El Parlamento de la Humanidad La historia de las Naciones Unidas
PAUL KENNEDY
T rad u c ció n de
Ricardo García Pérez
DEBATE
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T ítu lo original: The Parliam ent o f M an Prim era edición: o ctu b re de 2007 © 2006, Paul M. K ennedy © 2007, de la presente edición en castellano para to d o el m undo: R andom H o u se M ondadori, S. A. Travessera de G racia, 47-49. 08021 Barcelona © 2007, R icardo G arcía Pérez, p o r la traducción © 2007, R andom H o u se M ondadori S.A. Av, C ra 9 N o . 100-07, Piso 7, Bogotá, D .C . Q u ed an prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibim ientos legalm ente previstos, la reproducción to tal o parcial de esta obra p o r cualquier m edio o procedim iento, ya sea electrónico o m e cánico, el tratam iento inform ático, el alquiler o cualquier o tra form a de cesión de la o b ra sin la autorización previa y p o r escrito de los titulares Printed in C o lo m b ia - Im preso en C olom bia Im preso p o r C argraphics S.A. ISBN: 978-958-639-508-3
Para los nuevos de mi encantadora y extensa familia , Cynthia, Sophia, Catherine y Olivia y Para los amigos constantes de mi vida, , John y Cinnamon y Matthew Kennedy
o incluso en 1648. Las naciones de Europa desfilaban, navegaban y volaban ahora hacia la guerra, com o tantas veces lo habían hecho en el pasado. El último grito ahogado de la Sociedad de Naciones, la expulsión de la U nión Soviética por su ataque a Finlandia aquel in vierno, parece más un símbolo de su destino que de sus poderes. El espectáculo había term inado, y el telón había caído.
La Sociedad de Naciones quedó en una especie de estado de «sus pensión» a partir de mediados de 1940, m om ento en que su secreta rio general, Joseph Avenol, tan propenso a la contem porización, fue sucedido por Sean Lester, que gestionó desde Ginebra una organi zación esquelética durante toda la guerra; de hecho, hasta el 18 de abril de 1946, cuando fue liquidada form alm ente.14 Mientras las salas principales de la Sociedad de Naciones iban acum ulando polvo, los dramas de la Segunda G uerra M undial iban anegándolo todo a su paso. La conquista alemana de Polonia y de gran parte de Europa occidental, la caída de Francia, la batalla de Inglaterra, la entrada de Italia en la guerra y la extensión de los com bates al M editerráneo, los Balcanes y O riente Próxim o, el ataque nazi contra la U R SS y las invasiones japonesas en Extrem o O riente atraparon la atención popular entre 1939 y 1942. Aquellas no eran circunstancias para que unos líderes políticos tan apurados com o Churchill y Stalin tuvieran tiem po de reflexionar sobre la mejora de las estructuras internacionales. N o obstante, se realizaron algunas reflexiones iniciales en ámbi tos menos augustos. Los intemacionalistas estadounidenses, frustra dos desde hacía m ucho tiem po por la deriva de su país durante la década de 1930, crearon la Com isión para el Estudio de la O rgani zación de la Paz y, nada menos que en 1940, habían elaborado un informe sobre la necesidad de apartarse de una sociedad de naciones para crear una federación mundial (defendiendo los argumentos de un libro asombrosamente popular de W endell W illkie, Un mundo, varios años antes de su publicación).15 El propio R oosevelt fom en taba la reflexión del Departam ento de Estado acerca del orden de posguerra, antes incluso de que Estados Unidos entrara en la guerra.
El Foreign Office británico, que contaba con un departam ento de organizaciones y tratados internacionales, tam bién estaba bosquejan do algunas ideas iniciales, si bien con la tajante condición por parte de Churchill de que aquello solo podían hacerlo quienes tuvieran tiem po de cruzarse de brazos. Y cuando el prim er ministro y el pre sidente se reunieron, en agosto de 1941, para promulgar la Carta Atlántica, acordaron «crear un sistema general de seguridad perm anen te y más amplio». Vale la pena señalar que el énfasis que durante aque llos años hacía R oosevelt en público en el discurso de «las C uatro Libertades» (la libertad de palabra y expresión, la libertad de religión, la de estar libres de necesidades y la de estar libre de temores) antici pa el majestuoso tono del Preámbulo de la propia Carta de las N a ciones Unidas. Pero todo eso era m uy vago, deliberadamente vago. Obviam ente, la reflexión y la planificación sustantiva solo p u dieron emprenderse a partir de 1943, cuando el rum bo de la guerra cambió en favor de la Gran Alianza y los diversos agentes se vieron obligados a reflexionar sobre el tipo de m undo que querían una vez que el com bate hubiera finalizado. Sin embargo, antes de evaluar las decisiones que habrían de conducir al futuro orden internacional, deberíamos analizar las ideas y angustias que influyeron en los i nistradores políticos aliados, sobre todo porque algunas de esas preo cupaciones se han difuminado en las brumas del tiem po.16 E n el ám bito de la seguridad, hubo al menos tres razones para que las grandes potencias se com portaran com o lo hicieron. La pri mera era sencillamente su egoísmo natural. Los animales fuertes no ven razón alguna para aceptar las restricciones de otros más débiles y de m enor tamaño. La segunda fue el resultado de las interpretacio nes de la historia reciente que hacían las potencias. La tercera tenía que ver con sus preocupaciones por el futuro inm ediato. Estas dos últimas razones han quedado casi olvidadas y apenas se m encionan en los últimos debates sobre la modificación de las condiciones de pertenencia al Consejo de Seguridad. Sin embargo, los tres m otivos contribuyeron a aum entar la cautela y reflexión con que aquellos gobiernos elaboraron los capítulos esenciales de la Carta de la O N U que se ocupaban de cuestiones de seguridad. En las discusiones de 1944-1945, el egoísmo y el recelo fueron
exhibidos sobre todo por las dos superpotencias emergentes, la URSS y Estados Unidos. Es bastante comprensible. Francia estaba resuci tando a la condición de gran potencia gracias a la insistencia de C hur chill, pero ¿cómo iba a influir París en las deliberaciones de D um bar to n Oaks, Yalta o San Francisco? C hina estaba sumida en una guerra civil y M oscú y Londres la observaban desconcertados y sin otorgar le credibilidad. Podríamos pensar que el Im perio británico, en deca dencia, habría sido quizá el estado más precavido ante las restricciones a la soberanía, y ciertam ente trataba de desviar las interferencias en los asuntos internos de sus colonias; pero en 1945, a sus políticos les preocupaba aún más la necesidad de involucrar en una red de compromisos internacionales a los un tanto caprichosos estadouni denses y rusos. Así fue com o las dos auténticas grandes potencias de la época, cuya creciente influencia bipolar había predicho Alexis de T ocqueville más de un centenar de años antes, se m ostraron extremada m ente desconfiadas ante las restricciones que un fuero internacional pudiera im poner sobre sus futuras acciones. N ingún país recordaba con agrado la Sociedad de Naciones. C om o hemos visto, Estados Unidos la había abandonado antes incluso de firmar su ingreso, mientras que a la U R SS no se le había perm itido ingresar en 1919, fue itida tardíam ente a mediados de la década de 1930 y fue ex pulsada después, tras la invasión de Finlandia. Ambos consideraban tam bién que se harían con la victoria gracias principalm ente a los re cursos y la voluntad que cada uno de ellos aportaba. D e m odo que, ¿por qué sentirse frustrados ahora? Más concretam ente, Stalin, cuyos arrebatos de paranoia en aquella época estaban marcando nuevos li mites, temía caer en la trampa de los arquitectos capitalistas del nue vo orden mundial. U n triunvirato o, si era necesario, un conciliábu lo de potencias mundiales com puesto p o r cinco estados, rotando con cautela pero respetando los intereses declarados de los demás, era sencillamente aceptable. Pero jamás permitiría que ese nuevo foro votara a favor de em prender acciones concertadas contra inte reses soviéticos. Así pues, era esencial el derecho a veto. Curiosa m ente, en W ashington m uchos defendían esa misma posición; por ejemplo, el senador A rthur Vandenberg, aquel estadounidense p ro
fundamente anticomunista del que se dice que respondió a las pro testas de un delegado mexicano en San Francisco diciendo que po día escoger entre unas Naciones Unidas con cinco per manentes con derecho a veto... o ningunas Naciones Unidas.17 La segunda razón era la siguiente: los líderes políticos estadouni denses, británicos y soviéticos que se disponían a modelar el orden mundial en 1945 habían atravesado todos ellos la torm entosa expe riencia del desm oronam iento internacional sistemático durante los quince o veinte años anteriores. Podem os sospechar que en 1939 ya habían extraído lúgubres conclusiones sobre lo que funcionaba y lo que no funcionaba en la búsqueda de la paz, o al menos en la evita ción de la catástrofe. Los catárticos acontecim ientos de la Segunda Guerra M undial no hicieron más que pulir e intensificar esas apre ciaciones. C uando llegó el m om ento de rem itir los documentos po líticos y los borradores de la Carta para su siguiente tentativa de evi tar futuras guerras, estaban ya de m uy pocos ánimos para nada que se pareciera a aquellas suaves y bienintencionadas declaraciones que, según sospechaban, habían proporcionado unos pies tan frágiles a la Sociedad de Naciones. El nuevo sistema de seguridad tenía que te ner colmillos. Sus cargos contra el anterior sistema de la Sociedad de Naciones, afirmaban unos en público y otros en privado, eran muchos, diver sos y abrumadores. Sencillamente, había sido demasiado dem ocráti ca y demasiado liberal. C om o hemos visto anteriorm ente, eso supo nía que estados pequeños y serios com o Finlandia o N ueva Zelanda podían elevar propuestas y formular objeciones a acuerdos necesa rios, con consecuencias que operaban com o sí se arrojara arena a los engranajes de las negociaciones de la antigua diplomacia. U na cosa era que el derecho internacional reconociera que todos los estados, tanto Dinamarca com o la U R SS y tanto Costa R ica com o Estados Unidos, son soberanos; pero esa tendencia democrática no había servido para disuadir a los agresores de la década de 1930. Al con trario, las evidencias demostraban que había fom entado que los dic tadores, que contem plaban la parálisis de la Sociedad de Naciones, fueran cada vez más atrevidos. Aquello no debía volver a suceder. P or consiguiente, había que m antener en el terreno de juego a
las grandes potencias con vocación aislacionista, Estados U nidos y la URSS, y no permitirles que se desbocaran por las sendas de la des confianza y el obstruccionismo. En este aspecto el gobierno británi co se manifestó con la máxima claridad. N o tenía ninguna intención de quedar en la misma posición que había ocupado a partir de 1919, cuando todos los demás actores habían abandonado la escena a ex cepción de ella misma y una Francia debilitada (y, en esta segunda ocasión, gravemente debilitada). Si había que engatusar a los «dos grandes» para que permanecieran a bordo, ya fuera m ediante garan tías de soberanía al Senado estadounidense o con privilegios especia les de voto para las grandes potencias, así se haría. Si podían quedar «sepultados» por la coordinación militar de la posguerra o por algún control negativo acerca de cóm o debían desarrollarse los aconteci mientos, también valía la pena pagar ese precio. Q uizá allí donde se implicara una nación grande se debilitaran determinados principios universales y se com prom etiera una respuesta efectiva ante posibles transgresiones de la legalidad internacional, pero eso era m ucho m e jo r que no disponer de ningún tipo de sistema de seguridad. Si todo el m undo era razonable, podía resultar. Pero la razón más im portante en las m entes de los planificadores era quizá su valoración de las diferentes capacidades, de las dife rentes cualidades de los estados grandes frente a los pequeños. La idea era sencillamente com o sigue: lo que la década de 1930 les ha bía enseñado era que los países débiles desde el punto de vista m ili tar, com o Checoslovaquia, Bélgica, Etiopía y M anchuria, eran in trínsecamente «consumidores» de seguridad. N o podían abastecerse por sí solos, no por falta de algún tipo de espíritu nacional, sino p o r que carecían de los recursos demográficos, territoriales y económ i cos necesarios para com batir las agresiones de sus vecinos de m ayor extensión. A diferencia de ellos, las grandes potencias eran, o se ha bían visto obligadas a acabar siendo, los «proveedores» de la seguri dad internacional; una vez más, no por ninguna especie de virtud especial de su naturaleza, sino tan solo porque tuvieron capacidad para resistir y, a continuación, derrotar a Alemania, Italia y Japón. La distinción básica entre los países que demandaban ayuda exterior para preservar su seguridad y los países que se com prom etían a pro
porcionarla tenía que quedar clara en esta ocasión. Si se falseaba, las democracias del m undo podrían volver a ser arrojadas a la confusión en caso de que en el futuro se produjera una crisis m anchú o un Anschluss austríaco. Esto conduce, pues, a la tercera razón, que consiste en que a los planificadores de los tiempos de guerra Ies parecía que había una marcada necesidad de anticiparse a la posibilidad de que hubiera nuevas agresiones por parte de Berlín y Tokio o, quizá, de algún otro estado ambicioso a mediados de la década de 1950 o más ade lante. A unque desde la perspectiva actual esto parezca un ejem plo de pronóstico increíblemente desacertado, dada la profunda repugnan cia cultural de la Alemania y el Japón de posguerra al verse arrojados a cualquier enredo exterior, tenía m ucho sentido en aquella época. Los británicos y, en m enor medida, los ses tenían esto en m ente. Es pertinente recordar que, cuando los aliados estaban esbo zando estos planes sobre el orden de posguerra, ambas potencias del Eje poseían todavía vastas franjas de terreno apresado y com batían todavía con fiereza. Cada vez parecía más probable la victoria final de la Gran Alianza, pero la determ inación alemana y japonesa era impresionante, ¿y quién sabía qué mortíferas armas secretas podrían estar desarrollando los alemanes (sobre todo) a partir de sus inm en sos recursos tecnológicos? N o eran pueblos a los que pudiera tom ar se a la ligera. Solo quince años después de la épica derrota de A le mania en la última guerra, estaba ya dispuesta a volver a desafiar al sistema imperante. La m ayor parte de la gente de O ccidente y de la U R SS estaba convencida de que sus enemigos poseían una inexora ble propensión «natural» hacia la agresión y las atrocidades.18 C iertam ente, los aliados tenían planes exhaustivos para dem o cratizar Alemania y Japón, pero tras pulverizar los de aquellas hala güeñas esperanzas wilsonianas de paz duradera de hacía solo dos dé cadas, las potencias vencedoras sabían que en esta ocasión debían ser más cautelosas y endurecer las disposiciones de la Carta relativas a la seguridad. Las naciones pequeñas deberían por tanto dejar de que jarse sin m otivo p or la injusticia del derecho a veto y agradecer que las grandes potencias fueran a asumir ahora con rigor sus responsabi lidades internacionales. Finalmente, y pese a la creciente desconfian
za m utua entre el Este y O ccidente mientras el conflicto de 19391945 llegaba a su fin, todavía había esperanzas de que la alianza de guerra pudiera m antenerse, con alguna leve transformación, para al canzar una nueva era de paz. Quizá los historiadores se apresuran un tanto a explicar aquellas discusiones de 1945 en Yalta y Potsdam, en las que los «tres grandes» no estaban de acuerdo, y suelen prestar m e nos atención a las sesiones durante las cuales los mandos militares in formaban sobre sus respectivos planes y operaciones. M antener esta cooperación, si bien a un nivel m uy inferior y a un ritm o más len to, no era imposible. En última instancia, había dos cosas claras. Prim ero, a diferencia de 1919, en 1945 todas las grandes potencias estaban dispuestas a contribuir a construir un nuevo sistema de seguridad internacional y luego a ingresar en él. En segundo lugar, y aunque este desagradable hecho no se expusiera jamás con detalle y claridad, pese al tono con el que la Carta de la O N U exigía conform idad con las resoluciones del Consejo de Seguridad, si un estado poderoso decidiera desafiar a ese organismo m undial y seguir su propio camino, se podía hacer m uy poco para im pedir que sucediera; a menos, claro está, que otros estados poderosos estuvieran dispuestos a emplear la fuerza militar y, con ello, correr el gran riesgo de dar com ienzo a la Tercera Guerra M undial. Si los estados menores quebrantaban las leyes, se les podían ajustar las cuentas con facilidad. Al menos en este aspecto, habían cambiado m uy pocas cosas; las grandes potencias harían lo que deci dieran ellas hacer. Los planificadores eran m uy conscientes de ese hecho, pero cruzaban los dedos para que la armoniosa y m utuam en te beneficiosa construcción de una nueva estructura internacional, más las mejoras en las medidas de cooperación, reforzadas por el re cuerdo de los dos sangrientos conflictos mundiales, bastarían para im pedir que algún país cruzara ese pavoroso límite que separa la paz de la guerra. P or razones institucionales y tam bién morales, los go biernos sentirían la presión m undial para resolver las disputas sin re currir a la espada ni a la bomba. La otra gran lección que los planificadores y los políticos occi dentales extrajeron de los años de entreguerras tenía que ver con el derrum bam iento económ ico y social del sistema de m ercado abier
to; una catástrofe que consideraban la raíz de la agitación política y el extremismo que desembocaron en las guerras: los hombres deses perados em prenden acciones desesperadas. Los grupos de trabajo es tadounidense y británico (obviamente, los soviéticos no tenían nin gún interés) dedicaron por tanto m ucho tiem po a sopesar ideas para mejorar la arquitectura financiera, bancaria y comercial con el fin de favorecer positivamente la prosperidad y la interdependencia y, de for ma negativa, atajar cualquier amenaza seria para la estabilidad de los mercados monetarios y de valores. La ponderación de estos planes económicos discurrió paralelamente a las negociaciones para cons truir un orden de seguridad en la posguerra, y la idea de una gran re construcción socioeconóm ica adquirió una popularidad generaliza da en la prensa liberal occidental. Sin embargo, com o es lógico, los planes para ese nuevo sistema financiero internacional (como se de talla más adelante, en el capítulo 4) que se negociaron en la famosa Conferencia de B retton W oods durante el verano de 1944, acaba ron por poner m ucho más énfasis en la responsabilidad fiscal que en ninguna otra misión mundial para m ejorar la situación de la hum a nidad con independencia del coste que tuviera. La necesidad de es tabilidad, de una estabilidad controlada por las principales potencias, siempre fue prioritaria, aun cuando se empleara la retórica de favo recer la productividad de todos los seres hum anos a escala universal. N o era una casualidad que el derecho a voto en el futuro Fondo M onetario Internacional (FMI) y en el Banco M undial (conocido en un principio com o Banco Internacional de R econstrucción y Fom ento, B IR F) se «ponderara» para que reflejara la mayor disponi bilidad de recursos de las naciones capitalistas ricas, sobre todo de Estados Unidos. Estos eran pues, grosso modo, los supuestos para el abastecimien to de la futura seguridad militar y económ ica que m otivaban a las tres grandes potencias y conform aban sus planes para la nueva orga nización mundial, cuando se reunían, según correspondiera, en Moscú, B retton W oods, D um barton Oaks, Yalta y San Francisco (donde en aquel m om ento C hina y Francia tam bién interpretaban su papel). Dada la posición especial que ocupaban en el proyecto de seguridad, las grandes potencias estaban deseando ver la creación
de otras estructuras parlamentarias y de toma de decisiones democrá ticas en otros lugares de las Naciones Unidas. Estaba bien, por ejem plo, que hubiera algunos integrantes adicionales con carácter no per m anente en el Consejo de Seguridad, siempre que ninguno de ellos tuviera derecho de veto. Y sería bien recibido un organismo de deli beración com o una Asamblea General que representara a los gobier nos de todos los estados de la O N U , con diversos comités y agencias en los que la participación fuera rotativa y pudiera ser re presentativa desde el punto de vista regional... siempre que respeta ran las competencias especiales del Consejo de Seguridad. En las altas esferas no se prodigaba m ucha atención a asuntos culturales e ideológicos, ni a la im portante cuestión de los derechos humanos. Aquellos asuntos llegaron precipitadamente, en 1945, cuando los negociadores trataron por todos los medios de propor cionar un contexto más noble a aquel otro lenguaje más prosaico acerca del aparato de seguridad de la O N U , a su constitución pseudoparlamentaria y a los duros acuerdos de cooperación económica. Antes incluso de que se aprobara en San Francisco el majestuoso lenguaje de la Carta, y posteriorm ente el de la Declaración U niver sal de los Derechos Hum anos, los funcionarios desde el interior y los redactores desde el exterior describían la nueva organización m un dial com o una especie de taburete con tres patas. La prim era pata representaba las medidas para alcanzar seguridad internacional y, por tanto, subrayaba la diplomacia cooperativa y el arbitraje para resolver disputas, respaldados por una fuerza militar com ún para disuadir de las agresiones o, en caso de que fracasara, derrotar a los agresores. La segunda pata descansaba sobre la creencia de que la seguridad militar sin progreso económ ico era poco duradera y fútil. Por con siguiente, había que diseñar, ya fuera en el seno de la familia de la O N U o «en relación» con el organismo mundial (como las institu ciones de B retton W oods), instrum entos para reconstruir la econo mía mundial. Podría decirse que la tercera pata era la más interesante de todas y que sin duda recogía el legado idealista de Kant, W ilson y otros. Sostenía que, con independencia de la firmeza con que se erigieran
las dos primeras patas, el sistema se vendría abajo, se derrumbaría, si no ofrecía formas de m ejorar el entendim iento político y cultural entre los pueblos. C om o la guerra comienza en la m ente de los hom bres, era (y es) en ese ámbito donde hacían falta mejoras sustan cíales. Físicamente, un taburete de tres patas es una estructura m uy es table; cada una de las tres asciende inclinada hacia dentro y refuerza a las demás. Es difícil deteriorarlo o despedazarlo. D e todos modos, se trata de una creación hum ana y, por tanto, depende de los artesa nos que lo forjen. Si los carpinteros concedían más fuerza a una de las patas debilitando las otras dos, el taburete se inclinaría enseguida. D e hecho, gracias a una serie de compromisos (y a un diseño m uy inteligente), el docum ento surgido de la Conferencia de San Fran cisco, la Carta de la O N U , era asombrosamente equilibrado. Lo que parece quedar claro en los archivos históricos es que fueron los esta dounidenses quienes más prom ovieron la idea de com unidad cultu ral e ideológica, los soviéticos quienes más resaltaban la necesidad de seguridad por encima de todo (¿qué necesidad tenía Stalin del Ban co Mundial?) y los británicos quienes más obsesionados estaban por un pacto que aportara al orden de posguerra tanto estabilidad eco nóm ica com o militar, confiriendo más poder a los nuevos organis mos internacionales del que jamás había estado dotado la Sociedad de Naciones, pero sin injerencias en asuntos internos ni coloniales. Parecía un acuerdo justo, suponiendo (lo cual era suponer m ucho) que los tres grandes siguieran respetando los compromisos negocia dos por todos entre 1943 y 1945. T odo esto contribuye a explicar la forma concreta del texto de la Carta (que, por su interés, se reproduce en el Apéndice). Tras el majestuoso Preámbulo, con el que «por este acto establecejn] una organización internacional que se denom inará las Naciones Unidas», el Capítulo I recuerda a los los propósitos y principios a los que se com prom eten al suscribir la Carta. Se trataba de obliga ciones ingentes e imperiosas: todos los «cumplirán de buena fe», «arreglarán sus controversias internacionales por medios pacíficos» y «prestarán a las Naciones Unidas toda clase de ayuda en cualquier acción que ejerza». C om o si hubiera que com pensar el
atrevim iento de estas promesas, el capítulo term ina con la famosa declaración (artículo 2.7): «Ninguna disposición de esta Carta auto rizará a las Naciones Unidas a intervenir en los asuntos que son esen cialmente de la jurisdicción interna de los Estados».19 El segundo capítulo es breve, y en él se establece simplemente que la pertenencia a la O N U está abierta a todos los estados amantes de la paz y se esbozan los procesos de isión... y expulsión. Pare ce un poco com o el reglamento de isión de un club de caballe ros de Londres o N ueva York. El tercer capítulo es aún más breve, e identifica seis «órganos principales» del organismo mundial: la Asam blea General, el Consejo de Seguridad, el Consejo Económ ico y So cial, el Consejo de istración Fiduciaria, la C orte Internacional de Justicia y la Secretaría. Estos seis órganos no tenían, com o vere mos, idéntico peso real; pero ahora eran creaciones del derecho in ternacional. La Carta también afirmaba que «se podrán establecer [también] los órganos subsidiarios que se estimen necesarios». Los pa dres fundadores se estaban concediendo también m ucha libertad. Las partes auténticam ente críticas llegaban hacia la m itad de la Carta: el Capítulo IV, sobre la Asamblea General; el Capítulo V, so bre la composición, los poderes y procedim ientos del Consejo de Seguridad; el Capítulo VI, sobre el arreglo pacífico de las disputas, y el explosivo Capítulo VII, «Acción en caso de amenazas a la paz, quebrantam ientos de la paz o actos de agresión». T anto en la época de su redacción com o en las décadas posteriores, todos los gobiernos y sus diplomáticos consideraban que estos cuatro capítulos eran los elementos clave de un nuevo orden internacional. ¿Cóm o no iban a considerarlo así si redactaban el texto en m edio de la guerra más des tructiva de la historia y estaban decididos a crear algo m ejor de lo que había ofrecido la Sociedad de Naciones? Los artículos referentes a las funciones, poderes y procedim ien tos de la Asamblea General son los más ingeniosos. A prim era vista, parece que fuera a hacerse realidad el Parlam ento de la hum anidad de Tennyson, al menos bajo la forma de un parlamento de gobier nos; y así era en cierto sentido. Todos los estados-nación podían so licitar el ingreso, y se votaba de acuerdo con las reglas de la mayoría simple, mientras que las «cuestiones importantes» requerían una m a
yoría de dos tercios.20 Era com etido de la Asamblea examinar y aprobar el presupuesto anual de la O N U , aprobar los acuerdos de istración fiduciaria y supervisar la cooperación internacional «en materias de carácter económ ico, social, cultural, educativo y sa nitario». Debía contribuir «a hacer efectivos los derechos hum anos y las libertades fundamentales de todos». Se trataba de una lista apabu llante. Aquí residía, sin duda, el centro de gravedad político del or den internacional de las décadas subsiguientes. Pero un análisis más detallado del intrincado lenguaje de la Car ta sugiere que la Asamblea no disponía de los poderes de, pongamos por caso, la Cámara de los C om unes británica. U n lector atento reparará en el uso frecuente que se hace en m uchos artículos de la forma «podrá» (en contraposición a «hará»). Así, mientras que la Asamblea General «podrá llamar la atención del Consejo de Seguri dad hacia situaciones» que supongan una amenaza para la paz, tam bién se dejaba claro en el artículo 12.1 que no hará ninguna reco m endación mientras el Consejo de Seguridad esté trabajando sobre alguna disputa en particular. Q uizá la envergadura de la «brecha» de poder entre los dos órganos era que las resoluciones de la Asamblea no eran vinculantes, aunque siempre com portaran un relevante peso simbólico, mientras que las resoluciones del Consejo de Seguridad eran vinculantes para todos los ; de hecho, ese era un re quisito para que se les permitiera suscribir la Carta. Sería deseable que todos los gobiernos recordaran este hecho. Había otras dos diferencias más entre la Asamblea General y el Consejo de Seguridad; una vez más, de m ucho peso. La primera era que la Asamblea se reuniría por lo general «anualmente en sesiones ordinarias», lo cual limitaba en la práctica sus capacidades y su flexi bilidad; incitaba a conferir a esas sesiones un carácter honorífico e ideológico.* Por contra, el C onsejo de Seguridad podía convocarse con m uy poca antelación, incluso por la noche o durante un fin de
*
P aulatinam ente fue asentándose la costum bre de que las sesiones anuales se
iniciaran cada mes de septiem bre en N u ev a Y ork, adonde los líderes m undiales volaban para pro n u n ciar discursos e n defensa de sus caballos de batalla políticos del m om ento.
semana, en alguna sesión de emergencia, lo cual indicaba una vez más que era una especie de rama ejecutiva de la organización m un dial. La segunda era que, mientras que el Consejo de Seguridad te nía la autoridad suprema en el ámbito de la seguridad (excepto allá donde no se pudiera im pedir a una gran potencia que actuara a su antojo), la Asamblea General no gozaba de una autoridad y un m o nopolio equivalentes en el ámbito de las cuestiones económicas y sociales. C om o hemos señalado con anterioridad, la nueva y pode rosa maquinaria para la cooperación económica internacional que emergió de la Conferencia de B retton W oods nunca se encontró bajo el dom inio de la Asamblea, y m uy pronto se distanció aún más de ella. Así, desde su concepción misma, el parlamento de los go biernos tenía restringidos sus poderes económicos. El lenguaje de la Carta acerca del Consejo de Seguridad (capítu los V-VII, más, en cierto m odo, el VIII, dedicado a los acuerdos re gionales) es aún más ingenioso. La m ayor parte de los analistas se apresuran a examinar las partes dedicadas al arreglo pacífico o diplo mático de las disputas (Capítulo VI) y luego las medidas económicas y militares destinadas a ese mismo fin (Capítulo VII). Pero es más juicioso dedicar algún tiem po al Capítulo V, que sq ocupa de la com posición, las funciones y poderes, la votación y los procedim ientos del Consejo de Seguridad, puesto que a esto fue a lo que los nego ciadores de 1943-1945 dedicaron la m ayor parte de sus energías. Es tablecieron que el Consejo estaría com puesto por las cinco grandes potencias vencedoras, todas ellas con escaño perm anente en el mis m o (el grupo denom inado «P5»), más otros seis con ca rácter rotatorio que ocuparían escaño durante dos años, una cifra que no se increm entó en las dos décadas siguientes (hasta alcanzar la de diez no permanentes). Es im portante señalar que la Carta insiste en que el criterio más im portante para la elección com o miem bro no perm anente sería la contribución de un determ inado país «al m antenim iento de la paz y la seguridad internacionales y a los demás propósitos de la Organización» (artículo 23.1). La distribu ción geográfica equitativa solo era un segundo criterio. Parece justo señalar que durante las últimas seis décadas esta prioridad ha adole cido terriblemente del tira y afloja regional y de los acuerdos del «me
toca a mí». Q uizá valga la pena resucitar el principio de que si uno no puede llevar la carga, no debe siquiera tratar de sumarse al club. Todos los debían aceptar conferir la responsabilidad pri mordial sobre la paz y la seguridad internacionales al Consejo de Se guridad, que tenía la responsabilidad de actuar en su nombre, y tenían que «aceptar y cumplir» todas y cada una de sus decisiones. El Conse jo , como ya hemos señalado, debía organizarse para tener capacidad de actuar en cualquier m om ento, de día o de noche. Podía celebrar sus reuniones en un lugar alejado de la sede habitual, crear órganos subsi diarios, planificar un sistema de control de armam ento, adoptar sus propias normas de funcionamiento y convocar a debatir a cualquier estado no miem bro del Consejo de Seguridad cuando lo considerara oportuno. El principal objetivo era que las cosas se hicieran. La parte más polémica de esta sección tenía que ver con el dere cho a veto del P5, aunque aparece codificado en un lenguaje tan há bil (véase el artículo 27) que uno se ve obligado a leer el texto varias veces. En esencia, dice que las decisiones del C onsejo de Seguridad sobre cuestiones de procedim iento pueden tomarse m ediante el voto afirmativo de, en líneas generales, el 60 por ciento de sus m iem bros (es decir, siete de los once en las primeras décadas, y nueve de los quince posteriorm ente). Suena bastante razonable, pero ese mis m o artículo añade que «las decisiones del Consejo de Seguridad so bre todas las demás cuestiones serán tomadas por el voto afirmativo de nueve miem bros [anteriorm ente siete], incluso los votos afirma tivos de todos los miem bros permanentes». Aquí reside, expresado de forma opaca, el derecho a veto. C on que solo uno de los m iem bros del P5 vote en contra de una resolución, afirmando que se tra ta de algo más que de una cuestión de procedim iento, dicha resolu ción no prospera. C uando en una ocasión un perplejo embajador no m iem bro del P5 le preguntó al representante soviético cóm o se po día saber la diferencia entre una cuestión de procedim iento y un asunto sustantivo, le inform aron con sequedad: «Nosotros se lo di remos». Y así sigue siendo hasta hoy. Teniendo presente esta condición (recordemos que su intención era impedir que Estados Unidos y la URSS salieran disparados del corral) los artículos del Capítulo VI, «Arreglo pacífico de controver
sias», tienen m ucho sentido. Esta sección comienza afirmando que las partes involucradas en cualquier disputa (suponiendo siempre que son estados-nación) buscarán la solución «mediante la negociación, la investigación, la mediación, la conciliación, el arbitraje, el arreglo ju dicial, el recurso a organismos o acuerdos regionales u otros medios pacíficos de su elección» (artículo 33). Parece que hubiera sido corredactado por un psiquiatra y un abogado laboralista, y pretende cla ramente expresar aquella esperanzada idea wilsoniana de que los hombres razonables deberían ser capaces siempre de alcanzar una so lución pacífica por sí solos o con cierta ayuda exterior. La Carta tam bién insiste en que el Consejo de Seguridad está au torizado a investigar cualquier disputa que suponga una amenaza para la paz com ún y que cualquier estado m iem bro puede llevar cualquier controversia al Consejo (también, curiosamente, a la Asam blea General, que puede aportar al Consejo su opinión, pero nada más que eso). El Consejo de Seguridad está plenam ente autorizado a recom endar los procedim ientos o m étodos de ajuste apropiados, sí bien se señala que las controversias jurídicas deberían ser llevadas por las partes a la C orte Internacional de Justicia de La Haya. Si los con tendientes no consiguen llegar a un acuerdo, el Consejo puede ele var su propia recom endación para alcanzar «un arreglo pacífico». Aquí es, precisamente, donde finaliza el Capítulo VI. El lector, más todos aquellos gobiernos que firman la Carta y se com prom eten a cum plir sus disposiciones, resultan embaucados. T odo es m uy ló gico. Se apoya en el supuesto de que «las partes en disputa» pueden arreglar las cosas por diferentes medios. Si no pueden, entonces el Consejo de Seguridad desempeñará un papel de servicio, formulan do recom endaciones para que se resuelvan las cosas. U na parte po dría pensar que ha recibido peor trato que otra en una decisión del Consejo, pero todas las naciones deberían aceptar que el proceso de arreglo pacífico de las disputas que han aceptado contractualm ente es imparcial. Es tan razonable que todo este capítulo requiere sola m ente seis artículos, los que van del 33 al 38.21 Pero luego viene el Capítulo VII, dedicado a las medidas de im posición de la paz en caso de que un agresor o un estado que repre sente una amenaza se niegue a seguir la senda de la resolución pací
fica. Aquí se atribuía al Consejo de Seguridad plena autoridad para determ inar la situación de crisis, recom endar medidas provisionales para resolverla, «tomar debida nota del incum plim iento de dichas medidas provisionales» (artículo 40), y después decidir qué instru m entos emplear para hacer cum plir sus decisiones. Interpretado de forma literal, el texto es arrebatadoramente atrevido, y así se preten día que fuera. Apenas sorprende que los autores de la Carta necesi taran un total de trece artículos para especificar cóm o iba a funcio nar este nuevo sistema de seguridad. Tras seis años de guerra total, parecía insensato y denodadam ente absurdo depositar m ucha fe en la resolución pacífica de las controversias entre naciones, pese a lo que se decía en el Capítulo VI. Se otorgaba poder al Consejo de Seguridad para decidir sobre las medidas no militares que adoptar contra una nación agresora, más en concreto, sanciones económicas y la interrupción de las com uni caciones aéreas, ferroviarias, marítimas y telegráficas. En esto no era m uy diferente de la Sociedad de Naciones, aunque algunos de sus diseñadores debieron de recordar sin duda el fracaso de las sanciones económicas en el pasado, com o las que se im pusieron a Italia tras su ataque a Abisinia. Por consiguiente, si el Consejo determinaba que las medidas no militares eran inadecuadas, estaba autorizado por la Carta a ejercer acciones de paz y, en caso necesario, también estaba autorizado a llevar a cabo todo tipo de acciones posibles por tierra, mar o aire contra un estado agresor. Para alcanzar este objetivo, era necesario que todos los (por tanto, no solo los del C on sejo de Seguridad) pusieran a su disposición fuerzas militares, asis tencia e instalaciones, incluidos derechos de paso, cuando se les pidie ra. Este tipo de contribuciones se negociaría m ediante «convenios especiales» (artículo 43), y nadie esperaba que los estados pequeños pudieran ofrecer gran cosa, salvo quizá los esenciales derechos de paso. Pero el mensaje era claro: toda nación que firmara la Carta de la O N U tenía que poner de su parte. D e hecho, el artículo 45 se atre vía a establecer incluso que, para que una operación del Consejo de Seguridad se desarrollara con rapidez, «m antendrán contingentes de fuerzas aéreas nacionales inmediatamente disponibles para la ejecu ción com binada de una acción coercitiva internacional». (En los do
cumentos de planificación se hace m ucho hincapié en la im portan cia de la fuerza aérea y de las bases aéreas destacadas, y así aparece también en la Carta.) Todo esto exigiría, con certeza, unos preparativos y una planifi cación militares rigurosos, y por tanto la Carta llegaba incluso a crear un Com ité de Estado M ayor para asesorar y asistir al Consejo de Se guridad en todas las cuestiones relativas a las necesidades militares, el mando de las fuerzas sobre el terreno e incluso el «posible desarme». Se trataba de una idea inm ensam ente ambiciosa y, en caso de que se hubiera luchado por ella, habría transformado la naturaleza de la po lítica internacional.22 Para los funcionarios estadounidenses y británicos que redacta ron esta sección, la experiencia de la guerra era obvia: com o la vic toria en aquella campaña era im posible sin una planificación m i nuciosam ente coordinada del m ando aliado, de ello se desprendía que tam bién sería imposible una paz duradera sin este tipo de apo yo m ilitar especializado al C onsejo de Seguridad. Sin embargo, aquí tam bién quedaba clara la naturaleza jerárquica del sistema. La pertenencia al C om ité de Estado M ayor quedaba restringida a «los Jefes de Estado M ayor de los m iem bros perm anentes del Consejo de Seguridad o sus representantes». Se podría invitar a cualquier otro m iem bro de la O N U con el fin de que se sumara a él «cuando el desempeño eficiente de las funciones del C om ité requiera la par ticipación de dicho M iembro». Y solo las grandes potencias se re servaban el derecho a decidir cuál era el nivel de eficiencia necesa rio que exigía que uno de estos invitados especiales acudiera en su ayuda. Esta seriedad acerca de la capacidad y eficiencia militares tam bién explica los detalladísimos planes que se estaban elaborando para crear gran núm ero de bases militares, aeropuertos y puertos m aríti mos de la O N U en diferentes partes del m undo, desde W ilhelm shaven y Nápoles hasta Extrem o O riente. Los mejores estrategas de la Tierra servían de m uy poco si no disponían tam bién de fuerzas m ul tinacionales destacadas en posiciones avanzadas, con el fin de disua dir en prim era instancia de la agresión, pero tam bién para hacer uso de ellas a criterio del Consejo de Seguridad en cualquier crisis futu
ra. P or lo que se refiere a los demás , también se les insta ba a poner a disposición del Consejo de Seguridad los recursos m i litares de que dispusieran; com o m ínim o, podrían ofrecer servicios básicos para operaciones más amplias de imposición de la paz. Si to dos los signatarios de la Carta se com prom etían con estas responsa bilidades, cualquier futura versión de, pongamos por caso, la crisis abisinia de 1935 debería quedar rápidamente sofocada.23 Este capítulo se prolonga para reiterar (artículo 49) que todos los prestarán apoyo para garantizar que las resoluciones del Consejo de Seguridad se llevan a cabo, y después garantiza a los go biernos desconfiados que, si las medidas impuestas por la O N U ori ginan «problemas económicos especiales» (artículo 50), tienen dere cho a efectuar una consulta rápida al Consejo de Seguridad (nos imaginamos que debido al bloqueo o la interrupción de las com uni caciones). Ambos son mensajes claros de que la seguridad colectiva debería ser de hecho exactamente eso. Es un asunto verdaderam en te im portante. Los realistas Victorianos, com o H enry Palm erston y O tto von Bismarck, y quizá incluso el ultraliberal W illiam Gladsto ne, se habrían quedado asombrados. El artículo final de este enérgico Capítulo VII experim enta des pués un brusco giro, y com o desde hace sesenta años se ha revelado extrem adam ente difícil de analizar, incluyo a continuación la redac ción completa con el fin de que los lectores puedan valorar qué sig nifica el excepcional artículo 51:
Ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inma nente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque ar mado contra un Miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mante ner la paz y la seguridad internacionales. Las medidas tomadas por los en ejercicio del derecho de legítima defensa serán comuni cadas inmediatamente al Consejo de Seguridad, y no afectarán en ma nera alguna la autoridad y responsabilidad del Consejo conforme a la presente Carta para ejercer en cualquier momento la acción que esti me necesaria con el fin de mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales.
