que uno puede depositar la cosa más inaudita y variada. Me gustaría saber cómo explican eso los psicólogos, los neurocientíficos y los genetistas. ¿Estarán a punto de sacar de su chistera el gen del gadget? Probablemente. A fin de cuentas, dicen que encontraron el de Dios…
12-5-19 «Medicina exprés»
Imaginemos que hacemos la compra en uno de esos supermercados inmensos,
donde además se pueden encontrar servicios tales como la tintorería, la tienda de telefonía móvil, incluso una cafetería, una óptica y una tienda de regalos. ¿No sería práctico contar con una clínica autoservicio donde el paciente —sin necesidad de médico alguno— pudiese consultar por alguna dolencia física? Imaginemos que del mismo modo que uno saca dinero de un cajero automático siguiendo las instrucciones que aparecen en la pantalla, se sometiese a sí mismo a una batería de pruebas dirigidas mediante Inteligencia Artificial. ¡Qué ahorro de tiempo y de costos! Pues no es necesario imaginar más, ya que ¡Akos Med Clinics acaba de abrir la clínica médica del futuro! A algunos nos quedará un poco lejos, puesto que está en Arizona, pero la compañía anuncia que esto es sólo el comienzo de una gigantesca cadena que se extenderá poco a poco, dado que es el futuro y, como bien sabemos, al futuro no hay quien lo pare. O al menos es lo que piensa su CEO, orgulloso de explicar en una conferencia de prensa que gracias a estos milagrosos servicios se podrá combatir la tremenda escasez de médicos que hay en el mundo. Sin duda la gente de Akos responde a una filosofía práctica. No es cuestión de promover el aumento de médicos, que son bastante caros, cuando las máquinas los irán reemplazando poco a poco. Bien es verdad que estas tecnoclínicas tienen por ahora dos inconvenientes: requieren la contratación de un enfermero para sacar sangre (de momento no lo hace la máquina) y sólo permite atender trastornos menores, que son analizados y diagnosticados en pocos minutos. Pero eso sólo es una cuestión de tiempo, y no tardaremos en poder disfrutar de prestaciones más sofisticadas. El CEO de Akos lo ha anticipado todo, como por ejemplo que suframos un accidente cardíaco y que nuestro coche lo detecte y nos lleve directamente al hospital. Sin duda esto será técnicamente realizable en pocos años. Por ahora debemos conformarnos con que después de comprar verdura, artículos de limpieza y latas de cola, nos demos una vuelta por la tecnoclínica para que el médico virtual nos revise, todo en la misma línea de caja. El propósito de muchos ingenieros de acabar con los médicos es una corriente que avanza a medida que los cantos a la Inteligencia Artificial suenan más fuerte. Ya no se trata de que las máquinas puedan estar al servicio de las personas, sino que sencillamente comiencen a reemplazarlas. Es muy sugerente que Akos haya aprovechado para su negocio las clínicas que ya fueron construidas en la cadena de supermercados Safeway, una de las más importantes de Estados Unidos. Los inversores se han limitado a alquilar las instalaciones que hasta hace poco tiempo albergaron a Theranos, una startup que prometía la realización de centenares de análisis utilizando tan sólo una gota de sangre del paciente. Theranos llegó a valer miles de millones de dólares, hasta que un periodista de The Wall Street Journal destapó una de las más graves estafas de las últimas décadas. Todo era absolutamente falso, y
todavía la justicia americana está tratando de reconstruir cómo pudo haberse montado un negocio delictivo semejante, hecho a la luz pública de docenas de instituciones que supuestamente controlan y regulan la medicina. Tal vez lo más interesante es que, tanto en el caso de Theranos como de Akos, el consumidor se deje convencer por el argumento que más seduce al buen ciudadano embriagado por la doctrina neoliberal: la libertad. ¿Por qué debemos esperar a que un médico nos diga lo que nos pasa y nos prescriba el tratamiento? La Inteligencia Artificial nos dará a cada uno de nosotros la autonomía de tomar nuestras propias decisiones. Del mismo modo que elegimos el color de las paredes de nuestra casa, el modelo de coche o de móvil, tenemos derecho a ser dueños absolutos de nuestro cuerpo y de nuestra salud. El delirio de la libertad es una de las mayores falacias con las que se promocionan los prodigios de la Inteligencia Artificial. El psicoanálisis, que es todavía una de las escasísimas praxis que no se vale de ningún medio tecnológico, se encuentra en una verdadera encrucijada. Esa excepcionalidad puede ser su salvación y al mismo tiempo el refugio contra la tecnoideología generalizada, o por el contrario su condena. Si se pretende suplantar a los médicos, ¿por qué no habríamos de consultar con Siri sobre nuestras inhibiciones y angustias? No nos riamos, porque se nos puede congelar la sonrisa. Quién sabe cuántas maravillas nos aguardan aún…
14-7-19 «2020: Odisea en el cerebro»
Optimizar. Aumentar. Mejorar. Incrementar. Son algunos de los verbos principales del discurso que ya es interplanetario. Optimizar las empresas, aumentar la realidad, mejorar los recursos, incrementar los beneficios. Verbos que pueden emplearse para casi todo, desde la publicidad de un banco, la de un partido político, una línea de cosméticos o un gimnasio. Nos hemos habituado a estos ejemplos. Algo más inquietante es ver su aplicación a ese concepto indefinido llamado felicidad, o al de la salud, que es uno de sus parientes directos. La curiosidad humana es ilimitada. Una curiosidad paradójica, porque desde la noche de los tiempos el ser hablante da muestras de poseer una pulsión
investigadora que consiste en ver qué hay dentro de las cosas. Podemos observarla en el niño pequeño, que hurga con el dedo en todos los orificios, o desarma y rompe el juguete ya que no puede renunciar a la tentación de averiguar lo que sucede en el interior. Al mismo tiempo, esa pulsión que nos ha llevado a navegar por el espacio sideral convive con la pasión de la ignorancia: de ciertas cosas no queremos saber absolutamente nada. Así somos. El dedo busca introducirse en todos los rincones, y la curiosidad sigue un rigor lógico irrebatible: es un dedo pragmático, y en la época contemporánea no pierde el tiempo tanteando en el corazón sino en el cerebro. El cerebro es la interfaz inteligente que hará dialogar al sujeto con el sistema social, siendo este último el que ya todos conocemos. Por ese motivo, y habida cuenta de que el dedo se ha metido en el centro de la Tierra, en el fondo de los abismos oceánicos y en la inmensidad del cosmos, ahora le llega el turno al cerebro. «Neuralink» (Elon Musk) y «Kernel» (Bryan Johnson) son dos gigantescos proyectos que investigan la implantación de dispositivos digitales en el cerebro humano. Por supuesto, la justificación no puede ser más encomiable: curar el Parkinson, el Alzheimer, devolver la vista a los ciegos, el juicio a los locos y la vida a los muertos. Elon Musk (tipo ingenioso donde los haya) añade algo más: si no reaccionamos a tiempo y aumentamos las capacidades de nuestro cerebro, en breve seremos mascotas al servicio de los superordenadores programados con Inteligencia Artificial. Esto último puede sonar un tanto exagerado, aunque no es lo que más nos importa. Lo fundamental es que los dispositivos periféricos van abriéndose camino hacia el interior. El Bosco pintó hace siglos La extracción de la piedra de la locura. Por lo visto en aquella época la idea era sacar algo del cráneo, mientras que ahora se nos ocurre meterle cosas dentro. Puede ser que la posmodernidad consista simplemente en eso: un chip debajo de la duramadre. El cerebro es el último bastión, la estación final de esa Larga Marcha por el dominio biopolítico de las poblaciones. Es difícil aventurar la proporción entre beneficios y riesgos que de ello cabe esperar. Tal vez los ciegos recobren la vista y los sordos la audición, pero se impone una pregunta: cuando ese momento llegue, ¿quién decidirá lo que habrán de ver y escuchar?
8-9-19 «No es bueno que el hombre esté solo. Tampoco la mujer»
Matt McMullen y su equipo al frente de la compañía Realbotix no están muy conformes con Henry. Lo someten a un examen concienzudo, pero el pobre Henry mete la pata a cada rato. Por ejemplo, le preguntan: «¿Qué tal ha ido el día?» y él responde «Bien, cariño, pero ¿cuándo me vas a sacar a cenar fuera?». McMullen y los demás se miran y fruncen el ceño. La respuesta no es muy adecuada para ser un hombre hetero. Otras son aún peores. «Estuve comprando bragas en una tienda on-line». Algo no funciona con Henry, aunque no es culpa suya, ya que se trata de un robot que funciona con el sistema de Inteligencia Artificial de Harmony, una preciosa «robota» de la misma compañía. Henry es una especie de versión estilizada de Hulk, mezcla de granjero y tonto de pueblo, aunque esto es sólo un prejuicio personal. Desde luego, la parte supuestamente clave está muy bien hecha y puede adaptarse a las medidas deseadas por el consumidor. Para una empresa tecnológica, eso es pan comido. No está muy claro por qué Realbotix no ha dotado a Henry de un software completamente nuevo, partiendo de cero, en lugar de intentar adaptar el de Harmony. Pero a los responsables eso tampoco les preocupa demasiado. Todas estas cuestiones propias del género se solucionarán y el Henry actual podrá aprovecharse para otros gustos sexuales. Como comentan algunos, ¿por qué motivo un hombre no podría pedirle a su pareja que lo saque a cenar? ¿O comprar bragas? De todas maneras, tanto Henry como Harmony no son un gran negocio. Por ahora la gente no colapsa la página web para hacer sus pedidos. Los estudios (ya saben a qué me refiero, esos misteriosos «estudios» cuya procedencia es insondable pero que se publicitan como el non plus ultra de la estadística) indican que las aplicaciones digitales son muchísimo más atractivas desde el punto de vista sexual. Es curioso, pero el realismo parece lograrse mejor en una pantalla que con un muñeco de silicona. O tal vez no se trate de realismo, sino de que la libido humana prefiere aquello que se aparta de la realidad. Después de todo, a los marineros de antaño les entusiasmaban las sirenas por encima de cualquier otra mujer real. A los marineros actuales no lo sé, porque no tengo ocasión de analizar a ninguno. El problema no es que Henry o Harmony cuesten alrededor de 15.000 dólares — hay muchísima gente que puede darse ese capricho y más— sino que ocupan demasiado espacio. Uno no puede doblar a Harmony o a Henry y guardarlos en un cajón. Y si no se puede hacer eso, entonces el otro se convierte en un engorro cuando ya ha cumplido con su propósito, el cual —según los fabricantes— es ante todo la compañía y la conversación. Para compañía y conversación bien
puede valer un gato o un perro, incluso un loro. Si no hay más remedio y me apuran un poco, hasta una persona de carne y hueso, que también tiene sus inconvenientes y que por lo general tampoco se dobla. En cambio el mercado de aplicaciones sexuales es todavía el caballo ganador. Lil Miquela es una influencer de Instagram. Su número de seguidores es todavía pequeño, tan sólo unos dos milllones, pero para empezar no está mal. Es posible interactuar con ella, escribirle, hablarle, preguntarle toda clase de cosas, y lo más importante: es irresistiblemente sexy. A estas alturas decir que no existe no significa nada, pero hay que aclararlo de alguna manera: es un avatar digital. Lo asombroso es que sus seguidores la encuentran mucho más real que Henry o Harmony. Los robots todavía no logran simular que tienen una identidad y por eso son menos verosímiles, aunque su realismo sea cada vez más logrado. En el famoso capítulo «Vuelvo enseguida», de Black Mirror, eso es lo que finalmente falla. El marido de plástico acaba siendo terriblemente aburrido, más que el anterior. Lo mejor de este asunto es que, al menos por ahora, ninguna Inteligencia Artificial logra reproducir la estupidez real del sexo, que todo el tiempo se equivoca. Tal vez un buen desarrollo en Estupidez Artificial daría más en el clavo. El sujeto siempre yerra (o tal vez el fracasado sea el objeto), de allí que no se haya inventado nada que realmente lo satisfaga, salvo por un ratito que se evapora enseguida. No hay gran cosa nueva en el fondo, sólo que antiguamente no había tantas ofertas de entretenimiento. Los pastores de ovejas se las ingeniaban con lo que tenían a mano, porque el abanico de posibilidades era más bien escaso. Ahora las opciones son casi infinitas y todas perfectamente decepcionantes, como debe ser. Es la suerte de la que se beneficia la economía capitalista: no se puede fabricar algo cuya satisfacción dure mucho tiempo. Por eso cuando en los anuncios ponen «satisfacción garantizada», ya sabemos en qué consiste la garantía. Bueno, no todos lo saben. Hay gente más incauta que otra. Pero alguien dijo que a los que no son incautos tampoco les va mucho mejor.
22-9-19 «La empresa no se responsabiliza por los daños que pudieran producirse»
La sociedad de la transparencia es el irónico nombre que recibe el ocultamiento progresivo de las causas y de los agentes implicados en esas causas. Es la mejor
fábula del sistema político neoliberal que se extiende irremediablemente a escala planetaria y ésa es una de las mejores razones para rechazar de forma decidida la idea de que las tecnologías son ajenas a las ideologías, o que si sirven a alguna de ellas es por mera añadidura. Las tecnologías, incluso las que de forma indiscutible cumplen una noble función para la humanidad, se basan en un factor absolutamente decisivo e históricamente nuevo: la velocidad. Es la velocidad supersónica lo que está a punto de cambiarlo todo: cuando una máquina logra ejecutar una acción a tal velocidad que sólo puede estar controlada por otra máquina, se produce un salto cualitativo sin precedentes. Ahora lo fundamental no es saber si técnicamente una máquina es capaz o no de reproducir el lenguaje humano, su inteligencia y sus mecanismos más íntimos. Lo que ya se sabe a ciencia cierta es que sólo las máquinas podrán hacer ciertas cosas. Dicho de otra manera: a partir de un determinado momento de la evolución técnica, no hay elección entre el hombre o la máquina. La delegación de la decisión humana en la Inteligencia Artificial no será un asunto discutible, dado que no habrá otra opción. El ejemplo más próximo es la tecnología aplicada a la guerra. El Pentágono se ha dividido en dos fracciones. Por un lado, aquéllos que no iten una autonomía de los sistemas bélicos; por otro, quienes apuestan por una independencia que progresivamente puede convertirse en absoluta. El ser humano avanzando hacia su propia supresión. A la luz de lo que hoy en día existe en materia de ataque y defensa dirigido por computadoras, la operación en Afganistán que acabó con Bin Laden y fue telecomandada desde Estados Unidos es una reliquia del pasado. Eso mismo podría hacerse hoy sin la intervención de ningún individuo. Casi no se le dio publicidad a la conferencia internacional que las Naciones Unidas llevó a cabo en el año 2015 para debatir si el uso de robots con poder de decisión de matar vulneraba o no los derechos humanos. Más aún: ¿a quién atribuir la responsabilidad de un error? ¿Al fabricante? ¿Al programador? ¿Quién asumiría la responsabilidad legal de un ataque equivocado de robots que aniquilasen a una población civil por confundirla con un ejército enemigo? Hasta ahora, y aunque en la práctica no se haya cumplido jamás, existe un acuerdo teórico sobre los derechos humanos y su relación con el concepto de dignidad. Los robots y los drones, los barcos y submarinos sin tripulación que ya existen, los sistemas operativos autónomos capaces de ordenar acciones de ataque como respuesta a situaciones que se producen en nanosegundos, carecen por completo de cualquier noción de lo que significa la dignidad humana, el derecho a la vida y todo aquello que pese a ser papel mojado existe como marco de referencia. El discurso científico, que en su sentido moderno comienza a partir del momento en que el sujeto queda excluido de un método experimental matemáticamente estructurado, probablemente no
«imaginó» que esa exclusión podría alcanzar un cumplimiento absoluto. Todo esto acaso suene a guión de película de bajo presupuesto, pero la realidad es que no sólo existe, sino que constituye la nueva concepción de la guerra, en la que las bajas sólo serán los civiles, puesto que los soldados no serán necesarios, ni los pilotos, ni los marineros. China y Rusia ya trabajan en la perspectiva de una guerra en la que el personal militar en batalla sea completamente prescindible. La nueva Guerra Fría es la carrera por llegar primero al puesto de dominio en la tecnología bélica autónoma. Todo esto conduce al punto de partida de este comentario: el oscurecimiento de las causas y sus agentes, porque todavía son seres reales quienes están al mando de la programación de sistemas de Inteligencia Artificial con fines militares. Pero una vez que dichos sistemas se ponen en funcionamiento, los nombres de sus creadores desaparecen, los mandos se vuelven prescindibles, y la responsabilidad por las consecuencias de las acciones de las máquinas no podrán ser atribuidas a nadie. De acuerdo con las leyes de la Convención Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la ejecución de una vida sólo puede justificarse cuando es imprescindible para proteger otras vidas, cuando no existe ningún otro recurso y cuando puede aplicarse de manera proporcional a la amenaza en juego. Pero todos los expertos en ingeniería bélica concuerdan en que ningún sistema operativo autónomo puede programarse de tal modo que contemple estos tres principios. La conclusión es muy sencilla: en el fondo, no hay de qué preocuparse. Las máquinas serán en breve las encargadas de vulnerar todos los principios éticos que los humanos han violado a lo largo de su historia. No se trata de que los robots carezcan de conciencia humana, sino que no harán nada peor de lo que los humanos han llevado a cabo hasta ahora. Incluso hasta sería posible que no lo hicieran tan mal.
10-11-19 «Economía sumergida»
Las asombrosas profecías de Huxley (Un mundo feliz) y Orwell (1984) relegaron un poco al olvido La máquina del tiempo, esa maravillosa obra que Herbert George Wells publicó en 1895. Un libro que lamentablemente fue considerado como una ingeniosa y entretenida fantasía de ciencia ficción,
cuando en verdad es un estremecedor anticipo del mundo que existe en la actualidad. ¿Qué cualidades poseen aquéllos que son capaces de proyectar una visión que adelanta un siglo o más lo que va a suceder? Jack London lo hizo en 1904 con su pronóstico sobre China («The yellow peril»), en una época en la que era prácticamente imposible imaginar que el gigante asiático avanzaría hacia la conquista de la economía global. El protagonista de La máquina del tiempo viaja al futuro y descubre que la Tierra está poblada por dos razas totalmente diferentes, dos evoluciones degeneradas de los humanos: los «eloi», seres inmortales que viven en la superficie despreocupados de toda necesidad, y los «morlocks», que habitan bajo tierra, son mortales y representan a la clase trabajadora que mantiene a los que discurren por el mundo de la luz. Debido a su inmortalidad los «eloi» han perdido incluso sus propiedades sexuales, al punto de carecer de género. La dramática metáfora de los desposeídos que habitan bajo tierra se ha realizado de forma silenciosa, y sólo ahora comienza a ser lentamente conocida por la opinión pública gracias a las investigaciones de los periodistas y fotógrafos Nikita Stewart, Ryan Christopher Jones, Sergio Peçanha, Jeffrey Furticella y Josh Williams. Queens es el mayor distrito de la ciudad de Nueva York, con una población de dos millones y medio de habitantes que hablan ochocientas lenguas y dialectos. Se la considera la zona más cosmopolita y variada de todo el planeta. Con el paso de los años, los propietarios de casas han excavado sus sótanos para convertirlos en viviendas ilegales que alquilan a inmigrantes sin papeles. Espacios sin ventanas ni luz, tan ínfimos, que algunos no alcanzan la altura media de una persona y carecen de las más indispensables medidas de seguridad. En medio de conexiones eléctricas desastrosas, habitaciones sin salidas de emergencia, con camas que a menudo son compartidas por turnos y cocinas de camping alimentadas por bombonas de gas, los «morlocks» del siglo XXI habitan en una ciudad sumergida. Una suerte de siniestra Atlántida en la que se hacinan cientos de miles de personas que aportan esa mano de obra barata que mueve una parte sustanciosa de la maquinaria del mercado. Aunque las autoridades locales conocen esta situación, la magnitud de este submundo es tal que no se sabría cómo gestionar su desmantelamiento. Una nefasta complicidad entre propietarios, inquilinos y funcionarios se ha tejido de tal manera que los sin-papeles, pese a todo, han hallado en esas catacumbas una protección y un amparo. Durante el día, los inmigrantes emergen a la superficie para ocupar sus puestos a cambio de salarios de miseria que sin embargo llegan a sus países de origen como bendiciones. Por la noche, en el silencio de los sótanos apenas iluminados por las pantallas de los móviles y los televisores, un Queens
escondido cobija a quienes hacen los trabajos que los «eloi» no habrán de realizar jamás. Como lo escribió el propio Wells en su libro: «Finalmente, por encima de la superficie se encontraban los ricos, buscando el placer, el confort y la belleza, y por debajo los desposeídos, los trabajadores adaptados a las condiciones de su labor. Una vez allí, tenían que pagar un alquiler que ni siquiera les garantizaba la ventilación de sus cavernas». Ciento veinticuatro años después de que esto se escribiera, unos periodistas y fotógrafos se han subido a la Máquina del Tiempo para descubrir que Wells no estaba equivocado. ¿Cómo pudo verlo con semejante claridad este prodigioso astrónomo de la historia?
12-1-20 «El infierno somos nosotros»
El escándalo de Cambridge Analytica (la utilización de datos privados de millones de s por parte de Facebook) salió a la luz por las declaraciones de uno de sus empleados, el programador Christopher Wylie, quien comentó: «Explotamos Facebook para acceder a millones de perfiles de s. Y construimos modelos para explotar lo que sabíamos de ellos y apuntar a sus demonios internos. Ésa era la base sobre la cual la compañía se fundó». El tema vuelve a cobrar notoriedad al haberse filtrado hace pocos días más de cien mil documentos que demuestran no sólo la manipulación llevada a cabo en las elecciones pasadas en Estados Unidos, sino la que se está preparando para las próximas. Una maquinaria de desinformación fuera de control. La expresión «demonios internos» da verdaderamente en el blanco de la cuestión, y en mi último libro Inconsciente 3.0 desarrollo de diversas maneras esta fórmula. Los demonios no fueron creados por la tecnología. Ésta puede despertarlos, reforzarlos, multiplicarlos, expandirlos, explotarlos y proyectarlos en narrativas capaces de generar fenómenos de identificación colectiva. Pero los demonios estaban ya allí. No existe una determinación causal externa que convierta a alguien en proclive a la solidaridad o a la segregación, a la confianza o a la paranoia. El fantasma es una creación del sujeto, una cosmovisión personal (al estilo de la «religión privada» de la que habla Freud a propósito de la neurosis obsesiva) hecha conforme a una modalidad inconsciente de goce y con la cual interpreta el mundo y su lugar en él. La tecnología no puede «insertar» eso desde
fuera, como si se tratase de un implante. Tal vez sea posible dentro de algunos años, pero por ahora tal cosa no existe. La tecnología de la comunicación se diferencia de los clásicos métodos de evangelización, adoctrinamiento, manipulación de las conciencias y creación de adeptos a una determinada causa o fin, en el hecho de que su capacidad de alcance es prácticamente infinita, difícil de controlar y con el añadido de que puede ser puesta en marcha mediante técnicas de automatización que aseguran una reproducción viral de mensajes y noticias. Pero conviene insistir en que las redes sociales sólo pueden «fabricar» la realidad cuando consiguen alcanzar esos «demonios internos» de los que hablaba el ex-empleado de Cambridge Analytica, es decir, cuando el mensaje logra entrar en resonancia con el fantasma inconsciente y la dinámica de goce que especifica a un sujeto determinado. No olvidemos que, a pesar de su carácter singular, esa dinámica puede perfectamente ingresar en un relato colectivo y convertirse en la palanca fundamental para la creación de sentimientos de identidad y pertenencia tribal. Pero es fundamental comprender que Internet y las redes sociales no constituyen la causa de las nuevas identidades políticas y sexuales, sino que son el medio que permite propagarlas y darles un soporte mediático. Lo inédito es la velocidad, que transforma a la humanidad en una cadena significante de la que se desprenden restos convertidos en asidero de un discurso que reclama su legitimidad y su reconocimiento. Mil restos, mil identidades, mil sexualidades, mil demonios. La pluralización está a la orden del día. Es la gran oportunidad que el sistema nos brinda: dejarnos creer que cada uno puede ser amo de sí mismo y elegir libremente lo que quiere.
16-2-20 «Reencuentro»
En mi último libro Inconsciente 3.0 he dedicado algunas reflexiones sobre el empleo de las tecnologías al servicio de la renegación de la muerte. El célebre capítulo de la serie Black Mirror titulado «Vuelvo enseguida», en el que una joven mujer compra un robot para sustituir a su marido muerto, anticipó una realidad muy próxima. Desde hace algunos años existen en Internet varias plataformas que mediante el envío de fotografías, vídeos y grabaciones de voz, permiten recrear el avatar de una persona fallecida, de tal modo que sus deudos
puedan mantener una suerte de encuentro virtual. Pero la velocidad con la que avanzan los desarrollos de Inteligencia Artificial y Realidad Virtual acaban de dar un paso de gigante en la materia, y debo a una querida colega el a la noticia de un suceso verdaderamente impactante. La productora surcoreana Munhwa Broadcasting Corporation acaba de lanzar un videoclip anunciando el documental I met you (podría traducirse como «Te encontré», o incluso —dado el contexto— «Te reencontré»), que narra la historia de la señora Jang Ji-sung, quien en 2016 perdió a su hija Nayeon de siete años, víctima de una enfermedad incurable. Mediante el empleo de unas gafas y unos guantes de realidad virtual, la señora Jang se reúne con su hija en un parque al que solían ir juntas. Un actor infantil juega el papel de Nayeon, pero Jang «ve» a su propia hija, quien se le acerca, y le pregunta dónde ha estado todo ese tiempo. En un primer momento, ante el requerimiento de la niña, la señora Jang vacila unos instantes en tocarla, pero de inmediato la acaricia, mientras no para de llorar. La asombrosa realización técnica le permite a Jang experimentar esa especie de alucinación en la que consiste la vivencia de la realidad virtual. El espectador (me incluyo) no puede menos que sentir una emoción incontenible al presenciar ese encuentro entre la madre y su hija muerta, pero resucitada mediante la magia de una tecnología que es capaz de desafiar lo que no dudábamos en calificar como «El amo absoluto». Jang lleva tatuado en su cuerpo el nombre de su hija y la fecha de su nacimiento, y en su cuello un collar hecho de polvo de los huesos de Nayeon. La polémica no ha demorado ni un segundo en desatarse. ¿Cuál es el propósito de esta tecnología, aún imperfecta, pero que no tardará en alcanzar una verosimilitud imposible de distinguir de la realidad en su sentido más elemental? Algunos dicen que puede ser una herramienta sumamente útil para la elaboración de un duelo. Otros, por el contrario, opinan que este invento no sólo perpetúa la imposibilidad de cualquier resolución, sino que además constituye una industria siniestra que añade un nuevo producto a la economía emocional. Cuando Eric Clapton perdió a su hijo de cuatro años en un trágico accidente, logró rescatarse a sí mismo componiendo una de sus mejores canciones: Tears in Heaven. Sin duda, no todo el mundo tiene a su disposición un modo semejante de elaborar lo que posiblemente sea la experiencia más terrible por la que un sujeto puede atravesar: la muerte de un hijo, algo para lo que ni siquiera existe una palabra. Huérfano es aquél que ha perdido a sus padres. No hay modo de nombrar a un padre (o una madre) que ha perdido un hijo. Eso, que constituye un real de lo simbólico, es algo que el vértigo tecnológico ha detectado y se empeña en desmentir. No obstante, y antes de que los psicoanalistas nos precipitemos en extraer conclusiones sobre algunos usos de la realidad virtual, conclusiones de
las que por ahora es muy difícil desprender nuestros propios restos fantasmáticos (o nuestros prejuicios yoicos, para decirlo en términos más simples) tengamos en cuenta uno de los principios fundamentales de nuestro discurso: no confundir la ética con la moral. Es un principio nada fácil de sostener, pero para no extraviarse en el intento conviene recordar que con las tecnologías sucede algo semejante a lo que ocurre con la transferencia analítica. Se trata de percibir el uso que cada uno habrá de hacer del objeto para lograr fabricar su síntoma. El síntoma que todos y cada uno de nosotros necesita para mantenerse a flote en el litoral que une y separa el sueño y la vigilia.
26-7-20 «De amos y esclavos»
Hace pocos días alguien me anunció «la muerte del individuo». No lo escuché de boca de cualquiera, sino de uno que posee una talentosa facultad para leer la realidad entre líneas. En efecto, resulta paradójico comprobar que vivimos una era en la que el individualismo ha sido elevado a la máxima potencia, pero al mismo tiempo el individuo desaparece en el magma de un discurso corrosivo que disuelve toda diferencia. El imperativo «Sé tú mismo» —repetido hasta el hartazgo— se da de bruces contra lo que de verdad sucede: somos reducidos a un estándar, a un protocolo. La publicidad «personalizada» que recibimos como consecuencia de nuestras búsquedas en Internet, los vídeos o canciones «sugeridas» por los algoritmos de las plataformas que visitamos, son espejismos en los que solazar nuestro anhelo de ser «especiales», cuando en verdad no somos otra cosa que un número, una cifra, una unidad de cálculo. En suma, esclavos que se creen amos. Con motivo del movimiento BLM («Black Lives Matter», «Las vidas de los negros cuentan») se ha relanzado un debate iniciado hace algunos años: el empleo corriente de la metáfora «amo-esclavo» en el ámbito de la ingeniería y la informática. Los términos «amo»y «esclavo» se han usado durante décadas para referirse a un dispositivo técnico o a un proceso que controla a otro. Los profanos desconocemos, por ejemplo, que la dirección asistida de un coche integra un mecanismo que se descompone en dos elementos: uno ejercita la
orden (el «amo») y el otro ejecuta el trabajo de aplicar la fuerza necesaria para que el volante gire (el «esclavo»). Nadie había prestado atención a las connotaciones de esta metáfora hasta que el lenguaje comenzó a ser escrutado con el prisma de la corrección política. GitHub, una plataforma de desarrolladores tecnológicos que pertenece a Microsoft y que usan cincuenta millones de informáticos, ha decidido retirar la palabra «amo» del sistema de codificación. Esa medida no cuenta con el beneplácito de todos los s. Una campaña que ya ha recogido más de tres mil firmas solicita a Microsoft que no lleve a cabo ese cambio. Entre los firmantes se incluyen numerosos científicos e ingenieros negros que critican la iniciativa por atender a detalles secundarios, cuando lo que realmente importa —dicen— es el racismo que se practica en la realidad de todos los días. El primer uso registrado de esa metáfora en el ámbito técnico corresponde a David Gill, un astrónomo sudafricano que en 1904 inventó un reloj que constaba de dos elementos: un reloj de péndulo denominado «amo», y otro secundario y dependiente del primero que se nombró como «esclavo». Para colmo —y al parecer sin intención consciente alguna— Gill describió el primer componente del reloj como un «cerebro que no realizaba ningún trabajo». La polémica estalló muchos años después, con el añadido de que el movimiento LGTBIQ montó en cólera al considerar que la censura de los términos «amoesclavo» era una clara vulneración a sus derechos. ¿Quién mejor que ellos para intervenir en el debate sobre los términos «amo-esclavo», que son la esencia de una de las prácticas sexuales que forman parte de sus reivindicaciones? Los psicoanalistas, aunque de momento nos mantenemos un tanto al margen de esta polémica, tenemos en nuestro lenguaje un término que podría caer bajo el escrutinio público: los «significantes amo», aquellas palabras que desde el inconsciente ordenan y organizan el relato bajo cuyo imperio cada sujeto vive, siente y actúa. En el fondo, todos tienen razón. Las palabras nunca son inocentes, no poseen un significado unívoco, y es finalmente imposible armonizar la polifonía de resonancias personales. El lenguaje políticamente correcto choca contra la incorrección de las singularidades, las cuales a su vez claman por su inscripción en la norma. Existen varias teorías que intentan explicar la adopción de la metáfora «amoesclavo» en el ámbito de la ingeniería y la informática, todas ellas bastante poco convincentes incluso para los estudiosos en historia de la ciencia. No obstante, hay una que posee cierta gracia, al sugerir que esa metáfora traduce una inquietud que insidiosamente se apodera de quienes se dedican a la ciencia aplicada y la tecnología. ¿Hasta qué punto podrán los ingenieros y programadores seguir siendo los que ejerzan el dominio de las máquinas? El
fantasma de un mundo donde los humanos se vuelvan esclavos de sus propias invenciones ha dado argumento a innumerables relatos y películas, con la salvedad de que la distopía posee hoy un grado de verosimilitud técnica cada vez más logrado. Dicho sea de paso, la palabra «robot» proviene del checo «robotnik», que significa precisamente…esclavo. Hay quienes no dudan en asumir una gozosa esclavitud. Aunque lo viene prometiendo desde hace algún tiempo sin cumplirlo, Elon Musk parece ahora estar completamente convencido de que sólo falta un año para que su compañía Neuralink lleve a cabo el primer experimento de implantar un chip de Inteligencia Artificial en un cerebro humano. Es pronto para saber qué es lo que eso significa y cuáles serán sus consecuencias. Lo que es bastante probable es que el eslogan «Sé tú mismo» tendrá que ser sustituido por otro más adecuado.
