Rojo Y Negro 6v4w6s

Índice PORTADA LIBRO I. CAPÍTULO I. UNA PEQUEÑA CIUDAD CAPÍTULO II. UN ALCALDE CAPÍTULO III. LOS BIENES DE LOS POBRES CAPÍTULO IV. UN PADRE Y UN HIJO CAPÍTULO V. UNA NEGOCIACIÓN CAPÍTULO VI. TEDIO CAPÍTULO VII. LAS AFINIDADES ELECTIVAS CAPÍTULO VIII. PEQUEÑOS ACONTECIMIENTOS CAPÍTULO IX. UNA VELADA EN EL CAMPO CAPÍTULO X. UN GRAN CORAZÓN Y UNA PEQUEÑA FORTUNA CAPÍTULO XI. UNA VELADA CAPÍTULO XII. UN VIAJE CAPÍTULO XIII. LAS MEDIAS CALADAS CAPÍTULO XIV. LAS TIJERAS INGLESAS CAPÍTULO XV. EL CANTO DELGALLO CAPÍTULO XVI. AL DÍA SIGUIENTE CAPÍTULO XVII. EL PRIMER TENIENTE DE ALCALDE CAPÍTULO XVIII. UN REY EN VERRIÈRES

CAPÍTULO XIX. PENSAR HACE SUFRIR CAPÍTULO XX. LAS CARTAS ANÓNIMAS CAPÍTULO XXI. DIÁLOGO CON UN AMO CAPÍTULO XXII. MANERAS DE PROCEDER EN 1830 CAPÍTULO XXIII. DESAZONES DE UN FUNCIONARIO CAPÍTULO XXIV. UNA CAPITAL CAPÍTULO XXV. EL SEMINARIO CAPÍTULO XXVI. EL MUNDO, O LO QUE LE FALTA AL RICO CAPÍTULO XXVII. PRIMERA EXPERIENCIA DE LA VIDA CAPÍTULO XXVIII. UNA PROCESIÓN CAPÍTULO XXIX. EL PRIMER ASCENSO CAPÍTULO XXX. UN AMBICIOSO LIBRO II. CAPÍTULO I. LOS PLACERES DEL CAMPO CAPÍTULO II. PRESENTACIÓN EN SOCIEDAD CAPÍTULO III. LOS PRIMEROS PASOS CAPÍTULO IV. EL PALACIO DE LA MOLE CAPÍTULO V. LA SENSIBILIDAD Y UNA GRAN DAMA DEVOTA CAPÍTULO VI. MANERA DE PRONUNCIAR CAPÍTULO VII. UN ATAQUE DE GOTA CAPÍTULO VIII. ¿CUÁL ES LA CONDECORACIÓN QUE DA MAYOR DISTINCIÓN?

CAPÍTULO IX. EL BAILE CAPÍTULO X. LA REINA MARGARITA CAPÍTULO XI. EL INFLUJO DE UNA JOVEN CAPÍTULO XII. ¿SERÁ UN DANTON? CAPÍTULO XIII. UN COMPLOT CAPÍTULO XIV. PENSAMIENTOS DE UNA JOVEN CAPÍTULO XV. ¿SERÁ UN COMPLOT? CAPÍTULO XVI. LA UNA DE LA MADRUGADA CAPÍTULO XVII. UNA ESPADA ANTIGUA CAPÍTULO XVIII. MOMENTOS CRUELES CAPÍTULO XIX. LA ÓPERA BUFA CAPÍTULO XX. EL JARRÓN JAPONÉS CAPÍTULO XXI. LA NOTA SECRETA CAPÍTULO XXII. LA DISCUSIÓN CAPÍTULO XXIII. EL CLERO, LOS BOSQUES, LA LIBERTAD CAPÍTULO XXIV. ESTRASBURGO CAPÍTULO XXV. EL MINISTERIO DE LA VIRTUD CAPÍTULO XXVI. EL AMOR MORAL CAPÍTULO XXVII. LOS MEJORES CARGOS DE LA IGLESIA CAPÍTULO XXVIII. MANON LESCAUT CAPÍTULO XXIX. EL TEDIO

CAPÍTULO XXX. UN PALCO EN LA ÓPERA BUFA CAPÍTULO XXXI. INFUNDIRLE MIEDO CAPÍTULO XXXII. EL TIGRE CAPÍTULO XXXIII. EL INFIERNO DE LA DEBILIDAD CAPÍTULO XXXIV. UN HOMBRE DE TALENTO CAPÍTULO XXXV. UNA TORMENTA CAPÍTULO XXXVI. DETALLES TRISTES CAPÍTULO XXXVII. UN TORREÓN CAPÍTULO XXXVIII. UN HOMBRE PODEROSO CAPÍTULO XXXIX. LA INTRIGA CAPÍTULO XL. LA TRANQUILIDAD CAPÍTULO XLI. EL JUICIO CAPÍTULO XLII. CAPÍTULO XLIII. CAPÍTULO XLIV. CAPÍTULO XLV. NOTAS CRÉDITOS

LIBRO I

CAPÍTULO I

UNA PEQUEÑA CIUDAD

Put thousands together Less bad. But the cage less gay¹.

HOBBES

La pequeña ciudad de Verrières² puede pasar por una de las más bellas del Franco Condado. Sus casas blancas, con los tejados puntiagudos de tejas rojas, se extienden por la ladera de una colina cubierta de vigorosos castaños, cuyas frondas señalan la menor sinuosidad. El Doubs se desliza a algunos centenares de pies por debajo de las fortificaciones que antaño edificaron los españoles, y hoy están en ruinas. Verrières está resguardada al norte por una alta cumbre de las estribaciones del Jura. Las cimas quebradas del Verra se cubren de nieve con los primeros fríos de octubre. Un torrente que se precipita por la montaña, atraviesa Verrières antes de desembocar en el Doubs y acciona un gran número de serrerías. Es una industria simple que procura cierto desahogo a la mayoría de los habitantes, más campesinos que burgueses. Sin embargo, a esta pequeña ciudad no la han enriquecido las serrerías. El bienestar general se debe a la fábrica de telas estampadas, llamadas de Mulhouse, gracias a la cual, desde la caída de Napoleón

hasta hoy, se han reconstruido las fachadas de casi todas las casas de Verrières. Apenas se entra en la ciudad, uno queda aturdido por el estrépito de cierta máquina ruidosa y terrible en apariencia. Veinte pesados martillos, elevados por una rueda que mueve el agua del torrente, caen con un estrépito que hace temblar el pavimento. Cada uno de esos martillos fabrica diariamente no sé cuántos millares de clavos con la colaboración de unas jóvenes bonitas y lozanas, que son las que ponen debajo de tales martillos enormes los pedacitos de hierro, que rápidamente se convierten en clavos. Este trabajo, en apariencia tan rudo, es una de las cosas más sorprendentes para el viajero que se adentra por primera vez en las montañas que separan Francia de Suiza. Si al entrar en Verrières pregunta a quién pertenece aquella hermosa fábrica de clavos que ensordece a las gentes que suben por la calle principal, le responden con tono negligente: Es del señor alcalde. A poco que el viajero se detenga unos instantes en esa calle, que asciende desde la orilla del Doubs hasta la cima de la colina, puede apostar ciento contra uno a que verá aparecer a un hombre corpulento, de aspecto atareado e importante. Al verle, todas las cabezas se descubrirán rápidamente. Los cabellos del hombre son canos, y va vestido de gris. Es caballero de varias órdenes; tiene una frente despejada y nariz aguileña; en conjunto, su rostro denota cierta regularidad. A primera vista puede decirse que a la dignidad de alcalde de pueblo une esa especie de atractivo que todavía puede encontrarse en un hombre de cuarenta y ocho o cincuenta años. Igualmente, el viajero parisino notará en él un aire de autocomplacencia y de suficiencia, unido a un no sé qué de limitación y poca inventiva. Se dará cuenta también de que el talento de tal hombre se reduce a hacerse pagar con exactitud lo que se le debe, retrasando al mismo tiempo cuanto pueda el pago de las propias deudas. Ése es el alcalde de Verrières, M. de Rênal, quien, después de cruzar la calle con paso grave, entrará en la alcaldía desapareciendo de la vista del viajero. No obstante, si éste continúa su paseo, descubrirá cien pasos más arriba una casa de bonita apariencia, y, a través de una verja de hierro contigua a la casa, unos jardines magníficos. Más lejos, el perfil del horizonte que dibujan las colinas de la Borgoña, parece como hecho a propósito para recrear la vista. Este paisaje hará olvidar al viajero la atmósfera corrompida por los mezquinos intereses del dinero, que ya empezaba a asfixiarle.

Le informan de que aquella casa pertenece a M. de Rênal. Gracias a los beneficios que le ha proporcionado su gran fábrica de clavos, el alcalde de Verrières ha podido construirse esa bella mansión, labrada en piedra de sillería, a la que está dando los últimos retoques en estos momentos. Su familia, según se dice, es española, de rancio abolengo, y —a lo que se pretende— asentada en el país mucho antes de la conquista de Luis XIV. Desde 1815 se avergüenza de ser industrial: 1815 le hizo alcalde de Verrières. Los muros forman terrazas que sostienen las diversas partes del magnífico jardín que desciende escalonadamente hasta el Doubs, y constituyen también un premio a la sabiduría de M. de Rênal en el comercio del hierro. No esperen ustedes encontrar en Francia los jardines pintorescos que rodean las ciudades fabriles de Alemania: Leipzig, Francfort, Nuremberg, etc. En el Franco Condado, cuanto más muros se levantan, cuanto más se eriza de hiladas de piedra una propiedad, tanto más su dueño se hace acreedor al respeto y iración de sus convecinos. Los jardines de M. de Rênal, bordeados de muros, se contemplan con mayor interés aún, precisamente por haber pagado a precio de oro algunas de las parcelas que lo conforman. Por ejemplo, la serrería cuya singular posición a la orilla del Doubs llama la atención al entrar en Verrières, y en la que se puede leer el nombre de SOREL escrito en caracteres gigantescos sobre una placa que corona el edificio, ocupaba hace seis años el lugar en que actualmente se construye el muro de la terraza cuarta de los jardines de M. de Rênal. A pesar de su orgullo, el señor alcalde tuvo que hacer muchas gestiones cerca del viejo Sorel, campesino testarudo, además de pagarle buenos luises de oro para conseguir que trasladase su serrería a otra parte. En cuanto al arroyo público que movía la sierra, M. de Rênal, valiéndose de influencias en París, consiguió desviar su curso. Gracia que se le concedió después de las elecciones de 182... Le dio a Sorel cuatro fanegas por cada una de las suyas, pero quinientos pasos más abajo, en las márgenes del Doubs. Y aun cuando este emplazamiento era mucho más ventajoso para su comercio de tablas de abeto, el tío Sorel, como se le llamaba desde que se hizo rico, encontró la forma de sacar 6.000 francos a su vecino, explotando la impaciencia y la manía de propietario que le animaban. El arreglo fue muy criticado por la gente sensata del lugar. Una vez —era domingo y de ello hace ya cuatro años—, M. de Rênal, de regreso de la iglesia

con su atuendo de alcalde, vio de lejos a Sorel, rodeado de sus tres hijos, que sonreía al verlo. Aquella sonrisa le amargó el día, haciéndole pensar, desde luego, que tal vez hubiese podido sacar más partido del negocio. Para merecer la consideración pública en Verrières, es esencial —aunque se edifiquen grandes muros— el hecho de no construir según los planos que traen de Italia los albañiles cuando atraviesan en primavera las gargantas del Jura, camino de París. Al que se atreviera a implantarla, semejante innovación le valdría eternamente el calificativo de mala cabeza, y quedaría completamente desacreditado en la opinión de las gentes sensatas y moderadas, que son las que otorgan el prestigio y la consideración en el Franco Condado. De hecho, tales gentes sensatas ejercen allí el más enojoso despotismo, y, en gracia a ese vocablo villano, la vida de las pequeñas ciudades se torna insoportable para quien ha vivido en esa gran república que se llama París. La tiranía de la opinión, ¡y qué opinión!, es tan necia en los pueblos de Francia como en los Estados Unidos de América.

CAPÍTULO II

UN ALCALDE

¿Y la importancia, señor, no es nada? El respeto de los necios, el pasmo de los niños, la envidia de los ricos, el desprecio del sabio.

BARNAVE

Felizmente para la reputación istrativa de M. de Rênal, el paseo público que se extiende a lo largo de la colina, a un centenar de pies sobre el curso del Doubs, necesitaba un gigantesco muro de contención. Este paseo goza, por su irable situación, de una de las vistas más pintorescas de Francia. Pero todas las primaveras, las lluvias lo arroyaban, quebrándolo en barrancos que lo hacían intransitable. Tal inconveniente que a todos afectaba, puso a M. de Rênal en el dichoso trance de inmortalizar su gestión pública, construyendo un muro de veinte pies de altura y treinta o cuarenta toesas de longitud. El parapeto de dicho muro, por culpa del cual M. de Rênal hubo de hacer tres viajes a París —al declararse el penúltimo ministro del Interior enemigo acérrimo del paseo de Verrières—, se eleva hoy unos cuatro pies por encima del suelo, y, como para desafiar a todos los ministros presentes y pasados, lo están guarneciendo con losas de piedra labrada. ¡Cuántas veces, añorando los bailes de París abandonados la víspera, con el pecho apoyado en esos bloques de piedra de bello color gris azulenco, he dejado vagar la mirada por el valle del Doubs! Allá, en la orilla izquierda, se distinguen cinco o seis valles pequeños surcados por arroyuelos que, después de saltar de cascada en cascada, se precipitan sobre el río. El sol calienta mucho en estas montañas. Y cuando cae a plomo, el viajero puede soñar en esta misma terraza

guareciéndose a la sombra de corpulentos plátanos. Estos árboles deben su rápido crecimiento y la bella tonalidad verde azulada de sus hojas a la tierra acarreada que el señor alcalde ha hecho colocar detrás del gran muro de contención; pues, a pesar de las protestas del Consejo municipal, ensanchó el paseo en más de seis pies (cosa que le alabo por más que él sea ultra y yo liberal); y por esta causa, según él y M. Valenod, competente director del asilo de Verrières, la explanada puede competir con la de Saint-Germain-en-Laye. Por mi parte, diré que sólo encuentro reprochable una cosa en el PASEO DE LA FIDELIDAD —nombre oficial que se lee en quince o veinte sitios, destacándose sobre placas de mármol que le han valido una cruz más a M. de Rênal— y es la bárbara manera en que la autoridad hace podar tan vigorosos plátanos. En vez de parecerse con sus copas redondas, bajas y achatadas a la más vulgar de la hortalizas, podrían tener esas formas magníficas que pueden vérseles en Inglaterra. Pero la voluntad del señor alcalde es despótica, y, dos veces al año, todos los árboles que pertenecen a la comuna son mutilados sin piedad. Los liberales del país insinúan, aunque exageran, que la mano del jardinero oficial se ha vuelto mucho más severa desde que el vicario, M. Maslon, ha tomado la costumbre de apropiarse de los productos de la poda. Este joven eclesiástico fue enviado desde Besançon hace unos años, para vigilar al abate Chélan y a otros sacerdotes de los alrededores. Un viejo cirujano militar del ejército de Italia, retirado en Verrières, y que durante su vida fue —según el señor alcalde— jacobino y bonapartista, se atrevió un día a quejarse de aquella mutilación periódica. —Me gusta la sombra —respondió M. de Rênal con ese deje de altivez imprescindible cuando se habla con un cirujano miembro de la Legión de Honor —; me gusta la sombra y mando recortar mis árboles para que den sombra. No concibo que un árbol tenga otra misión, sobre todo cuando no es útil como el nogal y no produce beneficio alguno. He aquí la gran frase; la que lo decide todo en Verrières; PRODUCIR BENEFICIO. Ella sola es la expresión del pensamiento habitual de más de las tres cuartas partes de sus habitantes. Producir beneficio es la razón que impera en este pueblo que tan bonito les parecía. El forastero que aquí llega seducido por la belleza de los frescos y profundos valles que lo rodean, se imagina sin duda que sus habitantes son

sensibles a lo bello; hablan demasiado de la belleza de su región; no se puede negar que se preocupan por ella; pero lo hacen solamente porque atrae a algunos extranjeros cuyo dinero enriquece a los dueños de las posadas, lo que, gracias a los impuestos, produce beneficios a la ciudad. Un hermoso día de otoño, M. de Rênal caminaba por el «Paseo de la Fidelidad» del brazo de su esposa. Mientras escuchaba a su marido, que hablaba en tono grave, Mme. de Rênal seguía con inquietud los movimientos de tres niños. El mayor, que podría tener once años, se acercaba con demasiada frecuencia al parapeto y hacía ademán de subirse a él. Entonces una voz dulce pronunciaba el nombre de Adolfo, y el niño renunciaba a su atrevido proyecto; Mme. de Rênal aparentaba unos treinta años y era aún bastante bella. —Pudiera muy bien arrepentirse ese buen señor de París —decía M. de Rênal con aire ofendido y más pálido que de costumbre—. Todavía tengo algunos amigos en Palacio... De todos modos, aun cuando pienso hablarles a lo largo de doscientas páginas de asuntos de provincias, no seré ahora tan cruel como para hacerles soportar un interminable diálogo provinciano con todos sus detalles sabihondos. Aquel buen señor de París que tan odioso le resultaba al alcalde de Verrières, no era otro que M. Appert¹, el cual, dos días antes, había encontrado un medio eficaz para introducirse, no solamente en la cárcel y en el asilo de la ciudad, sino también en el hospital, que era istrado gratuitamente por el alcalde y los principales propietarios del lugar. —Pero —decía tímidamente Mme. de Rênal— ¿qué perjuicio puede ocasionaros ese señor de París, si istráis los fondos de los pobres con la más escrupulosa probidad? —No viene más que a censurar, y luego publicará artículos en los periódicos liberales. —Si tú no los lees nunca. —Pero luego nos hablan de esos artículos jacobinos, y todo eso nos distrae y nos impide hacer el bien². Por mi parte, jamás perdonaré al cura.

CAPÍTULO III

LOS BIENES DE LOS POBRES

Un cura virtuoso, que no intrigue, es una Providencia para el pueblo.

FLEURY

Conviene saber que el cura de Verrières, anciano de ochenta años que debía al aire puro de estas montañas una salud y un carácter de hierro, tenía el derecho de visitar a cualquier hora la cárcel, el hospital e incluso el asilo. Eran exactamente las seis de la mañana cuando M. Appert, que traía de París una recomendación para el cura, acertó a llegar hasta aquella curiosa ciudad. E inmediatamente se encaminó al presbiterio. Al leer la carta que le dirigía el marqués de La Mole, par de Francia y el propietario más rico de la provincia, el cura Chélan¹ quedó perplejo. «Soy viejo y querido aquí —musitó al cabo—. ¡No se atreverían!». Y volviéndose inmediatamente hacia el visitante de París, con una mirada en la que, a pesar de la edad, brillaba el fuego sagrado que anuncia el placer de acometer una acción noble y algo peligrosa, exclamó: —Venga usted conmigo, señor, pero le ruego que, en presencia del carcelero y, sobre todo, en la de los vigilantes del asilo, no haga ningún comentario acerca de las cosas que vamos a ver. M. Appert se dio cuenta de que estaba tratando con un hombre valiente y siguió al venerable cura; con él visitó la cárcel, el hospicio y el asilo; hizo muchas preguntas, pero, a pesar de las extrañas respuestas que obtuvo, no se permitió la menor señal de censura. Aquella visita duró varias horas. El cura le invitó a

comer, y M. Appert se excusó alegando que tenía que escribir unas cartas; en realidad no quería comprometer más a su generoso acompañante. Hacia las tres fueron a terminar la inspección del asilo, volviendo posteriormente a la cárcel. Allí se encontraron en la puerta con el carcelero, un gigantón de seis pies de altura con las piernas arqueadas; el terror que le dominaba hacía aún más horrendo su innoble rostro. —Señor —dijo al cura en cuanto lo vio—, ¿este caballero que viene con usted es M. Appert? —¡Qué importa quien sea! —respondió el cura. —Es que desde ayer tengo órdenes precisas, enviadas por el prefecto con un gendarme que hubo de galopar toda la noche, para no permitir que M. Appert entre en la cárcel. —Yo le contesto, M. Noiroud, que este viajero que me acompaña —dijo el cura — es, en efecto, M. Appert. Pero sabe usted perfectamente que tengo derecho a entrar en la cárcel a cualquier hora del día o de la noche y haciéndome, además, acompañar por quien me parezca oportuno. —Sí, señor cura —contestó el carcelero a media voz mientras agachaba la cabeza como un bulldog al que impulsa a obedecer el miedo al palo—. Pero, señor cura, tengo mujer e hijos y sólo cuento con mi sueldo para vivir; si me denuncian perderé el puesto. —Tampoco me gustaría a mí perder el mío —dijo el cura con voz emocionada. —¡Vaya diferencia! —replicó vivamente el carcelero—. Todos sabemos que usted, señor cura, tiene ochocientas libras de renta, una buena hacienda en el campo... Tales son los hechos que, exagerados y comentados de mil modos distintos, agitaban desde hacía dos días las pasiones emponzoñadas de la pequeña ciudad de Verrières. Y en este momento eran los que servían de tema a la pequeña discusión que M. de Rênal sostenía con su esposa. Por la mañana, acompañado de M. Valenod, director del asilo, había ido a casa del cura para manifestarle su más encendido descontento. M. Chélan, que no contaba con protectores, comprendió todo el alcance de sus palabras. —Muy bien, caballeros; con mis ochenta años seré el tercer cura a quien se destituya en esta vecindad. Hace

cincuenta y seis que estoy aquí, y he bautizado a casi todos los habitantes de la ciudad, que no era más que un villorrio cuando yo llegué. A diario caso a jóvenes cuyos abuelos recibieron, asimismo, las bendiciones de mis manos. Verrières es mi familia, pero al ver al forastero me dije: «Este hombre que llega de París puede que sea ciertamente un liberal (por docenas pueden contarse), pero ¿qué mal puede hacer a nuestros pobres y a nuestros presos?». Los reproches de M. de Rênal y, sobre todo, los del director del asilo, se hicieron sin embargo cada vez más violentos. —¡Bueno, señores! —exclamó el viejo cura con voz temblorosa—. ¡Hagan que me destituyan! No por eso dejaré de vivir en la región. Todo el mundo sabe que hace cuarenta y ocho años heredé una tierra que me renta ochocientas libras. Con esa renta viviré. Como mi cargo no me permite ahorrar nada, no me asusto si me insinúan que voy a perderlo. M. de Rênal se llevaba de ordinario muy bien con su mujer, pero, incapaz de responder a su tímida insinuación «¿qué daño puede ocasionar a los presos el señor de París?», estaba ya a punto de enfadarse con ella cuando ésta, de repente, lanzó un grito. El segundo de sus hijos se había subido al parapeto del muro, y corría sobre él a pesar de que aquel muro tenía una elevación de más de veinte pies sobre la viña que estaba al otro lado. El temor de asustar a su hijo y hacerle caer hizo enmudecer a Mme. de Rênal. Por fin, el niño, que reía satisfecho de su proeza, al ver la palidez de su madre, saltó hacia la explanada y corrió hasta ella, recibiendo una buena regañina. Aquel suceso cambió el curso de la conversación. —Estoy decidido a traer a casa a Sorel, el hijo del aserrador —dijo M. de Rênal —, para que vigile a los chicos, que se van haciendo demasiado traviesos para nosotros. Es un joven sacerdote, o aspirante a ello por lo menos; buen latinista, hará que nuestros hijos progresen en sus estudios; además, según referencias del señor cura, tiene un carácter enérgico. Le daré trescientos francos además de la comida. En un principio tuve mis dudas acerca de su moralidad, ya que era el niño mimado de aquel viejo cirujano, miembro de la Legión de Honor, que, so pretexto de que era su primo, se alojó en casa de Sorel. Aquel hombre, seguramente era un agente de los liberales; decía que el aire de nuestras montañas le iba bien a su asma; pero eso está por ver. Había hecho todas las

campañas de Bonaparte en Italia, y hay quien asegura que fue de los que no aceptaron en su momento el Imperio. Este liberal enseñaba latín al hijo de Sorel y le dejó toda esa cantidad de libros que trajo consigo. Por eso jamás se me hubiera ocurrido meter en mi casa al hijo del carpintero, de no ser porque el cura me dijo, precisamente la víspera del día en que tuvo lugar la escena que acaba de enemistarnos para siempre, que este Sorel estudia Teología desde hace tres años con el propósito de ingresar en el Seminario. Por lo tanto no puede ser liberal, y, además, es latinista. —Este arreglo nos conviene por más de un motivo — continuó M. de Rênal mirando a su mujer con aire diplomático—. Valenod está muy orgulloso con los dos caballos normandos que acaba de comprar para su calesa; pero, en cambio, no tiene un preceptor que se ocupe de sus hijos. —Podría muy bien quitarnos éste. —¿Apruebas, pues, mi proyecto? —dijo M. de Rênal agradeciendo a su esposa con una sonrisa la excelente idea que había tenido—. Entonces no hay que pensarlo más. —¡Dios mío, qué pronto tomas las decisiones! —Es que yo soy hombre de carácter; el mismo cura puede acreditarlo. Por otra parte, no nos engañemos, aquí estamos rodeados de liberales, y tengo la certeza de que todos estos comerciantes de telas me tienen envidia; hay dos o tres que se están haciendo ricos, y yo quiero que vean pasar a los hijos de M. de Rênal custodiados por su preceptor. Esto les impondrá respeto. Mi abuelo nos contaba muchas veces que en su juventud tuvo un preceptor. El asunto podrá costarnos cien escudos, pero es un gasto que debe incluirse entre los necesarios para mantener nuestra posición. Aquella resolución tan súbita preocupó un tanto a Mme. de Rênal. Era una mujer alta, bien formada, que había sido la belleza del entorno, como suele decirse en estas montañas. Tenía cierto aire sencillo y juvenil en el porte. Para un parisino, aquella gracia natural, llena de viveza e inocencia, hubiera llegado a inspirar sentimientos de dulce voluptuosidad². Pero si Mme. de Rênal se hubiera percatado de tal éxito, se habría avergonzado de ello. Era incapaz de toda coquetería o afectación. Y se comentaba que M. Valenod, el rico director del asilo, trató en algún momento de cortejarla, sin obtener ningún resultado; esto había infundido a su virtud un brillo extraordinario, pues el tal Valenod, joven corpulento, de rostro colorado y grandes patillas negras, era uno de esos seres

groseros y desvergonzados, de aquellos de quienes en provincias se suele decir que son unos buenos mozos. Mme. de Rênal, muy tímida y de carácter desigual en apariencia, no podía sufrir el movimiento constante ni los gritos de M. Valenod. El alejamiento en que se mantenía respecto de aquello a lo que en Verrières llaman alegría, le había valido la reputación de estar muy orgullosa de su cuna. Nada estaba más lejos de su ánimo; pero no por ello vio con menor satisfacción el que las gentes dejaran de frecuentar su casa. No ocultaremos que pasaba por tonta entre las señoras de la ciudad, porque, sin la más mínima picardía para con su marido, dejaba escapar las mejores ocasiones de hacerse obsequiar con bellos sombreros de París o de Besançon. Con tal de que la dejaran pasearse sola por su hermoso jardín, no se quejaba de nada. Era un alma ingenua, que nunca se había parado a juzgar a su esposo, ni a confesarse que la aburría. Suponía, sin decirlo, que entre marido y mujer no podían existir relaciones más dulces. Amaba a M. de Rênal, sobre todo cuando éste le hablaba de sus proyectos para con los hijos: destinaba uno a la espada; el segundo a la magistratura, y el tercero a la Iglesia. En resumen, encontraba a su marido mucho menos fastidioso que a los demás hombres que conocía. Tal juicio conyugal era razonable. El alcalde de Verrières debía cierta reputación de talento y buen tono a media docena de frases ingeniosas que había heredado de un tío suyo. El viejo capitán de Rênal prestaba sus servicios, antes de la Revolución, en el regimiento de Infantería del Duque de Orleans, y cuando iba a París era recibido en los salones del príncipe. Allí conoció a Mme. de Montesson, a la famosa Mme. de Genlis, a M. Ducrest, creador del Palais Royal. Estos personajes figuraban con demasiada frecuencia en las anécdotas de M. de Rênal. Pero, poco a poco, el recuerdo de cosas tan delicadas de contar había llegado a ser un trabajo para él, y hacía algún tiempo que no repetía más que en las grandes solemnidades sus anécdotas relativas a la casa de Orleans. Y como además era muy cortés, excepto cuando se hablaba de dinero, se le consideraba, con razón, el personaje más aristocrático de Verrières.

CAPÍTULO IV

UN PADRE Y UN HIJO

E sarà mia colpa Se cosi è?¹.

MACHIAVELLI

«¡Qué talento el de mi mujer! —se decía al día siguiente, a las seis de la mañana, el alcalde de Verrières, mientras bajaba en dirección a la serrería del tío Sorel—. Aun cuando no se lo haya dicho, por conservar la superioridad conveniente, lo cierto es que no se me había ocurrido la idea de que si yo no solicito a este Sorel, que —según dicen— sabe el latín como los propios ángeles, el director del asilo, ese metomentodo, muy bien podría tener la misma ocurrencia que yo, y quitármelo. ¡Y con qué tono de suficiencia hablaría del preceptor de sus hijos!... Una vez que este preceptor sea mío, ¿llevará sotana?». M. de Rênal iba absorto en esta duda cuando divisó de lejos a un campesino de casi seis pies de estatura, que, desde el alba, parecía muy ocupado en medir grandes trozos de madera, colocados a todo lo largo del Doubs, en el camino de sirga. El campesino no pareció muy satisfecho con la aparición del señor alcalde, pues los bloques de madera obstruían el camino, y estaban allí infringiendo las normas. El tío Sorel, pues no otro era el campesino, se quedó muy sorprendido y aún más contento después de escuchar la singular proposición que le hizo M. de Rênal, referente a su hijo Julián. Con todo, no por ello dejó de oírla con ese aire de tristeza, descontento y falta de interés con que tan bien sabe revestirse la sutileza de los habitantes de aquellas montañas². Esclavos que fueron durante la

dominación española, todavía conservan este rasgo de la fisonomía del fellah de Egipto. La respuesta de Sorel se limitó en principio a una larga retahíla de todas las fórmulas de respeto que se sabía de memoria. Y mientras repetía palabras sin sentido, con una torpe sonrisa que hacía resaltar más el gesto de falsedad y truhanería connatural a su expresión, el ingenio activo del vivo campesino trataba de adivinar la razón que movía a un hombre tan importante a desear como empleado en su casa al granuja de su hijo. Estaba muy descontento de Julián, y mira por dónde venían ahora a ofrecerle por él 300 francos al año, manutención y ropa. Esta última pretensión, que el tío Sorel había tenido la ocurrencia de aventurar súbitamente, también se la aceptó M. de Rênal. Tal petición chocó mucho al alcalde. «Puesto que Sorel no se muestra encantado ni agradecido de mi proposición, como naturalmente debía de estarlo, es claro que le han hecho ofertas por otro lado. ¿Y de quién pueden venir sino de Valenod?». En vano insistió M. de Rênal para dejar ultimado el asunto; la astucia del campesino le incitó a negarse a ello obstinadamente; quería —pretextó— consultar con su hijo, como si fuese costumbre en estos pueblos que un padre rico consultara a un hijo que no tiene nada, si no era por simple formulismo. Un aserradero hidráulico aparece, por lo general, ubicado en un cobertizo al borde de un arroyo. El tejado se sostiene sobre un armazón, que a su vez se apoya en cuatro grandes pilares de madera. A ocho o diez pies de altura, en medio del cobertizo, se ve una sierra que sube y baja, mientras que un mecanismo sencillo empuja hacia ella el bloque de madera. Una rueda movida por el agua del arroyo pone en marcha el artificio, que por una parte hace subir y bajar la sierra, mientras que por otra impulsa suavemente el bloque de madera para que la sierra lo vaya cortando en tablones. Al acercarse a la fábrica, el tío Sorel llamó con voz estentórea a su hijo Julián; nadie respondió. Sólo vio a sus hijos mayores, especie de gigantes que, blandiendo pesadas hachas, troceaban los pinos para llevarlos luego a la sierra. Ocupados en seguir exactamente la línea negra trazada sobre la madera, no oyeron la voz de su padre. Cada hachazo arrancaba astillas enormes. El tío Sorel se dirigió al cobertizo y buscó en vano a Julián en el sitio que le correspondía,

junto a la sierra. Lo descubrió cinco o seis pies más arriba, a caballo en una de las vigas de la techumbre. En vez de vigilar atentamente el funcionamiento de todo el mecanismo, estaba leyendo. No había nada que molestara más al anciano Sorel. Hubiera acaso perdonado a Julián su desmedrada estatura, poco apropiada para trabajos rudos y tan distinta de la de sus hermanos, pero aquella manía de la lectura se le antojaba francamente odiosa: él no sabía leer. En vano llamó a Julián otras dos o tres veces. La atención que el joven prestaba a su libro le impidió, aún más que el ruido de la sierra, oír la voz tonante de su padre. Al final, Sorel, a pesar de su edad, saltó con ligereza sobre el tronco que estaba serrando la máquina, y de allí a la viga transversal que sostenía el tejado. Un golpe violento hizo volar al arroyo el libro que Julián tenía en la mano, y un segundo golpe en la cabeza, tan violento como el primero, le hizo perder el equilibrio, y hubiera caído diez o quince pies más abajo, entre las palancas de la máquina en marcha, que lo habrían destrozado, a no ser porque su padre lo sujetó, al caer, con la mano izquierda. —¡Maldito perezoso! ¿Es que vas a estar siempre leyendo tus endemoniados libros mientras vigilas la sierra? En todo caso, léelos por la noche, cuando vas a perder el tiempo en casa del cura. Julián, aunque aturdido por la fuerza del golpe y sangrando, se acercó a su puesto oficial, junto a la sierra. Tenía los ojos llenos de lágrimas, más quizá por la pérdida de su adorado libro que por el dolor físico. —Baja, animal, que tengo que hablarte. El ruido de la máquina impidió de nuevo a Julián oír esta orden. Su padre, que ya estaba abajo y no tenía ganas de volver a encaramarse en el mecanismo, fue a buscar una pértiga de esas que se emplean para varear nueces y le asestó con ella un golpe en el hombro. Apenas estuvo Julián en el suelo, el viejo Sorel, empujándolo con rudeza, lo condujo con brusquedad hacia la casa. «¡Dios sabe lo que va a hacer conmigo!» —pensaba el pobre muchacho. Al pasar, miró tristemente al sitio del arroyo por donde había caído su libro, que era aquel por el que sentía mayor afecto: el Memorial de Santa Elena. Iba sofocado y con los ojos bajos. Era un muchacho de dieciocho a diecinueve años, de aspecto débil, de rasgos irregulares, pero delicados, y nariz aguileña.