La primera parte es fácil de entender. Las naciones que en toda Europa habían sido testigos de una serie de ataques fascistas por sor presa, la no provocada O peración Barbarroja y el ataque sorpresa so bre Pearl H arbor, no iban a esperar la aprobación del Consejo de Seguridad para recurrir a las armas si eran objeto de una agresión. Pero ¿qué significan exactam ente en la práctica las cláusulas modifi cadoras de la segunda frase acerca de la no afectación de la autoridad y la responsabilidad? ¿Y hasta dónde llega la elasticidad del concep to «legítima defensa»? U na cosa es dirigirse a los cañones cuando la Luftwaffe sobrevuela tu territorio, pero ¿se puede actuar de forma preventiva si tu servicio de inteligencia te dice que esos bom barde ros están todavía en tierra, a miles de kilómetros, y que todavía no existe situación de guerra abierta? ¿Puede uno actuar entonces in cluso antes, m ediante un ataque preventivo contra una amenaza cre ciente... sin que ello le convierta a uno en el agresor? Esta es una cuestión que ha marcado los debates de la O N U sobre «seguridad» desde el principio, y quizá nunca de un m odo tan amargo com o en los m om entos previos a la guerra de Irak. En última instancia, las grandes potencias decidirían por sí solas, de acuerdo con la percepción acerca de sus propios intereses nacio nales. A todas luces, el artículo 51 se encuentra en el centro de la Carta para mitigar las sospechas tanto de los senadores estadouni denses com o de Iosif Stalin sobre la posibilidad de que esta nueva organización debilitara su derecho a tomarse la justicia por su mano. Ambos estaban decididos a que nadie les arrebatara ese derecho, y seguramente W inston Churchill y Charles de Gaulle tam bién lo es taban; sin embargo, en aquel mismo m om ento tam bién existía un desesperado anhelo de dejar atrás la anarquía internacional del pasa do y establecer un im perio de la ley eficaz que evitara conflictos de sastrosos en el futuro. En varios aspectos, este artículo recoge esa ambigüedad: «Sí, cedo determinados poderes a la organización in ternacional, pero insisto en conservar mi libertad de actuación en los casos en que lo considere importante». Los optimistas de la O N U esperaban que, si los capítulos VI y VII demostraban funcionar ade cuadamente, la desconfianza se desvanecería. Los realistas m antenían su pólvora bien seca.
O tro tanto sucedía con los capítulos centrales dedicados a la Asamblea General y el Consejo de Seguridad. Sería un error m e nospreciar las demás secciones de la Carta por considerarlas efímeras: sobre los acuerdos regionales (VIII), el Consejo Económ ico y Social (IX-X), la istración fiduciaria (XI-XIII), la C orte Internacio nal de justicia (XIV) y la Secretaría (XV). Al contrario, el hecho de que el texto de estos capítulos tenga casi el doble de extensión que los dedicados a la Asamblea General y el Consejo de Seguridad, hace pensar que los creadores de la Carta atribuían m ucha relevancia a es tos órganos adicionales. A unque hubieran difuminado su presencia durante las décadas transcurridas, en 1944-1945 se les atribuía idén tica im portancia, y todavía pueden ser de utilidad hoy día. Pensemos, por ejemplo, en el breve Capítulo VIII, «Acuerdos regionales», que hace posible la creación o la existencia de pactos re gionales para el m antenim iento de la paz internacional, siempre que sus actividades sean coherentes con los fines de la propia O N U . De hecho, parece fom entar que las agrupaciones regionales traten de re solver controversias locales y establece que el Consejo de Seguridad puede servirse de este tipo de instrum entos com o una especie de apoyo de la arquitectura mundial de seguridad. El lenguaje emplea do aquí trataba de satisfacer dos exigencias. La primera era el firme convencim iento de Churchill de que, en el futuro, la seguridad se garantizaría m ejor m ediante agrupamientos regionales liderados por una de las grandes potencias, simplemente porque los países impli cados tendrían las razones m is apremiantes para disuadir de una agresión o detenerla en su entorno geográfico. En la m em oria del prim er ministro todavía se m antenía m uy vivo el hecho innegable de que a la m ayor parte de los miem bros de la Sociedad de N acio nes les resultaba difícil pensar en com prom eter recursos para frenar una violación de la paz ocurrida en un lugar «remoto». Ciertos esta dounidenses incluso, com o Cordel! Hull, a quien le inquietaba que esta posibilidad desembocara en que las grandes potencias desplega ran políticas de «esferas de influencia», podían com prender cuando menos las ventajas de reconocer que los acuerdos regionales (bajo el amparo del Consejo de Seguridad) podrían ser útiles. La segunda razón (expuesta en los artículos 53 y 54) era el deseo
de los soviéticos, los británicos y los ses de tener capacidad de actuar colectiva y rápidamente «contra la renovación de una políti ca de agresión» por parte de «estados enemigos»... que nunca se m encionaban por su nom bre, pero con los que se aludía sin duda a Alemania y Japón. Seis décadas después, esta redacción resulta muy anacrónica, y en alguna revisión general de la Carta debería corre girse. Aun así, en el turbulento m undo actual, la existencia de una autorización para incorporar agrupaciones de seguridad regional puede tener una utilidad cada vez mayor, ya que una O N U desbor dada de trabajo puede subcontratar la gestión de una crisis o de una guerra con los de esa región; siempre, claro está, condi cionada al respeto de los principios de la Carta. Parece un auténtico anacronismo dedicar una sección tan ex traordinariamente extensa (artículos 73-91 de los capítulos X I-X III) a la cuestión de los territorios no autónom os y a la creación del C on sejo de istración Fiduciaria com o uno de los órganos princi pales del organismo mundial. C om o la O N U iba a heredar la super visión de los territorios de Africa, O riente Próxim o y el Pacífico que habían quedado «bajo mandato» de la Sociedad de Naciones en 1919, tenía que decirse algo al respecto, y de hecho estos capítulos contie nen un lenguaje m uy altisonante y generoso sobre el fom ento de to dos los derechos de los habitantes de esos territorios. Sin embargo, las preocupaciones latentes de las grandes potencias quedaban ocultas casi por completo a la mirada de alguien profano en la materia. La U R SS se preocupaba poco por este aspecto, siempre que los demás reconocieran su control especial sobre territorios que estaba incorporando con fines estratégicos. Y en 1944-1945 C hina apenas representaba un papel relevante. Pero los otros tres tenían en m ente intereses poderosos. Gran Bretaña y Francia eran las dos potencias coloniales ultramarinas por excelencia. Para ellas, una supervisión demasiado estrecha en los territorios bajo mandato de la Sociedad de Naciones y una rápida aproxim ación a la independencia podrían despertar, incluso en sus dominios más pequeños, ecos que se hicie ran sentir en sus posesiones coloniales mayores y más ricas. En este aspecto, Estados Unidos volvía a hacer gala de ambigüedad. Públi camente, pregonaba su postura contraria al colonialismo, había ejer
cido m ucha presión sobre Churchill acerca de India y África, y esta ba interesado en atraer a los países no comunistas hacia el campo del libre mercado occidental. Además, el ofrecimiento de garantías acer ca de los derechos constitucionales básicos a todos los pueblos era una pasión de aquel destacado afroamericano llamado R alph Bunche, que ya era una estrella incipiente en el Departam ento de Estado.24 Pero el ejército estadounidense también estaba decidido a m antener el control de las islas bajo mandato japonés que estaba tom ando en el Pacífico con el fin de apoderarse de bases estratégicas adicionales. T odo esto explica el lenguaje forzado de la Carta a la hora de describir cóm o iban a funcionar los futuros acuerdos fiduciarios: los pueblos no autónom os iban a recibir un impulso para alcanzar la condición de estado, pero todavía no. El propio Bunche, com o pri m er director de la División Fiduciaria de la Secretaría de la O N U , dirigía un equipo decidido a prom over esta causa pese a las tradicio nales potencias coloniales y a los estadounidenses más conservado res. A juzgar por el resultado, la m ayor parte de este esfuerzo resul tó superado p or la historia. Al cabo de un período m ucho más breve de lo que podrían haber imaginado los es políticos (aun los más progresistas), com enzó la era de la descolonización, y el Consejo de inistración Fiduciaria parecía cada vez más un aco razado decrépito y herrum broso, despojado de sus m otores y aban donado hacía m ucho por la tripulación. Todavía hoy hay quien diría que el Consejo Económ ico y So cial (EC O SO C ) se aproxima peligrosamente a un final similar. N o es cierto, pero será m ejor analizar su historia en las páginas siguien tes. Sin embargo, nadie que lea las secciones pertinentes de la Carta de la O N U (el Capítulo IX, «Cooperación internacional económ i ca y social», y el Capítulo X, «El Consejo Económ ico y Social») puede dejar de quedar impresionado (y atónito) ante la audacia de esta parte de la arquitectura de la O N U . Interpretada de form a lite ral, va destinada a dar la réplica al Consejo de Seguridad en la m ayor parte de las demás esferas. Lo que este poderoso organismo tenía que hacer en el ám bito de la paz y la seguridad internacionales, lo haría el E C O S O C en relación con el progreso económ ico, social, sanita rio, medioambiental, de los derechos hum anos y la cultura.
C om o expondrem os más adelante, en los capítulos 4 y 5 de este libro, visto retrospectivam ente está claro que eran unas atribuciones excesivamente ambiciosas. T am bién es preciso señalar que las gran des potencias no insisten aquí en ningún aspecto en especial. U na vez alcanzada su posición de privilegio en el Consejo de Seguridad y las instituciones de B retton W oods, se contentaban con ver un E C O S O C com puesto por dieciocho m iem bros con carácter rotato rio, que rindiera cuentas ante la Asamblea General y recibiera ins trucciones de ella, que diseñara sus propias reglas, que creara sus propias comisiones, que iniciara estudios y convocara conferencias, que entablara «relación» con los organismos especializados, que con sultara con organizaciones no gubernamentales (O N G ) y que hi ciera todo aquello que le pareciera bien hacer. A un entusiasta de la cooperación económ ica y social internacional, aquello debió de parecerle maravilloso. P or el contrario, un realista habría señala do que «consultar con las O N G » es algo que no aparece en ningún lugar de la descripción de los poderes y funciones del Consejo de Seguridad. Los capítulos sobre la C orte Internacional de Justicia (XIV) y la Secretaría de las Naciones Unidas (XV) contienen una dosis m uy in ferior de malicia. Son claros y objetivos, y constituyen la necesaria herencia del anterior sistema internacional. El fragmento sobre la C orte Internacional de Justicia es extrem adam ente breve, en parte debido a que iba a adjuntarse a la Carta el «Estatuto de la C orte In ternacional de Justicia» y se consideraba parte integral de ella. El es tatuto en sí estaba dedicado principalm ente a definir quiénes eran sus , cóm o se elegían y cuáles eran sus competencias y proce dimientos. En m uchos aspectos era el sucesor del Tribunal Perm a nente de Arbitraje, creado en 1907 m ediante la Conferencia de La Haya; es decir, proporcionaba una estructura judicial únicam ente a los estados que aceptaran som eter a arbitraje sus reivindicaciones en frentadas. N inguna otra entidad podía iniciar el proceso, y los go biernos implicados tenían que someterse voluntariam ente al vere dicto judicial. En caso de que una de las partes no acatara la decisión del tribunal, la otra podía rem itir el caso al Consejo de Seguridad; esto es, en esencia, a las grandes potencias. La C orte Internacional de
Justicia era, p or tanto, otro «cortafuegos» para retardar cualquier ne cesidad del Consejo de Seguridad para em prender las acciones m en cionadas en el Capítulo VII contra algún estado m iem bro. Aun así, en caso de que una nación desafiara de forma flagrante la opinión cuidadosamente ofrecida p or la C orte, el Consejo de Seguridad se reservaba el derecho de intervenir. En cuestiones de poder, todos los caminos conducían de vuelta allí. La Secretaría suponía tam bién un eco de cóm o había funciona do la Sociedad de Naciones. Era un órgano nodal de las Naciones Unidas, pero servidor de todos los estados. Su labor, bajo la direc ción del secretario general, consistía en hacer que las diferentes face tas de la organización funcionaran día a día. En el texto del Capítu lo XV sobresalen tres cuestiones. El secretario general era nom brado por la Asamblea General «a recom endación del Consejo de Seguri dad», de manera que, una vez más, el P5 tenía interés en m antener el control. En segundo lugar, lo cual resultaba más esperanzador, el personal de la Secretaría (que actuaría com o tal secretaría en la Asamblea General, el Consejo de Seguridad, el E C O S O C y el C on sejo de inistración Fiduciaria) estaría com puesto por funciona rios internacionales, que no recibirían instrucciones de los gobiernos de sus países de origen y tendrían que observar «el más alto grado de eficiencia, com petencia e integridad» (artículo 101). Esta im portan te exigencia venía seguida a continuación de una piadosa esperanza de reclutar personal «en forma de que haya la más amplia represen tación geográfica posible». N o se sugería ningún m étodo para con ciliar la pura capacidad con la adscripción geográfica, problema este que ha perseguido a la O N U hasta hoy. E n tercer lugar, el secretario general debía llamar la atención del Consejo de Seguridad sobre cualquier asunto que pudiera amenazar el m antenim iento de la paz y la seguridad internacionales. Este era un aspecto fundamental (artículo 99), puesto que creaba una instan cia que, con independencia tanto del Consejo de Seguridad como de la Asamblea General, podía iniciar cuando m enos el análisis, si no alguna acción, en relación con las amenazas para la paz o las viola ciones de la misma. Por lo tanto, confería a la Oficina del Secretario General algún derecho a la inform ación y la evaluación indepen
dientes, aun cuando continuara al servicio de m uchos amos. T am bién representaba u n órgano al que los estados , o la pro pia Asamblea General, podían dirigirse para solicitar información, informes y datos presupuestarios. C om o una de sus tareas, acaso la principal, era ser el estado m ayor del Consejo de Seguridad, también estaba obligado a reflexionar profunda y esforzadamente sobre el m antenim iento de la paz, la imposición de sanciones y las respuestas a todo tipo de crisis después de la Segunda Guerra M undial. Se tra taba de cargas m uy pesadas para una burocracia novata. Los artículos finales de la Carta constituyen las habituales m edi das varias y de «ordenación» en relación con los acuerdos transitorios, la inmunidad internacional para el personal de la O N U , los procedi mientos de ratificación y firma. Solo dos son dignos de m ención: el artículo (103) que afirma que las obligaciones de los con traídas con la O N U prevalecen sobre cualquier otra de sus obligacio nes internacionales, y la im portante declaración (artículo 109.2) de que cualquier enmienda de la Carta exigirá el voto (ratificado por los parlamentos nacionales) de dos terceras partes de los de la Asamblea, «incluyendo a todos los permanentes del C on sejo de Seguridad». Todo quedaba atado y bien atado.
La Carta está compuesta por tanto de muchas partes, y a medida que en los próximos capítulos vaya desgranándose el destino de todas esas partes, iremos formándonos una idea de su significado y sus efectos, de lo que funcionó bien y lo que no funcionó bien, de lo que podría modificarse para responder a la transformación de las cir cunstancias y lo que quedó petrificado y congelado. La propia Car ta era una curiosa com binación de inflexibilidad por una parte (la reiterada insistencia en los derechos especiales del P5) y la máxima flexibilidad p or otra (por ejemplo, respecto a la variedad de respues tas posibles a una amenaza para la paz). N o se trataba sin duda de una coincidencia. Los hom bres que trabajaron larga y denodadam ente para redactar la Carta eran perfectamente conscientes de que tenían que dotar a la organización mundial de un núcleo interno fuerte, el Consejo de Seguridad, pero utilizar tam bién un lenguaje que se
adaptara lo suficiente com o para poder ser aplicado bajo circunstan cias imprevistas de los años posteriores.25 Además, la Carta tenía que incorporar los amplios anhelos de algo más que seguridad m ilitar únicam ente y dotarlos de estructura y de un proceso. Lo que es incontestable es que, de algún m odo, los fundadores de la O N U habían creado un nuevo orden mundial. La estructura de la política internacional a partir de 1945 fue diferente de la posterior a 1648 o 1815; diferente incluso de la derivada de 1919, porque aho ra incorporaba a todas las grandes potencias bajo su paraguas (incluso al difícil Estados Unidos) y había otorgado a la nueva entidad inter nacional un com etido más amplio para hacer frente a las razones eco nómicas, sociales y culturales que pensaba que impulsaban a los pue blos hacia el conflicto. Había, com o es lógico, infinidad de desafíos que los diseñadores de la Carta no previeron, quizá sobre todo un fu turo m undo en el que las amenazas para la paz se deberían a m enudo no tanto a actos de agresión externos com o a la desintegración inter na y las guerras civiles. Pero ¿acaso deberíamos exigir semejante pre visión a una generación de políticos, diplomáticos, expertos jurídicos y asesores militares agotados a quienes se exigía que pensaran en el futuro del m undo cuando se estaban librando gigantescas batallas en toda Europa y en el Pacífico? N o lo creo. Aquí hay un acertijo más que todavía no hem os m encionado. El «sistema» de las N aciones Unidas había nacido, y había alterado el paisaje político para regocijo de los federalistas del m undo y otros organismos intemacionalistas. Pero en 1945 se estaba produciendo otra transformación masiva: el orden m ultipolar principalm ente eurocéntrico de estados estaba dejando paso rápidam ente a un m undo bipolar que, en ese aspecto, dispondría de arm am ento nuclear.26 Así pues, el sistema internacional estaba cambiando, tanto en relación con la aparición de nuevas organizaciones mundiales com o en lo referido a la eterna historia del auge y decadencia de las grandes poten cias. Adivinar cóm o se relacionarían entre sí estos nuevos «órdenes» radicalm ente diferentes representaba un rompecabezas gigantesco. Y es que las naciones grandes raram ente son buenos m iem bros de un club internacional concebido para restringir el ejercicio del p o der nacional.
Los discursos de los políticos sobre la creación de las Naciones Unidas, tanto en la propia San Francisco com o cuando se inaugura ron las primeras sesiones de la Asamblea General y el Consejo de Se guridad en Londres, en enero de 1946, fueron emotivos, triunfales y optimistas acerca del futuro de la humanidad. El propio Trum an, en una brillante alocución en la clausura de la sesión plenaria de la conferencia de la O N U celebrada unos dos meses después de la de San Francisco para firmar la Carta e inscribir , concluía con las siguientes palabras: «Esta nueva estructura de paz se erige so bre cimientos sólidos. N o fallemos en la com prensión de la suprema oportunidad que se nos presenta de establecer un gobierno de la ra zón de ám bito m undial, de crear una paz duradera con la ayuda de Dios». Los diplomáticos que habían trabajado día y noche en D um barton Oaks, en Yalta y en los viñedos de San Francisco eran en ge neral más laicos y tenían más inquietudes. En el Departam ento de Estado, George Kennan ya daba rienda suelta a su opinión de que la Carta prom etía demasiado, que su redacción era m uy ambigua y que ello se traduciría en futuras disputas con la suspicaz y poco fiable U R SS. Y Gladwyn Jebb, el diplomático británico que tanto había trabajado en numerosos borradores, se quedó después de la expe riencia con el tem or a que los negociadores hubieran apuntado de masiado alto para «este m undo malvado».27 Este era y es, por supuesto, el dilema perm anente de la O N U . Desde sus comienzos, las grandes ambiciones de la organización han contrastado m arcadamente con el continuo em puje de los pueblos y los gobiernos y con las enérgicas reivindicaciones de los estados so beranos. Quizá fuera el presidente D w ight Eisenhow er quien apor tó la m ejor justificación a este organismo m undial cuando dijo: «Con todos sus defectos, con todos los fracasos que podamos atri buirle, la O N U representa todavía la confianza m ejor organizada del hom bre en la posibilidad de sustituir el campo de batalla por la mesa de negociación».28 E n la actualidad hay muchas voces que afirman que esto no es m enos cierto hoy día. Pero, por todas las razones que vamos a exponer en estas páginas, esa justificación sigue distando m ucho de la concepción original de una federación del m undo, fundamentada en la ley universal.
Segunda parte /
La evolución de la¿ muchas N aciones Unidas ,aesde 1945
M antener la paz y declarar la guerra
De todas las imágenes e ideas que tenemos de las Naciones Unidas, la más familiar es sin duda una: los soldados con cascos azules patru llando una zona de alto el fuego, distribuyendo alimentos a ciuda danos desplazados y protegiendo colegios electorales. C uando fun ciona bien, y hay m uchos ejem plos de ello, es quizá una de las expresiones más nobles de nuestra com ún hum anidad y un testimo nio del progreso hum ano. Pese a las atroces locuras y fechorías de los siglos anteriores, hemos avanzado. Vale la pena señalar, por ejemplo, que hace unos cuatrocientos años soldados suecos, daneses, italianos y ses (entre otros muchos) asolaron y devastaron Europa a su paso; por el contrario, durante los últimos cincuenta años han esta do enviando contingentes de paz a todas partes, desde el C ongo has ta O riente Próxim o. Sin duda, no todas las sociedades actuales os tentan el mismo grado de conciencia global ni podrían de hecho ofrecer contingentes, pero hay bastantes países que contribuyen de forma habitual en las misiones de paz para hacer de este un nuevo e im portante rasgo de nuestro paisaje internacional posterior a 1945. Y, sin embargo, lo más asombroso es que la Carta de la O N U no hace m ención alguna de la palabra «pacificación» ni ofrece orienta ción alguna acerca de esta forma de acción colectiva. Aquí tenemos el prim er ejemplo de flexibilidad y evolución en la historia de cóm o gobiernos e individuos diferentes han interpretado, y reinventado, las normas originales a la luz de acontecimientos imprevistos y acucian tes. Esta es también, con demasiada frecuencia, una historia de cala midades aterradoras y errores atroces, de fracasos tanto a la hora de
anticiparse com o de responder a tiempo, de doctrinas abiertamente ambiciosas y recursos inadecuados. Pero también es una historia del aprendizaje de cóm o hacer trabajar a la organización internacional para que impida conflictos o, si ello no es posible, ayude a las socie dades en combate cuando más lo necesitan.’ Las razones por las que la pacificación, o al m enos nuestro actual concepto de pacificación, está ausente de la Carta están claras a fecha de hoy. En 1945, el térm ino significaba m antener la paz entre nacio nes y vigilar a aquellas que amenazaban a sus vecinos o a otros países más lejanos. El sistema en su conjunto estaba orientado a detener este tipo de agresiones transfronterizas. Por tanto, no tenía nada que ver con lo que sucediera en el interior de los estados , com o al guna región determinada que luchara por su independencia y busca ra quizá ayuda exterior, ni con guerras civiles entre grupos étnicos y religiosos. N o se autorizaba la intervención de la O N U en los asun tos internos de ningún estado, ni se exigía a los que se so m etieran a dicha jurisdicción. Esta ha sido desde entonces la salva guarda de los estados transgresores o que atravesaban situaciones embarazosas. Quizá tam bién haya evitado que nuestro sistema inter nacional impulse a determinadas grandes potencias, criticadas por sus violaciones de los derechos humanos, a abandonar esta frágil cons trucción. C om o es lógico, las tensiones persisten: es sencillamente imposible que la organización mundial proporcione paz y seguridad a todos y, sin embargo, no intervenga contra un estado soberano cuando se quebrantan esos derechos básicos en su territorio. R ecordem os que en 1945 solo existían cincuenta estados que pudieran suscribir la Carta y desempeñar su función com o m iem bros de la O N U : el resto del m undo estaba compuesto por enem i gos conquistados, neutrales sospechosos (España, Irlanda y simila res), neutrales claros (Suiza), países que atravesaban por una guerra civil (Grecia) y, sobre todo, las muchas posesiones coloniales euro peas en Africa, Asia, el Pacífico y el Caribe. La condición y perspec tivas de estas últimas se recogían en los capítulos de la Carta dedica dos a la istración fiduciaria, que auguraba la independencia final de los estados colonizados. Pero, a excepción del subcontinente indio y quizá uno o dos lugares más, de pocos de ellos se espera
ba que atravesaran por las dramáticas descolonizaciones que se pro ducirían en los veinticinco años posteriores. Los británicos vieron desplazarse el centro estratégico de su im perio oriental desde India a O riente Próxim o y el nordeste de Africa, los ses estaban preo cupados por reafirmar su régim en imperial, y las colonias portugue sas y españolas parecían moribundas. M uchos contem poráneos ha blaban de ello diciendo que faltaba otro siglo para que África se independizara. Sin embargo, a diferencia del período 1918-1923, cuando los temores generalizados de que aquello se produjera se apaciguaron o desaparecieron, en esta ocasión el m undo había quedado realm en te transformado por la guerra. Las potencias coloniales eran decidi dam ente más débiles y sus poblaciones volvían la vista hacia los asuntos internos; el im pacto de las ideas sobre la libertad y la de mocracia había calado m ucho más profundam ente en los territorios dependientes, a m enudo con el regreso de los soldados africanos y caribeños procedentes de las campañas en ultramar. Pero, a pesar de que el lenguaje de la Carta quería preparar a los territorios carentes de autogobierno para su futura independencia, se hacía poco más; o tal vez podríam os decir, con más generosidad, que los recursos destinados al desarrollo económ ico y la educación política eran ab solutam ente inadecuados para hacer frente a las necesidades reales. Además, todo esto se agravaba con el hecho innegable de que m u chos de estos territorios coloniales poseían fronteras artificiales que habían dividido a algunos pueblos y habían reunido a grupos étni cos distintos en conglom erados en los que im peraban la agitación y la desconfianza m utua. C uando estas unidades territoriales alcanza ron la independencia formal, una serie de ellas serían estados con gobiernos débiles, recursos hum anos inadecuados y fronteras poco firmes, por lo que era probable que sus costuras reventaran. Así, irónicam ente, la descolonización originó la dem anda de un tipo de pacificación que en realidad no se había previsto. Para encontrar un presagio de lo que sucedería en otras partes, bastaba con echar un vistazo a las matanzas ocurridas con m otivo de la separación de In dia y Pakistán en 1947-1948 o al desplazamiento masivo de palesti nos tras la prim era guerra árabe-israelí en aquella misma época.
La vuelta de tuerca fue que, com o señalábamos en el capítulo anterior, ni el C om ité de Estado M ayor ni la propuesta de estable cer bases militares de la O N U habían llegado a concretarse. Quizá ambos olían tanto a dom inio del «Primer M undo» o a neocolonialismo que los nuevos países en vías de desarrollo los habrían consi derado en todo caso indignos de confianza. Pero el hecho de que las bases y sus destacamentos no existieran, y de que el C om ité de Es tado M ayor no funcionara com o se había planeado, suponía que el Consejo de Seguridad y la Asamblea General no disponían de he rramientas cuando se presentó el prim er desafío. P or tanto, los primeros esfuerzos de pacificación realizados por la organización mundial fueron limitados, superficiales y explorato rios. Dadas las limitaciones que acabamos de exponer, simplemente no podían tener otro carácter que no fuera provisional. D e hecho, algunas de las primeras medidas autorizadas por la O N U no eran más que misiones temporales de «observación de paz» a finales de la década de 1940, com o las establecidas por la Asamblea General para que se desplegaran en las fronteras de Grecia durante la guerra civil de aquel país (pero no en el interior de Grecia, debido al veto so viético en el Consejo de Seguridad) o el grupo de observación que supervisó la retirada de las fuerzas holandesas de Indonesia. Algo más sustanciales fueron los equipos de observadores milita res enviados para controlar la tregua posterior a la guerra árabe-is raelí de 1948 (O N U V T )* y una misión paralela de observación y verificación enviada a Cachem ira tras el alto el fuego indo-paquista ní de 1949 (U N M O G IP ). Se trató de m ovimientos alentadores. Tanto la Asamblea General com o el Consejo de Seguridad estaban empezando a valorar que este tipo de operaciones serían concom i tantes para cualquier esfuerzo de m ediación de la O N U entre las
*
A m edida que avancem os en este capítulo, quedará cada vez más patente el
gusto de la O N U p o r los acrónim os para referirse a sus organism os y, sobre todo, sus m isiones de paz. U N T S O son las siglas en inglés de U n ited N ations T ruce Su pervision O rganization, de 1948 (O N U V T , O rganism o de las N aciones Unidas para la V igilancia de la T regua). Los lectores pued en disfrutar averiguando cóm o y por qué se acuñaron los m uchos otros acrónim os en inglés.
partes en disputa y que podrían prolongarse un buen período de tiempo. Además, estas acciones sentaron el precedente de nom brar un representante especial por su distinción y experiencia; en el caso de la misión de la O N U en O riente Próxim o, el «mediador» fue un excepcional diplomático sueco, el conde Folke Bem adotte, y des pués (tras m orir asesinado por el grupo Stern) el propio R alph B unche. Los países que aportaban fuerzas obtuvieron sus primeras y va liosas experiencias en este tipo de trabajo y form aron cuadros internacionales de pacificadores para crisis posteriores. D e todos modos, las graves limitaciones de estas primeras misio nes fueron dolorosam ente evidentes. Las unidades de la O N U iban desarmadas o solo con armam ento ligero. N o debían utilizar la fuer za salvo en defensa propia. Fueron objeto de ataques ocasionales contra sus destacamentos y sufrieron bajas. N o podían im pedir, por ejemplo, que un determ inado grupo de palestinos lanzara un ataque nocturno sobre asentamientos judíos ni las consiguientes represalias transfronterizas israelíes. C on demasiada frecuencia solía darse el caso de que fueran acusados por ambos bandos de favorecer al ene migo, tanto si se trataba de misiones de observación com o de ope raciones globales de pacificación. M uy a m enudo, las fuerzas de la O N U dependían de los gobiernos anfitriones en lo relativo al trans porte, los abastecimientos y las instalaciones para alojarse, lo cual las colocaba en situación de dependencia. Y si se reanudaban los com bates entre los países en disputa, su labor era mantenerse al margen, no tratar de impedirlos. Por consiguiente, en estas zonas los contin gentes de las Naciones Unidas no podían actuar como policías inter nacionales que exigieran a los púgiles locales que detuvieran los com bates o, de lo contrario, serían encarcelados. La bondad de este enfoque difería del de las acciones que al mismo tiempo desarrollaban los numerosos efectivos de la O N U en la península coreana. D e he cho, costaba trabajo creer que ambos tipos de operaciones hubieran sido, técnicamente, autorizadas por la misma organización mundial. Com o vimos en el capítulo anterior, la intervención en Corea fue de hecho sui generis y no volvería a verse de nuevo hasta la gue rra del Golfo de 1991. Por tanto, fue a partir de aquellas otras ope raciones de m ediación y misiones de alto el fuego, más reducidas y
realizadas en territorios en disputa, com o habría de aum entar la pa noplia de lo que, en términos generales, se entiende que es el co metido de pacificación de la O N U . Al cabo de una década adopta rían su forma m oderna, en gran medida debido a un par de crisis internacionales de prim er orden: el conflicto de Suez en 1956 y la guerra de secesión del C ongo-Katanga entre los años 1960 y 1964. El precario Organismo para la Vigilancia de la Tregua ya estaba fracasando antes de la crisis de Suez; en 1955, las fuerzas egipcias e israelíes habían librado enfrentamientos en la franja de Gaza, e Israel había atacado posiciones fronterizas sirias. Pero los acontecim ientos del año siguiente (la nacionalización del canal de Suez por parte de Gamal Abdel Nasser, la invasión israelí y la intervención m ilitar anglosa en Egipto) elevaron la temperatura, así com o las exigen cias planteadas a la organización mundial, a cotas m ucho más elevadas. Tam bién pusieron de manifiesto, de un m odo aún más deprim ente, lo que la O N U podía y no podía hacer. C on dos de los cinco m iem bros permanentes involucrados de lleno en la lucha y dispuestos a utilizar el veto cuando fuera necesario, el Consejo de Seguridad es taba paralizado. La Asamblea General ciertam ente estaba dispuesta a intervenir, pero sabía que una coerción colectiva sobre los m iem bros del P5 no podía funcionar. Así, la resolución de la Asamblea (la núm ero 998, de 4 de n o viembre de 1956) fue un hito. Depositaba responsabilidades y com petencias inmensas sobre la oficina de Hammarskjóld demandándole que creara una fuerza de pacificación de emergencia para la región. La FEN U , que es com o se llamó, quedaría bajo la dirección del se cretario general, y este nombraría comandante en jefe a un oficial neutral al que informarían las tropas sobre el terreno. A diferencia de las fuerzas de observación anteriores, la F E N U interpondría un n ú mero im portante de pacificadores entre los contendientes. Así, a lo largo de la frontera egipcio-israelí y alrededor de toda la franja de Gaza habría una barrera física entre ambos bandos. Había comenza do una nueva era. M uy oportunam ente, aquella fue la primera vez que los contingentes de la O N U llevaron los famosos cascos azules. Este nuevo sistema no estaba exento de problemas. Los acuerdos de pacificación debían ser al mismo tiem po consensuados y neutra
les. Sin el acuerdo de los gobiernos anfitriones y beligerantes, las fuerzas de la O N U no podrían estacionarse, y esos mismos gobier nos podían insistir en su marcha, com o hizo Nasser, un tanto absur damente, antes de la guerra de 1967. En caso de que se produjeran incidentes, los pacificadores no podrían tom ar parte en m odo algu no en defensa de ningún bando aun cuando fueran testigos de que alguno de ellos obraba incorrectamente; a menos, claro está, que el Consejo de Seguridad les atribuyera un m andato nuevo y m uy dife rente. Esto habría de abochornar en reiteradas ocasiones a la organi zación mundial en futuros conflictos, en los que sus tropas trabaja ban bajo estas instrucciones generales de mantenerse al margen de los acontecim ientos aun cuando se perpetraran atrocidades ante sus propios ojos. En las batallas de O riente Próxim o, es dudoso en cual quier caso que pudieran haber hecho gran cosa; se trataba de unida des dispersas y poco armadas que actuaban en m edio de algunos de los ejércitos y fuerzas aéreas más poderosos del m undo, destino este que tendrían que sufrir tam bién muchas misiones posteriores. En segundo lugar, era penoso sin duda que, al cabo de once años de los acuerdos de San Francisco, el Consejo de Seguridad asumiera aquí un papel tan relativamente limitado, puesto que únicam ente él gozaba de poderes coercitivos y sus permanentes eran en realidad los únicos países que poseían fuerzas armadas de peso. Dada la perniciosa parálisis de la guerra fría, poco se podía hacer en el C onsejo, y la resolución 998 fue lo m áxim o que pudieron conseguir y un tributo a la iniciativa y sensatez de la Asamblea General. Ade más, la ejecución de esa resolución por parte de Hammarskjóld y sus asesores principales fue auténticam ente impresionante. Sin embargo, es justo decir que se hizo principalmente con el consentim iento, y no bajo la dirección, de las grandes potencias, lo cual era una señal inquietante para el futuro. C om o consecuencia de ello, las aportaciones de tropas a la F E N U no procedían de los cinco m iem bros permanentes, sino de estados neutrales o, al menos, de países a los que se consideraba neu trales en el conflicto árabe-israelí, puesto que los gobiernos anfitrio nes podían rechazar, y rechazaron, que se estacionaran soldados de determinados países a lo largo de las líneas de alto el fuego. Por for
tuna, hubo m uchos gobiernos dispuestos a contribuir, tanto en esta misión com o en otras autorizadas en esos años. Los estados dispues tos a enviar sus unidades militares bajo m ando internacional solían ser los de Escandinavia y otros países europeos, com o Irlanda, Polo nia, Países Bajos y, en ocasiones, Italia. Francia enviaría tropas al Lí bano y a las zonas en que se desataron crisis africanas, y Gran Breta ña aportó la m ayor parte de las fuerzas de pacificación en Chipre. Los estados latinoamericanos, com o Brasil y Colombia, fueron parti cipantes significativos. Las fuerzas procedían sobre todo de naciones de la C om m onw ealth británica. U na y otra vez, vemos soldados de pacificación de Canadá, Australia, N ueva Zelanda, India, Fidji, Ja maica, Ghana, Pakistán y Nigeria, lo cual hace pensar que, como habían luchado en las dos guerras mundiales formando parte de un ejército de coalición más amplio, les resultaba m ental y estructural mente fácil adaptarse a las labores de pacificación internacional. Así, la imagen de tropas con armam ento ligero y cascos azules vigilando puestos o en patrullas fronterizas se convirtió en la norm a aceptada; la pacificación había adquirido esta forma arquetípica. En los años posteriores a la FEN U , la mayor parte de las veces este método de «misiones blandas» fue la norma. La principal excepción en este aspecto fue la crisis del Congo de 1960, pero su largo y doloroso desarrollo, como brevemente expondremos, reforzó en realidad la con vicción acerca de los tipos de intervención posibles. La desintegración del estado del Congo puso a prueba las suposiciones acerca de cómo al canzar la seguridad internacional. Este no era un conflicto entre estados , sino una sangrienta guerra civil. También afectaba por pri mera vez a Africa, un continente tan subdesarrollado y tan firmemente asentado «fuera de los mapas» por sus gobernantes coloniales que, cuan do a finales de la década de 1950 y en la de 1960 los estados resultantes se precipitaron hacia la independencia, se encontraron en grave des ventaja. Congo era un caso particularmente atroz, primero, de negli gencia por parte de sus caciques belgas, luego de precipitada retirada colonial y, más tarde, de reaparición de los belgas cuando el ejército congoleño se amotinó y se desmoronaron la ley y el orden. La provin cia más grande y próspera del Congo, Katanga, se declaró entonces in dependiente con el turbio apoyo de la Rhodesia blanca y de Sudáfrica.