18-10-20 «Ojos a la vuelta de la esquina»
Por motivos que pertenecen a mi inconsciente (aunque como el lector verá, quizás dentro de un tiempo no podré evitar que sean revelados), el recuerdo que más guardo de la película Blade Runner es cuando Rick Deckard (interpretado por Harrison Ford) analiza una fotografía con una «máquina Esper», un dispositivo que permitía descubrir lo que sucede fuera del campo de visión. Esa posibilidad, salida de la imaginación de Philip Dick —una de las mentes más proféticas del siglo XX— es desde hace unos años una realidad en avanzada etapa experimental. Nunca se hablará lo suficiente sobre el papel del deseo del científico en los avatares de la ciencia. Ninguna historia de los descubrimientos logra desarrollarse mucho si no cuenta con esa función fundamental y que Lacan resumió del siguiente modo: el deseo del científico es un deseo que nada quiere saber sobre su propia causa, lo cual no le impide alcanzar realizaciones fabulosas. El inconveniente es que ese rechazo a saber sobre la causa del deseo puede derivar en efectos de retorno «indeseados», que muchas veces han atormentado para el resto de sus vidas la conciencia de algunos científicos. En 2012, Antonio Torralba (español radicado en Estados Unidos e investigador
en el MIT) se hallaba de vacaciones en una playa española. Una noche le llamaron la atención unas sombras vagas en la pared de la habitación del hotel. Extrañado por no poder comprender qué era lo que las proyectaba, las observó más detenidamente. Entonces se dio cuenta de que no eran sombras, sino una tenue, casi imperceptible, imagen cabeza abajo del patio del hotel. La ventana de la habitación actuaba como una cámara estenopeica, esa cosa de nombre complicado pero que todos conocemos y hemos fabricado alguna vez en la escuela con una cajita para proyectar una imagen. A partir de ese acontecimiento azaroso, Torralba tuvo la intuición —el trance cuasi-alucinatorio que precede los grandes descubrimientos— de que el mundo está poblado de «ojos» que captan imágenes invisibles para el ojo humano, pero que pueden reconstruirse mediante el uso de alta tecnología. Cuando, por ejemplo, tomamos una fotografía de una habitación, la hoja de una planta puede reflejar algo que no se ve en la foto, pero que debidamente amplificada nos descubre qué hay al costado. Extendiendo los experimentos, Torralba y sus colegas descubrieron que filmando el suelo cercano a una esquina (de una calle, de un pasillo en un edificio o en una casa) se puede reconstruir la imagen de lo que está escondido detrás. En síntesis: una cámara que enfoque ese suelo (incluso una tan elemental como la de un smartphone) y sometida a un tratamiento muy sofisticado, puede proporcionarnos la foto de lo que se oculta a la vuelta de esa esquina. Otro descubrimiento asociado a éste e igualmente asombroso, es que las hojas de una planta o una simple bolsa vacía de patatas fritas son micrófonos que vibran de un modo imperceptible con la voz humana, incluso aunque ésta esté fuera del alcance de nuestros oídos. Debidamente grabadas y tratadas, esas vibraciones pueden reconvertirse en la voz y en lo que se ha dicho. El mundo es un prodigio de ojos y oídos naturales, y Torralba encontró el modo de acercarlos a los humanos. Según su propio testimonio, este ingeniero no tenía al comienzo ninguna idea preconcebida sobre la aplicación que podía tener su descubrimiento. No importa. DARPA (Defense Advanced Research Projects Agency), el máximo organismo de investigación militar en Estados Unidos, no tardó en encontrarle provecho para fines bélicos y de espionaje. Para empezar, en 2016 puso 27 millones de dólares para financiar una continuación de estas investigaciones. A día de hoy, lo que Philip Dick imaginó es posible: por medio de una simple fotografía hecha con una cámara común y corriente, incluso la de un teléfono, se logra identificar lo que sucede fuera del campo visual. La paranoia, en el fondo, es también una cámara estenopeica que capta y proyecta una imagen virtual de un objeto real. No es de extrañar, entonces, que la ciencia y la psicosis tengan tantos elementos comunes. Por lo tanto, tampoco debemos sorprendernos que la alta tecnología despierte susceptibilidades delirantes, tales como la teoría de que las antenas de 5G
desparraman la COVID por el mundo. Si todo esto ya no fuese suficientemente fantástico, algunos discípulos de Torralba han desarrollado un método para leer las primeras páginas de un libro que está cerrado. Interrogado sobre las consecuencias éticas de estas investigaciones (pregunta que es ya un tópico de rutina), Bill Freeman, co-investigador junto con Torralba, dio una respuesta terriblemente verdadera, demasiado verdadera: «Si tratásemos de evitar cualquier cosa que pueda derivar en un uso militar, jamás podríamos inventar nada». El Ojo Absoluto (Gérard Wajcman dixit) ve cada vez más lejos y mejor, mientras Dios hace ya mucho tiempo que decidió no hacerse responsable de la miopía de sus criaturas humanas. Personalmente, no tengo nada que reprocharle al respecto.
15-11-20 «Ponga una modelo en su vida»
Imma es una de las modelos e influencers más famosas de la actualidad. Con medio millón de seguidores en Instagram, su imagen es disputada por las grandes casas de la moda y las compañías de cosméticos. IKEA la ha contratado recientemente como anfitriona de su tienda estrella de Tokio, y un anuncio la muestra muy feliz en una vivienda totalmente equipada por la empresa sueca. También está presente en vídeos promocionales de galerías de arte, exposiciones y muchos otros eventos culturales. Su fama mediática ya es un fenómeno social, y su valor comercial se mide en miles de millones de dólares. El blog de Imma genera fabulosos ingresos en publicidad. Es bella, elegante, supersexy, y en un tiempo récord ha alcanzado una celebridad que muchas modelos sólo pudieron lograr al cabo de varios años. Seguramente la razón principal es que posee un rasgo distintivo: no es real. Imma no es una mujer de carne y hueso, sino una creación digital realizada por Aww Inc, una start-up japonesa que emplea una tecnología muy avanzada y que explica el éxito sin precedentes que ha tenido su personaje. La novedad consiste en que los seguidores no ingresan al mundo virtual de Imma, sino todo lo contrario: ella «entra» en la realidad del mundo. Mediante la realidad virtual y aumentada, podemos «ver» a Imma caminando
por las calles auténticas de Nueva York, París, Londres, Tokio, entrar en las tiendas, probarse ropa, lucir sus creaciones y sus joyas, o simplemente conversar, sentada en un plató de televisión, con Oprah Winfrey. Imma ya tiene unas cuantas rivales, y todas ellas mueven cifras que rondan los 15.000 millones de dólares en ventas. Christopher Travers, fundador de virtualhumans.org, una de las empresas más importantes dedicada a la creación de artistas, modelos e influencers digitales, explica este fenómeno con sencillez: «A largo plazo, las criaturas virtuales cuestan mucho menos que las humanas, son cien por ciento controlables, pueden estar en muchos lugares a la vez, y lo más importante: no envejecen ni mueren». Lil Miquela, una «modelo» contratada por Calvin Klein, le ha proporcionado a sus creadores unas ganancias de 12 millones de dólares en lo que va de año. Se espera muchísimo más a partir de su debut como cantante en el festival de música on-line Lollapalooza. La generación Z, que constituye el verdadero motor impulsor del éxito planetario alcanzado por estas modernas criaturas, representa un potencial de consumo de 350.000 millones de dólares sólo en Estados Unidos. La cifra mundial es sencillamente incalculable. Una vez más, Travers tiene la capacidad de resumir en una sola frase el rumbo actual de la civilización: «Los influencers virtuales son falsos, pero el potencial de negocio que generan es real». ¿Podría alguien decirlo más claro y mejor? Las criaturas digitales abren el camino hacia la progresiva familiaridad que en pocos años habremos de experimentar con los robots. Imma y sus colegas poseen la capacidad de hacer algo muy distinto a lo que hemos visto hasta ahora. Ya no somos nosotros los que a través de una pantalla atravesamos el puente que nos conduce a una escena fantástica. Al revés, los personajes digitales ingresan en nuestro mundo real, y esa diferencia les confiere una sorprendente credibilidad. En un vídeo, Seraphine patina sobre un camino al borde de la playa, sorteando a los paseantes que van y vienen. El lugar es real, el camino es real, las personas son reales. Seraphine, como un hada mágica y con su melena azul, está allí, sonriendo y hablándole a la cámara, es decir, a nosotros. Ella nos habla, y no es necesario hacer ningún esfuerzo para que resulte verosímil. Sin duda, los usos que pueden derivarse de estas tecnologías son innumerables. Más aún, categorías tales como «verdadero» y «falso» deberán ser recalculadas muy rápidamente. La famosa disquisición sobre la existencia de los unicornios se va a quedar anticuada. Por supuesto que los unicornios existen, puesto que la sola propiedad creadora de la palabra es suficiente para darles ese atributo. Pero Imma, Seraphine y sus semejantes son algo más en la ya difícil tarea de revisar nuestros criterios ontológicos, indispensable para cuando entremos definitivamente en la
era donde el mundo sea una convivencia entre humanos y robots. Una convivencia en la que habrá de ponerse a prueba las tres leyes de la robótica elaboradas por Isaac Asimov. Recomiendo la lectura de esas tres leyes que caracterizan la relación de los robots con los humanos (basta entrar en Google) y preguntarnos, al contrario, cuáles serán las leyes que regirán el comportamiento de los humanos con los robots. Según Asimov, ningún robot podrá hacer daño a un humano. No consta que el genial autor se haya atrevido a escribir la afirmación inversa.
22-11-20 «El milagro chino»
En ocasiones no alcanzo a comprender por qué tanta gente —incluido yo mismo — dedicamos tiempo a cuestionar ciertos aspectos del capitalismo. Probablemente no ha existido una época más plena de ingenio y de creatividad. Tal vez muchos me objetarán que los pitagóricos fueron superiores, que la lógica aristotélica es una muestra inigualable de genialidad, o que el Renacimiento dio a luz algunas de las creaciones artísticas y científicas más insuperables. Cierto. No obstante, me pregunto si todo aquello no es más que una pálida luz comparada con el deslumbrante fulgor que el capitalismo consigue irradiar sin decaer un solo minuto, manteniendo una curva ascendente (pese a sus reiteradas crisis) en lo que constituye su más pura esencia: vendernos algo que no necesitamos y haciéndolo de tal modo que se transmute en un deseo inagotable. La mercantilización constante de la vida cotidiana no puede lograrse mediante una sencilla estructura que consista en el juego de la oferta y la demanda. Tal vez fue así en sus inicios, algo simple basado en un nivel primario de ingenio. Pero las cosas tuvieron que perfeccionarse mucho para llegar al estado que el que actualmente nos encontramos. Pablo de Tarso, el primero y uno de los más inteligentes especialistas de marketing que jamás han existido, fue un visionario que supo pensar a lo grande. Su asombrosa perspectiva, el ambicioso objetivo que puso por delante, es un ejemplo extraordinario de cómo fundar, consolidar y mantener una compañía multinacional que ha perdurado dos mil años con incomparables dividendos, seguidores y un futuro cada vez más prometedor. Jesucristo estuvo muy bien, un alma noble como pocas, que dijo unas cuantas
verdades que no caducan, pero itamos que si un auténtico experto no hubiese tomado cartas en el asunto, probablemente su mensaje no habría llegado mucho más allá de aquellas resecas regiones por donde se paseaba con su puñado de discípulos. Con el capitalismo sucede algo semejante. Vender un objeto puede dar algunos dividendos, pero no es así como se triunfa hoy en día. No basta con meter la mano en el bolsillo de los consumidores. Una transacción de esas características es apenas un logro parcial. Los negocios requieren ahora una base operativa emocional: para llegar al dinero es indispensable golpear primero la puerta del corazón, y para que esa puerta se nos abra hay que saber hablarle al que está detrás, hay que encontrar las formas que cautivan el deseo y —más aún— lograr que cada compra esté bonificada con un cupón de goce, tan efímero que nos deje en la boca el sabor de faltarnos un poquito más. Los chinos, que por tradición cultural son apasionadamente afectos al juego, dedican muchas horas a entretenerse con plataformas digitales en las que el consumo, el entretenimiento lúdico y la socialización se han fundido hasta convertirse en una de las actividades más importantes de esa gran nación. Tomemos un ejemplo. Un inmenso portal de ventas ha creado un gatito virtual, una simpática caricatura animada a la que el «adopta», y comienza a dedicarle una parte de su tiempo y su dinero. Le compra ropa digital, juguetes, comida, y a cambio recibe un cupón. Juntando varios cupones, el gatito puede subir de categoría. Una vez logrado esto, la empresa regala otros cupones que pueden canjearse por mas objetos de consumo. Para que todo resulte aún más divertido —y por supuesto lucrativo— el tiene la opción de compartir este juego con sus amigos, invitándolos a que también compren regalos para el gatito. De esta manera se logra una animada red social en torno a la mascota y la innumerable oferta de deseos. Algunos van incluso mucho más lejos. Están tan emocionados con sus mascotas virtuales que contratan los servicios de otras empresas para fabricar enormes fotografías de los animalitos que se cuelgan en las fachadas de las casas animando a los transeúntes a unirse a la causa de jugar, comprar y ganar cupones para los gatos. Evidentemente, si esto fuese el entretenimiento de un puñado de personas extravagantes podríamos sacar una determinada conclusión. Pero cuando mil millones de personas dedican algunas horas diarias a gozar de este modo, es difícil suponer que una considerable porción de los habitantes de China son débiles mentales. No sería lógico ni prudente. Creo que es mucho más interesante estudiar esta nueva faceta del capitalismo, una de las que más avanza, y que moviliza cifras inauditas de dinero. Me refiero a la ingeniería que ha logrado captar una veta fabulosa: la infantilización del consumidor. El niño es, sin duda, un comprador potencial
fundamental, sólo que su demanda depende de la mediación del adulto. Por lo tanto, es mucho más provechoso convertir a todos los adultos en niños, pero no sólo una o dos veces al año, en Halloween o Navidad, sino todos los días. Sabrán disculparme, pero ni Pitágoras, ni Aristóteles, ni Newton, ni Jesucristo, todos ellos juntos, han logrado hacer algo semejante. Más difícil que transformar el agua en vino.
V El amor, el deseo y otras enfermedades oportunistas
16-9-18 «¿Contigo sin mí, o conmigo sin ti? That is the question»
Hoy en día nos parece inaudito concebir que los hombres y las mujeres de Occidente puedan fundar sus vínculos en algo que no sea el deseo, el amor, la satisfacción erótica, o cualquier otro modo de nombrar la libertad de elección (incluso cuando esa «libertad», por supuesto, esté totalmente hipotecada al inconsciente). Sin embargo, los testimonios históricos demuestran que esta idealización del amor no era lo habitual en el pasado, cuando los vínculos se justificaban en la necesidad de afrontar la lucha por la subsistencia mediante un reparto definido de los roles y las obligaciones, y la comunión de trabajo ocupaba el espacio social que hoy es patrimonio de la comunión sentimental. Desde nuestra perspectiva actual estos factores pueden resultar extraños, pero debemos tomar en cuenta los inmensos beneficios subjetivos que suponía para nuestros antepasados el hecho de sentirse parte de una tradición que establecía de forma rígida e inobjetable los semblantes considerados legítimos. La tradición y el discurso que la expresaba ofrecían al mismo tiempo protección, estabilidad e identidad interior. Ello implicaba sentirse parte de un todo, que alejaba la vivencia de la soledad, la incertidumbre y el desamparo de la vida. Con el paso a la sociedad moderna y el consiguiente proceso de individuación, es decir, de desprendimiento del sujeto de los lazos históricamente desarrollados que lo sometían a las creencias religiosas y sociales, surge por primera vez en la historia el sentimiento de una soledad interior nunca antes experimentada. Existe una contrariedad que, hasta cierto punto, puede considerarse como la matriz del malestar contemporáneo del amor. Por una parte, y a falta de referentes exteriores sólidos y consistentes, muchos sujetos tienden a buscar en el terreno íntimo de la relación amorosa un asidero para el sentido existencial que se desdibuja. Pero por otra, la complicidad con el semejante que de ello habría de esperarse se da de bruces con el imperativo de la autorealización, un ideal que el
discurso actual eleva al grado superlativo. Lejos de que el tú se convierta en el complemento imaginario que da sentido a lo insoportable del vivir, el tú resulta ser a menudo el obstáculo a mi autorealización, el impedimento para que mi yo alcance el significado pleno que, en todos los mensajes que me rodean, soy cada vez más estimulado a desarrollar. Lo que podríamos denominar el espíritu o la mentalidad contemporánea propone la satisfacción de las aspiraciones del yo como irrenunciables, y una auténtica moral del narcisismo (eso que llaman la autoestima, significante que se ha vuelto indispensable en el vocabulario cotidiano) se instala no sólo como un derecho sino también como una obligación ineludible. Desde luego, los psicoanalistas consideramos que los síntomas contemporáneos del amor no hacen más que renovar una falla originaria de la estructura, el fabuloso lapsus que el lenguaje comete en materia de sexo. Pero podemos aprender algunas cosas sobre el modo en que el inconsciente balbucea hoy en día los embrollos de la vida amorosa. La ideología que el discurso social fomenta en torno a la necesidad de tomarse a sí mismo como bien soberano es, por un lado, una fórmula relativamente eficaz para encubrir las nuevas modalidades de servidumbre que el capitalismo impone en las reglas del mercado; y por otro, la promesa de que todo está sometido a los dictámenes de nuestra elección. La vida concebida como una infinita sumatoria de decisiones personales se aleja definitivamente de la creencia en una narración de índole superior que, a título de tradición, iglesia o ideología política, podía servir como marco de referencia universal donde disolver la particularidad subjetiva. En la actualidad el sujeto es forzado a concebirse como artífice de su propio destino, y se lo intima a resolver de forma personal incluso los desarreglos cuyo origen se encuentra en causas que lo trascienden por completo. Debe, por tanto, trabajar doblemente, puesto que la libertad de la que ahora disfruta lo volvería sospechoso de incapacidad para alcanzar la felicidad que se ha puesto a su disposición. Paradojas de un tiempo en que la irresponsabilidad subjetiva convive con el mensaje de una culpabilidad sin atenuantes.
24-9-18 «Disimetría del amor»
Compruebo que hablar de amor no deja a nadie indiferente. Por lo tanto,
digamos un poco más. Releo La balada del café triste, de Carson McCullers. No me sorprende que hayan considerado a esta autora la versión femenina de William Faulkner. Si de alguna cosa sabemos los psicoanalistas, es acerca del amor. Ello, ¡ay!, no nos vuelve más aptos para la vida amorosa, ni más hábiles para la conquista. ¿Habremos rebajado el amor al convertirlo en un objeto de nuestros conceptos, al desmenuzar sus componentes y mecanismos con el bisturí de las palabras? De ninguna manera. Al emplazar el amor en el centro de nuestra experiencia, hasta el punto de reconocerlo como el verdadero y secreto poder de la cura, no hemos hecho más que ponerlo a resguardo de aquéllos que pretenden reducirlo a un automatismo de circuitos neurológicos, accionados por el intercambio de mensajes hormonales al servicio de la mejora de la especie. McCullers escribe unas frases muy sencillas: «En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas». Ignoro si Carson McCullers había leído a Platón y si por tanto conocía esa tradición griega que distingue al amante del amado. ¿Quién ama más? ¿Alcestes que, como mujer amante, se ofrece a los dioses para morir en el lugar de su marido, o Aquiles, el amado, quien no duda en sacrificarse para vengar la muerte de Patroclo? Para los griegos, estas preguntas no eran ociosas y si los dioses consideraron más grato a sus ojos la muerte de Aquiles, es porque él era el amado, y el deseo de venganza lo convirtió en amante. Y el amor —eso lo supieron los griegos mucho antes que los psicoanalistas— el verdadero amor, es aquél que transforma al amado en amante. Es muy oportuno que McCullers nos recuerde esta disimetría entre el amante y el amado, porque precisamente lo imaginario del amor consiste en creer lo contrario, que el amor supone una relación en la cual uno encaja en el otro. Y nada más lejos de la realidad, porque como lo escribe la autora, el amor es un amor solitario, algo que aguarda arrellanado en el fondo del corazón, que espera el momento propicio. Es lo que llamamos el encuentro.
Y por esa simple y llana razón de que el amor no es correspondencia, ni afinidad, ni simetría con el otro, sino pura suposición, es por lo que —como lo expresa McCullers de modo tan bello—, el amado puede presentarse bajo cualquier forma, incluso bajo la forma de un enano deforme. «Es sólo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor», y cualquiera que sea capaz de abrir los ojos a la realidad del amor, estará de acuerdo en que esa valía y esa cualidad generalmente se corresponden bastante poco con el ser amado, y que por sobre todas las cosas no elegimos en función de nuestra conveniencia sino de nuestro síntoma. Hay algo en el amor, en el amor verdadero, que limita con la inconveniencia y el error, por eso amar es siempre fallar, no dar en el blanco, aunque por un instante podamos creerlo. En el fondo, como lo escribe nuestra autora, el amado sabe bien que se presta a un juego peligroso, el juego de simular ser quien en verdad no se es, y teme y odia al amante, teme y odia la posibilidad de que un buen día, como en las fábulas, el amante despierte y el amor retorne a su silenciosa soledad originaria. A veces no sucede, pero nunca se puede estar seguro.
4-12-18 «Cómo pintar un cuadro sin mojar el pincel»
Las estadísticas son como las religiones: hay que creer en ellas para fiarse de lo que dicen, porque pueden manipularse de mil maneras. De allí que los «expertos» (hoy abundan en todas las materias) no se ponen de acuerdo sobre los resultados de varios estudios llevados a cabo últimamente y que demostrarían que en la mayoría de los países del Primer Mundo los jóvenes practican el sexo cada vez menos. Una conclusión sorprendente, puesto que nunca antes habían disfrutado de mejores condiciones para hacerlo: permisividad familiar y social, a los métodos anticonceptivos y a la píldora «del día después», la radical disminución del SIDA, y el uso de las redes sociales donde se facilita el «hookup dating», el encuentro para ir al grano sin perderse en los enredos del cortejo y el amor. Aunque Freud afirmó que la libido es una fuerza constante, todo hace pensar que los japoneses sólo han leído el primero de los Tres Ensayos para una Teoría
Sexual, dedicado a las extravagancias en materia de goce. Antiguamente, los jóvenes varones de Tokio acudían al barrio de Yoshiwara para perder la virginidad en alguno de los prostíbulos que allí prosperaban. Poéticos como lo son siempre —incluso para suicidarse— ese ritual iniciático se denominaba «fudeoroshi», que literalmente significa «pintar con un pincel nuevo». Así, los japonesitos salían con sus pinceles renovados tras haberlos sumergido en la tinta de la lujuria fugaz. El barrio de Yoshiwara sigue ofreciendo servicios cada vez más sofisticados, pero en los que el trato carnal es casi inexistente. En su lugar el cliente pude disponer de una asombrosa variedad de prestaciones, todas ellas de carácter masturbatorio o exclusivamente apoyadas en las pulsiones parciales o las satisfacciones regresivas. La guerra de estudios estadísticos y sondeos de distintas universidades del mundo sólo coinciden en un punto: el alza de las prácticas sexuales que no implican la penetración. Como en verdad todo esto es perfectamente indemostrable, aunque se pretenda argumentado en la recogida y tratamiento «científico» de datos, lo cierto es que la conclusión parece descubrirnos un panorama en el que el horror atávico del hombre al goce de la mujer se traduce en la precaución de no mojar mucho el pincel. Algunos expertos llegan todavía más lejos y se preguntan si acaso no se habrá sobrevalorado la importancia de las hormonas en la base del impulso sexual y si la gran variedad de cosas que pueden hacerse además del coito no será la prueba de que los seres hablantes, cuando se les afloja la cuerda, se entregan fácilmente a menesteres que no necesariamente sirven para procrear. Los expertos están cada vez más frustrados. Han intentado matar a Freud más veces que la CIA a Fidel Castro, con idéntico fracaso.
23-12-18 «Navegar por Tinder es necesario. No es necesario vivir (divisa de los cibernautas)»
Las aplicaciones de citas románticas, sexuales, o ambas cosas juntas se inauguraron en la comunidad gay. Grindr y Scruff fueron las pioneras, permitiendo que hombres gays pudieran saber de la existencia de otros en un
determinado radio geográfico. Tinder (2012) fue un paso mayor, porque extendió la idea a personas con toda clase de identidad y orientación sexual. Al comienzo sólo era compatible con el iPhone, pero un año más tarde fue el gran salto a Android, el sistema operativo del 70% de los móviles. ¿Cuáles son las consecuencias que Tinder ha tenido en la vida amorosa? Las opiniones son muy variadas, como suele ocurrir cuando se valoran las ventajas o perjuicios de las tecnologías. Fui testigo directo de un acalorado debate entre ingenieros informáticos. Mientras algunos sostenían que gracias a Tinder las posibilidades de encuentros se habían multiplicado, otros argumentaban que la cantidad iba en franco desmedro de la calidad. Muchas personas explican que a través de Tinder han logrado conocer a alguien fuera del reducido círculo donde transcurre su vida cotidiana, mientras están los que dicen haber encontrado a un gran número de individuos que preferirían no haber visto en su vida. Hay quienes consideran que vincularse de ese modo aumenta el riesgo del maltrato, la crueldad o el engaño, puesto que la comunicación virtual permite esconderse y sustraerse a cualquier compromiso. En cambio otros defienden la probabilidad de descubrir a alguien en una era en la que eso es cada vez más difícil. Las aplicaciones de citas han construido un muro que separa de forma radical la vida cotidiana de la sentimental o sexual. Es difícil saber si la extensión de su uso se debe a que en la vida real las relaciones se han vuelto sospechosas. Hoy en día conviene pensárselo dos veces antes de intentar el acercamiento a una persona del entorno laboral o académico. Las posibilidades de que esa conducta pueda ser juzgada como atentado moral son muy altas y no todo el mundo está dispuesto a jugarse el pellejo. Es interesante que se escuche como una letanía dicha en voz baja hasta qué extremo la gente desea encontrar a alguien en la vida real, lo cual es ya muy improbable. ¿Quién se atrevería hoy a pedirle el número de teléfono a la mujer con la que nos hemos tropezado con el carrito de la compra en el supermercado? ¿O al compañero de oficina? Tinder, en cambio, ofrece un lugar donde los actores implicados no pueden poner reclamaciones ni formular acusaciones si las cosas no funcionan como esperaban, especialmente porque nadie se hace grandes ilusiones. Lo más notable es que Tinder se haya convertido en un trabajo más, incluso un goce en sí mismo, que sustituye al encuentro. Navegar por la aplicación, mirar fotografías y biopics, iniciar chats que no van a ninguna parte, reemplaza para muchos las citas presenciales. Y conforme a los tiempos actuales, están los que se sienten terriblemente culpables y atormentados por no encontrar nada. Internet ha creado mil genios de la lámpara prestos a salir tan pronto como frotamos una aplicación. Por lo tanto, si no eres feliz, no tienes trabajo y no has encontrado a tu media naranja, eres decididamente un fracasado, porque el sistema te ha puesto en bandeja todo lo
que necesitas para una completa realización. Pero no te preocupes. Todavía te queda el recurso de buscar un coach para que te ayude a mejorar tu rendimiento. Si incluso con eso no obtienes resultados, entonces encomiéndate a un buen recaptador de serotonina.
3-2-19 «Erótica del gatillo»
Leo Gun Love, de Joyce Carol Oates. Muchos opinan que es la mejor escritora norteamericana viva. Lo creo. El título de este cuento se ha traducido como «Amor por las armas», pero cuando se llega al final, bien podría decirse: «Amor con armas». Un conjunto de pequeñas piezas sueltas, recuerdos de la narradora, todos ellos unidos por un símbolo que recorre el relato en tu totalidad: las armas de fuego. ¿Cómo los psicoanalistas no hemos caído en la cuenta de que toda la controversia acerca de la posesión de armas en Estados Unidos no llega ni siquiera a rozar el corazón del problema? El debate se dirime en torno a los intereses de la industria, la Asociación Americana del Rifle y demás consideraciones hegeliano-marxistas. En cambio Joyce Carol Oates da en ese clavo que nosotros, metidos hasta el cuello en las honduras de la subjetividad, deberíamos haber remachado hace décadas. Sólo es necesario dejarse atrapar por las palabras del cuento (recomiendo la versión en inglés para quienes lean esa lengua). Gun: el término tiene el sentido genérico de arma de fuego. También significa pistola, revólver, incluso rifle según el contexto. Pero claro, el poder del significante para producir el significado es inmenso. Recordemos: «Happiness is a warm gun». «La felicidad es una pistola caliente». John Lennon. «No hay otra felicidad que la del falo». Jacques Lacan. Recuerdo de la casa de verano. Ella está inclinada sobre un tablero de dibujo y siente algo así como un palo en su trasero. Lleva unos pantaloncitos cortados justo a la altura de la entrepierna. Al principio cree que es el cañón de una pistola. Pero no. Error. Es Mikal que tiene una erección. «¿Cómo es eso?». A ella le intriga el misterio de la eyaculación. «Es como un tiro que sale antes de que estés listo. Y esa cosa que sale disparada fuera de ti. Es como algo de ciencia ficción», le explica él. No se puede decir mejor. Para un hombre, el falo es eso:
una cosa de ciencia ficción. Una máquina que dispara cuando le da la gana, o por el contrario se encasquilla. Se puede llegar a dominar una pistola, pero el falo tiene vida propia. Menos mal que no soy un tío, piensa ella, pero confiesa que no está del todo segura. Se puede llegar a dominar una pistola, pero no siempre. Adrian se ha volado los sesos con una bala del 45 mientras limpiaba la pistola de su padre. Otro padre (tal vez el padre de ella, pero no es seguro) sentencia: «hay formas peores de morir que con una bala del 45 en el cerebro, a quemarropa». Cosas de la vida. Hay también formas románticas, como pegarle un tiro en el corazón a tu novia y luego disparar a tu propio corazón. Lo ha hecho un compañero del instituto. ¡Eso es amor, amor de verdad! Y, por supuesto, la ruleta rusa. Te pone a mil por hora, más que esnifar cien gramos de coca. ¡Qué pasión! Seguimos el relato y la descripción de las armas de cañón corto, las de cañón largo, el perfume de la pólvora y del aceite para engrasarlas. Hacer el amor a lo bestia en el asiento trasero de la camioneta del instructor de tiro, después de una sesión donde él le enseña «a mantener firme el cañón». El hermano de su amiga Betsy las hacía desnudarse y las examinaba con una linterna. ¡Que cosquillas! Ella cuenta la anécdota muerta de risa y hace que los oyentes se desternillen. De pronto se da cuenta de que no era el hermano de Betsy, sino su propio hermano. Y no era precisamente una linterna, sino otra cosa. ¿Una pistola tal vez? El hermano le advierte: «Esto te va a hacer cosquillas». «Eso» se desliza a lo largo de todo el relato, uniendo las microhistorias, que en verdad no son tan micro porque podemos reconstruir con ellas toda una larga historia. ¿Como harán para legislar sobre este tremendo goce? Joyce Carol Oates lo expone con toda crudeza: en esa cultura, la de Estados Unidos, las armas anudan sexo, amor y muerte, y no sabemos si alguna vez podrá inventarse algo que regule esa pasión enloquecida. No se trata ni de la propiedad privada, ni del derecho a la libertad individual, ni nada de todo lo que se argumenta. Es un real con el que el pueblo americano se tropieza todo el tiempo y no hay quién pueda arrebatarles ese amor sintomático, orgásmico y delirante. En Estados Unidos, Eros ha cambiado su arco por un Winchester XPR con mira telescóspica. Y no está dispuesto a que ninguna enmienda constitucional se lo quite.
17-2-18
«¡Oh! ¿Es que a ellas también les gustan esas cosas?»