Sus grandes ojos negros, que cuando estaban tranquilos denotaban reflexión y ardor, tenían ahora una expresión de odio feroz. Los cabellos castaño oscuro, que le arrancaban de muy abajo, dejaban al descubierto una frente estrecha, y, en los momentos de cólera, le infundía un aire malévolo. De entre las innumerables variedades de la fisonomía humana, no habrá otra quizá que entrañe una expresión más característica. Su porte esbelto y gracioso denotaba más agilidad que vigor. Desde muy joven, su gran palidez y un aspecto extremadamente pensativo, habían sugerido a su padre la idea de que no viviría mucho, o que, si lo lograba, sólo sería una carga para la familia. Objeto del desprecio de todos en su casa, él, por su parte, odiaba a sus hermanos y a su padre. En los juegos que se celebraban cada domingo en la plaza pública, siempre resultaba vencido. Aún no hacía un año desde que su hermoso rostro había empezado a granjearle ciertas simpatías entre las muchachas. Despreciado de todos por su debilidad, Julián adoró al viejo cirujano militar que un día tuvo el valor de recriminar al alcalde por su forma de podar los plátanos. Aquel cirujano pagaba algunas veces a Sorel el jornal de su hijo y le enseñaba latín e historia; es decir, lo que él sabía de historia: la campaña de 1796 en Italia. Al morir legó a Julián su cruz de la Legión de Honor, los atrasos de su media soldada y treinta o cuarenta volúmenes, de los cuales el más precioso acababa de caer al arroyo público que un día desviara de su curso la influencia del señor alcalde. Apenas en el interior de la casa, sintió Julián sobre el hombro la poderosa mano de su padre; temblando, esperaba recibir unos cuantos golpes. —Respóndeme sin mentir —le gritó al oído la voz dura del viejo campesino, mientras lo volvía con su mano como un niño mueve entre las suyas un soldado de plomo. Los grandes ojos negros de Julián, llenos de lágrimas, se encontraron frente a los ojillos grises y malvados del carpintero, que parecía intentar leer hasta el fondo de su alma.

CAPÍTULO V

UNA NEGOCIACIÓN

Cunctando restituit rem¹.

ENNIUS

—Respóndeme sin mentir, si es que puedes, asqueroso tragalibros: ¿De qué conoces tú a Mme. de Rênal? ¿Cuándo has hablado con ella? —Nunca he hablado con ella —respondió Julián—; sólo he visto a esa señora en la iglesia. —Pero la habrás mirado, ¡maldito descarado! —Jamás. Bien sabe usted que en la iglesia sólo veo a Dios —agregó Julián, con aire un tanto hipócrita, muy apropiado, según él, para evitar una nueva tanda de pescozones. —Sin embargo, algo oculto hay aquí —replicó el taimado campesino, y se calló un instante—; pero no sacaré nada de ti, condenado hipócrita. El caso es que me voy a librar de ti, y la sierra se beneficiará. Te has ganado al señor cura o bien a cualquier otro, que te ha procurado un buen empleo. Vete a preparar tus cosas; te voy a llevar a casa de M. de Rênal donde trabajarás como preceptor de sus hijos. —¿Y qué me darán por eso? —Comida, ropa y trescientos francos. —Yo no quiero ser criado.

—¡Animal! ¿Quién te habla de ser criado? ¿Crees tú que yo consentiría que mi hijo fuese criado? —Pero ¿con quién comeré? Esta pregunta desconcertó al viejo Sorel, y comprendió que si seguía hablando cometería alguna torpeza. Se enfureció contra Julián, lo abrumó de improperios, tachándolo de glotón, y por fin lo dejó para consultar el caso con sus otros hijos. Julián los vio un poco más tarde apoyados en sus correspondientes hachas y celebrando consejo. Después de haberlos contemplado largo rato, y viendo Julián que no conseguía enterarse de nada, fue a colocarse al otro lado de la sierra para evitar que le sorprendieran. Quería reflexionar sobre aquella noticia inesperada que cambiaba su suerte, pero se sintió incapaz de ser prudente: su imaginación se desbocaba al figurarse lo que vería en la bella casa de M. de Rênal. «Habrá que renunciar a todo —se dijo— antes que consentir en comer con los criados. Mi padre querrá obligarme a aceptar, pero antes prefiero la muerte. Tengo ahorrados quince francos y cuarenta céntimos. Me escaparé esta noche². En dos días, yendo por los atajos donde no corra el riesgo de encontrarme con los gendarmes, estaré en Besançon; allí me enrolaré como soldado, y, si es preciso, pasaré a Suiza. Pero entonces se acabaron todos mis sueños y mis ambiciosos proyectos de futuro, y ¡adiós a esa hermosa condición de sacerdote con la que se puede llegar a todas partes!». Este horror a comer con los criados no era natural en Julián, que hubiera hecho cosas mucho más penosas para conseguir la fortuna. Tal repugnancia le provenía de las Confesiones de Rousseau. Era éste el único libro a partir del cual su imaginación se forjaba el mundo. El compendio de los boletines de La Grande Armée y el Memorial de Santa Elena completaban su Corán³. Se habría dejado matar por estas tres obras. Nunca creyó en otras. Según una frase del viejo cirujano, consideraba los demás libros del mundo como mentiras escritas por trapaceros con el único objeto de conseguir ascensos. Además de un alma fogosa, Julián poseía una de esas memorias sorprendentes que tantas veces van unidas a la necedad. Para conquistar al viejo cura Chélan, y comprendiendo que de él dependía su porvenir, se había aprendido de memoria el Nuevo Testamento en latín⁴; también se sabía el libro del Papa, de M. de

Maistre, y creía en el uno tan poco como en el otro. Como por mutuo acuerdo, Sorel y su hijo evitaron hablarse en todo el día. A la caída de la tarde, Julián fue a recibir su lección de teología a casa del cura, pero no juzgó prudente hablarle de la extraña proposición hecha a su padre. «Quizá sólo sea una trampa —se decía—; más vale hacer creer que me he olvidado». Al día siguiente, muy temprano, M. de Rênal mandó llamar al viejo Sorel, que se presentó, después de obligarle a esperar más de dos horas, haciendo mil reverencias desde la puerta y mascullando otras tantas excusas. A fuerza de poner toda clase de objeciones, Sorel pudo comprender que su hijo comería con los dueños de la casa, y, los días en que hubiera invitados, en una habitación aparte con los niños. Ya puesto a multiplicar las dificultades y los inconvenientes, a medida que veía aumentar el interés del alcalde, y lleno por otra parte de desconfianza, pidió que le enseñaran el cuarto que había de ocupar su hijo. Era una espaciosa habitación, aceptablemente amueblada, y en la que ya estaban colocando las camas de los tres niños. Aquella circunstancia fue como un rayo de luz para Sorel, quien inmediatamente y con todo su aplomo solicitó que le enseñaran el traje que le iban a dar a Julián. M. de Rênal abrió su escritorio y sacó cien francos. —Con este dinero, que se presente su hijo en casa de M. Durand, el pañero, y que pida un traje negro completo. —Y aun en el caso en que yo le sacara de su casa, señor —dijo el campesino olvidando de repente sus modales respetuosos—, ¿podrá quedarse con el traje? —Naturalmente. —Bien —dijo Sorel con tono pausado—; ahora sólo falta ponernos de acuerdo sobre una cosa: el dinero que le va a dar usted. —¿Qué? —exclamó indignado M. de Rênal—. Ya lo hablamos ayer; le daré trescientos francos. Creo que es bastante, e incluso demasiado. —Ésa era su oferta; no lo niego —dijo el viejo Sorel hablando aún más lentamente. Y, obedeciendo a un rasgo de malicia que sólo podría asombrar a quienes no conocieran a los campesinos del Franco Condado, añadió mirando con fijeza a M. de Rênal—: Podemos encontrar algo mejor en otro sitio.

Al oír aquellas palabras, el rostro del alcalde se descompuso. Sin embargo, consiguió dominarse, y después de una sagaz conversación que se prolongó durante más de dos horas, y en la que no se pronunció al azar una sola palabra, la astucia del campesino triunfó sobre la del hombre rico, que no la necesita para vivir. Se puntualizaron todos los detalles concernientes a la nueva vida de Julián, quedando fijado su sueldo en cuatrocientos francos, que habrían de pagársele por adelantado el día primero de cada mes. —Bueno, ya le enviaré treinta y cinco francos —dijo M. de Rênal. —Para redondear la suma, un hombre rico y generoso como nuestro alcalde bien podría llegar hasta los treinta y seis francos —repuso el campesino con voz zalamera. —Sea —dijo M. de Rênal—, pero acabemos. La cólera le infundía un tono de firmeza. El campesino comprendió que no debía ir más lejos. Entonces M. de Rênal se creció a su vez. Se negó en redondo a entregar al padre los treinta y seis francos del primer mes, que a toda costa quería recibir en nombre de su hijo. Luego pensó que no tendría más remedio que contar a su mujer el papel que había hecho en aquella negociación. —Devuélvame usted los cien francos que le he entregado —dijo con malos modos—. M. Durand tiene una deuda conmigo. Yo mismo iré con su hijo a escoger el paño negro. Tras estas muestras de entereza por parte de M. de Rênal, el viejo Sorel retornó prudentemente a las fórmulas respetuosas, que se prolongaron durante un buen cuarto de hora. Al final, viendo que no podía sacar más partido, optó por retirarse, acabando su última reverencia con estas palabras: —Le enviaré a mi hijo al palacio. Así era como las gentes del lugar designaban su casa cuando querían adular al alcalde. De vuelta a la fábrica, en vano buscó Sorel a Julián. Desconfiando de lo que pudiera suceder, el joven había salido a medianoche. Quería poner a salvo su cruz de la Legión de Honor, así como los libros. Y lo había llevado todo a casa de un amigo suyo, llamado Fouqué, que era tratante en madera y que vivía en la

alta montaña que domina Verrières. Cuando volvió a aparecer por su casa, le dijo su padre: —¡Dios sabe, maldito holgazán, si alguna vez tendrás la dignidad de pagarme lo que he gastado en tu alimentación durante tantos años! Coge tus harapos y vete a casa del señor alcalde. Julián, asombrado de no recibir ningún golpe, se apresuró a partir. Pero apenas perdió de vista a su terrible padre, aminoró el paso. Consideró que sería de utilidad para sus intenciones el hacer un alto en la iglesia. ¿Le sorprende esta palabra? Antes de llegar a ella, el pobre campesino había tenido que andar mucho trecho. Desde su primera infancia, la presencia de los dragones del sexto regimiento, con sus largas capas blancas y sus cascos adornados de crines negras, que volvían de Italia y cuyos caballos veía Julián, cuando los ataban a las rejas de la ventana de su casa, despertó en él el entusiasmo por la milicia⁵. Luego solía escuchar con deleite los relatos que el viejo cirujano le hacía de las batallas del puente de Lodi, de Arcola, de Rívoli, y observaba las miradas ardientes que el viejo dirigía a su cruz. Pero al cumplir Julián los catorce años, empezaron a construir en Verrières una iglesia que se podría calificar de magnífica para una ciudad tan pequeña. Había en ella, sobre todo, cuatro columnas de mármol que le llamaban la atención; estas columnas se hicieron célebres en la región por el odio mortal que suscitaron entre el juez de paz y el joven vicario venido de Besançon y de quien se decía que era espía de la congregación . El juez de paz estuvo a punto de perder su puesto; por lo menos tal era la opinión más generalizada. ¿Acaso no había tenido la osadía de mantener un contencioso con un sacerdote que iba a Besançon dos veces al mes para despachar, al decir de las gentes, con el obispo? A todo esto, el juez de paz, cabeza de una numerosa prole, dictó algunas sentencias que parecieron injustas, todas ellas contra individuos que leían El Constitucional⁷. El partido ultra triunfó. Bien es cierto que las sentencias sólo consistieron en multas de cuatro o cinco francos; pero una de ellas la tuvo que pagar cierto fabricante de clavos, padrino de Julián. El buen hombre, presa de la cólera, exclamaba:

—¡Qué cambio! ¡Pensar que durante veinte años este juez de paz ha sido un hombre honrado! El cirujano militar, amigo de Julián, había muerto ya. De repente, Julián dejó de hablar de Napoleón; anunció su proyecto de hacerse sacerdote, y se le veía siempre en la serrería de su padre ocupado en aprenderse de memoria una Biblia en latín que el cura le había prestado. Este buen anciano, maravillado de sus progresos, pasaba veladas enteras enseñándole teología. Delante de él, Julián sólo dejaba traslucir sentimientos piadosos. ¿Quién hubiera podido adivinar que aquel semblante de niña, tan pálido y tan dulce, ocultaba la resolución irrevocable de exponerse a mil muertes antes que resignarse a no hacer fortuna? Y para Julián, hacer fortuna significaba ante todo salir de Verrières. Aborrecía su patria. Todo lo que allí veía le helaba la imaginación. Desde su primera infancia había tenido momentos de exaltación. Y por entonces se deleitaba pensando que algún día sería presentado a las mujeres más bellas de París; ya sabría él despertar su interés por medio de alguna acción de mérito. ¿Y por qué no habría de amarle alguna de ellas, como sucediera a Bonaparte, pobre aún, con la brillante Josefina de Beauharnais? Durante muchos años no pasaba una hora sin que Julián no se repitiera que Bonaparte, teniente vulgar y sin fortuna, se había adueñado del mundo con su espada. Esta idea le consolaba de sus desgracias, que suponía grandes, y duplicaba su alegría cuando se sentía feliz. La construcción de la iglesia y las sentencias del juez de paz le abrieron los ojos; se le ocurrió una idea que durante semanas le tuvo como loco, y acabó dominándole con toda la fuerza de la primera idea que un alma apasionada cree haber inventado. «Cuando Bonaparte comenzó a destacar, Francia temía una invasión; el prestigio militar era necesario y estaba de moda. Hoy día vemos que sacerdotes de cuarenta años tienen cien mil francos de sueldo, es decir, tres veces más de lo que ganaban los mejores generales de Napoleón. Necesitan gentes que los secunden, y ahí está el juez de paz, tan buena persona, tan honrado hasta ahora y tan viejo, que se corrompe por temor a desagradar a un vicario de treinta años. Hay que hacerse clérigo».

Una vez, en pleno auge de su nuevo fervor religioso, y cuando ya hacía dos años que Julián estudiaba teología, se vio traicionado sin embargo por el fuego que devoraba su alma. El incidente ocurrió en la casa rectoral, en una cena ofrecida por M. Chélan a unos sacerdotes, amigos suyos. Presentó a Julián como un prodigio de instrucción y a éste no se le ocurrió otra cosa que hacer un panegírico furibundo de Napoleón. Se vendó un brazo contra el pecho, fingiendo habérselo dislocado al mover un tronco de pino, y así lo llevó dos meses. Después de esta penitencia, se perdonó. Tal era el joven de diecinueve años —tan débil en apariencia y de quien nadie hubiera dicho que tenía más de diecisiete— que entraba en la magnífica iglesia de Verrières con un paquete debajo del brazo. La encontró sombría y solitaria. Con motivo de una fiesta, todas las ventanas del edificio habían sido adornadas con tela carmesí. Los rayos del sol, reflejados en ella, producían un efecto deslumbrador, asombroso; y Julián, henchido de religiosidad, se estremeció. Solo en la iglesia, se acomodó en el banco de mejor aspecto. Tenía grabadas las armas de M. de Rênal. Sobre el reclinatorio, Julián reparó en un trozo de papel impreso que estaba allí colocado como a propósito para que lo leyera. Lo miró y leyó: Detalles de la ejecución y de los últimos momentos de Louis Jenrel, ejecutado en Besançon, el... El papel estaba roto. En el reverso podían leerse las tres primeras palabras de una línea: «El primer paso». «¿Quién habrá dejado aquí este papel? —pensó Julián—. ¡Pobre desgraciado! — murmuró con un suspiro—. Su apellido termina como el mío... —y arrugó el papel». Al salir, Julián creyó ver sangre cerca de la pililla del agua bendita. No era más que agua derramada: el reflejo de los cortinajes rojos que cubrían las ventanas hacía que pareciese sangre. Julián sintió vergüenza de su terror secreto. «¡Si seré cobarde! —pensó—. ¡A las armas!»⁸.

Esta frase, tan frecuentemente repetida en los relatos de batallas del viejo médico, resultaba heroica para Julián. Se levantó y marchó con paso decidido a casa de M. de Rênal. A pesar de sus buenas intenciones, nada más divisarla a veinte pasos de distancia, se sintió invadido por una invencible timidez. La verja de hierro estaba abierta; le pareció magnífica. No tenía más remedio que franquearla. El corazón de Julián no fue el único que se sintió turbado con su llegada a aquella casa. La extremada timidez de Mme. de Rênal estaba desconcertada ante la idea de que un extraño, por el puesto que iba a ocupar, había de interponerse constantemente entre ella y sus hijos. Tenía la costumbre de que los niños durmieran en su cuarto, por ello, a nadie le podrá extrañar que aquella mañana derramara abundantes lágrimas al ver trasladar sus camitas a la habitación del preceptor. En vano suplicó a su marido que, por lo menos, la cama de Estanislao Javier, el más pequeño, fuese devuelta a su alcoba. Mme. de Rênal llevaba su sensibilidad hasta un límite excesivo. Al pensar en el preceptor, lo imaginaba como un ser grosero y mal peinado, encargado de amonestar a sus hijos, sin más derecho para ello que saber latín, lenguaje bárbaro por culpa del cual azotarían a sus niños.

CAPÍTULO VI

TEDIO

No so più cosa son Cosa facio¹.

MOZART (Fígaro)

Con la vivacidad y la gracia naturales en ella cuando se hallaba lejos de las miradas de los hombres, Mme. de Rênal salía por la puerta vidriera del salón que daba al jardín, cuando advirtió cerca de la entrada la figura de un joven campesino, casi un niño aún, extremadamente pálido, y que acababa de llorar. Llevaba una camisa muy blanca y, debajo del brazo, una chaqueta muy limpia de ratina violeta. La tez de aquel campesino era tan blanca, sus ojos tan dulces, que la imaginación un poco romántica de Mme. de Rênal pensó por un momento que pudiera tratarse de una muchacha disfrazada que acudía a pedir algún favor a su marido. Se compadeció de la pobre criatura, detenida en la puerta de entrada, y que parecía no atreverse siquiera a tocar la campanilla. Mme. de Rênal se acercó, olvidando por un momento la amargura que le causaba la llegada del preceptor. Julián, vuelto hacia la puerta, no la vio avanzar, y se estremeció al escuchar una voz melodiosa que le preguntaba casi al oído: —¿Qué busca usted aquí, hijo mío?². Julián se volvió rápidamente, e, impresionado por la graciosa mirada de Mme. de Rênal, perdió parte de su timidez. Después, sorprendido por su belleza, se olvidó incluso de lo que le había llevado allí.

La señora repitió su pregunta: —Soy el preceptor, señora —dijo al fin Julián, avergonzado por unas lágrimas que enjugaba como bien podía. Mme. de Rênal quedó confusa. Estaban muy cerca el uno del otro. Julián jamás había visto mujer alguna con una tez tan deslumbrante y tan bien vestida, hablándole además con semejante dulzura. Mme. de Rênal contemplaba las gruesas lágrimas que se habían detenido sobre las mejillas, antes tan pálidas y ahora tan rojas, del muchacho. De repente rompió a reír con la alegría loca de una chiquilla, burlándose de sí misma y sin poder dar crédito a su felicidad. ¡Aquél era el preceptor que ella se había imaginado como un clérigo sucio y mal vestido que tendría la misión de reprender y azotar a sus hijos! —Pero, señor —le dijo al cabo—, ¿sabe usted latín? La palabra «señor» asombró tanto a Julián, que se quedó perplejo un instante. —Sí, señora —respondió tímidamente. Mme. de Rênal estaba tan contenta, que se atrevió a decir a Julián: —¿No irá usted a reñir mucho a los pobres niños? —¿Reñirles yo? —replicó Julián—. ¿Y por qué? —¿Verdad, señor —agregó ella después de un pequeño silencio, con la voz cada vez más conmovida—, que será usted bueno con ellos? ¿Me lo promete usted? Oírse llamar señor otra vez, y tan en serio, por una dama tan bien vestida, era más de lo que Julián había podido prever: en todos los castillos en el aire que él había forjado en su juventud, siempre pensó que ninguna dama elegante se dignaría hablarle mientras no llevara un bonito uniforme. Mme. de Rênal, por su parte, se dejó engañar completamente por la finura del cutis, los hermosos ojos negros de Julián y sus lindos cabellos, más rizados aún que de costumbre, pues para refrescarse, acababa de sumergir la cabeza en el pilón de la fuente pública. Le causaba gran alegría encontrar el aspecto tímido de una jovencita en aquel preceptor fatal que había imaginado, y cuya dureza y hostilidad para con sus hijos tanto había temido. Para el alma tan apacible de Mme. de Rênal, el contraste entre sus primeras aprensiones y la realidad fue un gran

acontecimiento. Repuesta por fin de la sorpresa, se extrañó de encontrarse de aquel modo, a la puerta de su casa, con un joven poco menos que en camisa y tan cerca de sí. —Entremos —le dijo algo turbada. Nunca había sentido Mme. de Rênal una emoción tan agradable; jamás una aparición tan encantadora había disipado unos temores más inquietantes. Estaba encantada de pensar que aquellos hermosos niños tan mimados por ella no caerían en las manos de un clérigo sucio y gruñón. Apenas entraron en el vestíbulo, se volvió hacia Julián, que la seguía tímidamente. Su aspecto asombrado al contemplar una casa tan hermosa, era un encanto más a los ojos de Mme. de Rênal. No podía dar crédito a lo que estaba viendo. Ante todo, le parecía que un preceptor debía ir vestido de negro. —¿Pero es posible, señor, que sepa usted latín? —le preguntó, deteniéndose otra vez y temiendo mortalmente equivocarse, después de haberse sentido tan feliz. Aquellas palabras hirieron el orgullo de Julián y disiparon el encanto en que vivía desde un cuarto de hora antes. —Sí, señora —respondió tratando de adoptar un aire frío—; sé el latín tan bien como el señor cura, y hasta mejor, según dice él algunas veces. A Mme. de Rênal le pareció que, en ese momento, la maldad apuntaba en el rostro de Julián. Se encontraba éste a dos pasos de ella. Entonces, acercándose a él, le dijo a media voz: —Los primeros días no pegará a mis hijos aun cuando no sepan la lección ¿verdad? El tono dulce y casi suplicante de tan hermosa dama hizo que Julián olvidara de pronto lo que debía a su reputación de latinista. El rostro de Mme. de Rênal estaba junto al suyo; percibió el perfume del traje de verano de una mujer, cosa completamente insólita para un pobre campesino. Julián se ruborizó, y dijo en un suspiro, con voz desfallecida: —No tema usted nada, señora; la obedeceré en todo.

Fue únicamente al desaparecer por completo la inquietud que sentía por sus hijos cuando Mme. de Rênal reparó en la extraordinaria belleza de Julián. Sus rasgos casi femeninos y su azoramiento no parecieron ridículos a una mujer que, a su vez, era la timidez personificada. El aire viril que se supone que conlleva la belleza masculina la hubiera asustado. —¿Qué edad tiene usted, señor? —le preguntó a Julián. —Cumpliré pronto diecinueve. —Mi hijo mayor tiene once —repuso Mme. de Rênal ya del todo tranquilizada —; será casi un compañero para usted; podrá usted darle buenos consejos. Una vez su padre quiso pegarle, y el niño estuvo enfermo durante una semana; y eso que apenas lo tocó. «¡Qué diferencia! —pensó Julián—. Ayer mismo me pegó mi padre. ¡Qué felices son estas gentes ricas!». Mme. de Rênal, que pretendía ya captar los menores matices de todo lo que pasaba en el alma del preceptor, atribuyó aquel movimiento de tristeza a la timidez, y quiso darle ánimos. —¿Cuál es su nombre? —le preguntó con un acento y una gracia cuyo encanto sintió Julián plenamente, aun sin darse cuenta. —Me llamo Julián Sorel, señora. Tiemblo al entrar por primera vez en una casa extraña. Necesito su protección y que me perdone todas las faltas que pueda cometer durante los primeros días. Nunca fui al colegio: era demasiado pobre para ello. No he hablado en mi vida más que con mi primo el cirujano militar, miembro de la Legión de Honor, y con el señor cura Chélan. Él puede informarle sobre mí. Mis hermanos no han hecho nunca más que pegarme; no los crea usted si le hablan mal de mí. Perdone mis errores, señora; tenga por seguro que no los cometeré con mala intención. Julián iba serenándose a medida que pronunciaba este largo discurso y examinaba a Mme. de Rênal. Tal es el efecto que produce la gracia perfecta, cuando es natural, y, sobre todo, cuando la persona que la disfruta ignora que la tiene. Julián, que sabía apreciar la belleza femenina, hubiera jurado en aquel momento que no tenía más de veinte años. De repente se le ocurrió la osada idea de besarle la mano, pero le dio miedo. Sin embargo, después de un instante, se

dijo: «Sería una cobardía no ejecutar una acción que puede serme útil y reducir el menosprecio que probablemente esta hermosa dama siente por un pobre obrero que apenas ha dejado la sierra». Es posible que le animara el recuerdo de aquel «guapo mozo» que desde hacía seis meses todos los domingos oía repetir a algunas muchachas. Mientras que él sostenía esta lucha interior, Mme. de Rênal le daba algunas instrucciones sobre el modo en que debía comenzar su trato con los niños. La violencia interior que se acumulaba en Julián le hizo palidecer de nuevo, y con un tono de pasión contenida exclamó: —Jamás pegaré a sus hijos, señora; lo juro ante Dios. Y al decir estas palabras, se atrevió a tomar la mano de Mme. de Rênal y a llevársela a los labios. Ella se extrañó de aquel atrevimiento y se sintió un poco molesta. Como hacía mucho calor, llevaba el brazo desnudo bajo el chal, y el movimiento de Julián al acercar la mano a sus labios se lo descubrió por completo. Después de unos momentos, se reprochó vivamente no haberse mostrado indignada. M. de Rênal, que había oído la conversación, salió de su gabinete, y, con el mismo aire solemne y paternal que adoptaba cuando celebraba los matrimonios en la alcaldía, dijo a Julián: —Conviene que hablemos antes de que le vean a usted los niños. Hizo a Julián entrar en una habitación, y retuvo a su mujer, que quería dejarlos solos. Cerró la puerta y, sentándose con gravedad, comenzó: —El señor cura me ha dicho que es usted buena persona; aquí todo el mundo le tratará con respeto, y si yo quedo contento de sus servicios, le ayudaré más adelante a establecerse. Desearía que no frecuentara usted a sus parientes y amigos; su trato no es conveniente para mis hijos. Aquí tiene los treinta y seis francos del primer mes, pero le exijo que me dé usted su palabra de honor de que no le entregará a su padre ni un céntimo de esta suma. M. de Rênal estaba molesto con el viejo, que, en aquel trato, había sido más astuto que él. —Y ahora, señor, porque siguiendo mis órdenes todo el mundo le llamará a usted señor en esta casa, y ya se dará cuenta de las ventajas que supone convivir con gente distinguida; ahora, señor, no es prudente que los niños le vean con una

simple chaqueta. ¿Le han visto los criados? —preguntó M. de Rênal a su mujer. —No —respondió ella muy pensativa. —Tanto mejor. Póngase usted esta ropa —dijo al joven, que lo escuchaba sorprendido, dándole una levita suya—. Y ahora vamos a casa de M. Durand, el vendedor de tejidos. Una hora después, cuando volvió con el nuevo preceptor vestido de negro de pies a cabeza, encontró a su mujer sentada en el mismo sitio. Mme. de Rênal se sintió más tranquila con la presencia de Julián, y al contemplarlo olvidó sus aprensiones. Julián, por su parte, no paraba mientes en ella; a pesar de toda la desconfianza en el destino y en los hombres, su alma, en aquel momento, era la de un niño, y le parecía haber vivido muchos años desde que tres horas antes entrara tembloroso en la iglesia. Advirtió la frialdad de Mme. de Rênal y comprendió que estaba enojada con él por haberse atrevido a besarle la mano. Pero el sentimiento de orgullo que le confería el o con unas ropas tan diferentes de las que solía llevar le tenía tan fuera de sí, que todos sus movimientos tenían algo de bruscos y de alocados. Mme. de Rênal lo contemplaba con ojos asombrados. —Un poco de seriedad, señor —le dijo M. de Rênal—, si quiere usted que le respeten mis hijos y mi servidumbre. —Señor —respondió Julián—, me siento incómodo con esta nueva ropa; soy un pobre campesino y nunca he vestido más que simples chaquetas. Si le parece a usted, iré a encerrarme en mi cuarto. —¿Qué te parece esta nueva adquisición? —preguntó M. de Rênal a su mujer. Por un impulso casi instintivo, y del que ni ella misma se dio cuenta, Mme. de Rênal ocultó la verdad a su marido. —No estoy tan encantada como tú con este campesino; tus atenciones harán de él un impertinente al que tendrás que despedir antes de un mes. —¡Bueno! ¡Pues lo despediremos! El asunto me saldrá por un centenar de francos y, a cambio de ello, todo Verrières se acostumbrará a ver que los hijos de M. de Rênal tienen un preceptor. Este objetivo no lo hubiera conseguido de haber dejado a Julián con su ridícula vestimenta de obrero. Cuando lo despida

me quedaré con el traje negro completo que acabo de comprarle en casa del pañero. Él solamente se quedará el que ahora lleva puesto, que es uno que hemos encontrado ya hecho en la sastrería. La hora que Julián pasó en su habitación le pareció un instante a Mme. de Rênal. Los niños, a quienes ya se había anunciado la llegada del nuevo preceptor, abrumaban a su madre con preguntas. Por fin se presentó Julián. Parecía otro hombre. Decir que su aspecto era grave no bastaba: era la propia gravedad personificada. Fue presentado a los niños, y les habló en un tono que llegó a asombrar al propio M. de Rênal. —He venido —les dijo al terminar su alocución— para enseñarles el latín. Ya saben lo que es recitar una lección. Aquí está la santa Biblia —añadió, mostrándoles un volumen en treintaidosavo, encuadernado en piel negra—. Es la historia de Nuestro Señor Jesucristo, lo que se llama el Nuevo Testamento. Yo les haré repetir las lecciones con frecuencia. Pregúntenme a mí, si quieren, ahora. Adolfo, el mayor de los niños, tomó el libro. —Ábralo por donde quiera y dígame la primera palabra de un versículo. Recitaré de memoria el libro sagrado, regla de nuestra conducta, hasta que me diga basta. Adolfo abrió el libro, leyó una palabra, y Julián recitó la página entera con la misma facilidad que si hubiera hablado francés. M. de Rênal miraba a su mujer con aire triunfal. Los niños, al ver el asombro de sus padres, abrían desmesuradamente los ojos. Un criado se asomó a la puerta del salón; Julián continuaba hablando latín. El criado se quedó un momento inmóvil, y en seguida desapareció. Poco después, la doncella de la señora y la cocinera se acercaron a la puerta. Adolfo había abierto ya el libro por ocho sitios distintos, y Julián seguía recitando con la misma facilidad. —¡Dios mío! ¡Qué curita más guapo! —dijo en voz alta la cocinera, que era una muchacha muy devota. El amor propio de M. de Rênal estaba picado. Lejos de pensar en examinar al preceptor, trataba de encontrar en su memoria alguna palabra latina. Por fin pudo recitar un verso de Horacio. Julián, que no sabía más latín que la Biblia,

respondió frunciendo el entrecejo: —El santo ministerio al que pienso dedicarme, me prohíbe leer a un poeta tan profano. M. de Rênal citó un gran número de supuestos versos de Horacio. Explicó a sus hijos quién era Horacio, pero los niños, irados, apenas le prestaban atención. Miraban a Julián. En vista de que los criados seguían junto a la puerta, Julián creyó conveniente prolongar la prueba. —También Estanislao Javier debe indicarme un pasaje del libro santo —dijo al más pequeño de los niños. El pequeño Estanislao, muy orgulloso, deletreó lo mejor que pudo la primera palabra de un versículo, y Julián recitó toda la página. Para que no faltase ningún detalle al triunfo de M. de Rênal, cuando Julián estaba recitando entraron M. Valenod, el dueño de los hermosos caballos normandos, y M. Charcot de Mangiron, subprefecto del distrito. Aquella escena le valió a Julián el título de señor. Ni los mismos criados se atrevieron a negárselo. Por la noche, todo Verrières acudió a casa del alcalde para ver de cerca aquella maravilla. Julián respondía a todos con un aire reservado, que los mantenía a cierta distancia. Su fama se extendió tan rápidamente por la ciudad, que a los pocos días M. de Rênal, temeroso de que le quitasen la alhaja, le propuso firmar un contrato por dos años. —No, señor —respondió fríamente Julián—; si me quisiera usted despedir me vería obligado a marcharme. Un contrato que me compromete a mí sin obligarle a usted a nada no es equitativo, y me niego a firmarlo. Julián supo proceder de tal modo que, menos de un mes después de su llegada a la casa, el propio M. de Rênal lo respetaba. Como el cura estaba reñido con M. de Rênal y M. Valenod, nadie pudo traicionarle contando su antiguo entusiasmo por Napoleón, de quien ahora hablaba siempre con desprecio.

CAPÍTULO VII

LAS AFINIDADES ELECTIVAS ¹

No saben tocar el corazón sin herirlo.

UN MODERNISTA

Los niños lo adoraban, pero él no los quería; su pensamiento estaba en otra parte. Nada de lo que pudieran hacer aquellos chiquillos le impacientaba. Frío, justo, impasible, y, sin embargo, querido por todos, ya que su presencia había alejado un poco el aburrimiento de la casa; Julián fue un buen preceptor. Por lo que a él se refiere, lo único que sentía era odio y rencor por la alta sociedad en que era itido, si bien en un lugar muy secundario, lo que probablemente explicaba tales sentimientos. En algunas cenas de gala tuvo que hacer grandes esfuerzos para no demostrar su odio por todo lo que le rodeaba. Un día de San Luis, por ejemplo, M. Valenod se puso a pontificar en casa de M. de Rênal. Julián estuvo a punto de delatarse, pero a tiempo aún se escapó al jardín, so pretexto de ir a ver a los niños. «¡Cuánto elogio a la honradez! —exclamó—. ¡Se diría que es la virtud por excelencia, y, sin embargo, qué consideración, qué respeto tan servil a un hombre que, evidentemente, ha duplicado o triplicado su fortuna desde que istra el dinero de los pobres! ¡Apostaría a que incluso saca una buena tajada de los fondos destinados a los niños abandonados, cuya miseria debe ser aún más sagrada que las demás! ¡Ah, monstruos, monstruos! ¿Y yo qué soy, sino una especie de niño abandonado, odiado por mi padre, por mis hermanos, por toda mi familia?».