Cuando los paracaidistas belgas regresaron al C ongo y la provin cia mayor se escindió, el atribulado primer ministro Patrice Lum um ba tuvo razón indudablem ente al apelar a la O N U diciendo que la soberanía de un estado m iem bro estaba siendo violada. Sacar de allí a los belgas cuando llegó la fuerza internacional de pacificación no fue tan difícil. Pero había dos dificultades más importantes. La pri mera tenía que ver con las disuasiones del Consejo de Seguridad acerca de la injerencia en los asuntos internos de un estado m iem bro. La segunda era la labor práctica de im poner la paz en un país tan grande com o toda Europa occidental. Este últim o hecho supuso por sí solo que la misión de pacificación (O N U C ) fuera gigantesca para lo habitual en las fuerzas de pacificación de la época (se desplegaron casi veinte mil soldados de una vez), pero no bastaron para detener la matanza de muchos civiles. Habría sido m ucho más llevadero para la organización internacional que este primer ejemplo de «estado colapsado» se produjera en un lugar m ucho más pequeño. Pero no exis tía el privilegio de elegir. El siguiente avance fue la utilización de la fuerza por parte de las tropas de Estados Unidos; ese sería el prim er caso de fuerza de paci ficación no contra un agresor declarado com o C orea del N orte o Irak, sino contra los matones locales que asesinaban a inocentes de cualquier raza y atacaban brutalm ente a los propios soldados de pa cificación. En un caso particularmente horripilante sucedido en abril de 1961, cuarenta y cuatro soldados de Ghana fueron masacrados, y después de seis meses y m uchos incidentes menores, trece aviadores italianos fueron asesinados. Las fuerzas del gobierno congoleño, las tropas de Katanga y, en etapas posteriores, mercenarios extranjeros estaban ocasionando un caos brutal que excedía todo lo concebible por parte de aquellos planificadores racionales de San Francisco. Pero esto, ju n to con los vehementes ruegos de Hammarskjöld y su posterior y trágica m uerte en acto de servicio, impulsó al habitual m ente pasivo Consejo de Seguridad a responder con firmeza y de forma innovadora. Las anteriores resoluciones que pedían el alto el fuego a todos los bandos fueron sustituidas por órdenes para que las fuerzas de la O N U C cercaran a los mercenarios extranjeros, emplea ran la fuerza militar para acabar con cualquier tipo de violencia y pu
sieran fin a la tentativa de independencia de Katanga. ¡Podemos imaginar los vítores de los disciplinados pero constreñidos batallones hindúes ante la noticia de q u e ahora podían servir auténticam ente como soldados! N o hubo dudas sobre el resultado. Se restableció la unidad del C ongo y en junio de 1964 se retiraron las últimas fuerzas de la O N U . C on todo, suscitó m ucho debate qué suponía esta operación singularmente difícil para el futuro del organismo mundial. Entre los aspectos positivos, las Naciones Unidas habían respondido de forma paulatina pero contundente a los ruegos de un estado m iem bro que buscaba ayuda, y le habían devuelto su integridad. Habían dem os trado que podían im poner la paz y no solo observarla. La crisis había interesado e implicado a la Asamblea General en m odos anterior m ente desconocidos. T am bién había proporcionado gran experien cia a sus organismos principales, y la función de la Oficina del Se cretario General com o centro de operaciones de pacificación e im posición de la paz se había revelado incontestable. Pero la misión tam bién produjo la sensación de que la organiza ción había ido demasiado lejos y que se había implicado demasiado. Al sentirse obligada a apoyar al gobierno central frente a las fuerzas disidentes, evidentem ente no había sido neutral ni había buscado el consenso, hecho este que inquietaba a algunos estados m iembros de Europa y América Latina, que preferían que el organismo m undial desempeñara siempre una función imparcial. Además, ¿qué tipo de ejemplo ofrecía para cuando la O N U afrontara desafíos similares? C iertam ente, los pacificadores habían expulsado a los mercenarios y habían invalidado la declaración de independencia de Katanga, pero dadas las atroces matanzas de la zona, no podía decirse que hubiera sido una misión de paz espléndida. Es más, esta desordenada actuación continuó a medida que la década de 1960 fue dejando paso a la de 1970.2 ¿C óm o iba a ser de otra manera si las circunstancias de cada nueva crisis eran tan distin tas de las de la anterior? Para empezar, había conflictos que queda ban por com pleto fuera del ámbito de las Naciones Unidas, algunos de los cuales se encontraban entre las contiendas más im portantes y sangrientas de estas décadas. Lo que estas últimas tenían en com ún
era que un m iem bro perm anente estaba directam ente implicado y no permitiría que en el Consejo de Seguridad prosperara ninguna crítica ni ninguna resolución hostil... para ira y frustración de los es tados de la Asamblea General en vías de desarrollo, cuyas mociones se aprobaban allí con pocas consecuencias o ninguna en ab soluto. N o hubo intervención de las Naciones Unidas en Argelia, p o r ejemplo, por Francia. N o hubo papel alguno para el organismo m undial en la prolongada guerra de Vietnam debido a las sensibili dades estadounidenses, ni en Cam boya a causa de China. En la dé cada de 1970, había más de un centenar de estados y con tinuaban incorporándose más a medida que las antiguas colonias iban convirtiéndose en estados. La «comunidad mundial», si cabe emplear esa expresión, era ahora predom inantem ente africana, asiá tica y latinoamericana, tanto en población global com o en votos en la Asamblea General; pero cualquiera de los m iem bros del P5 podía seguir bloqueando sus demandas de intervención. N o obstante, quizá la incapacidad de la O N U para intervenir en aquellas disputas tuviera algo de bendición disfrazada. T anto la gue rra de Argelia com o la de Vietnam fueron extraordinariamente vio lentas, complejas y caras. Aun cuando no se hubieran producido amenazas de veto, da m iedo siquiera imaginar la posibilidad de que el Consejo de Seguridad pudiera enviar fuerzas de pacificación a cualquiera de estas dos contiendas, com o había hecho en el Congo; casi con total seguridad habrían sido liquidadas en el combate. Todo lo que sensatamente podía hacer la organización mundial era ofrecer sus «buenos oficios» diplomáticos, com o hizo en muchas ocasiones durante ambas guerras. Pero si los países beligerantes no respondían a la idea de mediación, poco más podía hacerse. Podem os hacernos una idea de la limitada función de la O N U en las contiendas argelina y vietnam ita reflexionando sobre el desi gual éxito de las políticas del Consejo de Seguridad en el otro gran y sangriento conflicto de aquella época: las guerras árabe-israelíes. Aquí tam bién se daban circunstancias en las que los profundos odios ideológicos, étnicos y religiosos no itían ningún acuerdo, en que una historia de traición y engaño ahogaba la voluntad de creer en el otro bando, y en que fuerzas radicales y descontroladas acaba
ron por ser, en esencia, incomprensibles. Habría sido una locura en viar contingentes de pacificadores noruegos y brasileños con el m an dato del Consejo de Seguridad de arreglarlo todo en medio de aquel tumulto. D icho esto, las operaciones de pacificación en torno a las fron teras de Israel se tradujeron de hecho en consecuencias asombrosa mente diferentes, lo cual puede darnos una idea de cuándo podía funcionar la m ediación y la pacificación y cuándo era indudable que no funcionaría: la F E N U II, que restableció las fronteras del alto el fuego entre Egipto e Israel (1973);* la FN U O S , que desempeñó la misma labor en los Altos del Golán entre Israel y Siria (1978); U N IFIL, que fue concebida para ayudar al debilitado gobierno libanes y .llevar la paz a su frontera m eridional con Israel (1978), y la Fuerza Multinacional (M NF, sin el prefijo U N -), que en algunos lugares se hizo cargo de esa desesperada labor a partir de 1982. La clave, el úni co factor invariable y esencial, era la voluntad política de los bandos en combate de llegar a un acuerdo. La F E N U II nos brinda la m ejor evidencia positiva. Los ataques egipcios contra Israel en octubre de 1973 elim inaron la precaria frontera de los seis años anteriores y pusieron en cuestión el futuro global de O riente Próxim o. Esta irresponsable acción y el contra golpe con que respondió una inicialmente aturdida y después des pierta Israel, incorporaron al conflicto a las dos furiosas Superpotencias de la guerra fría que prestaban su apoyo, hasta que todas las partes (las en principio triunfantes y después maltrechas fuerzas egip cias, y los primeros abrumados y después vengativos israelíes, más las superpotencias que los patrocinaban) aceptaron una resolución de < ■ alto el fuego del C onsejo de Seguridad y se replegaron. Las tropas de las Naciones Unidas establecieron una línea de alto el fuego tem poral entre los ejércitos israelí y egipcio, y a continuación crearon una zona de seguridad más amplia para calmar los ánimos. U na vez más, los intérpretes principales de la paz saltaron al prim er plano: Canadá y Polonia aportaron a la F E N U II los principales contin *
Esto supuso que, retrospectivam ente, se denom inara F E N U I a la Fuerza de
Emergencia de la O N U de 1956-1967.
gentes, y representando así, en cierto m odo, a las alianzas de la O TA N y el Pacto de Varsovia. Y después se sumaron otros fieles a la O N U : Finlandia, Ghana, Austria, Irlanda, Suecia, etcétera. Así las cosas, sonaban terriblemente familiares y, por tanto, poco prometedoras. Pero la transformación real se produjo en el plano político, en la audaz decisión del presidente egipcio Anwar Sadat de volar a Israel y firmar los acuerdos de paz de 1977. Aquello fue un acontecim iento histórico por todo un conjunto de razones, además de uno de los grandes actos de valentía personal de finales del si glo xx, similar, quizá, al fin del apartheid en Sudáfrica p o r parte de F. W . de Klerk y al desmantelamiento de la U R SS de Gorbachov. La consecuencia fundamental de los acuerdos de Cam p David en la re gión residió en demostrar que un estado árabe e Israel podían firmar la paz si existía voluntad política. Pero hubo un efecto general más relevante desde la perspectiva de la pacificación y el m antenim iento de la paz internacional. U na cosa era trazar una línea en la arena y aceptar que las fuerzas de la O N U patrullaran una zona desmilitari zada; esto había sucedido ya en otras partes y era m ucho m ejor que m antener las hostilidades. Pero m uy pocos acuerdos de esta natura leza habían sido complementados por una resolución política sobre el propio conflicto, al menos no hasta la década de 1990. En el caso de la FE N U II, las propias tropas internacionales pudieron ser desa lojadas nada menos que en 1979, siendo reemplazadas en un nivel inferior por una Fuerza M ultinacional de Paz y Observadores (MFO) compuesta principalm ente por Estados Unidos, que había apadrinado y costeado los acuerdos egipcio-israelíes. C om o es lógi co, se trataba de un caso especial, impulsado por el firme deseo del gobierno de Estados Unidos de ayudar a Israel y ganar a Egipto para Occidente. Pero el mensaje más general era tam bién importante; acordar un alto el fuego y una misión de pacificación de la O N U no puede ocasionar p or sí solo el restablecimiento de la paz si no existe seguimiento político y el deseo com partido de una solución. Nada contrasta más con este éxito que los infortunados esfuer zos por restablecer la paz en las fronteras septentrionales de Israel, con Líbano y Siria. Se acudió honestam ente a la fuerza «provisional» de la O N U en Líbano (UNIFIL), pero pudo hacer bien poco por
que los combatientes palestinos se negaron a detener los combates y los atentados con bomba, porque las contramedidas militares israelíes fueron brutales pero inefectivas (incluyendo reiteradas incursiones a gran escala en el norte), y porque las diversas facciones étnicas y re ligiosas libanesas estaban destrozándose entre sí. Los desventurados soldados internacionales fueron insultados, despreciados, raptados y tiroteados p or todos los bandos, con lo que sufrieron muchas bajas; pero no tenían ni la potencia de fuego ni la autoridad, com o al prin cipio en el C ongo, para responder con fuerza y sofocar aquel espan toso caos. N o había nada en la Carta ni en las experiencias anterio res que sirviera de orientación, y el Consejo de Seguridad estaba desconcertado y m udo. Así les sucedía tam bién a los profesionales de la O N U . Los recuerdos de Brian U rquhart sobre sus esfuerzos por llegar a un acuerdo con cada uno de los poco razonables bandos de esta contienda están llenos de expresiones com o «espeluznante y trá gico», «aún menos prom etedor» y «el verdadero problem a no había hecho más que empezar». Quizá se quedaba corto.3 Las cosas no m ejoraron nada cuando en 1982 las potencias occi dentales trataron de im pedir otra guerra árabe-israelí enviando una Fuerza M ultinacional a B eirut y al sur del Líbano. A prim era vista prometía; parecía m ucho más convincente enviar soldados de tres países grandes, Estados U nidos, Francia e Italia, para que actuaran como fuerzas de interposición y supervisaran la marcha de la O rga nización para la Liberación de Palestina de B eirut occidental, que realizar el habitual despliegue de cascos azules de países neutrales más pequeños. Pero justo después de que la M N F hubiera finaliza do su labor y se hubiera retirado, la situación volvió a estallar con el asesinato del presidente libanes, Amin Gemayel, el avance ilegal del ejército israelí a través de la frontera septentrional y las matanzas de milicianos cristianos en los campos de refugiados palestinos. T odo esto volvió a atraer a los tres países ajenos (a los que ahora se había sumado Gran Bretaña) al caldero, donde se vieron obligados rápida m ente a defenderse. C uando los complejos militares francés y esta dounidense fueron devastados por camiones bom ba, a O ccidente le pareció llegado el m om ento de abandonar. Simbólicamente, la ad ministración R eagan ordenó que el inmenso acorazado estadouni-
dense U SS N ew Jersey bombardeara las colinas de Beirut, com o si hu bieran regresado los tiempos de la diplomacia de las cañoneras, pero O ccidente ya no tenía el genio de los imperialistas del siglo xix , y el buque de guerra regresó a casa ju n to con los soldados extranjeros, de jando a los libaneses, los sirios y los israelíes atrincherados entre los es combros y mirándose desafiantes desde diferentes extremos de los Al tos del Golán mientras las unidades de la FN U O S , la O N U V T y la U N IFIL observaban y observaban, un año tras otro. Las labores de pacificación de las Naciones Unidas funcionan m ejor p or lo general cuando existe una barrera física entre las partes contendientes que han acordado un alto el fuego. El ejemplo clásico es el de la respuesta de la organización mundial al conflicto de C hi pre. Aquella fue otra situación «que no venía en la Carta». Chipre se había independizado de Gran Bretaña en 1960, y en ella convivían una mayoría grecochipriota y una m inoría turcochipriota, ambas ' temerosas y desconfiadas, ambas con su respectivo patrón externo y volátil. Los conflictos sociales dieron pie, finalmente, a que en 1964 el Consejo de Seguridad creara una fuerza de pacificación interna cional (UN FICY P). Soldados y policías australianos, austríacos, bri tánicos, canadienses, daneses, finlandeses, neozelandeses y suecos (¿no resulta familiar esta relación alfabética?) garantizaron la libertad de movimientos y supervisaron el alto el fuego tras los brotes ocasio nales de violencia. Pero el golpe de Estado militar de 1974 contra el gobierno chipriota, que provocó com o respuesta la invasión masiva ' por parte de los turcos de los territorios septentrionales de la isla, al teró todo aquello. ¿Q ué iban a hacer las unidades escasamente arma das y entrampadas de la O N U cuando desembarcaran los regimien tos turcos? El tem peram ento escocés de Brian Urquhart, firme y apegado a los hechos, lo dice todo acerca de ello: «La llegada a esta , zona de un gran ejército que no está equipado ni autorizado a defen derse origina una situación imposible para una fuerza de pacifica ción».4 Por fortuna, el Consejo de Seguridad perseveró en el alto el fue go antes de que griegos y turcos la emprendieran a golpes, y ambos bandos se replegaron en la isla de tal m odo que los turcos, satisfechos, controlaron aproximadamente el 35 por ciento de Chipre, y los furio-
sos pero divididos grecochipriotas fueron incapaces de hacer nada al respecto. Tras las negociaciones se estableció una zona desmilitariza da, de unos pocos kilómetros de ancho com o máximo, a lo largo de los 180 kilómetros de la línea que dividía a las dos comunidades. Los soldados de interposición en esa zona eran australianos, británicos, canadienses y daneses.5 Pese a los recientes y prometedores indicios de acuerdo, la U N F IC Y P continúa en su puesto después de casi cua renta años y de una confirmación más de que la separación física de los combatientes no representa garantía alguna de que se vislumbre una verdadera solución política. Aun así, si los participantes no pue den reconciliarse, seguramente es m ejor que estén separados por una barrera de la O N U antes que m antener a unos rivales armados hasta los dientes mirándose fijamente a los ojos, com o en Cachemira. Así, en la década de 1980 había surgido todo un espectro de po sibilidades acerca de la capacidad de la O N U para m antener la paz y declarar la guerra, en el cual no había una sola operación que fuera arquetípica del conjunto. E n lo más alto del espectro se encontraba el conflicto de superpotencias entre el Este y Occidente, con la ame naza de una guerra nuclear. Aquí, com o ambos bandos tenían dere cho a veto y capacidad para iniciar otra guerra mundial, la O N U no contaba con poderes constitucionales; solo se disponía de los «bue nos oficios» diplomáticos del secretario general, si ambos bandos los buscaban. La siguiente categoría era la del conflicto regional de mediana escala, com o el de India y Pakistán o el de O riente Próxim o. Aquí el Consejo de Seguridad podía sin duda autorizar algo, y durante la guerra fría las potencias se m antuvieron ju n to a un bando o a otro, protegiendo a sus clientes beligerantes de las resoluciones críticas del Consejo. En cualquier caso, las grandes potencias no tenían ningún deseo de implicarse más de lo que ya lo estaban, pongamos por caso, en Cachem ira o Palestina. Luego estaban las posibles violaciones de fronteras por parte de estados transgresores (Corea del N orte) o las tentativas ilegales o for zosas de m odificar las fronteras (Katanga), las cuales les recordaban a los hom bres de Estado los acontecim ientos de la década de 1930 y a los que se podía responder con fuerzas internacionales en caso de
que el Consejo de Seguridad acordara em prender una acción así. De vez en cuando, una gran potencia podía em prender la acción allí donde considerara que sus intereses se veían amenazados (por ejem plo, Estados Unidos en Granada en 1983 y la U R SS en Afganistán en 1979). Pero, en general, bajo la sombra de la destrucción mutua garantizada, el P5 fue prudente y simplemente quiso que se preser vara la paz. P or último, y a un nivel inferior, si es que «inferior» es un tér m ino correcto, había conflictos ocasionados por el fracaso interno de los estados , principalm ente en el África subsahariana, que desencadenaban guerras civiles y caos, en que a veces había gru pos radicales poco dispuestos a acatar resoluciones de pacificación. En muchos de estos casos, la m ediación diplomática, las sanciones económicas e incluso la propia pacificación se revelaban inadecua das, y era preciso im poner la paz con contundencia y de forma coer citiva antes de que pudiera iniciarse la reconstrucción de aquellas so ciedades destrozadas. Expuestas así las cosas (como pronto quedarían recogidas en el docum ento del secretario general «Un programa de paz», de 1992), podríamos pensar que a quienes dirigieran la organización mundial les resultaría relativamente fácil identificar qué tipo de conflicto planteaba cada nuevo suceso y, siendo más sabios en virtud de ex periencias anteriores, tratar cada caso de la forma adecuada. Sin em bargó, resultó que las cosas fueron m ucho más complicadas durante la quinta década de existencia de la O N U . Curiosam ente, cuando apenas había puesto fin la organización mundial a su celebración por haber recibido el Prem io N obel de la Paz en 1988, y cuando la gue rra fría casi había terminado, la nueva y ansiada estabilidad interna cional empezaba a desmoronarse. El prim er indicio de que se avecinaban problemas importantes residía en la cifra neta de crisis que se desencadenaron en un plazo tan breve, sumado ello, com o ya señalamos en el capítulo anterior, a la buena voluntad del Consejo de Seguridad tras el fin de la guerra fría para autorizar respuestas de la O N U . En los cuarenta años trans curridos desde la decisión de crear la O N U V T en 1948, se habían producido solo trece operaciones de pacificación, y ocho de ellas
habían finalizado formalmente. Solo en 1988 y 1989, se crearon otras cinco para abordar los desafíos planteados por Afganistán y Pa kistán, el alto el fuego entre Irán e Irak, Angola, Nam ibia y Am éri ca Central. A principios de la década de 1990 fue peor: Irak-Kuwait, Angola (otra vez), El Salvador, el Sahara Occidental, Camboya, Bosnia-Herzegovina, Serbia y M ontenegro, Croacia, M acedonia, Somalia, M ozambique, R uanda, Haití y Georgia. A cualquiera le resultaba imposible estar al corriente de todas ellas, incluso a los fun cionarios expertos del D epartam ento de M antenim iento de la Paz o las autoridades académicas respetadas. ¿Cuál era en realidad la dife rencia entre la U N T A C (para Camboya), la U N A M IR (para R u an da) y la O N U S O M y O N U S O M II (para Somalia)? El propio m a pam undi de operaciones de pacificación de la O N U , m uy popular entre los profesores universitarios de asuntos internacionales, tenía que ser devuelto a los impresores una y otra vez. Fue en m itad de este chaparrón de iniciativas de pacificación «nuevas» cuando un acto de agresión entre estados m uy pasado de m oda se produjo en el m om ento en que Irak atacó K uwait en 1990. La respuesta de la com unidad internacional no fue una operación de cascos azules al uso. El Consejo de Seguridad autorizó a los estados miem bros que cooperaban con Kuwait a «emplear todos los medios necesarios», lo cual significaba carta blanca para hacer todo lo que autorizaban los capítulos VI y VII de la Carta. Esto dio por tanto luz verde al contraataque liderado por Estados Unidos contra Irak. Sin embargo, la propia fuerza militar no fue creada por el organismo mundial; por el contrario, estaba controlada por el M ando C entral estadounidense y, por consiguiente, presentaba la m ayor parte de los rasgos de la operación de la guerra de Corea, pero sin la bandera de la O N U . A diferencia de las acciones de pacificación internacional que solían distinguirse por la falta de arm am ento y por el esfuerzo por ser neutrales, la operación del Golfo com portó traslados masivos de fuerzas aéreas y terrestres contra un enemigo claramente identifi cado. Los congresistas estadounidenses que solían enm udecer acerca de los cálculos de los costes de la pacificación dijeron m uy poco so bre estos gastos, m uy superiores. Aquello no era bueno para el pro pio organismo mundial, ya que, aunque fuera bien acogida la rápida
derrota de las fuerzas de Saddam, la naturaleza de esta operación contribuyó a extender la creencia de que las operaciones de la O N U eran ineficaces, m ientras que las acciones militares estadouniden ses eran decisivas, eficientes y raudas. Q uizá esa comparación no habría quedado tan subrayada, claro está, de no haber sido por los desastres que azotaron a tres de las ten tativas de pacificación más importantes de comienzos de la década de 1990: Somalia, la antigua Yugoslavia y R uanda. Sin embargo, antes de tratar de com prender en qué fallaron, vale la pena referir la m ucho más extensa lista de acciones de m ediación, pacificación e incluso im posición de la paz de las Naciones Unidas emprendidas en esta década y que finalizaron con un éxito pleno o, al menos, par cial. Los acuerdos de paz centroamericanos, y concretam ente el ha ber rescatado a El Salvador del caos y las luchas internas, fueron un logro significativo de la O N U . U n grupo de observadores militares internacionales (U N IM O G ) puso fin a las hostilidades entre Irán e Irak, y otro (U N G O M A P) supervisó la retirada de más de cien mil soldados soviéticos de Afganistán y respondió a todas las quejas de la transición. El organismo mundial tam bién desempeñó un papel bas tante im presionante en toda el Africa m eridional. El fin del apartheid, la celebración de elecciones democráticas en 1994, supervisadas por personal de la O N U , y el regreso de Sudáfrica a la Asamblea G ene ral fueron avances reales. Esta im portante nación era tan relevante e influyente en toda la región que su ingreso en el redil dem ocrá tico dejó sentir su onda expansiva en todas partes. U n grupo de apoyo a la transición (G A N U PT) supervisó con éxito el proceso de independencia de N am ibia, y una vez restablecida la paz tam bién en el interior de M ozam bique, cuando se inició el proceso dem ocrático el C onsejo de Seguridad pudo enviar allí observado res (O N U M O Z ). Sin que lo declarara abiertamente, el organismo m undial em pe zaba a itir un nuevo tipo de papel de cooperación en la transi ción de los estados: el de la supervisión de elecciones. U na cosa era que los observadores militares de la O N U confirmaran la retirada de las tropas de los combatientes de los territorios en disputa, pero era m ucho más positivo disponer de funcionarios electorales y de fuer
zas policiales internacionales que confirmaran que las primeras elec ciones democráticas de la historia de un país fueran en términos ge nerales libres y limpias. D e hecho, m uchos habían considerado an tes que este tipo de función de la O N U entraba tal vez en conflicto con la cláusula de la Carta que hacía referencia a la no injerencia en asuntos internos. Pero la primera de estas misiones de supervisión de elecciones de la O N U (la O N U V E N , para Nicaragua, creada por el secretario general con el firme respaldo de la Asamblea General y tan solo con la «advertencia» de cautela por parte del Consejo de Segu ridad) representó un paso tan afortunado para el proceso democráti co que las anteriores dudas acerca de la tan popular idea de injeren cia internacional prácticamente se desvanecieron. Si las partes de un conflicto interno aceptaban un alto el fuego y luego solicitaban su pervisión de las elecciones por parte de las Naciones Unidas, ¿acaso no era eso fortalecer la verdadera soberanía del país en lugar de de bilitarla? Parecía un avance aceptable. C uando se estaban produciendo transiciones similares en toda Europa del Este, en Asia central, en zonas del sudeste asiático y también en América Central, parecía haber razones para el optimis mo sobre una sociedad internacional en los primeros años posterio res a la guerra fría. Tam bién hubo, com o es lógico, graves reveses. Los primeros y prom etedores pasos dados en el proceso de paz an goleño (supervisión de la retirada de las tropas cubanas antes de 1991 y elecciones al año siguiente, U N A V EM I y II) se fueron al traste con la negativa del partido U N IT A a aceptar los resultados de unas elecciones que el representante especial de la O N U calificó en tér minos generales de libres y limpias. La reanudación de la guerra ci vil entre 1992 y 1995 arrebató otras doscientas mil vidas antes de que se alcanzara un precario acuerdo político. H e aquí un caso en el que las sospechas ideológicas, sobre todo el disgusto estadouniden se ante el gobierno angoleño procastrista y su preferencia por U NITA , proyectaban una sombra siniestra; pero, además, las misiones inter nacionales enviadas a Angola tenían poderes y financiación insufi cientes, y por tanto eran bastante incapaces de desmovilizar a los re beldes. Tam poco aquella nación asolada atrajo la atención mundial que Somalia y Bosnia reclamaron.
Pero, aun cuando las Naciones Unidas destinaran recursos muy superiores a una misión, aquello no garantizaba en absoluto una transición sin obstáculos a la paz y la democracia, com o así lo de mostraba el m uy notable caso de la. operación camboyana (U N TAC). Los objetivos eran ambiciosos: expulsar de Camboya a los soldados vietnamitas, garantizar elecciones libres e instaurar un nue vo gobierno de coalición, y el organismo mundial invirtió m ucho en ellos. U n total de quince mil soldados y siete mil civiles, con una factura total de casi tres mil millones de dólares, organizaron y reali zaron después las elecciones de mayo de 1993, que ostentaron una cota asombrosamente alta de participación y les parecieron notable mente limpias a la mayor parte de los observadores. Pero no hubo ningún mandato del Consejo de Seguridad para llevar a cabo accio nes defensivas, es decir, para im poner la paz, frente a los dos principa les violadores del proceso democrático: los jemeres rojos (aliados to davía de China pese a sus horrendas campañas genocidas) y el Partido del Pueblo Camboyano (apoyado por Rusia). Así, cuando se puso fin a la misión de la U N T A C , con infinidad de autofelicitaciones por las elecciones, los viejos rivales todavía seguían indómitos. Técnicam en te, los mandatos semejantes de establecer la paz y celebrar elecciones se habían cumplido, pero la paz en Camboya era una paz precaria y su gobierno estaba en realidad m uy lejos de ser democrático.6 N ingún contratiem po en este proceso de aprendizaje necesaria m ente doloroso se aproximó, sin embargo, a las tres catástrofes que sufrió el sistema internacional, entre 1993 y 1995, en Somalia, la an tigua Yugoslavia y R uanda. El fracaso de una de estas tres operacio nes, com o podría haber dicho lady Bracknell, habría sido suficiente m ente nefasto; sufrir las tres tragedias en un plazo tan breve puso a las misiones de paz de la O N U al borde del desastre. N o podía ser más amplia la brecha existente entre, por una parte, los altos ideales del organismo mundial y las buenas intenciones de sus líderes polí ticos y, por otra, los desgraciados efectos sobre el terreno. Las buenas intenciones ocupaban sin duda un lugar preponde rante en las misiones de la O N U a Somalia, un país m uy asolado ya por su pasado colonial, por las intrigas rivales y por las ventas de ar mas desde M oscú y W ashington durante la guerra fría, así com o
por su propio tribalismo incipiente. C uando la desintegración del estado somalí en 1991-1992 desembocó en los desplazamientos inter nos y el ham bre de millones de sus ciudadanos, la com unidad in ternacional quedó impresionada. T am bién se enfureció ante la p o sibilidad de que los señores de la guerra estuvieran im pidiendo distribuir la ayuda humanitaria a los encargados de hacerlo y a los poco armados soldados de O N U S O M I. Invirtiendo su anterior oposición a un mandato general de las Naciones Unidas para em prender la acción, pero no queriéndose ver obstaculizado por la su pervisión del Consejo de Seguridad, el gobierno estadounidense convenció al Consejo de que aprobara una gran operación de im posición de la paz liderada por Estados Unidos (UNITAF) dotada con nada menos que treinta mil soldados. Esto podría considerarse una «acción coercitiva» del Capítulo VII, que algunos expertos con sideraban necesaria en casos de caos y violencia interna. P or desgra cia, eso suponía que ahora se emitía una orden de em prender una acción militar contundente ju n to con las anteriores autorizaciones del Consejo para una operación de ayuda humanitaria, con todas las posibilidades de que ambas misiones se entremezclaran. Esta confusión se hallaba en la raíz del problema: ¿se trataba to davía de una tradicional operación de ayuda humanitaria de la O N U bajo las viejas reglas de la imparcialidad, o era ahora una coalición li derada por Estados Unidos para atacar a determinados enemigos (como, por ejemplo, Irak)? ¿O era una mezcla de ambas cosas? Q u i zá el Consejo de Seguridad pudiera haberlo clarificado si se hubiera reunido (sobre todo los cinco miem bros permanentes) con la Secre taría con la honrada intención de revisar la Carta y contrastarla con sus limitados recursos y fuerza de voluntad. Pero aquello no sucedió jamás, y el Consejo de Seguridad y sus más poderosos si guieron cada uno su propio rum bo. A unque había salvado las vidas de m uchos somalíes, en la primavera de 1993 la U N IT A F estaba volviéndose claramente im popular entre los políticos estadouniden ses, y la istración Clinton decidió devolver la misión a las N a ciones Unidas, si bien las misiones de pacificación e im posición de la paz estaban ya terriblem ente mezcladas, las diferentes fuerzas so bre el terreno perseguían objetivos distintos y la cadena de m ando
era confusa. El desastre de la O N U S O M II, com o ahora se llamaba, estaba a la vuelta de la esquina. Este se produjo en la noche del 3 de octubre de 1993, cuando fuerzas especiales estadounidenses bajo el Alto M ando de Estados Unidos (y, por tanto, con cuartel general en Florida) realizaron una incursión independiente y secreta, echada fatalmente a perder, con tra un señor de la guerra somalí, el general M uham m ad Farrah Aideed. Las dieciocho bajas estadounidenses de aquella batalla de M o gadiscio no eran muchas (ciertamente, nada comparado con la cifra de somalíes que m oría a diario de m alnutrición), pero la exposición reiterada en televisión de los soldados estadounidenses m uertos y arrastrados p or las calles de una ciudad sin ley era demasiado. La repugnancia pública en Estados Unidos obligó a una desafortunada istración C linton a retirar sus tropas al cabo de pocos meses, y la propia O N U S O M II fue cancelada en marzo de 1995, siendo un fracaso estrepitoso. N o solo no se había capacitado al pueblo de So malia para que avanzara hacia una situación de democracia, justicia y paz, lo cual era sin duda el m ayor fracaso, sino que el organismo m undial había sufrido un fuerte golpe en su reputación. Todas las misiones de pacificación habían pasado a ser sospechosas, lo cual, com o verem os, tuvo consecuencias devastadoras al año siguiente en R uanda. Además, las relaciones entre las Naciones Unidas y su m iem bro más poderoso cayeron a plom o hasta alcanzar una nueva cota más baja. Los congresistas furiosos afirmaban que nunca más colocarían a «jóvenes americanos» bajo el m ando de la O N U , y tra taron de poner en una situación embarazosa a su propio gobierno retirando los fondos del organismo mundial. W ashington no volvió a confiar nunca en Boutros-Ghali. Somalia estuvo mal, pero las líneas generales de la misión habían sido relativamente sencillas. Las operaciones de O N U S O M /U N ITAF habían mezclado misiones de pacificación y de coerción debi do a la ausencia de órdenes claras, y habían tenido que lidiar con el fenómeno, cada vez más habitual pero difícil de manejar, de un estado en pleno colapso. En el caso de las muchas operaciones y mandatos vinculados a la participación de la O N U en la antigua Yugoslavia, re sultó haber m ucha mayor complejidad. De hecho, es difícil que al
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guno de los grandes rompecabezas clásicos de la historia diplomática y militar (la guerra de Sucesión española, la cuestión de SchleswigHolstein o el «Gran Juego» de Asia)* se haya aproximado a la com plejidad de las rivalidades balcánicas de la década de 1990. Lo único que se acerca a ello en los quinientos años de historia internacional son, curiosamente, las luchas balcánicas y la denominada «cuestión orien tal» en las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial. El hábil estadista O tto von Bismarck maldijo a veces en voz alta el m odo en que aquellos «ladrones de ovejas balcánicos» (según su propia expre sión), criminales y enfrentados, amenazaban la paz de Europa. Quizá no le hubiera sorprendido demasiado lo que sucedió en 1991 tras la desintegración de Yugoslavia. Pero en esta ocasión posterior todos los demás estaban sorprendidos o sim plem ente atónitos ante el de sarrollo de unos acontecimientos increíbles. Las rivalidades étnicas y religiosas en aquella tierra se rem onta ban a los comienzos de la Edad Media; allí estaba la triple línea de fa lla entre el O ccidente católico, el m undo eslavo ortodoxo y los territorios fronterizos noroccidentales del Imperio otomano. Los odios se habían disimulado con la creación en 1919 del estado «eslavo m e ridional» de Yugoslavia, y se disfrazaron otra vez con la creación del régimen comunista federado de josip T ito a partir de 1945. Pero ya durante la Segunda Guerra M undial, se habían producido crueles actos que cogieron por sorpresa incluso a los invasores nazis. Si que daba algún lugar en Europa en el que fuera posible un genocidio, in cluso a finales del siglo xx, era seguramente este. La desintegración del Im perio soviético y las espectaculares transformaciones políticas y territoriales de otros lugares excitaron a los movimientos naciona listas del interior de Yugoslavia y ejercieron presiones insoportables sobre la federación; presiones que se vieron exacerbadas por la pre matura decisión de Alemania de reconocer a Eslovenia y Croacia como estados independientes. C on una unión dominada por los ser bios fragmentándose, las minorías y mayorías de musulmanes, croa *
«The G reat Game» es com o R u d y a rd K ipling d en o m in ó a la rivalidad en
tre el Im perio británico y la R usia zarista en la delim itación de las fronteras de Af ganistán a finales del siglo x ix . (N. del T.)