¿Hasta qué punto los psicoanalistas hemos puesto nuestros relojes conceptuales en la hora contemporánea? Nosotros, que supuestamente nos internamos más lejos que nadie en los complejos mecanismos de la vida sexual humana, ¿mantenemos o no ciertas adherencias a una visión patriarcal sobre las diferencias entre hombres y mujeres? Tomemos dos ejemplos clásicos: el divorcio masculino entre el amor y el deseo y la tendencia monogámica femenina. Freud estaba convencido de que la monogamia fue una invención histórica de las mujeres, mientras que reconoció en la pulsión masculina una tendencia centrífuga que atribuyó a la prohibición del incesto. Pero tanto la clínica actual como numerosos estudios (esos cuya validez es siempre dudosa pero que a veces pueden servir para estimular ciertas reflexiones) sugieren que estas diferencias no son inalterables. La idea de que ellas sólo iten el goce si les llega a través de los canales del amor, o que para ellos el matrimonio es la tumba del deseo, empieza a ponerse en cuestión, especialmente por el hecho de que ellas están cada vez menos contentas con la institucionalización de los vínculos matrimoniales y quieren «algo más», incluso si muchas no logran expresar claramente en qué consiste ese «algo más» que a ellos, proclives al conformismo y las rutinas, los deja perplejos. Animadas por el deseo de otra cosa, las bovarianas de hoy lo buscan al modo masculino: amantes por Tinder, encuentros furtivos sin amor y sin palabras, consumo de pornografía, relaciones clandestinas. La cuestión es si esos recursos son una mimesis de los modos viriles de relación con el goce, o lo que siempre hemos creído específico de los hombres nunca lo fue tanto. Lo dejó escrito Shakespeare y también los letristas de los blues y de los tangos. Lacan supo ver que el psicoanálisis debía ajustarse a los nuevos tiempos y comprendió que los movimientos feministas no podían tomarse a la ligera. Haber postulado un modo de satisfacción que no responde por entero a las reglas dominantes del falo ni al surrealismo de las pulsiones abrió la vía de exploración de un nuevo continente, más negro aún que el atisbado por Freud, lo que demuestra que en materia de goce tal vez no se haya dicho la última palabra; entre otras razones, porque esa palabra no existe. No salgo de mi asombro cuando leo que una reproducción del clítoris en 3D se realizó por primera vez en la historia en el año… ¡2016! (https://www.thingiverse.com/thing:1876288). ¿No es eso prueba suficiente de que también en el ámbito de la ciencia lo femenino ha sido objeto de una extraordinaria represión, en el sentido psicoanalítico del término? Eso abre la
expectativa de que estaríamos muy errados si pensamos que ya lo hemos descubierto todo.
21-4-19 «Un amor incomparable»
Aunque se crea que el amor hace de dos seres uno, por ser su esencia fundamentalmente narcisista, Freud no se quedó del todo satisfecho, y Lacan mucho menos. Ninguno de ellos se conformó con la idea de que el amor sólo es algo simbólico e imaginario, y cada uno a su manera comprendió que el amor se dirige al ser del otro. Un asunto verdaderamente extraño este «ser del otro», porque en la práctica parece que no es muy fácil de amar. El ser del otro sin duda nos atrae, nos pica la curiosidad, nos excita incluso, pero no es seguro que podamos soportarlo mucho tiempo. Por eso el amor busca arrancar, poseer o a veces aniquilar ese ser que supone en el otro, con lo cual culminamos frecuentemente en el registro del odio. Para el psicoanálisis no hay amor sin odio, incluso aunque el odio pueda estar muy bien escondido detrás del amor. Una pequeña larva. Es un error creer que todos los hombres que matan a las mujeres son hombres que no las aman. Al contrario: algunos las aman demasiado, y por eso soportan tan mal no saber lo que guardan dentro. El malentendido fatal es que ellas le den un sentido diferente a ese «demasiado» y lo confundan con «muchísimo». El amor es algo que no se reduce al encantamiento, a la fascinación narcisista, al bien, sino que guarda un lazo íntimo con el goce, con lo más propiamente pulsional del sujeto. En psicoanálisis tenemos que familiarizarnos con la idea, compleja y paradójica, de que el amor puede ser tanto un freno al goce como un modo de exacerbarlo. Allí tenemos el ejemplo de Medea. Un caso distinto fue el de Alcestes. Eso sí alcanzó un nivel verdaderamente sublime, y nos recuerda hasta qué extremo puede llegar una mujer en su entrega al hombre que ama: nada menos que ofrecerse a morir en su lugar. Se trata de una cualidad del amor femenino que recorre la línea del tiempo y de las épocas, manteniéndose inalterado en la contemporaneidad de nuestro siglo. Porque si queremos que el discurso analítico no se enrede en la psicología o la sociología,
debemos tener presente que la sexuación es algo bien distinto a la constitución de los roles sexuales como construcciones sociales o culturales, que por supuesto conocen y conocerán toda clase de cambios. En el plano de la sexuación, la mujer da muestras de estar referida a un goce que apunta al infinito (que apunte, no significa que sea infinito, aunque algunos psicoanalistas se entusiasmen con la idea, lo cual demuestra que ser psicoanalista no impide creer en toda clase de cosas), y de eso no tenemos el menor asomo de cambio. Más allá de las transformaciones en el plano social de las mujeres, es probable que muchas de ellas sigan amando como sus predecesoras griegas. Cuando hablamos del amor de las mujeres solemos pensar generalmente en el amor dentro de la pareja, ya sea hetero u homosexual, y nos olvidamos de otro aspecto, que cada día cobra una importancia mayor: el amor al hijo. En un mundo y en una época en la que las relaciones amorosas sufren toda clase de avatares ligados a la desacralización de la institución matrimonial, sólo el hijo sigue siendo un partenaire fijo, la pareja que subsiste más allá de todas las rupturas sentimentales, y a la que por regla general (sí, con todas sus legítimas excepciones) las mujeres se resisten a renunciar. Como lo dice la socióloga Elisabeth Beck, el hijo se convierte en la última relación primaria irrevocable y no intercambiable que queda. Al menos por ahora, agreguemos. A pesar de que el número de nacimientos desciende en el mundo occidental, la importancia que se le confiere al hijo aumenta cada vez más. «Su Majestad el niño» ha derrocado a «Su Majestad el varón», y por eso ellas no escatiman esfuerzos para procurarse uno, con el método que se pueda. Si no lo envía Dios, que sea asistido. Pero que venga.
15-12-19 «Nunca es demasiado tarde»
Una vez al mes, entre los crematorios 4 y 5 de Auschwitz, en un lugar donde se apilaban montañas de ropa de los prisioneros, Helen Spitzer —que entonces tenía 27 años— se reunía con David Wisnia —que tenía 17— para hacer el amor. Algunos internos montaban guardia por si era preciso dar la voz de alarma en el caso de que se acercase algún oficial. Helen era diseñadora gráfica y eso le
sirvió para que los alemanes la destinaran a tareas burocráticas en una oficina. David estaba dotado para el canto, y pronto se convirtió en un entretenimiento para los asesinos, de tal modo que lo retiraron de su primera tarea, consistente en acarrear los cadáveres de quienes se suicidaban arrojándose contra las verjas electrificadas. Durante dos años, Helen y David fueron amantes y se prometieron mutuamente encontrarse en Varsovia si lograban sobrevivir. Ambos lo consiguieron, pero por diversas circunstancias ese encuentro no se produjo. Ella acudió a la cita, pero él no pudo hacerlo. Las vidas de los dos transcurrieron de maneras diferentes, aunque las contingencias los trasladaron a vivir a Estados Unidos. Ambos se casaron, él tuvo hijos, en cambio ella no. Helen se dedicó a toda clase de causas humanitarias, mientras que David —tras un período inicial como trabajador en una compañía— vio realizado su deseo de ser cantante religioso en una sinagoga. Nunca volvieron a saber nada el uno del otro, hasta que una serie de avatares hicieron posible que, sólo 72 años más tarde de su primer encuentro, lograran reunirse. Helen estaba postrada en una cama, casi ciega y sorda. No obstante, cuando logró reconocer a David algo de la vida volvió a su rostro y se hablaron. Ella tenía una pregunta: quería saber si la esposa de él conocía que ellos habían sido amantes, a lo cual David respondió que sí. David tenía a su vez otra pregunta: quería saber si gracias a ella había logrado sobrevivir, y Helen también contestó afirmativamente. En cinco ocasiones, valiéndose de su posición en la oficina, había evitado que lo enviasen a las cámaras de gas. Cada uno tenía su pregunta, en la que palpitaba lo que siempre está en el fondo de cualquier pregunta cuando se hace en el nombre de la verdad: lo que se es para el deseo del Otro. Antes de despedirse, Helen le pidió a David que le cantara, y él satisfizo ese pedido cantando una canción húngara que ella le había enseñado susurrándole al oído, mientras se amaban en el refugio fabricado entre las ropas de miles de infelices. De vez en cuando viene muy bien leer y contar historias como éstas. Historias que demuestran que, aunque la condición humana está atravesada por un factor letal ineliminable, el amor puede abrirse camino entre los intersticios del mayor espanto. El amor es así: una criatura caprichosa e impaciente, que nos arrastra a cometer maravillosas y temerarias imprudencias, pero también un animal que aguarda agazapado 72 años para cumplir lo que ha prometido. El amor que tantas veces nos salva y que al mismo tiempo puede matarnos. Somos a la vez esa criatura y ese viejo animal. Ambos tratando de sobrevivir en la más absoluta extrañeza de esa cosa a la que llamamos la vida, porque algún nombre hay que ponerle a lo que no tenemos ni idea de lo que es.
9-8-20 «Del amor en el no tan Lejano Oriente»
¡Ay, el amor, ese pequeño dios capaz de ponerlo todo patas arriba! Muchos piensan que el discurso capitalista ha desterrado a Eros, y lo argumentan de varias maneras. No comparto esa opinión. Creo, por el contrario, que el amor sigue siendo mucho más poderoso que cualquier otro discurso. Los dioses son inmortales, aunque Nietzsche se haya empeñado en matar al jefe de todos ellos. Si no me creen, añado una historia a las millones que siguen demostrando la vigencia de esa criatura única. En Japón, donde existe un mercado para absolutamente cualquier cosa, hay una industria muy llamativa y sofisticada que se conoce con el sencillo nombre de «wakaresaseya», cuya traducción aproximada a nuestro idioma es algo así como «separadores» o «disolventes». Hay en la actualidad alrededor de 270 compañías wakaresaseya cuyos servicios pueden solicitarse por Internet. ¿En qué consiste? Si por algún motivo un hombre o una mujer quiere que su pareja rompa con un amante, o un amante se encapricha y desea que la pareja de su amado o amada se separe, o alguien quiere sencillamente divorciarse y evitar la compensación monetaria que en aquel país es obligatoria, puede contratar a un agente wakaresaseya. Es un procedimiento complejo y que requiere bastante tiempo, además de mucho dinero. A veces, cuando la situación obliga a emplear varios agentes, las cifras son desorbitadas. Supongamos que el señor A decide separarse de la señora B. Entonces alquila los servicios de una empresa wakaresaseya que, una vez en posesión de los datos fundamentales de la señora B, y en especial su perfil psicológico, sus gustos, sus debilidades, sus preferencias, etc., pone en acción al agente que considera más apropiado para la tarea. El agente se dedicará a entablar conocimiento con la señora B y, como profesional de su oficio, encontrará el modo de seducirla. Una vez que lo ha conseguido, otro agente se ocupará de seguir a ambos y obtener todas las pruebas materiales del engaño, que finalmente entregará al señor A para que su divorcio se lleve a cabo como la seda, por decirlo con una comparación muy apropiada. Para nuestra sensibilidad occidental, la industria puede resultarnos un tanto siniestra, pero no lo es para los japoneses, quienes al contrario la consideran muy práctica y al mismo tiempo evita que, por ejemplo, el señor A emprenda una acción de divorcio sin un
motivo que lo justifique de forma convincente, lo que podría ser ofensivo para la señora B. Las agencias wakaresaseya pasaron por un período de decadencia hace unos años, debido a la bella y trágica historia de Takeshi Kuwabara, que en el año 2010 fue condenado a 15 años de prisión por estrangular a su amante Rie Isohata. Lo más impactante no fue tanto el crimen como el hecho de que Kuwabara era un agente wakaresaseya, contratado por el marido de Isohata para divorciase de su esposa. Kuwabara logró conquistar a Isohata, pero es en ese punto donde Eros puso su toque mágico, que es precisamente lo real del amor. Si lo real del amor no es la fusión narcisista, la ensoñación del encuentro de la mitad que me falta, sino lo opuesto, lo que hace estallar toda ilusión de perfecta unidad, entonces este caso es un perfecto ejemplo. Al saber que el romance había sido un montaje y que Kuwabara era un agente, Isohata decidió cortar de inmediato su relación con él. Aquí viene lo mejor: Kuwabara se había enamorado realmente de Isohata, y cuando ella quiso dejarlo, la estranguló. Kuwabara no era un aprendiz. Tenía experiencia en el oficio y grandes habilidades para ser muy bueno en su trabajo. Pero —moraleja de la historia— el separador se vio separado de quien se había convertido en su objeto de amor, porque el amor fue más fuerte que el oficio, más fuerte que el mercado, más fuerte que la lucrativa carrera de Kuwabara, incluso más fuerte que sus lazos familiares, puesto que el agente estaba a su vez casado y tenía hijos. ¿Qué nos enseña esto? Que en el medio de todas las tropelías que ensombrecen nuestra mirada sobre el mundo, que a pesar de reyes crápulas que salen corriendo con los bolsillos llenos, de los políticos que no vacilan en emplear los medios más rastreros para desprestigiar a sus oponentes, de la espantosa crueldad que una parte de la humanidad ejerce sobre la otra y viceversa, incluso de una industria canallesca como la wakaresaseya, el amor sigue allí, inmune, haciendo de las suyas, ajeno a guerras, virus, catástrofes de la naturaleza y de las personas, aprovechando la debilidad de los hombres y de las mujeres para retorcerles el entendimiento y dejarlos ciegos. Eros es una maravillosa catástrofe en sí misma, que siembra el caos allí por donde pasa, y puede permitirse cualquier cosa porque sabe que su triunfo está siempre asegurado, aunque muchas veces gane el último. A él no le importa, porque el último siempre gana mejor.
29-11-20
«Un relato vibrante»
La emprendedora Lora DiCarlo se presentó a principios de este año en Las Vegas, donde la Consumer Technology Association celebraba su feria anual, la Consumer Electronic Show (CES). El año anterior le había sido negada la entrada porque los organizadores consideraron que sus productos eran obscenos. Decidida a batallar hasta el final, la señora DiCarlo envió una carta de protesta, argumentando que la postura de la CES era discriminatoria e intolerable. No existía un argumento válido para oponerse a que en la feria —una de las más importantes en el sector de las tecnologías— se exhibiese el resultado de un largo trabajo de investigación que Lora había llevado adelante con la ayuda de ingenieros de primer nivel: un vibrador y masajeador para mujeres llamado «Osé». Advertidos de las posibles complicaciones legales y mediáticas, en la siguiente ocasión los responsables rectificaron y le concedieron a DiCarlo y su producto estrella un tratamiento exquisito. La fotografía de la empresaria y de su invento ocuparon los principales lugares de la feria, y a «Osé» se le concedió el honor de figurar en la lista de las 100 mejores creaciones tecnológicas de 2019. La carta de DiCarlo —en la que acusaba a la CES de «una larga y documentada historia tendenciosa, sexista, misógina y de doble rasero»— produjo una auténtica convulsión. En efecto, en sus ediciones anteriores la feria no había puesto ningún impedimento a que se mostrasen robots, muñecas y toda clase de artilugios eróticos para hombres. El escándalo saltó a la prensa y la televisión, lo cual dio una fantástica publicidad a la señora DiCarlo y su aparatito, que sólo en las primeras cinco horas de inaugurada su pre-venta en la web recibió encargos por valor de un millón de dólares. Lora había dado el primer gran paso de su principal objetivo: «cerrar la brecha del orgasmo», curiosa afirmación con la que se refería a lograr la paridad tecnológica entre los dispositivos diseñados para hombres y para mujeres. La señora DiCarlo no es una simple empresaria, sino también una apasionada activista y conferenciante, decidida a combatir el pudor y la mojigatería que aún perdura alrededor de la sexualidad femenina, especialmente en lo referido a la satisfacción autoerótica. Si el goce femenino ha sido históricamente objeto de sospecha, persecución, calumnia, maldición y rechazo, lo ha sido mucho más si se obtiene prescindiendo de los servicios del varón. Según su propio testimonio, Lora DiCarlo tuvo una iluminación cuando en sus años de estudiante universitaria experimentó con un hombre una vivencia orgásmica que revolucionó su vida. Se decidió entonces a repetir ese acontecimiento por sí misma, para lo cual concibió un dispositivo técnico que,
en el plano sexual, fuese tan exquisito e insuperable como un producto de Apple. «Osé», según su creadora, es algo así como el Mac de los juguetes eróticos, un sistema de estimulación dual que reúne la funcionalidad del masaje y la succión, diseñado de tal modo que pueda acomodarse a la singularidad anatómica y gozosa de cada mujer, una a una. Con la colaboración de famosos ingenieros, «Osé» fue fabricado para proporcionar una experiencia que, en lugar de ser una simple y aburrida vibración mecánica, fuese lo más parecido al tacto humano. Conforme a la narrativa que acompaña el producto, esta propiedad se denomina «biométrica». Según palabras de la propia inventora, ella vislumbró una interesante apertura en la relación entre vaginas y tecnologías, y se introdujo allí. Para Lora DiCarlo, que sin duda posee una gran intuición, lo tecnológico es en la actualidad algo que se diferencia de lo puramente mecánico por su capacidad de dar en el blanco, o sea, hacer vibrar la cuerda interior del goce singular de cada usuaria. En otras palabras: el desafío consistió en construir un producto que se adaptase a cada sujeto y no al revés. Pero aquí viene lo mejor. Como lo he sostenido en varios lugares (cf. Inconsciente 3.0) el alcance de las tecnologías depende de las metáforas que abren el camino y se enlazan con la subjetividad de una época en un contexto determinado. Los objetos técnicos son el resultado de una labor de ingeniería, pero sólo pueden conectarse a los circuitos pulsionales por medio del discurso. La adhesividad libidinal al objeto está dirigida por una acción retórica. Según los entendidos en la materia, «Osé» no es un billete al séptimo cielo. El boom que ha producido es inseparable de la narrativa que su creadora ha logrado transmitir. El orgasmo perdido que DiCarlo se propuso reencontrar no tiene retorno, y ninguna tecnología aplicada al dildo podrá cumplir la satisfacción que promete. Por eso, el éxito del dispositivo reside fundamentalmente en la habilidad con la que un vibrante relato logra hacer creer a inversores y compradores que es posible alcanzar un orgasmo casi perfecto. Es la propia Lora quien se apresura a itir ese «casi», lo que hace de su historia un buen ejemplo en el arte de monetizar el masajeado cuento de la felicidad.
VI Ellos, los animales
21-1-19 «Bellos porque sí»
En los últimos años, explica Ferris Jabr (The New York Times, 9-1-19), los biólogos, zoólogos y estudiosos de la naturaleza se cuestionan hasta qué punto la belleza en el reino animal sólo puede entenderse como parte de la teoría darwiniana de la evolución, algo al servicio de la selección natural y la supervivencia. El esplendor ornamental de muchas especies, ¿constituye un código que informa sobre las potenciales cualidades genéticas del partenaire? Lo más sorprendente es que el propio Darwin no estaba de acuerdo con esta postura que sus continuadores llevaron al extremo. Él nunca creyó que su teoría podía explicarlo todo, y sostuvo que las hembras encuentran atractivos a aquellos machos que responden «a su estándar de belleza». Dicho de otro modo, Darwin pensaba que los animales eran capaces de apreciar la belleza en sí misma, sin que eso suponga nada utilitario. Dicha parte de la teoría de Darwin fue ridiculizada por sus contemporáneos y nadie la tomó demasiado en serio. Ahora, 150 años más tarde, algunos biólogos vuelven a sacarla a la luz. Eso supone no sólo abordar la belleza de otro modo, sino también una nueva aproximación a la propia teoría de la evolución: el animal modifica su estructura en función de la determinación de su hábitat, pero a ello habría que añadir el modo en que percibe su entorno. En esto último es donde la olvidada consideración de Darwin podría encontrar toda su justificación: en la capacidad del animal para aprehender lo bello. En El origen del hombre (1871) escribió: «Un gran número de animales machos, como la mayoría de nuestros espléndidos pájaros, algunos peces, reptiles y mamíferos, así como las mariposas magníficamente coloreadas, se volvieron bellos por el valor de la belleza en sí misma». Darwin le atribuyó a muchos animales un sentido estético, lo cual le supuso numerosas críticas. Pero hoy estas observaciones vuelven a adquirir fuerza y cuestionan la idea de que «todo está en los genes». Interrogo a Javier Peteiro Cartelle —máximo experto
en estos asuntos— y con su acostumbrada sabiduría me responde: «¿Por qué no itir […] que los animales sienten placer estético no utilitario? Porque sí. Y sería algo análogo a mantener polimorfismos genéticos neutros. La selección no es un agente intencional. Por eso, no me parece descabellado, porque sería coherente con la emergencia de nuestro propio sentido estético, un sentido que va asociado a su vez a una maduración cerebral y que no surgiría sin más. A fin de cuentas, ¿para qué sirve el lenguaje desde el punto de vista evolutivo? De momento, nos ha ido relativamente bien como especie, pero ese mismo lenguaje puede acabar con todos nosotros mediante una catástrofe nuclear o un cambio climático al que no podamos adaptarnos». Quizás la idea de que sólo los humanos somos sensibles a la belleza más allá de toda finalidad es parte de nuestra tendencia a vernos en la cima de la creación. En un célebre ensayo, Roger Caillois afirmó que el mimetismo animal no sirve a los fines de la supervivencia, sino que constituye un «lujo», en el sentido de que su utilidad es perfectamente discutible, y que pone de manifiesto algo que está más próximo a la angustia y la despersonalización. Aunque su teoría no posea un valor científicamente demostrable y haya respondido más al espíritu surrealista de su autor, tiene la maravillosa virtud de proponernos una visión no utilitaria de los fenómenos naturales. En ese sentido, es extraordinariamente bello asumir que los animales puedan tener el sentimiento de lo bello. Ahora que no existe prácticamente nada que no se mida, tase y pese en la balanza de la contabilidad utilitaria, ahora que la belleza está cada vez más cercada por la mercantilización del arte, considerar que el ave de emparrado (una especie que existe en Australia y Nueva Guinea) es un «artista total» sea tal vez una posición ética que importe mucho más que su improbabilidad científica.
30-6-19 «Amo a los animales»
Amo a los animales. A todos sin excepción. Nunca he podido comprender lo que dice Deleuze sobre ellos en uno de sus diálogos con Claire Parnet. Allá él. El caso es que mucha gente los ama, y cuida y mima a alguno como a un miembro más de la familia, como a un ser querido. ¿Por qué no? Un animal puede ser tan partenaire como una persona, y no falta quien ame a su perro como se podría
amar a una mujer, o a un hijo. Los psicoanalistas podemos comprender eso muy bien, porque estamos familiarizados con una noción de lo que llamamos «la vida amorosa» que desnaturaliza por completo el objeto de amor. Recientemente se ha iniciado un debate sobre el alcance de lo que se denomina ESA (Emotional Animals) (animales que proporcionan un apoyo emocional). Los perros que acompañan a los ciegos fueron pioneros en esa categoría, pero a medida que la posmodernidad va otorgando carta de ciudadanía al síntoma, la variedad aumenta. Los animales pueden ser un factor estabilizante para muchas personas, y las terapias que los utilizan con niños psicóticos o autistas demuestran que entre un ser hablante y un bicho puede entablarse un lazo extraordinario. Claro que también existen las complicaciones. Los animales no tienen la entrada asegurada en todas partes, y para obtener su certificación de ESA (lo que autoriza a subirlos a cualquier medio de transporte, sentarlos en la silla de un restaurante, o sencillamente tenerlos en un piso de alquiler), en Estados Unidos es preciso que un profesional psiquiátrico o psicológico emita un documento acreditativo de que el paciente en cuestión no puede separarse de su compañero. Hasta aquí todo parece bastante razonable. El caso es que la variedad sintomática aumenta progresivamente, y no puede impedirse que muchas personas se enamoren de animales poco habituales como mascotas: cocodrilos, serpientes, arañas gigantes, insectos de aspecto temible, murciélagos y cosas por el estilo. Como las certificaciones son fáciles de obtener a través de Internet, es cada vez más enrevesado distinguir cuándo se trata de una necesidad terapéutica y cuándo es una forma picaresca de conseguir una plaza gratis en un viaje en avión, ahora que las compañías aéreas cobran hasta por el papel higiénico que ponen en esas mazmorras a las que llaman baños. Como la industria de los derechos (incluidos los derechos del síntoma) es cada vez más floreciente, las parejas formadas por un sujeto y su síntoma con alas, escamas, colmillos o antenas han generado una presión social interesante. ¿Cómo saber a ciencia cierta si usted sube a un avión con su aligátor (esa simpática variedad de cocodrilo enano que puede arrancarte un dedo de un bocado) porque no puede vivir sin él? ¿Será verdad, se pregunta el dueño del restaurante, que ese cliente sólo es capaz de soportar su fobia social si se sienta a la mesa acompañado de su pitón? A ello debemos sumarle otra dimensión: los concursos de «mamás de cachorros», organizados por todo lo alto, con enormes presupuestos, en los que señoras elegantemente ataviadas concursan con sus perritos para conquistar el primer premio en la categoría de «mamá» de cachorro. En el Manicomio Global todo cabe, todo se abre camino hacia su reconocimiento social, porque hay sitio para cualquier variedad sintomática. Por lo visto, los inmigrantes, los refugiados, los que huyen de la guerra y el hambre aún no son reconocidos en su condición
de sujeto-síntoma, y por lo tanto a ellos el Manicomio Global no les abre sus puertas. ¿Dónde van a parar esos cuerpos errantes, esos seres que han visto el espanto pero que no acreditan en la escala de los derechos del síntoma? ¿Dónde queda el no-mundo en el que se hacinan? Un estudio reciente sobre la situación del área de Chernóbil parece demostrar que se ha convertido en un paraíso para algunas especies animales que estaban al borde de la extinción, y que desde la catástrofe prosperan maravillosamente gracias a la ausencia de seres humanos. Bueno, me detengo aquí. No quiero dar ideas políticamente incorrectas.
29-9-19 «Sea solidario: adopte una Quimera»
Quiso la buena suerte que en la mesa de saldos de una librería me encontrase con un libro de lo más curioso. El hallazgo no podía ser más oportuno, en estos tiempos en los que la poética corre serios peligros. Se trata de una obrita de Jane Moseley que se llama Comment vivre avec une licorne («Cómo vivir con un unicornio»), y que lleva el ocurrente subtítulo de Le guide indispensable pour élever un animal de compagnie fantastique («La guía indispensable para criar un animal de compañía fantástico»). No había leído nunca a esta autora, que al parecer ha escrito una gran cantidad de cosas exóticas, como sólo saben hacerlo algunas señoras inglesas. Conocía algunos animales fantásticos, pero no tenía una verdadera idea de su enorme lista. Este ejemplar es una de las mejores cosas que he visto últimamente, puesto que las noticias no aportan nada edificante al espíritu, mientras que la lectura de este libro me infunde entusiasmo e ilusión. Advierto que adoptar a alguno de estos animales es todo un desafío, pero al mismo tiempo una aventura que de salir bien le puede brindar a uno una experiencia incomparable, en especial ahora, cuando la mayor parte de lo que sucede en la vida se tiene que hacer con el iPhone. He aquí que este libro nos propone una variedad de alternativas cuidadosamente detalladas. Animales de cuatro patas, como el unicornio, el hipogrifo o el cancerbero; animales monstruosos como el dragón, el yeti, la hidra o la quimera; animales semihumanos como el centauro, la sirena, el sátiro y la gorgona; y fabulosos pájaros como el ave fénix o las arpías. Cada uno de los animales es descrito con toda minuciosidad, y la autora se encarga además de explicar sus ventajas y
desventajas, lo que cabe esperar de su crianza, cómo alimentarlos, cuál es el animal más conveniente según la situación económica, vital y social de su futuro dueño, y las precauciones que deben tomarse para prevenir situaciones inesperadas y desagradables. Tras haberlo meditado bien, me he decidido por la Quimera (quimaera confusus para los que gustan del latín). No sabía que el significado de quimera («algo que se propone a la imaginación como posible no siéndolo en absoluto», RAE dixit), proviene de esta inaudita criatura que ya era mencionada por Homero, una rara mezcla de león, cabra y serpiente que aterrorizaba a los habitantes de Licia, lo que hoy conocemos como Turquía. No es fácil criar a una Quimera, si se tiene en cuenta que está compuesta por tres animales, cada uno de los cuales tiene sus necesidades específicas. Como dice la autora, «el arte de ser padre se pone aquí verdaderamente a prueba». Además, por razones misteriosas, las tres bocas emiten llamaradas importantes, y se recomienda tener muchos extintores a mano. Pero eso también tiene grandes ventajas, como es el ahorro de calefacción, la posibilidad de cocinar de forma ecológica y de preparar las tostadas para el desayuno, si uno consigue congeniar más o menos bien con la criatura. Los griegos no la recomendaban para nada, debido a su feroz costumbre de asar y devorar a las personas, pero una dieta vegetariana iniciada desde el comienzo (es mejor adoptar una Quimera recién nacida) puede contribuir a evitar esos comportamientos incorrectos. Los gastos de veterinarios suelen ser muy altos en el caso de enfermedad, porque hay que contratar a tres, pero por lo general son animales muy sanos que viven varios siglos si se los sabe cuidar bien. Descartes explicó con claridad que en la res extensa cada cosa ocupa su lugar y que ninguna puede superponerse con otra, pero en cambio la res cogitans itiría la existencia de algo como la Quimera, bastante parecida al mecanismo de la condensación que opera en los sueños. Todo este bestiario me parece tremendamente tierno a la luz de la deformidad moral de seres reales que rigen una buena parte del mundo y que por diversos motivos son votados y apoyados aunque devoren carne humana. Además, una Quimera puede ser el mejor antídoto contra la racionalidad clasificatoria que, para simular un origen científico, se disfraza de estadísticas, siglas y publicaciones «acreditadas por expertos». Por eso ya me he pedido una en Amazon, para que me acompañe en los próximos siglos y se coma a los monstruos de verdad.
13-9-20
«Amores cruzados»
Ella llevaba muchos años sola. Corría el rumor de que había tratado muy mal a todos sus pretendientes, y que con algunos había llegado a ser verdaderamente agresiva. Por ese motivo, la llamaban «la viuda negra». Su vida no había sido fácil. Hija de unos padres que entraron ilegalmente en el país, nació en un campo de realojamiento. Allí, debido a su mal carácter, la destinaron a una zona aislada y pasaron los años sin que el amor llegase a interesarle. Él la conoció casi por casualidad. Había oído hablar de su temperamento solitario, de su rechazo a quienes habían intentado cortejarla, pero nada de eso le disuadió. Al contrario, se empeñó en conquistarla y para ello no dudó en emplear toda su galantería. Le dijo cosas bonitas, llegó incluso a cantar y bailar para ella, pero sin ningún resultado. Él no era un hombre que se diese fácilmente por vencido y redobló su empeño. La visitaba todos los días y todos los días ella le respondía con su indiferencia. Él no ahorró ningún recurso y llegó al extremo de insinuarle una vida juntos. No le ofreció un affaire pasajero, nada de eso. Se mostró dispuesto a una relación seria y comprometida. Tanta fue su perseverancia que un buen día, y sin que él supiese exactamente cómo pasó, ella por fin cedió a sus requerimientos y le permitió acercarse. Él, diestro y buen conocedor de lo que a ella podía complacerla, le acarició los muslos, al principio muy suavemente para no despertar su rechazo, y a medida que advirtió su entrega aumentó la intensidad de sus caricias. Supo que estaba haciéndolo bien, porque ella no sólo se le entregó por completo, sino que demostró su contento de todas las maneras posibles. De pronto, ella se había enamorado perdidamente de él, y a partir de ese día fue ella quien comenzó a buscarlo, fue ella quien lo sedujo con la suave belleza de sus movimientos femeninos, y le demostró que ya no sabría vivir sin él. Él, que para entonces era un hombre de mediana edad, se dio cuenta de que ninguna mujer lo había amado así, que ninguna mujer había festejado su presencia de forma tan apasionada. Era verlo, y todo el cuerpo de ella se conmovía, corría a su encuentro, y se insinuaba como sólo una amante enamorada puede hacerlo. En una de esas ocasiones en las que ella mostró toda su pasión, él decidió que había llegado el momento. Apoyó una mano sobre la espalda de ella, y con la otra le introdujo suavemente en su único orificio una jeringa cargada del líquido mágico. Ella, la solitaria, la soltera, la que nunca antes había conocido el amor, puso dos huevos.