Algunos días antes de San Luis, Julián, que paseaba solo leyendo su breviario por un bosquecillo llamado el Belvedero, que domina el Paseo de la Fidelidad, había tratado en vano de evitar un encuentro con sus hermanos, que venían en dirección contraria a la suya por un sendero solitario. La envidia de aquellos rudos obreros se exacerbó de tal modo al ver el hermoso traje negro de su hermano, su aspecto extremadamente limpio y el sincero desprecio que hacia ellos sentía, que le golpearon hasta dejarlo sin sentido y sangrando. Mme. de Rênal, que iba de paseo con M. Valenod y el subprefecto, llegó casualmente al bosquecillo y, al ver a Julián en el suelo creyó que estaba muerto. Su sobrecogimiento fue tan visible, que provocó los celos de M. Valenod. Se alarmaba demasiado pronto. Julián encontraba a Mme. de Rênal muy bella, pero la odiaba a causa de su belleza; era el primer escollo que había estado a punto de echar al traste su fortuna. Le hablaba lo menos posible a fin de hacerle olvidar el arrebato que el primer día le había impulsado a besarle la mano. Elisa, la doncella de Mme. de Rênal, se había enamorado del joven preceptor, y constantemente hablaba de él a su señora. El amor de Elisa había granjeado a Julián el odio de uno de los lacayos. Un día oyó que éste le decía a Elisa: —No quiere usted hablar conmigo desde que ese preceptor mugriento entró en esta casa. Julián no merecía aquel insulto, pero por instinto de buen mozo prestó aún más atención desde entonces al cuidado de su persona. También se incrementó el odio de M. Valenod. Dijo públicamente que tanta coquetería no convenía a un joven clérigo. Julián iba vestido casi de sotana. Mme. de Rênal observó que hablaba con Elisa con más frecuencia que de costumbre y supo que aquellas conversaciones eran motivadas por la penuria del guardarropa de Julián. Tenía tan poca ropa interior, que se veía obligado a mandarla lavar muy a menudo fuera de la casa, y, para estas pequeñas diligencias, Elisa le resultaba muy útil. Aquella extrema pobreza, que no sospechaba, conmovió a Mme. de Rênal. Sintió deseos de hacerle algún regalo, pero no se atrevió. Aquella resistencia interior fue el primer sentimiento penoso que Julián le produjo. Hasta aquel momento el nombre de Julián iba unido para ella a un sentimiento de alegría pura e intelectual. Atormentada por la idea de

semejante pobreza, Mme. de Rênal propuso a su marido que le regalaran alguna ropa interior. —¡Qué tontería! —respondió—. ¡Hacer regalos a un hombre que nos sirve tan bien y de quien no tenemos el menor motivo de queja! ¡Eso sería bueno en el caso de que descuidara sus deberes y hubiera que estimular su celo! Mme. de Rênal se sintió humillada por aquella manera de ver las cosas, en que quizá no hubiera parado mientes antes de la llegada de Julián. No podía ver la extraordinaria pulcritud del atavío del joven sacerdote sin decirse: «¿Cómo se las arreglará este pobre muchacho?». Poco a poco, su impresión de contrariedad por todo lo que le faltaba a Julián se fue transformando en compasión. Mme. de Rênal era una de esas mujeres provincianas a quienes se puede tomar por tontas los primeros quince días que se las trata. No tenía ninguna experiencia de la vida, y le traía sin cuidado hablar. Dotada de un alma delicada y desdeñosa, ese instinto de felicidad propio de todos los seres hacía que la mayor parte del tiempo no prestase atención alguna a los actos de los personajes groseros, en medio de los cuales la había puesto el azar. Habría sido un modelo de viveza y de talento si hubiese recibido la más elemental educación. Pero, en su calidad de heredera, se había educado con religiosas adoratrices del Sagrado Corazón de Jesús, animadas de un odio violento contra los ses enemigos de los jesuitas. Mme. de Rênal fue lo bastante sensata para olvidar pronto, como un absurdo, todas aquellas cosas aprendidas en el convento, pero como no las sustituyó con nada, acabó por ignorarlo todo. Los precoces halagos de que había sido objeto en calidad de heredera de una gran fortuna, así como una decidida tendencia a la más fervorosa devoción, habían generado en ella una forma de vida netamente interior. Aparentando una gran condescendencia y una abnegación que todos los maridos de Verrières ponían como ejemplo a sus esposas y que servían además de orgullo a M. de Rênal, su conducta constante era siempre el resultado del más altivo talante. Cualquier princesa célebre por su orgullo prestaría infinitamente más atención a lo que sus gentileshombres hicieran en derredor suyo, que la que esta mujer, tan dulce y tan modesta aparentemente, prestaba a lo que decía o hacía su

marido. Hasta la llegada de Julián, puede decirse que sólo se había preocupado por sus hijos. Sus enfermedades, sus dolores, sus alegrías llenaban la sensibilidad de aquel alma que, en su vida, únicamente había adorado a Dios cuando estaba en el Sagrado Corazón de Besançon. Sin que se dignara confesarlo a nadie, un ataque de fiebre de uno de los chicos la descomponía tanto como si se hubiese muerto. Siempre que, impulsada por una necesidad de desahogo, hiciera a su marido, en los primeros tiempos de su matrimonio, confidencias de este género, sus aprensiones, invariablemente, eran acogidas con una carcajada grosera, un encogimiento de hombros y alguna máxima vulgar sobre la locura de las mujeres. Tales burlas, sobre todo cuando se trataba de una enfermedad de sus hijos, eran como una puñalada en el corazón de Mme. de Rênal. Y esto fue lo que encontró en lugar de las adulaciones solícitas y almibaradas del convento jesuita donde pasó su juventud. Se educó a fuerza de sufrir. Demasiado orgullosa para contar sus penas a nadie, ni siquiera a su amiga Mme. Derville, se figuraba que todos los hombres eran como su marido, como M. Valenod y el subprefecto Charcot de Maugiron. La grosería y la insensibilidad más brutal para todo lo que no fuera dinero, honores o cruces, el odio ciego contra toda razón que contrariase sus deseos, le parecieron cosas propias del sexo masculino, como llevar botas y un sombrero de fieltro. Después de largos años de convivencia, Mme. de Rênal aún no se había acostumbrado a aquellas gentes ricas que la rodeaban. De ahí el éxito del campesino Julián. En la simpatía de su alma noble y orgullosa encontró ella un dulce goce lleno del encanto de la novedad. Mme. de Rênal le perdonó en seguida su gran ignorancia, que era un atractivo más, y la aspereza de sus maneras, que llegó a corregir. Juzgaba que valía la pena escucharle, aun cuando hablase de las cosas más vulgares, incluso cuando se trataba de un pobre perro aplastado al cruzar la calle por el carro de un labrador que marchaba más deprisa de lo corriente. El espectáculo de aquel dolor hacía reír a mandíbula batiente a su marido, mientras ella veía contraerse las negras cejas de Julián, tan finamente arqueadas de ordinario. Le pareció, poco a poco, que la generosidad, la nobleza de alma, la humanidad eran patrimonio exclusivo del joven clérigo. Y sintió por él toda la simpatía y la iración que tales cualidades despiertan en las almas bien nacidas. En París, la posición de Julián respecto a Mme. de Rênal se hubiera simplificado muy pronto; pero, en París, el amor se forja a partir de las novelas. El joven

preceptor y su tímida señora hubieran hallado en unas cuantas novelas y hasta en los mismos couplets del Gymnase la explicación de lo que pasaba en su interior. Las novelas les habrían mostrado las características de su papel, el modelo que debían imitar, modelo que, tarde o temprano, de buen o mal grado, e incluso a regañadientes, hubiese seguido Julián, impulsado por su misma vanidad. En una ciudad pequeña de Aveyron o de los Pirineos, el incidente más nimio hubiera resultado decisivo debido al ardor del clima. Bajo nuestros cielos grises, un joven pobre, que sólo es ambicioso porque la delicadeza de su corazón le hace sentir la necesidad de alguno de los placeres que procura el dinero, ve a diario a una mujer de treinta años, sinceramente virtuosa, ocupada de sus hijos, y no se deja guiar por los ejemplos de los personajes de novela. En provincias todo marcha despacio, poco a poco; hay más naturalidad. Muchas veces, pensando en la pobreza del joven preceptor, Mme. de Rênal llegaba a conmoverse hondamente. Un día la sorprendió Julián llorando a lágrima viva. —Señora, ¿le ha ocurrido alguna desgracia? —No, amigo mío —le respondió ella—. Llame usted a los niños y vamos a dar un paseo. Y diciendo esto, tomó su brazo y se apoyó en él de un modo que extrañó a Julián. Era la primera vez que le llamaba amigo. Al terminar el paseo, Julián observó que ella se ruborizaba mucho y acortaba el paso. —Le habrán contado a usted —dijo sin mirarle— que soy la única heredera de una tía muy rica que vive en Besançon, y constantemente me colma de regalos. Mis hijos han progresado tanto que desearía que aceptara usted un pequeño presente como muestra de mi agradecimiento. Sólo se trata de unos cuantos luises para que pueda usted comprarse ropa interior. Pero... —añadió, ruborizándose aún más. Y calló. —¿Y bien, señora? —dijo Julián.

—No sería prudente —continuó ella bajando la cabeza— hablar de ello a mi marido. —Soy humilde, señora, pero no soy vil —repuso Julián deteniéndose, con los ojos brillantes de ira, e irguiéndose cuanto pudo—; aún no se ha dado usted cuenta de ello. Sería menos que un lacayo si incurriera en la torpeza de ocultarle a M. de Rênal la más pequeña cosa relativa a mi dinero. Mme. de Rênal estaba aterrada. —El señor alcalde me ha entregado cinco veces treinta y seis francos desde que estoy aquí; a su disposición tengo mi libro de gastos, y no tendría inconveniente alguno en que lo viera quienquiera que fuese, incluso el mismo M. Valenod, que me odia. Al oír tal respuesta, Mme. de Rênal se quedó pálida y temblorosa, y el paseo se terminó sin que ni uno ni otro encontrara la oportunidad de reanudar el diálogo. El corazón orgulloso de Julián se hacía cada vez más insensible ante Mme. de Rênal. Ella, por su parte, lo respetaba, lo iraba; había recibido de él una reprimenda. Con el pretexto de reparar la humillación involuntaria que le había inflingido, se permitió prodigarle las más delicadas atenciones. La novedad de aquellas maneras hizo, durante ocho días, la felicidad de Mme. de Rênal. Su efecto fue apaciguar en parte la cólera de Julián, que estaba muy lejos de ver en ella nada que se pareciese a una inclinación personal. «¡Así son estas gentes ricas! —se decía—. Te humillan, y luego creen que pueden repararlo todo con unas cuantas carantoñas». El corazón de Mme. de Rênal estaba tan rebosante y era tan inocente que, a pesar de su resolución, no pudo menos de contar a su marido el ofrecimiento que había hecho a Julián y el modo en que éste lo había rechazado. —¿Cómo —replicó M. de Rênal vivamente irritado— has podido tolerar una negativa por parte de un criado? Y al ver que Mme. de Rênal protestaba al oír aquella palabra: —Hablo, señora, como el difunto príncipe de Condé al presentar sus chambelanes a su nueva esposa: Todas estas gentes —le dijo— son nuestros criados. Te he leído este pasaje de las Memorias de Besenval, muy útil para las

cuestiones de jerarquía. Todo aquel que no sea noble, habite en nuestra casa y reciba un salario, es nuestro criado. Voy a decirle dos palabras a ese M. Sorel y a regalarle cien francos. —¡Ay, amigo mío! —exclamó temblando Mme. de Rênal—. ¡Por lo menos no lo hagas delante de los criados! —Sí, podrían tener envidia, y con razón —dijo su marido, alejándose y pensando en la cuantía de la suma. Mme. de Rênal se dejó caer en una silla medio desvanecida de dolor. «¡Va a humillar a Julián por mi culpa!». Sintió aversión por su marido y se tapó la cara con las manos. Se prometió no volver a hacerle confidencia alguna. Cuando volvió a ver a Julián estaba temblando; sentía tal opresión en el pecho, que no pudo pronunciar ni una sola palabra. En su azoramiento, le cogió las manos y se las estrechó. —Y bien, amigo mío —le dijo—, ¿está usted contento de mi marido? —¡Cómo no iba a estarlo! —respondió Julián con una sonrisa amarga—. Me ha obsequiado con cien francos. Mme. de Rênal lo miró confusa... —¡Déme usted el brazo! —le dijo por fin con un tono de decisión que hasta entonces nunca había advertido en ella Julián. Se atrevió incluso a ir a casa del librero de Verrières, a pesar de su terrible reputación de liberal². Allí eligió libros para sus hijos por valor de diez luises. Pero tuvo buen cuidado de escoger aquellos que sabía que deseaba Julián. Exigió que allí mismo, en la librería, cada uno de los niños pusiera su nombre en los libros que les habían correspondido. Mientras Mme. de Rênal se sentía satisfecha por aquella especie de reparación que había tenido la audacia de brindar a Julián, éste estaba asombrado de la cantidad de libros que veía en la librería. Nunca había osado entrar en un lugar

tan profano; su corazón palpitaba. Lejos de tratar de adivinar lo que pasaba en el corazón de Mme. de Rênal, meditaba profundamente sobre la forma en que un joven estudiante de Teología podría procurarse algunos de aquellos volúmenes. Finalmente se le ocurrió la idea de que con habilidad podría sugerir a M. de Rênal la conveniencia de que sus hijos aprendieran la historia de los hombres célebres nacidos en la provincia. Al cabo de un mes de preparación cuidadosa, Julián consiguió su propósito, y poco tiempo después se atrevió a proponer algo mucho más penoso para el noble alcalde: se trataba de contribuir a la fortuna de un liberal adquiriendo un abono en la librería. M. de Rênal se mostraba de acuerdo en que convenía dar a su primogénito una idea de visu de algunas de las obras que habría de oír citar cuando estuviese en la Escuela Militar, pero Julián veía que el alcalde se obstinaba en no pasar de ahí. Sospechaba una razón oculta, mas no podía adivinarla. —Pensaba, señor —le dijo un día—, que no sería correcto que el nombre de un noble como usted figurara en el indigno registro del librero. La frente de M. de Rênal se iluminó. —También sería una mala nota para un pobre estudiante de Teología —continuó Julián con tono humilde— si se descubriera algún día que su nombre había figurado en tan poco recomendable sitio. Los liberales podrían acusarme de haber pedido las obras más infames, y quién sabe si no serían capaces de escribir junto a mi nombre los títulos de estos libros perversos. Pero Julián perdía la pista; notaba que la fisonomía del alcalde recobraba la expresión del aburrimiento y el mal humor. Julián calló. «Ya lo tengo», dijo para sí. Pocos días después, en presencia de su padre, el mayor de los niños preguntó a Julián algo sobre un libro que había visto anunciado en La Quotidienne. —Para evitar cualquier motivo de triunfo a los jacobinos y poder al tiempo procurarme los medios de responder a su hijo Adolfo, podríamos suscribirnos en la librería a nombre de cualquiera de los criados de la casa. —No es mala idea —repuso M. de Rênal muy satisfecho.

—Convendría, no obstante, andarse con ojo —dijo Julián con ese aire grave y como resignado, tan propio de ciertas gentes cuando ven a punto de cumplirse sus deseos—, no vaya a ser que al criado le dé por sacar novelas. Una vez en la casa, estos libros peligrosos podrían pervertir a las doncellas de la señora, y hasta al mismo criado. —Se olvida usted de los panfletos políticos —añadió M. de Rênal con altivez. Quería ocultar la iración que le produjera el mezzotermine adoptado por el preceptor de sus hijos. Así pues, la vida de Julián se componía de una serie de pequeñas negociaciones, cuyo buen término ocupaba mucho más su imaginación que el marcado sentimiento de predilección que, con poco que se hubiera fijado, habría podido leer en el corazón de Mme. de Rênal. La posición moral que había adoptado toda su vida se reafirmaba en casa del alcalde de Verrières. Allí, como en la serrería de su padre, despreciaba profundamente a todos los que le rodeaban y era al mismo tiempo odiado por ellos. A diario veía en las conversaciones del subprefecto, en las de M. Valenod y demás amigos de la casa, con ocasión de cosas que acababan de ocurrir a la vista de todos, qué lejos de la realidad estaban las ideas de aquellas gentes. Si una acción le parecía a él irable, era precisamente ésa la que merecía la reprobación de los demás. Su réplica interior era siempre la misma: «¡Qué monstruos o qué necios!». Lo curioso era que, con tanto orgullo, la mayor parte de las veces no comprendía una palabra de lo que decían. En toda su vida sólo había hablado con sinceridad al viejo cirujano castrense; las pocas ideas que tenía estaban relacionadas con las campañas de Bonaparte en Italia, o con la cirugía. Su joven valor se complacía con el relato minucioso de las operaciones más cruentas, y se decía: «Yo no hubiera pestañeado». La primera vez que Mme. de Rênal inició con él una conversación ajena a la educación de los niños, se puso él a hablarle de operaciones quirúrgicas; ella palideció y le rogó que no continuase. Julián era incapaz de abordar otros temas. Y así, aunque se pasaba la vida junto a Mme. de Rênal, en cuanto estaban solos se establecía entre ellos el silencio más

singular. En el salón, por humilde que fuera su actitud, ella encontraba en su mirada un gran aire de superioridad intelectual sobre todo lo que le rodeaba. Bastaba, sin embargo, que se quedase un momento solo con ella para que su azoramiento se hiciera visible. Y ella se inquietaba, pues su instinto de mujer le hacía comprender que no había en él ninguna ternura. Julián tenía la idea, aprendida sin duda de algún relato de la buena sociedad, tal como la había visto el médico cirujano, de que no se debía estar callado en un sitio donde hubiera una mujer, y se sentía humillado de este silencio como si fuese un fracaso personal suyo. Tal sensación era cien veces más penosa cuando estaban solos. Su imaginación, saturada de las ideas más descabelladas, más españolas³, sobre lo que un hombre debe decir a una mujer, no le ofrecía en su turbación más que impulsos absurdos. Su alma estaba en las nubes, y, sin embargo, no podía salir del silencio más humillante. De ese modo, su aire severo se acentuaba aguijoneado por los más crueles sufrimientos durante los largos paseos con Mme. de Rênal y los niños. Se despreciaba horriblemente. Si, por desgracia, se esforzaba en hablar, decía las cosas más ridículas. Para colmo de males, lo notaba y aún se exageraba su actitud absurda; en cambio, de lo que no se daba cuenta era de la expresión de sus ojos: eran tan bellos y reflejaban un alma tan ardiente, que, como ocurre con los buenos actores, infundían encanto a aquello que no lo tenía. Mme. de Rênal observó que, cuando estaba solo con ella, no conseguía decir nada lógico salvo cuando, distraído por algún suceso imprevisto, no pensaba en redondear un cumplido. Como los amigos de la casa no eran excesivamente pródigos en ideas nuevas y brillantes, gozaba con delicia de los destellos del talento de Julián. Desde la caída de Napoleón, toda apariencia de galantería está severamente proscrita de las costumbres provincianas. Existe el miedo a ser destituido. Los bribones buscan apoyo en la Congregación, y la hipocresía ha hecho grandes progresos, incluso en las clases liberales. El aburrimiento se duplica. No queda más entretenimiento que la lectura y la agricultura. Mme. de Rênal, rica heredera de una tía devota, casada a los dieciséis años con un aristócrata provinciano, no había experimentado ni visto en su vida, ni de cerca ni de lejos, nada que se pareciera al amor. Únicamente su confesor, el buen cura Chélan, le había hablado del amor a propósito de las solicitudes de M. Valenod, y la pintura que le trazó fue tan desagradable, que le hizo suponer que esta palabra sólo podía implicar el libertinaje más abyecto. Consideraba una excepción, o una cosa completamente fuera de lo natural, el amor que había

visto narrado en las pocas novelas que tuvo ocasión de leer. Gracias a esta ignorancia, Mme. de Rênal, que vivía dichosa ocupándose continuamente de Julián, estaba a cien leguas de hacerse el más mínimo reproche por ello.

CAPÍTULO VIII

PEQUEÑOS ACONTECIMIENTOS

Then there were sighs, the deeper for suppression. And stolen glances, sweeter for the theft. And burning blushes, though for no transgression¹.

Don Juan, C. I., st. 74

La dulzura angelical que Mme. de Rênal debía a su carácter y a su dicha presente, sólo se alteraba un poco cuando se ponía a pensar en su doncella Elisa. Esta muchacha, que había heredado de un pariente, se fue a confesar con el cura Chélan y le participó su proyecto de casarse con Julián. El cura sintió una alegría sincera al saber la suerte de su amigo; pero su sorpresa no tuvo límites cuando oyó decir a éste, con tono contundente, que el ofrecimiento de Elisa no le convenía. —Cuidado, hijo mío, con lo que pasa en tu corazón —dijo el cura frunciendo el entrecejo—. Te felicito por tu vocación, si es a ella solamente a lo que se debe el que desprecies una fortuna más que suficiente. Hace más de cincuenta y seis años que soy cura de Verrières, y a pesar de ello, según parece, me van a dejar cesante. Esto me aflige mucho, y eso que tengo ochocientas libras de renta. Te hago esta advertencia para que no te hagas demasiadas ilusiones sobre lo que te espera en el estado eclesiástico. Si te propones hacer la corte a los hombres poderosos, tu condenación eterna es segura. Harás fortuna, pero tendrás que perjudicar a los infelices, halagar al subprefecto, al alcalde, al hombre considerado, y amoldarte a sus pasiones. Esta conducta, que en el mundo llaman savoir-vivre, puede para un seglar no ser absolutamente incompatible con la

salvación; pero en nuestro estado hay que elegir: se trata de hacer fortuna en este mundo o en el otro; no hay término medio. Reflexiona, y vuelve dentro de tres o cuatro días para darme una respuesta definitiva. Entreveo con dolor en el fondo de tu carácter un fuego sombrío que no presagia nada nuevo acerca de la moderación perfecta y la abnegación imprescindibles para renunciar a los placeres terrenales, virtudes que son tan necesarias a un sacerdote. No se me oculta que tienes talento; pero, permíteme que te lo diga —añadió el cura con lágrimas en los ojos—, si alcanzaras el estado sacerdotal dudaría de tu salvación. Julián estaba avergonzado de su emoción. Por primera vez en su vida se sentía amado; lloraba de felicidad, y fue a esconder sus lágrimas en los grandes bosques de Verrières. «¿Por qué me encuentro en este estado? —se preguntaba—. Me siento capaz de dar cien vidas por este buen cura Chélan, y, sin embargo, acaba de demostrarme con pocas palabras que no soy más que un majadero. Es la persona que más me interesa engañar y ya sabe lo que pasa por mí. Ese fuego secreto de que me hablaba no es otra cosa que mi deseo de hacer fortuna. Me cree indigno de ser cura, precisamente cuando yo me figuraba que el sacrificio de cincuenta luises de renta sería motivo suficiente para que se sintiera seguro de mi piedad y mi vocación. En lo sucesivo sólo contaré con las facetas más experimentadas de mi carácter. ¡Quién me iba a decir que el llorar iba a causarme gozo, y que iba a sentir una ternura especial por la persona que me demuestra que soy un necio!». Tres días después, Julián había encontrado el pretexto del que hubiera debido de echar mano en el primer momento; tal pretexto era una calumnia; pero, ¡qué importaba! Confesó al cura, vacilando mucho al hacerlo, que una razón que no podía explicarle, puesto que perjudicaría a un tercero, era lo que le había impulsado a negarse desde un principio a la proyectada unión. Ello suponía poner en tela de juicio la conducta de Elisa. M. Chélan observó en sus modales un cierto fuego mundano muy distinto del que hubiera debido animar a un joven dedicado a la iglesia. —Amigo mío —le dijo nuevamente—. Más vale que seas un buen burgués, estimable e instruido, que un sacerdote sin vocación. Julián respondió a estas observaciones con las palabras que hubiera empleado el seminarista más fervoroso; pero el tono en que las pronunciaba y el mal velado fuego que asomaba a sus ojos alarmaron a M. Chélan.

No hay que juzgar demasiado mal a Julián; inventaba correctamente las palabras que le dictaba una hipocresía cauta y prudente. Esto no está mal para su edad. En cuanto al tono y a los ademanes, hay que tener en cuenta que vivía entre campesinos, y le había faltado la observación de los grandes modelos. Más tarde, apenas entró en o con gentes distinguidas, sus maneras llegaron a ser tan irreprochables como sus palabras. Mme. de Rênal se asombró mucho de que la nueva fortuna de su doncella no la hiciese más feliz. La veía constantemente ir a casa del cura y volver con los ojos encendidos de llanto. Por fin, Elisa le habló de su matrimonio. Mme. de Rênal se creyó enferma. Una especie de fiebre le impedía conciliar el sueño; no estaba tranquila salvo cuando tenía ante su vista a la doncella o a Julián. Sólo podía pensar en ellos y en la felicidad que encontrarían con su unión. La pobreza de aquella casita, donde tendrían que vivir con cincuenta luises de renta, le parecía algo maravilloso. Julián podría muy bien hacerse abogado en Bray, la subprefectura que está a dos leguas de Verrières, y en este caso lo vería alguna vez. Mme. de Rênal creyó sinceramente que iba a volverse loca. Se lo dijo a su marido, y por fin cayó enferma. Aquella misma noche, mientras su doncella le servía, notó que estaba llorando. En aquel momento sentía un odio profundo hacia Elisa. Poco antes la había regañado, y ahora, arrepentida, le pidió perdón. Las lágrimas de Elisa se hicieron más copiosas, y dijo a su señora que, si se lo permitía, le contaría su desgracia. —Habla —respondió Mme. de Rênal. —Señora: no me quiere; se niega a casarse conmigo. Sin duda algún malvado le ha hablado mal de mí y lo ha creído. —¿Pero quién es quien no te quiere? —preguntó Mme. de Rênal sin poder respirar apenas. —¡Quién ha de ser, señora, sino Julián! —replicó la doncella sollozando—. El señor cura no ha logrado vencer su resistencia, a pesar de sus intentos, pues supone que no debe rechazar a una muchacha honrada sólo porque haya sido doncella. Después de todo, su padre no es más que un carpintero, y él mismo, ¿cómo se ganaba la vida antes de entrar en casa de la señora?

Mme. de Rênal ya no la escuchaba. El exceso de felicidad casi la había privado del uso de sus facultades. Se hizo repetir varias veces que Julián había rechazado el matrimonio de manera definitiva y que en modo alguno estaba dispuesto a adoptar otra resolución más juiciosa. —Intentaré un último esfuerzo —le dijo a su doncella—; hablaré con Julián. Al día siguiente, después del almuerzo, Mme. de Rênal se permitió la deliciosa voluptuosidad de abogar por la causa de su rival durante más de una hora y ver rechazadas con insistencia la mano y la fortuna de Elisa. Poco a poco Julián, dejando a un lado sus respuestas afectadas, terminó por replicar con gracia a los prudentes consejos de Mme. de Rênal. Ésta no pudo resistir el torrente de felicidad que inundaba su alma después de tantos días de desesperación. Se sintió enferma de verdad. Cuando se recobró y se vio en su cuarto, hizo salir de allí a todos. Estaba profundamente sorprendida. «¿Estaré enamorada de Julián?». Este descubrimiento, que en cualquier otra ocasión la habría llenado de remordimientos y sumido en una gran agitación, sólo fue para ella un espectáculo singular, casi indiferente. Tenía el alma destrozada por todas las últimas sensaciones vividas, y no parecía tener sensibilidad. Mme. de Rênal intentó trabajar, pero se durmió profundamente. Al despertar no se asustó tanto como hubiera debido. Era demasiado feliz para tomar a mal nada. Ingenua e inocente, aquella buena provinciana nunca se preocupaba de ahondar en su alma para ver el efecto que producía en su sensibilidad cualquier nueva sensación de dolor o placer. Entregada en cuerpo y alma antes de la llegada de Julián a todo ese cúmulo de trabajos menudos que, fuera de París, conforman la vida de una buena madre de familia, pensaba en las pasiones como suele pensarse en la lotería: engaño manifiesto y felicidad soñada por insensatos. Sonó la campana que anunciaba la cena. Mme. de Rênal se ruborizó mucho al oír la voz de Julián, que llegaba con los niños. Pero, un poco más hábil desde que amaba, explicó su rubor alegando un gran dolor de cabeza. —Así son todas las mujeres —dijo M. de Rênal con una carcajada—. ¡Máquinas que siempre tienen algo descompuesto!

Aunque estaba acostumbrada a ese género de bromas, aquel tono de voz ofendió a Mme. de Rênal. Para distraerse miró a Julián; en aquel momento lo habría encontrado hermoso aunque hubiera sido el hombre más feo del mundo. Ávido siempre de imitar las costumbres de la gente de la corte, en los primeros días de la primavera M. de Rênal se instaló en Vergy, pueblo célebre por la trágica aventura de Gabriela². A pocos metros de las pintorescas ruinas de la antigua iglesia gótica, poseía M. de Rênal una vieja mansión con sus cuatro torres y un jardín, trazado como el de las Tullerías, con grandes macizos de boj y paseos de castaños, podados dos veces al año. Un campo colindante, plantado de manzanos, servía de paseo. Al final del huerto se veían ocho o diez nogales gigantescos, cuyas ramas se elevaban hasta unos ochenta pies de altura. —Cada uno de esos malditos nogales —solía comentar M. de Rênal cuando su mujer los iraba— me cuesta la cosecha de media fanega de tierra; el trigo no puede crecer bajo su sombra. La vista del campo le pareció distinta a Mme. de Rênal; su iración llegó al paroxismo. Se sentía dominada por un sentimiento que le infundía resolución e ideas nuevas. A los dos días de llegar a Vergy, como M. de Rênal se volvió a Verrières para atender los asuntos de la alcaldía, ella tomó obreros a su propia costa. Julián le había sugerido la idea de hacer un pequeño camino de arena que diera la vuelta al huerto bajo los nogales, de tal modo que los niños pudieran pasear desde temprano sin que el rocío les humedeciera los zapatos. Aún no habían transcurrido veinticuatro horas y ya estaba en marcha la ejecución de esta idea. Mme. de Rênal pasó todo el día con Julián dirigiendo las obras. Cuando volvió el alcalde, se sorprendió mucho al ver el paseo ya terminado. Su llegada también causó sorpresa a Mme. de Rênal, que se había olvidado de él. Durante más de dos meses no dejó de censurar duramente el atrevimiento de haber hecho una reforma tan importante sin consultarle, pero como Mme. de Rênal había pagado de su bolsillo todos los gastos, se fue consolando poco a poco. Ella pasaba los días corriendo con sus hijos por la huerta, cazando mariposas. Habían confeccionado unos grandes caza-mariposas de gasa transparente, con los cuales atrapaban a los pobres lepidópteros. Tal era el extraño nombre que Julián había enseñado a Mme. de Rênal. Ésta había mandado traer de Besançon la hermosa obra de M. Godart, y Julián le explicaba las costumbres singulares de

aquellos pobres animalillos. Los clavaban sin compasión, con grandes alfileres, en un cartón preparado asimismo por Julián. Por fin había un tema de conversación entre él y Mme. de Rênal; ya no se vería expuesto al espantoso suplicio que le causaban aquellos momentos de silencio. Hablaban sin cesar y con gran interés, aun cuando siempre se trataba de cosas muy inocentes. Aquella vida activa, ocupada y alegre, era del gusto de todos, menos de Elisa, que se veía agobiada de trabajo. Solía decir que ni siquiera en Carnaval, cuando se celebran bailes en Verrières, se preocupaba tanto la señora de su tocado: se cambiaba de traje dos o tres veces al día. Como no tenemos intención de adular a nadie, no negaremos que Mme. de Rênal, que tenía un cutis precioso, mandó arreglar unos vestidos que dejaban ver mucho el pecho y los brazos. Estaba muy bien formada; y esta manera de vestirse realzaba considerablemente sus encantos. —Nunca ha estado usted tan joven —le decían sus amigos de Verrières, que solían ir a comer a Vergy. (Es un modo de hablar de la comarca). Cosa singular y que costará creer: Mme. de Rênal se cuidaba tanto sin intención premeditada. Se divertía, y, sin ningún proyecto premeditado, todo el tiempo que no estaba cazando mariposas lo pasaba con Elisa haciendo trajes. El único viaje que hizo a Verrières fue para comprarse algunos vestidos de verano que acababan de llegar de Mulhouse. Volvió a Vergy con una dama pariente suya. Desde que se casó había intimado mucho con Mme. Derville, que fue compañera suya en el Sagrado Corazón. Mme. Derville se reía de lo que llamaba las locuras de su prima: «Si estuviera sola, jamás se me ocurrirían», solía decir ella. Aquellas ocurrencias imprevistas, que en París hubieran considerado agudezas, avergonzaban a Mme. de Rênal cuando estaba con su marido, como si de tonterías se tratase; pero la presencia de Mme. Derville le infundía valor. Primero le comunicaba sus pensamientos con timidez; cuando estaban solas largo rato, el ingenio de Mme. de Rênal se agudizaba y de ese modo toda una mañana solitaria transcurría como en un vuelo con la consiguiente alegría de las dos amigas. En este viaje, la razonable Mme. Derville encontró a su prima menos alegre, pero mucho más feliz.

Julián, por su parte, vivía como un niño desde su llegada al campo, sintiéndose tan feliz como sus discípulos al correr tras las mariposas. Después de tanto fingimiento y tanta diplomacia, allí, él solo, lejos de las miradas de los hombres y no temiendo, por instinto, a Mme. de Rênal, se entregaba al placer de existir, tan intenso en su edad, en medio de las montañas más hermosas del mundo. En cuanto llegó Mme. Derville, Julián la consideró como amiga; se apresuró a mostrarle desde el final de la nueva avenida, bajo los nogales, el panorama que desde allí se divisaba, un panorama igual de impresionante, si no más, que esos tan irables que pueden ofrecer Suiza o los lagos de Italia. Subiendo la empinada pendiente que arranca a pocos pasos de allí, pronto se llega a grandes precipicios, bordeados por bosques de robles que descienden casi hasta el río³. Allí, a la cima de aquellos riscos cortados a pico, es donde Julián, feliz, libre, y aún más, rey de la casa, conducía a las dos amigas, gozando de su iración ante aquellos paisajes sublimes⁴. —Esto me produce el mismo efecto que la música de Mozart —decía Mme. Derville. La envidia de sus hermanos, la presencia de un padre despótico y de mal genio, habían contribuido a que Julián no apreciara los alrededores de Verrières. En Vergy no tenía recuerdos tristes; por primera vez en su vida se veía libre de enemigos. Cuando M. de Rênal estaba en la ciudad —lo cual sucedía muy a menudo—, se atrevía a leer. Pronto, en vez de leer por la noche tal como lo venía haciendo, es decir, ocultando su lámpara en el fondo de un jarrón de flores puesto al revés, Julián pudo entregarse plácidamente al sueño. Durante el día, en los intervalos que le dejaban libres las lecciones de los niños, se iba a las rocas con su libro favorito, norma única de su conducta y objeto de su iración. En él hallaba al mismo tiempo dicha, éxtasis y consuelo en los ratos de desfallecimiento. Ciertas cosas que Napoleón dice de las mujeres, amenas discusiones sobre el mérito de las novelas en boga durante su reinado, despertaron en él algunas ideas que cualquier otro muchacho de su edad habría tenido desde mucho tiempo atrás. Llegaron los grandes calores. Tomaron la costumbre de pasar las veladas bajo un tilo inmenso que se erguía a pocos pasos de la casa. En aquel sitio reinaba la más profunda oscuridad. Una noche, Julián hablaba animadamente, gozando con

fruición del placer de conversar con mujeres jóvenes. Al gesticular rozó con su mano la de Mme. de Rênal, que se apoyaba en el respaldo de una de esas sillas de madera pintada que suelen colocarse en los jardines. Ella la retiró con viveza, pero Julián creyó que era deber suyo conseguir que no la retirase cuando él la volviera a tocar⁵. La idea de un deber pendiente y del ridículo, o, más bien, del sentimiento de inferioridad en que incurriría si fracasaba en su intento, alejó inmediatamente todo el placer de su corazón.