tas y serbios se alzaron en armas en todas partes y trataron de fijar las fronteras siguiendo líneas étnicas y expulsando al «otro», a menos que ese «otro» les expulsara antes a ellos. Ofrecer un relato paso a paso de todo lo que salió mal en los años posteriores a 1992, y que incluía lo que habría de convertirse en nada m enos que ocho misiones de pacificación (si contamos la última operación de Kosovo), supondría rebasar los límites de este capítulo. La senda hacia ese infierno particular estuvo asfaltada de buenas intenciones, y m uchos individuos valientes y de inteligencia sobresaliente dieron lo m ejor de sí mismos para contener la guerra y restablecer la paz. Pero, una y otra vez, los organismos bieninten cionados que trataban de intervenir (la propia O N U , la O T A N , la U nión Europea o la O SC E, la Organización para la Seguridad y Cooperación Europea) se detuvieron ante el hecho crudo de que la pacificación es imposible si hay poderosas fuerzas enojadas que pre fieren com batir a negociar. Hay cuatro aspectos de esta triste historia que m erecen especial atención: la falta de unidad entre las potencias principales; la confu sión de los mandatos; el vacío entre objetivos operativos y recursos asignados, y la interm itente pero poderosa función de la opinión pú blica y la política interior. Para las principales naciones europeas, so bre todo Gran Bretaña, Francia, Italia y Alemania, este asunto esta ba m ucho, m ucho más cerca de casa que cualquier otro de África central; y más cerca no solo en el evidente sentido geográfico y de rivado del m iedo a que el excedente de esta violencia y migración forzosa cruzara el Adriático y llegara a Europa central, sino también en el de que aquellas matanzas recíprocas contradecían de forma ra dical sus más queridas esperanzas de una Europa unida y armoniosa. Por tanto, tenía m ucho sentido que los europeos asumieran el lide razgo en cualquier medida de pacificación o similar. Así fue acepta do de inmediato por la istración saliente de Bush y la entran te de Clinton, esta última ya con bastantes problemas y q u e m uy pronto quedaría maltrecha por los acontecimientos de Somalia. Pero el problema era que ninguna de las fuerzas armadas euro peas, ni siquiera las sas o las británicas, disponían del poderío logistico y militar para desarrollar la misión (U N P R O F O R ) ante la
creciente contumacia y violencia locales. En 1994, Estados Unidos propugnaba con firmeza los bombardeos aéreos para frenar a los ser bios, pero los europeos se oponían amargamente a esta idea, porque eran sus tropas de pacificación, poco armadas, las que se encontra ban sobre el terreno, rodeadas por contendientes m uy bien armados y criminales, mientras que los estadounidenses se negaban categóri camente a enviar tropas. Finalmente, Rusia, cuyo gobierno luchaba contra sus propios problemas internos tras la desintegración de la U R SS pero se sentía com prom etido con su tradicional papel de protector de los intereses eslavos en los Balcanes, bloqueó unas resoluiciones y acciones que consideró demasiado sesgadas contra Ser bia. En las reuniones del Consejo de Seguridad, los per manentes raras veces coincidían respecto de este asunto. Al igual que con las operaciones del Congo y Somalia, en reite radas ocasiones se difuminaba la esencial diferencia entre pacifica ción e im posición de la paz. Quizá se deba a que la frontera entre ambas es por naturaleza m uy tenue y puede atravesarse con facilidad; al fin y al cabo, ambas opciones se presentan en el Capítulo VII de la Carta, pero en este caso la confusión mantuvo su cota máxima de for ma continua. A veces sencillamente no era posible m antener la im parcialidad y la posición «blanda» de una misión de pacificación, tra tar de m antener despejadas las rutas de abastecimiento, proteger a los refugiados y responder a todas las demás exigencias de los servicios de U N P R O F O R cuando los propios contingentes de la O N U se veían atacados seriamente. Por tanto, el lenguaje de las resoluciones del Consejo de Seguridad fue endureciéndose cada vez más a m edi da que las atrocidades se increm entaban, e iban haciendo referencia cada vez más clara a la coerción del Capítulo VII; pero esos desig nios no iban acompañados del necesario reforzamiento de las tropas. Los estados quedaron profunda y amargamente divididos entre los partidarios de una política blanda y los de otra dura. Además, el integrante más importante de la O N U , Estados Unidos, escarmen tado por los acontecimientos de Somalia y no m uy feliz de implicarse en los Balcanes (aunque recibiera cada vez más presiones del interior y del exterior para actuar), consideraba con m ucha cautela la idea de situar soldados estadounidenses bajo cualquier tipo de control in-
temacional, y por tanto en 1998 insistió en que las medidas contra los serbios que incluyeran a tropas estadounidenses fueran dirigidas por la O T A N , donde, por supuesto, predominaba su influencia. Pero la au toridad para ordenar ataques de represalia (por lo general, contra los bombardeos serbios) comportaba un sistema denominado de «doble llave» que exigía el acuerdo del representante especial del secretario general y de los comandantes de la O T A N . «Subcontratar» con una organización regional no desobedecía la Carta (se preveía en el Capí tulo VIII), pero en este caso suponía sin duda una afirmación sobre la debilidad militar de la propia organización mundial. A veces, el oportunism o de los mandatos funcionaba bien. A la U N P R O F O R tam bién se le encargó patrullar la frontera de M ace donia con Serbia para im pedir ataques de ambos bandos; este fue quizá el prim er despliegue de fuerzas de pacificación com o medida preventiva o disuasoria, cosa que B outros-Ghali sugería en «Un p ro grama de paz». Curiosam ente, este sí com prendía fuerzas estadou nidenses, y pudo haber contribuido a m antener la estabilidad de un m odo singular, puesto que la m uerte de cualquier soldado esta dounidense en esta misión macedonia (posteriormente, denominada U N P R E D E P ) podría haber provocado perfectam ente violentos bombardeos, com o los que finalmente se produjeron en tom o a Sa rajevo. Años después, en 1999, una resolución del Consejo de Se guridad colocó la provincia meridional serbia de Kosovo, dominada por los albaneses bajo la istración de la O N U , con el fin de que esta impusiera la paz y reconstruyera el país. Pero, en realidad, la misión (UNM IK) compartía esa labor con las fuerzas de la O SC E y de la O T A N (la K F O R ), que incluían tropas rusas. La coalición de los m ejor dispuestos había vuelto a aparecer en escena, y nadie se quejaba de ello. Lo que funciona, funciona. Pero las lecciones aprendidas habían sido amargas y los costes, m uy elevados. La brecha entre el contundente lenguaje de determ i nados mandatos de la O N U y la debilidad de las fuerzas de pacifica ción reales sobre el terreno era flagrante; y las fuerzas serbobosnias y, si bien de forma menos sistemática, tam bién las croatas y las musul manas lo reconocían y lo explotaban. La m ayor parte de las prim e ras resoluciones del Consejo de Seguridad apelaban a las partes para
FL k C j O - oiblioíeca M A N T E N E R LA PA Z Y D E C L A R A R LA G U ER R A
que interrum pieran los combates y cooperaran. Cuando quedó cla ro que no se iba a tom ar esa senda, las resoluciones posteriores in crem entaron con prudencia la presencia de la O N U sobre el terre no, pero los contingentes eran reducidos y su capacidad para actuar, salvo en defensa propia, m uy limitada. N o debe extrañamos que los gobiernos que aportaron tropas temieran que sus contingentes estu vieran destinados a ser rehenes. Reiteradam ente, el secretario gene ral se mostraba contrario a que las resoluciones fueran más atrevidas, no porque parecieran malas en sí mismas, sino porque era plena mente consciente de que las aportaciones para hacer efectivos dichos planes no llegarían. El ejemplo más egregio de esta negativa a hacer frente a la realidad llegó con la aprobación de la R esolución 836 del Consejo de Seguridad, que exigía la im posición de «áreas protegi das» (U N PA ), creadas anteriorm ente en Bosnia pero amenazadas por todos los bandos. Garantizar el «respeto pleno» a la inviolabili dad de dichas zonas exigiría una cifra adicional de 34.000 soldados, informaba la Secretaría. Y lo que era aún peor, ninguno de los pro pios copatrocinadores de la R esolución 836 aportaría soldados adi cionales. Para tranquilizar las conciencias, el secretario general seña laba tam bién que existía una «opción suave» de 7.600 soldados, cifra que él consideraba más realista dadas las reticencias de los estados . N o obstante, no era en absoluto realista suponer que unas cuan tas unidades adicionales con arm am ento ligero disuadirían a los ren corosos serbobosnios de realizar una limpieza étnica. Cuando estos bombardearon las afueras de Sarajevo en mayo de 1994 y la U N P R O F O R solicitó los bom bardeos aéreos de la O T A N , la reacción contra la O N U fue violenta y humillante; sus pacificadores fueron tomados com o rehenes, maniatados y situados com o escudos hum a nos cerca de los posibles objetivos aéreos. Solo un par de meses más tarde, los serbobosnios invadieron la zona «segura» de Srebrenica y asesinaron a miles de musulmanes en su interior mientras los pacifi cadores no podían hacer nada. Después, finalmente, la paciencia se agotó. Se desplazó a la región una Fuerza de Reacción Rápida (R R F) de Gran Bretaña, Francia y los Países Bajos, compuesta por batallo nes móviles y equipada con arm am ento pesado. Los bombardeos aé-
reos de la O T A N se intensificaron para expulsar a los serbobosnios de las zonas seguras y obligarlos a aceptar los Acuerdos de Paz de Dayton. C uando Croacia inició el m ismo tipo de limpieza étnica de serbios en sus zonas seguras, los mandatos del Consejo de Seguridad fueron firmes, y las unidades de im posición de la paz, integradas por cinco mil soldados (O N U R C ), fueron al mismo tiem po com peten tes y considerables. Finalmente, el escándalo de la matanza de Srebrenica desembocó en la sustitución de la caída en desgracia de la U N P R O F O R por una enorm e misión coercitiva liderada por la O T A N y compuesta por cincuenta mil soldados, con participación estadou nidense sustancial y nutridas unidades rusas. Hasta los serbobosnios com prendieron que tenía poco sentido hacer frente a la sobrecogedora fuerza de estabilización (IFO R ), y por fin se dio cierto respiro a una tierra maltrecha, dividida brutal y cruelm ente siguiendo crite rios étnicos. El último elem ento de esta dolorosa historia fue el de la opinión pública, cuyos vientos y corrientes azotaron el barco de la O N U por todos sus costados. Las pasiones y temores en el interior de las dife rentes zonas de la antigua Yugoslavia fueron máximas; a los líderes locales que sugerían negociar y trabajar con el organismo mundial se les consideraba traidores. Los diversos enviados especiales del secre tario general descubrieron que los pactos y acuerdos se violaban al cabo de pocas semanas y que no valían nada si parecía que habían cedido demasiado. La opinión pública europea sentía tanto angustia por que sus fuerzas se vieran arrastradas a un baño de sangre como vergüenza por que todavía pudieran estar produciéndose semejantes atrocidades en su continente; m uchos estados habían considerado que el fin de la guerra fría era la señal para recortar drásticamente los gastos de defensa y disponían de pocos soldados entrenados y de ningún medio para enviarlos y mantenerlos. U n clamor de voces fa vorables a Serbia y de silencios en el seno del ejército ruso dificultó enormem ente la cooperación de Moscú con O ccidente respecto a Bosnia. Y la opinión pública estadounidense fue quizá la más cam biante de todas. Despreciando la debilidad europea y la mala gestión de los acontecimientos en 1993, y retrocediendo ante las bajas entre sus propios soldados en Somalia (y, quizá más rem otam ente, en
Vietnam), recelaba de adquirir cualquier com prom iso sobre el te rreno; pero los genocidas de Srebrenica y otros lugares hicieron exi gir que el gobierno estadounidense se implicara. Aquel no fue un capítulo agradable de la vida de ninguno de los agentes que partici paron. La crisis de R uanda de 1992-1995 tenía unas raíces históricas más sencillas, pero la cifra de bajas humanas fue quince o veinte ve ces superior a la de todas las matanzas de los Balcanes; de hecho, al canzó unas proporciones genocidas desconocidas desde los tiempos de Camboya. Los ingredientes de la principal lucha interna de R uanda eran conocidos: un sistema de gobierno que había sido dis torsionado por los es coloniales belgas, que siempre habían favorecido a la m inoría tutsi frente a la mayoría hutu, del 85 por ciento; el cambio de tornas tras la imprevista y desamparada in dependencia de 1961, y las tres décadas de aniquilación de tutsis a manos de los hutu, muchos de los cuales huyeron a la vecina U ganda, desde donde lanzaron ataques guerrilleros que servían de pretex to para una mayor discriminación contra ellos en el interior de R u a n da. Súmese a esto una economía arruinada y la población que crece con mayor rapidez del m undo, en que centenares de miles de jó v e nes desempleados se agrupaban para formar bandas étnicas. Las ar mas cortas eran abundantes y, a falta de carabinas, había machetes. En agosto de 1993, las tres grandes potencias occidentales y la O r ganización para la U nidad Africana presionaron a cada uno de los bandos para que firmaran el acuerdo de Arushi, que apelaba con op timismo a com partir el poder, celebrar unas elecciones libres y cons tituir un ejército unitario, todo ello supervisado por una misión de apoyo de la O N U (U N A M ÍR ). Aquello ya no era una política pa siva de m antenim iento de la paz, sino la auténtica construcción ac tiva, progresista y democrática de una nación, aunque los planes ori ginales reconocieran que habría que incorporar algunos elementos coercitivos del Capítulo VII con el fin de neutralizar las bandas ar madas y proteger a los civiles. Entonces el proyecto se desm oronó espectacularmente, no en la capital ruanesa, Kigali, sino a 1.800 kilómetros al nordeste, en M ogadiscio. El voto favorable de la O N U autorizando la U N A M IR se
produjo com o estaba previsto, antes de que lo hiciera el Consejo de Seguridad, el 5 de octubre, lo cual resultó suceder dos días después de que el ataque estadounidense contra Aideed hubiera salido terri blem ente mal. C onfundido y bajo tremendas críticas internas por el fracaso, el gobierno estadounidense bloqueó un mandato más tajan te a favor de la operación ruanesa y trató de reducir al m ínim o la en vergadura de las tropas; en u n mismo escenario el D epartam ento de Estado proponía tan solo cien soldados de pacificación, mientras que los funcionarios de la O N U sobre el terreno pedían ocho mil. C uando se alcanzó el com promiso total de dos mil quinientos, re sultó difícil conseguir las aportaciones de los estados , la m ayoría de los cuales no sabían cuál era la diferencia entre hutus y tutsis y, en cualquier caso, todavía se tam baleaban a causa de la «fatiga del donante», por haber abastecido misiones importantes en Somalia, Cam boya y la antigua Yugoslavia. Las unidades internacio nales llegaron a R uanda gota a gota, escasamente armadas, mal fi nanciadas y con un mandato únicam ente a fuerza de observación. C o n el am biente todavía caldeado en N ueva York, W ashington y Ginebra acerca de si la O N U había fracasado en Somalia por haber se inm iscuido demasiado, la insistencia en la neutralidad es com prensible, al m enos durante las prinieras etapas de esta catástrofe en ciernes. Pero la poca disposición a actuar se vio claramente afectada por la política interior y resultó ser la peor decisión que tomara ja más las Naciones Unidas. Es difícil escribir sobre las matanzas producidas sin sentir dolor, ira ni culpa. U na campaña de exterm inio de cien días llevada a cabo por los hutus, desencadenada por el accidente del avión (al que dis pararon) en que viajaban los presidentes de R uanda y B urundi el 4 de abril de 1994, desembocó en el asesinato de unas ochocientas mil almas; cuerpos de tutsis arrojados a los ríos flotaban corriente abajo en fardos inmensos y lentos, am ontonados com o troncos que fueran a la deriva hacia los aserraderos. Las milicias hutus tam bién atacaron al odiado contingente de soldados belgas de U N A M IR , que rápida m ente abandonó el país. Las milicias avanzaron después hacia los ba rracones de la O N U para exterm inar a los refugiados tutsis, enva lentonados, según se dijo, por la retirada estadounidense de Somalia,
a la que consideraban una prueba de que O ccidente no podía so portar bajas entre sus soldados. El papel de la O N U (con lo cual se hace referencia deliberadamente a la función del Consejo de Segu ridad, puesto que no tiene sentido acusar al organismo en su con junto cuando solo el Consejo tenía poder para actuar) fue vergon zoso y desgraciado. Las tropas internacionales de observación bajo el mando del general canadiense R o m éo Dallaire, que había advertido reiteradamente de que se aproximaba el exterm inio y suplicó en vano que le enviaran más hom bres y u n m andato para actuar, que daron tan impresionadas por las matanzas que muchos de ellos con tinúan sufriendo pesadillas hoy día, más de una década después. Pero los daños que sufrieron ellos fueron solo psicológicos, mientras que las pérdidas de los ruandeses fueron absolutas. La confusión y la falta de determ inación se prolongaron. M ien tras los estados se quejaban de que el Consejo de Seguri dad prefería dedicar recursos a las crisis del N orte, com o la de la an tigua Yugoslavia, y de que hacían caso omiso de calamidades del Sur mucho más graves, y mientras la Secretaría de la O N U suplicaba que se cambiara la política, el Consejo acordó m uy lentamente (y el gobierno estadounidense con m ucha renuencia) enviar un contin gente mayor, la U N A M IR II, pero no entró en acción hasta media dos de julio, cuando las principales matanzas ya habían cesado. Poco después, una Francia frustrada había recibido autorización para en viar tropas con el fin de establecer una zona de protección hum ani taria y, por supuesto, supervisar sus propios intereses políticos en una región del m undo que consideraba de especial interés. Pero en aquel m om ento los ejércitos tutsis reagrupados, que siempre desconfiaron de los argumentos ses, se habían organizado y se habían lanza do a la venganza contra los hutus de la denom inada «zona de protec ción». C uando más de un millón de hutus cruzaron huyendo la fron tera con Zaire, el conflicto social se trasladó allí y desestabilizó aquel otro estado más grande, lo cual desembocó en el desmoronamiento del gobierno de M obutu y, por tanto, en nuevas crisis de refugiados en masa. La m alnutrición, la falta de agua salubre y la propagación de enfermedades se sumaron a la catástrofe. A unque la U N A M IR II fue retirada de R uanda a finales de 1995, cuando los tutsis volvieron de
nuevo al poder y reivindicaron ser el gobierno legítimo, solo trans currirían unos pocos años antes de que el Consejo de Seguridad se sintiera obligado a autorizar una nueva operación de paz... para el Congo. Aparte de unos cuantos valientes oficiales y soldados de la O N U com o el general Dallaire, resulta difícil vislumbrar que de esta terrible tragedia ruandesa surgiera alguien con credibilidad. Aquel fue el m om ento más bajo de la historia de la O N U , y las acusaciones mutuas por una parte, la búsqueda de reformas prácticas por otra, y las voces que pedían la remodelación total de la organiza ción en su conjunto acabaron convirtiéndose en una algarabía. No era una crisis en un único plano, sino prácticamente en todos los ám bitos y al mismo tiempo. La causa fundamental era evidente: senci llamente, había demasiado caos en el m undo y se pedía demasiado a las Naciones Unidas. C om o señalaba el informe de la Universidad de Yale y la Fundación Ford de 1995 sobre la organización mundial, «de los casi cien conflictos armados acaecidos en el m undo desde 1989, todos menos cinco eran, o son, internos». Es dudoso que los recursos de la Gran Alianza de Churchill, R oosevelt y Stalin hubieran sobre llevado 1a situación, aun cuando sus líderes pudieran haber itido estas circunstancias completamente nuevas. Pero los congresistas re publicanos furiosos, las organizaciones de derechos humanos im pre sionadas y los gobiernos africanos enfadados no estaban de hum or para este tipo de comparaciones y razonamientos. Además, por m u cho que se apuntaran los éxitos cosechados por el organismo m un dial, tanto en la pacificación com o en otros ámbitos, las críticas no se acallaban. N o debe extrañarnos que, cuando las Naciones Unidas se reunieron para celebrar su cincuenta aniversario en San Francisco, en junio de 1995, los ánimos estuvieran un tanto apagados. ¿Cóm o podríamos enum erar por orden de importancia la lista de los puntos débiles que quedaron al descubierto? Para empezar, las Naciones Unidas estaban al borde de la crisis financiera, atrapadas en tre la presión doble de elevar los costes de funcionam iento y la mala disposición o la incapacidad de los principales estados, com o Rusia, Japón y Estados Unidos, de pagar sus cuotas a tiempo. Los países en vías de desarrollo se quejaban con razón de que, cuantos más fondos se dedicaban a la prevención de conflictos y a la ayuda humanitaria,
menos quedaba para inversiones en educación e infraestructuras en los países más pobres y alejados de los conflictos. Los derechistas querían reducir la organización, eliminar la burocracia y recortar drásticamente los presupuestos, tanto los ordinarios com o los de pa cificación. N o estaban de ánimo para ser generosos. ¿Qué sentido tenía que la Secretaría instara a em prender operaciones amplias y de cisivas y que el Consejo de Seguridad lo aceptara cuando ambos sa bían que los estados miem bros no iban a pagar? Gestionar la crisis de liquidez llevó al límite las operaciones de pacificación e imposición de la paz; su núm ero se había triplicado en unos pocos años, y en lugar de las anteriores fuerzas de observación de la O N U de entre uno y cinco millares de hombres, algunas ope raciones nuevas sumaban un total de veinte mil o incluso cincuenta mil soldados. Y lo que era aún más importante: en algunas misiones la cualificación de los soldados de paz disminuía a medida que se iban desarrollando y que estados miem bros relativamente recientes recibían presiones para aportar tam bién tropas. U na cosa era intro ducir un batallón de comandos de la armada británica en un país devastado por bandas juveniles y ver cóm o disminuía la violencia cuando llegaban allí los tipos duros. Pero plantearse que unidades mal equipadas y apenas entrenadas de muchas naciones nuevas actuaran bajo presión lejos de su tierra era suponer demasiado; algunos de sus gobiernos habían aportado soldados sim plemente para que pudie ran conseguir m oneda extranjera (puesto que se rem uneraba a los gobiernos por cada soldado con las mismas y elevadas dietas occi dentales). La falta de especialización, la falta de coordinación y la fal ta de los conocim ientos más elementales para el com bate dism i nuían la capacidad de llevar a cabo una misión de la O N U . C on demasiada frecuencia, una unidad de voluntarios no tenía m odo al guno de acceder a la misión a menos que fuera aerotransportada por un resentido Estados Unidos, que había jurado no implicarse direc tam ente y en ocasiones exigía compensaciones. En demasiadas de ellas se llegaba tarde, com o en R uanda, y se descubría que las m a tanzas habían term inado. Los errores sobre el terreno frustraban así a un D epartam ento de M antenim iento de la Paz absolutamente des bordado.
Por encima de todo, estaba la falta de claridad en los mandatos de muchas misiones. La culpa recalaba aquí, sin duda, a las puertas del Consejo de Seguridad. C om o vimos en el capítulo anterior, m u chas de sus autorizaciones y resoluciones habían sido demasiado va gas, demasiado restrictivas o demasiado impetuosas. Pero es preciso entender este hecho bajo las apremiantes y confusas circunstancias de la época. Los informes remitidos desde el terreno eran poco cla ros o contradictorios. Los del Consejo que propugnaban acciones más contundentes recibían en privado advertencias de los demás indicándoles que la propuesta no recabaría la mayoría o sería vetada; de m odo que retiraban su propuesta. Los acontecimientos de una misión anterior y com pletam ente diferente repercutían en la si guiente, com o sucedió con el trágico im pacto de Somalia en la cri sis de R uanda. Difícilm ente puede sorprendem os, pues, que la Secretaría se en contrara en la línea de fuego de todos los bandos. Algunas voces acusaban al secretario general de ser demasiado débil y de no hacer frente a los cinco permanentes, com o se decía que H am marskjöld había hecho. Las naciones en vías de desarrollo decían que la Oficina del Secretario General estaba demasiado obsesionada con la pacificación, hasta el punto de desatender las muchas funciones so ciales y económicas de la O N U . Los conservadores de Estados U n i dos acusaban al organismo mundial de arrogarse demasiado poder y de amenazar la soberanía de los estados . La propuesta de Brian Urquhart según la cual valía la pena pensar en alguna m odalidad de ejército perm anente de la O N U entrenado, coordinado y localiza do en bases escogidas para responder a un nuevo m andato del C on sejo de Seguridad, fue acallada a voces com o si se tratara de otra in sidiosa tentativa por parte del organismo mundial de convertirse en un estado soberano. Claram ente, aquellos críticos ignoraban la idea original de que hubiera bases de la O N U , pero la ignorancia estaba m uy extendida en aquella época. C om o consecuencia de ello, la propia Oficina del Secretario General se volvió más pesimista y m e nos capaz de proponer mejoras importantes. Su labor, decían los crí ticos, era reorganizar y reducir aún más un personal con la moral abatida, no inventar nuevas tareas ni proponer nuevos planes. Pero
¿de qué iba a servir ese consejo negativo en la cada vez más deterio rada situación de la zona oriental del C ongo o de Sierra Leona?7 N o era el fin del m undo, pero sí una época de una acusada ten sión para el saliente Boutros B outros-Ghali y el entrante Kofi Annan. La dificultad de tratar de conducir a la O N U hacia una salida que sirviera auténticam ente de ayuda para las naciones en apuros, al tiem po que respondiera a la m erm a de la fe y la buena voluntad de los países donantes, se mezclaba con las convulsiones de la propia política interior estadounidense durante los últimos años de la i nistración C linton. T odo esto convertía en absolutamente im perio sa la necesidad de tomarse un «respiro». Algunas de las operaciones de pacificación e im posición de la paz de m ayor envergadura llega ron a su fin de forma natural o fueron reduciéndose con brusquedad por necesidad política; a finales del siglo, Somalia, Camboya y R uanda ya no eran misiones de la O N U . En consecuencia, las cifras de soldados internacionales autorizados disminuyeron. Las reformas internas del secretario general (por ejemplo, poner en práctica m é todos contables mejores, reducir el personal, evitar los solapamientos), ju n to con una reducción acordada de la contribución estadou nidense, fueron liberando poco a poco los fondos retenidos por el Congreso estadounidense. La crisis de la antigua Yugoslavia conti nuó produciendo angustia y esfuerzos constantes, pero vista en su conjunto, la «sobrecarga» de pacificación de mediados de la década de 1990 se había reducido m ucho. Además, había cada vez más mejoras en el plano práctico. La as fixia por razones políticas de la idea de que hubiera un ejército de la O N U no consiguió que los mandos militares de muchos estados «dispuestos a ello» dejaran de m ejorar el entrenam iento de las capa cidades especializadas en la pacificación y la Construcción de la paz, anticipándose a futuras demandas de ayuda por parte del secretario general. Al Departam ento de M antenim iento de la Paz se le asigna ron muchos recursos, más personal y disfrutó de más respeto. Los an teriores fracasos, y los éxitos, de las misiones de paz se analizaron mi nuciosamente y contribuyeron a implantar nuevas reglas básicas. La estandarización de los recursos inilitares m ejoró a ritm o acelerado: el armamento, las comunicaciones, el lenguaje y las cadenas de mando.
Tam bién se produjo un acusado increm ento de lo que solo po demos denom inar «niveles de apreciación» en relación con las nue vas peticiones de ayuda internacional. Nadie necesitaba recordar que las resoluciones demasiado tímidas condujeron al desastre (Ruanda) y que las autorizaciones demasiado atrevidas eran peligro sas (Mogadiscio). Q ue era preciso hallar el justo punto m edio segui ría siendo más fácil de decir que de hacer. Pero por entonces se ha bía acumulado m ucha experiencia y se habían aprendido lecciones muy desagradables, lo cual también era oportuno porque, por des gracia, antes de que terminara la década de 1990 llegó a la mesa del Consejo de Seguridad una nueva remesa de crisis de origen interna cional: T im or Oriental, C ongo, Sierra Leona, Etiopía/Eritrea y (de nuevo) Kosovo encabezaban ahora la agenda. U na vez más, todos aquellos eran el tipo de conflicto en el que no se había pensado en 1944-1945; todos parecían niños expósitos abandonados ante las puertas de la O N U en m itad de la noche. Pero en esta ocasión la respuesta fue más ponderada y prom etedora, pese a los anteriores desastres y la incapacidad todavía habitual para com prender la gra vedad de los conflictos que estaban iniciándose. El hospicio se utili zaba más para su peijuicio. Pensemos, por ejemplo, en la aparición de un tipo de misión que combina el rostro «duro» de las operaciones de imposición de la paz del Capítulo VII con los elementos «blandos» de m ediación y reconstrucción del estado que podem os encontrar en algunas partes de los capítulos VI y IX a XII de la Carta. Los mejores ejemplos han aparecido recientem ente en T im or Oriental y Sierra Leona. Ambos fueron en un principio catástrofes de prim er orden, un poco com o la del C ongo; perdieron la vida infinidad de inocentes y la com uni dad mundial tardó m ucho en actuar. Pero ambos países recibieron finalmente recursos, militares y civiles, para m itigar las discordias, preservar el alto el fuego y restablecer el tejido social; en consonan cia con el Inform e Brahim i de 2000, que demandaba acciones más firmes si uno de los bandos en disputa estaba claramente involucra do en una mala conducta. Las medidas de seguridad tenían que lle gar prim ero (como queda patente, con posterioridad, tanto en Irak como en Afganistán), antes que los avances civiles. U nicam ente p o
niendo fin con contundencia al pillaje, el tribalismo y la limpieza étnica podía darse paso a los esfuerzos para crear, o recrear, una for ma de vida norm al y democrática. Seguramente, esto es indiscuti ble. Lo que era diferente, y m ejor, era una creciente disposición a tolerar los diferentes enfoques para alcanzar aquellos objetivos cen trales. Así, en Sierra Leona, el gobierno británico envió finalmente co mandos de la M arina R eal británica para detener los saqueos, poner freno a los criminales que amputaban y expulsarlos; en T im or Oriental, los soldados australianos im pusieron la paz y prote gieron las elecciones celebradas posteriorm ente. Las acciones decisi vas contra las atrocidades funcionaban siempre que hubiera estados miem bros com petentes dispuestos a hacerles frente. Esto apenas era un asunto por el que felicitarse. La anterior vista gorda de la O N U ante los estropicios de Indonesia en T im or Oriental y las vacilacio nes de m uchos años a la hora de enfrentarse a los matones de Foday Sankoh en Sierra Leona y de Charles Taylor en Liberia, demostra ban que la organización mundial todavía respondía con demasiada lentitud a las grandes violaciones de los derechos hum anos y que te nía cierta tendencia a buscar un acuerdo con líderes decididos a no ceder poder. Era por tanto probable que el sistema de seguridad cen tral de la O N U , debilitado de forma deliberada p or sus gestores, fue ra menos efectivo que un puñado de estados-nación sólidos a la hora de poner freno a las violaciones de los derechos humanos. A ju icio de algunos críticos, la introducción de tropas británicas en Sierra Leona y de soldados australianos en T im or O riental pare cían operaciones coloniales, pero lo cierto era que no se disponía de ninguna otra fuerza efectiva. Las primeras fuerzas de pacificación de Africa occidental en Liberia (E C O M O G ) estaban mal pagadas, mal alimentadas y no estaban dispuestas a com batir a los sangrientos rebeldes; las unidades de países africanos enviadas a Sierra Leona en 1999 (UNAMSIL) fueron humilladas y en ocasiones tomadas com o rehenes hasta que llegaron los marines británicos. Además, tam bién era m uy probable que un país destacado, al haberse com prom etido desde el principio en el quehacer militar, com o Australia en T im or Oriental, colaborara m ucho tras el conflicto en la reconstrucción, en
la celebración de elecciones y en el apaciguamiento de los miedos de u n pueblo asolado por la guerra, com o si tratara de demostrarse a sí mismo y al m undo que sus operaciones militares no eran en vano. Además, aunque no dispusieran del poderío militar de una p o tencia grande y bien equipada, u n núm ero cada vez m ayor de esta dos colaboradores daban un paso adelante para ofrecer ayuda en re giones maltrechas, en forma de pequeñas guarniciones, unidades de policía o equipos de supervisión electoral, todo lo cual se acercaba más a las deseadas normas internacionales. P or tanto, de los cuaren ta y siete mil m iem bros del «personal m ilitar y policía civil» que ser vían en las quince operaciones de pacificación de la O N U en sep tiembre de 2001, la lista de estados colaboradores ascendía a la asombrosa cifra de ochenta y ocho. C om o hemos subrayado ante riorm ente, muchas de estas unidades eran m uy reducidas en inte grantes y, obviam ente, no podían contribuir a im poner la paz. Pero si recordamos el reducido puñado de estados pacificadores con ca pacidad y dispuestos a intervenir hace un cuarto de siglo o m edio si glo, aquello representaba ciertam ente un cambio. C on todo, cuando las Naciones Unidas ingresaron en el siglo xxi, ni siquiera sus defensores más apasionados podían afirmar que su ac tuación en los ámbitos de la pacificación y la coerción desde 1945 conformara una gran trayectoria de éxitos. Los errores mayúsculos no solo habían acompañado a los muchos logros de la O N U , sino que los ensombrecían. T endrá que pasar m ucho tiem po, y habrán de cosecharse m uchos más éxitos en el futuro en las labores de pacifi cación de este organismo mundial, para que las catástrofes de Bosnia y R uanda se sitúen en una perspectiva que reconozca el potencial y los éxitos de la O N U , además de sus limitaciones. Quizá este reconoci m iento se esté aproximando: un inform e m uy reciente del H um an Security C entre, con sede en Canadá, afirma que los conflictos ar mados están dism inuyendo, que los genocidios y las violaciones de los derechos humanos están decayendo, y que las muertes en el cam po de batalla decrecen con rapidez; y atribuye estos notables avances a los esfuerzos de la O N U en los últimos años en la prevención y en la construcción de la paz.8 Sería grato pensar que esta afirmación es cierta y que se m antendrá la tendencia hasta que un día lleguen la
paz y la estabilidad a toda África y O riente Próxim o. En opinión de este autor, la historia de sesenta años de pacificación de la O N U apunta a una conclusión más ponderada: que aunque hubo m uchos éxitos (a m enudo no debidam ente reconocidos), muchas operacio nes internacionales solían fracasar a causa de las pesadas cargas depo sitadas a lomos del camello. Sobre todo, podem os concluir que la práctica de anunciar (mediante una resolución del Consejo de Segu ridad) una nueva misión de pacificación sin garantizar que se dis pondrá de las suficientes fuerzas armadas, ha demostrado ser a m e nudo la receta para la humillación y el desastre. Si las principales potencias son capaces de aprender esa lección, habremos obtenido un beneficio inmenso. Sin embargo, el amplio espectro de formas en que se han resuel to los conflictos tam bién nos distancia del impacto de este relato. A veces ha sido la diplomacia, com o en el proceso de paz de América Central o en los acuerdos respecto a Namibia a principios de la dé cada de 1990. En ocasiones se ha visto implicada una prolongada misión de intervención de la O N U , com o en Chipre, cuyo resulta do está pendiente. Otras veces se ha solicitado un despliegue masivo de fuerzas bajo el m ando del Consejo de Seguridad, com o en el Congo. Otras veces ha supuesto que las labores de im posición de la paz sean encargadas a otros organismos, com o sucedió con la IF O R en los Balcanes y con la operación de la O T A N en Afganistán. N o existe un único m odelo que se ajuste a todos los casos, y, visto re trospectivamente, podem os concluir que el Consejo de Seguridad debería haber percibido este hecho m ucho antes para poder haber tenido así más oportunidades de ser m ucho más claro en sus m anda tos a la hora de autorizar las muchas y diversas misiones.9 N o obstante, lo que esto conlleva es el debilitamiento de la su posición de los más fervientes defensores de la O N U según la cual debería haber, y habría finalmente, una pauta básica para la pacifica ción y la coerción internacionales. El hecho de que la O T A N ac tuara en Afganistán (por prudente que fuera en términos militares) significó una m erm a para la autoridad del organismo mundial. Per mitir que Gran Bretaña se trasladara unilateralmente a Sierra Leona para aplastar a las bandas de matones, o contem plar cóm o Francia
hace en gran medida lo mismo en Costa de Marfil, dejaba a la O N U más al margen. El fin de las matanzas en Sierra Leona era, claro está, deseable, pero se produjo a costa de un m ayor declive de la posición de la organización mundial o, dicho de otro m odo, ilustrando aún más su debilidad en este terreno. Esa misma conclusión sobre la ineficacia del organismo m un dial podría extraerse de la decisión del gobierno estadounidense de entrar en guerra con Irak en 2002-2003 y su negativa a regresar al Consejo de Seguridad en busca de la aprobación específica de una acción militar. Los políticos, los historiadores y los especialistas en temas jurídicos debatirán durante m ucho tiem po sobre la pruden cia y la validez de esta guerra. A unque algunos consideran que la acción del presidente George Bush es ilegal, otros señalan que el desprecio por parte del brutal régim en de Saddam Hussein de die cisiete resoluciones consecutivas del C onsejo de Seguridad supone una aplastante justificación de la intervención. Pero el hecho cierto era que la opinión y la organización internacionales no pudieron im pedir que una gran potencia, en realidad la nación más podero sa de todas, em prendiera una acción unilateral; por consiguiente, esa potencia podía hacer cosas que otras naciones m enos p o d ero sas no podían hacer, lo cual era una confirm ación adicional de que no todos los m iem bros eran iguales... ¡como si lo hubieran sido al guna vez! Las N aciones Unidas nunca gozarán de una posición desde la que puedan im pedir que una determ inada gran potencia desate una guerra; es decir, no sin la firme probabilidad de que haya otra gran guerra. Lo que todo esto nos indica es que las sendas de que dispone la com unidad mundial para resolver conflictos y garantizar la paz no han sido nunca, ni serán, uniformes, aunque hayan sido muchas y m uy flexibles. N o es necesario ser ningún genio para darse cuenta de que las presiones demográficas, socioeconómicas y religiosas ejerci das sobre la estabilidad interna e internacional están reforzándose en toda África, O riente Próxim o, Asía central y Extrem o O riente. Los siguientes objetos de atención del Consejo de Seguridad ya están previstos. Pero el m odo en que las Naciones Unidas responderán a las futuras peticiones de pacificación e im posición de la paz depen
derá de las circunstancias políticas y geográficas de cada crisis con creta, de si la opinión pública está dispuesta a soportar las cargas y las bajas que los desafíos de la pacificación internacional pueden exigir, y, sobre todo, de sí las grandes potencias aprobarán la operación e incluso si desempeñarán ellas mismas algún papel en ella.
Los programas económicos, el N orte y el Sur
Para «promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad», y, para esos fines, «emplear un m ecanism o'internacional para ... el progreso económ ico y social de todos los pueblos», el organismo de las Naciones Unidas «promoverá niveles de vida más elevados, trabajo permanente para todos, y condi ciones de progreso y desarrollo económ ico y social». Estas son, re cordemos, las audaces y decididas palabras del Preámbulo y del artícu lo 55 de la Carta de las Naciones Unidas. Sesenta años después, la hum anidad está m uy lejos de alcanzar esos objetivos, y la opinión m ayoritaria tanto en el N o rte com o en el Sur, en la izquierda y en la derecha, probablem ente sea que los logros de la organización m undial en este aspecto son pobres. M u chos em plearían térm inos más crudos, según los cuales los conser vadores considerarían que la pretensión de disponer de una orga nización m undial encargada de la búsqueda de niveles de vida más altos es un fraude y una quim era, y los liberales sentirían que esta nunca ha contado con los suficientes recursos, poder y com prom i so político para llegar a concretarlos. Los fracasos en este terreno son por tanto sustanciales, y aunque la econom ía m undial ha cre cido de un m odo im presionante desde 1945, hasta el m ejor amigo de las N aciones Unidas sería incapaz de afirmar que esta (desigual) extensión de la prosperidad puede atribuirse a sus acciones y plan team ientos. D icho todo esto, podríam os incurrir en el error simi lar de dar por perdidas las políticas económicas del organismo m u n dial calificándolas de fracaso absoluto y, lo que sería quizá un error
mayor, despreciar la oportunidad de com prender qué funcionó bien y qué no. D ebería tenerse en cuenta que los «programas» económicos a los que se refiere el título de este capítulo dependen de los otros dos elementos manifestados de la finalidad principal de la Carta de la O N U : la seguridad internacional y las garantías de paz analizadas an teriorm ente, y los programas sociales y culturales que se exponen en el próxim o capítulo. Es fácil apreciar la relación entre penuria económica y violencia política a la que a m enudo se referían los diseñadores de la O N U . Aunque el fascismo y el comunismo presentaban atractivos psicoló gicos poderosos, ambos habían brotado en el semillero de la desespe ranza económica: el desempleo, la malnutrición, la pobreza, la mala salud y las grandes desigualdades sociales. A aquellos de nuestra gene ración que consideran que la organización mundial realiza única mente funciones de «seguridad», se les debe recordar constantemen te que, para algunos de los fundadores de la O N U , la aplicación de la fuerza p or parte del organismo mundial se consideraba una medida de reacción que solo debía utilizarse cuando la agresión ya se había producido. Por contra, cuanto más éxito tienen las medidas de coo peración para la prosperidad mundial, menos probable parece la ne cesidad de que la com unidad internacional recurra a la acción militar. Así, la inclusión en la Carta de los objetivos relativos a alcanzar el ple no empleo y unos niveles de vida más altos no era mera verborrea. Hay que reconocer que es difícil pensar que Stalin y M olotov tuvieran m uy presentes estos objetivos, y hubo funcionarios del M i nisterio de Hacienda británico con mentalidad pragmática a quienes les preocupaba que la prom oción del «pleno empleo», tomada de forma literal, ocasionara una inflación mayúscula. Pero, com o vimos en el capítulo 1, este lenguaje fue concebido por gente com prom e tida con las políticas del N ew Deal de R oosevelt en Estados Unidos y, en el caso británico, con la creación de un estado de bienestar des pués de la guerra. ¿Qué podría resultar más natural que trasladar pen samientos de la política interior a la escena internacional? Es bastante habitual que quienes creen que las instituciones pueden ejercer un papel relevante en la mejora de la sociedad en su país, puedan mos
trarse también m uy interesados en que exista un gobierno interna cional, mientras que los contrarios a ese «gran gobierno» en su nación suelen desconfiar profundam ente de las organizaciones mundiales. Así, sin ser absolutam ente cínico acerca de los m otivos de las grandes potencias, es obvio que sus gobiernos no consideraban en realidad que el C onsejo E conóm ico y Social fuera u n órgano cen tral plenam ente equivalente al C onsejo de Seguridad. Todas las grandes potencias fueron investidas de m ucho poder en asuntos de seguridad internacional, tal com o dem ostraron situándose en el co razón del nuevo sistema m ediante su plaza perm anente y su dere cho a veto. Por contra, las decisiones del E C O S O C debían tomarse por m a yoría simple, y no había en él ningún país con ninguna condición ni privilegio especial; si las grandes potencias hubieran considerado que todo ello afectaba a intereses vitales, habrían insistido en gozar de al guna modalidad de veto. Además, com o ha señalado el economista K enneth Dadzie, el lenguaje empleado en tom o al desarrollo en la Carta era débil y am biguo «comparado con el lenguaje directo y re suelto» empleado acerca de la paz. Los miem bros estaban obligados a trabajar en favor de la seguridad internacional, pero solo se les ani maba a cooperar en pro de la prosperidad m undial.1 E n el plano institucional, surgía el problema del solapamiento y la confusión entre los muchos organismos de la O N U que ya se ocupaban, o acababan de crearse para que se ocuparan, de los asun tos económicos y sociales. Los lectores que aborden este tema por primera vez deben de sentirse intimidados por los reputados autores que advierten de que, «desde el punto de vista organizativo, las N a ciones Unidas son una organización enorm em ente compleja. El sis tema dispone de comisiones, agencias, fondos, centros, uniones, conferencias, consejos, institutos, oficinas, departamentos, progra mas, juntas y demás organismos, dispuestos todos, según los estatu tos oficiales de la organización, en una estructura compacta que gira en tom o a la Asamblea General. En la práctica [sin embargo]...».2 ¿Qué otra cosa podría ser más simple? Por desgracia, es a este déficit fundamental al que tendrem os que regresar una y otra vez tanto en este capítulo com o en los posteriores.