La grulla de cuello blanco es una especie en peligro de extinción, pero Chris Crowe, su cuidador, logró conquistar el corazón de Walnut, una preciosa hembra de esa especie. Walnut ha dado tantos descendientes que desde hace unos años ya no es necesario fecundarla, pero no obstante sigue para siempre enamorada de Chris, y Chris no está dispuesto a romperle el corazón por nada del mundo, porque sabe que cuando una grulla pierde a su pareja, jamás podrá sustituirla por ninguna otra. Por eso, todos los días sigue visitándola, sigue dedicándole palabras dulces, canta imitando el sonido de la grulla macho, y agita sus brazos como si fueran alas, algo que a ella la inflama de deseo. ¿Qué cosa es el amor? Afortunadamente, nadie lo sabe muy bien, y esta historia al menos sirve para reducir a cenizas todas las tonterías que las neurociencias anuncian. Si tanto se ha escrito y dicho sobre el amor, tal vez sea precisamente porque millones de palabras han sido necesarias para no decir la respuesta. Lo que es seguro, es que por ahora nada podría demostrar que el amor entre Chris y Walnut es menos verdadero que el de Romeo y Julieta. Casi me atrevería a afirmar que debido a lo radicalmente inaudito de su compromiso, es un amor mucho más valiente que algunos otros, un amor que nada pide a cambio, un amor que no tiene más remedio que amar en el otro la más pura diferencia. Un amor que por encima de todas sus imposibilidades, o quizá gracias a ellas, ha quedado fijado para siempre.
11-10-20 «OR4»
Le venía de familia. Como todos los suyos, era un viajero infatigable. Apenas tuvo edad suficiente, se marchó a recorrer mundo. Quería encontrar otros territorios y —cómo no— también una pareja. El problema fue que se aventuró demasiado. Cruzó el río a nado, y entró en una zona donde no lo miraban con mucha simpatía y vigilaban sus movimientos. Como el hambre iba con él a todas partes, debía robar para comer y muy pronto se hizo famoso por su habilidad para hacerlo sin que pudiesen detenerlo. A muchos eso les hacía gracia, en cambio a otros no les gustaba tanto, y se preguntaban por qué las autoridades dejaban entrar a esa clase de individuos en vez de devolverlos al sitio de donde
habían venido. Un frío día de diciembre la encontró, así, por azar, como nacen los amores verdaderos, y al instante supo que le convenía. Ella era hermosa, también una superviviente, una luchadora por la vida. Buscaron juntos una morada que no tardó en llenarse de los primeros hijos, o sea, de más bocas para alimentar. A ella tampoco le faltaban mañas para robar comida, y aunque muchos seguían protegiendo a esos inmigrantes, otras voces comenzaron a murmurar primero, y luego a gritar pidiendo justicia. Las autoridades sabían que la deportación no serviría para nada, porque esa clase de individuos siempre acaba volviendo. Para ellos, las leyes y las reglas no importan nada, y por esa razón, con muy buen juicio, prefirieron contratar a alguien para que vigilase a la pareja y evitara que se pasase de la raya. Mientras tanto, él seguía haciendo de las suyas, pero ahora estaba más justificado si cabe, porque los hijos lo esperaban en casa y no podía regresar por la noche sin nada que llevarles a la boca. Aunque fuesen ilegales, ellos también tenían derecho a vivir, a crecer fuertes, y a marcharse algún día como él lo había hecho. A ella la descubrieron una noche y la detuvieron. Le hicieron una foto y le pusieron una pulsera para tenerla controlada por radiofrecuencia. Fue la primera advertencia, pero él se las ingenió para quitarle esa cosa. Tiempo más tarde, el tipo encargado de vigilar a estos sin papeles con propensión a la delincuencia, lo vio a él. Podría haberlo detenido muy fácilmente, pero por alguna razón desconocida se inhibió y sólo le sacó una foto. Así empezó una historia que duró seis años. Una historia en la que recorrieron millas y millas, durante veranos e inviernos, y en la que él fue teniendo amores con otras, pero siempre cuidando de ellas y de los hijos que les hizo. Estaba en su naturaleza no ser fiel sólo a una, pero sí a sus principios sin excepción. Allí por donde iba, robando todo lo que se ponía a su alcance (pero siempre y sólo para comer, lo cual es una ley que debería estar por encima de todas las leyes), allí lo seguía el otro, haciendo lo que podía para que no se saltara las reglas todo el tiempo. Lo detuvo muchas veces, y otras tantas lo dejó marchar, movido por un sentimiento que no sabía explicarse a sí mismo, él, que precisamente se dedicaba a eso, a hacer cumplir la ley. Seis años pasaron. Seis años, y el pelo se les fue agrisando a los dos, y tal vez eso y alguna misteriosa conexión que a veces se establece entre dos corazones los convirtieron en enemigos que, de tanto conocerse, en el fondo se respetaban el uno al otro. Llegó un momento en que ya no podía seguir ofreciéndole más oportunidades. Cuando se cruzaban, cada uno sabía que esa historia no habría de durar eternamente. Lo detuvo una tarde en la que no le fue posible hacer más la vista
gorda, y lo metió tras las rejas. La sentencia iba a ser implacable, pero había llegado la hora de cumplir con su deber. Cuando todo parecía haber concluido, sucedió algo inesperado. Aquéllos que habían defendido al reo, que reclamaban su derecho a la vida, sembraron las redes sociales con mensajes y pedidos de firmas, hasta que lograron interesar a un juez que estudió el caso y decretó la puesta en libertad del acusado. Para él, que lo había detenido, en el fondo fue un tremendo alivio. Se conocían ya demasiado, y cuando eso sucede, cuando entre un renegado y su captor se forma un lazo que no necesita de palabras, es muy difícil hacer que la ley prevalezca. Libre de nuevo, llegó el año 2014, y aunque viejo y con algunos dientes menos, siguió siendo infatigable. En su larga carrera había dejado tras de sí una ristra de amores y un montón de hijos a los que nunca les faltó la comida. Muchos murieron en el camino, pero él tenía el corazón acostumbrado, porque siempre supo que su vida sería dura, más dura que las montañas que recorrió, más dura que la madera de los árboles que lo conocieron, más dura que el hielo de los inviernos, cuando hasta el río que una vez se atrevió a cruzar se convierte en una cinta de acero plateado. Fue una imprudencia que acabó pagando caro, pero con todo logró vivir muchos más años que otros que también lo intentaron y perdieron la vida. Por fin, el 31 de marzo de 2016, una bala lo alcanzó para siempre. Russ Morgan, que le había seguido la pista durante esos largos seis años, y que también había aprendido a blindar su corazón, se sentó en una piedra a guardarle unos minutos de respeto antes de llevar su cadáver a la reserva de La Grande, en Oregón. Le había perdonado centenares de ovejas, terneros, alces, pero el mundo en el que OR4 había nacido ya no era el de antes, cuando los lobos nacían, vivían y morían sin nombre. El mundo de ahora es un mundo en el que todo tiene una etiqueta, un microchip, un código de identificación, y deja una huella que no puede disimularse. «El hombre es un lobo para el hombre», escribió Hobbes. Olvidó que el hombre es un hombre para el lobo, y para sobrevivir como tal ya no es suficiente con ser un hábil cazador. También se necesita algo de suerte, y un tipo que mire para otro lado.
VII La locura como patrimonio universal de la humanidad
24-2-19 «Un apetito poco corriente»
Días atrás me referí a algunas vicisitudes del objeto oral. Pero he aquí que el azar no quiso que la cosa acabase aún. La vecina de María Soledad, una mujer residente en Madrid, se extrañaba de no verla desde hacía un tiempo. Preocupada, alertó a la policía. Cuando los agentes acudieron a la vivienda fueron recibidos por su hijo Alberto, de 26 años, quien al cabo de un rato explicó lo sucedido. En lo que ya se califica como el crimen más atroz del que se tenga constancia en la historia de España, Albertito confesó haber descuartizado a su madre en trozos minúsculos (están investigando cómo logró hacerlo), guardarlos en recipientes de plástico y comérselos poco a poco ayudado por su perro. «No tengo cura para mi locura», canta Alberto en un rap que él mismo grabó con su móvil. Por lo visto, tenía también vocación de poeta. ¿A qué sabrá una madre? Posiblemente las haya de distintos sabores, pero para Alberto la suya debía de estar suculenta, puesto que no le bastó con matarla y descuartizarla. Por ahora (pero no hay que apresurarse, porque la noticia es de antes de ayer) el crimen no se ha calificado como violencia de género ni machista, aunque en cualquier momento a algún colectivo se le ocurra la idea. Comerse a la madre, finalmente podría ser el acto de amor supremo. En verdad lo es, si recordamos lo que Freud dice sobre el canibalismo: la más primitiva forma del amor, la incorporación del rasgo esencial del otro para conservarlo eternamente dentro de uno mismo. Lacan dice algo semejante con su hermosa frase «Amo en ti, más que a ti. Yo te mutilo» ¿Qué amaría Alberto en su madre? Seguramente no lo sabremos nunca, puesto que a ningún psiquiatra forense se le ocurriría una indagación semejante. A veces olvidamos que la prohibición que funda la condición humana no es la del incesto, sino la del canibalismo. Como resto primario ha subsistido en
algunas formas rituales. Freud lo afirma en su extraordinario ensayo Tótem y Tabú, y en su novela The Road Cormac McCarthy retoma esa tesis al recrear un mundo pos-apocalíptico en el que los hombres han experimentado una regresión tan primaria que se devoran unos a otros. No es necesario aventurarse tan lejos para comprobar tal estado de cosas. La cuestión es que Albertito se ha dado el gusto de su vida. Convengamos en que si la satisfacción absoluta no existe, a él no le ha faltado mucho para conseguirla. ¿Será esta clase de banquete lo que más puede aproximarse? En la variedad está el gusto, lo cual se aplica también a la verdad. Con las pulsiones se pueden hacer cosas de lo más diversas. Mientras unos ayunan, otros comen a sus madres. Bueno, no exageremos. Esto último todavía no se ha puesto de moda.
24-3-19 «Malos tiempos para los zorros»
Según las observaciones de los astrónomos, el eje rotatorio de la Tierra está cambiando de posición. El planeta está alterado por el cambio climático y ya no gira del mismo modo que antes. Nada gira de la misma manera y las transformaciones se aceleran de forma vertiginosa. La incertidumbre es tal que hay demasiadas oportunidades para que los discursos más reaccionarios encuentren cabida y prosperen. Al mismo tiempo, semejante dislocación convive con aquello que el psicoanálisis ha descubierto como perseverancia o tal vez obstinación de la estructura por repetirse. Hace pocos días, un zorro entró en un corral de gallinas de un criadero en la Bretaña sa. No cayó en la cuenta de que se trataba de una instalación ultra moderna, con puertas que se cierran automáticamente al caer la noche y que lo dejaron atrapado dentro. Las gallinas, ni cortas ni perezosas, lo mataron a picotazos. Son los nuevos tiempos, que claman por otra justicia. Los biólogos dicen que es un fenómeno raro, pero yo creo que hasta las gallinas están decididas a ponerse a tono con la época. Por otra parte, la gloriosa gesta de las mujeres no debe caer en el tópico de que ellos tienen la vida más fácil. Esa idealización de la masculinidad poco favor le hace a la causa femenina. El 8 de marzo pasado en Zaragoza un joven británico fue encontrado deambulando por la calle desangrándose y con el pene amputado. Había puesto un anuncio ofreciendo contratar a alguien para que lo castrara y al
mismo tiempo filmara todo el evento. Como la tasa de desempleo es muy alta, no le fue difícil encontrar un candidato para la tarea. La policía halló el miembro amputado en la casa del chico y un equipo de cirujanos (en España tenemos algunos de los mejores del mundo) lograron reimplantarlo. Reacción muy loable, tanto la de la policía como la de los médicos, pero que probablemente sólo sirva para que el inglés, horrorizado ante el retorno de aquello de lo que necesitaba librarse, vuelva a intentarlo. Valga este ejemplo para entender que esa cosa que los hombres llevan entre las piernas da tantas satisfacciones como penurias, y en ocasiones más de las últimas que de las primeras. La virilidad puede ser una desgracia, lo es para muchísimos hombres. No para todos, seguramente, pero a nadie le sale gratis adquirirla (aunque el precio no sea siempre tan caro como el de este súbdito de Su Majestad) y para colmo con resultados que en muchos casos dejan bastante que desear. Muchos hombres son, en el fondo, el esfuerzo de invención por parte de una mujer. Si ella se retira, él se desploma. Por eso hay quienes no pueden soportar que un buen día ella se de la vuelta y lo deje plantado. La desgracia de un hombre acaba así en tragedia para la mujer. De nada sirve adoctrinar a una mujer para que deje de tutelar a un pobre infeliz o a un paranoico de cuidado. Para ella eso puede ser el máximo desafío de su vida, la empresa personal más importante. El coach que se empecine en convencerla de que está haciendo un negocio ruinoso se llevará un chasco. Los desfiladeros del goce son torcidos, laberínticos, perversamente secretos. A veces resisten a cualquier cosa, incluso a los discursos más iluminados. Es imprescindible poder transmitir lo que el psicoanálisis nos enseña al respecto, porque si «lo personal es político», el psicoanálisis algo sabe sobre lo personal…
14-4-19 «¡Mucho cuidado: las vacunas las carga el diablo!»
Si alguien necesita alguna prueba suplementaria para itir el axioma de que todo el mundo delira, repasemos la noticia de la epidemia de sarampión que se ha desatado en Brooklyn, enfermedad que había desaparecido de Estados Unidos. Las autoridades han descubierto que el foco del brote se originó en un sector de la comunidad judía ortodoxa, donde existen muchos padres que se oponen a la vacunación de sus hijos. El alcalde de Nueva York prepara un
decreto de vacunación obligatoria, prohibición de que los niños no vacunados asistan al colegio o entren a los centros comerciales (las noticias no explican cómo se evitaría esto último), y multas de hasta 1.000 dólares a los padres que se nieguen a vacunar a sus hijos. La polémica se desata como un reguero de pólvora y muy pronto sobrevuela el fantasma del antisemitismo entre los judíos neoyorquinos, alimentado por algunas amenazas reales. Consultados, los rabinos explican que no existe ningún fundamento religioso para que algunos padres se nieguen a vacunar a sus hijos. La razón es otra: el convencimiento de que la vacuna es la causa del autismo. En el año 1995, la señora Rosemary Kessick era una consultora financiera residente en Londres que se había visto obligada a abandonar su trabajo debido a una tragedia familiar: su segundo hijo, que según su propio relato había nacido sano y se desarrollaba feliz siguiendo las líneas ejemplares de los más modernos manuales de crianza, comenzó a padecer severos síntomas intestinales seguidos de un trastorno regresivo que culminó en un autismo grave, con pérdida del lenguaje y o social. Para la señora Kessick, la causa de lo que había sucedido era inequívoca: su pequeño William había desencadenado el cuadro intestinal pocos días después de haber sido vacunado con la Triple Vírica, una vacuna que inmuniza contra las paperas, la rubeola y el sarampión. Los médicos no estaban dispuestos a secundar su teoría, y en su desesperación se dirigió al Royal Free Hospital de Londres para entrevistarse con el doctor Andrew Wakefield, por entonces un reputado especialista en enfermedades intestinales. El doctor Wakefield no había visto jamás un caso de autismo, pero ante la angustiada y obstinada presión de la señora Kessick aceptó investigar al niño mediante una colonoscopia. Para su sorpresa, el tracto intestinal de William presentaba un tipo de inflamación y de lesiones nunca antes observadas. Al año siguiente, Andrew Wakefield publicó un artículo en la prestigiosa revista The Lancet en el que afirmaba haber encontrado una conexión entre el virus del sarampión inoculado por la vacuna y el autismo. Rosemary Kessick, que había creado una asociación denominada «Autismo Alérgicamente Inducido», se convirtió en una militante activa difundiendo mediante toda clase de foros y entrevistas el descubrimiento del doctor Wakefield. La señora Kessick convirtió su drama personal en una cruzada contra la vacunación. Descubierto el fabuloso fraude orquestado por el doctor Wakefield, éste huye a Estados Unidos tras ser obligado a dimitir de las instituciones británicas en las que trabajaba. Allí no tarda en encontrar seguidores, algunos de ellos de gran importancia mediática, como Jenny McCarthy, una modelo de Playboy convertida al periodismo y madre de un niño autista. Jenny, al frente de un programa televisivo con una enorme audiencia, adopta una defensa apasionada de las teorías antivacunas del doctor Wakefield,
incluso después de ser galardonada con el Pegasus Award, un premio satírico que otorga la Fundación Educativa James Randi a aquellas personas que contribuyen a la difusión de la pseudociencia. Finalmente, el doctor Wakefield es privado de su título de medicina y retirado judicialmente del ejercicio profesional. Rosemary Kessick continúa su campaña antivacunación y es autora de dos libros: Autismo y dieta, y Autismo y trastornos gastrointestinales, en los que persiste en sostener la correlación entre autismo y enfermedades gastrointestinales. Una madre presumiblemente psicótica, un médico estafador y las turbinas de las redes mediáticas hicieron su trabajo, calando en algunos padres chiflados que pese a todo siguen creyendo que las vacunas son obra del Maléfico. Ahora ya no queda claro si las vacunas son un invento antisemita, si los judíos están organizando una campaña secreta para propagar el sarampión por todo el mundo, si la causa del autismo es la comida kosher, o si la revista Playboy es contagiosa. Los rabinos tratan de inocular un poco de sentido común, las autoridades de Nueva York no saben bien cómo atajar la epidemia, y los antisemitas aprovechan para agitar este cóctel y pintar esvásticas en los árboles de Williamsburg. Todo el mundo delira, a muchos les salen ronchas, y mientras tanto lo real se ríe a carcajadas… Moraleja: lo más grave de todo no es el sarampión, ni los locos antivacunas, ni los médicos sin escrúpulos. Lo espeluznante es que la inconsistencia de la verdad da alas a la mentira y la vuelve invulnerable. De nada sirven las aclaraciones, las explicaciones, los desmentidos ni las campañas informativas. Cuando la flecha mentirosa se clava en la diana del goce de cada cual, ya no hay quien pueda arrancarla.
28-7-19 «Amar bajo el fuego»
Alguien que ocupa un lugar preeminente en mi vida me ha enviado una foto. La tomó días pasados en Vietnam, ese país donde el ejército americano arrojó 70.000 millones de litros de Agente Naranja, una de las sustancias más tóxicas después del plutonio. A la vista de la fotografía, es difícil imaginar que tan sólo algunas décadas atrás todo aquello se transformó en un infierno. Fueron
necesarios incontables esfuerzos, y la ayuda de la fuerza de la vida, para que la tierra arrasada pudiera recobrarse. Con la misma tenacidad con la que los seres humanos son capaces de destruirlo todo, pueden asimismo volver a poner el mundo en pie. Algunas personas —las que no me conocen mucho— piensan que lo que escribo aquí refleja una visión pesimista. El hecho de que todos los días me dedique a darme una vuelta por el Manicomio Global y escriba los domingos una pequeña crónica de lo que encuentro, no me convierte en alguien sombrío. Al contrario, no dejo de asombrarme ante el milagro de que, a pesar de todo, seguimos aquí. De que la vida se empeñe en perseverar, aún con todos los obstáculos que le ponemos, pero a veces incluso con nuestra ayuda. Me identifico con el «hombre absurdo» del que hablaba Camus, el hombre que tiene que confrontarse a la irracionalidad del mundo y asumirla para que la existencia tenga algún sentido. Asumirla no es resignarse a la fatalidad de las cosas, ni a la inexorable propensión del animal que habla para actuar como Sísifo, condenado a una repetición sin fin. Ni siquiera Kafka, con su terrible ironía, nos enseña eso. En la fotografía se muestra la hermosura de los cultivos en terrazas, la marca que el discurso deja en la montaña. El mismo discurso que puede incendiarla, también pude esculpirla, convertirla en una obra de arte. La naturaleza posee su belleza propia, pero no es artista. Sólo el hombre puede serlo, precisamente porque sólo para él el mundo posee un misterio inexplicable. Los otros animales no necesitan explicarse nada, les basta con ser. No sólo con el sudor de los cuerpos se logra tallar la montaña, convertirla en una obra de arte. Se requiere también el concurso de Eros, el pequeño dios que sigue vivo aunque los hielos se derritan y los bosques ardan y nos entreguemos tantas veces a nuestros juegos malditos. Porque en el medio de toda esa locura, otra locura sigue renaciendo cada día, la locura que convierte montañas en obras de arte, que abraza los cuerpos, la locura que cura, que cicatriza la piel que tarde o temprano volveremos a romper. Tal vez el amor esté llegando a su extenuación, agotado de hacer su labor durante milenios, interponiéndose en nuestro autodespedazamiento, pero todavía no se ha rendido. Miro la fotografía, y pienso que mientras todo aquello sucedió, mientras la locura lo incendiaba todo, al mismo tiempo la otra locura no cesaba de llevarse a cabo. Y la gente se amaba, se arrimaba, se besaba, se abrazaba. Y juntaron sus bocas y sus sexos y se amaron locamente mientras todo estallaba en pedazos, porque así somos, y aún en el medio de lo peor los hombres y las mujeres le hacen sitio a esa otra locura que nos salva de la locura definitiva.
1-9-19 «El padre: un fiasco absoluto»
«Almas veganas». Así se llama la página web donde un grupo de «persones» — empleo sus propios términos del llamado «lenguaje inclusivo»— explican las razones por las que han fundado un santuario animal en España. Lo de inclusivo no es del todo cierto, puesto que uno de los objetivos del santuario es separar a los gallos de las gallinas para que no las violen (si alguien no me cree, que por favor se meta en Google. Es gratis y se tarda apenas unos segundos). Aunque iten que el gallo obedece a su naturaleza, el hecho de que los humanos lo hayamos permitido, que aceptemos esa inmemorial violación diaria de los gallos a las gallinas, constituye por nuestra parte una complicidad con el sistema patriarcal. Un vídeo que está dando vueltas por todas partes muestra a les integrantes del grupe arrojando unos huevos al suelo y proclamando que son de las gallinas, por lo que apropiarse de ellos constituye un delito. Si son de ellas, en mi humilde opinión no deberían romperlos, pero probablemente no entiendo el sentido de esta acción revolucionaria. Ni en el vídeo ni en el manifiesto de la página web se explica cuál es la propuesta alternativa, puesto que a menos que se emplee alguna técnica de reproducción asistida no se sabe muy bien si las gallinas habrán de extinguirse. Según las gentes que entienden de estas cosas, los huevos que no están fecundados no dan pollos. Si los pollos no nacen de huevos fecundados por gallos violadores, el problema tiene difícil solución, al menos mediante los métodos tradicionales. Es un círculo vicioso tremendo, porque los métodos tradicionales, su propio nombre lo indica, se basan en la tradición, que como sabemos es lo peor del Padre. De momento los gallos del santuario «Almas Veganas» están tranquilos, probablemente a la espera de que se les asigne un abogado de oficio. Tendrán que responder de graves cargos, pero tienen la ventaja de que ignoran por completo lo que les aguarda. Tal vez me equivoque, y los gallos sean también sujetos del inconsciente, en cuyo caso hay que itir su responsabilidad en lo que ha venido sucediendo. Como he nacido en el corazón de Buenos Aires, mis conocimientos sobre biología de corral son muy escasos, por lo cual no puedo opinar si las gallinas han sido víctimas de acoso y maltrato por parte de sus congéneres machos, pero tampoco está muy claro si han sido consultadas al respecto. No sabemos si la gallina goza, o en qué puede consistir el goce gallináceo, si acaso existe alguno. Es muy sugerente el nombre de este grupo ecoanarquista. El hombre piensa con su alma, aseguraba
Aristóteles, y Lacan lo retorció un poco: el alma es lo que se piensa del cuerpo. Es bastante evidente lo que «Almas Veganas» piensa del cuerpo: algo inmundo, que habría que desexualizar por completo. El sexo es la maldición de la que ni los animales se salvan, por eso es conveniente separarlos para que no sucumban a las pasiones de una naturaleza que lleva el germen del patriarcado. Para colmo, esto tiene graves connotaciones políticas porque —según el manifiesto del grupe — comer huevos de gallinas violadas es fascista (sic.). Por lo visto, son persones con una gran empatía y aseguran (sic. otra vez) que los gallos practican sexo no consentido. Es una ordinariez por mi parte aclarar a los lectores de fuera de España que aquí el término «gallina» tiene sus connotaciones, puesto que en el lenguaje coloquial se emplea también para designar a persona humana del sexo femenino. También puede decirse «pavo» respecto de un hombre, lo cual le viene como anillo al dedo, pero no voy a disgregarme demasiado. Por suerte, los psicoanalistas estamos libres de toda sospecha: para explicar la angustia Lacan emplea una metáfora muy ilustrativa, la de la mantis religiosa, que tras copular con el macho le arranca la cabeza. Yo creo que va siendo hora de que cambiemos este antiguo logo de Edipo delante de la Esfinge por uno más actualizado, el de la mantis religiosa, que por razones aún no dilucidadas no se ha sometido al sistema patriarcal. Se nos podrá entonces acusar de explotación indebida de imagen, pero será un mal menor. La multiplicación de los géneros puede acarrear un inconveniente: la ablación del sexo. No tengo ninguna duda de que el alma de este grupo no tiene ninguna intención consciente de hacer algo así y tampoco me corresponde interpretarles ese alma, que en definitiva no es otra cosa que aquello con lo que nos defendemos del mundo. Por eso, la denuncia del patriarcado y del paradigma neoliberal se enriquece mucho cuando abreva en las aguas del psicoanálisis. Cuando se hace de manera apasionada, sólo con los pensamientos del alma, a veces acaba por desovar en cualquier ideología.
6-10-19 «¿Niño, niña, trans, bi, neutro? Por favor, ¡no faltes a la fiesta!»
No tenemos un término exacto en nuestra lengua para expresar lo que en la cultura anglosajona, en especial en Estados Unidos, se conoce como «gender reveal», que literalmente significa algo así como «revelación del género». Se
trata de una celebración que desde hace unos años se ha puesto de moda y se extiende por el mundo, consistente en reunir a familiares y amigos para dar a conocer el sexo del bebé que una pareja o una madre soltera están esperando. Los métodos para anunciarlo pueden ser una tarta que por dentro es de color azul o rosa, un cañón que lanza papel o confeti con el color correspondiente, bengalas de humo u otros artefactos. Una empresa incluso ha creado una lasaña cuyo relleno puede ser azul o rosa y que se encarga a domicilio. Existen varias compañías (cómo no) que se ocupan de organizar estas reuniones y los padres pueden contratar las distintas opciones. Como la gente es ingeniosa, no falta el que ha tomado la iniciativa de hacerlo por su cuenta y con variaciones originales, como un padre que le dio de comer un melón relleno de caramelos azules a un cocodrilo y casi pierde una mano, o ese otro que al encender una bengala y correr presa de alegría y felicidad por el campo donde había reunido a los invitados, prendió fuego sin querer a varias hectáreas causando unas pérdidas de 8 millones de dólares por los que aún debe responder. Otros, más estereotipados aún, utilizan los símbolos de las pistolas y la purpurina, según se trate de un varón o una niña. No vamos a criticar a los americanos por esta clase de ocurrencias, puesto que gente estúpida hay en todas partes, pero lo cierto es que estas fiestas se han convertido en una suerte de ceremonia laica que cuenta con millones de adeptos. También, como sucede con todo aquello en lo que el sexo está involucrado, arrecian las críticas de quienes consideran que las «gender reveals» y las empresas que las ofertan no dejan opción a las formas no binarias de género y —más aún— cuestionan que mediante tales prácticas se está promoviendo una identidad sexual antes de que el bebé nazca, como si eso no fuese a suceder incluso aunque esta clase de fiestas se suprimiera por decreto del Senado. Hay opiniones y gustos para todos, pero si lo miramos con un poco de distancia, el fenómeno pone una vez más de relieve la necesidad humana de respaldar simbólicamente ciertos acontecimientos. La «gender reveal» es fundamentalmente una ceremonia destinada a la futura madre, que por regla general ya no cuenta con el apoyo del saber femenino sobre la maternidad. La estructura familiar, al menos en ciertos países, no provee más esos recursos, de allí que la gente tenga que buscar otras fuentes donde alojar la incertidumbre de la parentalidad. Para eso sirve también la «baby shower», otra fiesta generalmente reservada sólo para la madre y las mujeres amigas y familiares, en la que la futura parturienta recibe toda clase de regalos para el bebé. De forma lúdica le brindan también ciertas explicaciones, como pañales rellenos de chocolate y puestos al microondas para que la primeriza «aprenda» a reconocer los olores de su futuro hijo… Por otra parte, estas celebraciones indican algo más. Antes de que los métodos técnicos evolucionaran y se pudiese conocer el
sexo del bebé mediante un simple test a las diez semanas del embarazo, o monitorizar en 3D las imágenes del feto, existían métodos curiosos, fórmulas imaginarias cuyo saber estaba en posesión de algunas mujeres, como adivinar el género según la forma que adoptaba el vientre, el tipo de «antojos» de las embarazadas, el modo en que un anillo atado a una cinta se balanceaba cuando se colocaba por encima de la panza, la modalidad y duración de las náuseas y otras artimañas. Al menos en cierta parte del planeta estas magias se han perdido, puesto que la técnica barrió el misterio del género del futuro bebé. En ese sentido, las «gender reveals» son también un modo de recuperar algo de la antigua expectación y la sorpresa. Para que los padres puedan vivir esa emoción, se acostumbra ahora que un familiar o un amigo recoja los análisis, de modo que la noticia sea desconocida por todos hasta el momento de la fiesta. En el medio de la extraordinaria desorientación actual, estas ceremonias (completamente industrializadas y que mueven insólitas cifras económicas) tal vez logran suplir un poco el desfallecimiento de la paternidad, mediante el recurso ya generalizado de que lo más íntimo se vuelva objeto de exhibición. Las «google moms», las madres que no deciden para sus hijos absolutamente nada que no haya pasado por el filtro de los foros de Internet o los grupos de WhatsApp, son un buen síntoma de ello. El viejo adagio de que la madre es «certísima» ha pasado a la historia. Ahora, para las nuevas generaciones, lo único cierto es lo que Google cuenta.
13-10-19 «El capitalismo emite un sonido especial y algunos no pueden dejar de oírlo»
Si Faulkner —autor de El ruido y la furia— volviera a nacer, podría escribir una nueva obra que se titulase La furia del ruido. Sería también un best-seller. El ruido nos está volviendo locos, a algunos más que a otros, pero aumenta de forma exponencial: se triplica cada treinta años. Estamos familiarizados con la contaminación visible, pero hay una que no se ve, sólo se siente: la polución acústica. Del mismo modo que la oscuridad es cada vez más escasa, el silencio se extingue. Si alguien quiere gozar de él, tiene que pagarlo muy caro. Seis mil dólares por día en algunos lugares que se promocionan como «reservas naturales
del silencio». Los pobres meten barullo, porque el ruido distrae. Agita el cuerpo y sirve para olvidar algunas cosas, pero a partir de cierto grado se convierte en un infierno. El ejército norteamericano utiliza temas de Kiss, Eminem y algunos otros músicos como método de tortura en Irak y Guantánamo. Los pasan a todo volumen y no hay quien aguante eso. Pero no es indispensable el volumen para que el ruido llegue a volvernos locos. Una chicharra que canta por la noche puede ser suficiente para arrancar a alguien de sus bisagras. El mundo ya no se concibe sin ruido, sonidos y músicas. Cuando nos mantienen a la espera en una llamada, mientras comemos en un restaurante o tomamos café en un bar, literalmente nos asalta la música. En cualquier lado un coro polifónico de bings, pops, pings, clocs, rings, tics, ñics, fluye de los teléfonos móviles anunciando la entrada de wasaps, tuits, correos, mensajes, noticias. El ruido nos persigue por todas partes y a todas horas. Por Internet se pueden comprar dispositivos que emiten sonidos espantosos para vengarse de los ruidos que hacen los vecinos. La Guerra de los Rose es ahora la Guerra de los Noises. Stéphane Pigeon, un ingeniero procesador de sonido, es el creador de una verdadera enciclopedia de ruidos y sonidos (myNoise.net). Ha grabado miles, en una frecuencia uniforme para ayudar a la gente a familiarizarse con los más insoportables y deleitarse con los que ayudan a dormir. «El ruido se ha emancipado de la mano del ser humano, convirtiéndose en algo autónomo e inagotable», escribe Bianca Bosker en The Atlantic. No sé si ha leído a Lacan, pero lo parece: el ruido es la externalización del tormento de la lengua, y la psicosis generalizada contemporánea lo disemina por todo el planeta. Desde hace años, hay gente que escucha un ruido del que no puede aislarse. Es un fenómeno que se extiende cada vez más. Recorren consultas de médicos, psiquiatras, y psis de todas las categorías. Hacen denuncias. El ruido, ¿suena dentro o suena afuera? A eso se lo conoce como «The Hum», el zumbido. Se estudia en todo el mundo y no hay nada concluyente. Se forman asociaciones de personas que escuchan ese zumbido. Son legiones. Otros, como lo dice el evangelio, tienen oídos para no escuchar y por ende no oyen nada. Los del zumbido no están tan zumbados como parece: ahora ya se sabe algo a ciencia cierta (nunca mejor dicho). Los silos donde se almacenan gigantescos servidores de Internet y bases de datos, emplean refrigeradores para que la temperatura no haga explotar los sistemas. Los refrigeradores producen exactamente esa clase de sonido que muchos escuchan. La tecnología tiene su propia voz, que no duerme, no descansa, y no cesa nunca. Esa voz cada vez grita más fuerte y de ese modo se consigue que todos oigan pero no escuchen nada. A algunos eso les viene de maravilla para alejarse de sí mismos, porque el silencio puede ser peligroso y dar lugar a descubrimientos indeseables. Quizás muchos de los que se tapan los oídos con auriculares y
escuchan música todo el día en realidad no procuran aislarse del mundo, sino tomar recaudos respecto de su propio inconsciente, que posiblemente respira más y mejor en ambientes silenciosos. Por eso hay tanta gente que prefiere llenarse de ruido.