CAPÍTULO IX

UNA VELADA EN EL CAMPO

¡Qué encantador bosquejo la Dido de M. Guerin!

STROMBECK

Cuando al día siguiente vio de nuevo a Mme. de Rênal, su mirada tenía una expresión insólita: la observaba viendo en ella al enemigo con quien habría de batirse. Semejante modo de mirar, tan distinto del de la víspera, trastornó a Mme. de Rênal; ella le había tratado bien, y, sin embargo, parecía enfadado. A duras penas podía separar sus ojos de los de él. La presencia de Mme. Derville permitió a Julián hablar menos y ocuparse más de lo que tenía en su cerebro. En todo el día no hizo otra cosa más que leer su libro favorito para, de ese modo, templar su alma y fortalecerla. Abrevió mucho las lecciones de los niños, y luego, cuando la presencia de Mme. de Rênal reavivó en él sus deseos de gloria, decidió que aquella noche era absolutamente preciso conseguir retener su mano cuanto quisiera. La puesta de sol, que acercaba el momento decisivo, hizo latir con violencia el corazón de Julián. Y llegó la noche. Observó, con una alegría que le quitó un gran peso de encima, que sería muy oscura. El cielo, cargado de nubarrones arrastrados por un viento muy cálido, anunciaba tempestad. Las dos amigas pasearon hasta bastante tarde. Julián encontraba raro todo lo que hacían aquella tarde. Ellas gozaban de ese tiempo que, para ciertas almas delicadas, parece hacer más intenso el placer de amar.

Por fin se sentaron, Mme. de Rênal junto a Julián, y su amiga al otro lado. Preocupado por lo que iba a intentar, Julián no encontraba nada que decir. Y la conversación languidecía. «¿Temblaré de esta manera y me sentiré tan desdichado el día en que tenga un duelo?», se preguntaba Julián, desconfiando demasiado de sí mismo y de los demás para no apercibirse de su estado de ánimo. En su angustia mortal, le hubiera parecido preferible cualquier otro peligro. ¡Cuántas veces deseó que un asunto imprevisto obligara a retirarse del jardín a Mme. de Rênal! La violencia de la lucha que se libraba en el interior de Julián era demasiado fuerte para que su voz no se alterase profundamente. Pronto comenzó a temblar también la voz de Mme. de Rênal sin que Julián se diera cuenta de ello. El terrible conflicto que dentro de él libraban el deber y la timidez no le permitía fijarse en nada fuera de sí mismo. Sonaron las diez menos cuarto en el reloj de la mansión, y Julián todavía no se había atrevido a nada. Indignado por su cobardía, pensó: «A las diez en punto haré lo que he estado pensando todo el día, o subiré a mi cuarto y me saltaré la tapa de los sesos»¹. Tras unos instantes más de espera y ansiedad, durante los cuales la emoción lo tuvo fuera de sí, se oyeron las diez. Cada campanada de esta hora fatal repercutía en su pecho como si tuviera dentro el reloj. Aún se escuchaba el eco de la última, cuando alargó la mano y cogió la de Mme. de Rênal, que la retiró inmediatamente. Julián, sin saber muy bien lo que hacía, la asió de nuevo. Aunque estaba muy emocionado, no pudo por menos de sorprenderse del frío glacial de la mano que tenía entre las suyas y que estrechaba con fuerza convulsiva. Notó un postrer esfuerzo por soltarse, pero por fin la mano se quedó quieta. Sintió su alma inundada de felicidad, pero no porque amase a Mme. de Rênal, sino porque se veía libre de un suplicio horroroso. Para que Mme. Derville no se percatara de nada, se consideró obligado a hablar; su voz fue entonces sonora y firme. Mme. de Rênal, por el contrario, dejaba traslucir tanta emoción, que su amiga la creyó enferma y le propuso que entrara en la casa. Julián advirtió el peligro: «Si ella se va al salón, volveré a encontrarme en la misma situación de antes. He retenido su mano demasiado poco tiempo para que pueda suponer que

he ganado algún terreno». En el momento en que Mme. Derville insistía en regresar al salón, Julián apretó con fuerza la mano de Mme. de Rênal. Ésta, que ya se levantaba, volvió a tomar asiento mientras decía con voz débil: —Es verdad que me siento algo indispuesta, pero el aire libre me hará bien. Tales palabras confirmaron la dicha de Julián, que en aquel momento alcanzó su punto álgido: habló, se olvidó de fingir e hizo las delicias de las dos amigas. Y sin embargo, en aquella repentina elocuencia se adivinaba una gran falta de valor. Temía mortalmente que Mme. Derville, cansada del viento que se había levantado y que además anunciaba tormenta, deseara marcharse. De ocurrir esto, se quedaría a solas con Mme. de Rênal. Había tenido, de un modo casi inconsciente, el valor ciego que era preciso para obrar, pero comprendía que sería superior a sus fuerzas el decirle una sola palabra. Por débiles que fueran sus reproches, se consideraría vencido, y, por lo tanto, la ventaja que acababa de conseguir quedaría anulada. Felizmente para él, su modo de hablar conmovido y lleno de énfasis agradó aquella noche a Mme. Derville, que no pocas veces le había encontrado torpe y aburrido. Mme. de Rênal, con su mano en la de Julián, no pensaba en nada. Se abandonaba al gozo de vivir. Las horas que pasaron bajo aquel gran tilo, que la tradición supone plantado por Carlos el Temerario, fueron para ella de una dicha inefable. Escuchaba encantada los gemidos del viento en las frondosas ramas del árbol y el golpeteo de algunas gotas que comenzaban a caer sobre el follaje. Julián no advirtió una circunstancia que seguramente le hubiera tranquilizado mucho: Mme. de Rênal, que se había visto obligada a retirar su mano, al tener que levantarse para ayudar a su prima a recoger un tiesto que el viento acababa de volcar a sus pies, apenas se sentó de nuevo, se la volvió a dar casi sin dificultades, como si fuera una cosa convenida entre ellos. Hacía ya rato que el reloj había dado las doce, y por fin hubo que abandonar el jardín y separarse. Mme. de Rênal, encantada con la dicha de amar, era tan ingenua que no se hacía reproche alguno. La felicidad le quitó el sueño. En cambio, Julián, rendido por la batalla que durante todo el día habían librado el orgullo y la timidez en su interior, durmió profundamente. Al día siguiente le despertaron a las cinco, y, cosa bien triste para Mme. de Rênal

si lo hubiese sabido, apenas si pensó en ella. Había cumplido con su deber y consumado toda una heroicidad. Henchido de gozo ante esta idea, se encerró con llave en su cuarto, entregándose con deleite renovado a la lectura. Cuando sonó la campana del almuerzo, abstraído en los boletines de La Grande Armée, no recordaba ya siquiera lo sucedido la víspera. Al bajar al salón se decía interiormente con la mayor desenvoltura: «Tengo que decir a esta mujer que estoy enamorado de ella». En lugar de las miradas llenas de voluptuosidad que esperaba encontrarse, lo que vio sin embargo fue el semblante severo de M. de Rênal, que había llegado de Verrières dos horas antes, y no ocultaba su descontento tras enterarse de que Julián no se había ocupado de los niños en toda la mañana. Nada resultaba tan desagradable como aquel hombre importante de mal humor y creyéndose con derecho a demostrarlo. Cada palabra agria de su marido era un dardo para el corazón de Mme. de Rênal. En cuanto a Julián, estaba tan extasiado su espíritu con todo lo que había leído durante las horas anteriores, que a duras penas pudo rebajarse a escuchar las frases duras que le dirigía M. de Rênal. Por fin respondió con brusquedad: —Estaba enfermo. El tono en que pronunció estas palabras hubiera molestado a un hombre mucho menos susceptible que el alcalde de Verrières. Su primera idea fue despedir a Julián inmediatamente, no obstante se contuvo, siguiendo su costumbre de no precipitarse nunca en cuestiones de negocios. «Este necio —pensó después— ha conseguido ganarse una cierta reputación en mi casa; Valenod puede acogerlo en la suya, e incluso cabe la posibilidad de que se case con Elisa, y en cualquiera de los dos casos se burlaría de mí». A pesar de su prudente reflexión, no por eso dejó de mostrar su descontento M. de Rênal, dirigiendo a Julián una serie de palabras groseras que acabaron por irritar a éste. Mme. de Rênal estaba a punto de llorar. En cuanto acabaron el almuerzo, rogó a Julián que le diera el brazo para pasear, y se apoyó en él con cariño. A todo lo que ella le decía, sólo respondía él a media voz: ¡Así son los ricos! M. de Rênal los seguía muy de cerca, y su presencia aumentaba la cólera de

Julián. Advirtió de pronto que Mme. de Rênal se apoyaba en su brazo de una forma muy insinuante; aquel movimiento le horrorizó, y, empujándola violentamente, soltó su brazo. Afortunadamente M. de Rênal no se dio cuenta de aquella nueva impertinencia. Tan sólo Mme. Derville observó lo ocurrido. Su amiga se echó a llorar. En ese momento, el señor alcalde andaba ocupadísimo persiguiendo a pedradas a una pobre campesina que se había adentrado por un sendero indebido y cruzaba un ángulo del huerto. —M. Sorel, por favor, modérese un poco y piense que todos tenemos momentos de mal humor —dijo rápidamente Mme. Derville. Julián le dirigió una mirada fría en la que se dejaba traslucir el más profundo desprecio. Aquella mirada sorprendió a Mme. Derville, y aún mayor habría sido su asombro si hubiese podido adivinar el significado de esa expresión: habría leído allí algo así como el vago deseo de una venganza atroz. Momentos de humillación tales son sin duda los que dieron origen a los Robespierre. —Tu Julián es bastante violento; me da miedo —dijo Mme. Derville al oído de su amiga. —Se ha enfadado con razón —le respondió ésta—. Después de los sorprendentes progresos que mis hijos han hecho con él, ¿qué importa que pase una mañana sin hacerles caso? Estarás de acuerdo en que los hombres son muy duros. Por primera vez en su vida, Mme. de Rênal sintió deseos de vengarse de su marido. El odio que abrigaba Julián contra los ricos estaba a punto de estallar. Felizmente, M. de Rênal llamó al jardinero y se entretuvo con él obstruyendo con espinos la vereda que atravesaba el huerto. Julián no respondió una sola palabra a ninguna de las atenciones que le prodigaron durante el paseo. Apenas desapareció M. de Rênal, las dos amigas fingieron sentirse cansadas, y se cogieron de su brazo. Entre aquellas dos mujeres, tan turbadas que el rubor les cubría las mejillas, la palidez altiva y el aire sombrío y decidido de Julián formaba un extraño contraste. Despreciaba a aquellas mujeres y sus delicados sentimientos.

«¡Pensar que no tengo ni siquiera quinientos francos de renta para terminar mis estudios! —se decía—. ¡Con qué gusto enviaría a paseo a toda esta gente!». Ensimismado en tales ideas, lo poco que se dignaba oír de las palabras amables que las dos amigas le dirigían le desagradaba por parecerle algo vacío de sentido, absurdo; en una palabra, femenino. Hablando por hablar, y por no dejar que languideciera la conversación, Mme. de Rênal dijo que su marido había vuelto de Verrières porque había hecho un negocio con uno de sus arrendatarios quedándose con una partida de hojas de maíz. (En esta región, los jergones de las camas se llenan con hojas de maíz). —Mi marido no vendrá con nosotros esta tarde, porque con el jardinero y con su ayuda de cámara va a ocuparse de renovar la hoja de todos los jergones de la casa. Esta mañana ha hecho la operación en las camas del primer piso, y ahora les toca a las del segundo. Julián cambió de color; miró a Mme. de Rênal de un modo singular y, adelantando el paso, se separó con ella de su amiga. Mme. Derville les dejó alejarse. —Sálveme usted la vida —dijo Julián a Mme. de Rênal—; sólo usted puede hacerlo. Ya sabe que el ayuda de cámara me odia a muerte. He de confesarle, señora, que tengo un retrato escondido en el jergón de mi cama. Al oírle, Mme. de Rênal palideció a su vez. —Solamente usted, señora, puede entrar en mi cuarto ahora; registre sin llamar la atención, y en el ángulo del jergón que está más cerca de la ventana hallará una cajita de cartón negro satinado. —¡Y contiene un retrato! —dijo Mme. de Rênal sin apenas poderse tener en pie. Julián advirtió su expresión de desconsuelo y lo aprovechó para añadir: —Tengo que pedirle otro favor, señora; le suplico que no mire ese retrato: es mi secreto. —¡Un secreto! —repitió ella con voz apagada.

Aunque educada entre gentes orgullosas de su fortuna, y únicamente sensibles a los asuntos de dinero, el amor había infundido generosidad a su alma. Cruelmente herida, aún pidió a Julián con abnegación los demás datos necesarios para hacer correctamente el encargo. —Bien —le dijo alejándose—; una cajita redonda de cartón negro satinado. —Sí, señora —respondió Julián con el aire seco que da a los hombres la inminencia del peligro. Ella subió al segundo piso de la casa, pálida, como si marchara hacia la muerte. Para colmo de males, creyó que iba a desmayarse; pero la necesidad de ser útil a Julián le dio fuerzas. —Tengo que apoderarme de esa caja —dijo apresurando el paso. Oyó que su marido y el criado hablaban en el mismo cuarto de Julián. Por suerte se trasladaron al de los niños. Mme. de Rênal levantó el colchón e introdujo la mano en su interior con tal violencia que se arañó los dedos. Aunque era muy poco sufrida para estos pequeños dolores, no se dio cuenta de aquél, ya que, justo en el mismo momento, notó el satinado de la caja de cartón. La cogió y salió. Apenas se vio libre del temor que le inspiraba la posibilidad de ser sorprendida por su marido, el horror que le producía aquella caja estuvo a punto de hacerla desmayar. «¡Julián está enamorado, y yo tengo en mis manos el retrato de la mujer a quien ama!». Sentada en una silla de la antesala de aquella habitación, se sentía presa de todos los tormentos de los celos. Su extrema ignorancia, una vez más, vino a serle útil; en aquel momento el asombro amortiguaba el dolor. Julián apareció, cogió la caja sin dar las gracias, sin decir nada, y corrió a su habitación. Una vez allí, encendió fuego y la quemó. Estaba pálido, abrumado, exagerándose el alcance del peligro que acababa de correr. «¡El retrato de Napoleón —se decía moviendo la cabeza— escondido en el jergón de un hombre que demuestra un odio mortal hacia el usurpador! ¡Y encontrado nada menos que por M. de Rênal, tan reaccionario y tan irritable! ¡Y

para colmo de imprudencia, con el reverso del retrato lleno todo de frases escritas de mi puño y letra, que no dejan lugar a dudas sobre mi iración! ¡Y cada una con la fecha del día en que la anoté! ¡Hay alguna de anteayer!... »Toda mi reputación por los suelos, aniquilada en un momento —pensaba Julián, mirando cómo se convertía en cenizas la caja—. ¡Y yo no tengo más que mi reputación, sólo vivo para ella!..., y aun así, ¡qué vida, Señor!». Una hora después, la fatiga y la compasión que por sí mismo sentía, le predispusieron a la ternura. Se tropezó con Mme. de Rênal y le cogió la mano, besándosela con más sinceridad que nunca. Ella se ruborizó de dicha, pero casi al mismo tiempo rechazó a Julián con el ímpetu de los celos. El orgullo de éste, herido tan recientemente, hizo de él un estúpido en aquel momento. Sólo vio a una mujer rica en Mme. de Rênal; soltó su mano con desdén y se alejó. Se fue al jardín y paseó pensativo. Pronto una sonrisa amarga se dibujó en sus labios. «¡Aquí estoy paseándome tan tranquilo como un hombre dueño de su tiempo! ¡No me ocupo de los niños! Me expongo a los insultos de M. de Rênal, que ahora estarían justificados!». Se fue corriendo hacia el cuarto de los niños. Las caricias del menor, a quien quería mucho, le calmaron un tanto. «Éste no me desprecia todavía», pensó Julián. Pero no tardó en considerar aquello como una nueva muestra de debilidad. «Estos niños me prodigan caricias como se las prodigarían al perrillo de caza que compraron ayer».

CAPÍTULO X

UN GRAN CORAZÓN Y UNA PEQUEÑA FORTUNA

But ion most dissembles, yet betrays, Even by its darkness; as the blackest sky Foretells the heaviest tempest¹.

Don Juan, C. I., st. 73

M. de Rênal, después de recorrer todas las habitaciones de la mansión con los criados que traían los jergones, volvió a la de los niños. La entrada repentina de aquel hombre fue para Julián la gota de agua que hace rebosar el vaso. Más pálido y sombrío que de costumbre, se adelantó hacia él. M. de Rênal se detuvo mirando a los criados. —Señor —le dijo Julián—. ¿Cree usted que con otro preceptor habrían aprendido sus hijos tanto como conmigo? Si me va usted a responder que no — prosiguió Julián sin dejarle tiempo para hablar a M. de Rênal—, ¿cómo se permite echarme en cara que los desatiendo? Repuesto apenas de su sorpresa, el alcalde dedujo, por el tono tan extraño que adoptaba el joven aldeano, que tenía en el bolsillo alguna otra proposición más ventajosa, y que pensaba marcharse. La cólera de Julián fue en aumento a medida que hablaba. —Puedo vivir sin usted, señor —añadió.

—Me duele mucho verle tan alterado —balbuceó M. de Rênal. Los criados se hallaban a diez pasos de ellos, ocupados en arreglar camas. —Eso no le disculpa —replicó Julián fuera de sí—. ¡Piense usted en lo infame de las palabras que me ha dirigido, y delante de mujeres para mayor escarnio! M. de Rênal comprendía perfectamente lo que Julián le exigía, y en su alma se libraba un rudo combate. En aquel momento, Julián, lleno de ira, gritó: —Cuando salga de aquí, ya sé adónde tengo que ir. Al oír tales palabras, M. de Rênal imaginó inmediatamente a Julián instalado en casa de M. Valenod. —Bueno, bueno —dijo por fin, lanzando un suspiro y con el tono que hubiera empleado al dirigirse a un cirujano para sufrir la operación más dolorosa—. Accedo a su petición; a partir de pasado mañana, que es primero de mes, recibirá usted cincuenta francos mensuales. Julián sintió deseos de echarse a reír; de pronto, toda su furia se esfumó. «¡Aún no despreciaba lo suficiente a este animal! —pensó—. A un alma tan ruin, ésa es toda la satisfacción que se le ocurre dar». Los niños, que presenciaban esta escena con la boca abierta, fueron corriendo al jardín para contar a su madre que M. Sorel estaba muy enfadado, y que le iban a dar cincuenta francos mensuales. Julián los siguió maquinalmente, sin mirar siquiera a M. de Rênal, y dejándolo profundamente irritado. «Otros sesenta y ocho francos que me cuesta M. Valenod —se decía el alcalde —. Le diré dos palabras bien dichas sobre su contrata de suministros para el hospicio». Momentos después Julián volvió a encontrarse a solas con M. de Rênal. —Tengo que consultar un caso de conciencia con M. Chélan —dijo—, y vengo a advertirle que estaré fuera unas horas.

—¡Querido Julián! —respondió M. de Rênal sonriendo con una risita falsa—. Todo el día, si quiere usted, y mañana también. Llévese usted el caballo del jardinero para ir a Verrières. «Éste va a llevar su contestación a Valenod —se dijo el alcalde—; nada me ha prometido, pero más vale dejar que se le refresque la cabeza». Julián se marchó en seguida y subió a los grandes bosques a través de los cuales se puede ir de Vergy a Verrières. No quería llegar demasiado pronto a casa de M. Chélan. Estaba muy lejos de él en aquel momento la intención de someterse a otra escena hipócrita; necesitaba ver claro en su interior y analizar el cúmulo de sentimientos que le agitaban. «¡He ganado una batalla! —se dijo apenas se vio en el bosque, lejos de las miradas de los hombres—. ¡Por fin he ganado una batalla!». Esta frase le permitió contemplar su posición con ojos optimistas y le devolvió la tranquilidad a su ánimo. «Ya tengo cincuenta francos mensuales de sueldo. ¿Qué habrá sido lo que ha asustado a M. de Rênal hasta el punto de decidirse a aumentarme el sueldo?». La idea de que había algo que amedrentaba al hombre poderoso y feliz contra quien una hora antes se había indignado del modo más violento, le acabó de serenar. Por un momento incluso se sintió capaz de irar la hermosura del paraje que atravesaba. Aquí y allá iban apareciendo enormes bloques de rocas peladas, arrancadas de las laderas por la acción del tiempo, y despeñadas sobre el bosque. Las hayas seculares se elevaban casi tan alto como las rocas, y su sombra les prestaba una frescura deliciosa a tres pasos de los parajes donde la intensidad de los rayos del sol hubiera hecho imposible el detenerse. Julián hizo un alto para tomar aliento a la sombra de aquellas peñas, y poco después reanudó su ascensión. Trepando por una senda apenas marcada por el paso de los cabreros, se encontró de pie sobre una roca gigantesca, seguro de su soledad, lejos de cualquier hombre. Tal posición material le hizo sonreír: a eso mismo aspiraba moralmente. El aire puro de la alta montaña le infundió alegría y calma. El alcalde de Verrières encarnaba para él a todos los ricos e insolentes de la tierra; pero Julián comprendía perfectamente que el odio violento que acababa de experimentar no tenía nada de personal. Si hubiera dejado de ver a M. de Rênal durante ocho días, habría dejado totalmente de pensar en él, en su

mansión, en sus perros, en sus hijos, y en cualquier persona de su familia. «Le he obligado, sin saber yo mismo cómo, a hacer el mayor de los sacrificios. ¡Más de cincuenta escudos al año!». Además, un momento antes había escapado a un gran peligro. «Dos victorias en un día; la segunda no tiene mérito, pues aún tendré que averiguar su causa. Pero, de todas formas, dejaré para mañana esas penosas indagaciones...». Julián, de pie en su gran peñasco, miraba el cielo abrasado por un sol de agosto. Las cigarras cantaban en los prados que se extendían más abajo, y cuando callaban, el silencio era total a su alrededor. Alcanzaba a ver a sus pies unas veinte leguas de terreno. De vez en cuando, distinguía algún gavilán que, saliendo de los grandes roquedos superiores, describía círculos inmensos sobre su cabeza. La mirada de Julián seguía maquinalmente al ave rapaz, cuyos movimientos, tranquilos y majestuosos, le fascinaban; envidiaba aquella fuerza, envidiaba aquel aislamiento. Así fue el destino de Napoleón. ¿Sería algún día el suyo?

CAPÍTULO XI

UNA VELADA

Yet Julia’s very coldness still was kind. And tremulously gentle her small hand Withdrew itself from his, but left behind A little pressure, thrilling, and so bland And slight, so very slight that to the mind, Twas but a doubt¹.

Don Juan, C. I., st. 71

Había que llegar, sin embargo, a Verrières. Al salir del presbiterio, una feliz casualidad le hizo tropezarse con M. Valenod, a quien se apresuró a contar lo del aumento de sueldo. De regreso a Vergy, Julián no bajó al jardín hasta que fue noche cerrada. Se encontraba cansado por el gran número de violentas sensaciones que le habían agitado durante el día. «¿Qué les diré?», se preguntaba inquieto pensado en las mujeres. Estaba lejos de advertir que su alma estaba precisamente al nivel de todas las pequeñas circunstancias que despiertan, por lo común, el interés de las mujeres. Muchas veces Julián resultaba enigmático para Mme. Derville, e incluso para su amiga, y, a su vez, él sólo se enteraba a medias de lo que ellas decían. Tal era el efecto de la fuerza, y, de lo que me atreveré a llamar, la grandeza de los apasionados movimientos que agitaban a aquel joven ambicioso.

Para hombre tan singular, casi todos los días eran tempestuosos. Al entrar en el jardín aquella noche, Julián iba decidido a prestar atención a las ideas de las dos hermosas primas. Ellas lo esperaban con impaciencia. Se sentó, como de costumbre, junto a Mme. de Rênal. La oscuridad se hizo cada vez más densa. Quiso tomar la blanca mano que desde hacía un buen rato estaba viendo cerca de él, apoyada en el respaldo de una de las sillas. Tras un momento de duda, la mano se retiró en un movimiento de marcado mal humor. Julián se disponía a no darse por enterado y a proseguir alegremente la conversación cuando oyó acercarse a M. de Rênal. Aún resonaban en sus oídos las palabras groseras de por la mañana. «¿No sería —se dijo— una buena manera de burlarse de este hombre, tan colmado de privilegios por la fortuna, el tomar posesión de la mano de su mujer en su misma presencia? Sí; lo haré por tanto desprecio como me ha mostrado». A partir de ese momento, la tranquilidad, tan poco propia del carácter de Julián, se esfumó por completo. Deseó con ansiedad, y sin poder pensar en ninguna otra cosa, que Mme. de Rênal le permitiera cogerle la mano. M. de Rênal hablaba de política muy indignado: dos o tres industriales de Verrières, que se estaban haciendo más ricos que él, querían hacerle la oposición en las elecciones. Mme. Derville le escuchaba. Julián, molesto por aquellos discursos, acercó su silla a la de Mme. de Rênal. La oscuridad ocultaba todos sus movimientos. Se atrevió a colocar su mano muy cerca del hermoso brazo que el vestido dejaba al descubierto. Un tanto turbado y habiendo perdido el dominio de sí, acercó la mejilla a aquel lindo brazo y tuvo la osadía de posar en él sus labios. Mme. de Rênal se estremeció. Estando como estaba su marido a cuatro pasos, se apresuró a darle la mano a Julián, al tiempo que lo alejaba un poco. Mientras M. de Rênal continuaba despotricando contra los jacobinos y los advenedizos que se enriquecen, Julián cubría la mano que le había abandonado Mme. de Rênal de besos apasionados, o, al menos, así se lo parecían a ella. ¡Y, sin embargo, la pobre mujer había tenido aquel mismo día la prueba de que el hombre al que adoraba amaba a otra! Durante el tiempo que Julián estuvo ausente, ella había sido víctima de una intensa desazón que la había hecho reflexionar. «¿Estaré enamorada? —se decía—. Yo, mujer casada, ¿me habré enamorado? Porque nunca sentí por mi marido esta intensa locura que me impide apartar a Julián de mi pensamiento². Y en el fondo, él no es más que un niño lleno de

respeto hacia mí. Esto será una locura pasajera. ¿Qué le importan a mi marido los sentimientos que yo pueda albergar hacia este muchacho? Seguramente se aburriría con las conversaciones que yo sostengo con Julián sobre cosas ideales. Él no piensa más que en sus negocios. No le quito nada para dárselo a Julián». Ni el menor asomo de hipocresía empañaba la pureza de aquella alma cándida, extraviada por una pasión que hasta entonces nunca había sentido. Se engañaba, pero sin saberlo, y, sin embargo, un instinto de virtud comenzaba a inquietarla. Tales eran las ideas que la agitaban cuando Julián apareció en el jardín. Le oyó hablar, y casi al mismo tiempo advirtió que se sentaba a su lado. Notó su alma transportada por aquel bienestar encantador que desde quince días antes la asombraba más que la seducía. Todo era nuevo para ella. Al cabo de un rato pensó: «¿Basta, pues, entonces la presencia de Julián para borrar todas las culpas?». Se asustó, y fue entonces cuando le retiró la mano. Aquellos besos llenos de pasión, como nunca los había recibido, le hicieron olvidar el que quizá Julián amase a otra mujer. Pronto dejó de ser culpable a sus ojos. Desaparecido el intenso dolor, hijo de la sospecha, la sensación de una felicidad jamás soñada le infundió arrebatos de amor y de loca alegría. La velada fue encantadora para todos menos para el alcalde de Verrières, que no podía olvidar a sus industriales enriquecidos. Julián ya no pensaba en su negra ambición, ni en sus aventurados proyectos. Por primera vez en su vida se reconocía arrastrado por la fascinación de la belleza. Sumido en un ensueño vago y dulce, tan contrario a su carácter, y estrechando aquella mano que le parecía perfectamente hermosa, apenas escuchaba el movimiento de las hojas del tilo, agitadas por la ligera brisa de la noche, y menos todavía el ladrido lejano de los perros del molino de Doubs. Pero aquella emoción era de placer, y no de pasión. Al volver a su cuarto sólo pensó en una dicha: la de leer su libro favorito. A los veinte años, la idea del mundo y la del efecto que se ha de producir en él, prevalece sobre todo lo demás. Pronto cerró el libro. A fuerza de pensar en las victorias de Napoleón, llegó a ver algo nuevo en la suya. «Sí; he ganado una batalla —se dijo—, pero hay que aprovecharla; hay que aplastar el orgullo de este aristócrata presuntuoso mientras se bate en retirada. Estrategia napoleónica pura. Tengo que pedirle un permiso de tres días para ir a ver a mi amigo Fouqué. Si me lo niega, le amenazaré de nuevo; pero seguro que acepta».

Mme. de Rênal no pudo cerrar los ojos. Le parecía que hasta aquel momento no había vivido. No podía apartar su pensamiento de la felicidad que experimentaba al sentir en su mano los besos ardientes de Julián. De repente surgió la terrible palabra: «adulterio». Todo lo que el más vil desenfreno puede imprimir de repulsivo a la idea del amor de los sentidos, se presentó en tropel ante su imaginación. Aquellas ideas parecían querer empañar la imagen tierna y divina de Julián y la dicha de amarlo. El porvenir se le dibujaba con colores sombríos. Se veía despreciable. Aquel momento fue espantoso; su alma arribaba a regiones desconocidas. La víspera había gozado de una dicha inefable; ahora se hallaba de pronto sumida en la desdicha más atroz. No tenía idea de que pudieran existir sufrimientos tales que fueran capaces de perturbarle la razón. Por un momento pensó en confesar a su marido que temía estar enamorada de Julián. Aquello habría supuesto hablar de él. Por suerte recordó una advertencia que le hizo su tía la víspera de su boda. Se trataba del peligro que implica hacer confidencias al marido, que después de todo es el amo. En el paroxismo del dolor se retorcía las manos. Se sentía arrebatada al azar por un torbellino de imágenes contrarias y dolorosas. Tan pronto temía no ser amada, como se veía torturada por la idea del crimen, ni más ni menos que si al día siguiente la hubieran de poner en la picota, en la plaza pública de Verrières, con un cartel que explicase al populacho su adulterio. Mme. de Rênal carecía totalmente de experiencia de la vida; aun estando completamente serena y en posesión de todas sus facultades, no habría distinguido diferencia alguna entre ser culpable a los ojos de Dios y sentirse abrumada en público por las muestras más feroces del desprecio general. Cuando la horrible idea del adulterio y de toda la ignominia que, en su opinión, conlleva semejante delito, le dejaba algún descanso, y pensaba en lo agradable de vivir con Julián inocentemente como antes, entonces la atormentaba otra idea aún más horrorosa: la de que Julián pudiese amar a otra mujer. Recordaba aún su palidez cuando temió perder su retrato, o comprometerla dejando que lo vieran. Fue la única vez que vio el temor reflejado en aquella fisonomía tan noble y tan serena. Nunca había estado tan emocionado, ni por ella ni por sus hijos. Su dolor llegó a alcanzar la mayor intensidad que le es dado soportar al alma humana. Sin darse cuenta, Mme. de Rênal dio un grito que despertó a la doncella. De repente vio aparecer junto a su cama el resplandor de una luz y reconoció a Elisa.

—¿Es a ti a quien ama? —exclamó en su locura. La doncella, inquieta por el estado de agitación en que se encontraba su señora, no paró mientes en lo singular de dicha frase. Mme. de Rênal reparó en su imprudencia. —Tengo fiebre —dijo— y creo que estoy delirando; quédate aquí. Despierta completamente, y viéndose obligada a fingir, se sintió menos desgraciada. La razón recobró el dominio que le quitara ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Para librarse de la mirada inquisitiva de su doncella, le ordenó que leyera el periódico, y mientras escuchaba la voz monótona de la muchacha, que leía un artículo de La Quotidienne, Mme. de Rênal tomó la virtuosa resolución de tratar a Julián con una absoluta frialdad cuando volviera a verlo.

CAPÍTULO XII

UN VIAJE

Encontramos en París gente elegante; en provincias puede haber gente de carácter.