U n ejemplo significativo de la dispersión de poderes es la curio sa explicación del «distanciamiento» de las poderosas instituciones de B retton W oods con respecto a la familia de las Naciones Unidas. Aunque el lenguaje de la Carta es aquí m uy sutil, no parece insensa to suponer que los diversos organismos especializados, y no solo el Fondo M onetario Internacional y el Banco M undial, sino tam bién la más antigua Organización Internacional del Trabajo, la U nión Postal Universal (UPU) y demás, debían estar coordinados de uno u otro m odo por el propio E C O S O C . Según el texto de la Carta, to das estas agencias debían, m ediante negociación, «vincularse» con las Naciones Unidas. Estas debían hacer recom endaciones «con el ob jeto de coordinar las normas de acción y las actividades de los orga nismos especializados», y dar los pasos adecuados para obtener de ellas informes periódicos (artículos 57, 58, 63 y 64). Pero uno tiene la sensación de que este era un lenguaje precipitado, casi evasivo. ¿Cóm o relaciona exactamente (o por qué) uno la Organización M a rítima Internacional con el E C O S O C ? En cualquier caso, aquella iba a realizar su labor im poniendo normativas y seguridad en el mar. Así, era bien sabido que m uchos de estos organismos técnicos, creados mediante acuerdos intergubernam entales que especificaban sus competencias, tenían una autonom ía m uy frágil, lo cual explica p or qué el lenguaje de la Carta emplea tanto «puede hacer» com o «hará». P or otra parte, sencillamente no tenía sentido declarar nobles objetivos generales en la Carta para resolver los problemas econó micos y sociales del m undo m ediante la organización internacional, y no tratar de establecer estructuras estables y coordinadas para al canzar aquellos fines; o no obligar a informar a esas estructuras y re lacionar a los estados mediante la Asamblea General y el ECOSOC. Esto produjo una enorm e tensión, no tanto con los organismos técnicos, sino entre los m iem bros de la Asamblea General y las ins tituciones de B retton W oods. C om o ya hem os m encionado, el FMI y el Banco M undial no son estructuras de toma de decisiones dem o cráticas, y en su carácter se aproximan m ucho más al del Consejo de Seguridad. El derecho a voto del FMI depende de la envergadura de la cuota con la que lo financia una nación, y su D irectorio Ejecutivo,
que determ ina todos los asuntos y políticas ordinarios, tiene que in cluir a representantes de las cinco principales potencias económicas del m undo. D e manera similar, de los veinticuatro directores ejecu tivos del Banco M undial, cinco proceden de forma automática de los países que m antengan el mayor núm ero de préstamos activos, mientras q u e los otros diecinueve se eligen cada dos años de entre el resto de países del m undo.3 Esto se hizo así de forma deliberada, con el fin de que las economías más fuertes conservaran «el poder del di nero» a la hora de conceder préstamos y ayudas y no les arrebataran sus recursos una mayoría de países más pobres. Por comprensible que fuese (es difícil imaginarse al Congreso estadounidense o a cual quier otro parlamento nacional aceptando ceder por entero su capa cidad presupuestaria), suponía que la principal labor de la O N U en este campo era conciliar el obligatorio control de los países más ri cos co n las am biciones globales más amplias de la Carta. D e ahí, en parte, la creación del E C O S O C con sus responsabilidades, en pri mera instancia, de coordinación. Pero la sección 10 del artículo IV de los convenios constituti vos del B anco M undial prohíbe las interferencias de cualquier m iem bro en asuntos políticos, lo cual significa que sus directores pueden, si así lo desean, ofrecer ayuda a países con independencia de si violan o no las resoluciones y los ideales de las Naciones Unidas, com o habría de suceder en muchas ocasiones en las décadas posterio res. Es más, en 1947 el Banco M undial negoció un acuerdo con la O N U que le permitía m antener en secreto toda la información que pudiera interferir en su «disciplinada conducta» en materia de nego cios. C om o sostenía la Junta de Gobernadores del Banco M undial de aquella época, siempre se había pretendido que fuera «un orga nismo económ ico y financiero, no político». Todos los organismos especializados guardarían así cierta distancia con los programas e in tenciones más «políticos» de la Asamblea General y el E C O S O C ; en otras palabras, guardarían distancia con la voluntad de la mayoría de sus socios nacionales. U na cosa era realizar consultas y establecer lí neas de cooperación prudente con el resto de la organización m un dial, y otra m uy distinta ser «coordinado» o «vinculado» con quien no se quería. Aquí había un inm enso desacuerdo en el seno del sis
tema de la O N U , que se acrecentaría cada vez más con el paso del tiempo y perduraría hasta la actualidad. Sin embargo, en los primeros años de la posguerra esto parecía un asunto m enor debido a que las condiciones políticas y económ i cas eran m ucho más acuciantes. U na tercera parte del m undo (o más, sin duda, después del cambio de régim en en China en 1949) pertenecía a la órbita comunista y, por tanto, guardaba poca relación con el proceso de toma de decisiones económicas de la O N U y en modo alguno con el Banco M undial y el FMI, con el fin de no ver se contam inado por u n sistema capitalista al que querían sepultar. La negativa de Stalin a perm itir que las naciones del centro y el este de Europa solicitaran ayuda del Plan Marshall en 1948 ya había dejado ver que las sociedades comunistas seguirían su propia senda econó mica. O tra cuarta parte del planeta todavía vivía bajo el dom inio co lonial europeo, y aunque en los territorios británicos se estaban dan do unos primeros pasos vacilantes hacia el desarrollo, había muy poco m ovim iento en las posesiones sas, españolas y portugue sas. Atrapados p o r sus metrópolis m ediante un sistema arancelario rígido, o bien la potencia colonial explotaba estos dominios para ob tener materias primas, o bien los abandonaba con la excusa de que sería im prudente, o incluso injusto, transformar con demasiada rapi dez unas sociedades tradicionales. Así, las únicas regiones que podían pertenecer de pleno derecho al sistema de B retton W oods eran Estados Unidos y Canadá, la Eu ropa no com unista, Australasia, Japón, Am érica Latina y (a partir de 1947) el subcontinente indio. Pese a la envergadura y la pobla ción de estas dos últimas grandes regiones, el énfasis recaía en la re construcción de las sociedades del N orte que habían sido devastadas por la Segunda Guerra Mundial; en parte porque la necesidad estaba muy próxim a y era m uy evidente, y en parte por el tem or estadou nidense a que los pueblos desesperados de Europa y de Extrem o Oriente pudieran inclinarse por el com unism o. Pero las cifras relati vas a la ayuda y los préstamos para la reconstrucción hablan por sí so las: «En 1953, el Banco M undial había prestado únicam ente un to tal de 1.750 millones de dólares (de los cuales, 497 millones estaban destinados a la reconstrucción), mientras que el Plan Marshall había
transferido 41.300 millones de dólares». D e m odo que hasta en los países del N orte las instituciones de B retton W oods fueron agentes de segundo orden una vez que la guerra fría empezó a marcar la agenda internacional. En el Sur, su papel fue aún más limitado; el FMI apenas tuvo en cuenta a los países en vías de desarrollo hasta fi nales de la década de 1960, mientras que el Banco M undial, lam en tándose de la falta de proyectos, hasta 1950 había distribuido solo cien millones de dólares entre los países más pobres.4 Además, al dedicarse a su recuperación, m uchos de los parla mentos y istraciones nacionales de Europa y de Extrem o O riente decidieron lidiar con reformas estructurales significativas (nacionalización de determinados sectores, creación de un banco central, creación de un estado de bienestar, construcción de nuevas infraestructuras), de tal m odo que quedaron poco tiem po y pocas energías para pensar en una cooperación económ ica internacional relevante entre los países desarrollados y los países en vías de desa rrollo. Pese al altisonante lenguaje de la Carta, los estados no se concentraban en el crecimiento del N orte y el Sur, sino en cuestiones internas. Debatían si dirigir sus economías de acuerdo con los criterios de libre mercado estadounidenses, ponían a prueba el nuevo e im presionante m odelo de «mercado social» de Alemania Occidental o adoptaban el sistema económ ico socialista. En cual quiera de las tres sendas que se emprendiera había progreso material. El Estados Unidos de la época de T ram an y de Eisenhow er disfru taba de su prolongado crecim iento consumista, una Alemania y un Japón resucitados conducirían m uy pronto a sus vecinos a una asom brosa recuperación económica, y aunque los niveles de vida de los estados comunistas estuvieran todavía muy rezagados, estaban aumen tando en todo caso. Quizá el final de una agotadora guerra total su ponía que la recuperación estaba hasta cierto punto predestinada de antemano a producirse. Pero en términos económicos más res tringidos, la O N U desempeñó únicam ente un papel secundario. Así pues, no es de extrañar que alrededor de 1950, en las prim e ras ideas de los funcionarios de estos organismos internacionales de dicadas a las políticas de desarrollo de las colonias (o de los territo rios que pronto serían independientes), el énfasis recayera sobre los
modos de m ejorar las estructuras internacionales o, com o tímida m ente se decía, en las «medidas que exigían acciones en el interior».5 Las zonas más ricas del m undo iban bien. Lo único que u n estado africano recién independizado tenía que hacer, por tanto, era unirse al club y obedecer sus reglas: com prar y vender en el m ercado m un dial, no volverse comunista e invertir en la educación, la sociedad y las infraestructuras locales. C o n los cacahuetes de Ghana se com pra rían los camiones de Gran Bretaña. La madera indonesia pagaría los electrodomésticos procedentes de Estados Unidos. T odo iría bien. Naturalm ente, los estados comunistas y socialistas veían las cosas de otra forma, aunque, de hecho, ellos también tuvieran un conjunto de reglas de pertenencia a su propio club. Todavía estaba por venir el pensamiento radical y más novedoso sobre el «desarrollo». Aquel período no fue absolutamente estéril en lo relativo al pro greso hacia la cooperación económica internacional. U n observador de la década de 1950 habría quedado impresionado por la intensa ac tividad y el gran núm ero de ocupadísimos organismos dedicados a este terreno. Algunos, com o la O IT , se dedicaban a proseguir con la labor que habían venido haciendo antes de la guerra, y con un vigor renovado. Otros, com o la recién creada Organización de las N acio nes Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), trabajaban duro en m edio de la devastación de posguerra. Las recién creadas co misiones económicas regionales se mostraron particularmente activas y con bastante éxito a la hora de persuadir a los gobiernos para que pensaran de un m odo más abierto de miras y menos provinciano: pri m ero la de Europa (CEPE) y la de Asia y el Pacífico (CESPAP), lue go la de América Latina y el Caribe (CEPAL), y m ucho después la de Africa (CEPA). Lo más probable es que esto se debiera a que se cen traban más que su organismo madre en los desafíos regionales com partidos (por ejemplo, en la mejora de la infraestructura ferroviaria), lo cual los impulsaba a hacerlos pensar y actuar com o un bloque. U n análisis más detallado habría revelado que la situación era in satisfactoria en otros aspectos, sobre todo en el astillamiento y solapam iento del sistema naciente. Los organismos autónom os especia lizados con sus funciones esencialm ente técnicas, eran al m ism o tiem po lo más fácil de com prender y lo menos polém ico o político;
todo el m undo podía itir la necesidad que se tenía de la U nión Postal Universal, por ejemplo, y alegrarse de sus sencillas estructuras de gobierno. Luego estaban el FM I y el Banco M undial, en una ca tegoría propia y, en opinión incluso de algunos críticos, en un m un do propio. P or últim o, había un vasto grupo de organismos que in formaban al E C O S O C y a los que este supervisaba; entre estos se encontraban desde los principales comités del Consejo de Seguri dad, dedicados principalm ente a coordinar los asuntos de todas estas agencias, hasta sus muchas comisiones funcionales (sobre transportes y comunicaciones, sobre la situación de la m ujer o sobre drogas), las comisiones económicas regionales y determinadas organizaciones es peciales com o U N IC E F o el Alto C om isionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (A C N U R ). Preocupada en parte p o r lo que consideraba necesidades no satisfechas y frustrada por las restric ciones de sus competencias, la Asamblea General ya estaba adqui riendo la costum bre de crear nuevos organismos que la informaran, aun cuando esto supusiera cierto solapamiento entre las políticas y una sobrecarga burocrática. Además, al menos dos de las principales comisiones de la Asamblea (la Segunda Com isión, sobre asuntos económicos y financieros, y la Tercera Com isión, sobre asuntos so ciales, culturales y humanitarios) ya no podían resistir la tentación de dejar de ser marcos políticos amplios para realizar recom endaciones ejecutivas en aquellos ámbitos y, así, duplicar al E C O S O C . Todos corrían el riesgo de estrangular el sistema. A diferencia de lo que supusieron los diseñadores de la época de la guerra, más idealistas y estatistas, las políticas económicas de la O N U preferían guiarse por el laíssez-faire. El FMI y el Banco Mundial «tendían una mano», por así decirlo, para ayudar a determinados paí ses a recuperarse bajo determinadas condiciones pactadas. El Acuer do General sobre Aranceles y C om ercio (GA TT), nacido en 1947, velaba por el comercio internacional, al menos para el de bienes de equipo; pero su com etido de liberalizar el com ercio m ediante la re ducción de los aranceles y demás barreras era negativo, por cuanto se basaba en gran medida en la opinión que el libre mercado sostie ne, según la cual el sistema internacional era en esencia benigno y todo florecería en su seno si no se refrenaban de forma artificial sus
energías económicas. Las políticas más intervencionistas y los organis mos con mayor iniciativa propia no parecían necesarios en la escena mundial, ni tampoco había m ucho debate, ni a escala nacional ni in ternacional, sobre las estructuras de poder político y de riqueza. Cuando W . A rthur Lewis, el temible defensor de la igualdad humana (que posteriormente sería nom brado caballero y galardonado con el Premio N obel de Economía), publicó en 1954 su Teoría del desarrollo económico, llegó a afirmar que «en prim er lugar debemos señalar que el tema del que nos ocupamos es el desarrollo, no el reparto».6 En el campo del desarrollo (esto es, del desarrollo del Sur), este tipo de avances habrían de producirse en forma de asistencia técnica a la agri cultura, la medicina, la educación y la formación, y quizá también en asesoramiento del Banco Mundial en política macroeconómica. Era una forma de ayuda que proporcionaba asesores especializados, pero muy pocos recursos de capital. E n segundo lugar, y m uy útil también a más largo plazo, un gran núm ero de personas y organismos especia lizados de la O N U empezaron a reunirse y a analizar estadísticas eco nómicas comparativas, requisito absolutamente imprescindible para la toma de decisiones políticas y istrativas futuras. Pero aquellos fueron tiempos relativamente tranquilos. Es difícil revivir los movimientos sísmicos que se produjeron en el pensamiento, en la política, y finalmente en las instituciones, cuando aproximadamente una década después irrumpió en el centro de la es cena política el denominado Tercer M undo. A su modo, supuso una transformación tan inmensa de las actitudes y las prácticas com o la que también se produjo en el ámbito de la pacificación durante la década de 1960; lo cual no era casual, puesto que ambos eran consecuencia del desmoronamiento inesperadamente rápido de los imperios colo niales europeos y de la aparición, al cabo de unas pocas décadas, de aproximadamente un centenar de nuevos de las Naciones Unidas. Solo en la década de 1960, cuarenta estados ex coloniales fue ron itidos en la Asamblea General. El viejo sistema de la O N U (que solo tenía unos quince o veinte años de vida, claro está), con su mayoría de votos del N orte, no volvería a ser el mismo nunca más. C om o hemos visto, profetas y opúsculos europeos y estadouni denses habían proclamado durante siglos la futura congregación de la
humanidad en un Parlamento de la humanidad: Adam Smith, Kant, Gladstone, W ilson en sus Catorce Puntos, la Carta Atlántica y la pro pia Carta de las Naciones Unidas. Ahora, por fin, a medida que los re cién instaurados gobiernos de cada vez más pueblos del m undo iban llegando a Nueva Y ork para reclamar su escaño en la Asamblea Gene ral y en otros organismos, aquellas concepciones parecían haberse he cho realidad; quizá no del todo, pero sí de forma aproximada. La pro pia Asamblea era mucho más visible que antes y era un lugar mucho más emocionante al que asistir, en parte porque el Consejo de Segu ridad estuvo paralizado por la guerra fría durante gran parte del tiem po, pero sobre todo porque la mayor parte de los nuevos querían situar los asuntos económicos en primera línea de las políticas de la O N U y relegar los asuntos de seguridad a un segundo plano. Junto con este entusiasmo por el cambio llegaron la ira y la frus tración por el sistema imperante, y sobre todo por los equilibrios de poder existentes. Gran parte de este sentim iento era natural. M u chos de los líderes de los estados recién independizados habían esta do encarcelados durante años o se habían exiliado; todos habían sido testigos del dom inio extranjero, que raramente estaba desprovisto de explotación. O ccidente podía ahora darles la bienvenida al club, pero a veces con condescendencia y autocomplacencia, y olvidán dose con demasiada rapidez de los daños que había infligido. Más im portante aún que esto era que los más antiguos y más ricos del club parecían haber hallado formas de preservar su posición privilegiada; en el Consejo de Seguridad, en el Banco M undial y el FMI (cuyos directores eran casi por tradición uno estadounidense y otro europeo), y mediante su dom inio técnico de los organismos es pecializados. N o es de extrañar que el nuevo grupo de los 77 países en vías de desarrollo (el G-77) atribuyera tanta importancia a la Asamblea General, a sus principales comisiones y a organismos tales com o el E C O S O C y la U N E S C O , puesto que no solo los países pequeños y pobres tenían allí un voto igual al de los grandes y ricos, sino porque era donde podían impulsarse sus programas de desarro llo, cambios estructurales y asuntos culturales. La mayor frustración del Sur, no obstante, se basaba en la cre ciente evidencia de que las brechas existentes entre los países más ri-
eos y los más pobres no estaban cerrándose (con la excepción de unas pocas economías pequeñas del este de Asia), sino que, por el contra rio, estaban ensanchándose sin cesar, década tras década. En 1947, la renta per cápita media era de 1.300 dólares en Estados Unidos, de en tre 500 y 750 dólares en Europa occidental, y de unos 100 dólares en la mayoría de los países subdesarrollados; por tanto, significaba una diferencia de 13 a 1 entre un extrem o y otro. Cuarenta años después, según recogió el Banco M undial en su Informe sobre el Desarrollo M undial de 1991, la diferencia era de aproximadamente 60 a 1; los países más ricos gozaban de unas rentas per cápita de más de 20.000 dólares anuales, y los más pobres pasaban apuros con no m ucho más de 300 dólares al año,7 tendencia esta que ya era evidente antes de las décadas de 1960 y 1970 y que despertaba ira generalizada. Los eco nomistas del desarrollo disponen de muchas explicaciones técnicas para esta triste historia: los estados recién independizados producían principalmente materias primas y productos alimenticios cuyos pre cios eran bajos, pero tenían que im portar productos manufacturados y servicios m ucho más caros; las economías del N orte disponían de grandes recunos de capital educativo, institucional, infraestructural y financiero con los que crecer más, y de los que había pocos o ningu no en el Sur; muchas de las inversiones de la O N U realizadas en paí ses en vías de desarrollo se escogían de forma im prudente y estaban m uy mal istradas, y otras por el estilo. Para los países en vías de desarrollo, eso eran evasivas. A su ju i cio, habían ingresado por fin en la com unidad internacional para descubrir que el «terreno de juego» de la supuesta igualdad de sobe ranía estaba m uy inclinado en su contra. N o solo los siglos o las dé cadas de dependencia colonial les habían im pedido ser capaces de com petir con el m undo m oderno, sino que las estructuras contem poráneas se confabulaban para imponerles aún más limitaciones. Las condiciones del com ercio (materias primas frente a manufacturas y servicios) eran desalentadoras, el capital era caro y los préstamos lle vaban aparejadas condiciones duras. La «condicionalidad» (es decir, exigir a los países que solicitaran préstamos internacionales el cum plimiento de determinadas condiciones económicas, sociales y de de rechos humanos) era en sí misma humillante para muchos gobiernos:
¿acaso no eran «soberanos»? Los grupos de presión agrícolas de los países ricos m antenían los aranceles altos. Lejos de ser economías li bres y autosuficientes, las naciones recientes se encontraban todavía en situación de dependencia; el líder de Ghana Kwame N krum ah lo denom inó «neocolonialismo». Y lo más irritante de todo era que la m ayor parte de las empresas de exportación que operaban tras la des colonización (minas, plantaciones de aceite vegetal, empresas del caucho, cultivadores de fruta, gigantes del petróleo y el gas natural, servicios bancarios y de transporte) seguían siendo compañías ex tranjeras que habitualm ente sacaban sus beneficios del país donde operaban. Desde este punto de vista, las corporaciones m ultinacio nales no democráticas del N orte eran las herramientas del capitalis mo m undial para m antener al Sur en su condición de súbdito. Las voces de otras dos esferas, el m undo comunista y el de los ra dicales occidentales, se hacían eco de estas quejas y las magnificaban. En ia década de 1960, la resentida paranoia de Stalin ante el resto del m undo había dejado paso al entusiasm o de Jrushchov. N o solo la U R SS y los países del Pacto de Varsovia adquirieron mayor relevan cia en la Asamblea General y en el E C O S O C , sino que M oscú adop tó por primera vez y con optimismo una estrategia mundial. Las ven tas de armas a los países en vías de desarrollo se disparaban, se cedían asesores militares a regímenes de orientación comunista y proliferaban los acuerdos de trueque (ni el bloque soviético ni los países en vías de desarrollo disponían de nada parecido a reservas de divisas). C on aque llo se pretendía claramente aproximar a la órbita socialista a la mayor cantidad posible de nuevos países, y en algunas regiones clave como ' América Central, Africa meridional, Egipto o el sudeste de Asia, la lu cha ideológica y política interna perduraría durante años, en ocasiones durante décadas, y comportaría infinidad de cambios de régimen y de cruentas guerras civiles. Y todo ello iba acompañado, com o no podía ser de otra manera, de un aluvión de ataques contra el capitalismo oc cidental por haber «subdesarrollado» al Sur. En la década de 1970, esta propaganda mostró su cara más singular cuando la República Popular China ingresó también, tras haber roto con Moscú, en el juego de la ayuda al desarrollo, acusando tanto a O ccidente com o a la U R SS de desarrollar políticas malignas hacia las antiguas colonias.
A estas críticas al orden mundial de 1945, y por consiguiente de las políticas económicas y las instituciones que sustentaban dicho or den, se sumaron las de los radicales y liberales de izquierda de Occi dente. Si volvemos la vista a las décadas de 1960 y 1970 parece que no había idea, práctica, estructura política o costumbre cultural que no se viera sometida a los ataques por ser, o bien irrelevante, o bien un peligroso obstáculo para el «progreso». Se trataba de una violenta os cilación del péndulo y quizá no durara m ucho, pero en aquella épo ca parecía que gran parte del m undo desarrollado también se inclina ba hacia la izquierda y demandaba cambios en el statu quo tanto en el ámbito nacional c o m o a escala internacional. El interés por los países en vías de desarrollo se apoderó de los campus universitarios y de los medios de com unicación, y se abrió paso en más de un gobierno la borista o socialista de Europa. Finalmente, esta revolución intelectual encontró su equivalente en las propias antiguas colonias, muchos de cuyos líderes se habían formado en instituciones de Occidente (la Sorbona o la London School o f Economics) que eran m uy críticas con el capitalismo del laissez-faire y que propugnaban un sector esta tal fuerte y una planificación económica de inspiración fabiana. Las instituciones y el personal de la O N U no estaban preparados para todo esto. Los privilegios de los cinco permanentes, la prioridad otorgada a los asuntos de seguridad (aun cuando estu vieran paralizados), la autonom ía de los organismos especializados y las suposiciones corrientes acerca del respeto a las normas del club y a las fuerzas del m ercado mundial, constituían un blanco natural para los partidarios de un nuevo orden económ ico internacional, es candalizados ante la injusticia generalizada de este panorama. Fue el Banco M undial el que recibió la m ayor parte de las críticas, puesto que tras la reconstrucción de Europa y Japón había vuelto a centrar su atención y sus recursos en el m undo recién independizado, cosa que tenía m ucho sentido puesto que así conservaba su función dife rencial respecto a la misión del FMI de ayudar a cualquier economía nacional que se viera en apuros. El Banco M undial también había decidido adoptar la razonable estrategia de conceder prioridad a los proyectos en los que pudiera esperarse que no invertiría el capital de accionistas privados: por ejemplo, las infraestructuras básicas o los
programas de formación. Era el rostro visible del N orte en el Sur. Pero, com o veremos, la implantación real de esta estrategia habría de ser m uy criticada en los años posteriores por sus preferencias por los proyectos a gran escala frente a las mejoras más sencillas y de raíz, por su incapacidad para com prender que el cambio podría exigir cierta lentitud y tener en cuenta los estímulos y condiciones locales, por su ingenua creencia en que lo que funcionaba en un país podía conseguirse igualmente bien en otro, y por su más que imperfecto control del gasto. Pero aquellos eran errores de funcionam iento y fallos de la ca dena de la responsabilidad, y podían enmendarse con la aplicación de m étodos empresariales adecuados y transparencia, y abordando con empatia las necesidades locales y regionales. Los defensores del nuevo orden económ ico internacional esgrimían una crítica de m u cho m ayor calado: que el sistema económ ico mundial en su conjun to estaba tan viciado que no hacer más que despedir a sus directivos y modificar su funcionam iento habitual era irrelevante. D icho con crudeza, los «desposeídos» (el Sur), animados por el bloque socialis ta y p or los radicales del Prim er M undo, estaban plantando cara a los «ricos» (el N orte y sus instituciones) por el equilibrio de poder eco nóm ico existente. El reparto, y no el crecimiento, volvió a la agen da. U na vez más, aquí los órdenes del día nacionales e internacionales seguían una misma corriente. Si uno estaba decidido a transformar el «injusto» sistema socioeconóm ico plagado de privilegios en el inte rior, pongamos por caso, de Alemania Occidental, California o Bra sil, tam bién pretendía transformar el orden socioeconóm ico interna cional de 1945. ¿Q ué supuso este radical cambio de ideas en lo relativo al fun cionam iento en la escena económica del sistema de múltiples capas y poderes de las Naciones Unidas? Sería absurdo señalar que todo quedó patas arriba. Las instituciones de B retton W oods solo se mos traban receptivas en el caso de que sus principales accionistas así lo desearan. Gran parte de la labor técnica y especializada de los orga nismos (negociar concesiones en el espacio radiofónico internacio nal) permaneció com o estaba. Así sucedió con m uchos proyectos específicos ya financiados, tanto si se trataba de programas de forma-
F1.?.C30 - c:b:Í0Í2Ca ción, de la creación de centros de investigación agrícola, de los n o tables esfuerzos p or erradicar las enfermedades tropicales o de otras actividades de base. Pocas de estas funciones fundamentales de la O N U , com o la dism inución sostenida de la polio, ocupaban los ti tulares, del mismo m odo que hoy día siguen pasando esencialmente desapercibidas. Así que los movimientos sísmicos podían registrarse m ejor en el plano superior, en el plano político de la organización mundial, que reflejaba el dom inio num érico del G-77 en la Asam blea General y el E C O S O C . Quizá la m ayor innovación, y la que se consensuó con m ayor facilidad, fue la de la creación del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PN U D ), fundado en 1965 m ediante la fusión de dos organismos anteriores: un program a de asistencia técnica y el de nom inado Fondo Especial de la O N U . Esta consolidación supuso una serie de cosas: que se adoptaría un enfoque más holístico en ma teria de desarrollo (de hecho, el enfoque del P N U D consistía en va lorar las necesidades de un país receptor en su totalidad, en lugar de a través de proyectos específicos); que ahora existiría u n órgano de la Asamblea General que, aunque no era un rival declarado del Ban co M undial, podría asumir iniciativas que este rechazaría por razo nes comerciales, y que al reconocer este cambio, se increm entarían los recursos disponibles (procedentes de las contribuciones volunta rias de algunos de los miem bros más ricos de la O N U ), com o de h e cho sucedió, aunque nunca en la medida suficiente. P or desgracia, m uchos de los proyectos apoyados por el P N U D acabarían haciendo gala de las mismas debilidades que aquejaban a algunas de las inver siones del Banco M undial en relación con la cadena de la responsa bilidad, el control de calidad o el enfoque; pero su mera existencia era un significativo paso adelante, no solo desde el punto de vista simbólico o para disponer de nuevas fuentes de financiación, sino porque suponía poner en cuestión las concepciones más tradiciona les acerca del crecim iento y el desarrollo económicos. A ún más im portante fue, en opinión de las naciones en vías de desarrollo y de sus asesores económicos, la primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre C om ercio y Desarrollo (U N C T A D ), cele brada en 1964 y llamada a inaugurar una sucesión de conferencias
mundiales similares, además de a convertirse en un órgano de cate goría especial de la propia Asamblea General. A unque el trabajo de la U N C T A D iba a presentar un carácter abrum adoram ente técnico, ’ las ideas que lo impulsaban no lo eran tanto. D e hecho, procedían del desencanto político, sobre todo entre los gobiernos y los intelec- tuales sudamericanos y la propia C om isión Económ ica para Am éri ca Latina, originado por la situación de dependencia* a la que se veían sometidos p or las estructuras de poder m undial existentes. Lejos de creer que la econom ía internacional era en esencia benigna si con seguía fortalecer sus elementos más débiles, la nueva ideología pre suponía lo contrario. «Las persistentes divergencias entre el N orte y el Sur se consideraban el orden natural. Si había que corregir dichas tendencias, sería necesario em prender acciones políticas deliberadas, y por tanto las negociaciones políticas se convertirían en una res- ''' ponsabilidad continua y especial de la O N U .»8 El resultado fue una infinidad casi apabullante de acuerdos y regulaciones internaciona les, cuyo objeto abarcaba desde la restricción de determinadas prácti cas empresariales hasta la renegociación de la deuda o la suscripción de acuerdos sobre determinados productos (cacao o madera tropical). La existencia del U N C T A D y la convocatoria de una serie prácticamente regular de conferencias mundiales solían perder relevancia a los ojos del m undo debido a sus procesos burocráticos, su enfoque técnico y su jerga para iniciados. Hasta un auténtico creyente en la justicia m undial tendría dificultades para emocionarse al leer que, en marzo de 1995, el Consejo de C om ercio y Desarrollo de la propia U N C T A D «adoptó el calendario y el programa de trabajo de la R e u nión Intergubemamental de Alto Nivel sobre la Revisión Global a M edio Plazo de la Implantación del Programa de Acción para los Paí ses Menos Desarrollados durante la década de 1990».9 Pero lo autén ticamente relevante queda sepultado por ese encabezamiento ridículamente recargado. Durante los primeros años de vida de la U N C T A D existía una honda preocupación por los países menos desarrollados y una profunda desconfianza en que las fuerzas del mercado contribu yeran por sí solas a que estos países se pusieran en pie; por el contra* E n español en el original. (N. del T.)
rio, prevalecía la creencia de que las fuerzas del mercado los m an tendrían atados al suelo y que los gobiernos nacionales (sobre todo los del N orte) deberían por tanto aceptar ajustar sus políticas econó micas para apoyar al Tercer M undo. Este ataque ideológico contra el sistema de 1945 fue acompaña do y reforzado por el nacim iento de nuevos organismos internacio nales en los ámbitos social, de género y medioambiental, de los que nos ocuparemos en el capítulo siguiente. Se produjo un estallido de conferencias internacionales, una mejora de las prácticas empresaria les, la firma de acuerdos con los que se pretendía crear un terreno de juego legal y aún más comercial. H ubo un aum ento vertiginoso de la financiación para el desarrollo, procedente, además, de instancias muy dispares: del Banco M undial y los bancos de desarrollo regio nal, de los fondos canalizados a través del P N U D y de otros orga nismos del E C O S O C , de las iglesias, de fundaciones gigantescas como las fundaciones Ford, R ockefeller o Cam egie, de la ayuda bi lateral tanto de países del Este com o de O ccidente, incluida, de for ma masiva, la istración K ennedy (aunque esta última con su propio calendario político y con fondos que pronto desaparecerían). Aunque las estructuras de poder existentes y la perduración del co lonialismo y del apartheid continuaran desatando m ucha furia, tam bién había m ucha confianza en que esas estructuras serían derroca das, o al m enos reformadas de forma drástica. Tam bién existió, por desgracia, Vietnam , que se tradujo en una m ayor radicalización. Ver cómo la fuerza de voluntad del poder capitalista dom inante resulta ba quebrada por guerrilleros campesinos vietnamitas, era al mismo tiempo una llamada a la unidad de los radicales y la confirmación de que el viejo sistema estaba podrido. Así, cuando la Asamblea Gene ral aprobó su famosa Declaración sobre el Establecimiento de un Nuevo O rden Internacional el 1 de m ayo (día internacional del Trabajo) de 1974, pareció que se había atravesado una frontera his tórica. Ahora imperarían la justicia y la equidad globales (que signi ficaban la disolución del orden m undial dom inado por el N orte), y muchos lo creyeron. Aquello no era solo la retórica de los «desposeídos» dando puñe tazos al aire contra los «ricos». Solo un año antes, y en la estela de la
guerra árabe-israelí de 1973, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) hizo valer su posición casi m onopolista para cuadruplicar el precio del crudo. El resultado fue una contundente confirmación de lo dependiente que se había vuelto el m undo m o derno, tanto el N orte com o el Sur, de una única mercancía; y las re percusiones políticas y económicas resultantes fueron al mismo tiempo inmensas e ineludibles. En los años posteriores se transfirie ron de un plumazo inmensos recursos de capital a los países produc tores del m undo árabe, además de a países más alejados de la OPEP, como Venezuela o Nigeria. En un principio se desató la euforia en el G -77; si podía provocarse este giro masivo de la riqueza elevando el precio del petróleo, ¿por qué no hacer lo mismo en los mercados mundiales del cobre o del café? Al fin saldría el sol para los produc tores de materias primas. P or desgracia, para la m ayor parte de las naciones productoras de materias primas el sol no salió jamás. Sencillamente, no existía nin gún otro producto cuyo valor y relevancia estratégica, y por tanto cuya capacidad de producir una inversión de la dependencia entre el N orte y el Sur, se aproximaran a los del petróleo. La vida m oderna sin petróleo significaba parálisis; sin fruta, cacao o incluso bauxita, era solo un inconveniente. Además, no había posibilidad de fraguar un cártel similar a la O PEP en el ámbito de otras materias: cuanto mayor núm ero de países recién independizados ingresaban en la co m unidad mundial, más rápido trataban de producir su propio café, sus aceites vegetales o sus textiles, que a continuación hacían caer el precio de esos productos, cuyo valor añadido era m inúsculo en comparación con el de la maquinaria o el arm am ento que im porta ban del N orte. D e hecho, quizá la m ayor consecuencia de las alzas del precio de la O PEP fue la de dividir al m undo en vías de de sarrollo entre aquellos países que tenían petróleo y los que (la gran mayoría) no lo tenían. A partir de aquel m om ento, se volvió cada vez más inútil el concepto «Tercer M undo», arrogante pero adecua do en las fases inicial e interm edia de la guerra fría para describir a los países que no eran capitalistas occidentales ni comunistas del Este. ¿Qué tenía en com ún la rica en petróleo Kuwait con la Mozambique asolada por la pobreza? ¿De qué le servía a Emiratos Arabes Unidos el
nuevo programa de créditos del Banco M undial cuando su principal problema económ ico era reciclar el exceso de petrodólares? D e h e cho, antes de la década de 1970 las agencias financieras internacio nales se aproximaban a los estados árabes para ofrecer «facilidades de pago» de petróleo a sus hermanos menos afortunados.10 A medida que la década fue avanzando, las cosas em peoraron en lugar de mejorar. Hasta el país menos desarrollado había acabado por depender de los camiones y los automóviles y, por tanto, de las im portaciones de petróleo; cuando los precios se cuadruplicaron, no hubo forma de que pudieran pagar esas importaciones. C om o su ba lanza de pagos empeoraba, tam poco podían devolver los intereses de los préstamos de los bancos comerciales o de las agencias internacio nales, la principal de las cuales era el Banco M undial. Esta fue la cri sis presagiada un cuarto de siglo antes p o r el senador estadouniden se R o b ert Taft cuando manifestó sus dudas acerca de los acuerdos de B retton W oods. Si los deudores de un banco no podían devolver el dinero ni siquiera tras generosas mejoras de las condiciones de la deuda, si no podían devolverlo jamás, entonces, ¿se trataba realm en te de un banco o de un mecanismo de transferencia perm anente de capital no retornable? Y si aquello se aceptaba alguna vez, ¿sería ca paz el propio Banco M undial de volver a recibir préstamos en los mercados de capital? ¿Había sido un error su creación? Para m uchos países del Sur, la situación en torno a 1970 era n e fasta. M uchos de ellos, tanto en América Latina com o en Africa, vi vían bajo regímenes autoritarios o incluso dictatoriales, en los que la riqueza que hubiera en el país (y no era desviada a cuentas bancarias del Norte) permanecía en manos de una reducida cleptocracia y en los que solían producirse violaciones de los derechos hum anos, lo cual provocó m ovim ientos revolucionarios indígenas. O tros eran dictaduras de partidos de izquierda, que de nuevo carecían de nin gún tipo de tolerancia ni honestidad. U nos pocos eran democracias plenas, com o India, Costa R ica o la m ayor parte de los estados in sulares caribeños. C on todo, y con independencia de la política que desarrollaran, todos habían sufrido graves daños por el em peora m iento de las condiciones del comercio. En lugar de percibir m ejo ras generales de su estructura social, hubo cierto estancamiento y, en
m uchos casos, declive; y com o era una época en la que práctica m ente todos los países en vías de desarrollo del m undo experim en taban un im portante increm ento del crecim iento demográfico, se vieron atrapados en la doble trampa del estancamiento y el creci m iento demográfico acelerado. Según los intelectuales y políticos radicales, aquello no apelaba al diálogo con el orden im perante, sino a la confrontación. C onfrontación sí que había, sobre todo en form a de guerras ci viles p o r toda A m érica Latina, África y Asía, así com o confronta ción política en los debates N orte-S ur. Pero el sistema era sólido. Las conferencias de la U N C T A D , p o r ejem plo, nunca cejaron ni en la búsqueda de la arm onización técnica ni en la presión firme en favor de una m ayor equidad en el com ercio global y en el m undo comercial. Pero ese m ism o m undo estaba claram ente desarticula do, incluso en los países más ricos. El «golpe» del petróleo de 1973 había ralentizado el crecim iento económ ico en todas partes. T anto si era consecuencia de él com o si se trataba de alguna transforma ción interior cíclica o estructural, el fabuloso crecim iento de la productividad estadounidense pasó a llevar un paso de tortuga a par tir de 1973 y no volvería a despegar de nuevo hasta la década de 1990. Y Europa tam bién era m ucho m enos vibrante de lo que lo había sido en las décadas de 1950 y 1960. Solo en algunas zonas de Ex trem o O riente la perspectiva económ ica era más halagüeña, pero aquello parecía significar una m era excepción regional a la tenden cia general. Así pues, inevitablem ente, las principales naciones capitalistas se sentían m enos capaces que antes de desarrollar políticas de generosi dad, sencillamente a causa de la ralentización de sus tasas de creci m iento y de la alteración de los calendarios internos. C on el estan cam iento de los ingresos y el aum ento del desempleo en los países de la O C D E (Organización para la C ooperación y el Desarrollo Económ ico), ya no era posible m antener los niveles de ayuda inter nacional que hasta hacía m uy poco se habían prom etido. En 1977, los países más ricos se com prom etieron a trabajar por alcanzar una cifra de asignación anual destinada a ayuda del 0,7 por ciento del PIB. Técnicam ente no era un objetivo imposible, pero desde el punto de
vista político, era m ucho más difícil ahora que tantos países de la O C D E se tambaleaban bajo el increm ento de sus déficits presupues tarios, y de hecho ninguno de ellos lo cum plió nunca (aparte de unos cuantos países escandinavos virtuosos y los Países Bajos). Por el contrario, en Estados Unidos y Gran Bretaña en particular había un creciente resentim iento conservador por las mofas que le dirigían su propia izquierda y el T ercer M undo, y cierta sensación de que la ca ridad empezaba por uno mismo. Tenían nuevas prioridades en ma teria de gastos, ya que la nueva guerra fría estaba anim ándose de nuevo y los gastos de defensa de la O T A N y el Pacto de Varsovia subían com o la espuma; y estaban furiosos no solo por la ingratitud de los países receptores de ayuda, sino tam bién por la creciente evi dencia de que la ayuda al desarrollo de la O N U había sido mal ges tionada desde el principio, cuando no descaradamente robada, por unos gobiernos corruptos y por sus burócratas. La ayuda extem a se ría en el futuro estratégica, dirigida hacia países amigos de Occidente, y condicionada por las leyes de la transparencia y la responsabilidad. ¿Y dónde se había m etido el Fondo M onetario Internacional, la hermana austera del Banco M undial, durante este período de nueva reafirmación del Sur y su posterior debilitamiento? Desde el m o mento de su creación había estado haciendo la labor asignada por Keynes: reforzando los intercambios monetarios y financieros m un diales, atajando el proteccionism o al estilo de la década de 1930 y concediendo préstamos para salvar economías nacionales en apuros a corto y m edio plazo. Sus preocupaciones residían todas en el N o r te (convertibilidad, devaluaciones, reservas, patrón oro) y estaban dedicadas a m antener en su curso el m otor del capitalismo mundial. Se vio ayudado por la recuperación económica general de la década de 1950, p o r el sistema de tipos de cambio fijos y por el acuerdo de que una onza de oro se cambiara a 35 dólares. Pero se vio desafiado entonces por sucesivas crisis económicas británicas y por la caída de la libra com o m oneda de reserva, y aún más por la trem enda crisis del dólar posterior a 1971, que se tradujo en el abandono final por parte de Estados Unidos del patrón oro y de los tipos de cambio fi jos. Podríamos pensar, p o r tanto, que el FMI tenía bastante de lo que ocuparse simplemente con evitar al Prim er M undo la convul
sión económica, y es cierto que en todas las narraciones de sus pri meros veinticinco o treinta años apenas se m enciona el m undo en vías de desarrollo. Sin embargo, antes de la época de las crisis del pe tróleo no bastaba con m antener a las economías avanzadas alejadas de los problemas. Aquí el elem ento catalizador fue el aum ento desmesurado del endeudam iento internacional de los países del Sur no pertenecientes a la O PEP por todas las razones indicadas anteriorm ente: la escasa demanda de sus productos en el N orte, el precio catastróficamente elevado del petróleo, la facilidad para suscribir créditos con presta mistas con excedentes de líquido que después estallaban cuando su bían los tipos de interés y la espantosa recesión global de 1981-1982. La deuda total de los países en vías de desarrollo, que giraba en tom o a los 100.000 millones de dólares en 1972, ascendió hasta 250.000 mi llones de dólares en 1977 y alcanzaría su cima en 1985, en un billón de dólares, cuando el pago de la deuda a los bancos, a los estados pe trolíferos y a las instituciones internacionales habría ascendido úni camente ese año, en caso de que se hubiera efectuado, a 130.000 mi llones de dólares; una «inversión del flujo» que despojaba de todo sentido a la cooperación N o rte-S u r en su conjunto. El sistema es taba al borde del colapso y, además, en agosto de 1982 M éxico anunció que quizá no cumpliría sus com prom isos de pago, cosa que conm ocionó a los organismos internacionales, particularm en te al FM I, puesto que había supuesto que, en su condición de país productor de petróleo y con una econom ía relativam ente liberali zada, era im probable que no pagara antes que otros países en vías de desarrollo." Esto exigió un paquete de medidas de rescate para M éxico, ela borado en un principio por el habitualm ente sereno y técnico Ban co de Pagos Internacionales, y luego cada vez más bajo la dirección del FMI debido a las graves consecuencias políticas para el sistema fi nanciero mundial. Estas organizaciones colaboraron estrechamente con la hacienda pública estadounidense durante el Plan B aker y renegociaron el calendario de pagos con los bancos comerciales. En 1983, el FM I se había visto obligado a hacer lo mismo con Bra sil, cuyo endeudam iento era casi tan grave. A finales de 1984, el FMI
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calculó que había prestado unos 22.000 millones de dólares en con cepto de apoyo a programas de ajuste en sesenta y seis países. En esencia, esto lo había convertido en un emisor de certificados de «buen gobierno», y seguiría siéndolo cuando la recesión m undial fi nalizara y el com ercio y los flujos de capital volvieran a expandirse a mediados de la década de 1980. Unos cuantos años después, el al cance geográfico del FMI se extendió hacia el Este cuando em pezó a ampliar los derechos especiales de giro a antiguos países del Pacto de Varsovia, com o Polonia y Hungría. En 1992, el FM I y el Banco M undial, en colaboración con los gobiernos occidentales y los bancos comerciales, reunieron un colosal paquete de 24.000 millones de dólares para la antigua U R SS con el fin de ayudarla en su crítica reestructuración. T odo esto pondría de manifiesto sus pro blemas y ocasionaría un debate m uy acalorado en aquella época (que originaría que Africa y las demás regiones pobres se deslizaran hasta quedar fuera de la pantalla del radar), pero quienes tom aron la deci sión pensaron que no tenían otra alternativa si querían evitar un de rrum bam iento del orden bancario y m onetario internacional similar al de la década de 1930, lo cual habría supuesto una ironía suprema cuarenta o cincuenta años después de que se crearan las instituciones de B retton W oods.12 U na víctima de las reiteradas sacudidas del petróleo y de la ralentización mundial del crecim iento fue la seguridad con la que el Sur formulaba sus demandas de un nuevo orden económ ico inter nacional. Sin duda, las necesidades reales eran exactamente igual de importantes que quince años atrás, y las turbulencias confirmaban el viejo dicho de que los países que más sufren en una recesión son siem pre los más pobres. P ero el clima general había cam biado. C om o el N orte trataba de hacer frente a sus propios problemas eco nóm icos m ediante políticas monetarias y fiscales antiinflacionistas duras, no estaba de ningún ánimo para laxitudes financieras en el Sur. Los gobiernos de M argaret T hatcher y R onald R eagan creían que cualquier nuevo préstamo debería llevar aparejadas normas de gobierno estrictas, y los banqueros comerciales y el FM I no pudie ron mostrarse más de acuerdo. Además, en la década de 1980 el m o vim iento pendular intelectual entre los economistas estaba volvien-
do a inclinarse hacía la fe en las fuerzas del mercado y apartándose del «estatismo del bienestar», ya fuera en el propio país o en el ex tranjero. Estos sentimientos se vieron reforzados por la práctica abo lición de los controles monetarios y de capital por parte de los paí ses anglosajones, abolición suscrita con m ayor renuencia por otros m iem bros de la O C D E . El consiguiente aum ento repentino de los flujos de capital internacional fue m uy superior al de todo el dinero que circulaba en las instituciones de B retton W oods, y casi eclipsó todos los recursos alzados por los propios organismos de la O N U . Atraer ese capital hacia el m ercado interior propio (o, dicho a la in versa, tom ar medidas respetuosas con el mercado para evitar la fuga de capitales) fue el factor clave tanto para los países ricos com o para los pobres. C om o era de esperar, era m ucho más probable que ese dinero caliente marchara hacia Singapur o C hina que hacia D ahom ey o Yemen. P o r últim o, el asombroso éxito de los «tigres» del Asia oriental introdujo un mensaje más, si bien un tanto desigual, en el debate so bre el desarrollo. El éxito económ ico de Japón había venido segui do ahora p or el de otras economías más pequeñas de la región (Co rea del Sur y Taiwan, además de H ong K ong y Singapur), después p o r el de estados más extensos, com o Malasia, Tailandia e Indone sia, y a continuación, tras las reformas internas de D eng Xiaoping, p o r una amplia franja del litoral chino, en m uchos casos con unas asombrosas tasas de crecim iento anual de dos dígitos que, por tanto, aum entaban la prosperidad. Por irónico que resulte, esta historia de éxitos orientales significaba que el denom inado «Sur» quedaba aho ra escindido en al m enos tres campos: los productores de petróleo (principalmente árabes), los estados milagro del este de Asia y los paí ses más pobres del sur de Asia, Africa y América Latina. Tam bién con servaba cierta coordinación entre sí en las declaraciones del E C O S O C y la Asamblea General, pero en el plano más técnico, en los comités de la U N C T A D , entendían la econom ía mundial de formas distin tas. El desarrollo del este de Asia estaba convirtiendo la palabra «desarrollo» en un térm ino pasado de m oda, y sacaba de la p o b re za a m uchos más millones de personas que cualquier programa del Banco M undial en Chad. !