3-11-19 «No sé si estoy vivo o muerto y se me acabó la batería del móvil»
Que la mayoría de los medios de prensa en casi todo el mundo hayan incluido en los últimos años una sección denominada «Parentalidad», es indicativo de que los padres están cada día más desasistidos. La posmodernidad bien podría ser concebida en estos términos: el período histórico caracterizado por la máxima dificultad para saber qué es una persona adulta. Los criterios anteriores seguramente eran arbitrarios. Ahora ni siquiera eso, y por ese motivo uno tiene que apoyarse en las aplicaciones. Las destinadas a la cuantificación de los bebés sirven para eso: suplencias a las que los padres se agarran, un torrente de datos del que esperan alguna iluminación. Llevar la contabilidad de las cacas diarias, la pulsación cardíaca y el nivel de metano en el aire de la habitación es un síntoma bien elocuente. Cuando lo simbólico se pulveriza, hay que tramitar la angustia mediante cifras. Claro que al final las cifras no calman ninguna angustia, más bien acaban aumentándola. La insensatez de los datos que arroja el monitoreo de los pequeños seres sólo consigue convertir en pavor la incertidumbre y el agotamiento de los padres. En el fondo, toda esta parafernalia al servicio de la seguridad de los niños ha multiplicado de forma exponencial el temor a su muerte. No está claro si gracias a estas tecnologías los niños se mueren menos que antes, pero lo que es seguro es que los padres viven muertos de miedo. La vulnerabilidad psicosomática cada vez mayor de los niños (alergias, fenómenos de inmunodeficiencia y otros de los que antes no se tenía constancia) es una suerte de alegoría de la creciente debilidad de la función paterna (lo cual no significa que esto último sea su causa, lo aclaro bien claro). La muerte, así como el amor en su sentido más amplio, siguen siendo las dos fuerzas que todavía no se dejan dominar del todo por ningún sistema político ni algorítmico. Nos matamos de mil maneras y a la vez no dejamos de soñar el sueño de la eternidad. En varios centros médicos se experimenta la «animación
suspendida», un método para inducir mediante una crionización controlada un estado de muerte artificial en personas que agonizan como consecuencia de un accidente grave. Eso permite intervenir quirúrgicamente para luego «resucitar» al paciente sin que se produzcan daños celulares irreversibles. Una extraordinaria paradoja: ganarle la mano a la muerte (la más antigua fantasía demiúrgica) «matando» primero. Seguramente llevamos haciendo esto desde que brotamos del humus del lenguaje, pero no nos dábamos cuenta. Ahora se le empieza a encontrar nuevos usos. De la amada muerta a la muerte amada, el romanticismo es ejemplar al respecto. En un pequeño pueblo de Escocia llamado Dumbarton existe un hermoso puente desde el cual los perros se suicidan. Hay teorías y explicaciones para todos los gustos intentando abordar ese fenómeno tan curioso. Algunos dicen que el puente es un «thin place», una expresión que en la mitología celta se refiere a un lugar donde el cielo y la tierra se juntan. El caso es que allí a los perros les da por suicidarse. Los humanos no somos tan sofisticados para eso. Si se nos cruza la idea, cualquier sitio nos viene bien. Judith Butler —aguda— se pregunta si Donald Trump no será un suicida, porque la pulsión de muerte puede operar «en momentos de triunfalismo, de audaz demostración de poder o fuerza, o en estados de convicción extremos». Y, por el contrario, también en los tiempos del pensamiento débil. Quizás el pensamiento siempre lo ha sido, mucho más que la carne, y por eso necesitamos cada vez más que las aplicaciones piensen por nosotros. No sólo para ejercer de padres: también para comprobar si seguimos vivos.
17-11-19 «Con mi caballito sueño, sueño, sueño» (canción de cuna)
La tesis central que puede descifrarse en El retorno del péndulo, el libro que surgió como resultado de mi conversación epistolar con Zygmunt Bauman, es que el mundo líquido fue parte de un programa histórico que se compuso de tres tiempos lógicos. Primer tiempo: la disolución de los marcos narrativos ideológicos, morales, religiosos, políticos, para crear una etapa «indecidible» en la que todo es válido y discursivamente asimilable. Ese primer tiempo se
argumentó bajo la cobertura de varios elementos que configuraron un dispositivo coordinado: perversión de la libertad de expresión, exaltación de la corrección política, prédica de la felicidad como conquista individual y acentuación de la singularidad fuera de cualquier marco ético. Segundo tiempo: la creación a escala mundial, a través de los mecanismos posibilitados por Internet, de un sinnúmero de comunidades aglutinadas en torno a creencias, valores y narrativas polivalentes, todas ellas amparadas en la neblina moral con la que el renovado paradigma neoliberal itió la nueva pluralidad discursiva. El lema de este segundo tiempo ha sido: «Be yourself». «Sé tú mismo». No importa que ese «tú mismo» sea una falacia idiota. Lo fundamental es que ha dado respaldo a que el yo de cada uno —ese disfraz con el que todos nosotros nos vestimos cada mañana— se convierta en algo socialmente legítimo cualquiera sea la forma que adopte. Una vez obtenida la disolución de los límites y de los bordes éticos, llegamos al tercer tiempo: el retorno del péndulo, la restauración de un pensamiento totalitario perfectamente compatible con las estructuras democráticas. Se podrían encontrar centenares de ejemplos actuales, pero uno de los más asombrosos es la comunidad «My Little Pony: Friendship is Magic» («Mi Pequeño Poni: la Amistad es Magia»). Probablemente todo el mundo ha jugado alguna vez con ese simpático caballito de juguete, creado hace unas décadas y que con el paso de los años dio lugar a toda una industria, dibujos animados, cómics y millones —sí, millones— de seguidores en todo el mundo. Hasta aquí no hay nada llamativo. Lo sintomático comienza cuando nos enteramos de que esa comunidad no sólo está integrada por adultos, sino que ha surgido una subcultura que se denomina «My Nationalist Pony», formada por individuos de extrema derecha que profesan ideas neonazis y a la vez mantienen un vínculo fetichista con el caballito. Han creado un personaje femenino, «Arianna» (una alusión a la raza aria), una versión del poni con uniforme de las SS y una cruz esvástica en una pata. 4chan, la plataforma de Internet que ha logrado convertirse en una de las más influyentes en todo el planeta (según los sondeos de medios tales como la revista Time, The Guardian, The Washington Post, la BBC y otros), ha alcanzado su éxito inaudito debido a que aloja en su interior un inmenso número de páginas webs de contenido anónimo, donde todos pueden participar sin comprometer sus datos personales y en la que es posible encontrar pedófilos, anarquistas de izquierda y de derecha, supremacistas blancos, defensores del medio ambiente, detractores del cambio climático, negacionistas del Holocausto, protectores de los animales, tierraplanistas y tutti quanti. En ese espacio se organizó un encuentro virtual entre los fans de My Little Pony que adoran los valores de la amistad universal y los que también coleccionan caballitos y son iradores de Hitler. Aquí es donde se produce la
alquimia más inaudita de la historia: el enfrentamiento poco a poco se disuelve y finalmente los fanáticos de un lado y de otro le restan importancia a todo, bajo la explicación de que en realidad se trata de un mero juego. ¿Hitler? Un apellido como cualquier otro. ¿La esvástica? Un simple dibujito. ¿El odio a los negros? Bueno, ¡hay que tener muy poco sentido del humor para tomarse eso en serio! Todo es una gran broma, una mueca, la realidad no es más que un videojuego y la vida sucede en el cuarto de cada uno frente a la pantalla del ordenador. Mientras tanto, hay otros actores que aprovechan la partida, los flautistas de Hamelin que van conduciendo hacia el suicidio a estos millones que juegan con sus caballitos de juguete. Otra definición de la posmodernidad: el período histórico en el que una gran parte de la población mundial no logró abandonar la minoría de edad. Los análisis políticos ya no pueden comprender absolutamente nada si se desconoce que el goce es el verdadero sustrato del pensamiento, y que nadie adhiere a ninguna idea a partir de las ideas.
24-11-19 «Odor de fémina»
Muchos guerreros que salen al mercado de las startups llevando el cuchillo en la boca acaban con el rabo entre las piernas y gigantescas deudas con bancos, amigos y familiares. El sueño del emprendedor que de la noche a la mañana da el salto y aterriza en la tierra bendita de los multimillonarios, comienza a revelar su verdad: la de un espejismo en el desierto donde nueve de cada diez vagan perdidos o mueren de sed. En los últimos tiempos, el secreto mejor guardado del mundo de las startups ha salido por fin a la luz: la depresión y el suicidio se ciernen sobre las cabezas de los jóvenes empresarios que buscan desesperadamente hablar sobre lo que durante años han callado: los fracasos, las penurias, los dramas personales, la vergüenza y la culpa por no alcanzar los objetivos. Los suicidios han disparado las alarmas, advirtiendo del peligro de una fórmula perversa: la combinación de una coyuntura comercial y financiera agonizante y la necesidad de ocultarla. La más mínima muestra de debilidad puede ahuyentar al último inversor, de tal modo que mantener el semblante a toda costa acaba muchas veces en el colapso o la muerte. Un emprendedor anónimo publica en Quora, el boletín de Google: «Me sentía un fracasado por
sentirme débil y más débil aún por sentirme un fracasado». La lectura de docenas de historias de jóvenes emprendedores que se han precipitado en la depresión ante el estallido de sus sueños, muestran algunos parámetros comunes que conviene aislar. Por una parte, la creencia en el «para todos» del credo neoliberal, es decir, la confianza ciega en un discurso que promueve el ideal de un método para llegar a multimillonario y que depende del esfuerzo y la habilidad personal. El mercado es siempre sabio e inocente, una suerte de dios ecuánime que da a todas sus criaturas las mismas oportunidades. Si alguien (y aquí se acaba el «para todos») no sabe aprovecharlas, no posee la fuerza o el talento suficiente para triunfar, habrá cometido el pecado de flaquear, y por lo tanto no merece formar parte de un mundo en el que sólo los que beben las mieles del éxito son bienvenidos. Cuando el dinero es uno de los índices de medida fundamentales del yo ideal, un tropiezo económico es mucho más que un contratiempo de cash flow o el riesgo de una quiebra. Si el yo ideal se proyecta sobre la imagen del triunfo material como signo de reconocimiento social y de identidad para sí mismo y el Otro, la amenaza de ruina se abate sobre el yo, siguiendo el ciclo explicado por Freud en su estudio de la melancolía. Además de instructiva, la historia de Austen Heinz posee todos los ingredientes de la nueva locura a la que puede conducir la omnipotencia tecnológica. Heinz tenía un largo historial psiquiátrico desde su adolescencia. A los 23 años sale de un ingreso y decide recorrer Estados Unidos en moto, volcando su experiencia en su libro Life without a windshield («La vida sin parabrisas») publicado con el seudónimo de Austen James. Tras completar sus estudios de ingeniería electrónica en Seúl y doctorarse en biología, funda Cambrian Genomics, una empresa pionera en la fabricación artificial de ADN, tejidos humanos y organismos vivos. El éxito es superlativo y muy pronto Austen Heinz se convierte en la promesa de ser el Steve Jobs de la genética, convencido de que su compañía será capaz de modificar el organismo humano y dotarlo de capacidades biológicas superiores. Pero aquí viene lo mejor (o lo peor) de este joven, cuyo entorno lo calificaba de «tecno-libertario»: ser un demiurgo, «creerse» el poder de dominar la naturaleza, puede tener un precio costoso. ¿Qué habrá pasado por la cabeza de Heinz cuando en la cúspide de su carrera meteórica decide crear una filial llamada Sweet Peach («Dulce Melocotón»)? Lo que sí sabemos era el objetivo: la fabricación de unos probióticos para que las vaginas de las mujeres oliesen bien. La reacción no se hizo esperar, y Heinz fue rápidamente crucificado por la prensa, las redes sociales, las plataformas feministas y —por supuesto— los inversores, que retiraron rápidamente su dinero y se apartaron de él. De nada le sirvió justificarse con el argumento de
que el olor de la vagina no proviene de la propia mujer, sino de un millón de microorganismos que viven dentro de ella. Sin parabrisas, de la noche a la mañana un nuevo héroe cae en la mayor desgracia y el 26 de mayo de 2015 decide acabar con su vida a los 31 años. La historia —además de trágica— nos plantea una pregunta. ¿No es apasionante pensar de qué modo este talento emprendedor, símbolo de un discurso que galopa sobre el sueño de que nada es imposible, se estrella contra la roca viva de la castración? Heinz quería que las vaginas oliesen a dulces melocotones. Tal vez, en su omnipotencia, pasó por alto que hay algunos lugares en los que hoy en día ni siquiera Dios mete las narices.
20-9-20 «Evaporación»
Todos los años, cientos de miles de personas desaparecen sin dejar rastro. En todas las comisarías de policía del mundo entero existen listas de personas que han sido denunciadas como desaparecidas y que jamás volverán a encontrarse. Las causas son muy variadas. Algunas mueren supuestamente por suicidio o asesinato, pero sus cuerpos no son hallados. Otras son víctimas de desapariciones forzosas: secuestro, persecución política, o ajustes de cuentas. Pero existe una variante distinta, las personas «evaporadas». Gente que un buen día, y de forma absolutamente inesperada, elige marcharse en mitad de la noche abandonándolo todo. Dejan atrás sus familias, sus amigos, el trabajo, y lo hacen sin una mínima nota de despedida. En los últimos años han florecido algunas empresas que se dedican a ayudar a quienes toman la decisión de evaporarse y recrear una nueva existencia. Antes era relativamente fácil desaparecer del mundo. En cambio hoy, debido a la invención de Internet, los sistemas de videovigilancia y geolocalización, esa posibilidad es mucho más complicada. No es sencillo borrar las huellas que hasta el individuo más insignificante deja a su paso. La vida de todos nosotros queda registrada para siempre, y desaparecer de esa memoria implacable es prácticamente imposible, salvo para quienes poseen una gran fortuna, como es el caso de Brad Pitt, que desembolsó varios millones de dólares para asegurarse que una serie de fotografías inapropiadas de Angelina Jolie se retiraran del universo digital. Del mismo modo que en otras épocas existieron guías que a cambio de una buena suma de dinero transportaban gente
por pasos fronterizos ocultos, actualmente se puede acudir a una empresa que organiza una «mudanza nocturna», como se denomina el salto a otra vida, una especie de muerte y renacimiento programados para aquellos que buscan una segunda oportunidad. «Wednesday morning at five o’clock / As the day begins/ Silently closing her bedroom door/ Leaving the note that she hoped would say more…» («Miércoles a las cinco de la mañana/ cuando comienza el día/ ella cierra silenciosamente la puerta de su dormitorio/ y deja una nota que ojalá hubiese dicho algo más»), cantaba Paul McCartney en los sesenta, cuando algunos jóvenes abandonaban furtivamente la casa de sus padres. Ésos al menos dejaban una nota, y por regla general no tardaban en volver cuando las cosas se complicaban un poco. Hoy los «evaporados» no dejan ninguna pista. Para asegurarse de que así sea empeñan una buena suma, porque burlar la vigilancia y el seguimiento es casi imposible si no se cuenta con la ayuda de expertos en informática. Frank Ahearn era un investigador privado que acabó siendo uno de los máximos expertos mundiales en la búsqueda de personas, al punto de que los principales servicios secretos solicitaban su colaboración. Cuando el escándalo de Bill Clinton y Mónica Lewinsky salió a la luz, la becaria desapareció. El FBI movilizó todos sus recursos para encontrarla, pero fue inútil. Finalmente solicitaron la ayuda de Frank, que dio con ella en menos de veinticuatro horas. Lo interesante es que pocos años después Ahearn decidió invertir el sentido de su negocio, y se convirtió en el hombre que afirma ser el único en todo el mundo capaz de hacer desaparecer a alguien para siempre, sin ninguna posibilidad de fallo. Lo más complejo no es proporcionarle un nuevo destino, sino retirar su existencia del mundo de Internet. Dado que es imposible borrar de allí un nombre, puesto que la mayoría de las páginas son propiedad privada y no se puede acceder a ellas para modificar su contenido, Ahearn ha inventado el método de la «distracción virtual», consistente en crear automáticamente miles de páginas, cuentas de Facebook, Twitter, Instagram, que contienen información distinta de una misma persona y cientos de fotografías diferentes, de tal modo que cuando alguien busca a ese individuo en la web encuentra una cantidad abrumadora de datos que es muy difícil contrastar y filtrar. Su libro How to disappear («Cómo desaparecer») ha vendido millones de ejemplares. Por lo visto, así como existen millones de personas que sueñan con hacerse visibles, otras son capaces de pagar verdaderas fortunas para desaparecer por completo. Frank asegura ser consecuente con un principio ético fundamental: no acepta pedidos de personas que han cometido un delito. Sus clientes están perseguidos por deudas de juego, por la mafia, por traficantes de droga, por prestamistas, o pueden también ser románticos que abandonan su matrimonio para reunirse en alguna parte del mundo con un amor secreto. Pero hay otros que no pertenecen a
ninguno de los casos mencionados. Son los desesperados, los hastiados de la vida o los que sueñan con reencarnarse en el ideal que lleva doliéndoles desde siempre. Yo he sabido del niño que miraba el paisaje del campo por la ventanilla del coche, imaginando que entre los montes habría un pasadizo escondido por el que deslizarse y aparecer en otra vida.
4-10-20 «Finalmente vinieron a buscarme a mí…» (Martin Niemöller)
Surgida en el año 2017, QAnon es una teoría conspirativa que circula a través de Internet. Poco conocida aún en el mundo hispano-hablante, es en cambio uno de los vehículos fundamentales de la ultraderecha anglosajona. Su creciente influencia en la política supone una amenaza muy grave para el ya debilitado sistema democrático occidental, por lo cual los servicios secretos de muchos países la han convertido en un objetivo principal de seguimiento y vigilancia. No posee un portal propio, sino que se aloja en sites anfitriones que cambian constantemente. QAnon se basa en la teoría de que el presidente Trump ha sido elegido para combatir una red internacional de pederastia dirigida por importantes figuras políticas como Obama y Hillary Clinton, el magnate Soros, personajes destacados del espectáculo como Tom Hanks y Oprah Winfrey, a los que se añaden el Papa Francisco y el Dalai Lama. La teoría no se detiene aquí, sino que afirma que los de ese monstruoso grupo matan y devoran niños para extraer de su sangre una sustancia que posee propiedades capaces de prolongar la vida. El presidente Trump, en calidad de superhéroe, está esperando el momento adecuado para desenmascarar a todos estos depravados y lo hará en un día que se anuncia como «The Storm» («La tormenta»), cuando se pondrá fin a esta guerra que el presidente ha asumido como su más importante misión en el planeta. Mientras la mayoría de la gente se deja embaucar por la izquierda para enfocar su atención en la pandemia, el cambio climático, la deforestación de la Amazonia y la destrucción general del medio ambiente, los seguidores de QAnon han comprendido la verdad que les ha sido transmitida, y su teoría se
enriquece progresivamente mediante nuevos agregados, que combinan revelaciones como la llegada de extraterrestres o nuevas conjeturas sobre el asesinato de Kennedy y la caída de las Twin Towers. Pero la esencia de QAnon sigue siendo la cruzada de Trump contra la red internacional de pederastia. Dado que el presidente lo sabe todo desde hace unos años, no se comprende bien por qué no ha actuado todavía con la debida contundencia. Para explicarlo, los seguidores de QAnon participan en un juego denominado «Q Drops» («Grageas Q») consistente en la publicación de enigmas basados en juegos de letras y palabras, los que por medio de alusiones expresan un mensaje que debe resolverse a través de la participación colectiva, alimentando de forma rizomática el núcleo de la teoría. La estructura reticular de Internet es homogénea a la formación clásica del delirio parafrénico, en tanto consiste —básicamente— en la posibilidad de establecer conexiones que tienden al infinito. La teoría de las sectas satánicas devoradoras de niños es un viejo argumento empleado ya en la Edad Media para perseguir a los judíos, pero también durante la etapa del comunismo soviético para demonizar el capitalismo americano. La infancia es por lo general uno de los valores más sagrados en todas las sociedades, y cualquier cosa que atente contra su integridad es fácilmente convertida en el supremo objeto de odio. La novedad de QAnon es el inquietante número de seguidores, la forma encriptada de sus publicaciones, que vuelve extremadamente difícil la detección de sus autores, y el hecho de que distintos gobiernos, en especial el de Rusia, emplee bots para intoxicar aún más sus contenidos y replicarlos luego en todas las redes sociales, inyectando un torrente imparable de información envenenada que penetra en la política de las sociedades occidentales. Cuando el pasado 7 de junio escribí que el Worldwide Threat Assessment (el organismo más importante encargado de evaluar cada año los principales peligros que se ciernen sobre el mundo) había anunciado que el neonazismo era actualmente la mayor amenaza para el planeta, algunas personas lo consideraron una exageración. Semanas después, el gobierno alemán reveló la existencia de una red nazi infiltrada en distintas capas de la sociedad, en especial la policía y el ejército, cuyo número de había despertado la estupefacción de las autoridades germánicas. Poco se ha investigado todavía sobre la influencia de la psicosis en la política actual. Es un tema extremadamente delicado, puesto que más allá de la caracterización clínica de los de QAnon, lo fundamental es comprender cómo una forma cada vez más extendida de la política emplea las creencias delirantes para asentar y aumentar su poder. La psicosis como sistema de construcción narrativa de una política es una fórmula que nada presupone sobre la consideración
diagnóstica de sus partidarios. Queda claro que la cosa política no se reduce a una gestión de la economía ni a los intereses de los grandes grupos de poder. La cosa política es una ingeniería del goce, y sin el psicoanálisis esta lógica se vuelve incomprensible. La psicosis como modelo de fabricación del discurso político triunfante es posiblemente uno de los desafíos principales a los que nos confrontamos, y que habrá de explicarnos porqué nos encontramos al borde de un naufragio colosal.
VIII La curación por la literatura
2-8-18 «Contar»
Ayer, en la playa de Omaha (Normandía), comprendí mejor que nunca hasta qué punto no podemos asimilar los grandes números. Miles de muertos en las batallas, miles de ahogados en el Mediterráneo, todo eso puede comprenderse con el intelecto, incluso despertar la indignación o el horror por lo que somos capaces de hacernos a nosotros mismos. Pero el inconsciente parece no ser receptivo a la inscripción de esas cifras y prefiere contar de a uno. La foto del niño turco ahogado en la playa es difícil de soportar. Las historias, una a una, que se leen en el Centro de Visitantes del Cementerio Americano en Omaha Beach, producen lo que no suscita la lectura de números desmesurados. ¿A partir de cuántos ya dejamos de percibir y simplemente nos dejamos informar? Tal vez es por eso que la literatura da en el blanco cuando escoge a uno, a uno sólo, para que a través de él pueda decirse lo que nos incumbe a todos.
1-10-18 «Shakespeare y la modernidad»
Los recursos técnicos que Shakespeare empleaba son tan asombrosos para la época (como por ejemplo el hecho de que el personaje de Hamlet introduzca una obra de teatro dentro de la misma obra), que debemos preguntarnos hasta qué punto no sólo es hijo de la modernidad sino que ha contribuido a producirla, a gestar ese cambio de paradigma histórico. Shakespeare es uno de sus más
importantes precursores y es inevitable establecer un enlace entre su genio y la figura de Descartes. Si Hamlet es el hombre que duda, Descartes hace de la duda el punto de arranque que conduce a una revolución que cambia la historia de la humanidad. Hamlet fue estrenada aproximadamente en el año 1600 y el Discurso del método se publica en 1637. Con esto no quiero afirmar que Descartes haya conocido la obra de Hamlet, tarea que correspondería a los especialistas y que tal vez podría investigarse en su correspondencia. Pero me pregunto si el «discurso interior» de Hamlet, que constituye algo completamente inédito en la historia de la literatura, no señala una ruptura respecto del destino, ese destino que caracteriza al teatro clásico y que debía de cumplirse como algo inmutable. Hamlet representa, por el contrario, una ruptura del orden establecido. Y a pesar de que la ciencia moderna es en parte deudora de la idea del determinismo absoluto, también inaugura un conocimiento que sólo es posible a partir del momento en que se introduce la perspectiva de un más allá de las verdades eternas. En ese sentido, Hamlet y la inmensa variabilidad de las posiciones subjetivas a lo largo de toda la obra de Shakespeare nos recuerdan lo que planteaba Harold Bloom en su ensayo: Hamlet, la invención de lo humano, para articularlo a la pregunta: ¿hasta qué punto Shakespeare no es uno de los artífices fundamentales de la modernidad, además de un grandioso exponente de esa nueva era? Con su acto fallido, Hamlet inicia el movimiento de la modernidad al mostrar el carácter fracasado del deseo, en el sentido de que el deseo nunca atina, no logra jamás dar en el blanco. Siempre hay en él algo desplazado, errático, inacabado. Hamlet representa, en efecto, este carácter completamente nuevo del cual el psicoanálisis es tributario: la emergencia del hombre neurótico en la historia de la humanidad. No es que antes no existiese la neurosis, pero lo esencial es que se trataba de una figura de la conciencia desdichada que la literatura o el teatro clásicos no mostraban. ¿Y qué es el hombre neurótico, si no aquél que Freud elevó al universal de la subjetividad y que Shakespeare anticipó con su genio poético?
12-4-20 «Y he aquí que yo traigo un diluvio de aguas… (Génesis 6.8)»
A los 12 años descubrí a Ray Bradbury y su cuento All Summer in a Day, que marcó notablemente mi relación con la literatura. Todavía conservo en mi memoria la emoción que me produjo aquella historia. He leído mucho a lo largo de mi vida, pero ese relato me ha acompañado siempre, por la terrible belleza de su argumento y la asombrosa economía de palabras para contar una metáfora de la condición humana. En el planeta Venus llueve sin cesar. No es una lluvia cualquiera. Es una lluvia que ha obligado a los humanos instalados allí a vivir un perpetuo confinamiento en una ciudad aislada del mundo exterior. Afuera, es el sonido atronador del agua que sucesivamente hace crecer una jungla infinita, para luego pudrirla y más tarde conseguir que vuelva a brotar. Dentro, están los humanos que se han habituado a soportar el ruido incesante de la lluvia, de las olas que golpean furiosas la cúpula de cristal que cubre la ciudad. Sucede —y los científicos pueden predecirlo con absoluta exactitud— que cada siete años hay un día y una hora en que la tormenta crónica cesa y los habitantes disponen de tan sólo dos horas para salir, ver y sentir el Sol. Tan sólo dos horas. Luego, el cielo volverá a cerrarse sobre sí mismo ocultando la gran estrella de fuego. Los científicos, a diferencia de lo que sucede hoy, saben. Conocen perfectamente la ley que rige ese fenómeno. El argumento del relato es así. En una clase de niños de nueve años, ninguno de ellos recuerda el Sol. Lo han estudiado en la escuela, han oído y leído muchas historias sobre esa gran moneda de oro que sólo se deja ver cada siete años, han mirado fotografías y vídeos, pero ninguno recuerda lo que sucedió cuando tenía dos años. Ninguno, salvo Margot. Margot sí lo recuerda, porque ella ha llegado del planeta Tierra hace sólo cinco años, mientras el resto de sus compañeros nació en Venus. Por lo tanto, ella ha visto muchas veces el Sol y lo recuerda muy bien. Pero es una niña autista y su condición, sumada al hecho de que sus compañeros no pueden soportar que ella recuerde lo que es el sol, que pueda hablar de lo que se siente bajo su calor, la convierten en objeto de odio. Margot es la excepción, capaz de hablar sobre aquello que los otros no recuerdan. Entonces el pequeño grupo —que es en definitiva la representación de la dinámica de la masa— decide encerrarla en un armario. Llega por fin la hora largamente esperada. La maestra llama a todos los niños, los reúne junto a una de las puertas que dan al exterior, y cuando el sistema recibe la orden la puerta se abre dejando que el grupo salga corriendo a ver y sentir el Sol. El silencio es tan intenso que los niños se llevan las manos a
los oídos. Un silencio que resuena más fuerte que el rugido de la lluvia al que están acostumbrados. Los cuerpos se solazan, corren, se revuelcan. Todos gritan, cantan, no dan crédito a lo que pueden vivir. Han sido advertidos de que no deben alejarse, que sólo son dos horas, y por eso mismo quieren vivirlas en toda su intensidad. Las primeras gotas de lluvia anuncian que aquel raro mundo recobra su dramática dinámica. Corren de vuelta a la puerta de cristal, que se cierra dejándoles ver el cielo plomizo y el regreso del diluvio. Alguien suelta un grito. «¡Margot». De repente, se dan cuenta que la han olvidado. Todos se miran entre sí, angustiados por la complicidad que les ha llevado a cometer un acto de inaudita crueldad, y del olvido que los hermana en una culpa compartida. Aquél que ha recordado, da la orden de ir. Acuden en tropel al armario y despacio, muy despacio, abren la puerta y liberan a Margot. Margot atrapada en la soledad de su propio ser. Margot prisionera de la maldad de los otros. Los otros, a su vez, cautivos en un mundo aislado de la vida desbocada. Tres figuras del confinamiento, una dentro de la otra, como en el juego de muñecas rusas. Al proyectar la acción en un grupo de niños, Bradbury consigue crear una atmósfera sobrecogedora. Queremos creer —necesitamos creer— que la infancia es un territorio incorrupto que el paso de los años y la madurez destruye y envenena. Pero el odio, el rechazo y el sadismo dan sus primeros retoños muy tempranamente, tanto que nos resulta insoportable itirlo. Una de las tantas razones por las que Freud es imperdonable. Hoy, confinados para soportar esta lluvia que los científicos no saben cuándo habrá de detenerse, pienso en Margot. Siempre hay uno que asume la excepción del conjunto, y que por ello paga un precio caro. No sólo el amor nos hermana, sino también la culpa. Bradbury leyó a Freud, y su maravillosa recreación del mito de Totem y Tabú (en el que los hijos confraternizan por el pecado fundacional que los ha manchado para siempre) es una obra que forma parte de la literatura imperecedera. El mundo se torna poco a poco un universo concentracionario en el que estamos atrapados. Afuera, la lluvia nos destruiría en un abrir y cerrar de ojos. Adentro, podemos destruirnos entre nosotros mismos. Pero la obra de Bradbury siempre acaba encontrando una salida para la redención. Aunque sea tarde, hay al menos uno. Uno que recuerda. Uno que asume el deber ético de la vergüenza y consigue abrir una puerta.