SIEYÈS

Al día siguiente, a las cinco, antes de que Mme. de Rênal estuviera visible, Julián ya había conseguido de su marido un permiso de tres días. Contra lo que imaginaba, Julián sintió deseos de volverla a ver, recordando su mano tan bonita. Bajó al jardín. Mme. de Rênal aún se hizo esperar mucho. Pero si Julián la hubiera amado, la habría visto sin duda detrás de las persianas semicerradas del primer piso, con la frente apoyada en los cristales. Lo miraba. Por fin, y a pesar de su resolución, Mme. de Rênal se decidió a bajar. Su habitual palidez había dado paso a los más encendidos colores. Se notaba que aquella mujer tan ingenua estaba agitadísima; su expresión normal, serena y como por encima de los intereses vulgares de la vida, que infundía un singular encanto a su semblante celestial, aparecía ahora alterada por una especie de fingimiento y de indignación. Julián se aproximó a ella con ademán solícito, irando aquellos hermosos brazos que el chal, mal colocado, dejaba al descubierto. El aire fresco de la mañana parecía como si aumentara el brillo de un cutis que la agitación de la noche hacía más sensible a todas las cosas. Aquella belleza, modesta y conmovedora, y sin embargo llena de pensamientos distintos a los que suelen encontrarse en las clases inferiores, era para Julián la revelación de que su alma poseía una facultad no sospechada por él. Entregado por entero a la iración

de los encantos que tenía ante su ávida mirada, no pensó en absoluto en la acogida amistosa de la que esperaba ser objeto. Por eso, su extrañeza fue máxima ante la total indiferencia que ella se esforzaba en demostrarle, y a través de la cual él quiso incluso entrever un intento de mantener distancias. La sonrisa se le heló en los labios; recordó su posición social, comparándola con la de una noble y rica heredera. En un momento, su semblante se alteró, y ya no fue posible distinguir en él más que altivez y odio contra sí mismo. Sentía un profundo despecho por haber retrasado su partida más de una hora, para recibir a cambio una cogida tan humillante. «Sólo los necios se enfurecen contra los demás —dijo para sí—. Una piedra cae porque pesa. ¿Es que voy a ser siempre un niño? ¿Cuándo adquiriré la buena costumbre de dar a estas gentes únicamente la parte de mi alma que compran con su dinero? Si quiero merecer su estimación y la mía, tengo que demostrarles que si bien mi pobreza comercia con su riqueza, mi corazón está a mil leguas de su insolencia, y en una esfera demasiado alta para que puedan alcanzarlo sus pequeñas muestras de favor o de desprecio». Mientras estos pensamientos se agolpaban en el alma del joven preceptor, su cambiante fisonomía adoptaba la expresión del orgullo herido y de la ferocidad. Mme. de Rênal se sintió turbada. La frialdad virtuosa que quiso dar a su acogida dio paso a la expresión del más vivo interés, tanto mayor cuanto que se veía incrementado por su sorpresa al advertir el repentino cambio que acababa de apreciar. Los lugares comunes sobre la salud y la hermosura del día, que suelen intercambiarse por las mañanas, pronto se agotaron. Julián, que no tenía el juicio turbado por ninguna pasión, halló muy pronto la oportunidad de demostrar a Mme. de Rênal lo poco que creía en sus relaciones amistosas; y de este modo, sin hacer la más mínima alusión al viaje que iba a emprender, la saludó y se fue. Mientras lo miraba alejarse, aterrada por la expresión altiva que se leía en aquel semblante, tan amable la víspera, llegó corriendo su hijo mayor, y, dándole un beso, dijo: —Tenemos vacaciones. El preceptor se va de viaje. Al oírlo, Mme. de Rênal se sintió presa de un frío mortal; desdichada por su virtud, lo era aún más por su flaqueza. Aquel nuevo suceso ocupó toda su imaginación, haciéndole olvidar todas las

sensatas resoluciones que había tomado durante la terrible noche anterior. Ya no se trataba de resistir a aquel amante tan amable, sino de perderlo para siempre. Tuvo que asistir al almuerzo. Para colmo de males, M. de Rênal y Mme. Derville sólo hablaron de la marcha de Julián. El alcalde de Verrières había notado algo insólito en la firmeza del tono con que le había pedido el permiso. —Este campesino se lleva sin duda entre manos alguna proposición. Pero, sea quien sea el que lo busque, aun cuando se trate del propio M. Valenod, seguramente reflexionará un poco ante la perspectiva de los seiscientos francos anuales que tendrá que desembolsar. Probablemente, ayer en Verrières pediría un plazo de tres días para pensarlo, y esta mañana, para no verse obligado a decirme nada, el señor se marcha a la montaña. ¡Que me vea yo obligado a parlamentar con un miserable obrero insolente! ¡A qué punto hemos llegado! «Puesto que mi marido, que ignora cuán profundamente ha ofendido a Julián, piensa que nos va a abandonar, ¿qué debo pensar yo? —dijo para sí Mme. de Rênal—. ¡Ah, todo está ya decidido!». Con objeto de poder, cuando menos, llorar con libertad y no contestar a las preguntas de Mme. Derville, pretextó una terrible jaqueca y se metió en la cama. «Estas mujeres..., siempre hay algo estropeado en esas máquinas complicadas», repitió M. de Rênal, y se alejó con aire socarrón. Mientras Mme. de Rênal era víctima de todos los suplicios que conlleva una pasión como la que sentía, Julián marchaba alegremente a través de aquellas irables montañas. Tenía que cruzar la gran cadena que se extiende al norte de Vergy. El sendero que seguía, y que asciende lentamente por entre bosques de hayas, forma innumerables zigzagues en la pendiente de la elevada montaña que dibuja al norte el valle del Doubs. Pronto las miradas del viajero, pasando por encima de los algo más bajos montículos que encauzan el curso del Doubs, hacia el Mediodía, alcanzaron a divisar las fértiles llanuras de Borgoña y de Beaujolais. Por insensible que fuera el alma de aquel joven ambicioso a ese género de belleza, no podía por menos de detenerse de vez en cuando para irar un espectáculo tan imponente y grandioso. Finalmente alcanzó la cima de la montaña que tenía que trasponer para llegar, por un atajo, al valle solitario donde habitaba su amigo Fouqué, el tratante de madera.

Julián no tenía prisa por verle, ni a él ni a ningún otro ser humano. Oculto como un ave de rapiña entre las rocas desnudas que coronaban la cumbre, hubiera divisado perfectamente a cualquiera que se acercara, incluso desde muy lejos. En un corte casi vertical de uno de aquellos roquedos, descubrió una especie de gruta. Hacia allí dirigió sus pasos, y pronto halló acomodo en aquel refugio. «Aquí —pensó con ojos brillantes de júbilo— ningún hombre podría hacerme daño». Se le ocurrió la idea de entregarse al placer de escribir sus pensamientos, cosa tan peligrosa para él en cualquier otro sitio. Utilizó como pupitre una piedra rectangular. Su pluma volaba; no veía nada de lo que le rodeaba. Al fin se dio cuenta de que el sol se iba ocultando por detrás de los lejanos montes del Beaujolais. «¿Por qué no pasar aquí la noche? —se dijo—. Tengo pan y soy libre». Esta sublime palabra le exaltó. Su hipocresía no le permitía ser libre ni siquiera en casa de Fouqué. Con la cabeza apoyada en las manos, Julián permaneció en la gruta, agitado por sus sueños y su afán de libertad, sintiéndose más feliz que jamás lo hubiera sido. Sin apenas darse cuenta, fue viendo extinguirse poco a poco la luz del crepúsculo. En medio de aquella oscuridad, su alma se extraviaba imaginando lo que algún día podría encontrar en París. Primero soñaba con una mujer mucho más bella y de una mayor inteligencia que todas las que había podido ver en provincias. La amaba con pasión y era correspondido. Si se separaba de ella unos instantes, lo hacía para ir a cubrirse de gloria y merecer aún más su amor. A cualquier joven educado en medio de las tristes verdades de la sociedad de París, aun suponiéndole la imaginación de Julián, le habría despertado en este punto de su novela la fría ironía; habría olvidado su afán de llevar a cabo grandes hazañas, para pensar en la máxima tan conocida que dice: «El que se separa de su amante se expone, ¡ay!, a que le engañe dos o tres veces al día»¹. El único obstáculo que el pobre campesino veía alzarse entre él y los actos más heroicos era la falta de ocasión. Pero al día había sucedido una noche profunda, y aún le quedaban dos leguas de camino para llegar a la cabaña de Fouqué. Antes de abandonar la gruta, Julián encendió fuego y quemó cuidadosamente todo lo que había escrito. Su amigo se quedó muy sorprendido al oírle llamar a la una de la madrugada.

Fouqué estaba ocupado haciendo sus cuentas. Era un hombre joven, alto, bastante delgado, de facciones duras, una nariz enorme y una gran bondad oculta tras aquel aspecto tan poco atrayente. —¿Has reñido con tu M. de Rênal para que llegues tan de improviso? Julián le contó, pero de una manera conveniente, los sucesos de la víspera. —Quédate conmigo —le dijo Fouqué—; ya veo que conoces a M. de Rênal, a M. Valenod, al subprefecto Maugiron y al cura Chélan; has comprendido perfectamente las sutilezas del carácter de estas gentes, y estás ya en condiciones de participar en las subastas. Sabes aritmética mejor que yo; podrías llevarme las cuentas. Yo gano bastante con mi comercio. La imposibilidad de hacerlo todo solo y el temor de que me resulte un bribón el que tomase como asociado, me privan continuamente de emprender buenos negocios. No hace ni un mes que Michaud de Saint-Aman, a quien llevaba seis años sin ver, y a quien encontré por casualidad en las subastas de Pontarlier, ganó gracias a mí seis mil francos. ¿Por qué no podías haber sido tú el que ganara esa suma, o cuando menos la mitad? Porque si ese día hubieras estado tú conmigo, yo habría pujado para conseguir esa partida de madera y no te quepa la menor duda de que me la habrían adjudicado. Asóciate conmigo. Aquel ofrecimiento puso de mal humor a Julián, porque no se avenía con su locura. Durante la cena, que los dos amigos se prepararon como los héroes de Homero, pues Fouqué vivía solo, éste enseñó las cuentas a Julián para demostrarle las ventajas del comercio de madera. Fouqué tenía el mejor concepto de la inteligencia y del carácter de Julián. Cuando por fin éste se encontró solo en su pequeña habitación de madera de abeto, se dijo a sí mismo: «Ciertamente aquí podría ganar algunos miles de francos y luego volver a emprender con más facilidad la carrera de las armas o la de la Iglesia, según la moda que impere entonces en Francia. El pequeño peculio que lograra ahorrar allanaría las dificultades menudas. Solo en estas montañas, podría estudiar las cosas que preocupan a todos esos hombres de salón y que yo ignoro por completo. Pero Fouqué renuncia a casarse y me repite que es desgraciado en medio de esta soledad. Luego es evidente que si acepta a un asociado que no tiene dinero y que por tanto nada aporta a su negocio, es con la esperanza de procurarse un compañero que no le abandone nunca».

—¿Sería yo capaz de engañar a mi amigo? —exclamó Julián con mal humor. Y aquel ser, cuya norma ordinaria de conducta estaba fundamentada en la hipocresía y la carencia de todo sentimiento amable, no pudo soportar la idea de incurrir en la menor falta de delicadeza para con un hombre que le quería. Súbitamente, Julián se sintió feliz: acababa de encontrar una razón para no aceptar. Perdería inútilmente siete u ocho años, llegaría así a los veintiocho; ¡pero si a esa edad Bonaparte ya había hecho las gestas más hermosas de su vida! «Después de haber ganado oscuramente algún dinero con el corretaje de madera, y haciéndome acreedor al favor de alguno de estos granujas de segunda fila, ¿quién me asegura que aún conservaré el fuego sagrado necesario para forjarme un nombre?». Al día siguiente por la mañana, Julián respondió con gran sangre fría al buen Fouqué —que ya daba por hecho lo de la sociedad— que su vocación por el santo ministerio no le permitía aceptar. Fouqué no podía salir de su asombro. —Pero, hombre, piénsalo mejor —repetía—, mira que te asocio conmigo o, lo que es lo mismo, te doy cuatro mil francos al año. ¿Prefieres volver a casa de ese M. de Rênal que te desprecia como al barro de sus zapatos? ¿Quién te impedirá entrar en el seminario una vez que tengas doscientos luises en el bolsillo? Y te diré más: yo me encargo de procurarte la mejor parroquia de la comarca. Porque —añadió Fouqué bajando la voz— le suministro la leña a M..., a M..., a M... Les proporciono madera de roble de primera calidad al precio de la madera de pino, pero nunca dinero alguno fue mejor invertido. La vocación de Julián se mostró inflexible. Fouqué concluyó por creerlo algo loco. El tercer día, muy de mañana, Julián se despidió de su amigo para pasar la jornada en medio de los roquedos de la alta montaña. Volvió a encontrar su gruta, pero ya no tenía paz en el alma; la oferta de su amigo se la había arrebatado. Lo mismo que Hércules, se encontraba, si no entre el vicio y la virtud, sí entre la medianía de un bienestar seguro y los sueños heroicos de su juventud. «No hay en mí verdadera firmeza —se decía, y era ésta la duda que le causaba más dolor—. No estoy hecho de la madera de donde salen los grandes hombres, puesto que temo que ocho años empleados en ganarme el pan puedan agostar la energía sublime que impulsa a realizar las gestas más extraordinarias».

CAPÍTULO XIII

LAS MEDIAS CALADAS

Una novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino.

SAINT-RÉAL¹

Cuando Julián divisó las pintorescas ruinas de la antigua iglesia de Vergy, cayó en la cuenta de que desde la antevíspera no había pensado ni una sola vez en Mme. de Rênal. «El otro día, al marcharme, esta mujer me recordó la distancia infinita que nos separa; me trató como al hijo de un obrero. Sin duda quiso mostrarme su arrepentimiento por permitirme que le cogiera la mano la noche anterior... Y no obstante, ¡qué mano tan bonita! ¡Y qué encanto, qué nobleza hay en la mirada de esta mujer!». La posibilidad de hacer fortuna con Fouqué facilitaba los razonamientos de Julián; no los veía desvirtuados, como de costumbre, por la irritación que le producía pensar en su pobreza y en lo humilde de su cuna. Colocado como en un promontorio elevado, se sentía capaz de juzgar y dominar, por decirlo así, la extrema pobreza y el bienestar que aún llamaba riqueza. Estaba lejos de juzgar su posición como filósofo, pero tenía la suficiente clarividencia para sentirse diferente después de aquel viaje a la montaña. Le sorprendió mucho la turbación extrema con que escuchó Mme. de Rênal el relato que, a instancias suyas, le hizo de su viaje. Fouqué había tenido algunos proyectos de matrimonio, amores desgraciados². Este tema había sido motivo de largas confidencias entre los dos amigos.

Después de hallar la felicidad muy temprano, Fouqué se había dado cuenta de que lo traicionaban. Aquellas historias habían asombrado un poco a Julián, y le habían enseñado muchas cosas nuevas. Su vida solitaria, hecha toda ella de quimeras y desconfianzas, le había apartado de todo lo que pudiera abrirle los ojos. Durante su ausencia, la vida para Mme. de Rênal sólo había sido una serie ininterrumpida de suplicios intolerables. Estaba realmente enferma. —Supongo —le dijo Mme. Derville en cuanto vio llegar a Julián— que, enferma como estás, no pensarás bajar esta noche al jardín. El aire húmedo agravaría tu mal. Mme. Derville veía con extrañeza que su amiga, a quien siempre estaba riñendo su marido por su extremada sencillez en el vestir, se hubiera comprado unas medias caladas y unos preciosos zapatos recién llegados de París. Desde hacía tres días, la única distracción de Mme. de Rênal consistía en cortar y hacer que Elisa le confeccionara a toda prisa un vestido de verano, de una tela muy bonita y muy de moda. En cuanto estuvo concluido, poco después de la llegada de Julián, Mme. de Rênal se lo puso. Su amiga ya no tenía la menor duda. «¡La pobre está enamorada!», se dijo Mme. Derville. Entonces comprendió todos los síntomas singulares de su enfermedad. La vio hablar con Julián. La palidez más intensa sucedía al rubor más vivo. La ansiedad afloraba en sus ojos, que no se apartaban de los del joven preceptor. Mme. de Rênal esperaba que de un momento a otro se explicaría, anunciando si abandonaba la casa o se quedaba. Julián no dijo ni una palabra de este asunto, en el que ni siquiera pensaba. Después de un rudo combate interior, Mme. de Rênal se atrevió a preguntarle con una voz trémula en la que reflejaba toda su pasión: —¿Va usted a dejar a sus discípulos para ir a colocarse a otra parte? Julián se quedó sorprendido ante la voz insegura y la mirada de Mme. de Rênal. «Esta mujer me ama —pensó—; pero en cuanto pase este momento de flaqueza, que su orgullo reprobará sin duda, y cuando ya no tema que me marche,

recobrará su altivez». La apreciación de las respectivas posiciones fue en Julián rápida como un relámpago, y respondió titubeando: —Me apenaría mucho dejar a unos niños tan amables, y tan de buena cuna, pero quizá me vea obligado a ello. También tiene uno deberes para consigo mismo. Al pronunciar la frase tan de buena cuna (era una de esas frases aristocráticas que hacía poco que había aprendido), Julián adoptó una acentuada expresión de antipatía. «Ante los ojos de esta mujer —pensó—, yo no soy de buena cuna». Mme. de Rênal, al escucharle, iraba su carácter, su belleza. Tenía el corazón destrozado ante la idea de su posible partida. Todos sus amigos de Verrières, que habían venido a cenar a Vergy durante la ausencia de Julián, la habían felicitado efusivamente por el hombre irable que su marido había tenido la suerte de descubrir. Y no es que se dieran cuenta de los progresos realizados por los niños. El hecho de recitar de memoria la Biblia, y lo que es más, en latín, produjo en Verrières una iración que quizá dure un siglo. Como Julián no hablaba con nadie, ignoraba esto. Si Mme. de Rênal hubiera tenido un mínimo de sangre fría, lo habría felicitado por la reputación adquirida, y una vez tranquilizado en su orgullo, Julián habría sido con ella dulce y amable, tanto más cuanto que el vestido nuevo le parecía precioso. Mme. de Rênal, satisfecha también con el vestido, y con los elogios que le dedicó Julián, quiso dar una vuelta por el jardín, mas pronto se convenció de que no podía dar un paso. Se cogió del brazo del viajero, pero su o, lejos de infundirle fuerzas, se las quitó por completo. Era de noche. Apenas estuvieron sentados, Julián, haciendo uso de su antiguo privilegio, acercó los labios al brazo de su hermosa vecina y le tomó la mano. Lo hizo pensando en la audacia de Fouqué con sus amantes, y no en Mme. de Rênal; la frase de buena cuna pesaba aún en su corazón. Ella le apretó la mano, cosa que no le produjo ningún placer. Lejos de sentirse orgulloso, o por lo menos agradecido por el sentimiento que Mme. de Rênal le demostraba bien claramente aquella noche, permaneció insensible a la belleza, la frescura, la elegancia. La pureza de alma, la ausencia de toda emoción rencorosa prolongan, sin duda, la juventud. La fisonomía es lo que envejece primero en la mayoría de las mujeres

bonitas. Julián estuvo huraño toda la velada. Hasta entonces sólo había sentido rabia contra la sociedad y el destino; pero desde que Fouqué le había ofrecido un medio innoble de alcanzar el acomodo, estaba enfurecido contra sí mismo. Absorto en sus propios pensamientos, aun cuando dirigía la palabra alguna que otra vez a las damas, Julián acabó por abandonar la mano de Mme. de Rênal sin darse cuenta. Este hecho trastornó por completo a la pobre mujer, y lo interpretó como un anuncio premonitorio de su suerte. Segura del cariño de Julián, quizá hubiera hallado en su propia virtud fuerzas para defenderse de él. Temblando ante la perspectiva de perderlo para siempre, su pasión la extravió hasta el extremo de volver a coger la mano que Julián, distraídamente, apoyaba en el respaldo de una silla. Aquel gesto despertó al joven ambicioso: hubiera deseado tener por testigos a todos aquellos nobles tan altaneros que lo miraban con aire protector cuando estaba sentado con los niños en el extremo de la mesa. «Esta mujer ya no puede despreciarme —se dijo—. En este caso, yo tengo que ser sensible a su belleza; estoy obligado a ser su amante». Tal idea no se le hubiera ocurrido antes de las inocentes confidencias de su amigo. La decisión súbita que acababa de tomar le produjo agrado. Pensaba: «Es preciso que una de estas dos mujeres sea mía». Se percató de que hubiera preferido cortejar a Mme. Derville, y no es que fuera más agradable, sino que siempre lo había visto ella como preceptor bien considerado por su ciencia, y no como obrero carpintero, con su chaqueta de ratina bajo el brazo, tal como se había presentado por primera vez ante Mme. de Rênal. Y era precisamente así, como un obrero tímido, ruborizado hasta el blanco de los ojos, parado a la puerta de la casa y sin atreverse a llamar, como Mme. de Rênal se lo imaginaba con mayor encanto. Prosiguiendo el análisis de su situación, Julián vio que no había que pensar en la conquista de Mme. Derville, que probablemente se daba cuenta de la inclinación

que Mme. de Rênal sentía por él. Forzado, pues, a volver a ésta, se decía Julián: «¿Qué conozco del carácter de esa mujer? Sólo sé que antes de mi viaje la cogía la mano y ella la retiraba; hoy retiro yo la mía y ella la coge y la estrecha. Bonita ocasión para devolverle el desprecio que me mostró. ¡Sabe Dios cuántos amantes habrá tenido! Puede que se decida por mí, únicamente por lo fácil que le será verse a solas conmigo». ¡Tal es, por desgracia, la consecuencia de un excesivo grado de civilización! A los veinte años, el alma de un joven, si está educado, se halla a mil leguas de ese impulso natural, sin el cual el amor se convierte a menudo en el más tedioso de los deberes. «Me interesa conquistar a esa mujer tanto más —pensaba la vanidad mezquina de Julián— cuanto que, si alguna vez hago fortuna y alguien me reprocha el haber sido un simple preceptor, podría dar a entender que el amor me había impulsado a ejercer como tal». Julián separó de nuevo su mano de la de Mme. de Rênal; después volvió a cogerla, apretándola. Al volver al salón hacia media noche, ella le dijo a media voz: —¿Se marchará usted, nos dejará? Julián respondió con un suspiro: —Necesariamente tendré que marcharme, pues la amo con toda mi alma, y esto es un pecado... ¡Y qué pecado para un joven sacerdote! Mme. de Rênal se apoyó en su brazo con tanto abandono, que en su mejilla sintió el calor de la de Julián. La noche que pasaron aquellos dos seres fue muy distinta. Mme. de Rênal se hallaba exaltada por arrebatos de la más exquisita voluptuosidad moral. Una joven coqueta que ama a temprana edad, se acostumbra a la turbación del amor, y cuando llega a la edad de la verdadera pasión, echa de menos el encanto de la novedad. Como Mme. de Rênal nunca había leído novelas, todos los matices de su dicha eran absolutamente nuevos para ella. Ninguna triste verdad venía a empañar su gozo, ni siquiera el espectro del porvenir. Consideraba que, pasados diez años, sería tan feliz como en aquel momento. La idea misma de la virtud y

de la fidelidad jurada a M. de Rênal, que días atrás la había torturado, fue rechazada como huésped inoportuno apenas apareció en su mente. «Jamás le concederé nada a Julián —pensó Mme. de Rênal—. Viviremos siempre como lo hemos venido haciendo desde hace un mes. Será un amigo».

CAPÍTULO XIV

LAS TIJERAS INGLESAS

Tenía dieciséis años, una tez rosada y se daba colorete.

POLIDORI

La proposición de Fouqué había borrado en Julián todo vestigio de alegría: no sabía qué partido tomar. «Por desgracia, tal vez me falta carácter. Hubiera sido un mal soldado de Napoleón. Pero al menos —pensó— mi pequeño enredo con la dueña de la casa me distraerá durante algún tiempo». Afortunadamente para él, incluso en este incidente insignificante, el interior de su alma discrepaba con su lenguaje galante. Tenía miedo de Mme. de Rênal a causa de su bonito vestido, que era a sus ojos algo así como la avanzada de París. Su orgullo no quiso dejar nada al azar o a la inspiración del momento. Guiado por las confidencias de Fouqué y por lo poco que había leído sobre el amor en la Biblia, se trazó un minucioso plan de campaña. Y como, aun sin reconocerlo, estaba muy turbado, escribió dicho plan¹. Al día siguiente por la mañana, Mme. de Rênal se quedó un momento a solas con él en el salón. —¿No tiene usted más nombre que el de Julián? —le preguntó. Nuestro héroe no supo qué responder a aquella pregunta tan halagadora. Era una circunstancia imprevista en su plan. Sin esa necesidad de planificarlo todo, su ingenio le habría sido muy útil, ya que lo sorprendente de la pregunta habría añadido vivacidad a la respuesta.

Pero estuvo torpe, y se exageró a sí mismo su propia torpeza. Mme. de Rênal se lo perdonó en seguida. La atribuyó a un candor irable. Y precisamente lo que siempre echaba de menos en aquel hombre, a quien todo el mundo encontraba tan enorme talento, era el candor. —Tu preceptor me inspira una gran desconfianza —le decía algunas veces Mme. Derville—. Parece que siempre está pensando lo que tiene que decir, y que actúa sólo por cálculo. Es un hipócrita. Julián se sintió profundamente humillado por no haber sabido qué responder a Mme. de Rênal. «Un hombre como yo tiene el deber de reparar este fracaso». Y aprovechando el momento en que pasaban de una estancia a otra, se consideró obligado a dar un beso a Mme. de Rênal. Nada más inoportuno, menos agradable y más imprudente para los dos. Estuvieron a punto de ser vistos. Mme. de Rênal le creyó loco. Se asustó y se asombró al mismo tiempo. Aquella necedad le traía a la memoria a M. Valenod. «¿Qué me ocurriría si estuviese sola con él?», se dijo. Conforme pareció eclipsarse el amor, reapareció toda su virtud. Procuró que uno de los niños estuviese siempre con ella. El día fue muy fastidioso para Julián; lo pasó entero tratando torpemente de poner en práctica un plan de seducción. No miró ni una sola vez a Mme. de Rênal sin que su mirada obedeciera a una intención preconcebida; sin embargo, no era tan majadero como para no darse cuenta de que no conseguía hacerse amable, y mucho menos, seductor. Mme. de Rênal no salía de su asombro al verle tan torpe y al mismo tiempo tan atrevido. «¡Debe de ser la timidez del amor en un hombre de talento! —se dijo con gran alegría—. ¿Será posible que nunca le amara mi rival?». Después de la comida, Mme. de Rênal volvió al salón para recibir a M. Charcot de Maugiron, el subprefecto de Bray. Poco después se puso a trabajar en un bastidor de tapicería muy alto. Mme. Derville estaba a su lado. En tal postura, y a plena luz, fue cuando nuestro héroe juzgó conveniente adelantar su bota y pisar el lindo pie de Mme. de Rênal, cuya media calada y el primoroso zapatito de

París atraían de manera patente las miradas del galante subprefecto. Mme. de Rênal sintió un miedo horrible. Dejó caer las tijeras, el ovillo de lana, las agujas, y de ese modo el movimiento de Julián pudo pasar por una simple torpeza al querer evitar la caída de las tijeras. Afortunadamente, éstas, que eran de acero, se rompieron, y Mme. de Rênal se lamentó ostensiblemente de que Julián no hubiera estado más cerca de ella. —Había usted advertido que se caían antes que yo, y pudo haberlo evitado; lamentablemente su celo no ha servido más que para darme un gran pisotón. La explicación engañó al subprefecto, pero no a Mme. Derville. «¡Este apuesto muchacho tiene unos modales bastante absurdos!», pensó. En la sociedad provinciana no se perdona esta clase de faltas. Mme. de Rênal encontró oportunidad para decir a Julián: —Sea prudente, se lo ordeno. Julián estaba de un humor de perros al ver su torpeza. Estuvo pensando mucho tiempo sobre si debía o no molestarse por la frase «Se lo ordeno». Y fue lo bastante necio para razonar: «Podría haberme dicho “le ordeno” cuando se tratara de algo relativo a la educación de los niños, mas todo aquello que se refiere a mi amor, supone la igualdad. No se puede amar sin “igualdad”...» y todo su ingenio se perdió en disquisiciones sobre este tema. Se repetía con rabia un verso de Corneille, que días antes le había enseñado Mme. Derville:

... L’amour Fait les égalités et ne les cherche pas².

Obstinándose en representar el papel de Don Juan, él, que jamás había tenido una amante, se comportó como un majadero rematado durante todo el día. Sólo tuvo una idea sensata: disgustado de sí mismo y de Mme. de Rênal, veía con espanto acercarse el momento en que habría de estar sentado junto a ella en la

oscuridad del jardín; entonces le dijo a M. de Rênal que tenía que ir Verrières a ver al cura. Salió, pues, acabada la comida y no volvió hasta la noche. En Verrières, Julián encontró a M. Chélan de mudanza; al fin había sido destituido, y ocupaba su puesto el vicario Maslon. Julián quiso ayudar al buen sacerdote, y se le ocurrió la idea de escribir a Fouqué diciéndole que la vocación irresistible que sentía por el sagrado ministerio le había impedido en un principio aceptar su amable oferta, pero que acababa de ver un ejemplo tan evidente de injusticia, que quizá fuese más beneficioso para su salvación no entrar en las órdenes sagradas. Luego se felicitó a sí mismo por su astucia para sacar partido de la destitución del cura de Verrières, dejándose una puerta abierta que le permitiera volver al comercio si la triste prudencia vencía al heroísmo.

CAPÍTULO XV

EL CANTO DEL GALLO

Amour en latin faict amor. Or donc provient d’amour la mort, Et, par avant, soulcy qui mord. Deuil, plours, pieges, forfaitz, remords...¹.

Blason D’amour

Si Julián hubiera tenido la astucia que tan gratuitamente se suponía, habría podido vanagloriarse al día siguiente del efecto producido por su viaje a Verrières. Su ausencia hizo olvidar sus torpezas. Aquel día también estuvo bastante inoportuno; por la noche se le ocurrió una idea ridícula, y se la comunicó a Mme. de Rênal con una excepcional osadía. Apenas estuvieron instalados en el jardín, y sin esperar a que la oscuridad fuera suficiente, Julián acercó su boca al oído de Mme. de Rênal y, con riesgo de comprometerla seriamente, le dijo: —Señora, esta noche, a las dos, iré a su habitación; tengo algo que decirle. Julián temía que fuera aceptada su proposición; su papel de seductor le pesaba tanto, que de buena gana se hubiera retirado a su cuarto durante varios días para no ver más a aquellas mujeres. Comprendía que, con su prudente conducta de la víspera, había malogrado todas las hermosas expectativas del día anterior, y no sabía realmente a qué santo encomendarse.

Mme. de Rênal respondió con verdadera indignación, no fingida ni exagerada, al impertinente anuncio que Julián se atrevía a hacerle. Él creyó ver el desprecio reflejado en su tajante respuesta. Estaba seguro de haber oído, pronunciadas en tono muy bajo, las palabras «¡Pero qué se habrá creído!»; y so pretexto de decir alguna cosa a los niños, Julián se dirigió al cuarto de éstos, sentándose a la vuelta junto a Mme. Derville, bien distanciado de Mme. de Rênal. De este modo alejó toda posibilidad de cogerle la mano. La conversación fue seria, y Julián salió airoso, salvo en algunos momentos de silencio que empleó en estrujarse los sesos. «¿Qué maniobra podría yo inventar para obligar a Mme. de Rênal a darme las muestras inequívocas de cariño que hace tres días me hacían suponerla dispuesta a ser mía?». Julián se sentía desconcertado ante el rumbo casi desesperado que tomaban sus asuntos. Y, sin embargo, nada le hubiera apurado tanto como el éxito. Al separarse a media noche, su pesimismo le llevó a pensar que Mme. Derville le despreciaba y que probablemente no era mucho mejor el concepto que de él tenía Mme. de Rênal. De muy mal humor, y extremadamente humillado, Julián no durmió nada. Estaba muy lejos de él la idea de renunciar a sus fingimientos y proyectos, y vivir a lo que saliera con Mme. de Rênal, contentándose, como un chiquillo, con la felicidad que quisiera proporcionarle cada día. Se torturaba la mente discurriendo maniobras ingeniosas que, al cabo de un instante, encontraba absurdas; en una palabra, se creía verdaderamente desgraciado cuando dieron las dos en el reloj de la mansión. El sonido de la campana le despertó, como el canto del gallo despertó a san Pedro. Había llegado el momento de emprender la acción más penosa de su vida. Al notar lo mal recibida que había sido su impertinente proposición, no había vuelto a pensar en ella. «Le dije que iría a su cuarto a las dos —pensó levantándose—. Puedo ser inexperto y ordinario, como corresponde al hijo de un campesino. Mme. Derville me lo ha dado a entender muchas veces. Pero al menos no seré débil». Julián tenía razón al aplaudirse por su valor, porque jamás en su vida se había impuesto una obligación más penosa. Al abrir la puerta de su cuarto temblaba de tal modo, que se le doblaban las piernas y tenía que apoyarse en la pared.

Iba descalzo. Se acercó a la puerta de la alcoba de M. de Rênal y oyó sus ronquidos. Entonces se sintió desolado porque ya no existía ningún pretexto que le eximiera de ir a la habitación de Mme. de Rênal. Pero, ¡Dios mío!, ¿qué haría cuando estuviese allí? No tenía ninguna idea concreta, y aun cuando la hubiera tenido, se encontraba tan turbado que no habría estado en disposición de ponerla en práctica. Por fin, mil veces más angustiado que si se hubiera dirigido al patíbulo, atravesó el pasillo que conducía al dormitorio de Mme. de Rênal y abrió la puerta con mano temblorosa, haciendo un ruido infernal. Había luz: una lamparilla ardía bajo la chimenea. Julián no esperaba aquella nueva contingencia. Al verle entrar, Mme. de Rênal se tiró de la cama. —¡Desdichado! —exclamó. Hubo un momento de desconcierto. Julián olvidó sus vanos proyectos y recobró naturalidad. Desagradar a una mujer tan encantadora le pareció la mayor de las desgracias. A los reproches de ella respondió echándose a sus pies y abrazándose a sus rodillas. Y como Mme. de Rênal le hablaba con extrema dureza, estalló en sollozos. Algunas horas después, cuando Julián salió de la alcoba de Mme. de Rênal, hubiera podido decirse, empleando el lenguaje de las novelas, que no le quedaba nada que desear. En efecto: debía su victoria al amor que había inspirado y a la inesperada impresión que en él habían producido unos encantos seductores, victoria que su desmañada pericia no le hubiera permitido nunca alcanzar. Pero aun en los momentos más dulces, y víctima de un extraño orgullo, pretendió seguir desempeñando el papel de un hombre acostumbrado a subyugar a las mujeres: hizo cuanto pudo por destruir lo que en él había de agradable. En lugar de permanecer atento a los arrebatos de amor que suscitaba, y a los remordimientos que realzaban su intensidad, la idea del deber no se apartó en ningún instante de su pensamiento. Temía al arrepentimiento y al ridículo eterno si se separaba del modelo ideal que se había propuesto seguir. En una palabra: lo que hizo de Julián un ser superior fue precisamente lo que le impidió disfrutar del placer que le salía al paso. Era como una muchacha de dieciséis años, con una tez de rosa, que para ir al baile cometiera la insensatez de darse colorete. Aterrada por la aparición de Julián, Mme. de Rênal fue presa de la más cruel

zozobra. Las lágrimas y la desesperación del preceptor la turbaban profundamente. Incluso cuando ya no tuvo nada que negarle, seguía rechazándolo con violencia, indignada realmente, y a continuación volvía a caer en sus brazos. Su conducta no obedecía a plan alguno. Se creía condenada sin remisión, y trataba de alejar la visión del infierno colmando de caricias a Julián². En una palabra: nada habría faltado a la felicidad de nuestro héroe, ni siquiera una ardiente sensibilidad en la mujer que acababa de entregársele, si hubiera sabido gozar de ella. La marcha de Julián no calmó en modo alguno los arrebatos que, a pesar suyo, agitaban a Mme. de Rênal, como tampoco acalló los remordimientos que la torturaban. «¡Dios mío! Ser feliz, ser amado, ¿no es más que esto?»³. Ése fue el primer pensamiento de Julián al entrar en su cuarto. Se hallaba en ese estado de estupor y desasosiego interior en que se sume el alma al conseguir lo tanto tiempo deseado. El espíritu tiene el hábito de desear; y llega un momento en que, no encontrando nada más que conseguir, carece, sin embargo, de recuerdos. Al igual que el soldado que vuelve del desfile, Julián repasó con la imaginación todos y cada uno de los detalles de su conducta. «¡No habré faltado a nada de lo que me debo a mí mismo! ¿Habré representado bien mi papel?». ¿Y qué papel?: el de un hombre acostumbrado a ser brillante con las mujeres.

CAPÍTULO XVI

AL DÍA SIGUIENTE

He turn’d his lips to hers, and with his hand Call’d back the tangles of her wandering hair¹.

Don Juan, C. I., st. 170

Por suerte para el triunfo de Julián, Mme. de Rênal se había sentido demasiado agitada, demasiado conmovida para darse cuenta de la necedad del hombre que en un momento se había adueñado de su vida. Cuando al amanecer le rogaba que se fuese de su cuarto diciendo: «¡Dios mío! Si mi marido ha oído ruido, estoy perdida», Julián, que había tenido tiempo de aprenderse unas cuantas frases bonitas, acordándose de una, le dijo: —¿Sentiría usted morir? —Mucho en este momento; pero lo que no siento ni sentiría nunca es haberle conocido. Julián consideró que por dignidad debía regresar a su habitación expresamente en pleno día, y sin ninguna precaución. El especial cuidado con que estudiaba sus menores acciones, siguiendo la descabellada idea de parecer un hombre experimentado, tuvo una ventaja: cuando volvió a ver a Mme. de Rênal a la hora del desayuno, su comportamiento fue un modelo de prudencia.