Esto no significaba que el giro hacía filosofías políticas y econó micas más conservadoras quedara incontestado; a él se oponían de hecho, con m ucha acritud, la mayor parte de los gobiernos de países en vías de desarrollo y las voces simpatizantes y contrarias al laissezfaire del N orte. Las istraciones estatistas, pongamos por caso, de la Francia del presidente François M itterrand albergaban profun das sospechas acerca de esas nuevas tendencias porque amenazaban a sus propias políticas de gasto interno y las formas de vida tradiciona les de sus partidarios políticos. Los temores ante la globalización iban en aum ento, año tras año, entre todos los que se sentían amenazados por las recientes tendencias económicas, por la creciente volatilidad y por la com petitividad. Pero, pese a todo este descontento, en tér minos prácticos los gobiernos que se encontraban en apuros desde el punto de vista económ ico y buscaban ayuda exterior tenían que aceptar un «programa» de reformas que solía incluir un elevado gra do de disciplina fiscal y, p or tanto, controles sobre el gasto público. Este era u n elem ento central del Plan Baker, que tendía una m ano a México. En la im portante reunión de la U N C T A D VIII celebrada en Cartagena, Colombia, en 1992, se acordó que una buena i nistración de la economía interior era esencial, que la confrontación N orte-S ur era destructiva y que la división del planeta en bloques comerciales rivales no era el camino que había que seguir. C om o consecuencia de ello, cuando se utilizaba el concepto «reformas estructurales», significaba cada vez más reformas de las es tructuras internas de un país que pidiera ayuda, en lugar de modifi caciones en el orden de poder internacional. Y la consigna que lo acompañaba, «nivelar los terrenos de juego», era en realidad la de rrota del anterior argum ento según el cual los países que se hallaban en vías de desarrollo requerían una consideración especial y no debe rían quedar sometidos necesariamente a los principios del mercado. En otras palabras, si la década de 1990 fue testigo de algún acuerdo insti tucional en el debate N orte-S ur, se debió principalmente a que un Sur debilitado se vio obligado a hacer concesiones. Esto queda claro en el docum ento «Un programa de desarrollo», de 1994, del secretario general Boutros-Ghali. La Asamblea General le había pedido un do cum ento análogo al de Î992, «Un programa de paz», y pretendía re
cordar a las grandes potencias que la seguridad no era el único asunto de la organización mundial, ni siquiera el principal. Pero tras cuaren ta borradores con sus correspondientes revisiones, y con sus tortuosas referencias a «descubrir la mezcla adecuada» de apoyo a la empresa pri vada y cooperación en la dirección de la economía por parte del go bierno, el nuevo docum ento nadaba entre dos aguas. A] tiempo que conservaba gran parte de la retórica del nuevo orden económico in ternacional, «Un programa de desarrollo» mostraba que la izquierda se había visto obligada a abandonar esa aspiración por las variaciones en el ambiente y la «disciplina» de las fuerzas del mercado. Estos cambios de ánim o no facilitaron nada las cosas al FMI ni al Banco M undial. Los conservadores extremistas sospechaban aho ra profundam ente de ambas instituciones y exigían su abolición. Cuando las operaciones de rescate importantes del FM I fracasaban, o cuando un país que recibía vastas sumas de dinero en concepto de ayuda se veía todavía en apuros (México, R usia y Brasil eran casos obvios y de m ucha envergadura), el FMI recibía duros ataques por haber com etido errores de cálculo, por prestar dinero de forma te meraria a gobiernos corruptos e ineficaces y, en general, por derro char el dinero de los demás. Pero quizá recibía críticas aún más ás peras de la izquierda, a la que siempre le disgustó el principio de «condicionalidad» y acusaba al FMI de obligar a im poner a los go biernos nacionales programas de austeridad que perjudicaban a los po bres. La «condicionalidad» es sin duda el sello distintivo de los ban queros de todas partes; ninguna institución financiera presta dinero sin pedir alguna garantía. La verdadera pregunta era: ¿qué tipo de condiciones deberían exigirse? Al fin y al cabo, en la década de 1990 tanto la O N U com o los organismos especializados proponían un nuevo conjunto de requisitos internos para esos países (el fin de las violaciones de los derechos humanos, la transparencia en el gobier no, elecciones democráticas, la m ejora de la situación de la mujer) que a los liberales occidentales les agradaban bastante, aun cuando la m ayor parte de los países en vías de desarrollo continuaran queján dose en vano de esta práctica. El Banco M undial estaba aún más atrapado en este doble flanco de críticas que su organización hermana. Ello se debía probable
m ente a que el FM I era m ucho menos visible para el público, y tam bién a que operaba m ediante reuniones confidenciales con los go biernos receptores, que a su vez tenían que im plantar los esperados programas de recuperación, mientras que el Banco M undial actuaba sobre el terreno, financiando y supervisando proyectos que estaban claramente a la vista del público y que, si se consideraba que habían salido mal, exhibían señales claras del fracaso. La actuación del Ban co M undial se había visto sometida a ataques desde hacía m ucho tiempo. Había sido denunciado por los liberales, por ejemplo, por continuar concediendo préstamos a Sudáfrica m ucho después de que el apartheid se hubiera vuelto inisible para el m undo civili zado; y había sido denunciado por los conservadores por increm en tar el dinero para la ayuda (el «bienestar»), sobre todo cuando no po dían devolverse cantidades tan elevadas. Pero fueron los fracasos de los proyectos específicos del Banco M undial, y las noticias de que estaban ocasionando efectos colaterales imprevistos pero claramente perjudiciales sobre las comunidades locales y el m edio am biente, lo que realmente lo pusieron en problem as.13 Deberíamos decir que muchos de estos desastres no eran culpa de las instituciones de Bretton W oods; al menos, no directamente. Para respetar la soberanía de una nación, los préstamos se negociaban con los propios gobiernos, pero ¿qué sucedía si estos últimos no cum plían o no podían cumplir con el plan, o decidían invertir su política, o incluso se desmoronaban, com o les sucedió a muchos gobiernos africanos en la década de 1970? Los organismos locales y las is traciones corruptas podían malversar fondos, llevar a cabo los progra mas con torpeza o no prestar atención a cuestiones medioambientales. Los fondos entregados de forma conjunta con otros organismos de la O N U para apoyar, por ejemplo, la limpieza del M editerráneo, eran atractivos sobre el papel, pero fracasaban debido a la contaminación ilegal reiterada y a las políticas inadecuadas de las autoridades locales. Otros proyectos estaban directamente mal concebidos. Las primeras prioridades para la inversión en centrales eléctricas e infraestructuras a gran escala eran excesivamente ambiciosas, depositaron m ontones de dinero en manos equivocadas y no se pusieron en marcha en el ni vel adecuado. Los objetivos de algunos proyectos financiados de for
ma independiente colisionaban con los de otros proyectos. Solía ha ber poca participación local o pocas transferencias de conocim ientos técnicos, y en términos generales se suponía que esos mismos m éto dos de gestión y actuación podían trasladarse de un país a otro. Se ig noraban las consecuencias medioambientales de algunos proyectos del Banco M undial. M uchos de los funcionarios inteligentes y más entregados a su trabajo en el Banco M undial, el P N U D y otros or ganismos que trabajaban sobre el terreno descubrieron estas fisuras con m ucha rapidez, pero no era tan fácil transmitirlas de nuevo a W ashington, N ueva Y ork y Ginebra. La publicidad negativa fue brutal, contundente e incesante. Los activistas locales unían sus fuerzas con los antropólogos occidentales, las O N G , los grupos eclesiásticos y los medios de com unicación para llamar la atención sobre las autopistas que arrancaban a su paso los bosques tropicales, desplazaban a pueblos indígenas, echaban a perder el aire y los ríos, y beneficiaban a unos pocos sin escrúpulos. Eso mis m o era cierto en el caso de muchos proyectos de presas. En todos los casos, la intención era buena: mejorar las comunicaciones o incre m entar el abastecimiento de agua y energía, y el Banco M undial y el P N U D cumplían con sus fines establecidos de ofrecer ayuda finan ciera a los países más pobres. Pero las cosas no iban tan bien sobre el terreno, y eso era lo que más despertaba la atención de la izquierda. P o r otra parte, los conservadores veían confirmada su opinión de que ofrecer ayuda internacional era com o tirar dinero a la alcantarilla. Irónicam ente, las críticas apuntaban nuevas tendencias que contribuirían a m ejorar a largo plazo las actuaciones de la O N U en cuestiones de desarrollo. C om o señalaban diversos informes poste riores sobre el desarrollo, quizá hubiera sido necesario que la orga nización m undial y sus m iem bros pasaran por la crisis política y fi nanciera de las décadas de 1970 y 1980, incluidas las reacciones a la misma, porque contribuyó a que las agencias y los gobiernos com prendieran qué funcionaba y qué no, qué era políticam ente viable y qué no. U na crisis financiera, ya fuera en M éxico o en Gran Breta ña, ponía a prueba al FMI y a m enudo se traducía en la m ejora de sus respuestas e instrumentos. Las acendradas críticas a un proyecto del Banco M undial que había salido mal, de un m odo no m uy dis—
tinto a las recibidas p or una operación de paz que había fracasado, tenían el potencial de estimular la aplicación de políticas mejores y más realistas en la próxim a ocasión. U n brusco giro a la izquierda en el debate N orte-Sur, ignorando el hecho de que un grupo de na ciones estaba pidiendo a los gobiernos elegidos democráticamente que transfirieran recursos, debía ser sustituido sencillamente por for mas más adecuadas y sutiles de alcanzar una m ayor cooperación mundial, com o la modalidad de préstamo del microcrédito, que ana lizaremos en el próxim o capítulo. Esto, en conjunto, se fue hacien do de forma paulatina. Las agencias y los gobiernos, al igual que los propios seres humanos, son capaces de aprender de los errores. Pero con sus numerosos errores iniciales, los organismos de desarrollo y financieros mundiales causaron una im presión de despilfarro e in competencia que sería difícil sacarse de encima.
Todo resum en de los esfuerzos realizados y los progresos alcanza dos p or la hum anidad de form a colectiva en la esfera económica durante el más de m edio siglo transcurrido desde 1945 está aboca do a ser desigual. La lección más im portante que sin duda se des prende de ello es que las políticas interiores im portaron más que la ayuda internacional en la m ejora de la prosperidad de un país; des de el Wirtschaftswunder* de Alem ania O ccidental hasta el boom de la alta tecnología de Silicon Valley o el ingreso de Singapur en el club de los países ricos, el mensaje era que no existía sucedáneo al guno para las medidas de política interior prudentes o el fom ento de la empresa privada. Solo unos pocos y afortunados países ricos en petróleo se oponían a esta tendencia, pero incluso aquí las evi dencias indican que, a largo plazo, el buen gobierno y las políticas prudentes son un recurso nacional m ejor que los yacimientos del subsuelo. N o obstante, sería interpretar mal la historia obviar esa perogrullada económ ica y llegar a la conclusión de que el sistema de las N aciones Unidas, sus organismos y agencias especializados, y todas las demás instituciones asociadas a él no habían tenido ningún * E n alem án, «milagro económ ico». (N. del T.)
efecto sobre los progresos económ icos de estas aproxim adam ente cinco décadas. En el año 2000, los organismos de la O N U habían recorrido un largo trecho mejorándose a sí mismos y, por tanto, ocupando una posición m ejor para ayudar a aquellos a quienes estaban destinados a servir. El cambio se percibió más visiblemente en las actividades e ideas presentadas por un reforzado P N U D , y, precisamente, en el próxim o capítulo referiremos cóm o ese organismo y las institucio nes gemelas del E C O S O C , com o el P N U M A , la U N E S C O , U N ICEF, el F N U A P y otros, trabajaban para ser más efectivos y respon sables. A unque todavía queda m ucho por hacer, una considerable racionalización de la actividad, la m ejora de la cooperación entre agencias y una com prensión más precisa de dónde y cóm o era más (y menos) efectivo cada organismo favorecieron progresos generali zados poco conocidos, pero relevantes. Tam bién había más coope ración entre los organismos de la O N U , el Banco M undial y los Bancos Regionales de la O N U , sobre todo en proyectos concretos sobre el terreno, donde la asistencia técnica era la principal priori dad. Por ejem plo, la Iniciativa para el Fortalecim iento de las Capa cidades en África supuso la cooperación entre el Banco M undial, el Banco Africano de Desarrollo, el P N U D y otras agencias de la O N U , además de involucrar a otras fuentes de ingresos bilaterales. El acuerdo de 2001 para crear la Nueva Asociación para el Desarro llo de África com prom etió a los líderes africanos en un gobierno transparente y responsable, tras lo cual los países donantes, en reci procidad, ofrecerían ayuda adicional para el desarrollo. Esto era em pezar a hacer que las cosas avanzaran sobre el terreno, y con la par ticipación de los agentes locales en el prim er plano. Así, mientras el acalorado debate político sobre la economía mundial continuaba incólum e, el fortalecimiento de las capacidades proseguía su avance en m uchos lugares. Hasta u n cínico hastiado tendría que reconocer que los ejemplos concretos de avance im por taban. U na triple ayuda (del Banco M undial, el P N U D y el P N U MA) concedida a una pequeña aldea situada en las laderas del m on te Kenia para ayudar a sus habitantes a dom inar el agua y producir electricidad estaba transformando una sociedad que había vivido du
rante generaciones al borde del desastre. U n préstamo del P N U D a pequeños agricultores de Kirguizistán estaba proporcionando a sus receptores la prim era oportunidad de su vida de construir un futuro de prosperidad. Aquí había pequeñas historias de éxito de las que los organismos de la O N U estaban orgullosos; m erecían sin duda tanta atención com o los relatos acerca de la mala gestión y el despilfarro.14 N o obstante, sigue siendo cierto que los organismos de la O N U dedicados al desarrollo no pueden responder a dos acusaciones de m ayor calado, a saber: 1) que no tienen capacidad para ayudar a los mil millones de personas más pobres de este m undo, los auténtica m ente pobres, pese a realizar el máxim o esfuerzo; y 2) desempeña ron un papel m uy limitado, si es que lo tuvieron, en la historia del asombroso aum ento de los niveles de vida de centenares de millones de familias de todo el m undo, pero principalm ente de Asia. Es per tinente considerar que ambos casos pueden quedar siempre más allá de la influencia que los organismos mundiales puedan ejercer en esas espirales descendentes o ascendentes. Quizá, entonces, los organis mos de la O N U solo puedan operar en los márgenes o en determ i nados contextos favorables. Eso mismo podría decirse del FM I y del Banco M undial. Gran parte de la agitación para transformar o abolir las instituciones de B retton W oods con ocasión de su quincuagésimo aniversario (su es logan y campaña más conocida fue «¡Cincuenta años bastan!») era poco práctica, pero el hecho mismo de que hubiera críticas duras, ju n to con las exigencias de la década de 1990, se tradujo en el re planteamiento de las misiones y en la mejora de las políticas. Dos ins tituciones gemelas regresaban a sus responsabilidades independientes, donde el FM I era escolta y bom bero para salvar a los países que atra viesan apuros financieros y el Banco M undial se centraba más en la ayuda a largo plazo a los más pobres de entre los pobres. Pero esta era una diferenciación que reconocía que en muchas ocasiones debían trabajar codo con codo, puesto que una crisis económica y social en un país en vías de desarrollo o el mercado de un país que aflora con titubeos podrían requerir sensatamente una respuesta en varios planos y una cautelosa división del trabajo. Ambos siguieron afrontando grandes desafíos (el FM I por la crisis fiscal latinoamericana, las nece
sidades de las antiguas repúblicas soviéticas y el inesperado calenta m iento financiero del este de Asia a finales de la década de 1990; y el Banco M undial por la exigencia de satisfacer las necesidades de desarrollo de Africa), y las cosas podían torcerse terriblemente, y se torcían, en ambas dimensiones y acabar dando m ucho trabajo a sus crítico s.'5 Al analizar algunos de estos fracasos, a uno le queda la impresión de que el FMI en particular no podía triunfar: si concedía un préstamo im portante, pongamos por caso, a Rusia o a Brasil y lo acompañaba de las condiciones bancarias de ese préstamo, sería criti cado por su austeridad. Pero si no hacía nada, sería criticado por no ser capaz de frenar una crisis financiera global. Quizá lo m ejor que pueda decirse es que, si el FMI y el Banco M undial no existieran ni desempeñaran las funciones que se les demanda, el m undo financie ro y el sistema m onetario en su conjunto se encontrarían m uy pro bablem ente en peor forma de lo que se encuentran en la actualidad. Eso mismo podría decirse de los progresos realizados en el cru cial ám bito de los acuerdos comerciales internacionales, que m oti vaban controversias y ataques más violentos que los que se hubieran lanzado jamás contra el dúo de B retton W oods. La creación en 1995 de la Organización M undial del C om ercio (O M C ) para reemplazar al G A T T señaló el fin de la ardua R onda U ruguay de negociaciones y, visto con m ayor perspectiva, supuso la materialización final de la idea de que debía existir una organización internacional del com er cio, concebida hacía m ucho tiem po para que fuera la «tercera pata» del sistema de B retton W oods, y que ahora, al igual que ellas, era un organismo independiente del E C O S O C . La O M C tenía los colm i llos más largos que el G A TT , lo cual por sí solo la convertía en un organismo más im portante y polém ico, y sus atribuciones para sal vaguardar las reglas del com ercio sin discriminaciones pusieron en cuestión las costumbres proteccionistas de los países ricos y pobres por igual; tam bién se ocupaba de m uchos más artículos y servicios que los productos m eram ente industriales. Gran parte de su energía iba dirigida a solucionar disputas entre Estados Unidos y la U nión Europea en relación con las subvenciones ocultas, las ayudas a los agricultores, los impuestos sobre el acero y similares; una labor con frecuencia desagradecida, dado el m odo en que los gobiernos de
ambos lados cedían a poderosos grupos de presión internos en lugar de someterse a la idea de llegar a un acuerdo en una mesa interna cional. Pero llegar a un acuerdo y falsificarlo era m ejor que un co lapso com o el de la década de 1930. C on todo, la mayor polémica acerca del orden comercial interna cional que la política de la O M C y las resoluciones de la U N C T A D trataron de prom over era si, m ediante sus principios de apertura de los mercados, favorecían de form a inherente a los poderosos fren te a los débiles. Este debate debió de parecer un diálogo de sordos. Los defensores de la nivelación del terreno de juego sostenían que el buen gobierno y el fom ento del com ercio atraerían las inversiones extranjeras, increm entarían los ingresos y m ejorarían la calidad de vida de todos los países sin necesidad de distorsionar los principios del m ercado ni ofrecer un tratamiento especial. Los críticos del Sur se quejaban, y siguen quejándose, de que la globalización sin restric ciones peijudica a los países en vías de desarrollo, que no disponen de los recursos adecuados para negociar acuerdos en la O M C (que se cierran a puerta cerrada), no tienen control alguno sobre las afluen cias y las fugas de capital, dependen demasiado de unos pocos artícu los de exportación y, p o r tanto, no tienen posibilidad alguna de comerciar con empresas gigantescas que tienen m ucha más fuerza. Los liberales del N orte se quejan de que el impulso hacia la globali zación y la m odernización en todas partes está amenazando a deter minadas culturas y formas de vida y que solo puede ocasionar mayor presión sobre los entornos deteriorados en tierra, mar y aire. Los lí deres sindicalistas tem en que un sistema de mercado com pletam en te libre m erm e los niveles de vida de los trabajadores del N orte, cuya fuerza laboral no puede com petir con los costes m ucho menores de las empresas del Sur.16 Cualquier opinión que sostuviera que estas no eran cuestiones graves se desvaneció durante las airadas manifestaciones realizadas en el exterior de la reunión ministerial de la O M C celebrada en Seattle a finales de 1999, puesto que la inmensa heterogeneidad de los ma nifestantes (ecologistas, sindicalistas, anarquistas, defensores de los de rechos hum anos, portavoces del Sur) demostraba con claridad que el «alejamiento» de la gestión de la econom ía mundial hacia un orden
liberal y orientado al mercado de las décadas de 1980 y 1990 era ina ceptable para millones de personas. Quizá un Banco M undial m u cho más com penetrado y centrado en la pobreza bajo la dirección de James W olfensohn o un imaginativo y vigoroso P N U D bajo la di rección de Gustav Speth hubieran iniciado programas de desarrollo holísticos y adecuados; pero a juicio de sus críticos también represen taban el viejo orden, que se disfrazaba simplemente con un atuendo más atractivo. La tensión entre la retórica noble y los elevados prin cipios igualitarios de la Carta de la O N U y la distribución real de la riqueza, el poder y la influencia en la econom ía mundial continuó inalterada mientras la hum anidad ingresaba en el siglo xxi. Así pues, aquí residía la m ayor reprobación de todas sobre los es fuerzos colectivos para m ejorar la condición humana: que quedaban pruebas elocuentes de pobreza masiva en Darfiir, M yanm ar y m u chas otras partes del planeta, aun cuando al mismo tiem po muchos otros millones de personas en Bangalore o Shanghai estuvieran as cendiendo a la clase media. En función de las estadísticas que utili cemos, todavía quedan entre mil millones y dos mil millones de per sonas (un tercio de la humanidad) que subsisten con dos dólares o menos al día. La m alnutrición, la falta de agua potable, la falta de atención sanitaria y la falta de educación y empleo afligen a infinidad de territorios. Enfermedades viejas y nuevas acechan a sociedades enteras. La desesperación está llevando a las comunidades a deterio rar su entorno, incluso hasta el ecocidio. Los «estados fracasados» de muchas zonas de Africa son la última manifestación de nuestro fra caso a la hora de ofrecer ayuda a tiempo; y dada la intensificación de las presiones demográfica y medioambiental, es posible, incluso pro bable, que se produzcan más colapsos. Fuera de Africa, particular m ente en América Latina, los países que empezaron a salir de la po breza en las dos últimas décadas han descubierto que sus beneficios son frágiles o efímeros cuando estalla una crisis financiera, el capital huye y se introducen nuevas medidas de austeridad; com o si no co nocieran ya bastante la austeridad. En el N orte, las antiguas econo mías socialistas maltrechas están en m ejor forma, pero todavía lu chan por sobrevivir a la nueva com petitividad. Y más de un sector socioeconómico incluso de los países más ricos siente inseguridad la
boral y angustia ante su futuro. C om o hemos afirmado al com ienzo de este capítulo, se trata de un balance decepcionante. Aun cuando hoy día disfrute de niveles de vida más altos una parte de la hum ani dad m ayor que la que los disfrutaba en 1945, las deficiencias que to davía persisten son tan numerosas que no hay lugar para felicitarse. La tarea está todavía incom pleta, y por un amplio margen.
La promesa y la amenaza del siglo x x i H ay una vieja analogía sobre la historia y la perspectiva según la cual todos formamos parte de una inmensa caravana que serpentea atra vesando un desierto ju n to a una cordillera m ontañosa. C uando avanzamos desde el sur, las cumbres parecen tener una determinada forma, pero adoptan otra diferente cuando los observadores alcanzan la cima de las montañas, y vuelven a ser distintas cuando volvemos la vista atrás para verlas. Quizá deberíamos enfocar nuestro análisis de la O N U de un m odo similar. Los fundadores de la organización mundial, los grupos interesados y los medios de com unicación de la época veían obviam ente el sentido y los fines de las Naciones U n i das de forma distinta a com o lo hacemos nosotros hoy día; ¿cómo no iban a hacerlo, sobre todo en aquellos años épicos com prendidos entre 1943 y 1946? En el m undo actual, todos nosotros (tanto si simpatizamos con la organización com o si m ostram os hostilidad o indiferencia) contem plam os naturalm ente la O N U bajo otro pris ma, afectados p o r sesenta años de historia. Para el año 2050, la opi nión pública, los grupos de interés y los gobiernos verán sin duda este grandioso experim ento de gobierno m undial de un m odo m uy distinto, com o consecuencia de los diferentes éxitos y fraca sos de la O N U en las décadas venideras. N o hacerlo así sería anti natural. Esto dificulta extraordinariamente indicar dónde podrían reali zarse avances y dónde residen los principales obstáculos para avanzar: la historia es tan compleja y contradictoria que confunde. Pero esa es precisamente la cuestión. La conclusión de los seis relatos paralelos de
la segunda parte de este libro es que la trayectoria de ¡a O N U es desi gual. ¿A quién podría sorprenderle, dado que se trata de una organiza ción humana y falible que depende tanto de los antojos de poderosos gobiernos nacionales com o de las flaquezas de los altos funcionarios de la O N U ? De manera que si la tasa de éxitos durante los primeros sesenta años de vida del organismo ha sido desigual, cabe razonable m ente suponer que, ju n to con los progresos, presenciaremos también fracasos y decepciones en las décadas venideras. N o va a producirse el desm oronamiento absoluto de las Naciones Unidas, pues han sido muchas las naciones y pueblos que han invertido en ella para im pe dir que suceda. Por otra parte, tampoco es posible que ahora se pro duzca, com o se defiende en muchos proyectos de reforma radical, una reestructuración constitucional general del organismo mundial, aun cuando las ventajas sean innegables. C uando la O N U cambie, si es que cambia, las transformaciones tendrán que realizarse, por tanto, de forma parcial y gradual. Eso no quiere decir que carecerán de im portancia. Im portarán m ucho. P or consiguiente, es esencial adoptar un enfoque «piano, piano» para re formar las Naciones Unidas, con el fin de sortear los habituales con troles impuestos por las grandes potencias, las legislaciones naciona les y otras instancias que prefieren que las cosas se queden como están. El cambio no es imposible, pero la pelota de proponer cam bios que puedan funcionar está en el tejado de ¡os críticos del siste ma actual con mentalidad reformista, ya se trate de grupos indigna dos de los países en vías de desarrollo o de intemacionalistas liberales del m undo desarrollado. C ualquier tipo de propuesta tiene que su perar dos pruebas: en prim er lugar, ¿ofrece alguna perspectiva real de mejora m edible y práctica de nuestra condición humana?; y en segundo, ¿tiene alguna oportunidad razonable de ser aceptada por los gobiernos que controlan el organismo mundial? El argum ento de reform ar la Organización de las Naciones U ni das para que sea más efectiva, representativa y responsable ha adqui rido hoy día m ayor urgencia que, por ejemplo, hace veinticinco años, debido a diversos cambios. El prim ero se refiere al ám bito del poder, tan vital en la actuali dad como lo fue en el m om ento fundacional de la O N U . El acuer
do de paz de 1945 fue, com o ya hemos señalado, el prim er orden de una posguerra que concedió de m anera indefinida el privilegio del veto a una pentarquía de naciones, de u n m odo que no se ha bía hecho en los acuerdos posteriores a la Prim era Guerra M undial. Pero la siempre cambiante naturaleza del sistema político interna cional (en una palabra, el ascenso y caída de las grandes potencias) no puede congelarse ni detenerse m ediante u n simple contrato. El m undo sigue adelante. Suecia y España fueron agentes de prim er orden en 1648, de segundo en 1814, y apenas participaron en 1918 y 1945. D e m odo que el sistema internacional afronta en el si glo X X I u n problem a sistémico fundam ental que los líderes nacio nales ni siquiera han em pezado a vislumbrar, y m enos aún a abor dar. Los equilibrios de poder económ ico y m ilitar global están cam biando, y con m ucha rapidez. Q uizá se asegura demasiado que se producirá el reciente aluvión de predicciones acerca de esas transformaciones, pero a m enos que suceda alguna catástrofe im portante en Asia a lo largo de las próxim as décadas, los rasgos ge nerales están claros. • C uando las Naciones Unidas celebren su centenario en 2045, C hina podría ser perfectamente la fuerza económica y produc tiva más grande del m undo, mayor aún que Estados Unidos. • India puede representar la tercera econom ía del m undo, ma yor que la de Japón y que la de cualquier estado europeo to m ado de forma individual (aunque no mayor que la de la U n ió n Europea en su conjunto, que, por su parte, puede te ner u n producto nacional bruto m arcadamente superior al de Estados Unidos). • Brasil, Indonesia y quizá una Rusia revitalizada podrían estar avanzando rápidamente hasta acabar superando el peso de los estados europeos tradicionales.' Estas predicciones causan vértigo, y es poco probable que los es cenarios se desplieguen tal com o lo indican quienes los pronostican. Pero lo esencial continúa siendo válido: los equilibrios económicos en el m undo, y en última instancia los de poder, están cambiando con
mayor rapidez que en cualquier otra época desde la década de 1890; y si las Naciones Unidas continúan atadas a su constitución de 1945 parecerán, y serán realmente, cada vez más anacrónicas. Los gobier nos y los congresos nacionales que se defienden de las propuestas sensatas de m odernización del organismo mundial deberían recono cer que están condenándolo a la irrelevancia. Tam bién podrían con toda honestidad dejar de atacar a la O N U calificándola de instru m ento ineficaz cuando son precisamente ellos los que han tratado de que se convierta en eso. El segundo rasgo evolutivo de las Naciones Unidas que exige una reforma urgente hace referencia a las diferentes presiones m un diales ejercidas sobre la capacidad de la hum anidad para mantenerse a sí misma. Estas presiones son bien conocidas entre los pueblos más alfabetizados del planeta, y únicam ente las ponen en cuestión algu nos excéntricos reclutados para escribir artículos pseudocientíficos «de desmentidos» para las revistas conservadoras. Todos los datos medioambientales y atmosféricos indican bastante bien que nos en frentamos a una época en que nuestra ecología recibirá presiones te rribles y, concretam ente, que el calentamiento global del planeta es un hecho demencial. ¿Cóm o no iba a ser así cuando los glaciares es tán desapareciendo en los Alpes suizos y los campos de hielo de la Antártida se están fundiendo con el mar? Estrecham ente ligado a ello está la industrialización de Asia, impulsada en gran medida por la necesidad de sus regímenes nacionales de proporcionar unos ni veles de vida más altos a las poblaciones de China, India, Indonesia y Pakistán; ¿cómo se crea prosperidad para tres mil millones de per sonas sin destruir gran parte del planeta? Quizá, ni siquiera colecti vamente seamos capaces de resolver este problem a crucial, pero lo que es seguro es que ningún país puede hacerlo en solitario. Se tra ta de un desafío internacional que se debe abordar con medios in ternacionales. Esto mismo es cierto para el fenóm eno relativamente nuevo del terrorismo internacional. N o tenemos por qué aceptar que es el pe ligro más serio para la hum anidad (el sida causará muchas más vícti mas) para reconocer que ninguna sociedad del planeta está libre de sufrir ataques aleatorios y brutales. Pero hacer frente al terrorismo no
es cosa que pueda hacer un país en solitario, por poderoso que sea. Exi girá acciones internacionales coherentes, junto con labor policial, ser vicios de inteligencia compartidos, destrucción de células terroristas y una presión constante contra los regímenes que cobijan a terroristas. Aquí parece poco probable alcanzar un éxito absoluto, ya que siempre habrá alguna organización terrorista escindida y más violenta que al bergue un profundo rencor y formule exigencias inaceptables; pero re ducir sus actividades a un nivel en el que la mayor parte de la gente del m undo pueda dedicarse a sus asuntos corrientes sin tem or o inconve nientes poco razonables, debería ser un objetivo aceptado por todos los estados de la O N U . Para conseguirlo, deben cooperar. Por últim o, y quizá lo más im portante, la com unidad mundial se enfrenta al reto de cóm o tratar a los estados que se hayan desm oro nado, contener los genocidios, las hambrunas y demás calamidades internas, y devolver con firmeza a esas naciones su soberanía legíti ma. C om o han demostrado los acontecimientos de Bosnia, Africa occidental, Somalia, Afganistán y muchos otros lugares del planeta, no es una tarea fácil; se trata de una tarea que en la mayoría de los casos será labor de muchos años y sufrirá muchos reveses. Pero es ine ludible enfrentarse al problem a de dichos estados, puesto que es pre cisamente allí donde presenciamos unos niveles inaceptables de vio lencia, violaciones de los derechos de las mujeres y los niños, y degradación medioambiental, y, con mucha frecuencia, son caldo de cultivo de terroristas. Todos estos son desafios para la constitución de 1945 del orga nismo mundial. Las consecuencias políticas y de poder del ascenso, p or ejemplo, de India y Brasil a una posición de m ayor influencia económica y estratégica desafían inevitablemente el dom inio que los cinco permanentes con derecho a veto han ejercido en el Consejo de Seguridad durante los últimos sesenta años. U n axioma de los padres fundadores de la O N U era que las grandes potencias tenían que recibir de algún m odo derechos especiales (aunque fue ran negativos) con el fin de im pedir que abandonaran o paralizasen el sistema internacional, com o sucedió en las décadas de 1920 y 1930. Sería difícil negar ese argum ento a India si su PN B supera al de Gran Bretaña y Francia a lo largo, más o menos, de la próxim a década.
Pero los cambios transnacionales descritos con anterioridad ponen aún más en cuestión aquella constitución de 1945 centrada en los es tados, sencillamente porque dichos cambios quedaban m uy lejos de las suposiciones y expectativas de los políticos que se reunieron en B retton W oods, D um barton Oaks, Yalta y San Francisco. En aque lla época no había lugar para asuntos com o el terrorismo internacio nal, el calentam iento global o los estados colapsados; ahora em pie zan a ocupar el centro de la escena. Esto plantea a la com unidad internacional una pregunta fundamental que m uchos de sus estados han venido evitando durante décadas: ¿cómo vamos a re conciliar las «viejas» Naciones Unidas con el «nuevo» escenario in ternacional modificado para que este organismo sea más eficaz ante los grandes problemas de hoy y del mañana?
Antes de batallar con esa cuestión, tratemos de com prender m ejor a qué se refiere la gente cuando emplea esa im portantísima expresión de «reforma de las Naciones Unidas». Si analizamos m inuciosam en te las diferentes propuestas de «reforma», queda claro que la expre sión se emplea de tres formas distintas o se aplica a tres planos dife rentes, lo cual explica gran parte de la confusión. La primera, a la que podríamos denom inar el enfoque de la «limpieza del corral», es en esencia com o sigue: reorganicemos el sis tema, eliminemos los organismos que se solapan y echemos a todos esos burócratas internacionales tan bien pagados que viven a orillas del lago Leman, con lo cual reducirem os el coste para los contribu yentes (sobre todo, estadounidenses). En realidad, gran parte de esto es lo que se ha hecho durante la últim a década, impulsado por las demandas de ios congresistas estadounidenses y de los altos funcio narios de la O N U con mentalidad reformista. El enfoque es, obvia m ente, negativo. Supone reducir la envergadura de las Naciones Unidas y sin duda no otorgarles ningún poder nuevo. Aunque apun ta las innegables ineficiencias del sistema actual, esta escuela de pen samiento desconfía en esencia de la posibilidad de un gobierno in ternacional y tem e la amenaza que podría plantear para las acciones nacionales unilaterales.