IX Noticias sobre el año en que apestamos
23-2-20 «Todo lo que hacemos con palabras»
Las palabras no son inocuas. Pueden ser tan reales como los hechos, incluso más que los hechos mismos. Y ya no digamos sus consecuencias. Ésa es una de las razones por las que la verdad siempre termina encontrándose en aprietos, y también las cosas que las palabras nombran. Al fin de cuentas, tal vez lo único nuevo de las llamadas fake news sea el nombre que reciben. La OMS (Organización Mundial de la Salud) es el organismo responsable del nombramiento oficial de todas las enfermedades que existen, así como de los agentes que las provocan. Es una decisión de inmensa responsabilidad, puesto que los efectos del nombre pueden también provocar una catástrofe. En el año 2015 la OMS completó una guía de actuación que recomienda desechar radicalmente nombres que estén asociados a lugares, personas o animales. Ébola es el nombre de un río del Congo; la enfermedad de Lyme surgió por primera vez en una pequeña localidad de Connecticut así llamada; en 2009 el gobierno egipcio ordenó la matanza de todos los cerdos debido a la aparición de la denominada «fiebre porcina», una enfermedad que nada tenía que ver con esos animales. Las palabras son los parásitos capaces de invadirlo todo, y su elección nunca es inocente. El actual coronavirus acaba de ser denominado con el nombre de «COVID-19», abreviatura de «Coronavirus disease 2019». Pero el nombre de una enfermedad no es equivalente a su causante, y en este caso el Comité Internacional de Taxonomía Vírica tomó la decisión de bautizar el nuevo virus como SARS-CoV-2, al considerarlo una variante del SARS (Severe Acute Respiratory Syndrome, Grave Síndrome Respiratorio Agudo) desatado también en China durante 2002-2003. El gobierno chino ha expresado su enérgica protesta, puesto que el virus actual y la enfermedad que causa no poseen la misma gravedad que el anterior, lo cual parece ser itido por la comunidad
científica internacional. Ambas agencias se entrecruzan responsabilidades mutuas, y hay una gran desconformidad con lo que ha ocurrido, posiblemente como resultado de una falta de comunicación correcta, lo que demuestra que ni los científicos se libran del malentendido. Pero más allá del nombre, comienzan a haber reacciones a nivel mundial, puesto que la debilidad mental que nos es constitutiva no espera a que los representantes del discurso universitario (los que detentan el «todo saber») se pongan de acuerdo y han decidido tomar algunas medidas por su cuenta. Como la enfermedad proviene al parecer de China, cualquiera que tenga los ojos un tanto oblicuos ya se convierte en sospechoso, y la metonimia toma las riendas. Así, ciudadanos americanos descendientes de chinos, japoneses o coreanos están sufriendo acosos, boicots y en algunos casos ataques violentos, y como una de las virtudes de la sociedad de la comunicación global es la capacidad de generar más contagio que los virus, la idea está prosperando poco a poco en otros países. Las palabras nunca son inocentes, como lo demuestra la iniciativa que ha tenido Alternativa por Alemania, un partido nazi que, con motivo de la conmemoración el pasado jueves de los 75 años del bombardeo de la ciudad de Dresde, aprovechó la circunstancia para calificarlo de «crimen de guerra». Que lo haya sido o no, no impide reconocer que estos discípulos de Goebbels algo conocen sobre la importancia de ponerle nombres a los hechos, incluso fabricar los hechos con el artificio del lenguaje. Las palabras son flechas, dardos capaces de envenenarnos de amor, de goce, de deseo y de muerte. No son culpables de nada y a la vez son la causa de mucho. Por aquello que nombran, por aquello que callan, y por su importante papel en el destino. Lacan, siguiendo la idea hegeliana de que la palabra es el asesinato de la cosa, dijo una vez que la invención de la palabra «elefante» había condenado al bicho a su extinción. Pero de algún modo había que llamarlo. Hace mucho tiempo que sabemos que repetir una mentira acaba por convertirla en verdadera. Pero también sabemos que no repetirla no pone al desnudo su indecencia ni acaba con el mal que puede causar. No hay salida fácil para este dilema, puesto que la calamidad del lenguaje falla también en eso: la verdad y la mentira no son como el agua y el aceite. No es preciso tomarse el trabajo que en 2017 llevaron a cabo los investigadores de la Universidad de Edimburgo para poder mezclar ambas sustancias...
15-3-20 «Un huésped ha llegado sin que nadie lo invitase. En pocas semanas, ya nos ha retratado»
«Más que sorprenderme por lo que sucede, me sorprende lo familiar que me resulta esta historia, que no por ser real deja de ser un historia fantástica», escribe Daniela Danelinck a propósito de lo que está sucediendo con la pandemia del coronavirus (por cierto, su ensayo Debería darte vergüenza es una pieza que recomiendo para entender el mundo: http://www.grupoheteronimos.com.ar/wp-content/s/2018/12/Deberíadarte-verguenza.pdf). El «virus extranjero», lo han rebautizado Trump y sus seguidores, porque saben (insisto en ello) que el nombre de las cosas determina las cosas. Aquí, en esta España que no sale de su asombro, algunos líderes del neofascismo se han contagiado y aprovechan la circunstancia para sacar pecho. Han identificado a su cuerpo con la unidad de España, y declaran que con la fuerza de su patriotismo van a combatir a ese extraño que nos ha invadido, como si no tuviésemos bastante con todo lo que nos invade desde dentro. No son tontos estos cretinos. La ecuación cuerpo = patria se vende fácilmente. Mientras tanto, hay teorías para todo. Boris Johnson declara la impotencia para controlar el virus y considera que es mejor que los británicos se contagien todos a la vez, así se generan anticuerpos y evitan las medidas que pueden afectar a la economía. Una selección darwiniana al servicio de la supervivencia de la especie, la especie del gran capital, por supuesto. Que se salve el más fuerte, que de pura casualidad suele vivir en Kensington. Un vídeo muestra una impresionante algarada de monos en una ciudad de Tailandia. Debido a la falta de turistas que suelen darles de comer se pelean por un yogur que uno de ellos ha encontrado tirado en una avenida. Se entiende que los monos nos fascinen: son nuestro mejor espejo. Les falta la crueldad para ser casi humanos. El discurso tecnocientífico, que se jacta de derrotar la imposibilidad, poco puede contra este real que ha estallado y del que (ya lo ha advertido Agamben) el capitalismo sacará una buena tajada: una oportunidad de oro para que la mayoría del mundo se convierta en un gigantesco campo de pruebas, donde se ensayen y perfeccionen los métodos de vigilancia de poblaciones, cierre de fronteras, clausura de ciudades y reclusión forzosa de los ciudadanos. Se escribirán nuevos tratados de ética: ¿a quién salvar en situaciones extremas? Las mujeres y los
niños primero es un lema que ya ha caducado. No interesa ni como artículo vintage. Por supuesto que estas medidas excepcionales son inevitables. Pero lo excepcional tiende a volverse familiar, y en poco tiempo cotidiano. Que lo fantástico se vuelva normal muy bien podría ser el imperativo de la época. ¿Sería mejor que después del 11 de septiembre no se hubiesen establecido sistemas de control en los aeropuertos? Es probable que no, pero lo importante es que la seguridad se haya convertido además en instrumento de manipulación política. La pandemia es maravillosa. Satisface a los que creen que Dios nos manda su castigo desde las alturas y a los que están convencidos de que el extranjero tiene la culpa. Ambas teorías son verdaderas. Dios nos manda su castigo por la arrogancia de creer en el progreso, y el extranjero que todos somos y tosemos hacia afuera es el responsable de la peste que nos mata todos los días y que no cursa con síntomas gripales, sino que sale del inmenso agujero que se ha abierto en nuestra concepción del mundo. Mientras tanto, los italianos confinados en sus casas se asoman a los balcones y cantan a la vida. Eso también es parte de la locura globalizada, y que en cierta medida ha existido siempre. Ya lo sabíamos por el Decamerón de Bocaccio (también italiano), que lo escribió a propósito de la peste bubónica de 1348 y en la que mostró que —incluso al borde del final del mundo— siempre hay lugar para el deseo de vivir.
29-3-20 «Sigamos al líder. Él sabrá conducirnos al precipicio»
«Se ha tardado mucho más tiempo de lo que habría sido necesario, pero por fin los americanos han visto al charlatán escondido detrás de la cortina», escribe Peter Wehner en su columna para The Atlantic refiriéndose a Donald Trump. El acontecimiento inesperado, una vez más, puede cambiar el curso de la historia, de allí que con tanta frecuencia las predicciones políticas sufren el estallido de lo real. A Trump le ha reventado la pandemia en la cara, y frente a eso todas sus pataletas y sus tuits se perciben cada vez más como lo que son: la manifestación de una mente enajenada, de una personalidad gravemente trastornada, no sólo desde el punto de vista psicopatológico, sino fundamentalmente moral. Más allá de toda consideración diagnóstica, sobradamente demostrada, la obscena catadura del personaje, su total carencia de escrúpulos y su completa condición
de canalla es ya imposible de disimular. Se ignora cuántas muertes van a producirse por la desastrosa gestión de la pandemia, pero tal vez sea la sentencia de muerte de esta presidencia, aunque tampoco es seguro. Los monstruos nunca mueren del todo. Sería curioso que el coronavirus tuviese la inesperada propiedad de ser esa clase de real que despierte la conciencia de una parte del pueblo americano, la que todavía sigue soñando el sueño idiota que irá tornándose en pesadilla. Pero más allá de Trump y la paradójica consecuencia que esta desgracia podría traer a Estados Unidos y al mundo entero, nos encontramos una vez más con el fenómeno extraordinario, repetido a lo largo de la historia, de que bajo determinadas condiciones ciertos personajes degenerados no sólo se convierten en líderes de masas, sino en conductores de toda una nación hacia la pendiente de la catástrofe. Hitler sigue siendo, sin duda, el gran campeón de este fenómeno, así como los alemanes y muchos de sus vecinos pueden mantener hasta ahora el primer puesto de crimen y simultáneo suicidio colectivo en el El libro Guinness de los récords. Hannah Arendt dedicó gran parte de su vida a indagar en este misterio humano, y sus resultados mantienen un alcance y una vigencia indiscutibles. A la vista del ascenso del fascismo, Freud y Lacan se vieron abocados a afinar los instrumentos analíticos para descifrar ese fenómeno letal que germina en el magma oscuro y fétido conocido con los nombres de patria, tierra natal, o pueblo, siendo este último tal vez el más peligroso de todos, en especial por la insólita velocidad con la que la seducción de su empleo puede contagiarse. Ahora nos hemos contagiado de amor universal, porque ante la sensación de que el fin del mundo se aproxima queremos, desde nuestro encierro forzoso, abrazarnos y tomarnos de las manos. Hermanados en nuestra desdicha, confiamos en salvarnos los unos a los otros. Es algo conmovedor, y al mismo tiempo inquietante. ¿Cuál será el destino de todo ese amor que se está acumulando y se desborda en un río incontenible de solidaridad? No lo sabemos, pero mientras tanto es absolutamente bienvenido. Sí sabemos —cabía suponerlo — que la venta de armas en Estados Unidos se ha disparado, valga la expresión. Tal vez porque ante la perspectiva que se cierne sobre el país, el milenarismo que es consustancial a esa sociedad se prepare para un escenario semejante al que plasmó Cormac McCarthy en su novela The Road: cada uno defendiendo a tiros el posible asalto a su nevera y su provisión de papel higiénico. Como la mayoría de las personas, me emociono con todas las iniciativas diarias destinadas a paliar
la angustia y el dolor que padecemos. Al mismo tiempo me mantengo a una prudente distancia (mínimo un metro y medio) para prevenir la posibilidad de que nos reinfectemos de nuestra propia condición humana, ésa que tarde o temprano nos devuelve a la realidad. Muchos auguran que esto nos va a cambiar por fuera y por dentro, que habremos de reinventarnos y seremos mejores. Que este virus que cayó del cielo, como el color del cuento de Lovecraft, será recordado como lo que nos recondujo por el camino en el que nos hemos extraviado hace ya mucho tiempo. ¿Cuándo nos hemos perdido? ¿Dónde nos equivocamos? ¿Con el capitalismo? ¿Con la caída del Imperio Romano? ¿Cuando crucificamos a Jesucristo? ¿En qué punto el carro de la historia se salió de su camino y nos llevó al error que perpetuamos desde entonces? Posiblemente estas preguntas no tengan sentido alguno. La historia ya arrancó torcida, porque está hecha de lo que todos estamos hechos. Somos criaturas encadenadas a la fuerza de la repetición. Nada se repite de la misma manera, pero el parecido es asombroso. Tan asombroso como el amor que todos los días se añade a los ingredientes de nuestra epidémica locura.
5-4-20 «La infección es biológica. La pandemia es política»
La pequeñez de nuestra existencia puede adquirir dimensiones que no habíamos sospechado antes y, por el contrario, vidas acostumbradas a transcurrir sin límites aparentes tropiezan con una barrera implacable. El confinamiento y las normas de distancia social han cambiado las reglas del juego, y el aislamiento pone a prueba los recursos de cada uno. Por una parte, la pandemia es un acontecimiento político, con independencia de la causa que la ha desencadenado. Es un acontecimiento político que revela la idiosincrasia de las naciones, las prioridades que los Estados establecen, y aquello en lo que los esfuerzos se concentran. Es político porque saca a la luz la verdad que se disimula, se negocia y se corrompe en los organismos locales e internacionales. «Podríamos tener una epidemia paralela de medidas autoritarias y represivas pisando los talones de la epidemia sanitaria», dijo Fionnuala Ní Aoláin, portavoz
en las Naciones Unidas sobre temas de contraterrorismo y derechos humanos, en referencia a los decretos que muchísimos países están dictando y no es seguro que vayan a retirar una vez pasada la catástrofe. Es político porque destapa las diferencias socioeconómicas que determinan grados distintos de sufrimiento. Aquí, en el supuesto Primer Mundo, hay niños y jóvenes que no pueden recibir sus clases de manera virtual porque en sus casas no hay ni un ordenador ni un teléfono móvil. Un vídeo en un barrio pobre de Sudáfrica muestra el imposible intento del ejército para conseguir que familias con diez permanezcan encerradas en sus chozas de diez metros cuadrados hechas con cartones y latas. La infección es biológica, pero la pandemia es decididamente política. Lo es, porque una vez más la clase dirigente aprovecha la desgracia para lucrarse con el tráfico de sus discursos oportunistas. Los supremacistas holandeses y belgas consideran que la sanidad española e italiana no es un asunto que le corresponda a la Unión Europea. Esa costumbre mediterránea de cuidar a los ancianos es un hábito malsano para la economía. Silicon Valley nos trajo la buena noticia de que viviríamos 120 años. Ahora Dan Patrick, vicegobernador de Texas, nos arruina la fiesta anunciando que los mayores de 70 años deben sacrificarse para salvar el mercado y el sueño americano. Lacan, en referencia al nazismo, habló del sacrificio a los «dioses oscuros». Los dioses actuales no son nada oscuros. Son transparentes como el agua de antaño (la de hoy en día, gracias a la polución, ha dejado de serlo) y se conocen con los nombres de Dow Jones, Nikkei, Nasdaq, Ibex 35, por nombrar tan sólo unas pocas deidades modernas. Pero la pandemia es también una experiencia que sacude los resortes más íntimos de cada uno. Así como un organismo reacciona de forma imprevisible a la acción del virus, cada sujeto responde por fuera de cualquier protocolo psicológico estandarizado. Se comprueba, una vez más, hasta qué punto nacemos, vivimos y morimos confinados en el interior de una realidad virtual que fabricamos a nuestra medida, y que existe desde mucho antes que pudiésemos imaginar la invención de Internet. Es algo inherente a nuestra condición de seres que respiramos una atmósfera palabrera. El virus no sólo se alimenta de nuestros pulmones, sino que fagocita el léxico para decir tanta pena: no quedan camas, ni respiradores, ni
palabras que puedan dar cuenta de lo que está pasando. Ante semejante escasez, se entiende que proliferen toda clase de votos que auguran un nuevo mundo, una humanidad regenerada, una conciencia purificada de los excesos a los que nos hemos entregado. Los discursos que llaman al arrepentimiento y a la contrición compiten con otros que empiezan a considerar seriamente que podríamos prescindir de todos los gobiernos y encargar a Amazon la gestión de los asuntos de Estado: cumplen siempre y entregan todo a tiempo. No existe ninguna realidad que no sea virtual, como lo vimos en El show de Truman, hasta que el sinsentido se mete por detrás de la pantalla y comienza a faltarnos el aire y el habla. La realidad virtual que fabrica el ser hablante es la sencilla y cotidiana amnesia que nos hace olvidar el cuerpo al que finalmente nos reducimos. Mejor que a ese cuerpo lo olvidemos todo lo posible, porque cuando se manifiesta nunca anuncia algo bueno. No se sabe cuándo volveremos a besarnos, se preguntan muchos, y si acaso con el paso del tiempo no se volverá una práctica definitivamente antihigiénica, como escupir u orinar en la calle. Creíamos que ya lo habíamos visto todo, pero no es así. Por suerte, en el Manicomio Global nunca faltan camas…
19-4-20 Reclusiones 1
Comienzo hoy una serie de reflexiones sobre el confinamiento. No pretendo escribir un diario, género que jamás he practicado, ni tampoco ofrecer un testimonio sobre mi experiencia singular, pese a que quedará reflejada en todo lo que exprese. Como lo dije en más de una ocasión, no hay escritura alguna que no lleve la marca autobiográfica. No tanto la de los acontecimientos históricos de cada uno, sino la huella más íntima y secreta de nuestro inconsciente. Intentaré, pues, referirme a algunas de las distintas modalidades del encierro. La experiencia concentracionaria es relativamente nueva en la historia. Según los ensayistas que se han ocupado de este tema, el primer campo de concentración del que se tenga constancia data de 1890 y fue instalado por el imperio español en Cuba para sofocar una rebelión. Hannah Arendt afirmó que el invento formaba parte de la estructura del colonialismo y que la Alemania
nazi lo transportó desde sus colonias a Europa hasta convertirlo en la maquinaria básica del Holocausto. Hay una creencia bastante extendida de que los campos de concentración sólo han existido y siguen existiendo en los países totalitarios. Andrea Pitzer escribió One long night («Una larga noche»), un ensayo histórico sobre los campos de concentración, en el que revisa con gran detalle los terribles ejemplos que continúan hasta nuestros días y que forman parte también de la política de los Estados supuestamente democráticos. El libro de Pitzer está documentado con gran minuciosidad, aunque la forma generalizada en la que emplea el concepto de «campo de concentración» es objeto de numerosas críticas. El Gulag soviético y el Lager alemán no pueden equipararse a los centros de confinamiento de inmigrantes ilegales creados por Trump. La inaudita crueldad desplegada por la istración estadounidense (al igual que la que se llevó a cabo con los ciudadanos americanos de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial) está fuera de todo cuestionamiento, pero no obstante muchos estudiosos (cuya opinión comparto) consideran que ampliar de manera indiscriminada el concepto de campo de concentración es una operación peligrosa desde el punto de vista epistémico y político. Las palabras, cuando se las emplea a diestra y siniestra (como la inquietante y cada vez más extendida costumbre de calificar como «nazi» cualquier discurso que pueda molestar a quien lo juzga), pierden su potencia, se desgastan y corren el riesgo de volverse inocuas. No obstante, y manteniendo las diferencias que sin duda no son tan fáciles de definir, existen algunos elementos comunes a todas las modalidades de confinamiento forzoso motivadas por razones de segregación política, racial, bélica y otras diversas formas de persecución. El estatuto más primario de la subjetividad es el de objeto. Somos objetos de un deseo que ha precedido nuestra existencia, somos objetos de cuidados y de amor, pero también objetos del capricho del otro, que puede convertirnos en juguetes o desechos de una voluntad perversa. Freud señaló esto último en muchos lugares de su obra, pero fue rotundo es su libro El malestar en la cultura, donde bajo la inspiración de Hobbes escribió que el hombre puede, en ciertas circunstancias, volverse una bestia salvaje capaz de convertir a su prójimo en un objeto al que humillar, maltratar, martirizar y asesinar. La deshumanización del semejante no es una enfermedad que se apodera de los seres humanos como si se tratase de una infección. Es una posibilidad siempre latente, que puede transformar a un individuo en apariencia inofensivo (portador asintomático) en cómplice activo de una monstruosa alienación. De allí que lo que pudiera parecer inconcebible sólo necesita de un determinado discurso en ciertas condiciones históricas para
engendrar algo que, más allá de la eliminación física del semejante, busca su absoluta degradación. Por desgracia, nada de todo esto nos resulta nuevo. Sí lo es el hecho de que mientras en el pasado los dispositivos concentracionarios mantenían un carácter más o menos secreto, en la actualidad son perfectamente conocidos por la opinión pública, que observa muchas veces su existencia desde una posición indiferente, cómplice, o directamente aprobatoria. Pero lo más temible es que la transparencia de la información se neutralice mediante la anestesia de nuestros sentidos. Nadie puede soportar una sobredosis de verdad sin generar una respuesta inmunológica que acaba por deshumanizarnos silenciosamente, casi sin darnos cuenta.
26-4-20 Reclusiones 2
Se le atribuye a un tal Lucien B. Smith, de Ohio, la invención del alambre de púas en el año 1867, perfeccionado poco después por Joseph F. Glidden. Creado en su origen para el control y confinamiento del ganado, nadie habría podido imaginar en aquel momento la incidencia que acabaría por tener en el curso de la historia de la civilización. Fue la primera tecnología que permitió la concentración, reclusión y vigilancia de enormes cantidades de personas con gran rapidez, eficacia y economía de medios. Su empleo se extendió al campo bélico, así como a la protección de la propiedad privada. La púa sigue siendo, hoy en día, el ícono más utilizado para representar la privación de libertad, el confinamiento, la esclavitud y la deshumanización en sus diversas modalidades. No todos los campos de confinamiento son sinónimo de exterminio, de ahí la necesidad de establecer algunas diferencias. Los centros de reeducación política que el Partido Comunista Chino inauguró para recluir a la etnia musulmana Uigur y someterlos a una limpieza ideológica, no están concebidos para su genocidio, aunque se han denunciado la eliminación de algunas personas, torturas y suicidios. No se emplea allí el alambre de púa, porque tecnologías mucho más modernas permiten el control de la población cautiva. Quienes mantienen la definición generalizada del campo de concentración se apoyan en la evidencia de que lo que empieza siendo un dispositivo de
segregación puede convertirse en una maquinaria de aniquilación. Para ello se requiere una operación discursiva que se despliega en los tres tiempos lógicos propuestos por Lacan:
1. El instante de ver, que consiste en la localización y definición del objeto de segregación. 2. El tiempo de comprender, destinado a someter al objeto a distintos procedimientos de clasificación y diagnóstico. 3. El momento de concluir, donde el destino del objeto varía según las conclusiones alcanzadas en el paso anterior. Las variantes son el carácter prescindible del objeto, que puede ser no obstante compatible con su mantenimiento en vida (campamentos de refugiados, centros de detención de inmigrantes); su explotación como mano de obra esclava (como es el caso de los barcos-factoría que faenan en el mar de Indochina); el aislamiento geográfico y económico al límite de la supervivencia (Gaza y Cisjordania); o el decreto de su exterminio (Alemania, Polonia, Camboya, Argentina y otros ejemplos trágicos).
Es preciso no perder de vista que la operación discursiva y sus tres tiempos degradatorios del objeto constituyen prácticas transversales a todos los sistemas políticos. Desde las islas del Pacífico donde el gobierno australiano confina a los que intentan llegar a las costas del país, la prisión de Guantánamo en la tierra de nadie mantenida por Estados Unidos, o la prisión militar de Saydnaya, cerca de Damasco, en la que docenas de miles de personas fueron asesinadas por el régimen de Assad. El universo concentracionario, gobernado por las leyes de una excepcionalidad que puede convertirse en norma sin solución de continuidad, cuenta en ocasiones con el apoyo de una gran parte de la ciudadanía, o bien se beneficia de la pasión de la ignorancia que siempre anida en el corazón de cada uno y en la dinámica del lazo social. El alambre de púa no se inventó para las personas sino para el ganado, pero debe su enorme éxito histórico al hecho de que, llegado el momento, el poder puede convertirnos a muchos, o a casi todos, en una variedad de ganado. Ahora se logra lo mismo mediante la geolocalización (como hace el pueblo Sami al norte de Escandinavia para controlar el movimiento de sus renos) que no pincha pero
delimita los espacios, los territorios y los recorridos que nos son adjudicados. itamos que ser ganado es una vocación que al mismo tiempo abunda, incluso mucho más que la de ser ganaderos…
30-4-20 Reclusiones 3
En Japón aumenta el número de ancianos que cometen delitos porque desean ir a la cárcel. Allí se sienten acompañados, se les trata bien, y el confinamiento resulta preferible a la extrema soledad que padecen. Freud escribió un ensayo titulado Los delincuentes por sentimiento de culpabilidad, referido a aquellos sujetos que cometen delitos para que la sanción legal atenúe su sentimiento inconsciente de culpa. Ahora podríamos añadir una variedad: los delincuentes por sentimiento de soledad. En Japón son fundamentalmente mujeres las que roban un sándwich para recibir un castigo de un año de prisión. Un año donde tener compañía asegurada, y la escucha de los guardianes que —según el testimonio de algunas convictas— son amables y pacientes. Cuando se recobra la libertad, la estancia puede renovarse con el robo de un segundo sándwich, lo cual da a cinco años más (la reincidencia es severamente penada en Japón). Total, seis años menos solitarios. Es curioso. En muchas partes del mundo el confinamiento resulta insoportable para tanta gente, mientras que en Japón hay personas que lo ansían de modo extremo. También existen en ese país los «delincuentes por sentimiento de pensión insuficiente», lo cual es algo más que un sentimiento. En la cárcel se puede incluso ahorrar dinero, como dice Toshio Takata, un viejecito que amenazó en un parque a una mujer con un cuchillo. No tenía la menor intención de hacerle daño, sino de asustarla lo suficiente como para que llamase a la policía. Ocho años de reclusión le garantizaron techo, comida y algo de dinero en el bolsillo cuando salió. Para Toshio, el negocio no fue tan malo. Erich Fromm supo muy bien que la libertad da miedo. Da miedo también a los manifestantes armados que en Estados Unidos reclaman el fin del confinamiento. Ellos creen que reclaman libertad, y no se dan cuenta de que en nombre de la libertad lo que verdaderamente persiguen es morirse. Los seres
humanos no soportan demasiado ni la vida ni la libertad. Para una gran mayoría, la vida y sus incertidumbres es algo que prefieren evitar como sea, y la libertad una carga muy pesada como para llevarla sobre la espalda. Por eso gente como Bolsonaro, Trump, y otros pueden ser líderes adorados por las masas, porque las conducen hacia la muerte y la esclavitud. La diferencia entre un neurótico y un perverso, es que el primero tiene más probabilidades de ir a la cárcel. El segundo siempre se las ingenia para evadirla. De eso tenemos ejemplos de sobra en todas partes. Hay políticos neuróticos y políticos perversos. Los primeros lo hacen todo mal para ser castigados, incluso en las urnas. Apenas gozan un poquito. Los segundos, en cambio, gozan todo lo que les da la gana. No pagan condena ni pierden nada. Es la habilidad del perverso, y cuando algún milagro judicial los mete en cintura, tienen amigos que les consiguen los mejores puestos incluso estando confinados. Con su Robinson Crusoe, Daniel Defoe (que por cierto escribió también una obra menos conocida, Diario del año de la plaga, sobre una peste en Ámsterdam en 1664) nos ha dejado toda una reflexión sobre el aislamiento como estímulo para la regeneración moral y la reinvención de la vida, un mensaje que en estos tiempos vemos surgir como flores de esperanza, ramilletes de buenos deseos sobre el verdadero valor de la vida. Defoe consideraba al ser humano «la más miserable de las criaturas», por haberse condenado a sí mismo persiguiendo espejismos vacíos. Robinson convirtió la necesidad en musa inspiradora, y reconstruyó en su isla una existencia basada en el arrepentimiento. Encontró oro, y grande fue su sorpresa cuando se dio cuenta de que no valía la pena extraerlo de la tierra. Defoe fue uno de los grandes moralistas de la historia de la literatura, pagó cárcel por sus ideas políticas y acabó sus días encerrado y oculto de sus acreedores. Ahora, azotados por esta tormenta que muchos vieron venir pero que nadie quiso aceptar, hemos naufragado. La nave se ha ido a pique y hay quienes piensan que vamos a resurgir mejores y más buenos. Que como Robinson, vamos a cultivar nuestras verduras y volver al estado de naturaleza del que hablaba Rousseau. Un mundo sin aviones, sin bancos y sin desigualdades. Un grupo de ecologistas ses le envían un vídeo a Macron proponiéndole que desaparezcan los aviones, y que recuperemos el velero como medio de transporte. A mi edad, se me haría un poco largo ir de Madrid a Buenos Aires en velero. Pero por soñar, que no quede…
3-5-20 Reclusiones 4
A finales del siglo XI se extendió por Europa la práctica de los anacoretas. Hombres y mujeres que se retiraban del vínculo con el mundo y se enterraban vivos en celdas donde apenas podían dormir acostados. En las últimas décadas, las investigaciones históricas han sacado a la luz que el número de mujeres anacoretas fue tres veces mayor que el de hombres. Las celdas estaban ubicadas en el interior de las iglesias, con lo cual se daba la curiosa paradoja de que al mismo tiempo que se producía un alejamiento de toda relación con la realidad exterior, los anacoretas se anclaban en el centro mismo de la vida eclesiástica. A través de una minúscula ventana podían ver lo que sucedía en el altar, al tiempo que les estaba vedada toda comunicación con la escena que podían atisbar. Por esa misma abertura se les suministraba el agua y la comida, y también se procedía a recoger los productos de las necesidades fisiológicas diarias. La ceremonia que inauguraba la entrada definitiva en la celda consistía en que la reclusa cavaba con sus propias manos una tumba en el suelo, se echaba en ella, el coro cantaba una oración fúnebre y los sacerdotes arrojaban un poco de tierra y ceniza sobre el cuerpo, tras lo cual la puerta se sellaba. Este entierro en vida, lejos de condenar a la novicia a la soledad, aseguraba su dedicación exclusiva a la comunicación con Dios. Es notable que nueve o diez siglos más tarde nadie haya establecido una conexión entre este ritual y la práctica de los «hikikomoris». Sin duda existen diferencias importantes, pero la fundamental entre el fenómeno moderno y el antiguo es una diferencia de discurso. Mientras el discurso del amo antiguo consideraba el retiro como una virtud suprema, el amo moderno califica el aislamiento de los jóvenes como signo inequívoco de una grave patología. Resulta interesante apreciar hasta qué punto el discurso condiciona el modo de abordar las conductas humanas. No tenemos modo alguno de saber cuántos anacoretas podrían haber sido diagnosticados de psicosis, aunque los testimonios escritos que muchos de ellos han dejado demuestran que habían alcanzado una perfecta estabilización y acomodación a su encierro. Del mismo modo, uno puede preguntarse si el aislamiento de los hikikomoris, y más allá de su estructura singular, no se convirtió en una especie de epidemia por la angustia que provocan en los padres. Las anacoretas mantenían una relación permanente con Dios a través de la vía mística, del mismo modo que los hikikomoris se vinculan con el ciberespacio mediante
Internet. El coronavirus nos ha convertido en una suerte de hikikomoris involuntarios. Algunos se consideran afortunados de estar completamente solos, otros bendicen la protección del hogar familiar. Por WhatsApp circulan toda clase de vídeos y memes alusivos al confinamiento (una forma de «filosofía popular espontánea», como lo calificó alguien a quien escucho desde hace años). Se repite el tópico (apenas hemos cambiado, en el fondo…) de la esposa insoportable o el marido holgazán, o ambos a la vez. Los anacoretas escasean en la actualidad más que el material sanitario, y llama la atención lo poco que en las redes sociales se habla de Dios en estos días, cuando creer en él nos sería más útil que creer en los opinólogos que infectan los telediarios. Hasta la Semana Santa ha pasado sin pena ni gloria, puesto que de ella sólo nos quedaba la oportunidad del turismo, y esta vez ni siquiera eso. La biopolítica nos ha arrebatado incluso la posibilidad de imaginar que esto es un castigo del Cielo por abusar de las tarjetas de crédito, de las compras on-line, de los billetes de avión low cost, y de andar cambiando de móvil a cada rato. Pero de estos pecados hablaré el próximo día.
10-5-20 Reclusiones 5
Nos quedaríamos cortos si le diésemos al coronavirus el título de «palabra del año». Como mínimo merecería recordarse como la palabra de la década, del mismo modo que el hashtag «Quédate en casa» pasará a formar parte del tesoro de la lengua. Lo mismo cabe decir de palabras como «cuarentena» y «confinamiento», que ya se emplean hasta en las recetas de cocina o los horóscopos. El encierro por decreto se ha convertido en uno de los fenómenos más creativos de los que se tenga constancia. Pocas veces en los últimos siglos hemos conocido semejante aluvión sublimatorio. La gente inventa cosas, escribe poemas, canta, baila, filma vídeos caseros con trucos, recomendaciones, entretenimientos, las cadenas de solidaridad se expanden a velocidades supersónicas y las aplicaciones de citas se han reconvertido en clubes sociales para entretener las noches aburridas. El ingenio se agudiza y un industrioso
ímpetu pone en marcha toda clase de emprendimientos, desde la fabricación casera de mascarillas con materiales inauditos hasta los cursos de papiroflexia por Internet. Nunca antes habíamos asistido a semejante inflación superyoica, que nos exige convertir el tiempo de confinamiento en el deber de redimirnos con un agotador programa de actividades. La prohibición de toda vida pública ha convertido los balcones en una versión moderna del corral de comedias, donde cada uno puede expresar sus talentos, aplaudir a los sanitarios, abuchear al gobierno o denunciar a los que se saltan la cuarentena. Los balcones son el ágora de los ciudadanos cautivos, quienes a medida que transcurren las semanas comienzan a cambiar el tono de emocionada fraternidad universal y matan el tiempo buscando sospechosos de estar contagiando a su comunidad de vecinos. Somos seres notablemente sociales, y sufrimos mucho cuando no podemos abrazarnos, besarnos y arrojarnos piedras. Una epidemia de nostalgia universal despierta en muchos el irresistible deseo de llamar por teléfono al antiguo compañero de oficina, ése al que en su época no tragábamos demasiado, a esa tía de la que ni siquiera nos acordábamos, al novio o novia de la infancia, a aquel amigo a quien no volvimos a ver nunca. Para algunas personas, la carencia que se ha instalado en la primera fila de la cotidianidad es una incitación a buscar en el pasado aquello que se siente como una pérdida. Un clásico de la fantasía humana. Otros se vuelcan frenéticamente en las compras on-line y dan gracias a las autoridades por permitir que Amazon siga repartiendo paquetes en esta Navidad que se prolonga demasiado. No sólo se trata de la función imaginaria del objeto de consumo, y de la efímera satisfacción que nos aporta. El objeto es, en este caso, también un mensajero que trae consigo el testimonio de que subsiste el mundo exterior, como la ramita de olivo que una paloma le trajo a Noé para anunciarle que el fin del Diluvio estaba cerca. Pero también se da el caso de un descubrimiento sorprendente: la prescindibilidad de los objetos. No sólo muchos saldrán del confinamiento convencidos de que su partenaire les sobra, sino que incluso antes de eso se están dando cuenta hasta qué punto nos esforzamos por llenar el vacío con cosas inútiles, no sólo innecesarias, sino incluso superfluas por la magra satisfacción que nos procuran, ya que no nos valen ni como señuelo. Es el descubrimiento de un goce inédito: el goce de no consumir. No es un goce que todo el mundo pueda experimentar, por eso no lo recomiendo para todos. Pero quien logre alcanzarlo tal vez quiera comentar su vivencia. Todavía es pronto para saber si podrá durar
una vez que recobremos la libertad y las tiendas estén de nuevo abiertas. Por eso, mientras hay quienes ya se atreven a depositar en este nuevo goce las esperanzas de una humanidad transformada, yo soy más prudente y prefiero esperar a ver lo que sucede. Ni siquiera confío del todo en mí mismo.