Ella, en cambio, no podía mirarle sin ruborizarse hasta las orejas, y al mismo tiempo tampoco podía dejar pasar un solo instante sin mirarle; al advertir su turbación, sus esfuerzos por ocultarla no hacían más que incrementarla todavía más. Julián sólo la miró una vez. Al principio, Mme. de Rênal iró su prudencia, pero después, al ver que aquella mirada no se repetía, se inquietó. «¿Será que ya no me ama? —pensó—. ¡Soy muy vieja para él! ¡Le llevo diez años!». Al pasar del comedor al jardín, estrechó la mano de Julián. Éste, sorprendido por una prueba de amor tan evidente, la miró con pasión. La había visto muy bella durante el almuerzo, y, aunque había mantenido baja la mirada, no había dejado de considerar sus encantos. Esta actitud de ahora, si bien consoló en parte a Mme. de Rênal, no disipó completamente sus inquietudes, si bien éstas la salvaguardaron de todo remordimiento para con su marido. Durante el desayuno, M. de Rênal no se dio cuenta de nada, pero no ocurrió lo mismo con Mme. Derville, que supuso a Mme. de Rênal a punto de sucumbir. Durante todo el día procuró, por medio de insinuaciones —producto de su sincera amistad—, pintarle con los colores más vivos el peligro que corría. Mme. de Rênal ardía en deseos de encontrarse a solas con Julián para preguntarle si aún la quería. A pesar de la dulzura inalterable de su carácter, estuvo cien veces a punto de insinuar a su amiga que pecaba de inoportuna. Por la noche, en el jardín, Mme. Derville se las ingenió para situarse entre Julián y Mme. de Rênal. Ésta, que sólo pensaba en la delicia de estrechar la mano de Julián, e incluso llevársela a los labios, no pudo ni siquiera dirigirle la palabra en toda la noche. Aquel contratiempo aumentó su agitación. Ahora la devoraba un gran remordimiento: había reprendido tanto a Julián por la imprudencia cometida al entrar en su cuarto la noche anterior, que temía que no volviera. Se retiró temprano del jardín y fue a instalarse en su dormitorio, pero, incapaz de contener su impaciencia, fue a escuchar a la puerta del de Julián. A pesar de la incertidumbre y de la pasión que la devoraba, no se atrevió a entrar. Aquella acción le hubiera parecido la última de las bajezas, pues sirve de tema a un dicho corriente en provincias. En vista de que aún no se habían acostado todos los criados, la prudencia la obligó a volver a su cuarto. Dos horas de espera fueron para ella dos siglos de

tormento. Pero Julián era demasiado fiel a lo que consideraba su deber, para no ejecutar punto por punto el plan preconcebido. Al dar la una, salió silencioso de su dormitorio y, asegurándose de que el dueño de la casa dormía profundamente, se presentó en el de Mme. de Rênal. Esta vez se sintió más feliz al lado de su amiga, pues estuvo menos pendiente del papel que debía representar. Tuvo ojos para ver y oídos para escuchar. Lo que le dijo Mme. de Rênal sobre su edad, contribuyó a darle aplomo. —¡Tengo diez años más que usted! ¿Cómo es posible que pueda amarme? —le repetía sin pensarlo y únicamente porque esta idea la obsesionaba. Julián no concebía aquella preocupación, pero al ver que era un hecho, perdió casi todo su miedo a parecer ridículo. También desapareció de su mente la idea absurda de ser considerado un amante subalterno a causa de su oscuro nacimiento. A medida que las efusiones de Julián iban tranquilizando a su tímida amiga, ésta superaba su dicha y la capacidad para enjuiciar a su amante. Afortunadamente, aquel día no adoptó él su actitud forzada que hizo de la primera cita más una victoria que un placer. Si ella se hubiera dado cuenta del empeño que él ponía en representar un papel, tan triste descubrimiento la habría privado, seguramente para siempre, de la capacidad de ser feliz. Y no hubiera podido ver en aquello más que una nefasta consecuencia de la desproporción entre dos edades. Aun cuando Mme. de Rênal no hubiera pensado nunca en las teorías del amor, sabido es que la diferencia de edad es, después de la de fortuna, uno de los mayores motivos de burla en provincias, cada vez que se habla de amor. A los pocos días, Julián, dominado por el ardor de su juventud, estaba locamente enamorado. «Hay que reconocer —se decía— que tiene una bondad angelical, y que no puede ser más bonita». Se había olvidado casi por completo de actuar según un plan trazado. En un

momento de abandono, llegó hasta el extremo de confesarle todas sus inquietudes. Y la confidencia terminó de colmar la pasión que inspiraba. «¡No he tenido ninguna rival feliz!», se decía encantada Mme. de Rênal. Se atrevió incluso a interrogarlo acerca del retrato por el que tanto interés había mostrado; Julián le juró que era el de un hombre. Cuando Mme. de Rênal tenía la sangre fría necesaria para reflexionar, no salía de su asombro pensando que existiera en el mundo aquella felicidad sin que ella lo hubiera sospechado. «¡Ah! —se decía—. ¡Si yo hubiera conocido a Julián hace diez años, cuando aún podía pasar por bonita!». Julián estaba muy lejos de aquellos pensamientos. Su amor era todavía ambición, alegría de poseer a una mujer tan noble y tan bella, él, un pobre ser despreciado y desvalido. Sus efusiones a la vista de los encantos de ella y sus actos de adoración, acabaron por tranquilizarla un poco respecto a la diferencia de edad. Si hubiera tenido algo de la mundología que toda mujer de treinta años tiene desde hace mucho tiempo en otros sitios más civilizados, habría temido por la duración de un amor que sólo se sustentaba de la sorpresa y la satisfacción del propio egoísmo. En los momentos en que olvidaba su ambición, Julián iraba con vehemencia hasta los sombreros y los vestidos de Mme. de Rênal. No se cansaba de aspirar su perfume. Abría el armario de luna y pasaba horas enteras irando la belleza y el orden de todo cuanto contenía. Ella lo miraba apoyada en su hombro: él contemplaba todas las alhajas, los trapos, las chucherías, que en la víspera de una boda constituyen el ajuar de una novia. «¡Me hubiera podido casar con un hombre como éste! —pensaba algunas veces Mme. de Rênal—. ¡Qué alma de fuego! ¡Qué deliciosa la vida con él!». Julián nunca había estado tan cerca de los terribles instrumentos de la artillería femenina. «Es imposible —se decía— que en París exista nada más bello». Entonces no hallaba ninguna objeción a su felicidad. A veces, la iración sincera y el entusiasmo de su amante le hacían olvidar la teoría estúpida que le hiciera tan mesurado y casi ridículo en los primeros días de sus relaciones. Había momentos en que, a pesar de sus hábitos hipócritas, sentía un gran placer al

confesar a aquella gran dama que tanto le iraba su ignorancia en una multitud de usos y costumbres. La posición de su amante parecía elevarle sobre sí mismo. Mme. de Rênal, por su parte, sentía la más dulce voluptuosidad moral enseñando todos aquellos detalles a aquel joven lleno de talento, a quien todos vaticinaban un gran porvenir. Incluso el subprefecto y M. Valenod le manifestaban abiertamente su iración, pareciéndole por eso mismo menos necios. Mme. Derville, en cambio, se hallaba muy lejos de participar de los mismos sentimientos. Desesperada por lo que creía adivinar, y viendo que sus prudentes consejos resultaban odiosos para una mujer que había perdido literalmente la cabeza, se marchó de Vergy sin dar una explicación, que, por lo demás, se guardaron muy bien de pedirle². Mme. de Rênal derramó algunas lágrimas al despedirla, pero luego se sintió más feliz. Ahora podía estar casi todo el día a solas con su amante. Julián encontraba en la dulce compañía de su amiga tanto más placer, cuanto que estando solo no podía menos de sentirse agitado por la fatal proposición de Fouqué. En los primeros días de esta nueva vida, él, que nunca había amado, que nunca había sido querido por nadie, hallaba un placer tan delicioso en ser sincero, que a punto estuvo más de una vez de confesar a Mme. de Rênal la ambición que hasta entonces había sido la esencia misma de su vida. Hubiera querido poder consultarle sobre la extraña tentación que le producía la oferta de Fouqué, pero un suceso insignificante alejó toda ocasión de franqueza.

CAPÍTULO XVII

EL PRIMER TENIENTE DE ALCALDE

O, how this spring of love resembleth The uncertain glory of an April day; Which now shows all the beauty of the sun And by and by a cloud takes all away!¹.

Los dos caballeros de Verona

Una tarde, a la hora del crepúsculo, sentado junto a su amiga en el fondo del huerto, lejos de los inoportunos, soñaba profundamente. «¿Durarán siempre estos instantes tan dulces?», pensaba. En su alma no cabía más preocupación que la de crearse un porvenir, y deploraba la gran desgracia que trunca la infancia y destroza los primeros años de juventud a los olvidados por la fortuna. —¡Ah! —exclamó—. ¡Napoleón fue el hombre enviado por Dios para los jóvenes ses! ¿Quién le reemplazará? ¿Qué harán sin él los desgraciados, incluso más ricos que yo, que tienen lo justo para procurarse una buena educación, pero no lo bastante para pagar a un hombre de veinte años que lo reemplace en filas y poder él así emprender una carrera? Hágase lo que se haga —añadió suspirando profundamente—, este recuerdo fatal siempre nos impedirá ser felices. De repente vio que Mme. de Rênal fruncía el entrecejo y adoptaba un aire frío y desdeñoso; aquella manera de pensar sólo era propia de un criado. Educada en la idea de que era muy rica, le parecía cosa convenida el que Julián también lo

fuera. Lo amaba mil veces más que a su vida y no concedía importancia alguna al dinero. Julián estaba muy lejos de adivinar aquellas ideas. Aquel fruncimiento de cejas lo volvió a la realidad. Tuvo bastante presencia de ánimo para corregir su frase y dar a entender a la noble dama, que estaba sentada a su lado, sobre el césped, que las palabras que acababa de pronunciar se las había escuchado durante su viaje al tratante de maderas. Era el razonamiento de los impíos. —Bueno, pues no vuelva a tratar más a esa clase de gente —dijo Mme. de Rênal, conservando todavía un poco de aquel aire de frialdad que había suplantado repentinamente a la expresión de una profunda ternura. Aquel cambio de actitud, o más bien el remordimiento por su imprudencia, fue el primer golpe que recibió la ilusión que embargaba a Julián. Y se dijo: «Es buena y dulce, le gusto extraordinariamente, pero se ha educado en el campo enemigo. Ellos temen, sobre todo, a esta clase de hombres de temple que, luego de haber recibido una buena educación, no tienen bastante dinero para emprender una carrera. ¿Qué sería de estos nobles si pudiéramos combatir con las mismas armas? Yo, por ejemplo, alcalde de Verrières, bien intencionado y honrado como lo es en el fondo M. de Rênal, ¿cuánto tardaría en desenmascarar al vicario y a M. Valenod con todas sus bribonadas? ¡Qué pronto triunfaría la justicia en Verrières! Y no sería precisamente el talento de estas personas un obstáculo para mí. Siempre andan a tientas». Aquel día la felicidad de Julián estuvo a punto de ser duradera. Lo que le faltó a nuestro héroe fue la osadía de ser sincero. Debió tener el valor de dar la batalla, pero en aquel mismo instante. Mme. de Rênal se había sorprendido de las palabras de Julián porque las gentes de la sociedad que ella frecuentaba repetían constantemente que cabía la posibilidad de que volviera Robespierre, sobre todo a causa de todos aquellos jóvenes de las clases inferiores con demasiada buena instrucción. La frialdad de Mme. de Rênal duró bastante tiempo, y a Julián le pareció demasiado acentuada. Y es que, después de manifestar su desagrado por aquellas palabras, le acometió el temor de haberle dicho indirectamente algo molesto. Aquel abatimiento se reflejaba vivamente en sus rasgos, tan sencillos y puros cuando era feliz y estaba lejos de los inoportunos. Julián no se atrevió de nuevo a soñar despierto. Más tranquilo y menos enamorado, consideró imprudente ir a ver a Mme. de Rênal a su cuarto. Era

preferible que ella fuera al suyo, pues si un criado la sorprendía corriendo por la casa, siempre habría mil pretextos para explicar la cosa de un modo natural. Pero aquel arreglo también tenía sus inconvenientes. Fouqué había enviado a Julián algunos libros que él, alumno de teología, nunca hubiera podido pedir a un librero. No se atrevía a abrirlos más que por la noche. Muchas veces habría preferido no ser interrumpido por una visita cuya espera, la víspera misma de la escena del huerto, le hubiera tenido en un estado de total incapacidad para la lectura. A Mme. de Rênal le debía el comprender los libros de un modo completamente nuevo. Se había atrevido a hacerle preguntas sobre un cúmulo de pequeños detalles cuya ignorancia supone un obstáculo para la inteligencia de un joven educado fuera de la sociedad, por mucho genio que quiera suponérsele. Aquel aprendizaje del amor, recibido de una mujer sumamente ignorante, fue una ventaja para él. Julián llegó directamente a ver la sociedad tal y como es hoy. Su imaginación no se vio confundida por el relato de lo que fue en otras épocas, hace dos mil años, o sesenta solamente, en tiempos de Voltaire y de Luis XV. Con un gozo indescriptible por su parte, se le cayó una venda de los ojos, y por fin comprendió las cosas que pasaban en Verrières. En primer plano aparecieron las complicadas intrigas urdidas, desde dos años atrás, en torno al prefecto de Besançon. Se apoyaban en cartas llegadas de París y escritas por personalidades ilustres. El objetivo era claro: hacer que M. de Moirod, el hombre más devoto del país, fuese el primer teniente de alcalde de Verrières, y no el segundo. Le hacía la competencia un fabricante muy rico, al cual había que relegar al puesto de segundo teniente de alcalde. Julián comprendió por fin las palabras encubiertas que había captado cuando la alta sociedad local venía a comer a casa de M. de Rênal. Esta sociedad privilegiada tenía todas sus miras puestas en que la elección del primer teniente de alcalde recayera sobre aquel individuo, mientras que el resto de la población, sobre todo los liberales, ni siquiera imaginaba tal posibilidad. La importancia del asunto residía en que, como nadie ignoraba, había que ensanchar en más de nueve pies, por el lado oriental, la calle principal de Verrières, a raíz de su transformación en camino real.

Ahora bien, si M. de Moirod, dueño de tres casas a las que alcanzaba el ensanche, era nombrado primer teniente de alcalde, y, como consecuencia, alcalde, en el caso más que probable de que M. de Rênal fuera elegido diputado, cerraría los ojos, y todos los interesados podrían llevar a cabo, en las casas que se oponían al ensanchamiento de la calle, ciertas reparaciones que las pusieran en condiciones de durar cien años. A pesar de la ferviente piedad y la probidad reconocida a M. de Moirod, estaban seguros de que se mostraría transigente, pues tenía muchos hijos. Entre las casas enclavadas en la parte que debía ensancharse, nueve pertenecían a las familias más distinguidas de Verrières. Para Julián esta intriga era mucho más importante que la historia de la batalla de Fontenoy, cuyo nombre había visto por primera vez en uno de los libros que Fouqué le envió. Había muchas cosas que chocaban a Julián desde que hacía cinco años comenzó a ir por las noches a casa del cura. Pero como las primeras cualidades de un estudiante de teología han de ser la discreción y la humildad, siempre le resultó imposible hacerle preguntas. Un día, Mme. de Rênal daba una orden al criado de su marido, el enemigo de Julián. —Pero, señora —respondió éste con un tono especial—, hoy es el último viernes de mes. —Bueno, vaya —dijo Mme. de Rênal. Al marcharse el criado, Julián, intrigado, comentó: —Ya sé que va a ese pajar que antaño fue una iglesia y que recientemente se ha vuelto a abrir al culto. Pero ¿qué hace allí? Éste es uno de esos misterios que no he podido descifrar nunca. —Se trata de una institución muy saludable, pero muy especial —respondió Mme. de Rênal—. Allí no iten mujeres y lo único que sé es que todo el mundo se tutea. Por ejemplo, mi criado se encontrará allí a M. Valenod, y a este hombre, tan orgulloso y tan necio, no le molestará que Saint-Jean le tutee y le responderá en el mismo tono. Si tiene usted mucho interés en saber lo que allí ocurre, le pediré más detalles a M. de Maugiron y a M. Valenod. Pagamos veinte francos por criado para que no nos corten la cabeza, si llega el caso. El tiempo volaba. El recuerdo de los encantos de su amante distraía a Julián de

su negra ambición. La necesidad de no hablarle de cosas tristes y razonables, puesto que pertenecían a partidos contrarios, contribuía, sin que él se diera cuenta, a la felicidad que le debía y al imperio que ella ejercía sobre él. En los momentos en que la presencia de unos niños demasiado inteligentes les obligaba a no emplear otro lenguaje que el de la fría razón, Julián, con una docilidad perfecta y mirándola con ojos chispeantes de amor, escuchaba sus explicaciones sobre las cosas corrientes del mundo. Algunas veces, cuando Mme. de Rênal se entusiasmaba demasiado contando alguna triquiñuela ingeniosa con ocasión de un ferrocarril o de una contrata, Julián le reñía y ella se permitía con él la misma actitud familiar que con sus hijos. Y es que había días en que se figuraba quererlo como a un hijo. ¿No estaba siempre contestando a sus preguntas inocentes sobre mil cosas sencillas que un niño de buena familia no ignora a los quince años? Pero al cabo de un instante lo iraba como maestro. Su talento llegaba a asustarla. Creía advertir cada día con mayor fuerza al gran hombre futuro en aquel joven clérigo. Lo veía Papa, lo veía primer ministro como Richelieu. —¿Viviré lo suficiente para gozar con tu triunfo? —decía a Julián—. La monarquía, la religión, necesitan de un gran hombre: ahí está tu puesto.

CAPÍTULO XVIII

UN REY EN VERRIÈRES ¹

¿Acaso no servís más que para que os arrojen ahí como un cadáver de pueblo, sin alma y por cuyas venas ya no corre sangre?

Discurso del obispo en la capilla de San Clemente

El 3 de septiembre, a las diez de la noche, un gendarme despertó a todo Verrières recorriendo al galope la calle principal; llevaba la noticia de que Su Majestad el rey de *** llegaría el domingo, y era martes. El prefecto autorizaba, es decir, ordenaba la formación de una guardia de honor; había que desplegar toda la pompa posible. Se expidió un correo a Vergy. M. de Rênal llegó de madrugada y encontró toda la ciudad conmocionada. Todos pedían algo; los menos atareados alquilaban balcones para presenciar la llegada del rey. ¿Quién ostentaría el mando de la guardia de honor? M. de Rênal vio en seguida lo conveniente que sería para las casas enclavadas en el ensanche que el jefe fuera M. de Moirod. Aquello podría ser un mérito a la hora de ocupar el puesto de teniente de alcalde, y, por otra parte, no había ninguna objeción que hacer en cuanto a la lealtad de M. de Moirod, que estaba por encima de toda sospecha. El problema consistía en que nunca había montado a caballo. Era un hombre de treinta y seis años, tímido por demás, que tenía tanto miedo a una caída como al ridículo. El alcalde lo mandó llamar a las cinco de la mañana. —Ya ve usted, señor, que solicito sus consejos como si ya ocupara el puesto al

que todas las gentes honradas le consideran acreedor. En esta desdichada ciudad, las fábricas prosperan, el partido liberal se hace millonario, aspira al poder y sabrá convertir cualquier cosa en un arma a su favor. Velemos por el interés del rey, por el de la monarquía y, ante todo, por el de nuestra santa religión. ¿A quién cree usted que podemos encomendar el mando de la guardia de honor? A pesar del miedo horrible que le producía el caballo, M. de Moirod acabó por aceptar este honor como un martirio. —Sabré adoptar el tono conveniente —dijo al alcalde. Quedaba el tiempo justo para mandar arreglar los uniformes que seis años antes habían servido para rendir honores a un príncipe de sangre real, a su paso por Verrières. A las siete llegó de Vergy Mme. de Rênal con Julián y los niños. Encontró su salón lleno de damas liberales que predicaban la unión entre los partidos y que venían a suplicarle que intercediera ante su esposo para que éste concediese a los suyos un puesto en la guardia de honor. Una de ellas aseguraba que si su marido no era elegido, el dolor lo llevaría a la bancarrota. Mme. de Rênal despidió a aquella gente lo antes que pudo. Parecía estar muy ocupada. A Julián le produjo extrañeza y, más que extrañeza, enfado que ella le ocultara la causa de su preocupación. «Lo preveía —pensaba con amargura—; su amor se desvanece ante la perspectiva de recibir a un rey en su casa. Todo este aparato la deslumbra. Volverá a amarme cuando las ideas de casta no la tengan enloquecida». Y, cosa rara, él la amaba más. Los tapiceros invadían la casa. Él acechó en vano la ocasión de decirle una palabra siquiera. Por fin se encontró con ella cuando salía de su cuarto —el de Julián— con uno de sus trajes en el brazo. Estaban solos. Quiso hablarle, pero ella huyó, negándose a escucharlo. «Soy un necio al amar a semejante mujer; la ambición la vuelve tan loca como a su marido». Lo estaba mucho más, pues uno de los deseos que sentía, y que no se había atrevido a confesar a Julián por miedo a ofenderle, era verle dejar su traje negro, aun cuando sólo fuera por un día. Con una habilidad verdaderamente irable

en mujer tan sencilla, consiguió primero de M. de Moirod y después del subprefecto Maugiron, que nombrase guardia de honor a Julián, anteponiéndole a cinco o seis hijos de fabricantes ricos, de los cuales dos al menos eran de una religiosidad ejemplar. M. Valenod, que pensaba prestar su calesa a las muchachas más bonitas de la ciudad para que la gente pudiera irar sus bellos caballos normandos, consintió en ceder uno de éstos a Julián, el ser a quien aborrecía más en el mundo. Pero todos los guardias de honor tenían ya, o se habían procurado, uno de aquellos hermosos uniformes azul celeste con charreteras plateadas de coronel que habían excitado la iración siete años antes. Mme. de Rênal quería proporcionar a Julián un traje flamante y no disponía más que de cuatro días para pedir y hacer llegar de Besançon el uniforme, las armas, sombrero, etc., todo lo que necesita un guardia de honor. Lo gracioso es que consideraba imprudente mandar hacer el traje en Verrières. Quería sorprenderle a él y a toda la ciudad. Una vez preparada la guardia de honor y el ambiente público, el alcalde tuvo que ocuparse de organizar una gran ceremonia religiosa, pues el rey de *** no quería pasar por Verrières sin visitar la famosa reliquia de san Clemente, que se conserva en Bray-le-Haut, a una legua escasa de la ciudad. Era de desear que el clero estuviera representado en gran número, y éste fue el asunto más difícil de arreglar. M. Maslon, el nuevo sacerdote, quería evitar a toda costa la presencia de M. Chélan. En vano le hizo ver M. de Rênal que no sería prudente. La persona designada para acompañar al rey de ***, el marqués de La Mole, cuyos antepasados fueron gobernadores de la provincia durante mucho tiempo, conocían desde hacía treinta años al padre Chélan. Al llegar a Verrières, sin duda preguntaría por él, y si se enteraba que había caído en desgracia, era hombre capaz de ir a visitarlo con todo su séquito a la casita en que vivía retirado. ¡Qué bofetón! —Me veré deshonrado aquí y en Besançon —respondió el padre Maslon— si figura entre mis clérigos. ¡Un jansenista, cielo santo! —Por mucho que usted diga, querido padre —replicó M. de Rênal—, no expondré a la istración de Verrières a recibir una afrenta de M. de La Mole. No lo conoce usted; en la corte es un modelo de finura, pero aquí en provincias se ha distinguido siempre como satírico insoportable, burlón y amigo de poner a las gentes en aprietos. Es capaz, sólo por divertirse, de dejarnos en ridículo ante los liberales. Hasta la noche del sábado al domingo, después de tres días de discusiones, no se doblegó el orgulloso padre Maslon ante el miedo del alcalde, que poco a poco se

convirtió en valor. Hubo que escribir una carta muy melosa al padre Chélan para rogarle que asistiera a la ceremonia de la reliquia de Bray-le-Haut, siempre que su edad y sus achaques se lo permitieran. M. Chélan solicitó y obtuvo una tarjeta de invitación para Julián, que debía acompañarle en calidad de subdiácono. El domingo, desde muy temprano, las calles de Verrières se inundaron de millares de campesinos llegados de las montañas colindantes. Lucía un sol espléndido. Por fin, hacia las tres, toda aquella multitud se agitó emocionada al divisar una gran hoguera en una de las rocas situadas a dos leguas de Verrières. Aquella señal anunciaba que el rey acababa de entrar en la demarcación del departamento. Inmediatamente, el repique de todas las campanas y las descargas repetidas de un viejo cañón español, propiedad de la villa, dieron cuenta de la alegría por aquel gran acontecimiento. La mitad de la población se subió a los tejados. Todas las mujeres estaban en los balcones. La guardia de honor se puso en movimiento. Todo el mundo iraba los brillantes uniformes. Cada cual reconocía a un pariente, a un amigo. Se burlaban del miedo de M. de Moirod, que a cada paso llevaba la prudente mano al arzón de la silla. Pero un detalle hizo olvidar todo lo demás: el primer jinete de la novena fila era un arrogante mozo, muy delgado, a quien al principio nadie reconoció. Pero pronto todo el mundo fue presa del mismo sentimiento de asombro, exteriorizado por unos con un grito de indignación, y por otros con el más profundo silencio. Todos reconocieron en aquel mozalbete, que montaba uno de los caballos normandos de M. Valenod, al joven Sorel, el hijo del carpintero. La exclamación contra el alcalde fue unánime, sobre todo entre los liberales. ¡De modo que porque aquel obrero disfrazado de curita era preceptor de sus hijos, había tenido la audacia de nombrarlo guardia de honor, en perjuicio de los señores tal y cual, que eran fabricantes ricos. —Estos señores —decía la mujer de un banquero— deberían hacer alguna afrenta a ese joven insolente, nacido en el fango. —Es un cazurro y lleva sable —replicaba el vecino—; sería capaz de marcarles la cara. Los comentarios de la vecindad noble eran más peligrosos. Las señoras se preguntaban si aquella inconveniencia tan notoria sería sólo cosa del alcalde. En general, se hacía justicia al desprecio de éste por la gente de baja extracción. Mientras era objeto de tantos comentarios, Julián se sentía el más feliz de los

hombres. Atrevido por naturaleza, se sostenía a caballo mejor que la mayoría de los jóvenes nacidos en aquella ciudad montañosa. En los ojos de las mujeres leía claramente que se ocupaban de él. Sus charreteras eran nuevas y más brillantes que las demás. Su caballo se encabritaba a cada momento: no cabía en sí de gozo. Su dicha no tuvo límites cuando, al pasar cerca de la antigua muralla, el estampido del cañón hizo saltar a su caballo fuera de la fila. Por casualidad no se cayó, y desde aquel momento se sintió un héroe. Se veía oficial de Napoleón cargando contra una batería. Había otra persona aún más feliz que él. Primero lo vio pasar desde uno de los balcones del Ayuntamiento. Luego subió a su calesa y, dando rápidamente un gran rodeo, llegó a tiempo de estremecerse cuando el caballo le arrastró fuera de la fila. Por último, haciendo que su coche saliera al galope por otra de las puertas de la ciudad, logró alcanzar el camino por donde debía pasar el rey, y pudo seguir a los guardias de honor a veinte pasos de distancia, envuelta en una noble polvareda. Diez mil campesinos gritaron ¡viva el rey! cuando el alcalde tuvo el honor de arengar a Su Majestad. Una hora más tarde, cuando, después de escuchar todos los discursos, el rey se disponía a entrar en la ciudad, el cañón comenzó a disparar unas cuantas salvas precipitadas. Pero esto provocó un accidente, no a los artilleros, que ya se habían ejercitado en Leipzig y en Montmirail, sino al futuro primer teniente de alcalde, M. de Moirod. Su caballo le depositó blandamente en el único charco que había en la carretera, lo que produjo un gran alboroto, pues hubo que sacarlo de allí para que pudiera pasar el coche del rey. Su Majestad se apeó en la hermosa iglesia nueva, adornada aquel día con todas las colgaduras carmesí. El rey comería y en seguida volvería a montar en coche para ir a venerar la célebre reliquia de san Clemente². Apenas llegó el rey a la iglesia, Julián galopó a casa de M. de Rênal. Allí se quitó suspirando su bello traje azul celeste, su sable, sus charreteras, para ponerse de nuevo el traje negro raído. Montó de nuevo a caballo, y en pocos minutos estuvo en Bray-le-Haut, situado en la cumbre de una hermosísima colina. «El entusiasmo multiplica a estos campesinos —pensó Julián—. En Verrières no se puede dar un paso, y aquí, alrededor de esta vieja abadía, hay más de diez mil».

Medio en ruinas por culpa del vandalismo revolucionario, había sido reedificada espléndidamente por la Restauración, y ya se comenzaba a hablar de milagros. Julián se reunió con el padre Chélan, que le riñó mucho y le entregó una sotana y una sobrepelliz. Se vistió rápidamente y siguió a M. Chélan, que se disponía a reunirse con el joven obispo de Agda. Era éste un sobrino de M. de La Mole, nombrado recientemente y a quien habían designado para mostrar la reliquia al rey. Mas no consiguieron encontrarlo. El clero se impacientaba. Esperaba a su jefe en el claustro gótico y sombrío de la antigua abadía. Se habían reunido veinticuatro curas para componer el antiguo cabildo de Bray-le-Haut, que antes de 1789 constaba de veinticuatro canónigos. Después de pasar más de tres cuartos de hora lamentándose de la juventud del obispo, los curas juzgaron conveniente que el decano fuera a buscar a Monseñor para hacerle saber que el rey estaba al llegar y que ya era hora de dirigirse al coro. La avanzada edad de M. Chélan le convertía en decano; a pesar del mal humor con que había recibido a Julián, le hizo seña de que le siguiera. Julián llevaba con mucha soltura la sobrepelliz. Valiéndose de no sé qué medio, propio del tocado eclesiástico, había logrado alisar sus hermosos cabellos rizados, pero, por un olvido que redobló la cólera de M. Chélan, bajo los largos pliegues de la sotana asomaban las espuelas del guardia de honor. Llegados a las dependencias del obispo, unos imponentes lacayos cubiertos de galones apenas se dignaron responder al viejo cura que Monseñor no estaba visible. Se burlaron de él en cuanto trató de explicarles que, en su calidad de decano del noble cabildo de Bray-le-Haut, tenía el privilegio de ser itido en todo momento en la cámara del obispo oficiante. El humor altivo de Julián se sintió molesto por la insolencia de los lacayos. Se puso a recorrer los dormitorios de la antigua abadía empujando cuantas puertas encontraba al paso. Una de ellas, muy pequeña, cedió a sus esfuerzos y se vio de repente en una celda, en medio de los ayudas de cámara de Monseñor, que iban vestidos de negro y llevaban una cadena alrededor del cuello. Al verle entrar tan deprisa, aquellos señores le creyeron enviado por el obispo y le dejaron pasar. Avanzó algunos pasos más y se encontró en una inmensa sala gótica, muy sombría, y toda ella revestida de madera de roble oscuro; a excepción de una, todas las ventanas ojivales del salón estaban tapiadas con ladrillos. Lo burdo de esta obra de albañilería, nada disimulada, hacía un triste contraste con la magnificencia de las maderas. Los dos amplios muros de aquella nave,

célebre entre los anticuarios borgoñeses, y mandada construir en 1470 por Carlos el Temerario en expiación de algún pecado, estaban adornados con grandes sitiales de madera ricamente tallada. Todos los misterios del Apocalipsis se veían allí representados en madera policromada. Aquella magnificencia melancólica, desvirtuada en parte por la vista de los ladrillos desnudos y del yeso aún blanco, impresionó a Julián. Se detuvo silencioso. Al otro extremo del salón, cerca de la única ventana que dejaba penetrar la luz, vio un espejo móvil de caoba. Un joven con traje violeta y sobrepelliz de encaje, pero con la cabeza descubierta, estaba de pie, a tres pasos del espejo. Aquel mueble resultaba algo exótico en tal sitio, y seguramente lo habían traído de la ciudad. Julián creyó notar que aquel joven parecía irritado; con la mano derecha impartía solemnemente bendiciones, dirigiéndose al espejo. «¿Qué significará esto? —pensó—. ¿Será una ceremonia preparatoria la que lleva a cabo este joven sacerdote? Quizá sea el secretario del obispo..., tal vez tan insolente como los lacayos...; pero no importa, probemos». Atravesó la sala con bastante lentitud, siempre con la vista fija en la única ventana y mirando a aquel hombre joven que continuaba impartiendo bendiciones muy despacio, pero en número infinito y sin descansar un momento. A medida que se acercaba, distinguía mejor su expresión enojada. La riqueza de la sobrepelliz de encaje detuvo involuntariamente a Julián a algunos pasos del magnífico espejo. «Debo hablar», pensó; pero la hermosura de la sala le había deslumbrado y se sentía molesto de antemano por las duras frases que le iban a dirigir. El joven lo vio en el espejo, se volvió, y, serenando inmediatamente sus rasgos, le dijo con un dulce tono de voz: —¡Y bien, señor! ¿La han arreglado por fin? Julián se quedó estupefacto. Al volverse hacia él, había visto la cruz pectoral en el pecho de aquel joven: era el obispo de Agda. «¡Tan joven!», pensó Julián. «¡A lo sumo tendrá seis u ocho años más que yo!...».