En segundo lugar, en el otro extrem o del espectro, hay peticio nes de reforma que supondrían cambios importantes en la constitu ción de la O N U ; es decir, una m odificación de la propia Carta que, com o ya hemos señalado anteriorm ente, exige la aprobación por mayoría de dos tercios en la Asamblea General y la conformidad (o al m enos el no veto) de los cinco miem bros permanentes.2 Estas son las reformas que propugnan los intemacionalistas apasionados, más algún gobierno aspirante, y suelen ser ciertam ente m uy atrevidas. Así, el inform e de 1995 de la Fundación Ford y la Universidad de Yale recom endaba ampliar el Consejo de Seguridad (para incluir a otros cinco m iem bros permanentes), reducir la utilización del veto (exclusivamente a cuestiones de emergencia relacionadas con la guerra y la paz) y suprimir el E C O S O C (que sería sustituido por un Consejo Económ ico más poderoso y por u n Consejo Social gem e lo). O tros informes, com o el del reciente Grupo de Alto Nivel so bre las Amenazas, los Desafíos y el Cam bio, recom endaban eliminar el Consejo de istración Fiduciaria.3 Hay quien solicita una li m itación de la independencia de las instituciones de B retton W oods que les exigiera rendir cuentas ante la Asamblea General. Todas es tas reformas conllevan desplazamientos de poder y privilegio im por tantes, y todas y cada una de ellas ya han suscitado, y continuarán suscitando, acalorados debates. La pregunta es: ¿qué probabilidad hay de que prospere alguna de ellas? El tercer enfoque ocupa una posición intermedia. N o pretende ciertam ente reducir las Naciones Unidas; por contra, trata de refor zar sus capacidades y su efectividad para potenciar con ello su pres tigio ante los gobiernos y las opiniones públicas. Pero reconociendo los obstáculos políticos y estatutarios que se encuentran en el cami no de una reforma im portante de la Carta, propone un paquete de medidas progresivas y transformaciones prácticas, con la rem ota es peranza de que, si esas mejoras revelan tener éxito, quizá más ade lante sería posible conseguir modificaciones estatutarias significati vas. A esta escuela de pensamiento pertenecen quienes defienden alguna m ejora de la Carta pero sostienen que sus propuestas son m o deradas y que ningún gobierno debería sentirse amenazado por ellas. Este tipo de opiniones (sostenidas tam bién por este autor) decepcio
nan a quienes defienden realizar reformas de raíz por su falta de combatividad, y alarman a los grupos que pretenden sanear la orga nización, que tem en que puedan lograr m ejorar el aspecto de las Naciones Unidas. C om o revelan todos los estudios sobre la reforma de la O N U , no existe ningún cam ino fácil, sino solo trabas y obs táculos. Negociarlos no es tarea fácil.
Este asunto de la diferente «profundidad» de las reformas posibles de la O N U , además de la respectiva viabilidad de cada una de ellas, pue de apreciarse con facilidad en el debate sobre la modificación de las condiciones de ingreso y los poderes del Consejo de Seguridad, el asunto que más se menciona cuando se formulan demandas de cam bio. Aquí podem os reconocer tres grupos de argumentos (dejando al margen la impracticable idea de que ningún estado m iem bro debiera tener derecho especial alguno). El primero consiste en dejar las cosas tal com o están. Los acuerdos de 1945 son ciertamente imperfectos y no se habrían alcanzado si los 191 actuales crearan una nueva organización. Pero en la actualidad es sencillamente m uy difí cil aprobar enmiendas de la Carta a gran escala. Todas las propuestas para modificar la composición del Consejo de Seguridad (es decir, para aumentar el núm ero de ) lo volverían más torpe y, por tan to, sería menos probable que funcionara bien. Y la cuestión es tan controvertida y está tan cuajada de problemas que lo único que un debate así conseguiría es empeorar muchas relaciones diplomáticas. Sencillamente, es mejor no tocar el avispero. U no tiene la sospecha de que un buen núm ero de políticos y funcionarios de todos los del P5 se inclinan en privado por este m odo de pensar, aun cuando sus declaraciones públicas suelan indicar que están más abier tos a considerar nuevas incorporaciones a este selecto club. Unas páginas más atrás hemos expuesto la objeción a este argu mento a favor del inmovilismo: consiste en que la cambiante dispo sición de fuerzas convertirá a la actual organización de privilegios exclusivos en algo cada vez más anacrónico y menos respetado. Q ui zá el grupo del P5 conserve su oligopolio durante los próxim os diez años, o quizá incluso veinte; pero ¿qué sentido tendría? Si la in-
Irt-A C S D - íj¡b.’iOÍCC3 LA P R O M E S A Y LA A M E N A Z A D EL SIG L O X X I
fraestructura del poder global se altera, la superestructura no puede quedar intacta. P o r eso m uchos gobiernos que tratan de ocupar un si llón en esta mesa al máximo nivel (a los que los diplomáticos de la O N U se refieren de m uy diverso m odo com o naciones «aspirantes», «pretendientes» o «candidatas» a ser permanentes con dere cho a veto) y muchas de las recientes y distinguidas comisiones y gru pos de asesoramiento internacionales sobre la reforma del Consejo de Seguridad han propuesto enmiendas importantes a la Carta. P or lo general, apuntan a una ampliación del tamaño del Consejo para que pase de sus actuales quince a unos veintitrés o veinticinco, pero ese incremento general incluiría en condiciones normales a nue vos permanentes con derecho a veto, además de otros rotatorios y no permanentes. Los nombres de los países candidatos que más suelen proponerse para el ascenso son Japón y Alemania (dada su condición de segundo y tercer países, respectiva mente, que más contribuyen al presupuesto de la O N U ), ju n to con algunos otros estados fundamentales y en auge del m undo en vías de desarrollo, com o India, Brasil y Sudáfrica. D e vez en cuando, este es quem a va acompañado de la idea de que hubiera un único sillón per m anente para la U nión Europea, ocupado de forma rotatoria. C om o consecuencia de ello, se argumenta que este tipo de Consejo de Se guridad reformado permitiría que el organismo mundial recuperara la legitimidad y el respeto que ha ido perdiendo sin cesar. Aquí es donde empieza el revuelo. ¿Acogería bien C hina con ceder derecho de veto a India y, más concretam ente, a Japón? Es dudoso. ¿Aceptarían Francia y el R ein o U nido ceder su sillón na cional? Es poco probable. ¿Aportaría alguna coherencia política a las deliberaciones del Consejo de Seguridad la rotación de estados eu ropeos, grandes y pequeños, por ejemplo Dinamarca durante seis meses y luego Grecia, sin que las potencias europeas más im portan tes ocuparan un sillón del Consejo de Seguridad durante un perío do de tres o cuatro años? ¿Aceptaría Rusia que Japón dispusiese de derecho a veto? H um m m . C uando se m enciona a Alemania com o favorita, el gobierno italiano se opone con contundencia a la idea. Pakistán, a la que quizá se sumarían otras naciones del m undo m u sulmán, se mostraría excepcionalm ente inquieta ante el proyecto de
ascender a India. Los vecinos de Japón (al m argen de China) no m uestran m ucho entusiasmo ante los argumentos de Tokio. En América Latina, M éxico y Argentina niegan tajantem ente la presun ción de que Brasil sea el representante «natural» de la zona, y en África, N igeria y Egipto (cuyos gobiernos esgrimen el argum ento adicional de que no hay ningún país árabe que posea un escaño per manente) discuten la idea de que la U n ió n Sudafricana sea la alter nativa evidente. Luego están las objeciones de los estados miem bros más pequeños, que no desean que se incorpore nadie a ese club pri vilegiado: ya es suficientemente malo que haya cinco potencias con derecho a veto. Este tipo de recelos políticos viene acompañado, o disfrazado, de otras reservas que tienen cierta fuerza. Para el Consejo de Seguridad suele ser difícil llegar a acuerdos sobre resoluciones de guerra y paz, aun cuando solo cinco países tengan capacidad para bloquear una ini ciativa com ún. Diez países estatutariamente capaces de echar a perder los planes, lógicamente, conseguirían que fuera el doble de difícil la posibilidad de que el Consejo de Seguridad autorizara algo relativo a alguna crisis controvertida del futuro. C uanto mayor sea el núm ero de gobiernos con derecho a veto, m enor será el núm ero de situacio nes de pacificación y (sobre todo) de im posición de la paz sobre las que puedan coincidir todos. ¿Es eso lo que quieren los reformadores? Esta com binación de rivalidad política e inquietudes prácticas ha dado lugar a que algunos especialistas busquen un térm ino m edio acerca de la reforma del Consejo de Seguridad. C om o son propues tas de com promiso, resultan caóticas y crípticas para u n observador externo, y hasta los expertos más familiarizados con la m ateria tienen que analizar m inuciosam ente el lenguaje. P or ejemplo, el reciente G rupo de Alto N ivel de 2004-2005 proponía un com plejo paquete de alternativas, una de las cuales sugería lo siguiente: no alterar los privilegios del P5, ya que de lo contrario no se conseguiría nada; in crem entar la cifra total de miem bros del Consejo de Seguridad de los quince actuales a veinticuatro; distribuir las plazas de los dieci nueve rotatorios por regiones (a África se le asignarían seis en total, a Europa un núm ero m enor porque ya cuenta con tres es caños con derecho a veto, y así sucesivamente), y, por últim o, crear
unos seis escaños permanentes nuevos (sin derecho a veto) o crear ocho nuevas plazas para un período de cuatro años, con criterio re gional, además de las habituales de los miem bros elegidos para un plazo de dos años. Esta es claramente una tentativa de que cuadren el círculo o los círculos: evitar irritar a los m iem bros del P5, respon der a las demandas de que el Consejo sea más amplio en términos generales y conceder un lugar especial a ciertas potencias regionales, con lo cual se crearían del Consejo de Seguridad en tres grados distintos. Tratando con desespero de obtener al menos algu nos cambios, la m ayoría de la Asamblea General quizá vote en un futuro a favor de algo parecido; y quizá el P5 no se oponga, siempre que se preserven sus privilegios. Pero es un mecanismo aparatoso, com o los diseños aeronáuticos de alrededor de 1910. Hay m odos más sencillos y bastante más ingeniosos de prom over la posibilidad de que el Consejo de Seguridad sea más representativo y de deshacer el atasco reconociendo que determinados países no pertenecientes al P5 son ciertamente «especiales» y, por tanto, candi datos más probables para la prom oción a una categoría superior. El prim ero sería una enmienda de la Carta de la O N U que, sencilla mente, incrementara el núm ero de miem bros rotatorios de su actual cifra de diez a dieciocho o diecinueve, con lo cual se reconocería el crecimiento del organismo mundial en cifras absolutas producido a lo largo de los últimos cuarenta años. N o habría ninguna especificación sobre los durante dos o cuatro años. Sencillamente, se in crementaría el núm ero de estados con escaño rotatorio, de tal forma que fueran más los susceptibles de pertenecer al Consejo. En segun do lugar, enm endar únicamente la restricción de que los no permanentes tienen que abandonar el Consejo al cabo de dos años (artículo 23.2). Este viejo principio tiene sus ventajas (dar una opor tunidad a todos) pero, francamente, si una nación com o Singapur o Alemania ha prestado un buen servicio durante los dos años anterio res en el Consejo de Seguridad y su continuidad recibe el apoyo de sus amigos y vecinos, ¿por qué impedirlo? Luego, mediante u n au téntico acto de fe, veríamos cóm o funcionaba esta combinación de enmiendas inofensivas durante los años siguientes. Si, pongamos por caso, Sudáfrica fuera reelegida en una segunda o tercera ocasión, la
idea de que se convirtiera en un m iem bro permanente y de que más adelante obtuviera derecho a veto les parecería cada vez menos ex traña al P5 y a los demás. Los detalles específicos de estas sugerencias propicias no son tan importantes com o lo que tienen en com ún: son tentativas de abrir brecha. Conseguir realizar tan solo un par de enmiendas en la Carta de la O N U en relación con la pertenencia al Consejo de Seguridad supondría un paso adelante en la dirección adecuada, un preceden te para otras medidas. Quizá no fueran lo bastante arrebatadoras ni decisivas a la luz del cambiante m undo en que vivimos, pero cual quier tentativa rigurosa y meditada de alejar a este inm enso buque de los escollos que se avecinan para im pedir que encalle en ellos de bería ser apoyada. El privilegio de contar con un escaño perm anente en el Conse jo de Seguridad es la prim era distinción del P5. La segunda es la ca pacidad de veto, que, aunque va estrechamente ligada a la anterior, es una cuestión independiente. Al fin y al cabo, en teoría siempre podría haber en el Consejo de Seguridad algunas naciones grandes, pero que no tuvieran derecho a veto. Sin embargo, esto, en efecto, es pura teoría. Luego está la sugerencia de que, en cualquier futura ampliación del Consejo de Seguridad, determinadas naciones signi ficativas (la relación habitual: Alemania, India, etcétera) pudieran disfrutar de u n escaño perm anente pero sin derecho a veto, mientras que los m iem bros del P5 conservarían sus derechos de 1945. Esto produciría indudablem ente un sistema de tres categorías, algo a lo que se han opuesto con firmeza las principales naciones «preten dientes» (aunque algunas de ellas tienen tantos deseos de ser m iem bros permanentes que podrían suavizar su posición) y la m ayor par te de los países, que ocuparían de hecho el escalón inferior. Una tercera idea, ingeniosa y desesperada, es que una resolución del Consejo de Seguridad pueda ser bloqueada únicam ente con el veto de dos permanentes, cosa que, de nuevo en teoría, tiene m ucho sentido si el P5 se ampliara alguna vez para ser un PIO. Pero parece harto im probable que los gobiernos neurálgicos de W ashing ton y Beijing realizaran esta concesión o, para el caso, los de Moscú y París.
Así pues, las propuestas para realizar cambios m odestos en la envergadura del C onsejo de Seguridad parecen gozar de mejores perspectivas de obtener un amplio acuerdo, o de despertar m enos oposición, que los diversos planes para enmendar el sacrosanto e inal terable derecho a veto. Quizá lo m ejor que podría hacerse bajo las tensas circunstancias actuales sería que la Asamblea General pidiera a los del P5 que asumieran el principio de utilizar el veto exclusivamente com o medida de últim o recurso, en decisiones so bre la guerra o la paz que afecten directam ente a asuntos de seguri dad nacional; lo cual es, por cierto, lo que los fundadores de la O N U previeron. Si se acordara esto, por ejemplo, no se produciría ningún veto a un determ inado candidato a secretario general que vi niera apoyado p o r la inmensa mayoría de las naciones. Hasta esto podría ser demasiado para determinados miem bros hipersensibles del P5. Solo nos queda la esperanza de que las cinco naciones que gozan de estos notables privilegios reconozcan siempre con cuánta m oderación deberían servirse de ellos y qué golpe tan fuerte propi nan (al organismo mundial y a sí mismos) cuando se abusa del dere cho a veto. C iertam ente, en 1945 se consiguió redactar para el C o n sejo de Seguridad una constitución m uy difícil de modificar, pero se consiguió pagando un precio m uy alto.
D ebido a todas estas dificultades para enm endar la Carta, algunos grupos reformistas han estado buscando otras formas de dotar de m ayor eficacia al aparato de seguridad de la O N U . Todas ellas son paulatinas, aunque no están despojadas de polémica, puesto que in cum ben directam ente a las cuestiones de la pacificación y la declara ción de guerra que expusimos en el capítulo 3 y continúan desper tando pasiones hoy día. Y com o las opiniones sobre la pacificación y la im posición de la paz se dividen tan funestamente entre quienes piensan que el organismo mundial ha estado tratando de hacer de masiado y quienes se quejan de que ha hecho demasiado poco, cual quier sugerencia sobre futuras mejoras asume los mismos riesgos que una caravana atravesando un campo de minas. Prácticam ente todos estos escritos (incluso los negativos) se centran en las formas de m e
jorar la capacidad de la com unidad internacional para afrontar catás trofes humanitarias, conflictos civiles y graves debilitamientos o des m oronam ientos de los estados . Y sus discusiones no tie nen tanto que ver con las preocupaciones de 1945 ante la posibilidad de que una nación atacara a otra com o con las guerras civiles actua les y el caos transfronterizo ante las nuevas amenazas para la sobera nía del estado. U n ejemplo de esta agenda reformista pragmática es el impulso para m ejorar los servicios de inteligencia ante amenazas inminentes. Es una lección aprendida de la m ultitud de crisis que han estallado en la década de 1990; principalm ente, que la organización interna cional necesita un sistema m ucho m ejor de recopilación y análisis de datos acerca de la declaración de catástrofes. Se trata, por supuesto, de muchas fuentes de inform ación locales sobre lugares tumultuosos, ham bre creciente y aum ento de conflictos étnicos; fuentes com o O N G , organizaciones de derechos hum anos, iglesias ubicadas en el extranjero y reporteros de R euters, AP u otras agencias de noticias, todos los cuales están conectados m ediante una red electrónica. D e m odo que la verdadera pregunta es en qué despachos se puede reu nir y analizar toda esta inform ación con el fin de inform ar al secre tario general cuando alerta al Consejo de Seguridad del em peora m iento de una crisis en u n estado m iem bro o en una zona más amplia. Y la única respuesta viable es que esta oficina central de in teligencia de la O N U tiene que estar situada en el propio Departa m ento de M antenim iento de la Paz, o ju n to a él. Q uizá los neoconservadores desconfiados lloriqueen ante la idea de que el organismo mundial disponga de su propia CÍA, y los estados opresores neurál gicos protestarán sin duda porque la recopilación colectiva de datos sobre las atrocidades cometidas en sus territorios constituye una in vasión de la soberanía nacional. Pero no debe hacerse caso a todas estas voces de protesta porque son interesadas y obstruccionistas. La necesidad es demasiado grande, y la labor que ya se ha hecho en este terreno debería dotarse en el futuro de más poderes y, allí donde sea necesario, de más recursos. Aunque esta idea aborda los retos que anteceden a la descompo sición de un estado, hay una necesidad aún m ayor de coordinar m e
jo r las respuestas de la O N U ante las crisis. Atajar una situación de deterioro en sus primeras fases es lo ideal, pero el organismo m un dial suele verse limitado por factores políticos (algunos desconfían de las intervenciones demasiado rápidas) y por el hecho de que ya está haciendo frente a m uchos problemas en otros lugares. Así, con independencia de lo que se haga para fortalecer las estrate gias «proactivas» de la O N U , la com unidad internacional requiere muchas mejoras tajantes en su capacidad «de reacción» ante las gue rras civiles y la descomposición social. En términos prácticos, ya se han identificado todos los elementos: cascos azules de la O N U (u otras fuerzas militares en las que se haya delegado) para garantizar la seguridad física; organismos especializados para contribuir a (refo r m ar a las policías, los jueces y los es nacionales; capa cidad del Banco M undial y el P N U D , ju n to con los bancos regio nales de la O N U , para identificar prioridades en la recuperación económ ica y social; observadores electorales experimentados; un historial del trabajo realizado con O N G internacionales, y muchas más cosas. D e lo que a m enudo se carece es de voluntad política y de un organismo central que coordine los múltiples esfuerzos. Sin caer en la trampa de que la O N U utilice una plantilla sobre la que se avance de una fase a la siguiente para la reconstrucción de estados, está claro que la organización m undial y sus agencias han estado acu m ulando un conocim iento fabuloso de las prácticas más recom enda bles, que ahora es preciso aprovechar en ayuda de futuros retos de salvamento. Una vez más, resulta difícil entender cóm o se puede lo grar sin algún tipo de coordinación central y sin la participación ac tiva de la Oficina del Secretario General o de la instancia subordina da que se designe. O tra lección aprendida de las operaciones de pacificación de los últimos quince años aproximadamente es que casi siempre es un error suponer que el restablecimiento de un estado en crisis exige únicamente un período relativamente breve de tiempo, que lo único que hace falta es enviar una fuerza militar para derrotar a «los malos» y después iniciar la reconstrucción civil, el proceso de elecciones de mocráticas y retirarse sigilosamente de la escena para anotarse otro éxito. Los ejem plos de recaídas son considerables (Haití, T im or
Oriental, Cam boya, África occidental), y es posible aportar ejem plos más recientes (Afganistán, Irak). M uchos regím enes recién instaurados suelen ser débiles, parciales y hacer gala de poca atención hacia las reivindicaciones de la oposición, o hacia cualquier tipo de críticos y oponentes. Las diferencias tribales y religiosas vuelven a aflorar. La cantidad de ayuda y asistencia técnica nunca es suficiente, y cuando las legiones extranjeras regresan a casa, también lo hacen muchas O N G (hasta que se vuelve a producir una nueva crisis) y gran parte de los medios de comunicación de todo el m undo. Lo que es claramente necesario en este aspecto es un servicio «postoperato rio» o «posventa» mejor, cosa que a un país parcialmente reconstrui do le puede resultar difícil conseguir cuando en otras zonas se están produciendo guerras civiles abiertas y genocidios, a menos, claro está, que sufra él mismo una recaída. Cuando eso sucede, es probable que atraiga menos ayuda de los estados ricos, aquejados de la fatiga del donante y con propensión a preguntar: «Pero ¿no habíamos resuelto ya el problema [por ejemplo] de Haití?». Para la mayoría de la gente tiene sentido una reforma parcial com o la que acabamos de sugerir. Los gobiernos y las agencias dis creparán sin duda sobre los procesos y las prioridades, pero nadie discutirá que tener un m ejor sistema de alerta tem prana es algo bue no. M ucho más controvertidas, no obstante, son las diferentes ideas acerca de cóm o dotar a las Naciones Unidas de más recursos físicos (es decir, militares) para actuar con celeridad y determ inación cuan do, de la noche a la mañana, se desencadena una catástrofe o un ge nocidio. El argum ento práctico a favor de esta idea es incontestable. E n época reciente, la incapacidad de la com unidad mundial en ge neral y del Consejo de Seguridad en particular para enviar a tiem po una fuerza internacional a una zona en conflicto con el fin de im pe dir derramamientos de sangre (de lo que R uanda es el peor ejemplo) causó de inm ediato m ucho nerviosismo y desencadenó un aluvión de ideas nuevas. Com o hemos visto, el verdadero problema ha sido que, m ien tras el Consejo de Seguridad parecía cada vez más dispuesto a orde nar infinidad de acciones de pacificación e im posición de la paz, de jaba al secretario general que acudiera a los estados , gorra
en m ano, para pedirles que aportaran soldados. Los gobiernos, a su vez, quizá tenían que consultar a sus parlamentos, dejarse aconsejar por sus militares (muchos de los cuales no están bien equipados para realizar operaciones lejanas) y, por tanto, respondían con parsim o nia... si es que respondían. Si hubiera fuerzas de la O N U disponi bles, equipadas y entrenadas con unos mismos criterios, desplegadas en algunas bases escogidas de todo el planeta, sus batallones y brigadas podrían ser despachados hacia el lugar en conflicto inmediatamente después de que el Consejo de Seguridad hubiera autorizado la acción.4 Se podría sopesar si esas tropas deberían estar compuestas por volun tarios individuales o por batallones escogidos por cada nación, a los que posteriormente se hiciera entrega de los cascos azules. Lo princi pal sería que estuvieran disponibles. Los costes son una consideración secundaria; lo más probable es que con este plan se ahorrara dinero. D e forma aproximada, podríamos clasificar a los estados m iem bros en los que son incapaces de aportar tropas (suelen ser ellos mis mos estados debilitados, demasiado pobres o demasiado pequeños), los que no están dispuestos a ayudar (China) y los que en teoría es tán dispuestos a ayudar pero sufren alguna variedad de fatiga del do nante militar para algún escenario concreto. Q uizá los esfuerzos más encomiables hayan sido los experimentos de los canadienses, que analizaron este problem a atentam ente y luego crearon una fuerza avanzada (situada en Fredericton, en N ew Brunswick) dispuesta para desplazarse en cuanto el gobierno respondiera positivamente a la petición del secretario general de contribuir con el envío de tro pas; es una medida inteligente, pero es solo una gota de agua en el océano. Aun así, si en el futuro la imitaran otras naciones, muchas de las cuales cuentan con ejércitos considerablemente mayores que Canadá, podría suceder que se llegara a disponer de una cifra total de hasta cien mil soldados (más una policía especial entrenada) asignados a la O N U .5 Sería sin duda un paso adelante. O tro escollo para la creación de u n ejército de la O N U es la pa ranoia de algunos políticos estadounidenses. Ignorando el hecho de que Estados Unidos siempre dispondrá del derecho a veto sobre cualquier acción propuesta en el marco de los capítulos VI y VII, pero decididos a que el organismo mundial siga siendo débil para
que no am enace a su soberanía nacional, estos políticos advierten de que cualquier paso hacia la creación de una forma de ejército de la O N U sería considerado un acto de hostilidad. Dado el poder del C ongreso, se trata de una amenaza grave, de m odo que esta pro puesta descansa en un estante apartado, al menos durante una tem porada. En el futuro valdrá la pena volver sobre ella en algún m o m ento. C o n independencia de la categoría y la com posición de las fuer zas desplegadas en las diferentes operaciones que la O N U desarrolla y seguirá desarrollando, hay una necesidad clara de que exista un or ganismo militar profesional que supervise todos los aspectos. Las la bores preparatorias antes de que se envíen los contingentes de solda dos, la implantación de un sistema de inteligencia que analice las condiciones locales, la creación de cadenas de m ando efectivas, la garantía de que el flujo logístico de abastecimiento no se interrum pe nunca y la definición de la función del ejército cuando se en cuentre efectivamente sobre el terreno, son tareas que solo pueden realizar profesionales con m uchos años de formación. Es vital para el éxito en el plano local, pero la necesidad de una supervisión más ge neral (y comparativa), y p o r tanto de que haya alguna oficina central que observe todo esto e inform e al secretario general y al Consejo de Seguridad, ha supuesto cierta recuperación de la idea de emplear al C om ité de Estado M ayor de la O N U . Q uizá todavía se recuerde que el com ité existe, aunque su situación sea la de un m oribundo debido a los desacuerdos de los primeros m om entos de la guerra fría. Pero a todo aquel que examine con detalle el artículo 47 de la Car ta («Se establecerá un C om ité de Estado M ayor para asesorar y asis tir al C onsejo de Seguridad en todas las cuestiones relativas a las necesidades militares del Consejo») se le puede perdonar el haber su puesto que este problem a se puede resolver con facilidad: el orga nismo necesario está ahí, solo que durm iendo. ¿Por qué no reani marlo? Aquí hay una idea que choca con un triple control. El prim ero es que a quienes desde siempre contribuyen de forma destacada en las misiones de pacificación de la O N U (los estados escandinavos y latinoamericanos, ios Países Bajos y los países de la vieja C om m on-
w ealth británica) les disgusta que se disponga de sus fuerzas y que den en manos de un personal militar dom inado por las grandes po tencias, ya que ello podría reforzar los privilegios especiales de estos últimos aún más que en la actualidad. En segundo lugar, en los países del G-77 pervive aún con más firmeza la sensación de que los cinco m iem bros perm anentes podrían influir en los acontecim ientos en aras de sus propios intereses nacionales, en lugar de en cumpli m iento de los fines declarados de la misión de pacificación y, cier tam ente, de la propia Carta. La propia frase (artículo 47.2) según la cual la representación en el C om ité de Estado M ayor de personal m ilitar no perteneciente a ninguno de los países del P5 exige una prueba de su capacidad para «el desem peño eficiente» de las obliga ciones exigidas p o r una operación concreta, no puede recordarles a India, Brasil y otros m iem bros más que su condición de países de segunda categoría, aun cuando su historial de pacificación sea m e jo r que el de los ejércitos de los países en vías de desarrollo... o de sarrollados. La tercera objeción procede de algunas fuerzas armadas de los países desarrollados, con el ejército de Estados U nidos, com o siem pre, a la cabeza. El entusiasm o estadounidense por la dispo nibilidad de personal conjunto, que podría significar que las tro pas de ese país estuvieran a las órdenes de u n com andante extran jero y que los objetivos bélicos estadounidenses se negociaran en función de las demandas de los aliados, nunca ha sido m uy fuerte; alcanzó u n p u n to m edio (alto) con R oosevelt y Marshall durante la Segunda G uerra M undial, pero desde entonces ha decaído a un ritm o constante. Las dos guerras contra Irak confirm aron sencilla m ente los prejuicios del Pentágono: que actuaba con m ayor rapi dez y determ inación si no se veía obstaculizado por reiteradas con sultas y tomas de decisión multinacionales. Las operaciones de pacificación eran bastante malas; inform ar a u n com andante de la O N U sería un anatema. Desde un punto de vista estrictamente militar, quizá esta preocupación por la efectividad sea válida, y su ponem os que los ministerios de Defensa de los demás países del P5 m antenían reservas similares (aunque las expresaran con menos contundencia).
Está claro que una acción m ilitar a gran escala com o la recien te guerra de Irak no podría dirigirse desde una oficina en Nueva York. Pero esa conclusión no ayuda al C onsejo de Seguridad y a la Secretaría a evaluar cóm o podría la organización m undial ejercer m ejor su responsabilidad sobre una serie de operaciones de paz más pequeñas y menos polémicas o a supervisar las medidas preparato rias y de coordinación de las fuerzas. Si la recuperación del C om i té de Estado M ayor es políticam ente im posible, y si la potencia núm ero uno bloquea cualquier tentativa de crear un ejército per m anente de la O N U , ¿cómo van a gestionarse desde el centro las emergencias presentes y futuras? ¿Cómo podrían los estados m iem bros más grandes y más capaces (disculpamos aquí a los estados m uy pequeños y em pobrecidos) hacer h onor a la solem ne prom e sa de la Carta (artículo 1) de «tomar medidas colectivas eficaces pa ra prevenir y elim inar amenazas a la paz, y para suprim ir actos de agresión»? La respuesta, obvia y un tanto desesperada, es que los cinco gran des, y los demás países capaces de dar a la com unidad mundial en lu gar de recibir de ella, deberían estar a la altura de las grandes respon sabilidades a las que se com prom etieron por ley al ingresar en el organismo mundial. Pero, hasta que eso suceda, solo podem os bus car en otra parte y ser todo lo creativos que podam os, reconocien do que las medidas tomadas distarán m ucho de ser ideales. Quizá sea, com o sugeríamos en el capítulo 3, que una respuesta estándar a las crisis internacionales no es en sí misma la m ejor form a de pro ceder. C om o hemos visto, la idea de principios de la década de 1990 (como «Un program a de paz») de elaborar un m odelo de labores de pacificación que sirviera para todos los casos era demasiado riguro sa; sencillamente, T im or O riental era, y es, diferente de M acedonia. D e m odo que, aunque las experiencias de la pasada década y media hayan sido dolorosas, lo que representan en conjunto es una advertencia contra la uniform idad. H acen pensar más bien en un enfoque que utilice múltiples herramientas, diferentes instrum en tos, com binaciones e instituciones para las diferentes crisis; una es trategia, sospechamos, que el siempre pragmático P5 ya ha adopta do en secreto.
Pensemos, por ejemplo, en la variedad de modalidades de paci ficación que existen en el dividido m undo de la actualidad: • Están las tradicionales operaciones de los «cascos azules» de la O N U , la m ayor parte de ellas de m uy larga duración, que ha bitualm ente ocupan una franja de territorio fronterizo entre las dos partes tras un alto el fuego, en las que se exige a los pa cificadores que sean absolutamente imparciales y a las fuerzas beligerantes que acepten no traspasar la línea provisional de alto el fuego. Si los negociadores de la O N U no consiguen negociar un acuerdo político definitivo, entonces los cascos azules continúan en su lugar, com o ha sucedido, por ejemplo, en Cachemira (U N M O G IP ), en C hipre (U N FIC Y P) y en Líbano (UNIFIL). Los contingentes de soldados suelen proce der de estados lejanos y no implicados, puesto que este tipo de operaciones se desarrollan por lo general bajo la supervisión del D epartam ento de M antenim iento de la Paz y, por tanto, del propio Consejo de Seguridad. Este es el tipo de pacificación que m uchos estados neutrales y de tam año m edio prefieren por creer que es lo más parecido a las intenciones de la Carta. Las grandes potencias aportan poco aquí, lo cual sig nifica que las unidades de la O N U implicadas tienen poca «pegada»; pero eso no se considera un problem a fundamental, puesto que no se espera que combatan. • Están las tentativas de pacificación regionales, que suponen una combinación de estados vecinos que han recibido autorización del Consejo de Seguridad (amparándose en los artículos 52-54, absolutamente claros) para tratar de restablecer la paz y el orden en una nación en conflicto o colapsada de su ámbito geográfi co. La labor del grupo de estados EC O W A S de Africa occi dental para m ejorar la situación a lo largo de las fronteras de Liberia, Guinea y Sierra Leona es uno de estos casos. • Cada vez más, se han «encargado» misiones de pacificación y, sobre todo, de im posición de la paz a organizaciones de de fensa regionales, cosa que, forzándolo un poco, puede enten derse que aparece también en las disposiciones de la Carta; pero
es m ucho más polém ico, puesto que supone una acción con tundente de algunos de los m iembros del P5 y, en esencia, queda apartada de cualquier tipo de supervisión por parte del D epartam ento de M antenim iento de la Paz. El más destacado sería el de las misiones de im posición de la paz llevadas a cabo por la O T A N en los Balcanes y Afganistán, en las que inter vinieron poderosas y bien equipadas unidades militares que incluían, com o es lógico, aportaciones esenciales de u n P en tágono que prefiere cualquier cosa antes que la supervisión directa de la O N U . • Y, finalmente, están las operaciones en las que un estado m iem bro, habitualm ente con el beneplácito del Consejo de Seguridad, ha asumido la tarea de poner fin a las matanzas, los disturbios interétnicos y el caos político. Pero la «nación líder» suele envolver la m isión de coerción con el boato de una ini ciativa internacional recibiendo aportaciones de tropas y poli cía a pequeña escala procedentes de otros países, particular m ente de los de la zona. El papel protagonista de Australia para sofocar la convulsión en T im or O riental y de Gran Bre taña en Sierra Leona son ejemplos de u n tipo de operaciones que es probable que se repitan en el futuro. E n zonas com o Afganistán, es posible incluso que puedan coe xistir estos diferentes formatos; sobre el papel es sin duda un poco tosco, pero en absoluto escandaloso sí demuestra funcionar sobre el terreno. Esta parece ser la tendencia general: no insistir en una úni ca receta uniform e para la pacificación y la imposición de la paz, sino perm itir que se estudie cada caso en su propio contexto. En la ac tualidad, quizá esto sea más efectivo que cualquier otra senda, dada la insistencia de potencias del P5 tan gruñonas com o Estados Unidos y C hina en que la organización m undial no asume demasiada auto ridad y control en este ámbito ultrasensible. Todas las crisis deberían remitirse al Consejo de Seguridad, com o exige la Carta, pero las cir cunstancias, por sí solas, sobre el terreno y en los delicados equili brios en el seno del propio Consejo, dictarían la respuesta. La auto rización para ofrecer una respuesta regional, para otorgar el papel
protagonista a un país, para realizar un encargo a una organización com o la O T A N o, sencillamente, para decidir no em prender nin guna acción acabarían siendo todas ellas opciones aceptables. Para quienes luchan para que las Naciones Unidas asuman un pa pel uniform e y de m ayor relieve en la pacificación, este tipo de po lítica ad hoc huele a fracaso. Si hay que abordar cada caso de un m odo sui generis, y si la respuesta a cada uno de ellos se negocia también de forma individual, entonces quizá sea más difícil disponer de recursos normalizados y formar contingentes de varias naciones (si un estado m iem bro ha enviado tropas a una fuerza mixta pero no está de acuerdo con una operación determinada, ¿cómo afecta eso a la fuer za que se dispone a partir?). Esto probablem ente conlleva más traba jo para la saturada Oficina del Secretario General y para el propio Consejo de Seguridad. C om porta sin duda más riesgos de incohe rencia y de aplicación de un doble rasero. Puede ser que una catás trofe sea tratada de u n m odo distinto a otras y que el destino de los kurdos se considere más im portante que el de los habitantes de Chad. El Departam ento de M antenim iento de la Paz puede ocupar se de los casos secundarios mientras los del P5 dirigen las operaciones con m ayor carga política, com o Afganistán e Irak, pero, pese a sus ventajas, este tipo de estrategia de respuesta flexible reafir ma los privilegios de las potencias con derecho a veto a la hora de decidir cuánta acción desean que asuma la organización mundial. N o es un resultado afortunado, pero frente a la alternativa de que no se haga nada en las zonas aquejadas, la existencia de diferentes tipos de operaciones de pacificación de la O N U , por comprometidas y li mitadas que sean, es m ejor que la inacción. P o r últim o, cualquiera que sea la definición y el alcance de una acción de pacificación o de im posición de la paz autorizada por el C onsejo de Seguridad, está claro que es preciso conceder m ucha m ayor atención a la dinámica de la fase de «transición» o «recupe ración». (Ya lo hem os m encionado anteriorm ente, pero es preciso recalcar este aspecto una y otra vez.) Esta fase es absolutam ente vi tal para la reputación del organismo m undial, así com o para la re cuperación a largo plazo del país del que se trate. U na cosa es ex pulsar a los m atones que se dedican a am putar m iem bros en Sierra
Leona, otra derrocar a dictadores com o Saddam Hussein, y otra bien distinta concebir un proceso de recuperación a largo plazo para una nación. Al mismo tiem po que reconocem os que cada cri sis presentará elem entos y obstáculos diferenciados, debemos ad m itir que existen procedim ientos ordinarios, si bien la mayoría de ellos requieren cierta clarificación. P or ejem plo, ¿cuándo debe una operación de pacificación de la O N U dejar de ser asunto del C o n sejo de Seguridad y ser transferida a otro organismo? ¿Q ué orga nismo debe asumir de forma ordinaria el papel protagonista en la reconstrucción a largo plazo? U n candidato para ello es el Banco Mundial, debido tal vez a que sus recursos (e influencia) y su expe riencia en el esbozo de «planes para países» son comparativamente mayores. Pero quizá sea necesario que exista una oficina de coordi nación especial en cada uno de los estados colapsados, puesto que las tareas exceden en m ucho la pericia de los organismos incluso más grandes. En resumen, ¿quién supervisaría la transición de un marco militar de la O N U por cuestiones de seguridad interna a una i nistración policial corriente, por ejemplo, en el Congo? ¿Quién sería responsable de trabajar con los líderes y grupos locales para planificar y celebrar elecciones, instaurar el estado de derecho y favorecer la creación de una sociedad civil? ¿Cuándo finalizaría la tarea? Existe, claro está, una respuesta inmediata a todas estas pregun tas: ¿por qué no dirigirse a la propia C arta e insuflar vida a uno de sus órganos principales, el Consejo de istración Fiduciaria? Podemos recordar que su finalidad explícita es «promover el adelanto político, económ ico, social y educativo» de los territorios en cues tión, y apoyar «su desarrollo progresivo hacia el gobierno propio» en consonancia con los deseos de sus pueblos (artículo 76). Interpreta do con laxitud, eso podría ampliarse para que abarcara las actuales y futuras tentativas de la O N U de ayudar a que los estados colapsados recuperen su independencia y soberanía; y, al fin y al cabo, el C on sejo de istración Fiduciaria y sus gestores políticos específicos rendían y rinden cuentas al Consejo de Seguridad sobre asuntos «es tratégicos» y a la Asamblea General para todas las demás cuestiones. Esto recoge sin duda todas las preocupaciones acerca de la responsa bilidad.6
El m otivo por el que esta idea no funcionaría es que la mera m ención del Consejo enfurece a los países que no eran soberanos en 1945 y continúan siendo sensibles a todo indicio de colonialismo y aires de superioridad occidental encubiertos. R esucitar al Consejo de istración Fiduciaria es por tanto políticam ente imposible. D e hecho, si en el futuro se impulsaran un conjunto de adiciones y enmiendas a la Carta, sería adecuado suprimir esta anacrónica sec ción (capítulos X II-X III, artículos 75-91), y tam bién reduciría de manera considerable la extensión de la Carta.7 Pero quienes abogan p o r su abolición tienen por su parte la obligación de exponer cóm o podríamos encontrar mecanismos más adecuados para contribuir a que las comunidades deshechas recuperen su capacidad de gobierno y avancen hacia la estabilidad, la prosperidad y la democracia. Los países en vías de desarrollo tienen sin duda mucho que criticar de nues tro sistema global injusto y desequilibrado. Pero no sirve de nada in vocar la máxima de la no injerencia en los asuntos internos cuando millones de seres hum anos pueden estar sufriendo una pobreza ex trema, matanzas étnicas u otras violaciones de los derechos hum anos después incluso de que una misión de pacificación de la O N U haya expulsado del territorio a un régim en malvado. Es necesario algo más positivo, en particular dada la debilidad del C onsejo E conóm i co y Social. Es evidente que, a medida que las operaciones de pacificación e im posición de la paz avancen hacia su fin en algún determ inado país, la responsabilidad de ayudar a las comunidades asoladas pasará, en condiciones normales, de los instrumentos de poder «duros» de la O N U a la panoplia de actores civiles dedicados a la reconstrucción y a la asistencia a largo plazo. Esto indica que deberían darse, al menos, dos pasos. El primero consistiría en que, tras consultar a los de la Asamblea General interesados (esto es, de la región), el Consejo de Seguridad otorgara al secretario general capacidad para nom brar un coordinador del país (con un despacho adecuado) y hacer un llama m iento a todas las partes de la O N U para que cooperen con esa ofi cina con el propósito principal de restablecer la soberanía y prom o ver la calidad de vida en un estado hundido. Esto supone no solo la integración directa de los esfuerzos de los organismos de la O N U ,
sino tam bién la utilización de los recursos y conocim ientos especia lizados de las agencias independientes y las instituciones de Bretton W oods, así com o el reclutam iento de O N G relevantes. Ya se están llevando a cabo tentativas de este tipo de reconstrucción coordina da, por supuesto, pero está claro que el m andato firme (aunque dis tante) del Consejo de Seguridad otorga la máxima autoridad y legi tim idad a cualquier programa de recuperación nacional. U n a segunda idea, un tanto más novedosa, sería implicar a la Asamblea General en una consulta más amplia acerca de la recons trucción de sociedades colapsadas. C om o señalan m uchos observa dores, la diferenciación entre la labor del Consejo de Seguridad y los intereses y contribuciones potenciales de la Asamblea General se ha revelado a m enudo artificial y nociva. Y a existen ideas sobre una coo peración conjunta entre el C onsejo de Seguridad y la Asamblea General, a través de u n grupo de trabajo sobre asuntos de control armamentístico relacionado con sistemas de arm am ento grandes y pequeños.8 Pero los argumentos para crear u n nuevo foro (no nece sariamente m ediante una enm ienda de la Carta) que perm ita que al gunos integrantes de la Asamblea General estimulen el proceso de re construcción son aún más fuertes, puesto que es precisamente durante esta fase de transición cuando las dimensiones de seguridad militar de la misión van dejando paso cada vez más a las actividades civiles, y aquí los estados que no son del P5, incapaces de entrar en combate abierto, pueden razonablemente asumir las labores de recons trucción y formación. U n inform e reciente (el del G rupo de Alto Nivel) ha presentado esta argum entación a favor de la creación de una nueva y poderosa Com isión de C onstrucción de la Paz, cuyo com etido abarcaría desde adelantarse al hundim iento de los estados (e impedirlo) hasta coordinar las labores de reconstrucción en caso de que la nación se descompusiera. A unque esté estructurada, este tipo de actividad no solo conferiría más legitim idad a la O N U , sino que también demostraría que la Asamblea General no está siendo excluida por el Consejo de Seguridad en asuntos y regiones por los que m uchos estados m iem bros tienen el m áxim o interés.