17-5-20 Reclusiones 6
En el año 1963, el Ministerio del Interior británico publicó una guía para los ciudadanos con las medidas que debían tomarse en el caso de un ataque nuclear. Era la época de la Guerra Fría, y el librito explicaba entre otras cosas cómo fabricarse un refugio en nuestra propia casa. Lo más apropiado era disponer de un sótano, que debía acondicionarse de tal modo que hubiera primero un «núcleo» donde resistir el impacto inicial, una especie de cubículo fabricado con sacos de arena, colchones y puertas, casi del tamaño de una madriguera, y permanecer encerrados las siete primeras horas. Tras ese período se podía pasar a la zona más amplia del sótano, debidamente preparada con lo necesario para resistir una semana sin salir al exterior, tras lo cual se podría iniciar la reconstrucción de Gran Bretaña. Poco después de dicha publicación, las autoridades de la ciudad de York reforzaron esta propaganda mediante una exhibición permanente para mostrar en escala real cómo era un sótano transformado en refugio y la manera de organizarlo. No conformes, en el año 1965 decidieron llevar a cabo una prueba que se conoce como «El experimento de York». Tres mujeres jóvenes se presentaron voluntarias para pasar tres días completos en uno de estos refugios. Tres mujeres que la crónica de la época describió como enérgicas, inteligentes y plenamente conscientes de aquello a lo que se comprometían. Llevaron por su cuenta la serie completa de novelas de James Bond, material de costura y tejido, y permanecieron las siete horas iniciales en el núcleo que medía un metro por uno y medio, sufriendo dolorosos calambres. Una vez pasado ese momento, se deslizaron a la zona más amplia, donde de inmediato fueron presa de una apatía que duró los dos días y medio siguientes. Incapaces de leer, ni apenas cocinar ni hacer ninguna de las tareas manuales, se asomaron por fin a la
luz en un estado de evidente trastorno anímico. No habían logrado dormir, pese a tomar tranquilizantes, y aunque el Comité de Defensa Civil de York consideró que el experimento había sido un éxito, nunca se conoció a ciencia cierta ni lo que se pretendía demostrar ni las conclusiones que se extrajeron. Tampoco se difundió una información fiable sobre las razones por las cuales las tres mujeres salieron tan afectadas, teniendo en cuenta que el tiempo que permanecieron encerradas fue corto, se prestaron voluntarias, y por supuesto sabían que sólo se trataba de un simulacro. El experimento de York, sin embargo, fue extremadamente útil para poner de manifiesto la cantidad de decisiones estúpidas y absurdas que los responsables de la seguridad de los ciudadanos pueden llegar a realizar. No se necesitaba un ataque nuclear para saber que esta clase de refugios caseros sería absolutamente inútil, y que el comienzo de la reconstrucción de Gran Bretaña siete días después era una fantasía para niños, aunque cabe suponer que las autoridades de York lo creyesen con mejor buena fe que cuando Trump exige la reapertura inmediata de todas las actividades de su país. Esta pandemia no tiene la capacidad de destrucción masiva comparable a la de una guerra nuclear, pero ha venido a proseguir la serie de las amenazas que comenzaron con la bomba atómica y continuaron con el terrorismo a escala global. Pasado el peligro atómico inminente, y con un aparente descenso de las organizaciones terroristas, se pone en evidencia que el estado bélico debe continuar para beneficio de todos. Siempre conviene tener una carrera armamentística a mano, un enemigo al que se pueda nombrar y por supuesto las metáforas que exalten la batalla. Tras algunas décadas elogiando y promoviendo las virtudes del individualismo como bien soberano, ahora toca el llamado a la unión de intereses. «De ésta tendremos que salir todos juntos», oímos de boca de políticos que hasta hace poco no habrían propuesto jamás esta forma de acción. Incluso algunos pensadores conciben la posibilidad de un comunismo reformado como salida a la crisis. Nada de esto va a ocurrir, desde luego. En el sálvese quien pueda todo vale, incluso la subasta de material sanitario entre ses y americanos en los aeropuertos. El llamamiento a una nueva humanidad unida puede acompañarse de connotaciones religiosas y morales muy curiosas: hay quienes creen que la Naturaleza nos está haciendo pagar lo que le hemos causado. Es indudable que el virus no es un accidente biológico ajeno a la erosión humana, pero no hay ninguna intencionalidad ejemplarizante en los desastres ecológicos que verificamos. El Ártico no se derrite para castigarnos. Reemplazar a Dios por la Naturaleza no arroja grandes ventajas, a menos que
lleguemos a la conclusión de que soportar todo esto y seguir siendo posmodernos sea exigirnos demasiado a nosotros mismos. Quizás no tengamos más remedio que manotear a toda prisa algunas creencias si queremos estar mejor preparados para la próxima catástrofe. Es probable que tener la aplicación de Zoom instalada no sea suficiente, y que algún dios alternativo no nos venga mal para pasar la siguiente cuarentena. Las mascarillas protegen del virus, pero no sirven gran cosa para el otro miedo grande que se avecina…
24-5-20 «CORÓNICA» DEL MUNDO EXTERIOR 1
¿Qué es el mundo? ¿Existe el mundo? El mundo es en verdad una abstracción inexistente, hecha para poder entendernos como de costumbre, o sea, malamente. Existen los mundos (y existen porque las palabras nos salen del cuerpo y tienen el poder performativo de crear aquello que dicen), los mundos en plural, el de cada uno, la invención narrativa que los seres humanos nos fabricamos. Piezas únicas y exclusivas con las que armamos un pequeño argumento que sirve para orientarnos. De lo contrario, el caos sería aún más grande: la pura realidad material moviéndose al compás de las invisibles leyes fisicoquímicas. El mundo que cada cual encuentre afuera probablemente sea tan reducido como el cubículo en el que ha permanecido encerrado todos estos meses. Será un poco más incómodo, eso sí, debido a las restricciones impuestas a la libertad de convivencia. La libertad. Esa otra cosa inexistente en la que depositamos una fe inmensa y muy curiosa: quienes más creen en ella suelen ser los que más se la niegan a los otros. A esas restricciones se las llama «distancia social». Muchas expresiones son como los chistes. Nadie sabe quién los ha inventado, pero una vez que ingresan en el habla se propagan velozmente. Ésa de «distancia social» es muy buena, es perfecta para contrarrestar la ilusión colectiva de la proximidad globalizada. Una pandemia, como una guerra, tiene la desgraciada virtud de producir un efecto de «pentimento», ese fenómeno tan peculiar que se observa en algunos cuadros del pasado, cuando el artista corregía algunos detalles de su
obra cubriéndolos con nuevas pinceladas. Con el paso del tiempo, la versión original comienza a hacerse de nuevo visible. Es una suerte de milagro de la belleza, sólo que ahora la cosa es un poco diferente, porque mucho de lo que asoma tiene aspecto de barbarie y huele a cadáver. En España han retirado los restos de Franco de su majestuoso templo, pero por ahora sólo ha valido para que el fascismo endémico del país refuerce su sistema inmunológico. Lo llaman «Nueva normalidad» (la gente es sin duda imaginativa, por qué negarlo), incluso se emplean las siglas «N.N.», que por pura casualidad son las mismas que leemos en las tumbas de los muertos no identificados. N.N.: «nomen nescio», lo que en latín significa «desconozco el nombre». Visto así, no se podría haber inventado nada mejor para ponerle nombre a este nuevo mundo que no tiene nombre, pero que ya nos amenaza con ser normal, lo cual es suficiente para ponernos los pelos de punta. La normalidad es esa maniobra con la que se consigue que el acíbar (una resina amarga de propiedades purgantes) nos sepa a mermelada de arándanos. El número de abril de la edición española de la revista Elle ha obrado la magia de hacer desaparecer todo rastro de lo sucedido. Ni una sola vez se mencionan las palabras «pandemia», «confinamiento», «coronavirus». Trescientas treinta y ocho páginas repletas de destinos paradisíacos a los que no podemos ir, por falta de aviones y dinero, fastuosos restaurantes que ya han quebrado antes de inaugurarse siquiera, y fantasmales salones de fiestas. Por tan sólo 4,5 euros uno puede comprarse una dosis de negacionismo y saborearla pasando las hojas. ¿Cómo habrá de transformarse el mundo de cada uno? Los historiadores — hablaré de esto el próximo domingo— dicen que las pandemias son episodios que tienden a reprimirse en el relato de la civilización, porque al imaginario colectivo le resulta muy difícil representarlos. Llevamos más de tres meses confinados en el discurso del coronavirus, y así seguiremos durante mucho tiempo aunque nos hayan abierto las puertas. Sin embargo, el gran interrogante es saber si toda esa epidemia desinformativa, verdadero apocalipsis del malentendido inmemorial del lenguaje, habrá de sernos útil para volver a reunir todo lo que se ha desatado. Tal vez se necesiten otras palabras, unas que evoquen, que resuenen, pero no nombren. Shakespeare, el inventor del ser humano, supo hablar del asunto como nadie. Se merece una mención especial en la «corónica» que viene.
31-5-20 «CORÓNICA» DEL MUNDO EXTERIOR 2
Las primeras cuarenta semanas de nuestra llegada a la vida transcurren en estado de cuarentena, flotando como astronautas en la cápsula materna. No sabemos gran cosa sobre lo que le sucede al feto allí adentro, pero en algún momento tiene que salir. Los psicoanalistas (Freud incluido) han llevado a debate si el nacimiento constituye un trauma, y nunca ha habido un gran acuerdo al respecto. Me intereso en estos días por lo que experimenta la gente ahora que puede salir de los claustrofóbicos úteros donde ha permanecido algunos meses. No todos están contentos. Algunos incluso echan de menos la reclusión forzada. Tienen razón: el mundo ya no se parece al que conocimos. Una persona de gran talento y que escucho desde hace varios años me confesó lo que había visto: «La estupidez humana». Se está mejor en casa que en la calle, donde los dueños de España se pavonean a cara descubierta. Las mascarillas son para maricones o comunistas. O ambas cosas juntas, lo cual es ya el colmo. Se está mejor en casa que en una sesión del Parlamento español, donde la jauría no cesa de enseñar los dientes. Se está mejor en casa que en Minneapolis, donde la policía sale a cazar negros cimarrones. Supongo que los cuidadores de los zoológicos respiran aliviados por tener un trabajo que no los obligue a alternar mucho con los humanos. Durante el sitio de Leningrado, los animales del zoo que no murieron destrozados por las bombas alemanas lograron sobrevivir gracias al esfuerzo heroico de sus cuidadores. La gente comía hasta suelas de zapatos, pero los cuidadores del zoo salvaron a Belleza, una hembra de hipopótamo que además necesitaba agua. Iban a buscar el agua al río Neva con escudillas y la traían corriendo entre las balas para que el animal no se deshidratara. Y a nadie, en medio de semejante carnicería y hambre, se le ocurrió comerse a los animales del zoo, como ocurrió en muchas partes de Europa. La hipopótama se convirtió en un símbolo de la decencia y la dignidad humanas. Hoy estamos muy lejos de todo aquello: la derecha ya no se conforma con matar elefantes y exige carne roja. Después de tres meses de encierro y con el estómago lleno, los bárbaros han puesto a la mitad de España en un estado de alarma no decretado: gritan que el coronavirus y las medidas de reclusión son coartadas del gobierno para implantar el comunismo. «He visto la estupidez humana», me dijo esa persona con su habitual estilo sintético y aforístico. Hay muchas hipótesis para explicar por qué las pandemias dejan tan poca huella manifiesta en la memoria humana.
Se recuerdan las guerras, se olvidan las pestes. Elizabeth Outka, que ha estudiado la gripe española y su influencia en la literatura de entreguerras, opina que la dificultad estriba en el hecho de que la carga de sinsentido que supone la muerte en una epidemia es radicalmente más traumática que la de una guerra, que al menos ite la significación del sacrificio. Por lo visto, y sin un Dios que lo explique, la COVID-19 hace más daño en el alma que un obús. Quizás porque el enemigo es invisible, está en todas partes y en ninguna, y para eso es muy útil el odio. El odio se lleva mejor con lo real, con aquello que no nos cabe en la cabeza pero que necesitamos nombrar como sea. Para eso, el amor no sirve. Ya se ha demostrado con lo poco que nos duró. Las primeras semanas nos amábamos con locura. Ahora, de eso sólo queda la última parte, la de la locura. El 26 de abril de 1564 el vicario de la Iglesia de la Sagrada Trinidad en Stratford-upon-Avon anotó el bautizo de un tal «Gulielmus filius Johannes Shakespeare» [sic]. Pocos meses más tarde, informa el historiador Stephen Greenblatt, el vicario apuntó la muerte de Oliver Gunne, aprendiz de tejedor, y añadió al margen: «hic incipit pestis» («aquí comienza la plaga»). Una quinta parte del pueblo murió en esa ocasión, pero el niño William Shakespeare se salvó. La realidad de la peste acompañó la vida entera del genio, que a lo largo de su carrera hubo de cerrar y reabrir su teatro docenas de veces, con los mismos perjuicios económicos de ahora pero sin ayudas estatales. Aún sin conocer absolutamente nada sobre los mecanismos biológicos del contagio, los funcionarios del gobierno ya sabían que era imprescindible que la gente se quedase en sus casas y se evitasen las aglomeraciones en los espacios públicos. Pese a la presencia casi crónica de la peste bubónica en la época que le tocó vivir, Shakespeare hace un uso sutil del tema en sus obras, de manera tangencial, y se sirve de ello como un engranaje más en la dinámica de la tragedia humana. En Romeo y Julieta, el fraile Laurencio le pide a un cofrade que le lleve un mensaje fundamental a Romeo, informándole de la poderosa droga que va a hacer que Julieta parezca muerta. El fraile que debe llevar el mensaje es puesto en cuarentena por sospecharse que está apestado, y no consigue hacer llegar la nota a Romeo. Ignorando lo que sucede, Romeo cree que Julieta ha muerto, y decide a su vez seguirla hasta el final. Hoy es todo mucho menos glorioso, y la idiotez campa por todas partes, con banderitas nacionales, reivindicaciones identitarias y cócteles de lejía. Leamos de nuevo a Shakespeare. Allí está todo, aunque en su época no hubiese Internet.
7-6-20 «CORÓNICA» DEL MUNDO EXTERIOR 3
En estos meses he escuchado asociaciones realmente ingeniosas sobre «esta cosa horrible que nos ha pasado», como me escribe una querida colega desde Argentina. Es el privilegio del psicoanalista: que a sus oídos lleguen los pequeños demonios de la lengua. Alguien me dijo ayer que ha sido como si una nave alienígena hubiese rociado nuestro planeta con un gas venenoso. En cierto modo ha sucedido algo así. Que haya venido de la China, de Saturno o de otra galaxia, en definitiva no tiene demasiada importancia. Lo fundamental es que estos millones de entes microscópicos tienen la virtud mágica no sólo de diezmarnos, sino también de mostrar toda la podredumbre que aguardaba el momento propicio para subir a la superficie. Me sorprende la ingenua alegría de quienes se lanzan felices a la calle, donde los bares tratan de burlar la vista de la policía y añadir una mesa más en las terrazas, mientras los vecinos chillan de que así no se puede caminar por las aceras y los comerciantes protestan porque las aglomeraciones tapan la vista de los escaparates. Se empieza a decir que el virus ya no nos mata. Al parecer va desfalleciendo un poco después de este recorrido que ha hecho por la naturaleza humana. Lógicamente, el virus no sabía dónde se había metido. Tal vez aprendió la lección y ya no vuelve. Ahora vamos a morirnos de otro veneno. Dentro de pocos días los animales que se habían animado a entrar en las ciudades regresarán a su exilio. Antes del estallido de un volcán o del espasmo de un terremoto, los bichos salen corriendo. Presienten el peligro. Vuelven los seres humanos, por lo tanto para ellos es mejor batirse en retirada. Los animales no entienden de virus, pero saben muy bien quién es su peor enemigo. En este año 2020 no se ha publicado aún el Worldwide Threat Assessment confeccionado por los servicios de inteligencia norteamericanos, un documento donde todos los años se evalúan las principales amenazas que se ciernen sobre la Tierra. La salida está demorada porque Trump no quiere que el documento vea la luz, probablemente porque él figura en el primer puesto. El peligro mayor no proviene esta vez de la naturaleza. No va a estallar el Sol, ni chocaremos contra un meteorito gigante, ni los polos van a darse la vuelta. El periódico The Atlantic ha tenido al documento, donde se advierte que la próxima pandemia es la del terrorismo neonazi. ¿Trump ha puesto en marcha ese Golem monstruoso o es al revés? Tal vez Trump es tan sólo el representante de la nueva normalidad que nos aguarda, pero no la rutina de las mascarillas y los
frascos de alcohol en gel, sino otra variedad de N.N. Siguen las coincidencias: también son las letras de Neo Nazismo. El terrorismo de los supremacistas blancos es nombrado por todos los expertos en catástrofes y mencionado en primer plano por el Worldwide Threat Assessment como el más grande de los peligros al que vamos a enfrentarnos. «La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido», afirma Macbeth. Una frase verdaderamente profética, como si Shakespeare hubiese adivinado los tuits que Donald Trump escribiría cuatro siglos más tarde, o los de sus aprendices en Brasil, España o Reino Unido, donde el idiota local acaba de decretar la prohibición de tener sexo con desconocidos. Saltarse la normativa da lugar a una multa de 100 libras (importante aviso para transgresores: 50% de descuento si se paga en un plazo no mayor de dos semanas). Hay cosas peores: en Irán te multan con 100 latigazos. Dos maneras distintas de incitar a gozar: versión «Pegan a un niño», o versión «Multan a un niño». En el portal de noticias Medium, Umair Haque se pregunta si alguna vez ha existido una época donde la ignorancia fuese superior a la actual. La pandemia se ha cebado sobre la tela descosida de la humanidad. Se han soltado los hilos, y todos los delirios comienzan a vociferar al unísono. Se esparcen velozmente por las redes sociales alertando contra las vacunas, asegurando que la Tierra es plana, que el Holocausto es un vídeo hecho con Photoshop. Umair Haque tiene toda la razón. El capitalismo ha entrado en una fase que produce no sólo un vaciamiento de los recursos naturales, sino que vacía la subjetividad de todo contenido. Nos vamos convirtiendo en cáscaras en las que cualquier cosa tiene cabida. Cuanto más megalomaníacas sean las ideas de relleno, mucho mejor, porque se necesitan grandes fábulas para suplir la ausencia total de coordenadas éticas. Todas las eras conocieron la ignorancia, pero ninguna como ésta, donde la debilidad mental se promueve como la mayor virtud que puede poseerse, de allí que aumente cada vez más su cotización en el mercado del poder y de la política. La ignorancia es una commodity que se paga a precio de oro, y en el que muchísima gente ahora apuesta sus ahorros. El orgullo del idiota no conoce límites. Además, el idiota — como lo anunció Shakespeare— está lleno de furia. Se aproxima el momento de una decisión: o acabamos con él, o él acabará con nosotros.
14-6-20 «CORÓNICA» DEL MUNDO EXTERIOR 4
Ahora que comienzan a disiparse en el aire las fantasías de que la era posCOVID-19 nos volverá más buenos, es el momento de grandes e importantes debates. Seguramente para que se pongan en movimiento habrá que esperar a que pase un poco la euforia del regreso a los bares y a los partidos de fútbol. Atravesada la etapa más crítica, las autoridades entienden que hay que devolvernos un poco del circo que el virus nos ha arrebatado en estos meses. Mientras tanto, hay otros intereses que no están dispuestos a perder ni un segundo. Quieren aprovechar el miedo residual, optimizar el discurso del terror y la amenaza, incluso estimularlo si es necesario. Para esos intereses, el miedo inevitable que la pandemia ha depositado en nuestro espíritu no sólo no debe desaparecer, sino todo lo contrario. Se trata de mantenerlo en un nivel suficientemente alto y actuar con toda rapidez. Es la gran oportunidad para acelerar la transformación para la que están trabajando en las últimas décadas, y en ese sentido la pandemia les ha venido como un regalo del cielo. Eric Schmidt, uno de los más importantes accionistas de Google y asesor de grandes compañías tecnológicas, no se ha demorado en iniciar una fuerte campaña mediática y entrevistas con representantes políticos para presentar y argumentar el diseño social que debe implantarse. Se trata de poner la totalidad de la vida humana, en lo social, político, económico, cultural y sanitario, en manos de las grandes compañías tecnológicas. Schmidt es astuto: su propuesta es que todo se haga con la participación del Estado. Esa participación habrá de ser fundamentalmente económica, absteniéndose de establecer incómodas regulaciones. El sistema chino se invoca todo el tiempo. Para los grandes de Silicon Valley, China es la perfecta alianza entre los intereses privados y estatales. Si no nos damos prisa, advierte Schmidt, muy pronto Estados Unidos va a perder el primer puesto en esa carrera. Ahora es el gran momento para que el laboratorio del confinamiento dé sus frutos, y pasemos a la fase de la instalación permanente del «tele-todo» («tele-everything». Sic), como él mismo lo ha calificado en uno de sus discursos: un mundo donde pueda prescindirse del o. Un mundo que no se toca, y que sólo se ve por las pantallas. Un mundo que no tiene sabor ni olor, como los síntomas patognomónicos de la COVID-19, porque ya no serán necesarios. Mientras la gente retorna a la nueva normalidad para consumir su ración diaria de entretenimiento, y se divierte mirando por la televisión el patético esperpento del espectáculo político, hay otros que no pierden el tiempo, que saben muy bien lo que quieren y cómo lograrlo. Porque van a conseguirlo. Una vez más, la ingenuidad bienintencionada de la izquierda progresista convoca a defendernos de los movimientos que se están produciendo
a toda velocidad mediante el auxilio de la transparencia y el control de las grandes corporaciones a las que los Schmidts representan. El gran enigma es saber quién habrá de hacerse cargo de ese control. ¿El Estado, que más que nadie está interesado en imponer este paradigma de sociedad de vigilancia? ¿Las asociaciones vecinales? ¿Las compañías de seguros? ¿El tecnoanarquismo? A estas alturas, resulta escalofriante pensar que ya no es tan sencillo responder a la pregunta de si queremos un mundo manejado por seres humanos o por la Inteligencia Artificial. Si echamos una mirada al panorama político, a los líderes que nos conducen, o mejor dicho que nos extravían, como mínimo dan ganas de arrojar una moneda al aire.
21-6-20 «CORÓNICA» DEL MUNDO EXTERIOR 5
En su libro El jinete pálido, Laura Spinney hace un recorrido por la historia de las pandemias. Bajo esa luz comprobamos —como en otras muchas ocasiones— que las cosas no cambian tanto como imaginábamos. Stefan Zweig escribió alguna vez que la civilización es apenas una fina capa de polvo que puede barrerse de un soplido, y Freud dijo algo semejante. Ambos coincidieron en que no debemos asombrarnos demasiado ante ello. El problema es que depositamos una excesiva confianza en el progreso, confianza que sólo puede sostenerse en el olvido de la verdad. Ya he comentado que las pandemias se olvidan. En 1889 surgió en Bukhara, localidad asiática del Imperio Ruso, una gripe que mató a un millón de personas. Laura Spinney cuenta que poco después de que acabara, el pintor Edvard Munch escribió en su diario: «Una tarde paseaba por un sendero, con la ciudad a un lado y el fiordo, abajo. Me sentí cansado y enfermo. Me detuve y contemplé el fiordo: el Sol se ponía y las nubes se tornaron rojo sangre. Sentí un grito atravesando la naturaleza; me pareció oír el grito». Algunos historiadores del arte sugieren que esa pandemia, que además de los muertos dejó a cientos de miles de personas con graves trastornos traumáticos y depresivos, afectó seriamente al pintor y fue una fuente de inspiración para su célebre cuadro. Así se nos pone la cara a algunos, cuando vemos el debate político convertido en espectáculo de circo romano. El caso de George Floyd ha servido, entre otras cosas, para refrescar la memoria del sufrimiento causado a la
gente de raza negra. Qué notable que sea Bélgica el país elegido como sede del Parlamento Europeo (donde presuntamente cocinan nuestro bien…) menos de un siglo después de haber dejado una huella imborrable en el Congo, donde Leopoldo II llevó a cabo una de las más espantosas atrocidades de las que existe constancia, sólo superada por sus vecinos alemanes pocos años más tarde. Todo un precursor ese rey. Douglas Brinkley acaba de hacerle una entrevista telefónica a Bob Dylan a propósito de la salida de su nuevo álbum Rough and Rowdy Ways («Caminos duros y bulliciosos»). Dylan habla allí sobre la música, la poesía, el mundo. Sobre la fragilidad de todo lo que vive. «Duermo con la vida y la muerte en la misma cama», canta en uno de sus temas. Homenaje a la finitud de la existencia, recordatorio de que la muerte sigue siendo invencible. Y pensar que unos pocos segundos atrás habíamos comprado el pasaporte a la inmortalidad anunciado por Silicon Valley. Una doble estafa. Tal promesa fue falsa desde el inicio y además a los viejos no los quiere nadie, como ha quedado demostrado en la Comunidad de Madrid, donde se dictó orden de dejar morir a los ancianos porque no alcanzaban las camas. ¿Para qué querríamos llegar a vivir ciento cincuenta años si a partir de los cincuenta la mayoría de la gente es laboralmente desechable? No sé que habríamos de hacer con los cien que nos sobren. Son muchos años para llenar con series de televisión y partidos de fútbol. Hay muchas maneras de clasificar a los seres humanos. Actualmente hay una muy sencilla: por un lado, los que darían lo que sea para que el confinamiento hubiese durado mil años, con tal de no regresar a la vida anterior, y por otro, los que están convencidos de que ya pasó todo y toca irse a la playa. La juventud no tiene pasado, dice Dylan en la entrevista. Sólo conocen lo que ven y lo que oyen, y por eso están dispuestos a creerse cualquier cosa, agrega. Quizás no se trate sólo de una característica de la juventud, y sea más apropiado extenderla a las personas de todas las edades. El ser hablante no tiene pasado. Me suena aún mejor. Por eso cada vez que se dice «Nunca más», sabemos perfectamente lo que va a ocurrir.
28-6-20 «CORÓNICA» DEL MUNDO EXTERIOR 6
¿Qué es primero, la confianza en el otro o el sentimiento de su amenaza? Es algo verdaderamente complejo. Según Freud, el semejante se introduce en nuestro mundo en forma de extrañeza y hostilidad. Incluso ese semejante que es nuestra propia imagen reflejada no nos resulta de entrada familiar. Cuando la World Wide Web comenzó a expandirse por el mundo, se daba por sentado que su éxito dependería de la confianza. Después de todo, ¿por qué razón habría yo de meter mi tarjeta de crédito y hacer clic en el botón de «comprar» algo que no he tocado con mis manos ni visto con mis ojos, y que se me ofrece desde un misterioso lugar que en verdad ni siquiera alcanzo a comprender dónde queda? La respuesta es la confianza. Por extraño que parezca, la confianza ha precedido innumerables acciones trascendentales a lo largo de la historia de la civilización. La confianza es un aspecto de la creencia en la verdad, y su existencia depende en exclusiva de la materialidad simbólica. La confianza no exige prueba ni caución, se otorga a cambio de nada que la garantice. Es, en definitiva, un acto de fe, una fe que ha resistido incluso a nuestro renovado empeño por destruirlo todo. ¿Por qué debería creer? ¿Acaso no sobran las evidencias de que esa confianza se ha visto mil veces traicionada? Y sin embargo sobrevive. Lacan dice que cualquier madre es como la boca del cocodrilo: el vuelo de una mosca puede alterarla sin ningún motivo y hacer que se cierre sobre lo que más ama. Eso no impedirá que aquel ser amado, el hijo, vuelva a meter la cabeza dentro. ¿De qué depende, entonces, esa misteriosa fe? Depende, fundamentalmente, de que uno crea que el otro no es completamente malo. Es una creencia «soft», por así decirlo, porque tampoco es definitiva, pero al menos es suficiente como para que depositar un sobre por la ranura de una urna y pensar que eso servirá para algo. A pesar de toda la extraordinaria sofisticación científica y tecnológica, un gesto tan decisivo se sostiene hasta ahora en algo intangible pero al mismo tiempo poderoso. Pero también puede ocurrir que uno crea —es una creencia del tipo «hard»— en la maldad absoluta del otro—. Una maldad que no tiene límites. Esa maldad justifica la falta de confianza, aunque el mecanismo es inverso: cuando alguien no cree en la palabra, y ha rechazado el pacto originario que une al hombre con la verdad, entonces el otro se convierte en un ser supremo en maldad. Un grupo de hackers alineados con el ejército sirio de Assad entró en 2013 en la cuenta de Twitter de The Associated Press, una de las agencias de noticias más grandes del mundo, y falsificó un tuit según el cual una bomba había estallado en la Casa Blanca hiriendo al presidente Obama. En las pocas horas que transcurrieron hasta que el tuit fue retirado, la Bolsa de Wall Street perdió más
de cien mil millones de dólares. La nuevas guerras no sólo se harán con sangre y muertos. Hay un objetivo militar que es ahora clave, y que se vuelve cada vez más vulnerable y abatible: la confianza. Los servicios de inteligencia occidentales siguen el desarrollo de los ataques que no se realizan con misiles, sino con instrumentos cibernéticos capaces de fabricar con absoluta precisión vídeos falsos, alterar los datos de cualquier organismo público o privado, crear un caos de información que comience a erosionar la credibilidad de las instituciones. Nos enfrentamos a la posibilidad de que la confianza, que designa una relación con la verdad imprescindible para la convivencia, se deshaga en favor de la paranoia extendida. La paranoia extendida es favorable a los intereses totalitarios, que en la actualidad convienen a la triple alianza de ciencia, mercado y economía de depredación. Se necesitaron décadas y cientos de miles de millones de dólares para erradicar la viruela. En 2016, a unos investigadores canadienses les bastó tan sólo cien mil dólares y unos pocos meses para sintetizar una variedad extinguida de ese virus. Según Jason Matheny, que dirige el Centro de Seguridad de Tecnologías Emergentes de la Universidad de Georgetown, con cien mil dólares se puede disponer de un arma vírica cuyo poder es equivalente a una bomba de hidrógeno, aunque ni siquiera se precisa matar a un número desorbitado de personas. Sólo a los suficientes como para que la confianza en el mundo exterior retroceda y la sospecha infecte la vida cotidiana. Un ataque conjunto que altere los datos de un sistema sanitario (como ocurrió hace muy poco en el NHS del Reino Unido), las estadísticas políticas, o la contabilidad de las instituciones financieras, sólo requiere un puñado de hackers y una estrategia bien organizada. Los aficionados a las teorías delirantes acerca de la relación entre las torres del 5G y la COVID-19 serán los colaboracionistas de turno que contribuyan a consolidar los efectos de la guerra que no vendrá del cielo, sino a través de los cables de Internet. Una guerra que no busca matar a la gente, sino matarles el alma. Desalmarlos. Tengamos, al menos por una vez en la vida, ojos para ver más allá de lo que anuncian en la tele…
5-7-20 DIARIO DEL ASOMBRO 1
Ha pasado ya más de medio siglo desde que Joseph Weizenbaum, un judío alemán emigrado a Estados Unidos, diseñara en el MIT un programa llamado ELIZA con el propósito de demostrar la superficialidad de la comunicación entre un ser humano y una máquina. ELIZA era capaz de «conversar» con personas, y uno de los experimentos más interesantes y divertidos fue simular que la computadora era un terapeuta de la escuela de Carl Rogers. De hecho —según cuentan— se trataba de una mofa a Carl Rogers, puesto que en verdad la máquina no hacía mucho más que repetir ciertas palabras claves dichas por el sujeto del experimento. Algunos detractores (nunca faltan malas lenguas) opinaban que la terapia de Rogers la podía ejercer un loro. A pesar de que Weizenbaum pretendió demostrar que la máquina no podía resolver el test de Turing, se sorprendió al comprobar no sólo que muchos de sus colegas vieron un gran futuro en la aplicación de ELIZA a la psicoterapia, sino que la mayoría de las personas que pasaron por el experimento estaban convencidas de que hablaban con un ser humano de verdad. Lacan no se habría sorprendido para nada, puesto que no perdía oportunidad para decir que un psicoanalista no es necesariamente alguien muy inteligente, que incluso puede ser hasta algo tonto, y que ello no impediría del todo que un análisis pudiera llevarse a cabo, dada la potencia del dispositivo analítico como método para explotar el saber inconsciente. El inconsciente, como el virus, necesita un huésped para transmitirse, en eso consiste la transferencia. Por eso las personas que hablaban con ELIZA creían en ella, es decir, hacían transferencia con la máquina. El nombre ELIZA fue escogido por el personaje Eliza Doolittle, de la famosa obra de Bernard Shaw My Fair Lady, donde la protagonista era una mujer de clase baja que aprendía a hablar correctamente gracias a su aristocrático mentor. La ELIZA del experimento no aprendía en verdad nada, porque entonces todavía estaban muy lejos de la Inteligencia Artificial, que consiste en programar una computadora para que sea capaz de aprender, es decir, que no contiene previamente todos los datos que va a emplear. Es una computadora que se parece un poco más —sólo un poco más— al saber del inconsciente, que no está escrito en el firmamento sino que se crea en el acto mismo de hablar. Ahora que la pandemia ha acelerado la tendencia a digitalizarlo todo, comienzan a surgir las primeras aplicaciones de psicoterapia. ELIZA fue en cierto modo la precursora del chatbot, pero sus descendientes informáticos la superan ampliamente. Ahora no se pretende simular que el paciente habla con un terapeuta real. Según parece, esa ilusión es innecesaria para que la transferencia funcione. A fin de cuentas, uno puede hablar hasta con su coche sin que eso constituya un signo delirante. Woebot es una de las aplicaciones de psicoterapia
que están haciendo furor, por supuesto completamente programada sobre la base de la psicología cognitivo-conductual. Vale la pena ir a la página (se ofrece una prueba gratuita) y leer los comentarios de los s (sólo se recogen los satisfactorios, por supuesto). Varios coinciden en una cosa: la utilidad de contar con un terapeuta que «vive» dentro del smartphone, que está siempre en el bolsillo, y que por lo tanto nunca te abandona. No se trata de algo muy sofisticado. El sistema operativo funciona recogiendo el texto escrito del paciente, sus emoticonos, y con ello organiza un ramillete de intervenciones prefabricadas destinadas a sustituir las visiones negativas por ideas positivas. Según los creadores del programa, el paciente se confía mucho más si sabe desde el primer momento que se dirige a una máquina. Más aún, consideran que la máquina es el terapeuta ideal, no contaminado por las desviaciones de los terapeutas reales. Como corresponde al discurso universitario, las ventajas de Woebot están respaldadas por estudios que «demuestran científicamente» su efectividad terapéutica. Por ahora no todos están tan convencidos como sus promotores. La Asociación Americana de Psiquiatría considera que «si de lo que se trata es que algo es mejor que nada, entonces no es un mal paso». Desde luego, mejor algo que nada, en un país donde la falta de cobertura en materia de salud mental es —si cabe— aún más grave que en todo lo demás. Cualquiera que conozca esa nación sabe que harían bien no sólo ofreciendo wifi gratis en las paradas de autobuses, sino también un dispensador automático de antipsicóticos. El perfecto médico del futuro es, según algunos visionarios, un robot. Ahora es posible que —con algunas mejoras— también sea el perfecto psicoterapeuta. ¿Cómo será el psicoanalista perfecto? El Manicomio Global está trabajando febrilmente en «MyFreud», una aplicación propia que revolucionará el mercado psi. Se iten sugerencias.