Se avergonzó de sus espuelas. —Monseñor —respondió tímidamente—, me envía el decano del cabildo, M. Chélan. —¡Ah! Me ha sido muy recomendado —dijo el obispo con un tono cortés que aumentó el deleite de Julián—. Pero perdóneme usted, señor; le había tomado por la persona que tiene que traerme la mitra. La embalaron mal en París y el brocado de plata que lleva en la parte superior ha quedado horriblemente deteriorado. Hará un efecto desastroso —añadió el joven obispo con tristeza—. ¡Y aún me hacen esperar! —Monseñor, si Vuestra Eminencia me lo permite, iré a buscar la mitra. Los hermosos ojos de Julián produjeron su efecto. —Vaya usted, señor —respondió el obispo con una cortesía encantadora—; la necesito inmediatamente. Lamento muchísimo hacer esperar a los señores del cabildo. Cuando Julián llegó a la mitad de la sala, se volvió y advirtió que el obispo seguía impartiendo bendiciones frente al espejo. «¿Qué puede significar esto?», se preguntó Julián. «Se trata sin duda de un preparativo eclesiástico necesario para la ceremonia que se va a celebrar». Al llegar a la celda donde estaban los ayudas de cámara, vio la mitra en sus manos. Cediendo de mala gana a la mirada imperiosa de Julián, aquellos señores le entregaron la mitra de Monseñor. Se sintió orgulloso de llevarla; al atravesar la sala, marchaba lentamente, sosteniéndola con respeto. Encontró al obispo sentado ante el espejo; pero de vez en cuando, su mano derecha, aunque fatigada, seguía dando la bendición. Julián le ayudó a ponerse la mitra. El obispo sacudió la cabeza. —¡Se sostendrá! —dijo a Julián con tono satisfecho—. ¿Quiere usted alejarse un poco? Entonces el obispo se dirigió rápidamente al centro de la sala, y acercándose luego al espejo con paso lento, volvió a adoptar su expresión de enojo y tornó a

la bendiciones. Julián estaba petrificado de asombro; trataba de comprender, pero no se atrevía. El obispo se detuvo, y, mirándolo con una expresión de la que desapareció súbitamente todo vestigio de gravedad, le preguntó: —¿Qué dice usted de mi mitra, señor, me sienta bien? —Muy bien, Monseñor. —¿No estará demasiado echada hacia atrás? Porque, si así fuera, produciría un pésimo efecto; pero tampoco conviene llevarla sobre los ojos, como si fuera un chacó de oficial. —A mí me parece que está muy bien. —El rey de *** está habituado a un clero venerable y seguramente muy serio. No quisiera, especialmente a causa de mi edad, aparentar ligereza. Y el obispo volvió a emprender el paseo impartiendo bendiciones. «Está claro —pensó Julián, atreviéndose por fin a comprender—. Ensaya la manera de dar la bendición». Pasados algunos momentos, dijo el obispo: —Estoy preparado. Puede usted ir a avisar al decano y a los señores del cabildo. Poco después entró M. Chélan, seguido de los dos sacerdotes de más edad, por una gran puerta magníficamente tallada que Julián no había visto. Pero esta vez éste se quedó en su puesto, el último de todos, y sólo pudo ver al obispo por encima de los hombros de los eclesiásticos que se agolpaban en aquella puerta. El obispo atravesó la sala lentamente. Cuando llegó al umbral, los curas formaron en procesión. Después de un momento de desorden, la procesión se puso en marcha entonando un salmo. El obispo iba el último, entre M. Chélan y otro cura muy viejo. Julián consiguió colocarse cerca de Monseñor en su calidad de ayudante del padre Chélan. Recorrieron las largas galerías de la abadía de Bray-le-Haut, que, a pesar del sol espléndido, estaban sombrías y húmedas. Por fin llegaron al pórtico del claustro. Julián estaba fascinado con tan hermosa

ceremonia. En su corazón trababan seria lucha la ambición, reavivada por la juventud del obispo, y la sensibilidad y exquisita cortesía de este prelado, una cortesía, por cierto, que no se parecía en nada a la de M. de Rênal, ni siquiera en sus mejores días. «Cuanto más se acerca uno a los primeros rangos de la sociedad —pensaba Julián—, mejores modales se encuentra uno». Entraban ya a la iglesia por una puertecilla lateral. De repente, un estruendo formidable hizo retemblar las antiguas bóvedas; Julián creyó que se desplomaban. Era otra vez el cañón, que, arrastrado por ocho caballos al galope, acababa de llegar y, colocado en batería por los artilleros de Leipzig, disparaba cinco cañonazos por minuto; ni más ni menos que si tuviera delante a los prusianos. Pero aquel ruido irable no produjo ningún efecto en Julián; ya no pensaba en la gloria militar ni en Napoleón. «¡Tan joven y ya obispo de Agda! —pensaba—. Pero ¿dónde está Agda? y ¿qué renta producirá? Quizá doscientos o trescientos mil francos». Los lacayos de Monseñor aparecieron trayendo un magnífico palio. M. Chélan cogió una de las varas; pero en realidad quien la llevaba era Julián. El obispo se colocó debajo. Realmente había conseguido parecer viejo; la iración de nuestro héroe no tuvo límites. «¡Qué no se conseguirá con pericia!», pensó. El rey entró. Julián tuvo la suerte de verlo muy de cerca. El obispo le dirigió una pequeña plática llena de unción, y sin omitir cierto matiz de azoramiento muy cortés para Su Majestad. No repetiremos la descripción de las ceremonias de Bray-le-Haut, que llenaron las columnas de los periódicos locales durante una quincena. Julián supo, por el discurso del obispo, que el rey descendía de Carlos el Temerario. Más tarde entró en las funciones de Julián verificar las cuentas de lo que había costado aquella ceremonia. M. de La Mole, que había proporcionado un obispado a su sobrino, quiso brindarle la galantería de pagar todos los gastos. Sólo la ceremonia de Bray-le-Haut le costó tres mil ochocientos francos.

Después del discurso del obispo y la contestación del rey, Su Majestad se colocó bajo el palio y se arrodilló muy devotamente en un almohadón cerca del altar. El coro estaba rodeado de sitiales, colocados dos escalones más altos que el suelo. En el último de estos escalones, a los pies de M. Chélan, estaba sentado Julián, más o menos como lo estaría un caudatario junto a su cardenal en la Capilla Sixtina de Roma. Hubo un Te Deum, nubes de incienso, infinitas descargas de mosquetería y artillería; los campesinos estaban ebrios de felicidad y de devoción. Una jornada así arruina la obra de cien números de los periódicos jacobinos. Julián estaba a seis pasos del rey, que oraba con fervor. Se fijó, por primera vez, en un hombre pequeño, de mirada espiritual, que vestía un traje casi sin bordados. Pero sobre aquel traje sencillo llevaba un cordón azul celeste. Estaba situado mucho más cerca del rey que la mayoría de aquellos señores con uniformes tan bordados de oro que, según la expresión de Julián, no se veía el paño. Poco después supo que era M. de La Mole. Le pareció que tenía un aspecto altivo y casi insolente. «Seguro que este marqués no será tan afable como nuestro apuesto obispo. El estado eclesiástico confiere dulzura y sabiduría, es indudable. Pero el rey ha venido a venerar la reliquia, y yo no la veo por ninguna parte. ¿Dónde estará san Clemente?». Un clérigo que estaba junto a él le explicó que la venerable reliquia estaba en la parte alta del edificio, en una capilla ardiente. «¿Qué será una capilla ardiente?», se preguntó Julián. Pero no quiso pedir explicaciones sobre ello. Su atención se hizo más intensa. En caso de la visita de un príncipe soberano, la etiqueta dispone que los canónigos no acompañen al obispo. Sin embargo, al ponerse en marcha hacia la capilla ardiente, Monseñor de Agda llamó al padre Chélan; Julián se atrevió a seguirle. Después de subir una larga escalera, llegaron a una puerta pequeñísima, cuyo dintel gótico tenía dorados magníficos. Aquella obra parecía hecha el día anterior.

Ante la puerta, de rodillas, se hallaban veinticuatro jóvenes pertenecientes a las familias más distinguidas de Verrières. Antes de abrirla, el obispo se arrodilló, a su vez, en medio de aquellas muchachas, todas muy bonitas. Mientras rezaba en voz alta, ellas no se cansaban de irar sus preciosos encajes, su simpatía, su semblante tan joven y tan dulce. Tal espectáculo hizo perder a nuestro héroe lo poco de razón que le quedaba. En aquel momento se hubiera batido de buena fe por la Inquisición. De pronto se abrió la puerta. La capilla se inundó de luz. En el altar ardían más de mil cirios divididos en ocho hileras separadas por ramos de flores. Por la puerta del santuario emergían suaves vaharadas del más puro incienso. La capilla, recién dorada, era muy pequeña, pero de techumbre muy alta. Julián notó que algunos de los cirios que había en el altar medían más de quince pies de altura. Las jóvenes no pudieron contener un grito de iración. En el pequeño atrio de la capilla sólo se había itido a las veinticuatro jóvenes, los dos curas y Julián. Inmediatamente llegó el rey, seguido solamente por M. de La Mole y por su gran chambelán. La guardia permaneció fuera, de rodillas, presentando armas. Su Majestad, más que arrodillarse, se precipitó sobre el reclinatorio. Fue entonces cuando Julián, pegado contra la dorada puerta, vislumbró la estatua de san Clemente por debajo del brazo desnudo de una de las muchachas. Estaba oculta bajo el altar, en uniforme de soldado romano. Tenía una profunda herida en el cuello, de donde parecía que brotaba la sangre. Era una verdadera obra maestra, con sus ojos agonizantes, medio cerrados, llenos de gracia. Un bigote incipiente adornaba aquella boca encantadora que, entreabierta, parecía como si orase. Al verla, la muchacha que estaba junto a Julián rompió a llorar y una de sus lágrimas cayó en la mano de éste. Después de unos minutos de adoración en el más profundo silencio, sólo turbado por el lejano sonido de las campanas de todos los pueblos en diez leguas a la redonda, el obispo de Agda pidió la venia al rey para hablar. Terminó su plática, breve pero muy conmovedora, con unas palabras sencillas, y, por lo mismo, de efecto más seguro. —No olvidéis nunca, jóvenes cristianas, que habéis visto a uno de los reyes más grandes de la tierra prosternado ante los servidores de este Dios omnipotente y terrible. Estos servidores débiles, perseguidos, asesinados en la tierra, como lo podéis ver por la herida aún sangrante de san Clemente, triunfan en el Cielo.

¿Verdad, jóvenes cristianas, que recordaréis siempre este día y odiaréis la impiedad? ¿Verdad que seréis fieles eternamente a este Dios tan grande, tan terrible, pero tan bondadoso? Pronunciadas estas palabras, el obispo se levantó con ademán autoritario. —¿Me lo prometéis? —dijo, alargando el brazo con aire inspirado. —Lo prometemos —contestaron las jóvenes, rompiendo a llorar. —Recibo vuestra promesa en nombre del Dios terrible —añadió el obispo con voz tonante. Y la ceremonia se dio por terminada. Hasta el rey lloraba. Pasó bastante tiempo antes de que Julián recobrara la suficiente sangre fría para preguntar dónde estaban los huesos del santo, que un día enviaran de Roma a Felipe el Bueno, duque de Borgoña. Le dijeron que estaban ocultos dentro de la preciosa figura de cera. Su Majestad se dignó permitir a las jóvenes que lo habían acompañado en la capilla que llevasen una cinta roja, y en ella, bordadas, las palabras: «ODIO AL IMPÍO. ADORACIÓN PERPETUA». M. de La Mole mandó repartir diez mil botellas de vino entre los campesinos. Aquella noche, los liberales de Verrières hallaron una razón para iluminar cien veces mejor que los monárquicos. Antes de partir, el rey fue a visitar a M. de Moirod.

CAPÍTULO XIX

PENSAR HACE SUFRIR

Lo grotesco de los sucesos cotidianos impide ver la verdadera desdicha de las pasiones.

BARNAVE

Al volver a colocar los muebles habituales en la habitación que había ocupado M. de La Mole, Julián encontró una hoja de papel muy grueso doblado en cuatro. Leyó al pie de la primera página: «A S. E. el marqués de La Mole, par de Francia, caballero de las órdenes del rey, etc.». Era una solicitud escrita con letra grande de cocinera.

«Señor marqués: »Toda mi vida he tenido principios religiosos. Estaba en Lyon expuesto a las bombas cuando el sitio del 93, de execrable memoria. Voy todos los domingos a la misa de la parroquia y comulgo. Nunca he faltado al precepto pascual, ni aun en el 93, de execrable memoria. Mi cocinera —yo tenía criados antes de la revolución—, mi cocinera, siguiendo el precepto de la vigilia, no me sirve carne los viernes. En Verrières gozo de la consideración general, me atrevo a decir que merecida. Ocupo sitio bajo palio en las procesiones, junto al alcalde y al señor cura. En las grandes solemnidades llevo un cirio de los más gruesos, que pago de mi bolsillo. De tales hechos existen certificados en París, en el ministerio de

Hacienda. Y por todo ello, me atrevo a solicitar del señor marqués el despacho de lotería de Verrières, que pronto quedará vacante de uno u otro modo, ya que su actual titular está muy enfermo, y además vota en contra del partido del orden en las elecciones, etcétera.

De Cholin».

Al margen de aquella solicitud, venía una apostilla que llevaba la firma De Moirod, y que comenzaba así: «Ya tuve el honor de hablarle aller del individuo que dirige esta petición, etc.». «Así que hasta el imbécil de Cholin me indica el camino que debe seguirse», se dijo Julián. A los ocho días de pasar el rey de *** por Verrières, de todas las innumerables mentiras, las interpretaciones ridículas, las discusiones estúpidas, etc., etc., de que habían sido objeto sucesivamente el rey, el obispo de Agda, el marqués de La Mole, las diez mil botellas de vino, la desgraciada caída de Moirod —que con la esperanza de conseguir una cruz no salió de casa hasta un mes después de ésta —, lo único que perduraba era la extremada indecencia de haber colado en la guardia de honor a Julián Sorel, el hijo de un carpintero. Había que oír hablar de este asunto a todos los ricos fabricantes de telas estampadas que, de la mañana a la noche, enronquecían en los cafés predicando la igualdad. La autora de semejante abominación había sido aquella mujer altiva, Mme. de Rênal. ¿El motivo? De sobra lo pregonaban los bellos ojos y el cutis fresco del curita Sorel. Poco después de volver a Vergy, Estanislao Javier, el más pequeño de los niños, se puso enfermo con fiebre. Mme. de Rênal se sintió invadida por atroces remordimientos. Por primera vez se reprochó conscientemente su amor; parecía comprender, como por milagro, el alcance de la falta en que había incurrido. Aunque era profundamente religiosa, hasta aquel momento no se había dado cuenta de la magnitud de su crimen ante los ojos de Dios¹. Antaño, en el convento del Sagrado Corazón, había adorado a Dios con pasión;

igualmente lo temió en esta circunstancia. Los combates que desgarraban su alma eran tanto más terribles cuanto que no había nada razonable en su temor. Julián advirtió que cualquier razonamiento la irritaba en lugar de calmarla; le parecía el lenguaje del infierno. Sin embargo, como Julián quería también mucho a Estanislao, le dio mejor resultado hablarle de la enfermedad del pequeño. No tardó ésta en agravarse, y el constante remordimiento privó a Mme. de Rênal hasta de la facultad de dormir; no salía de un silencio huraño: si hubiera abierto la boca, habría sido para confesar su delito ante Dios y ante los hombres. —Le suplico —le decía Julián cuando se encontraban solos— que no hable con nadie; que yo sea el único confidente de sus penas. Si aún me ama, no diga nada; sus palabras no pueden quitarle la fiebre a nuestro Estanislao. Pero sus consuelos no producían efecto alguno. Él no sabía que a Mme. de Rênal se le había metido en la cabeza que, para calmar la cólera del Dios justiciero, le sería preciso odiar a Julián o ver morir a su hijo. Y era tan desgraciada porque se daba cuenta de que nunca podría odiar a su amante. —Aléjese de mí —dijo un día a Julián—; en nombre de Dios, márchese de esta casa: su presencia aquí es lo que está matando a mi hijo. —Dios me castiga —añadió en voz baja—. Es justo. Reconozco su equidad. ¡Mi crimen es horrible y vivía sin remordimientos! Es la primera señal del abandono de Dios; merezco doble castigo. Julián se conmovió profundamente. En aquel arrebato no podía haber exageración ni hipocresía. «Cree que mata a su hijo amándome, y, sin embargo, la desgraciada me ama más que a su hijo. Sin duda es este remordimiento el que la destroza; que me digan si esto no es grandeza de sentimientos. Pero ¿cómo habré podido inspirar tal amor, yo, tan pobre, tan ignorante, tan de baja crianza, y a veces tan rudo de modales?». Una noche la salud del niño se agravó extraordinariamente. Hacia las dos de la mañana fue a verlo M. de Rênal. La criatura, devorada por la fiebre, estaba roja y no reconoció a su padre. De repente, Mme. de Rênal se echó a los pies de su marido: Julián pensó que iba a contárselo todo y a perderse para siempre. Afortunadamente, aquel gesto singular importunó a M. de Rênal. —¡Adiós, adiós! —dijo marchándose.

—No; escúchame —gritó su mujer de rodillas ante él tratando de retenerle—. Quiero que sepas la verdad. Yo soy la que mata a mi hijo. Le he dado la vida y se la estoy quitando. El cielo me castiga: a los ojos de Dios soy culpable de asesinato. Debo perderme y humillarme; quizá este sacrificio apacigüe la cólera de Dios. Si M. de Rênal hubiera sido un hombre con imaginación, se habría dado cuenta de todo. —Romanticismos —exclamó apartando a su mujer, que trataba de abrazarse a sus rodillas—. ¡Ideas novelescas! Julián, llame usted al médico en cuanto amanezca. Y se volvió a acostar. Mme. de Rênal cayó de rodillas, medio desvanecida, rechazando con un movimiento convulsivo a Julián cuando éste se acercó a socorrerla. Julián se quedó asombrado. «¡De modo que esto es el adulterio! —pensó—. ¿Será posible que todos esos curas tan bribones... tengan razón? ¿Tendrán acaso el privilegio de conocer la verdadera teoría del pecado, ellos que cometen tantos? ¡Qué cosa tan rara!». Hacía veinte minutos que M. de Rênal se había retirado y aún veía Julián a la mujer que amaba con la cabeza recostada en la camita del niño, inmóvil y casi sin conocimiento. «He aquí una mujer de inteligencia superior, reducida al colmo de la desgracia por haberme conocido —se dijo—. Las horas pasan rápidamente. ¿Qué podría yo hacer por ella? Hay que tomar una decisión. Ya no se trata de mí. ¿Qué me importan los hombres y sus vulgares mentiras? ¿Qué puedo hacer por ella?... ¿Dejarla? Pero la dejo sola, presa del más espantoso dolor. El autómata del marido la daña más que la beneficia. Le dirá alguna palabra dura a fuerza de ser grosero; puede volverse loca y tirarse por el balcón. Si la dejo, si renuncio a seguir velando por ella, lo confesará todo. Y ¡quién sabe!; quizá le arme un escándalo a pesar de la herencia que piensa recibir de ella. También puede que se le ocurra contárselo todo a ese c... de padre Maslon, que toma la enfermedad de un niño de seis años como pretexto para no moverse de esta casa, con toda la intención. En su dolor y su temor de Dios, ella olvida todo lo que sabe del hombre; sólo ve al sacerdote».

—Vete —le dijo de pronto Mme. de Rênal abriendo los ojos. —Daría mil veces la vida por saber lo que puede serte útil —respondió Julián—; nunca te he amado tanto, ángel mío, o mejor dicho, es solamente ahora cuando comienzo a adorarte como mereces. ¡Qué sería de mí lejos de ti, sabiendo que eres desgraciada por mi culpa! Pero dejemos ahora a un lado mis sufrimientos. Me marcharé, sí, amor mío. Pero si me marcho, si dejo de velar por ti, de estar siempre entre tú y tu marido, le confesarás todo y te perderás. Piensa que te echará de su casa de modo ignominioso; en todo Verrières, en todo Besançon se hablará de este escándalo. Todo el mundo te denigrará y nunca podrás rehabilitarte de semejante vergüenza... —Es lo que deseo —exclamó ella poniéndose de pie—. Sufriré; tanto mejor. —Pero con este escándalo abominable también le harás desgraciado a él. —Pero me humillaré yo, me hundiré en el fango, y quizá así salve a mi hijo. ¿No es acaso una penitencia pública semejante humillación a los ojos de todos? Y hasta donde creo que alcanza mi pobre criterio, ¿no es éste el mayor sacrificio que puedo ofrecer a Dios?... Tal vez Él se digne aceptarlo y me deje a mi hijo. Indícame otra mortificación más penosa y me la impondré sin vacilar. —Déjame a mí castigarme. Yo también soy culpable. ¿Quieres que me retire a la Trapa? La austeridad de aquella vida puede calmar la cólera de tu Dios... ¡Ah cielos, si yo pudiera tomar para mí la enfermedad de Estanislao...! —¡Tú también le quieres! —exclamó Mme. de Rênal levantándose y arrojándose en sus brazos. Pero casi automáticamente lo rechazó horrorizada. —¡Te creo! ¡Te creo! —exclamó después de volver a arrodillarse—. ¡Mi único amigo! ¿Por qué no serás el padre de Estanislao? Entonces no sería un pecado abominable quererte más que a mi hijo. —¿Me permites que me quede y que de ahora en adelante te quiera como un hermano? Ésta es la única expiación razonable que puede apaciguar la cólera del Altísimo. —¿Y yo? —replicó ella levantándose y tomando entre sus manos la cabeza de

Julián, que mantuvo a distancia, mirándola fijamente—. ¿Te querré como a un hermano? ¿Podré amarte como a un hermano? Julián rompió a llorar. —Te obedeceré —dijo cayendo a sus pies—; te obedeceré en todo lo que me ordenes; es lo único que me queda por hacer. Mi espíritu está ciego; no sé qué camino seguir. Si te dejo, le confiesas todo a tu marido y te pierdes con él. Después de tal ridículo, nunca sería diputado. Si me quedo, me crees causa de la muerte de tu hijo y mueres de pena. ¿Quieres probar los efectos de mi ausencia? Si te parece bien, expiaré nuestro pecado marchándome durante ocho días. Iré a pasarlos donde a ti te parezca: En la abadía de Bray-le-Haut, por ejemplo; pero has de jurarme que durante mi ausencia no dirás nada a tu marido. Piensa que, si hablas, no podré volver nunca más. Ella prometió y él se marchó. Pero al cabo de dos días lo mandó llamar. —Me es imposible mantener mi juramento sin ti. Se lo contaré todo a mi marido si tú no estás a mi lado ordenándome con la vista que me calle. Cada hora de esta abominable existencia me parece un día. Por fin, el cielo se apiadó de aquella madre desdichada. Poco a poco, Estanislao fue saliendo de peligro. Pero se había roto el hielo; su razón había comprendido todo el alcance de su pecado, y ya no pudo recobrar el equilibrio. Los remordimientos permanecieron en pie y fueron enseñoreándose de un alma tan sincera. Su vida fue el cielo y el infierno: el infierno, cuando no veía a Julián; el cielo, cuando estaba a sus pies. —No me hago ilusiones —le decía incluso en los momentos en que se atrevía a entregarse por entero a su amor—, estoy condenada, irremisiblemente condenada. Tú eres joven, tú has cedido a mi seducción; el cielo puede perdonarte... Pero yo estoy condenada. Y lo deduzco de un detalle infalible: tengo miedo; y ¿quién no lo tendría ante la perspectiva del infierno? Pero en el fondo no me arrepiento. Si me pusiera en el caso de nuevo, volvería a cometer la misma falta. Sólo pido a Dios que no me castigue en este mundo o en mis hijos, y con ello tendré mucho más de lo que merezco. Pero tú, al menos, Julián — decía en otros momentos—, ¿eres feliz? ¿Crees que te quiero bastante? La desconfianza y el dolorido orgullo de Julián, que necesitaba sobre todo un amor capaz del sacrificio, no resistieron a la contemplación de uno tan grande,

tan indudable y renovado, además, cada instante. Adoraba a Mme. de Rênal. «A pesar de ser noble, y yo hijo de un obrero, me ama... No soy para ella un criado que desempeña las funciones de amante». Descartado este recelo, Julián se entregó a todas las locuras del amor, a todas sus mortales incertidumbres. —Por lo menos —decía ella viendo sus dudas—, que te haga muy feliz durante los pocos días que hayamos de pasar juntos. Apresurémonos; mañana quizá no sea tuya. Si el cielo me castiga en uno de mis hijos, sería inútil que intentara vivir sólo para amarte, que me empeñara en no ver que lo que los mataba era mi crimen. No podría sobrevivir a un golpe semejante. Aun cuando quisiera, no podría, me volvería loca. ¡Si yo pudiera hacer recaer sobre mí tu pecado del mismo modo que tú me ofrecías tan generosamente hacer tuya la fiebre abrasadora de Estanislao! Esta gran crisis moral cambió la naturaleza de los sentimientos que unían a Julián con su amante. Su amor no fue ya únicamente iración por la belleza, orgullo de poseerla. Su dicha era ahora de una naturaleza superior; la llama que los devoraba se tornó más intensa. Tenían momentos de verdadera locura. Su felicidad hubiera parecido mucho mayor a los ojos del mundo. Pero no volvieron a gozar de la serenidad deliciosa, de la felicidad sin nubes, de la dicha fácil de la primera época de sus amores, cuando el único temor de Mme. de Rênal era que Julián no la quisiera bastante. Su felicidad tenía a veces la fisonomía del delito. En los ratos más felices y más tranquilos en apariencia, Mme. de Rênal solía exclamar de pronto, estrechando la mano de Julián con movimiento convulsivo: —¡Dios mío! ¡Veo el infierno! ¡Qué suplicios más atroces! ¡Y qué merecidos los tengo! Y buscaba refugio en él, adhiriéndose a su cuerpo como la hiedra al muro. Julián trataba en vano de calmar su agitación. Ella le cogía la mano y se la cubría de besos. Luego volvía a caer en una especie de ensueño sombrío y repetía: —El infierno sería una gracia para mí; aún pasaría algunos días con él en la tierra; pero el infierno en este mundo, la muerte de mis hijos... Y, sin embargo, puede que por este precio se perdonara mi culpa... ¡Dios santo! No me concedas el perdón a este precio. Estos pobres niños no te han ofendido; yo soy la única culpable: amo a un hombre que no es mi marido.

Julián veía otras veces que Mme. de Rênal tenía ratos más tranquilos en apariencia. Trataba de dominarse, no quería envenenar la vida de su amado. En medio de aquellas alternativas de amor, de remordimiento y de placer, los días pasaban para ellos como un relámpago. Julián perdió el hábito de reflexionar. Elisa se fue a Verrières para seguir un pleito que tenía. Encontró a M. Valenod muy molesto con Julián. Ella, que odiaba al preceptor, le hablaba de él siempre que tenía ocasión. —Me perdería usted si dijese la verdad —dijo un día a M. Valenod—. Los señores siempre están de acuerdo entre sí cuando se trata de cuestiones importantes... No suelen perdonar a los pobres criados ciertas delaciones. Después de estas frases, corrientes en un caso así y que la impaciente curiosidad de M. Valenod supo abreviar cuanto pudo, se enteró éste de una cosa extremadamente mortificante para su amor propio. Aquella mujer, la más distinguida de la comarca, a la que había hecho asiduamente la corte durante seis años y, por desgracia, a la vista de todo el mundo; aquella mujer tan orgullosa, cuyos desdenes le habían hecho sofocarse más de una vez, acababa de tomar como amante a un obrerillo cualquiera disfrazado de preceptor. Y para que no faltase nada al despecho del director del asilo, Mme. de Rênal adoraba a aquel amante. —Y no vaya a creer —añadía la doncella con un suspiro— que el preceptor se ha molestado en lo más mínimo para hacer semejante conquista, ni que ha abandonado siquiera un momento su frialdad habitual con la señora. Elisa había adquirido la confirmación de sus sospechas en el campo, pero suponía que aquella intriga databa de mucho más atrás. —Seguramente, por esto se negó a casarse conmigo —añadió despechada—. Y yo, ¡imbécil de mí!, que fui a consultar a Mme. de Rênal, e incluso le rogué que hablara con el preceptor. Aquella misma noche M. de Rênal recibió, al mismo tiempo que el periódico, una carta anónima en la que se le informaba al detalle de lo que ocurría en su casa. Julián advirtió cómo palidecía al leer aquella carta escrita en papel azulado,

y le dirigía miradas siniestras. El alcalde no pudo recobrarse de su turbación en toda la velada. Y en vano intentó Julián halagarlo pidiéndole datos sobre la genealogía de las mejores familias de Borgoña.

CAPÍTULO XX

LAS CARTAS ANÓNIMAS

Do not give dalliance Too much the rein; the strongest oaths are straw To the fire I’the blood¹.

La tempestad

Al salir del salón, a eso de la media noche, Julián tuvo tiempo de decir a su amiga: —No nos veamos esta noche; tu marido sospecha. Juraría que la carta que estaba leyendo mientras suspiraba, es un anónimo. Afortunadamente, Julián se encerraba con llave en su cuarto. Mme. de Rênal tuvo la absurda idea de que aquella advertencia era sólo un pretexto para no verla. Perdió por completo la cabeza, y a la hora de costumbre se acercó a su puerta. Julián, que oyó ruido en el pasillo, apagó la luz inmediatamente. Notó que alguien hacía esfuerzos para abrir. ¿Sería Mme. de Rênal? ¿Sería el marido celoso? Al día siguiente, muy temprano, la cocinera, que protegía a Julián, le llevó un libro en cuya cubierta leyó estas palabras, escritas en italiano: «Guardate alla pagina 130». Julián se estremeció ante aquella imprudencia. Buscó la página 130 y encontró en ella, prendida con un alfiler, la carta siguiente, escrita a toda prisa, bañada en

lágrimas, y sin prestar la menor atención a la ortografía; y como, por regla general, Mme. de Rênal escribía muy bien, aquel detalle conmovió al preceptor y por un instante olvidó semejante temeridad. «No has querido recibirme esta noche. Hay momentos en que me parece que no he llegado a leer en el fondo de tu alma. Tus miradas me asustan. Tengo miedo de ti. ¡Dios mío! ¿Será que nunca me has amado? En este caso, que mi marido descubra nuestros amores y que me encierre en una cárcel, en el campo, lejos de mis hijos. Puede que ésta sea la voluntad de Dios. »Me moriré pronto. Pero tú serás un monstruo. ¿Es que no me amas? ¿Estás cansado de mis locuras, de mis remordimientos, impío? ¿Quieres perderme? Te proporcionaré un medio bien fácil. Ve y enseña esta carta por todo Verrières, o, mejor, enséñasela solamente a M. Valenod. Dile que te amo; pero no, no pronuncies tal blasfemia; dile que te adoro, que yo no había empezado a vivir hasta el día en que te conocí, que ni en los momentos más locos de mi juventud llegué a soñar con la felicidad que te debo; que te he sacrificado mi vida y que te sacrifico mi alma. Tú sabes bien que te sacrifico mucho más que esto. »Pero, ¿qué sabe ese hombre de sacrificios? Dile, díselo para irritarle, que desafío a todos los malvados, y que en el mundo no existe para mí más que una desgracia: la de ver transformarse los sentimientos del hombre que me sujeta a la vida. ¡Qué dicha para mí perderla, ofrecerla en sacrificio y no temer más por mis hijos! »No lo dudes, querido mío; si hay alguna carta anónima, no puede provenir más que de ese ser odioso, que durante seis años me ha perseguido con su vozarrón relatándome sus proezas hípicas, haciendo alarde de fatuidad con la sempiterna enumeración de todas sus virtudes. »¿Existe una carta anónima? De esto quisiera discutir contigo, infame; pero no, has hecho bien. Estrechándote entre mis brazos, quizá por última vez, no hubiera podido discutir serenamente como lo hago estando sola. En adelante, nuestra dicha no será tan fácil. ¿Será una contrariedad para ti? Posiblemente así ocurrirá los días en que Fouqué no te haya enviado un libro divertido. El sacrificio está hecho; exista o no un anónimo, mañana diré a mi marido que yo también he recibido uno y que es menester tenderte sin tardanza un puente de plata, buscar un pretexto decoroso y mandarte sin más con tu familia.

»¡Ay, amigo mío! Estaremos separados quince días o un mes. Quiero hacerte justicia y pensar que sufrirás tanto como yo. Pero es el único medio de contrarrestar el efecto de esa carta anónima, que no es la primera que mi marido recibe a cuenta mía. Pero ¡cómo me reía de ellas entonces! »Mi plan consiste en hacer creer a mi marido que el anónimo proviene de M. Valenod, cosa que por mi parte no dudo. Si te marchas, no dejes de ir a establecerte en Verrières. Yo me las ingeniaré de tal modo que a mi marido se le ocurra la idea de ir allí unos días para demostrar a los murmuradores que estamos en la mejor armonía. Una vez en Verrières, entabla amistad con todo el mundo, incluso con los liberales. Yo sé que todas las señoras te agasajarán. »Y no vayas a enfadarte con M. Valenod, ni a romperle la cara, como decías una vez; al contrario, sé con él muy amable. Lo esencial es que en Verrières crean que vas a entrar en casa de Valenod, o en la de cualquier otro personaje, como preceptor de sus hijos. »Eso es lo que mi marido no consentirá. Y aun cuando llegara a consentirlo, por lo menos te quedarías en Verrières y te vería alguna vez. Mis hijos, que tanto te quieren, irán a verte. ¡Dios santo! Creo que quiero más a mis hijos porque te quieren. ¡Qué remordimiento! ¿En qué acabará todo esto?... Desvarío... En fin, tú ya comprendes cuál ha de ser tu conducta: sé afable, cortés, nada despectivo con estos personajes groseros; te lo pido de rodillas; ellos van a ser los árbitros de nuestra suerte. No dudes ni un momento de que mi marido obrará con respecto a ti conforme le dicte la opinión pública. »Tú mismo vas a proporcionarme la carta anónima: ármate de paciencia y de unas tijeras. Recorta de un libro las palabras que yo te diga, pégalas luego con cola en la hoja de papel azulado que te envío: es de M. Valenod. Como es seguro que harán un registro en tu cuarto, quema el libro mutilado. Si no encuentras las palabras apropiadas completas, ten la paciencia de componerlas letra por letra. Para ahorrarte trabajo, he hecho muy breve la carta. Si ya no me amas, como sospecho, ¡qué larga debe parecerte la mía!

CARTA ANÓNIMA

Señora: Estamos al tanto de todos sus enredos; pero las personas que tienen interés en evitarlos están advertidas. Por un resto de simpatía hacia usted, le aconsejo que se deshaga totalmente del campesinillo. Si es usted lo bastante sensata para hacer esto, su marido creerá que el aviso que recibió es falso, y nadie lo sacará de su error. Piense usted que soy dueño de su secreto. Tiemble, desdichada. A partir de ahora tendrá que andar derecha delante de mí.

»En cuanto termines de pegar las palabras que componen esta carta (¿reconoces en ella el modo de hablar del director?), sal de casa, que yo me dirigiré a tu encuentro. »Iré al pueblo y volveré con el semblante alterado, y en efecto lo estaré, y mucho. ¡Dios santo! A lo que me expongo, y todo porque tú has creído adivinar una carta anónima. Luego, con un aspecto desolado, enseñaré esta carta a mi marido, diciéndole que me la entregó un desconocido. Tú vete a pasear con los niños al camino del bosque, y no vuelvas hasta la hora de comer. »Desde lo alto de las rocas puedes divisar la torre del palomar. Si nuestros asuntos van bien, pondré en ella un pañuelo blanco; en el caso contrario, no verás nada. »¿Encontrará tu corazón ingrato la manera de decirme que me quiere antes de marcharte de paseo? Ocurra lo que ocurra, ten la seguridad de una cosa: No podría sobrevivir ni un día a nuestra separación definitiva. ¡Ah, mala madre! Acabo de escribir dos palabras vanas, querido Julián. No las siento; en este momento no puedo pensar más que en ti, y las he escrito sólo para que tú no me censures. Ahora que me veo a punto de perderte, ¿a qué viene disimular? Sí; aunque mi alma pueda parecerte atroz, no quiero mentir delante del hombre que adoro. Demasiado he engañado en mi vida. Te perdono si no me quieres ya. No tengo tiempo de releer mi carta. Poca cosa es para mí pagar con la vida los días felices que he pasado en tus brazos. Ya sabes tú que me han de costar mucho más».