Estas sugerencias de mejora de nuestras estrategias de pacificación e imposición de la paz conforman una lista fabulosa, pero ninguna pro puesta es por sí sola decisiva; los periodistas que busquen en este aná lisis un tem a «candente» quedarán decepcionados. Y eso mismo po dría decirse de todas y cada una de las ideas que pueden contribuir a abordar el asunto igualmente enmarañado de fom entar la justicia so cioeconóm ica en el m undo en su conjunto. C om o ya hemos visto, la propia Carta pedía a los que se com prom etieran a «em plear un m ecanismo internacional para prom over el progreso eco nómico y social de todas los pueblos» y a resolver «problemas interna cionales de carácter económico, social y sanitario, y otros problemas conexos»... lo cual no es una tarea m enor ni siquiera en el m ejor de los tiempos. Pero, p or ambiciosa que sea, este es el ámbito de preo cupación fundamental para la mayoría de las naciones de la Asam blea General, que con frecuencia han manifestado su irritación por el hecho de que el organismo m undial se centre demasiado en la se guridad y no lo bastante en el desarrollo. El debate sobre la prom oción de los programas económicos y sociales de la O N U adopta una forma diferente desde la perspectiva del C onsejo de Seguridad y de las discusiones sobre el veto precisa m ente porque no adquiere la dim ensión de «el P5 contra todos» (aun cuando las prerrogativas de voto en las instituciones de B retton W oods refuerzan decididamente a los privilegiados). Pero esto no significa que el debate esté menos cargado. Al fin y al cabo, es en los ámbitos económ ico, social, tecnológico y m edioam biental donde el m undo ha cambiado más deprisa. Desde los puntos de vista dem o gráfico, medioambiental, social y geopolítico, nuestro planeta es real m ente diferente del m undo que crearon nuestros abuelos en 1945. ¿Cómo no iba a serlo si en la memoria de una persona ha quedado grabado que la población de la Tierra se ha triplicado desde los dos mil millones de habitantes (1950) hasta los seis mil millones (2000) y que en ese mismo período ha multiplicado por diez su producción para hacerla pasar de los cuatro billones de dólares a los cuarenta billones? La econom ía m undial y la sociedad global han evolucionado y cambiado, por tanto, a un ritmo más rápido en las últimas décadas que en toda la historia. La gran pregunta relacionada con nuestra indaga
ción es qué podría realizar la Organización de las Naciones Unidas en los ámbitos socioeconóm icos que nadie más pudiera hacer. A ju i cio de los padres fundadores de 1944-1945, parecía obvio que la maquinaria internacional que estaban creando era necesaria porque gran parte del m undo vivía la angustia posterior a una guerra y ne cesitaba ayuda imperiosamente. Si las propias Naciones Unidas y las instituciones de B retton W oods no podían ofrecer esa ayuda, poco sucedería. Había que llevar a cabo la construcción de estas institu ciones a gran escala, tanto para afrontar las necesidades del m om en to com o para demostrar que las negligencias y el aislacionismo de los años de entreguerras no volverían a repetirse jamás. Es m uy difícil revivir hoy día ese optimism o en ciernes y el noble ánimo de aque llos que, hace sesenta años, pensaron que se aproximaba un nuevo orden mundial, o que ya había llegado. Ese mismo desafío está presente hoy día bajo una forma distinta. C on todo, hay dos limitaciones importantes a la coordinación de la co munidad internacional para impulsar políticas sociales y económicas ambiciosas. La primera es la desgraciada y descuidada situación del E C O SO C , en absoluto por culpa propia pero en todo caso lamenta ble, junto con el controvertido estatus del FMI y del Banco Mundial, cuya legitimidad se discute desde muchas vertientes. El segundo y más importante problema se deriva en realidad de una tendencia positiva: el hecho de que haya tantos antiguos países del Tercer M undo, como Singapur, Chile y H ong Kong, que se hayan desarrollado sin recibir mucha ayuda de las instituciones económicas globales.9 Cuando nacio nes gigantescas como China e India (el 40 por ciento de la población mundial) siguen esa misma trayectoria, y por sus propios medios, no es de extrañar que muchos economistas actuales duden de si los instru mentos internacionales ejercen alguna función (aparte de los organis mos de control del mercado com o la O M C ). Hace treinta años, el G-77 era un grupo reconocible y autodefinído. Hoy día, cuando Sin gapur goza de una renta per cápita media más de cuarenta veces supe rior a la de Mozambique, esa nitidez ha desaparecido. Así, también puede haber desaparecido quizá el gancho de la acción económica co lectiva. Esto hace pensar que, cualesquiera que sean las medidas que
adopte el organismo mundial por el bien económ ico y social de sus ciudadanos, debería adoptarlas con un criterio selectivo en aquellos campos en que los estados puedan tener poco im pacto ac tuando en solitario pero puedan cambiar las cosas si trabajan de for ma colectiva. La prim era área es la relativa a la inestabilidad econó mica, m onetaria y comercial de las zonas económicas principales para evitar un calentamiento del orden económ ico internacional; en ese sentido, hemos avanzado poco desde las décadas de 1930 y 1940 con los esfuerzos de Keynes en esas materias (que todavía represen tan parte de las observaciones más perspicaces acerca de este delica do campo). La segunda se refiere al salvamento y rehabilitación de los sesenta estados más pobres del m undo, que, com o reconocieron hace años el P N U D y el Banco M undial, atraviesan por una situa ción tan difícil y desesperada que, sencillamente, no van a recupe rarse por sí solos. Más en concreto, y aunque puede parecer im pru dente apuntar a un único mal, la pronosticada explosión en los países pobres del núm ero de hom bres, mujeres y niños con sida exige un esfuerzo internacional a gran escala. La tercera área tiene que ver con la necesidad de tom ar medidas para reducir el im pacto de la ac ción hum ana sobre nuestros delicados ecosistemas mundiales. En todas esas dimensiones de nuestras vidas debemos estar todos juntos o, de seguro, nos colgarán a cada uno por separado.* Pero es m ucho más fácil afirmar cuáles son los problemas que proponer las soluciones, y en todos los casos la razón de la dificultad es política. Pensemos en el caso de la inestabilidad fiscal y m onetaria mundial. Está bien que los economistas neoclásicos se hagan eco de Adam Smith y proclam en que el requisito de la prosperidad es el buen gobierno, la probidad fiscal y el fom ento de una industria fruc tífera. Pero los políticos y la opinión pública no suelen actuar de ese m odo. Los gobiernos gestionan desequilibrios fiscales y se hipotecan a los mercados. M antienen su m oneda artificialmente alta o artifi
*
Esta últim a p arte de la frase, intraducibie p o r el ju e g o de palabras que c o n
tiene, es la que pro n u n ció B enjam in Franklin el día de la firm a de la D eclaración de Independencia de Estados U nidos, el 4 de ju lio de 1776: «W e m ust all hang to gether o r m ost assuredly w e will hang separately». (N. del T.)
cialmente baja, com o si alguna de ambas cosas los beneficiara a largo plazo. Protegen sectores de la econom ía poco seguros e ineficientes (la agricultura, la industria pesada, las viejas burocracias) y desacele ran así el crecim iento mundial. C uando asignan ayuda exterior, una inmensa proporción de la misma no es una donación a fondo perdi do, sino que está firm em ente ligada a subvenciones agrícolas nacio nales y a transferencias militares. Hay m uy pocos buenos samaritanos en esta historia. Más en concreto, un Estados Unidos que sufre un déficit fiscal y comercial colosal, que depende de que los bancos asiáticos com pren sus bonos del tesoro, es una fuente de futuros problemas. U na C hi na que m antiene su m oneda deliberadamente baja no sirve de nin guna ayuda. Los estados europeos que suscriben solem nem ente los principios de M aastricht acerca de la disciplina fiscal para luego abandonarlos, debilitan el sistema y se debilitan a sí mismos. India supone tam bién otro lastre, ya que si bien se incorpora a la expan sión de la econom ía globalizada, protege a sus industrias de servicios predilectas. Y los regímenes corruptos de todas partes, desenmasca rados convenientem ente en estos tiempos por los informes de O N G com o Transparencia Internacional y Amnistía Internacional, garan tizan que los nobles principios keynesianos de la cooperación eco nóm ica limpia y el buen gobierno no lleguen a prosperar. Quizá cada uno de ellos com prenda paulatinam ente lo absurdo de su con ducta, pero hasta entonces la genuina coordinación internacional se verá entorpecida. Sin embargo, lavarse las manos de la labor de la O N U en estos campos representa tanto derrotism o intelectual com o escapismo po lítico. A unque resulte caótico, deben abordarse y emprenderse las tareas de reparación. Diplomáticos, funcionarios y especialistas con décadas de experiencia en este ámbito han apuntado cambios que, asumidos con rigor, podrían suponer mejoras; y no solo para la ima gen de la organización, sino también para su efectividad. C on todo, es im portante que las reformas propuestas no se presenten com o una extensa lista de la compra, sino como una reducida relación de ideas con posibilidades prácticas de aplicación. En prim er lugar, a los organismos especializados centrados en
asuntos económicos y sociales, sobre todo al grupo del Banco M un dial y al FM I, pero tam bién a los demás (O M C , O IT ), les corres ponde observar detalladamente cóm o «serán vinculados con la O r ganización», tal com o afirma tím idam ente el artículo 57 de la Carta. La discutible opinión jurídica de que las instituciones de Bretton W oods solo aplican medidas económicas y no políticas tiene cada vez menos sentido en un m undo en el que la inestabilidad econó mica y sociopolítica chocan entre sí. Esto supone, claro está, que los gobiernos de las economías más grandes y poderosas que piensan que tienen derecho casi perm anente a pertenecer a las juntas de go bernadores del FM I y el Banco M undial tam bién tienen que abor dar seriamente la perspectiva de un cam bio.10 Quizá necesitan que se les recuerde que el propio convenio de constitución de estos orga nismos establece que sus cambiarán pronto si los pronós ticos acerca de los cambiantes equilibrios económicos resultan ser correctos. Para ofrecer solo un ejemplo, ¿cuáles serían las conse cuencias para las futuras políticas de los de los directorios ejecutivos del Banco M undial (cinco de cuyos veinticuatro inte grantes han sido designados por países que tienen el mayor núm ero de acciones) si C hina, India y Brasil acabaran teniendo efectivamen te productos interiores brutos superiores a los de Japón y a los de los diferentes estados europeos? El ingreso en la mesa de alto nivel del Consejo de Seguridad continúa congelado, pero en los años venide ros no tiene por qué ser así para las instituciones financieras. Los programas de las potencias económicas más fuertes en el año 2025 diferirán sin duda de los actuales. M ejor pensar en ello ahora. Tam bién les incumbe a los directores (y por tanto a sus goberna dores y bancos centrales) plantear propuestas sensatas para reducir las estructuras del «Sacro Im perio Rom ano» de las instituciones finan cieras y comerciales. ¿Tendrán m ucho sentido en el futuro las reu niones del G -7 o el G -8 y sus solemnes declaraciones ante la em er gencia de un G -24 (o cualquier otra cifra) de base más amplia? ¿Y cómo se relacionarán los veinticuatro directores del FMI y el Banco Mundial en términos políticos reales con los acuerdos interguberna mentales de ese G-24? Sobre todo, ¿cómo contribuirán a forjar estas diferentes partes de la gestión económ ica m undial unas relaciones de
mayor entendim iento con las gigantescas empresas, los bancos y los inversores del libre mercado que están transformando nuestra socie dad de principios del siglo xxi? Los ingenuos partidarios del laissez faire sostienen que el m undo capitalista avanza en una dirección dis tinta de la marcada por esas creaciones internacionales pseudosocialístas de 1945, pero ningún consejero delegado inteligente de ninguna multinacional (BP, Toyota, Pepsico) cree que sea posible crecer con fuerza sin estabilidad ni seguridad a escala mundial; y ellos son los primeros en reconocer dónde es inadecuado el papel del mercado privado y dónde es desesperadamente necesaria la participación de los organismos internacionales. Lo que no saben (¿lo sabe alguien?) es cómo lograr esa simbiosis entre el m undo de los negocios y la gobernanza internacional, para lo cual son esenciales m ucha reflexión y mucho trabajo. Pero la situación que afrontaron los planificadores y los empresarios de 1944-1945 era m ucho más desafiante. Este no es m om ento de amilanarse ni de responder con evasivas. La principal debilidad en este aspecto es la falta de convicción del E C O S O C , pues ¿qué sentido tiene un organismo de coordina ción incapaz de coordinar? Esto lo reconocen todos los estudios ri gurosos de la organización mundial. Los tradicionalistas instan a que esta cuestión se pueda rectificar de antemano si todos los estados aceptan cumplir con la letra de la Carta (capítulos IX-X) e infunden al Consejo Económ ico y Social de los poderes y funcio nes establecidos por dicho docum ento. O tros planes más radicales proponen la creación de un poderoso Consejo de Seguridad Eco nómica, de la talla, incluso, del propio Consejo de Seguridad; o su gieren que las muchas tareas del E C O S O C sean puestas en manos de dos organismos más pequeños y ágiles: un Consejo Económ ico de la O N U y un Consejo Social estrechamente vinculado al anterior. Ambos, claramente, conllevan el oneroso obstáculo de tener que enm endar la Carta, y el problem a de este tipo de ideas, e incluso de toda sugerencia clara hecha pública por comisiones «de alto nivel» y «distinguidas», es que sin el apoyo positivo de las grandes potencias no se conseguirá nada relevante. Pero la actual debilidad de un «órgano central» de la O N U com o el E C O S O C es tal que la Asamblea General debería hacer
frente con honestidad a un crudo dilema: matarlo o curarlo. Esta úl tima será la única solución aceptable para los gobiernos que consi deran que el E C O S O C es la antítesis del Consejo de Seguridad; un lugar en el que tienen voz los países más pobres y débiles, un orga nismo en el que la pertenencia rotativa regional contrasta con los privilegios del P5, una institución mundial cuyos m uchos organis mos y comités realizan una valiosa labor en defensa de los menos poderosos. Además, no es que todos los elem entos que integran el E C O S O C hayan fracasado. N o querríamos suprimir su Com isión de Estupefacientes ni su Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer. Ciertamente, se nos hiela la mirada ante la sola mención del C o mité de Expertos sobre el Transporte de Mercancías Peligrosas y el Sistema Globalm ente Arm onizado de Clasificación y Etiquetado de Productos Quím icos, pues en una época en que puede haber terro rismo bioquím ico su función quizá sea creciente, no menguante. El problem a del E C O S O C , por tanto, no reside en sus elem en tos sino en el conjunto. U n organismo com puesto por cincuenta y cuatro (que rotan cada tres años), que se reúnen «en en cuentros sustantivos» durante solo cuatro semanas todos los meses de julio, no es una iniciativa seria. Cualesquiera que sean los gritos de protesta de quienes pretendan nivelar la situación internacional, tie ne sin duda más sentido que un organismo más pequeño, com pues to, por ejemplo, por veinticuatro estados (un tercio pro cedente del m undo desarrollado, un tercio de los grandes países en vías de desarrollo y un tercio procedente de los países pequeños), se reúna con m ayor regularidad y tenga capacidad para llamar a con sultas a todas las instancias internacionales y planificar de forma coo perativa. Sencillamente, no se puede esperar que la Organización M undial de la Salud, por ejemplo, asuma la carga del sida a escala mundial, ni tam poco puede el Programa de las Naciones Unidas so bre el M edio Am biente trabajar solo en un campo tan crucial. Pero sin un organismo de coordinación que tenga una autoridad conside rable, los esfuerzos de la agencia se dividirán. C uando pensamos de nuevo en los desafíos que plantea la reconstrucción de un único es tado colapsado y la ausencia de una agencia coordinadora general, el asunto se vuelve imperioso. T anto en el plano local com o en N u e-
va Y ork y Ginebra, hay un clamor a favor de simplificar la estructu ra pero dotarla, no obstante, de más autoridad para que lleve a cabo el com etido de la O N U en este aspecto.11 Pero este tipo de reformas del E C O S O C (y, com o consecuen cia, de la propia Asamblea General) exigen ofrecer una oportunidad para su aceptación general. Las propuestas procedentes de la izquier da («democratizar» com pletam ente las Naciones Unidas) no tienen ninguna perspectiva de aceptación entre las potencias dominantes. Las críticas procedentes de la derecha, que acusa al E C O S O C de ser un organismo corrupto, ineficaz y enfangado en su propio pasado, sirven de m uy poco. Pero esos analistas conservadores realizan co m entarios válidos que todo aquel que desee reforzar la O N U debe ría tom ar m uy en serio. Hay necesidad de m ayor transparencia y com prom iso por parte de todos los estados elegidos para el E C O S O C , sus comités y demás organismos que forman parte de la «familia» de la Asamblea General. Hay necesidad de poner en cuestión el estricto sistema regional rotatorio de representación na cional si una nación candidata entrante es negligente en su propio gobierno. ¡M enudo impulso tan maravilloso se habría dado a sí mis m o el E C O S O C si en 2004 hubiera establecido que el gobierno de Sudán no estaba cualificado para ser miembro de la Com isión de D e rechos Hum anos de la O N U ! C om o señala con aspereza sobre el fu turo de la O N U el reciente G rupo de Alto Nivel, la reafirmación de los derechos hum anos «no puede ser llevada a cabo por estados que carecen de un com prom iso demostrado con su prom oción y pro tección».12 A estas alturas el lector puede suponer cóm o continúa este argu m ento. En un m undo ideal, sería bueno realizar cambios estructura les significativos en la arquitectura y en la política económica y so cial de la O N U ; tan bueno, nada menos, com o una transformación ; ideal de la com posición del Consejo de Seguridad y de las prácticas de pacificación. Pero a falta de enmiendas trascendentales a la Carta, todavía se puede hacer m ucho para m ejorar el bastante lamentable estado de cosas actual: una m ayor reducción de los organismos que se solapan; una m ayor insistencia en la cualificación de los funciona rios de la O N U entrantes; un énfasis menos riguroso en la rotación,
y una m ayor consistencia de las normas cuando se aplican al E C O S O C y a las políticas más generales de la O N U . Y esas mismas re com endaciones también sirven para la propia Oficina del Secretario General; al igual que la m ujer del César, tiene que estar por encima de toda sospecha y ser el hogar de la rectitud, la eficiencia y la ho nestidad. En este aspecto se ha hecho m ucho, pero el asunto más im portante es que, debido a los sentimientos poco amistosos y des deñosos hacia la organización m undial en algunos ámbitos, la Secre taría debe tener unos antecedentes inmaculados y sin tacha.
Hasta aquí, este capítulo ha apuntado diferentes recomendaciones «sobre la marcha» para m ejorar la representatividad del Consejo de Seguridad, la eficacia de la m isión de pacificación e imposición de la paz de la O N U y los poderes y la autoridad del E C O S O C . Cada una de las recom endaciones tendría que ser negociada por los go biernos, quizá en conjunto m ejor que una a una; y todas contribui rían a hacer avanzar la caravana. En las áreas restantes (dicho de otro m odo, en las áreas recogidas anteriorm ente, en los capítulos sobre derechos hum anos, entendim iento cultural, protección del medio ambiente y fom ento de la sociedad civil internacional) está m ucho menos claro que las modificaciones institucionales supusieran gran des diferencias. La cuestión aquí no tiene tanto que ver con que las estructuras estén fosilizadas com o con el fracaso de los estados , de forma individual y a veces colectiva, a la hora de cum plir con el riguroso lenguaje de los tratados en los que estamparon su firma. El asunto es plenam ente coherente con las finalidades de la O N U , acerca de las cuales, mientras escribimos esto, parecen saber poco los gobiernos de Sudán, Bielorrusia, Zim babue, Cuba y m u chos otros. Prom over la causa de los derechos hum anos internacionales es uno de estos asuntos. El capítulo 6 finalizó con u n confuso y h e terogéneo com entario, pero no se debía a algún defecto flagrante de la arquitectura general de nuestro régim en actual de derechos h u manos. Al contrario, probablem ente la com unidad mundial haya mejorado su maquinaria en esta dim ensión de su labor m ucho más
que en cualquier otro campo, y la conciencia internacional acerca de los genocidios y otras violaciones de los derechos es más aguda hoy día que en cualquier otra época. N o, las decepciones provienen del conocim iento (ampliamente suministrado por los organismos de la O N U , las iglesias, Amnistía Internacional, H um an R ights W atch y otros) de que hay tantos gobiernos, grandes y pequeños, que toda vía actúan sin respetar la Declaración Universal, las convenciones de Ginebra y todos los protocolos derivados de ellas. Pocos países tie nen las manos absolutamente limpias y algunos son culpables en primer grado, y allí donde el orden político se ha venido abajo, las atroci dades se multiplican. Sin esta necesidad hum ana básica del derecho a la protección, tanto frente al propio gobierno com o ante agresores extranjeros, la sociedad mundial continuará avergonzada. El princi pal consuelo (un hecho incluso para congratularse) es el poder que la opinión internacional tiene en la actualidad para revelar las viola ciones de los derechos hum anos y conseguir incluso que regímenes despiadados y contumaces reflexionen sobre las consecuencias de su maldad. Esta presión internacional contra las violaciones debe man tenerse, y allí donde sea necesario el Consejo de Seguridad debe au torizar intervenciones para detener los genocidios. Pero las verdade ras mejoras se producirán en los corazones y las conciencias de la humanidad, no en mecanismos suplementarios. Esto mismo es válido, sin duda, para la prevención del calenta miento global y la degradación de nuestros entornos naturales. Claro que es necesario acordar muchas medidas técnicas suplementarias y formas más adecuadas de estructurar la lucha de la hum anidad en pro del desarrollo sostenible, así com o invertir en programas de recupe ración medioambiental; pero la medida clave es que los principales estados estén dispuestos a hacer cumplir unas políticas de reducción y conservación estrictas. El concepto «estados principales» lo dice todo. N o tiene sentido pedir a los pequeños estados insulares que to m en medidas para detener el calentamiento global. El peso de la ta rea recae sobre Estados U nidos, la U n ió n E uropea, C hina, India, Japón, Rusia, Brasil y algunos otros estados más grandes y /o prós peros;. precisamente porque son sus actividades económicas las que más contribuyen al deterioro de nuestro planeta. P or desgracia, aquí
el centro de la atención es Estados Unidos. Si la economía más p o derosa del m undo y la que más gases de efecto invernadero emite da largas a las restricciones internacionales (Kioto, M ontreal o las que sean), proporciona una excusa perfecta, justa o injustamente, a los gobiernos más rezagados de otras zonas. H oy día, en el ámbito m e dioambiental todos los caminos conducen a W ashington. ¿Se pon drá en marcha? Fom entar la com prensión cultural de «los otros» (y por tanto de las diferentes formas de entender el m undo) es otro asunto im por tante de la agenda global, aunque sería prudente no depositar se m ejante carga sobre la U N E S C O y los organismos anexos, com o hicieron los padres fundadores en 1945 o sus ambiciosos sucesores en la década de 1970. Sesenta años de experiencia han dem ostrado dónde tropieza la U N E S C O (ideológicamente cargada, con pro gramas demasiado políticam ente correctos) y dónde funciona bien (en asuntos internacionales deportivos, educativos y m edioam bien tales, en la declaración de lugares considerados patrim onio de la hum anidad, etcétera). En este sentido, no hay necesidad de alterar los estatutos de constitución, sino solo de m ejorar las medidas prác ticas, además de las más altas normas de nom bram ientos para redi m ir un pasado em pañado. En esencia, es m ucho más probable que la responsabilidad de la U N E S C O de «prom over la colaboración entre las naciones m ediante la educación, la ciencia y la cultura» la asuman los impulsores de la globalización: internet, los intercam bios de estudiantes, el turism o, la colaboración científica, las redes de m edios de com unicación y el capitalismo global. Aquí hay cam pos en los que las aportaciones de la O N U serán siempre sensible m ente limitadas. Eso mismo debe decirse del fom ento de la sociedad civil inter nacional, analizado en el capítulo 7. Se trata de un elem ento crucial, tanto del presente com o del futuro, porque sin él las Naciones U n i das serían un organismo débil y atrofiado, un lugar de reunión de los gobiernos y nada más. Pero, aunque la O N U continúe siendo una organización íntergubernam ental, tam bién queda claro que sus p o líticas se ejecutan m ejor cuando actúa ju n to con otros organismos en defensa del bien com ún: organizaciones de voluntarios, O N G , igle
sias, empresas internacionales, activistas locales y medios de com uni cación mundiales. Son estas entidades las que están creando la socie dad civil internacional, y tanto si la organización mundial siguiera existiendo com o si dejara de existir por completo, es obvio que otros actores (que abarcan desde estudiantes con becas Fulbright hasta la Iglesia católica, IBM o The Economist) continuarían desfilando a un son bastante similar: aquel que prom ovía los vínculos entre la varia da m ultitud de los pueblos del m undo. Para m uchos ciudadanos, tanto en el N orte liberal com o en el Sur con aspiraciones, las N a ciones Unidas representan la m ejor esperanza para nuestro futuro colectivo, pero ese futuro viene conform ado tam bién por agentes y fuerzas m uy alejadas de N ueva Y ork y Ginebra. P o r últim o, ¿qué podem os decir de la Asamblea General? Des pués de todo, es la manifestación más próxim a de que disponemos del Parlam ento de la H um anidad, pero su renqueo es evidente para todos. C o n la prohibición (en esencia) de debatir y decidir sobre cuestiones de seguridad, m utilada en su com etido socioeconóm ico p o r la lejanía de las instituciones de B retton W oods y las organiza ciones intergubemamentales, limitada por el período de tiem po que duran sus sesiones, abarrotada de comités, agobiada por el papeleo y las prácticas burocráticas formales y lastrada por la necesidad de ser representativa de sus 191 (cuando la mayoría de ellos re conocen que supone una m erm a para la eficacia), no es un órgano eficaz ni afortunado de la O N U . N inguna persona en sus cabales su geriría que fuera un candidato a la abolición, com o suele decirse del C onsejo de istración Fiduciaria o del E C O S O C , pero eso nos devuelve sin más a la pregunta principal: ¿cómo puede conse guirse que la Asamblea General gane en eficacia y sea más respetada? Q uizá no se pueda. El escritor inglés del siglo x ix W alter Bageh o t distinguió entre las ramas «señoriales» del gobierno (la reina, la Cámara de los Lores) y las ramas «efectivas» del mismo (el gabinete, la Cám ara de los C om unes, la istración pública). N o querría mos forzar demasiado esta analogía, pero cuando todos los otoños leemos las declaraciones de nobles principios formuladas a lo largo de dos semanas por parte de los líderes mundiales en la apertura de la Asamblea General y luego las comparamos con la actividad cotidiana
del Consejo de Seguridad o del Banco M undial, nos vienen a la m ente esos mismos adjetivos. Quizá la Asamblea General sea una es pecie de Cámara de los Lores mundial; una reunión de lores, ricos y pobres, grandes y pequeños, con derecho heredado todos ellos a un único voto com o estados soberanos, dispuestos todos a pronunciar se sobre asuntos políticos, económicos y sociales, pero incapaces en realidad de ejercer m ucho poder. Quizá sea demasiado cruel. La Comisión de Gobemanza M un dial (1995) es un buen argumento sobre la relevancia de la Asamblea General.13 Al fin y al cabo, tiene que aprobar el presupuesto anual de la O N U , de m odo que en ese sentido actúa de forma similar a la Cá mara de los Com unes original. Es el único foro auténtico de opinión mundial; o, m ejor dicho, de las opiniones de los gobiernos m undia les que tenemos. Sus resoluciones pueden carecer de continuidad plena porque es un organismo de deliberación sin poder para tomar decisiones vinculantes para los estados , pero sus pronuncia mientos suelen ser un buen baróm etro de la opinión internacional y en m uchos lugares se considera que tiene más legitimidad que el pro pio Consejo de Seguridad. Sus peticiones a la Secretaría para que ela bore informes sobre cuestiones apremiantes, al igual que su solicitud de lo que acabaría convirtiéndose en el docum ento del secretario ge neral «Un programa de desarrollo» (1994), pueden tener consecuen cias institucionales y desencadenar quizá nuevas prácticas, reformas y agencias que cubrirán determinadas necesidades. Es el único órgano im portante con capacidad de convocar conferencias internacionales para abordar asuntos sociales, económicos y medioambientales de prim er orden que exigen atención mundial. La Asamblea es, por tan to, un organismo con m ucho poder de creación. D e m odo que la verdadera pregunta es cóm o se puede hacer que sea más receptiva, más eficaz y que no parezca tanto una tertulia ante una audiencia perpleja u hostil. Hay de hecho un asombroso núm e ro de propuestas en el aire para la m ejora de la Asamblea General. La mayor parte de ellas comienza subrayando su función especial com o foro de debate mundial y defiende efusivamente las sesiones quince nales de septiembre de los jefes de Estado y ministros de Asuntos E x teriores en N ueva Y ork por considerarlas valiosas, vitales incluso
para el entendim iento internacional. Pero a continuación reconocen de inm ediato que los programas de la Asamblea son poco flexibles, ineficaces y reiterativos; demasiados gobiernos impulsando políticas que encajan mal en nuestras realidades del siglo x x i, aun cuando en 1970 fueran atractivas. Los programas tam bién deberían ser más breves y los comités, más reducidos y con un com etido más limita do. Algunos de los seis comités principales podrían ser candidatos a fusionarse o a ser directam ente suprimidos. El prim er m edio siglo de existencia de la organización m undial fue testigo de una expansión constante de sus funciones, oficinas y istraciones; el segundo medio siglo podría, con suerte, ser testigo de un m ejor reconoci m iento de dónde funcionan bien la Asamblea y sus elementos y dónde no funcionan bien, además de identificar dónde podrían res ponder m ejor a las necesidades más recientes de la humanidad. Algunas de las demás propuestas para increm entar la eficacia y la talla de la Asamblea General se m encionaron al principio de este ca pítulo. Es claramente necesario reorganizar el E C O S O C , y solo lo pueden hacer los estados en la Asamblea acordando redu cir el personal de su órgano herm ano, hacer que sea m enos sonám bulo y que delimite m ejor su labor; o (lo cual es más im probable en estos tiempos) crear otro órgano. C uando el aprecio por el E C O SO C aumenta, tam bién lo hace el de la propia Asamblea General. El segundo conjunto de ideas, igualmente im portante, afecta al fortale cimiento de la relación de la Asamblea con el Consejo de Seguridad. C om o ya existe el C om ité Especial de Operaciones de M anteni m iento de la Paz de la Asamblea General, ¿por qué no basarse en él para crear mejores mecanismos de interacción entre los «órganos centrales» (el Consejo de Seguridad y la Asamblea General)? Esta consulta también podría producirse reforzando los poderes de enla ce del presidente de la Asamblea General, un cargo sin duda rotato rio; pero tiene m ucho más sentido que la persona que ostenta ese cargo sea capaz de sentarse tanto en sesiones ordinarias com o de ur gencia del Consejo de Seguridad. C ualquier otra vinculación más fuerte que pueda forjarse entre el presidente de la Asamblea y la Ofi cina del Secretario General de la O N U podría contribuir tam bién a engrasar los engranajes de una parte m uy compleja de la maquinaria.
P o r últim o, y no por ello m enos im portante, la Asamblea G e neral debería revisar la cuestión de cóm o se financia la O N U . Es un lugar com ún que la mayoría de los gobiernos nacionales, las ad ministraciones municipales, los sistemas escolares, los sistemas de pensiones, las universidades, los hospitales y demás instituciones so ciales andan escasos de dinero en estos tiempos; pero las Naciones Unidas quizá sean únicas en el ritm o con el que se depositan cargas sobre ellas, unido ello a su dificultad constitutiva para obtener nue vos ingresos. Esta brecha entre los fines y los medios se ha converti do desde hace m ucho en algo lamentable, pero las posibles solucio nes también reciben réplicas amargas. Hace una década o más, la idea de gravar con un pequeño impuesto las transacciones m oneta rias internacionales fue m uy popular; el argum ento era que, com o la com unidad comercial planetaria dependía más que otras de la esta bilidad mundial, no le importaría m ucho esta minúscula contribución especial a las arcas de la O N U . La idea se desplomó con rapidez, de rribada por los mismos conservadores estadounidenses que habían tor pedeado la propuesta de que hubiera un ejército de la O N U . D uda mos de que los propios banqueros internacionales tuvieran tiem po de valorar esta propuesta antes de que feneciera; quizá la habrían aceptado. Tal vez todavía valga la pena examinarla de nuevo, pues to que la idea era bastante modesta e incluía algunos mecanismos de control rigurosos sobre el plan por parte de los estados y sus parlamentos. Y, en cualquier caso, la Asamblea va a tener que volver a examinar los criterios de valoración anuales y las aportacio nes nacionales relativas a la luz de la transformación de los equili brios económicos globales. Es un m om ento apropiado para realizar un análisis concienzudo de la financiación de la O N U .
Este capítulo ha tratado de responder a ese grito esencial de «¿Qué hay que hacer?». La respuesta es que, por su propia naturaleza, la or ganización m undial es tan compleja y tan inmensa que sería absurdo buscar una única receta para mejorar. Las reformas llegarán, o debe rían llegar, poco a poco. N o hacer nada en absoluto es imposible, dada la necesidad de la hum anidad de m ejorar la cooperación y la
gobemanza; y tratar de modificar la Carta con enmiendas que alte ren de forma absoluta las relaciones de poder existentes no tendría ninguna posibilidad de éxito. D e m odo que necesitamos una senda interm edia que origine algunos cambios ahora y ofrezca posibilida des de que se produzcan más. Esto debería ser incontrovertible. D ado el ingente núm ero de órganos principales, agencias, comisiones, organizaciones técnicas y similares, y dada la complejidad de los programas de la O N U relati vos a la pacificación, los derechos hum anos o el desarrollo, nadie puede creer que reform ar una parte de esta gigantesca maquinaria resolverá todas las necesidades y problemas. Y, de hecho, sugerir cambios en un área está prácticam ente destinado a provocar una in sistencia en que las transformaciones son aún más importantes en otras. C om o hemos visto, mientras que algunos gobiernos se preo cupan al máxim o por el deterioro medioam biental, a otros les in quieta principalm ente el injusto equilibrio económ ico N orte-Sur. P o r consiguiente, si la com unidad m undial de naciones puede llegar a un acuerdo sobre algún tipo de reformas de la O N U , estas tendrán que llegar formando parte de un paquete. Esto no tiene por qué ser la «gran operación» que algunos autores han exigido, sino que será un acuerdo que afecte a m uchos elementos. Todas las com isiones e informes subrayan esta cuestión, y tiene m ucho sentido. La otra parte de esta argum entación tam bién es cierta. N o reali zar ningún cambio augura una creciente esterilidad de las Naciones Unidas, excepto para sus organismos técnicos, pero las propuestas de enm ienda de la Carta que amenazan a quienes controlan los resortes del poder no pueden llevarse a térm ino bajo las actuales circunstan cias. El único m odo de avanzar es m ediante reformas inteligentes y paulatinas, com o aum entar el núm ero de del Consejo de Seguridad, m ejorar la eficacia operativa en todos los aspectos de la pacificación y la im posición de la paz, abandonar el Consejo de A d ministración Fiduciaria y el C om ité de Estado M ayor (pero buscar m odos mejores de llevar a cabo las tareas que originalm ente se les encom endaron), reorganizar o suprim ir el E C O S O C , m ejorar la ac tuación de las agencias de derechos humanos, m edio am biente y cultura, establecer una coordinación más estrecha con las institucio
nes de B retton W oods y demás organismos especializados, y some ter el funcionam iento y la estructura de la Asamblea General a una puesta a punto generalizada. N o es una mala relación de tareas. De hecho, si los gobiernos que controlan la O N U adoptaran la mayor parte de estas propuestas de reforma, o incluso si solo la mitad de ellos lo hicieran efectivo, esta anquilosada pero valiosa organización avanzaría en la dirección adecuada. Lentamente, pero con seguri dad, significaría m ejorar y fortalecer ese taburete de tres patas hecho de paz, desarrollo y democracia concebido hace sesenta años por los padres fundadores. Hay una necesidad apremiante de poner en mar cha cuanto antes estos cambios. N o obstante, es necesario decir una última palabra sobre este es fuerzo por m ejorar la actuación de las Naciones Unidas en estos nu merosos e im portantes campos. Si los acontecimientos de las déca das anteriores pueden servir de orientación para el futuro, entonces, aun cuando las reformas se hagan siguiendo las líneas que acabamos de proponer, deberíamos prepararnos para tener sorpresas y sufrir contratiempos, debidos a atroces errores de gobernanza, a horroro sas violaciones de los derechos humanos y a regímenes que no respe tarán las finalidades de la Carta e insistirán en actuar por su cuenta. Este es un hecho incóm odo, pero natural. N o debería disuadirnos de responder lo m ejor que podamos y emplear nuestro talento para mejorar este registro siempre desigual para tratar de «preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra», «reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre» y fom entar «el progreso so cial y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad». El Preámbulo original de la Carta de las Naciones U ni das no se equivocaba.14