12-7-20 DIARIO DEL ASOMBRO 2: «Los desenmascarados»
Algunos días atrás, y en otro contexto, me referí al interesante proceso que ha elevado la humilde mascarilla desde su inicial carácter de herramienta sanitaria a símbolo de una posición ideológica. Como sabemos, una ideología (cualquiera
sea) es, en esencia, un modo de goce camuflado de argumentos narrativos que permiten hacer lazos sociales. Eso no le resta autenticidad a las ideas, simplemente conviene recordar el fondo secreto de donde salen. Asombra comprobar la cantidad de síntomas neuróticos que pululan en torno a la mascarilla. En estas semanas escucho toda clase de quejas: me asfixia, me pica, me da calor, me aprieta, me roza. Por lo visto, hay mucha gente adicta al principio del placer que vive como en la fábula de la princesa y el guisante. A pesar de todo, esto no es más que una minucia comparado con la notable separación de aguas que ha supuesto el uso de la mascarilla. Metonimia del confinamiento, si antes fue este último la terrible afrenta infligida a los que se alinean con la derecha y la ultraderecha, ahora lo es la bendita mascarilla, símbolo de un grave atentado a los derechos del goce, ésos que además se defienden con apelaciones a la Constitución y gritos al Cielo clamando por la libertad mancillada. Algunos, en un alarde de desafío y amparados en su condición de famosos, no tienen ningún empacho en declarar que mejor muertos que con mascarilla. Ciertos estudios apuntan a que los hombres son más proclives que las mujeres a rechazar el uso de la mascarilla, por considerarlo un signo de debilidad, de masculinidad desfalleciente. Otros detalles curiosos inaugurados por la pandemia: la nueva moda de llevar a los perros sin correa (eso es compartido por las féminas, todo hay que decirlo). La idiotez ilimitada se expande a gran velocidad. La correa del perro muy pronto será otro símbolo de la tiranía comunista que las oscuras fuerzas del mal quieren imponernos. Mucho se ha hablado en los últimos años de la feminización del mundo, pero muy poco sobre los estándares de masculinidad a lo largo de la historia, que en la época de la Ilustración alcanzaron la paradójica forma del semblante feminizado. El hombre afeminado (pelucas empolvadas, medias de seda, pañuelos perfumados entre los dedos, maquillaje) fue un arquetipo masculino de las clases burguesas y nobles, las que probablemente no habrían puesto objeciones en llevar la mascarilla. Igual que la marea —que todo lo trae de vuelta a la playa, incluso cientos de miles de mascarillas que van a parar al mar — hoy retornan de la mano de la derecha los semblantes más idiotas de la virilidad. Apología del egoísmo radical. Es el backlash, la reacción violenta de los acorralados, los salvapatrias, los nostálgicos de las identidades sólidas. Para identidades sólidas, nada mejor que la televisión local de Murcia, donde en el telediario informan sobre el número diario de contagiados por COVID-19 anunciándolo con dos recuadros: «Personas» e «Inmigrantes». Que las cosas queden claras y no se confundan. Las personas van en una cuenta, los inmigrantes en otra. Pero el mayor asombro es descubrir que entre los ofendidos
que cuestionan el lockdown y la mascarilla hay también algunos psicoanalistas. Seguramente es un asombro ingenuo, como si acaso los psicoanalistas nos librásemos de zambullirnos de vez en cuando en las mismas aguas tontas en las que chapotea una buena parte del mundo.
19-7-20 DIARIO DEL ASOMBRO 3: «Y volvieron las oscuras golondrinas»
En un delicioso artículo sobre el misterio de las golondrinas (https://www.historytoday.com/archive/natural-histories/great-migrationmystery?fbclid=IwAR05oxFvTJPbTpETzAdo2WWYnfAWncwhtNQ8Vci9LGux4DZvKq3HqGa8), Alexander Lee cuenta que en el año 1680 un tal Charles Morton explicaba en su tratado Compendium physicae que durante el invierno las golondrinas emigran a la Luna. Desde siempre se ha sabido que las golondrinas desaparecen con el frío, pero durante muchos siglos nadie consiguió averiguar su paradero. Morton buscó por todas partes, y al no hallarlas en ningún lado concluyó que se marchaban a la Luna. Incluso hizo algunos cálculos para deducir que volaban a una velocidad de 200 kilómetros por hora y tardaban aproximadamente dos meses en llegar. Semejante teoría, propuesta setenta años después de que Galileo sentase las bases de la ciencia moderna, forma parte de la apasionante lucha entre la superchería y el pensamiento científico, que llega incluso hasta nuestros días con los chiflados antivacunas y terraplanistas. El misterio de la golondrina es muy antiguo, y ocupó entre muchos otros a Hesíodo, Plinio el Viejo, y por supuesto a Aristóteles, que por primera vez en la historia de Occidente aplicó un método racional de observación de los fenómenos naturales y concluyó que las golondrinas hibernaban en las oquedades de los árboles. En el Renacimiento florecieron versiones aún más inauditas de la teoría aristotélica de las golondrinas, como la del arzobispo sueco Olaus Magnus, quien en 1555 aseguró que esos pájaros hibernaban en el fondo de los lagos, metidos en el lodo, explicación que mentes prodigiosas como Linneo y el doctor Samuel Johnson adoptaron como válida. No faltaron las versiones nacionalistas, como la de Gilbert White, inglés hasta la médula, que
negó en rotundo la posibilidad de que a un pájaro netamente británico se le ocurriese emigrar fuera de su territorio natal. Más allá de las sabrosas anécdotas, el misterio de las golondrinas pone de manifiesto, por una parte, el apasionante tema de las creencias que durante siglos retardaron el surgimiento de la ciencia moderna y que subsisten hasta nuestros días, pero también los fascinantes fenómenos de retorno. Del mismo modo que la curiosidad del hombre lo llevó a averiguar dónde se metían las golondrinas, uno se pregunta en qué lugar hibernaron durante estas últimas décadas los fascistas, los nazis, los franquistas y toda esa fauna venenosa que hoy regresa de su misteriosa migración. ¿En qué lodoso fondo se escondieron? Hubo un tiempo en que llegamos a creer que habían desaparecido de la faz de la Tierra, y ni siquiera se nos ocurrió buscarlos en la Luna. Lo cierto es que no nos ha dado tiempo a descubrir el misterio porque, como las golondrinas, han vuelto con el plumaje renovado y se pasean por todas partes sin disimulo ni pudor, ostentando orgullosos las insignias de antaño, decididos a mostrar que en verdad nunca se habían ido, que simplemente estaban esperando la oportunidad de una primavera para volver a ocupar su sitio. La oportunidad vino de la mano del fracaso de la democracia para acabar con el oscurantismo, debido a la insoluble paradoja de un sistema que para proteger los valores de la libertad abre la puerta a quienes vienen a destruirla. El furor de las películas de zombis tal vez se deba a la necesidad de expresar de forma mítica el despertar de los monstruos a los que dábamos por extinguidos. Recientemente algunos filósofos de la ciencia indagan, a diferencia de lo que siempre se ha difundido, en el papel crucial del deseo del científico (algo que Jacques Lacan destacó en muchas ocasiones) en los descubrimientos. En concreto, señalan la importancia decisiva del sobrecogimiento ante lo real como condición imprescindible para los cambios epistémicos. El sobrecogimiento es un estado de la subjetividad reconciliada con el no saber, algo que el psicoanalista comparte con el científico. El no saber es en la actualidad la cosa menos rentable que existe, porque la opinión en ascenso se funda en el saber absoluto de las nulidades, que no se sobrecogen ante nada y no tienen nada de lo que arrepentirse. Estuvieron durmiendo en el lodo, pero ahora han decidido regresar a la superficie. Los que estábamos en la Luna éramos los demás.
2-8-20 DIARIO DEL ASOMBRO 4: «Todos somos iguales, pero algunos un poco más»
En 1517 Lutero escribió noventa y cinco tesis que se publicaron con el título de Cuestionamiento al poder y eficacia de las indulgencias. Esta práctica originada en el siglo III había llegado a convertirse en uno de los grandes negociados de la Iglesia: «Se perdonan pecados. Interesados dirigirse a la autoridad eclesiástica más cercana a su domicilio. Se recomienda ir provisto de una abultada bolsa para cubrir gastos de tramitación». Este cartel no se colgaba en la puerta de las iglesias, pero los ricos sabían muy bien con quién debían hablar y a cuánto se vendía el billete al Cielo. El escándalo provocado por esta piadosa costumbre alcanzó tal grado de ignominia que fue determinante en el cisma iniciado por Lutero. El negocio se acabó cuando los poderosos comprendieron que el Cielo y el Infierno es una superchería para pobres, y que no valía la pena gastar ni un céntimo para salir del Purgatorio. Es mejor emplear el dinero para sobornar a políticos y funcionarios a cambio de buenos contratos en obras públicas y suministros. La impunidad no es un invento nuevo, y las indulgencias podrían regresar en versión posmoderna gracias a la pandemia. Se conoce como «pasaporte inmunitario», y fue una iniciativa alemana que —por extraño que parezca— no prosperó. Son muy pragmáticos estos alemanes. Si hay que hacer una sinfonía, se hace la mejor. Si hay que exterminar a millones de personas, se hace lo mejor posible. Ayer en Berlín decidieron declarar el fin de la pandemia con una manifestación multitudinaria, como quien declara la independencia. Nada de perder el tiempo con tonterías. La idea del pasaporte inmunitario es muy sencilla: un certificado de haber tenido el coronavirus y poseer anticuerpos. Eso daría a importantes beneficios, como la libre movilidad, ahorrarse la cuarentena, poder acceder a recintos cerrados, y sobre todo la ventaja de que figure en el currículum a la hora de buscar trabajo. Ahora que las empresas pueden seleccionar limpiadores de baños con dos másters y tres idiomas, ¿por qué no añadir también un certificado de inmunidad? Es una pena que la idea no haya tenido la aceptación esperada. Nunca faltan científicos que se dedican a estropear buenos negocios, y gente con escrúpulos morales que advierten sobre las implicaciones éticas de semejante proyecto. Para empezar, no se ha demostrado que un individuo no pueda volver a contagiarse, ni cuánto dura la inmunidad. La impunidad sí sabemos lo que dura: generalmente toda la vida, conforme se asciende en la escala social y por supuesto política. Luego, tendríamos el problema de los pobres, esa gente que con tal de comer es capaz de hacer cualquier cosa. Si no dudan en arrojarse al mar amontonados en pateras que se deshacen, seguro que por esa costumbre de
ir por la vida desesperados acabarían contagiándose de forma intencionada. Pero estos y otros inconvenientes que por ahora han hecho retroceder las nuevas indulgencias en todos los países (con la excepción de Estonia), no han disuadido a algunos espíritus emprendedores como el de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Yo disiento totalmente con aquéllos que opinan que muchos políticos son tontos. Una cosa es que dicha presidenta tenga un coeficiente intelectual inferior al de una lombriz (que al menos tiene la virtud de ser hermafrodita), y otra cosa es la astucia. Se propone crear la «Cartilla COVID», a fin de dar origen a una casta sanitaria que, llegado el caso, podría ahorrarle al portador un nuevo confinamiento. ¿No es una idea brillante aprovechar la pandemia para reforzar las categorías sociales? Habrá que perfeccionarla un poco para que la cartilla no se entregue a cualquiera por el mero hecho de tener anticuerpos, porque de ser así podría conseguirla gente sin estatus ni apellidos. La fiebre amarilla del siglo XIX dio origen a una jerarquía sanitaria entre los que habían pasado la enfermedad y los que no. Kathryn Olivarius, profesora de historia en la Universidad de Stanford, explica que en aquella época (al igual que antaño con las indulgencias) se había creado un importante «capital inmunológico» que podía invertirse para conseguir toda clase de prebendas. Políticos creativos como la presidenta de la Comunidad de Madrid seguramente encontrarán una fuerte oposición, porque es el triste destino de los visionarios. Convertir los anticuerpos en una commodity que se cotice en la bolsa sería muy útil para paliar los efectos económicos de la pandemia. Pero como es habitual, las buenas ideas siempre encuentran escollos. Culpa de la izquierda, que en España ha restituido la asignatura de «Ética» en los colegios, cuando ya se sabe que la de «Religión» es mucho más útil para los negocios. Yo le diría a la presidenta que no se deje derrotar por los aguafiestas. En la nueva normalidad necesitamos novedades estimulantes, y esta original forma de ascenso social vírico puede acelerar la carrera por el contagio. El mundo no es para débiles y timoratos. Como decían los cerdos en Rebelión en la granja de Orwell: «Todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que los demás».
23-8-20 «A lo largo de los siglos, la idiotez sigue siendo un misterio irresoluble»
En un libro titulado The intelligence trap. Why smart people do dumb things («La trampa de la inteligencia. Por qué la gente lista hace cosas tontas»), David Robson explica de forma amena y divertida qué es la «desviación del crecimiento exponencial». La mayoría de las personas puede comprender el crecimiento lineal. Si guardo un euro cada día, al segundo día tendré dos, al tercero tres, y siete al cabo de una semana. Mucho más difícil es entender en qué consiste el crecimiento exponencial, y esa incomprensión hunde su raíz en un problema tan complejo como apasionante: la extraordinaria propensión del ser humano para la ceguera. Según cuenta una leyenda hindú, un rey le ofreció al brahmán Sissa ibn Dahir una recompensa por haber inventado el ajedrez. El brahmán pidió un grano de trigo en el primer cuadrado del tablero, dos en el segundo, cuatro en el tercero, doblando el número sucesivamente hasta llegar al cuadrado sesenta y cuatro. El rey se rió ante la humilde demanda de Sissa ibn Dahir. Se le congeló la risa cuando sus secretarios le informaron que todas las reservas de trigo del reino no alcanzaban para cubrir lo que se le debía: 18.446.744.073.709.551.615 granos. Al igual que el rey de la leyenda, que no podía concebir otra forma de crecimiento que el modo lineal, casi todos caemos en trampas semejantes y menospreciamos el crecimiento exponencial. Contrariamente a lo que cabría suponer, la dificultad para asimilar este concepto no depende del grado de educación. Gente con un alto nivel intelectual y una considerable formación académica pero un conocimiento matemático superficial, puede incurrir en el mismo error. Según Robson, este síntoma podría explicar la resistencia a reconocer la peligrosidad de la COVID, su velocidad de contagio y el modo en el que aumenta su propagación. Está convencido de que si los gobiernos realizaran un esfuerzo por ilustrar mejor a los ciudadanos sobre qué significa el crecimiento exponencial, a día de hoy estaríamos en una situación mucho más favorable, y posiblemente la distancia social y el uso de las mascarillas no habrían despertado tanta oposición. Es una hipótesis simpática, que se inscribe en la tradición ilustrada: la educación nos hace mejores, lo cual es una ilusión como cualquier otra. Los de la secta religiosa Heaven's Gate creían que cuando el cometa Hale-Bopp pasase cerca de la Tierra en 1997 llevaría en su cola una nave lista para subir a bordo a los verdaderos creyentes. Algunos compraron un carísimo telescopio de alta potencia para observar más de cerca el cometa, pero poco después lo devolvieron y exigieron el dinero, argumentando enfadados que el aparato no funcionaba, puesto que no veían la nave. Más tarde, convencidos de que serían rescatados una vez que se desprendiesen de su envoltura corporal, treinta y nueve personas se suicidaron. No fue una gran pérdida, desde luego, y es interesante preguntarse por qué hoy en día los adeptos al culto antimascarillas no se suicidan en masa, lo cual
aliviaría el presupuesto sanitario. La razón por la que el número de imbéciles crece actualmente de forma exponencial es un problema distinto. La Secta de los Idiotas es la que mayor número de seguidores ha conseguido en toda la historia, con lazos que se extienden por todo el planeta. Siempre hemos sabido que la idiotez es contagiosa, pero la razón por la cual las cepas modernas son cada vez más resistentes sigue siendo un misterio irresuelto, incluso para el psicoanálisis. La solución debe de estar en la forma en que los idiotas se replican. Supongamos que en la baldosa de una plaza ponemos a un idiota antimascarilla. En la baldosa de al lado, sin guardar ninguna distancia, ponemos a dos. En la tercera baldosa a cuatro, y vamos duplicando el número. Si aplicamos el cálculo de la leyenda hindú, en la baldosa número sesenta y cuatro ya no caben los idiotas. Por lo tanto, la fórmula de la replicación de los idiotas no puede ser la duplicación. La resolución de este problema tal vez permitiría descubrir el modo de intervenir en la secuencia de reproducción a fin de cortar la cadena. La velocidad con la que los idiotas se replican es variable. Depende de ciertas condiciones ambientales que se crean mediante campañas políticas, medios de comunicación y el paradigma ideológico dominante. John y Mike Mew, dos ortodoncistas británicos, se han hecho multimillonarios promocionando un método para conseguir un rostro hermoso sin necesidad de cirugía. Sólo mediante ejercicios con los labios y la lengua. Sin que lo hayan pretendido, su invento es apoyado por cientos de páginas de la ultraderecha por considerarlo apropiado para la mejora de la raza. Poco importa que la comunidad internacional de odontólogos haya calificado a John y Mike (padre e hijo) como dos charlatanes. Cuando un periodista ó con centenares de clientes y les enseñó sus propias fotos «antes y después», en las que no se apreciaba la más mínima diferencia, los entrevistados se mostraron incómodos, y muchos afirmaron que la diferencia «era sutil» pero que ellos «podían sentirla». Personas de todas partes del mundo siguen acudiendo en tropel a la clínica de los Mew. ¿A quién le importa la verdad, cuando es tan gozoso ser idiota?
27-9-20 «Penúltima estación»
La semana pasada los medios de todo el mundo publicaron una curiosa noticia.
Al mismo tiempo que gran parte de la industria de la aviación comercial se ha estrellado como consecuencia de la pandemia, algunas compañías aéreas han emprendido una exitosa iniciativa. Dada la circunstancia de que los seres humanos pueden contraer una dependencia adictiva con prácticamente cualquier cosa, algunos experimentan un grave síndrome de abstinencia por la interrupción de los viajes. Aprovechando este extraño pero respetable síntoma, algunas compañías de lujo han comenzado a ofrecer vuelos que parten de aeropuertos en Brunei, Taiwan, Japón o Australia, dan un paseo de duración a elegir, y aterrizan más tarde en el mismo lugar donde despegaron. Para que el reclamo resulte más atractivo y puedan justificarse un poco los asombrosos precios de estos paseos, el avión vuela a poca altura permitiendo apreciar hermosas vistas de paisajes naturales y fabulosas ciudades. Dependiendo de la duración del vuelo, se sirven además una o dos comidas de alta calidad. A fin de aumentar el realismo y brindar todavía más satisfacción a los pasajeros, se aconseja llevar maletas como atrezzo de la imaginación. Pese a su desorbitado coste, los pasajes se agotan a los diez minutos de salir a la venta. Algunas compañías los promocionan como «vuelos escénicos», pero otras prefieren el sugerente nombre de «vuelos a ninguna parte». Si hiciesen falta más pruebas de que la asombrosa diversidad de la conducta humana se debe al irreconciliable desarreglo entre las palabras y las cosas, vemos que junto a los cientos de miles de personas que sufren horrendos pánicos al subir a un avión, hay muchas otras que no pueden soportar la privación de su acostumbrada dosis de horas en el aire. Como la previsión de un retorno a los viajes tradicionales se presenta bastante incierta, muchos agentes le auguran un gran futuro a esta nueva fórmula, por ahora sólo al alcance de una selecta minoría. Las críticas no han tardado en expandirse por las redes sociales, donde calificativos como «frivolidad» o «estupidez» fueron algunos de los más suaves, junto con la acusación de promover una actividad que contribuye al aumento de la huella de carbono en el planeta. Visto de esa manera, es comprensible que en el medio de la actual catástrofe sanitaria y económica, que ha descompuesto la vida social y política hasta extremos comparables con el período que precedió a la Segunda Guerra Mundial, los «vuelos a ninguna parte» se consideren la expresión de un narcisismo obsceno. Sin embargo, es posible que este notable fenómeno ita otra lectura, y que el secreto de su éxito no radique simplemente en la cuestionable avidez de algunos por experimentar una emoción que bascula entre la idiocia y la inmoralidad. Como suele ocurrir, los nombres nunca son indiferentes, y «El Viaje a Ninguna Parte» podría ser el título de este paulatino hundimiento de la civilización. Según cuentan, la orquesta del Titanic no dejó de
tocar mientras la nave iniciaba su descenso a las profundidades, y a lo largo de la historia han existido siempre quienes bailaron y brindaron cuando a su alrededor el mundo era presa de las llamas. La pandemia es hija de la Muerte y madre de la Verdad. Sobrevuela el planeta dando pruebas de su linaje, y no podemos predecir si moriremos antes devorados por nuevos monstruos microscópicos o por una hemorragia imparable de la Verdad. Pero lo cierto es que siempre hemos viajado a ninguna parte, aunque eso se nos revele ahora con una luz tan deslumbrante que nos ha dejado ciegos. Volver al punto de partida después de un breve recorrido por la nada es también la certera imagen de aquella fuerza inercial que en los seres humanos se opone a la ilusión del progreso, esa pulsión que según Freud es el motor oculto de la vida humana. El aeropuerto al que se retorna, ¿será verdaderamente el mismo que se ha dejado atrás al despegar? Nunca aterrizamos dos veces en el mismo aeropuerto, diría Heráclito hoy. El viaje a ninguna parte tiene algo en común con esa «nueva normalidad» que es mucho más que la vida de siempre pero reorganizada con mascarillas, hidrogel y dos metros de «espacio vital» («Lebensraum», como reclamaban los alemanes). La «nueva normalidad» es el nombre de la penúltima estación de este viaje. Antes de llegar al final, saquemos selfies y supongamos que estamos volviendo a casa…
1-11-20 «La soledad organizada»
¿Alguien recuerda la edad dorada del confinamiento, cuando la humanidad se creyó Una en el amor universal? Muchos vieron el augurio de una redención, la promesa de una enmienda histórica: renaceríamos mejores y más buenos. Aquel sueño no duró mucho, porque muy pronto mudó en pesadilla y volvieron los zombis, las criaturas funestas que dormían en el mismo fango del que provenimos. Si el virus es ya una desgracia que se desparrama por la Tierra, cada nueva oleada arrastra consigo los rebrotes del mal. La pandemia y las ideologías más oscuras han sellado una poderosa alianza, dando vida a viejos símbolos y ritos que celebran el odio y la muerte. ¿Por qué la repetición demoníaca prospera en la pandemia y enseña de nuevo la mueca del totalitarismo? Tal vez el arcaico temor cósmico que nos envuelve se ha agitado ante la acción de un enemigo
invisible que envenena los cuerpos y las naciones. Hannah Arendt (Ideology and terror) formuló la tesis de que el fundamento del totalitarismo consiste en la capacidad del pensamiento ideológico para encerrar a los individuos en una soledad organizada. Cuando la existencia se quiebra ante un acontecimiento que nos despoja del poco sentido al que nos aferramos para perdurar, el terror y la vulnerabilidad nos hacen alzar la mirada hacia el sol negro del pensamiento ideológico, buscando allí una respuesta. Para Arendt, el totalitarismo se implanta mediante la organización calculada de la soledad, destruyendo los lazos que vinculan a los sujetos entre sí y a éstos con la experiencia individual de la realidad. El totalitarismo sustituye el marco individual del fantasma, el escenario donde cada sujeto construye su experiencia singular de la realidad, por un molde donde las singularidades mueren aplastadas bajo el peso del espanto colectivo. La ideología es ese espanto aún mayor que el terror que se apodera de nosotros cuando debemos enfrentarnos al abismo de nuestro inconsciente. Entonces preferimos refugiarnos en la soledad de la masa y convertirnos en autómatas salvajes, desprovistos de toda solidaridad humana, prestos a seguir el camino que nos señalan los profetas salvadores. El pensamiento ideológico inocula el sentimiento de que más allá de la experiencia singular de cada sujeto existe una realidad más real que nadie ha sabido ver, una realidad oculta a la percepción pero que nos es revelada por el discurso totalitario. «El sujeto ideal del mandato totalitario no es el nazi o el comunista convencidos, sino la gente para quien la distinción entre el hecho y la ficción, la diferencia entre lo verdadero y lo falso, ya no existe más», escribe Arendt en la obra citada. Las llamadas «redes sociales» pueden convertirse en el instrumento perfecto para la desocialización, el vehículo más idóneo para deslizarnos hacia la pendiente de la fabulación paranoica. En un notable ensayo sobre la distinción entre soledad y aislamiento, Samantha Rose Hill destaca que en uno de sus diarios la filósofa alemana se pregunta si acaso existe un modo de pensamiento que no sea tiránico, y cuál es la razón por la que los seres humanos son presa fácil de las fórmulas más horrendas. Concluye que los hombres prefieren la esclavitud antes que la posibilidad de pensar por sí mismos. Seguramente el psicoanálisis, al introducir la dimensión del inconsciente, puede llevar incluso más lejos esa terrible pregunta y su posible respuesta. El lenguaje constituye la primera tiranía de la que no podemos escapar, y es probable que en esa inevitable captura surja el germen de todos los mandatos ulteriores. A diferencia de lo que la gran Arendt creía, para el psicoanálisis la libertad no consiste sólo en la facultad de pensar por fuera de la ideología, sino en la imposibilidad de la palabra para organizar toda la experiencia singular de cada sujeto. Mediante ese resto inasimilable al Todo y que se refugia en el síntoma, algo consigue escapar a la institución del
lenguaje y su poder doctrinario. Es por esa razón que el síntoma es lo primero que un sistema totalitario habrá de eliminar. Los alemanes lo comprendieron perfectamente: el Uno solamente puede reinar sobre las cenizas de los síntomas. No llegaron a tiempo para eliminarlos a todos, pero sus nuevos émulos diseminados por el mundo, y mejor pertrechados para organizar la soledad, quieren volver y completar la tarea.
6-12-20 «Hogar. ¿Dulce hogar?»
Hogar. Home. Heim. Heima. Heem. La etimología es curiosa. Diverge en las lenguas latinas y anglosajonas, aunque la homofonía es común. Hogar deriva del «focus» latino, el fuego. Fogar: hacer fuego. En las borgianas lenguas nórdicas, Heimr, derivado del indoeuropeo «kóymos»: asentamiento, lugar donde se habita. La función del hogar se inicia con la transformación de las sociedades de cazadores y recolectores, de estructura nómada. La invención de la agricultura implica la fijación, la permanencia, la necesidad de volver al mismo sitio. Las especies animales migratorias recorren miles de kilómetros para luego retornar al punto de partida donde está el nido, la cueva en la ladera, el sitio propio en el acantilado, la fuente del río. El hogar es un espacio íntimo, una frontera que delimita un interior y un exterior. Lo interior tiene la virtud de lo reconocido. Lo exterior siempre trae un soplo de extrañeza, lo irreconocible. Eso no es más que una apariencia. La realidad es mucho más compleja. En el fondo de lo íntimo y familiar —debemos a Freud esa revelación— hay un desconocimiento profundo y soslayado. En el hogar hay un centro extraño que alberga todo aquello que se rechaza. Lo hemos comprobado durante el largo confinamiento. El hogar es refugio, pero la reclusión puede tornarlo para muchos en algo insoportable, cuando ese centro irreconocido ya no se puede mantener alejado. Los sin-hogar viven un desamparo que va mucho más allá de la carencia vital. La paradoja es que la mayoría de ellos no acepta ir a un albergue. Es esa rara tensión que existe en la relación del ser hablante consigo mismo: nunca se siente del todo en casa en su casa, ni totalmente cómodo en la identidad con la que distrae su vacío. En las últimas décadas las corrientes migratorias han aumentado mucho. Atrás quedan los hogares a los que ya no se habrá de regresar. Hogares a los que
incluso al dejarlos se les prende fuego, como lo han hecho hace unas semanas los armenios que abandonaron Nagorno Karabaj, tras décadas de un espantoso conflicto con Azerbaiyán. El hogar va a sufrir una profunda transformación. La idea de que la COVID es un arma bacteriológica concebida para apoderarse del mundo, es un delirio como tantos otros. Pero no es ningún delirio advertir que la pandemia es la ocasión perfecta para introducir una nueva doctrina. Ya sabíamos que la frontera entre lo privado y lo público se ha vuelto extremadamente porosa, cada vez más intangible. Se blindan los países, se desdibujan las vidas de cada uno. El objetivo ahora es el hogar. La transformación del espacio supuestamente íntimo en sede de múltiples actividades. Los recursos telemáticos permiten que el hogar se vuelva oficina, sala de gimnasio, consultorio médico, aula de estudio y/o de conferencias, centro comercial, zona recreativa, incluso prisión. Aumentan las posibilidades de hacer todo desde casa y en casa. El peligro reside en que puede llegar a ser tan gozoso y fascinante, que un día, casi sin pensarlo, descubrimos que hemos sido presa de una agorafobia cronificada. O peor aún: la regresión a ese estado primario de la construcción subjetiva en el cual el mundo exterior es indiferente.