CAPÍTULO XXI

DIÁLOGO CON UN AMO

Alas, our frailty is the cause, not we: For such as we are made of, such we be¹.

Twelfth night

Con un placer infantil estuvo Julián reuniendo palabras durante una hora. Al salir de su cuarto encontró a sus discípulos con su madre, la cual cogió la carta con una naturalidad y un valor cuya calma le asustaron. —¿Está bien seco el engrudo? —le preguntó. «¿Es ésta la mujer a quien el remordimiento hacía enloquecer? —pensó él—. ¿Cuáles son en este momento sus proyectos?». Era demasiado orgulloso para preguntárselo, pero quizá nunca le había gustado tanto como ahora. —Si este asunto me sale mal —añadió ella con la misma sangre fría—, me lo quitarán todo. Entierra esto en algún rincón de la montaña; quizá sea mi único recurso algún día. Y le entregó un estuche de tafilete rojo, con tapa de cristal, lleno de oro y con unos cuantos brillantes. —Ahora vete —le dijo.

Besó a los niños; al pequeño, dos veces. Julián permanecía inmóvil. Ella se alejó con paso rápido y sin mirarlo siquiera. Desde el momento en que abrió la carta anónima, la existencia de M. de Rênal se había convertido en un suplicio. No se había sentido tan agitado desde un duelo que estuvo a punto de tener en 1816, y, para hacerle justicia, diremos que la perspectiva de recibir un balazo no le había hecho tan desgraciado. Examinaba la carta por todas partes. «Parece letra de mujer —se decía—, pero, en ese caso, ¿quién la habrá escrito?». Pasaba revista a todas las mujeres que conocía en Verrières, sin poder concretar sus sospechas. «¿Habrá dictado esta carta un hombre? ¿Quién será ese hombre?». Y la misma incertidumbre. Le envidiaban y seguramente le odiaban la mayor parte de los que lo conocían. «Tengo que consultarlo con mi mujer», se dijo por costumbre, levantándose de la butaca en la que se había dejado caer. Pero apenas se levantó, se dijo, dándose una palmada en la frente: «Precisamente es ella la persona de quien menos debo fiarme; en este momento, ¡Dios santo!, es mi enemigo». Y sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia. Como justa compensación a la sequedad de corazón que constituye todo el sentido práctico provinciano, los dos hombres que más temía M. de Rênal en aquel momento eran sus dos más íntimos amigos. «Además de éstos, quizá tenga otros diez más». Y los repasaba en su mente, calculando el grado de consuelo que cada uno de ellos podría proporcionarle. «¡A todos, a todos les causará el más vivo placer mi desventura!», se dijo con ira.

Por fortuna se creía, y no sin razón, muy envidiado. Además de su soberbia casa de la ciudad, que el rey de *** acababa de honrar para siempre alojándose en ella, había hecho una gran reforma en su mansión de Vergy. La fachada estaba pintada de blanco y las ventanas guarnecidas de hermosos postigos de color verde. La idea de tal magnificencia lo consoló un instante. Lo cierto era que aquella mansión se divisaba desde tres o cuatro leguas de distancia con gran detrimento de todas las demás casas de campo de los contornos (mal llamadas mansiones), a las que habían dejado el humilde color gris que el tiempo les había dado. M. de Rênal podía contar con las lágrimas y la compasión de uno de sus amigos, el mayordomo de la parroquia; pero era un imbécil que lloraba por todo. Y, sin embargo, aquel hombre era su único recurso. «¡Qué desgracia hay que pueda compararse con la mía! —exclamó con ira—. ¡Qué soledad! ¿Es posible —se decía aquel hombre tan digno de lástima—, es posible que en mi infortunio no tenga ni un amigo a quien poder pedir consejo? Siento que mi razón desvaría. ¡Ah! ¡Falcoz! ¡Ah! ¡Ducros!²», se lamentó con amargura. Éstos eran los nombres de dos de sus amigos de infancia que se habían distanciado de él en 1814 por su altivez. No pertenecían a la nobleza, y quiso dejar de tratarlos en el plano de igualdad en que habían vivido desde la infancia. Uno de ellos, Falcoz, hombre de talento y de corazón, que comerciaba con el papel en Verrières, había comprado una imprenta en la capital del departamento y publicaba un periódico. La congregación decidió arruinarlo; su periódico fue condenado y le retiraron la licencia de impresor. En tan apuradas circunstancias acudió a M. de Rênal, escribiéndole una carta después de diez años de no verse. El alcalde de Verrières consideró su deber responderle a la manera de los antiguos romanos: «Si el ministro del rey me hiciese el honor de consultarme, le diría: arruine sin piedad a todos los impresores de provincias, y someta las imprentas a monopolio, como el tabaco». Ahora M. de Rênal recordaba con horror aquella carta dirigida a un amigo íntimo, y que cuando fue escrita causó la iración de todo Verrières. «¿Quién me hubiera dicho a mí que con mi posición, mi fortuna y mis cruces,

habría de arrepentirme un día de ella?». Sumido en alternativas de cólera contra sí mismo y contra todo lo que le rodeaba, pasó una noche espantosa, pero, afortunadamente, no se le ocurrió espiar a su mujer. «Estoy acostumbrado a Luisa —se decía—; ella conoce todos mis negocios; aunque estuviera en disposición de casarme mañana, no encontraría con quién sustituirla». Entonces se aferraba a la idea de que su mujer era inocente. Aquella manera de ver las cosas no le ponía en la necesidad de demostrar carácter, y lo arreglaba todo mucho mejor. ¡Cuántas mujeres no habrán sido calumniadas! «¡Pero cómo! —exclamó de repente recorriendo la estancia con pasos convulsivos—. ¿Voy a aguantar como si fuera un don nadie, un pelagatos, que ella se burle de mí con su amante? ¿Voy a consentir en ser la comidilla de todo Verrières por mi mansedumbre? ¡Cuánto no se habrá hablado de Charmier! —se trataba de un marido de la comarca notoriamente engañado—. Cuando se le nombra todo el mundo sonríe. Es un buen abogado y, sin embargo, ¿quién alaba alguna vez su talento para la abogacía? ¡Ah, Charmier! —dice— Charmier el de Bernard: le llaman así por el apellido del hombre que le hunde en el oprobio. »Gracias a Dios —decía M. de Rênal en otros momentos—, no tengo hijas, y el castigo que yo imponga a mi mujer no perjudicará en nada el porvenir de mis hijos. Puedo sorprender a ese campesino y a mi mujer y matarlos a los dos: lo trágico de la aventura borrará el ridículo». Como aquella idea le pareció acertada, la estudió con todo detalle. «El Código penal está de mi parte, y, pase lo que pase, nuestra congregación y mis amigos del jurado me salvarían». Examinó su cuchillo de caza, que estaba muy afilado; pero la idea de la sangre le dio miedo. «Puedo moler a palos a ese preceptor sinvergüenza y echarlo de mi casa, pero ¡qué escándalo en Verrières y en todo el departamento! Después de la condena del periódico de Falcoz, cuando su redactor jefe salió de la cárcel, yo contribuí a que perdiera un puesto de seiscientos francos. Dicen que ese escritorzuelo se ha

atrevido a presentarse otra vez en Besançon, y si es así, con un poco de habilidad puede difamarme de tal modo que me sea imposible demandarlo ante lo tribunales. ¡Demandarlo ante los tribunales!... El insolente insinuaría de mil maneras distintas que dice la verdad. Un hombre de noble cuna que, como yo, sabe mantener su rango, tiene asegurado el odio de todos los plebeyos. Mi apellido andaría por esos horribles periódicos de París. ¡Dios mío! ¡Qué catástrofe! Ver el antiguo apellido de Rênal encenagado y cubierto de ridículo... Si alguna vez viajo, tendré que renunciar a mi apellido, ¡Dios mío!, renunciar a ese apellido que constituye mi fama y mi gloria. ¡Qué desdicha tan grande! »Si no mato a mi mujer y la arrojo de mi casa ignominiosamente, su tía de Besançon la amparará y le legará, sin ningún tipo de intermediarios, toda su fortuna. Mi mujer se irá a París con Julián; se sabrá en Verrières, y yo seguiré siendo escarnecido». Al notar que la lámpara estaba medio apagada, el desdichado se dio cuenta de que amanecía. Salió al jardín en busca de un poco de aire fresco. En aquel instante casi estaba decidido a no dar el menor escándalo, sobre todo para evitar que sus buenos amigos de Verrières tuvieran una gran satisfacción a costa suya. El paseo por el jardín lo calmó un tanto. «No —exclamó—, no me privaré de mi mujer; me es demasiado útil». Pensó, con horror, lo que sería de la casa sin su mujer; no tenía, en realidad, otro pariente que la marquesa de R..., vieja malvada y, por si fuera poco, imbécil. Se le ocurrió una idea sumamente sensata, pero cuya ejecución exigía una firmeza de carácter muy superior a la que el pobre hombre tenía. «Si me quedo con mi mujer —se dijo—, yo me conozco; un día que me impaciente por cualquier cosa le echaré en cara su falta. Como ella es orgullosa, reñiremos... y todo esto ocurrirá antes de que haya recibido la herencia de su tía. ¡Cómo se burlarían entonces de mí!... Mi mujer quiere a sus hijos, y a fin de cuentas todo iría a parar a ellos. Pero yo sería el hazmerreír de Verrières. Todos dirían: “¡Ni siquiera ha sabido vengarse de su mujer!”. ¿No sería mejor quedarse con la sospecha y no tratar de averiguar nada? Pero entonces, yo mismo me ato las manos y ya no podré reprocharle nada en lo sucesivo». Un momento después, M. de Rênal, acuciado por su vanidad herida, se esforzaba por recordar la amplia gama de términos utilizados en el billar del Casino o

«Círculo Noble» de Verrières, cuando algún chismoso interrumpe la partida para divertirse a costa de cualquier marido engañado. ¡Qué crueles le parecían en aquel momento esas bromas! «¡Dios mío! ¿Por qué no se habrá muerto mi mujer? Así estaría yo por encima del ridículo. ¿Por qué no me habré quedado viudo? Me iría a París a pasar seis meses en la mejor sociedad». Pasado este momento de embeleso suscitado por la idea de la viudez, su imaginación volvió a los medios de cerciorarse de los hechos. Espolvorearía por la noche, cuando todos estuvieran dormidos, una ligera capa de salvado delante de la puerta de Julián, y por la mañana trataría de ver si estaban impresas las huellas de sus pasos. «Esto es una necedad —exclamó de pronto con ira—; esa buena pieza de Elisa lo advertiría, y pronto correría de boca en boca por la casa el comentario de que estoy celoso». En otro de los chismes que corrían por el Casino, un marido había adquirido la certeza de su desgracia pegando con cera un cabello en las puertas de su mujer y del galán. Después de tantas horas de incertidumbre, este modo de aclarar su suerte le parecía el mejor; e iba pensando en la manera de ponerlo en práctica, cuando, al doblar un camino de la finca, se encontró con aquella mujer que hubiera querido ver muerta. Volvía del pueblo. Había ido a oír misa a la iglesia de Vergy. Una tradición poco lógica para un frío filósofo, pero que a los ojos de ella era artículo de fe, pretendía que la pequeña iglesia que hoy se utiliza era la capilla del castillo del señor de Vergy. Esta idea obsesionó a Mme. de Rênal durante todo el tiempo que se había propuesto pasar allí rezando. Se imaginaba que su marido mataba a Julián simulando un accidente de caza, y que luego, por la noche, la obligaba a ella a comerse su corazón. «Mi suerte —se dijo— depende de lo que piense al escucharme. Pasado ese cuarto de hora fatal, quizá no vuelva a tener ocasión de hablarle. Él no es un hombre sensato, de los que se dejan gobernar por la razón. Si lo fuera, podría yo, con la ayuda de mi débil entendimiento, prever lo que hará o lo que dirá. Él será quien decida nuestra suerte común, pero esta suerte dependerá también de mi

habilidad, del arte con que dirija las ideas de este hombre antojadizo, cegado por la cólera e incapaz de ver la mitad de las cosas. ¡Dios mío! Necesito inspiración y aplomo: ¿de dónde los sacaré?». Al entrar en el jardín y ver de lejos a su marido, recobró la calma por ensalmo. Sus cabellos y su traje en desorden demostraban que no había dormido. Ella le entregó una carta abierta, pero doblada. Él, sin abrirla, miraba a su mujer con ojos de loco. —Mira qué abominación —le dijo ella— acaba de entregarme cuando pasaba por detrás del jardín del notario un hombre de mala traza que dice que te conoce y te está muy agradecido. Te voy a pedir una cosa, y es que mandes inmediatamente y sin ninguna dilación a Julián de nuevo a casa de sus padres. Mme. de Rênal pronunció esta frase apresuradamente, quizá un poco antes de lo debido, para librarse pronto de la horrible perspectiva de tenerla que decir. Se sintió inundada de alegría al ver la que causaba en su marido. Por la firmeza de la mirada que le clavó, Mme. de Rênal comprendió que Julián había sido un adivino eficaz. Y en lugar de afligirse por tan auténtica desgracia, pensó: «¡Qué talento, qué tacto! ¡Y en un hombre sin experiencia alguna! ¿Dónde no llegará? ¡Ay! Entonces sus éxitos le harán olvidarme». La evocación irativa del hombre al que adoraba la tranquilizó por completo. Se felicitó por su ocurrencia. «No he sido indigna de Julián», se dijo con cierta dulce e íntima voluptuosidad. Sin decir una palabra, por miedo a comprometerse, M. de Rênal examinaba la segunda carta anónima, compuesta, como recordará el lector, con palabras impresas pegadas sobre un papel azulado. «No escatiman medios para mofarse de mí —pensaba M. de Rênal, agotado por el cansancio—. Insultos y más insultos, y todos a causa de mi mujer». Estuvo a punto de injuriarla del modo más grosero; pero la perspectiva de la herencia de Besançon lo contuvo a duras penas. Devorado por la necesidad de desahogar su rabia con algo, arrugó el papel de este segundo anónimo y comenzó a pasear a grandes zancadas; ansiaba alejarse de su mujer. Momentos

después volvió a su lado algo más tranquilo. —Hay que tomar una resolución —le dijo ella—, y despedir a Julián. Después de todo, no es más que el hijo de un obrero. Lo indemnizas con unos cuantos ducados y, como es inteligente, pronto encontrará donde colocarse: en casa de M. Valenod o del subprefecto de Maugiron, por ejemplo, puesto que ambos tienen hijos. Así no se le causa un gran perjuicio. —Hablas como lo que eres: como una mentecata —exclamó M. de Rênal con voz terrible—. ¿Qué sentido común se puede esperar de una mujer? Nunca prestáis atención a nada razonable. ¿Cómo vais a saber algo? Vuestra indolencia, vuestra pereza, lo más que os permiten es cazar mariposas; sois unos seres débiles, y nosotros unos desgraciados por teneros en la familia... Mme. de Rênal dejó que se desahogara durante largo rato: era la única forma de que se le pasara la furia. —Hablo —respondió ella por fin— como una mujer ultrajada en su honor, es decir, en lo que tiene de más precioso. Mme. de Rênal dio muestras de una inalterable sangre fría durante toda aquella penosa conversación de la que dependía la posibilidad de continuar viviendo bajo el mismo techo que Julián. Buscaba las ideas más a propósito para guiar la ira incontrolada de su marido. Fue insensible a todas las frases injuriosas que le dirigió; no las escuchaba; sólo pensaba en Julián. «¿Quedará contento de mí?». —Este labriego a quien hemos colmado de atenciones y hasta de regalos, será inocente —dijo ella por fin—; pero no por ello deja de ser la causa de la primera afrenta que recibo... Cuando he leído este papel execrable, me he jurado a mí misma que él o yo saldríamos de esta casa. —¿Quieres dar un escándalo para deshonrarme y deshonrarte a ti misma? Ya venimos dando bastante que hablar a la gente en Verrières. —Es cierto; todos en general envidian el estado de prosperidad en que el buen hacer de tu istración nos ha situado, a ti, a tu familia y a toda la ciudad... Bueno; pues entonces voy a decir a Julián que te pida permiso para pasar un mes con ese maderero de la montaña, digno amigo de este obrerillo. —Te guardarás bien de obrar por tu cuenta —repuso M. de Rênal con bastante

calma—. Lo primero que te exijo es que no le hables. Te irritarías y me enemistarías con él, y demasiado sabes cómo se las gasta este caballerete. —Es un hombre que carece de tacto —replicó Mme. de Rênal—. Puede que tenga talento; de eso entiendes tú más que yo; pero en el fondo no es más que un labriego. Te confieso que tengo muy mala opinión de él desde que se negó a casarse con Elisa, con la que tendría un porvenir asegurado; y todo eso con el pretexto de que ella visita alguna vez en secreto a M. Valenod. —¡Ah! —exclamó M. de Rênal, enarcando las cejas desmesuradamente—. ¿Julián te ha dicho eso? —No; decirlo precisamente, no. Siempre me ha hablado de la vocación que siente por el sagrado ministerio, pero, créeme, la principal vocación de estas gentecillas es tener pan. Y me ha dado a entender bien claramente que no ignoraba esas visitas secretas. —¡Pues yo sí las ignoraba! —gritó M. de Rênal dando rienda a toda su indignación y recalcando las palabras—. En mi casa ocurren cosas que yo ignoro... ¿De modo que entre Elisa y M. Valenod hay algo? —¡Bah! Eso es ya agua pasada, amigo mío —dijo riendo Mme. de Rênal—; y puede que no haya ocurrido nada malo. Era en la época en que tu buen amigo Valenod no hubiera visto con malos ojos que se creyese en Verrières que entre él y yo había un amor platónico. —Ya se me ocurrió esa idea una vez —exclamó M. de Rênal golpeándose furiosamente la cabeza mientras iba de descubrimiento en descubrimiento—. Y ¿por qué no me dijiste nada? —¿Para qué indisponer a dos amigos por un pequeño arranque de vanidad de nuestro querido director? ¿Cuál será la mujer de nuestra posición social a quien él no haya dirigido cartas ingeniosas e incluso un poquito galantes? —Y a ti ¿te ha escrito? —Escribe mucho. —Enséñame esas cartas ahora mismo, te lo ordeno.

Y M. de Rênal se creció seis pies por lo menos. —Me guardaré muy bien de hacerlo —repuso ella con una dulzura que rayaba en la indolencia—; te las enseñaré un día que estés más sereno. —¡Ahora mismo, maldita sea! —exclamó M. de Rênal ebrio de ira, aunque sintiéndose más feliz de lo que lo había sido durante las últimas doce horas. —¿Me juras —dijo Mme. de Rênal con gravedad— no enemistarte nunca con el director del asilo por culpa de estas cartas? —Me enemiste con él o no, puedo muy bien quitarle la dirección del hospicio; pero —continuó con furor— quiero esas cartas ahora mismo. ¿Dónde están? —En un cajón de mi secreter, pero no te daré la llave. —Forzaré la cerradura —exclamó mientras corría hacia el cuarto de su mujer. Efectivamente, con una barra de hierro forzó la cerradura de un precioso secreter de caoba veteada traído de París, que frotaba muchas veces con el faldón de su levita cuando creía ver en él alguna mancha. Mme. de Rênal subió corriendo los ciento veinte escalones del palomar y ató un pañuelo blanco a uno de los barrotes del ventanuco. Era la más feliz de las mujeres. Con lágrimas en los ojos, miraba los bosques lejanos. «Sin duda — pensaba—, Julián estará aguardando debajo de alguna de aquellas frondosas hayas esta señal feliz». Prestó oído durante largo rato, pero acabó por maldecir el ruido monótono de las cigarras y el canto de los pájaros. Sin ellos, hubiera podido percibir un grito de alegría procedente de las enormes peñas. Su ojo avizor devoraba la inmensa ladera, de un verde oscuro y liso como un prado, que formaban las copas de los árboles. «¿Cómo no se le ocurre —se decía enternecida— inventar alguna señal para indicarme que su dicha es igual a la mía?». No bajó del palomar hasta que temió que su marido fuera a buscarla. Lo encontró furioso. Repasaba las frases anodinas de M. Valenod, poco acostumbradas a ser leídas con tal emoción. Aprovechando un momento en que las exclamaciones de su marido le dejaban la posibilidad de hacerse oír, dijo:

—Insisto en mi idea; conviene que Julián haga un viaje. Por mucho talento que tenga para el latín, después de todo sólo es un campesino que muchas veces resulta ordinario y carente de tacto; no hay día en que, pretendiendo dárselas de individuo cortés, no me dirija cumplidos exagerados y de mal gusto que seguramente aprende en las novelas... —Pero si nunca lee novelas —repuso M. de Rênal—, me he cerciorado bien. ¿Crees que soy ciego y que no sé lo que pasa en mi casa? —Pues bien; si no lee en ninguna parte esos cumplidos ridículos, será que los inventa, y eso es aún peor. Seguramente habrá hablado de mí en Verrières en ese tono... y, sin ir más lejos —dijo Mme. de Rênal como quien descubre algo—, habrá hablado así delante de Elisa, que es lo mismo que si lo hubiera hecho delante de M. Valenod. —¡Ah! —vociferó M. de Rênal haciendo estremecer la mesa y el resto de la habitación con el puñetazo más formidable que pueda imaginarse—. La carta anónima impresa y las cartas de Valenod están escritas en el mismo papel. «¡Por fin!», pensó Mme. de Rênal, mostrándose aterrada por el descubrimiento. Y, sin valor para articular una palabra más, fue a sentarse en el diván, al fondo del salón. La batalla estaba ya ganada. Ahora tenía que hacer un gran esfuerzo para impedir que M. de Rênal fuese a hablar con el supuesto autor del anónimo. —¿No comprendes que hacer una escena a M. Valenod, sin tener pruebas suficientes, sería la mayor de las torpezas? ¿Quién tiene la culpa de que te envidien tanto? Tu talento, tu irable gestión istrativa, tus viviendas construidas con gusto exquisito, mi dote, y sobre todo la herencia considerable que esperamos de mi buena tía —cuya importancia exageran hasta el infinito—, han hecho de ti el personaje más importante de Verrières. —Te olvidas del linaje —dijo M. de Rênal esbozando una ligera sonrisa. —Eres uno de los caballeros más distinguidos de la provincia —repuso con entusiasmo Mme. de Rênal—. Si el rey fuera libre para escoger, si en sus manos estuviera hacer justicia a la alcurnia, figurarías sin duda en la Cámara de los Pares. Y ¿con esta magnífica posición quieres dar motivo para que la envidia se cebe en ti? Hablar de su carta anónima a M. Valenod es tanto como proclamar en

todo Verrières, ¿qué digo?, en Besançon, en toda la provincia, que ese rústico sin importancia, itido, quizá imprudentemente, en la intimidad de un Rênal, ha hallado el medio de ofenderle. Si esas cartas que acabas de sorprender probaran que yo he correspondido al amor de M. Valenod, deberías matarme; lo habría merecido cien veces; pero nunca demostrarle tu enojo. Piensa que todos tus convecinos ansían tener un pretexto para vengarse de tu superioridad, recuerda que en 1816 contribuiste a ciertas detenciones. Aquel hombre que se refugió en su tejado...³. —Estoy pensando que no me tienes consideración ni afecto —exclamó M. de Rênal con toda la amargura que le producía aquel recuerdo—, y ni siquiera me nombraron par... —Y yo pienso —repuso sonriente Mme. de Rênal— que voy a ser más rica que tú, que soy tu compañera desde hace doce años, y que por todo ello he de tener voz y voto en los asuntos de esta casa, y, más aún, en el que debatimos hoy. Si prefieres al tal Julián —añadió con despecho mal disimulado—, estoy dispuesta a irme con mi tía a pasar el invierno. Aquellas palabras hicieron su efecto; había en ellas una firmeza disfrazada de cortesía que acabó de decidir a M. de Rênal. Sin embargo, con arreglo a las costumbres provincianas, aún siguió discutiendo mucho tiempo, volviendo una y otra vez sobre los mismos argumentos. Su mujer le dejó hablar; todavía existían vestigios de cólera en su acento. Por fin, dos horas de charla inútil agotaron las fuerzas de un hombre que había pasado la noche dominado por el furor. Fijó la línea de conducta que iba a seguir con M. Valenod, con Julián y hasta con Elisa. Una o dos veces, durante aquella escena decisiva, Mme. de Rênal estuvo a punto de sentir alguna simpatía por la desgracia real de aquel hombre que durante doce años había sido su amigo. Pero las verdaderas pasiones son egoístas. Además, estaba esperando a cada instante que él le confesara haber recibido otra carta anónima la víspera; mas tal confesión no llegó. Para su completa seguridad, a Mme. de Rênal le faltaba saber qué ideas habían podido sugerirle a aquel hombre de quien dependía su suerte. Pues en provincias, los maridos son dueños absolutos de la opinión. Un marido que se queja, se cubre de ridículo, cosa cada día menos peligrosa en Francia; pero, en cambio, su mujer, si él no le da dinero, desciende a la condición de obrera de tres reales diarios; y aun así, las personas «decentes» tendrán escrúpulo en emplearla.

Una odalisca de serrallo tiene por fuerza que amar a su señor; él es todopoderoso; ella no puede tener la esperanza de zafarse de su autoridad por una serie de pequeñas astucias. La venganza del amo es terrible, sangrienta, pero militar, generosa: una puñalada y se acabó. En el siglo XIX un hombre mata a su mujer a fuerza de desprecios públicos, es decir, cerrándole todos los salones. El sentimiento del peligro se avivó en Mme. de Rênal al volver a su alcoba y contemplar el desorden que allí reinaba. Las cerraduras de todos sus preciosos cofrecillos habían sido violentadas, algunas planchas del parqué aparecían levantadas. «¡No habría tenido compasión de mí! —pensó—. ¡Estropear así este entarimado de madera fina que tanto le gusta; este hombre que se enfurece sólo con ver entrar aquí a un niño con los zapatos mojados! ¡Y lo ha destrozado por completo!». La vista de aquella violencia acalló rápidamente los últimos reproches que se hacía por su demasiado rápida victoria. Poco antes de sonar la campana del almuerzo, Julián volvió con los niños. A los postres, cuando se retiraron los criados, Mme. de Rênal le dijo muy secamente: —Como me había usted expresado su deseo de pasar unos días en Verrières, M. de Rênal acepta concederle un permiso. Se puede marchar cuando quiera. Pero, con el fin de que los niños no pierdan tiempo, le enviarán todos los días sus deberes para que usted los corrija. —Pero tenga en cuenta —agregó M. de Rênal con acritud— que no le concedo más que una semana. Julián apreció en su fisonomía la inquietud de un hombre profundamente atormentado. —Todavía no ha tomado una resolución —dijo a su amiga aprovechando un momento en que pudieron hablar a solas. Mme. de Rênal le contó rápidamente lo que había hecho desde la mañana. —Los detalles, para esta noche —añadió sonriendo. «¡Perversidad femenina! —pensó Julián—. ¡Qué placer, qué instinto les empuja a engañarnos!». —Te encuentro a la vez clarividente y cegada por tu amor —le dijo él con alguna

frialdad—. Tu conducta de hoy es irable, pero ¿no crees imprudente que tratemos de vernos esta noche? La casa está llena de enemigos; piensa en el odio apasionado que Elisa siente por mí. —Ese odio se parece mucho a la indiferencia apasionada que tú pareces sentir por mí. —Aun cuando me fueras indiferente, debería salvarte de un peligro del que yo soy responsable. Si por casualidad M. de Rênal habla con Elisa, con una sola palabra puede descubrirlo todo. Y quizá pudiera esconderse cerca de mi cuarto, bien armado... —Ya ni siquiera te queda valor —dijo Mme. de Rênal con toda la altivez de una mujer noble. —Nunca me rebajaré a hablar de mi valor —dijo fríamente Julián—; sería una bajeza. Que el mundo juzgue por los hechos. Pero —añadió cogiéndole la mano — no puedes comprender hasta qué punto soy tuyo y la alegría que me causa el poder despedirme de ti antes de esta cruel ausencia.

CAPÍTULO XXII

MANERAS DE PROCEDER EN 1830

La palabra fue dada al hombre para ocultar su pensamiento.

R. P. MALAGRIDA

Apenas llegado a Verrières, Julián se reprochó lo injusto que había sido con Mme. de Rênal. «Si por debilidad no hubiera representado bien su papel con M. de Rênal, la habría despreciado como a una pobre mujer. Sale airosa de ella, como un excelente diplomático, y simpatizo con el vencido, que es mi enemigo. En mi modo de proceder hay una gran mediocridad burguesa; ¡mi vanidad se siente ofendida porque M. de Rênal es un hombre! Ilustre y vasta corporación ésta a la que tengo el honor de pertenecer. No soy más que un majadero». M. Chélan había rehusado los alojamientos que los liberales más considerados del país le habían ofrecido a porfía, a raíz de su destitución de la parroquia. Las dos habitaciones que había alquilado estaban atestadas de libros. Julián, queriendo demostrar en Verrières lo que era un sacerdote¹, fue a buscar a casa de su padre una docena de tablas de abeto que él mismo llevó a cuestas por la calle principal. Pidió prestadas a un antiguo compañero las herramientas necesarias, y en poco tiempo hizo una especie de biblioteca en la que colocó los libros de M. Chélan. —Te creía corrompido por la vanidad del mundo —le decía el anciano llorando de alegría—. Esto que haces ahora compensa la chiquillada que cometiste vistiéndote con aquel brillante uniforme de guardia de honor, que tantos enemigos te acarreó. M. de Rênal había ordenado a Julián que se alojara en su casa. Nadie sospechó

lo que había ocurrido. Al tercer día de su llegada, Julián vio subir a su cuarto nada menos que al eminente subprefecto de Maugiron. Luego de dos horas de charla insípida y de unas cuantas lamentaciones sobre la maldad de los hombres, la poca probidad de los encargados de la istración pública, los peligros por los que atravesaba la pobre Francia, etc., Julián vio apuntar el verdadero objeto de la visita. Estaban ya en el rellano de la escalera, y el pobre preceptor medio caído en desgracia se disponía a despedir con el debido respeto al futuro prefecto de algún afortunado departamento, cuando se dignó éste ocuparse de la suerte de Julián y alabar su moderación en asuntos de interés, etc. Finalmente, M. Maugiron, abrazándolo con aire paternal, le propuso que dejase a M. de Rênal para entrar en casa de un funcionario que tenía hijos que educar y que, como el rey Luis Felipe, daría gracias al cielo, no tanto por habérselos concedido, como por haberlos hecho nacer cerca de una persona como M. Julián. Su preceptor cobraría un sueldo de ochocientos francos, pagaderos no por meses —cosa que no es decoroso, según M. Maugiron—, sino por trimestres adelantados. Entonces le llegó el turno a Julián, que hacía hora y media que esperaba aburrido el momento de tomar la palabra. Su respuesta fue irreprochable y, sobre todo, larga como un mandamiento judicial. Lo insinuaba todo, pero no decía nada claramente. Expresaba, a la vez, respeto hacia M. de Rênal, veneración por los habitantes de Verrières y agradecimiento al ilustre subprefecto. Este último, asombrado de encontrarse con alguien aún más jesuita que él, trató inútilmente de obtener alguna respuesta más concreta. Julián, encantado, aprovechó la ocasión para ejercitarse, y volvió a repetir su respuesta en otros términos. Jamás un ministro elocuente, que deseara agotar una sesión en la que la Cámara pareciera querer despertar, dijo menos con más palabras. Apenas salió M. Maugiron, Julián se echó a reír como un loco. Aprovechando su verborrea jesuítica, escribió una carta de nueve folios a M. de Rênal dándole cumplida cuenta de todo lo que le habían propuesto y pidiéndole consejo humildemente. «Este granuja no me ha dicho, sin embargo, el nombre de la persona que me hace el ofrecimiento. Quizá sea M. Valenod, que ve el efecto de su anónimo en mi destierro en Verrières». Después de expedir la carta, Julián salió para ir a pedir consejo a M. Chélan, contento como el cazador que a las seis de la mañana de un hermoso día de otoño da vista a una llanura donde abunda la caza. Pero antes de llegar a casa del buen cura, el cielo, que no le quería privar de ningún goce, puso en su camino a M. Valenod, a quien no ocultó que tenía el corazón lacerado; un pobre muchacho como él se debía por entero a la vocación que el cielo había puesto en su

corazón, pero, en este bajo mundo, la vocación no lo era todo. Para trabajar dignamente en la viña del Señor y no ser indigno de tantos y tantos sabios colaboradores, era preciso poseer una buena instrucción; necesitaba pasar dos años en el seminario de Besançon, cosa muy dispendiosa. Le era, pues, indispensable hacer algunas economías, y esto le sería más fácil conseguirlo ganando ochocientos francos, pagados por trimestre, que no con seiscientos, que se iban de entre las manos de mes en mes. Pero, por otra parte, al colocarle la Providencia al lado de los niños de Rênal e inspirarle un cariño especial hacia ellos, parecía indicarle que no era del todo oportuno abandonar su educación para emprender otra... Julián llegó a tal grado de perfección en este género de elocuencia que ha reemplazado a la rapidez de acción de tiempos del Imperio, que al final él mismo se aburrió del tono de sus palabras. Al volver encontró a un criado de M. Valenod, vestido de librea, que lo iba buscando por toda la ciudad con una invitación para comer aquel mismo día. Julián no había puesto jamás los pies en casa de aquel hombre. No hacía muchos días que su idea fija era hallar el medio de darle una tunda de palos sin exponerse a ir a la cárcel. Aun cuando la hora indicada para la comida era la una, Julián consideró más respetuoso presentarse a las doce y media en el despacho del director del hospicio. Lo encontró muy ufano entre un montón de carpetas. Sus grandes patillas negras, su cabellera abundante, su gorro griego terciado en la parte superior de su cabeza, su inmensa pipa, sus zapatillas bordadas, las gruesas cadenas de oro que le cruzaban el pecho en todos los sentidos, y todo aquel aparato de financiero provinciano que se cree hombre terrible, no lograron imponer ningún respeto a Julián, que sólo pensaba en los palos que tenía pendientes con él². Solicitó el honor de ser presentado a Mme. Valenod, pero ésta se hallaba vistiéndose en aquel momento y no podía recibirlo. En cambio, tuvo el privilegio de asistir al tocado del director del hospicio. Luego pasaron a las habitaciones de Mme. Valenod, que le presentó a sus hijos con lágrimas en los ojos. Esta señora, una de las más encopetadas de Verrières, tenía un rostro voluminoso y hombruno, y se había embadurnado de colorete en atención a lo solemne de la ceremonia. Durante la entrevista hizo gala de una patética emoción maternal. Julián pensaba en Mme. de Rênal. Su desconfianza no le hacía susceptible a otro

género de recuerdos que a los suscitados por el contraste, pero éstos le conmovían hasta enternecerle. Esta disposición de ánimo se reforzó a la vista de la casa del director del hospicio, que le hicieron visitar. Todo allí era magnífico y nuevo, y no había mueble ni objeto del que no le dijeran el precio. Pero él encontraba algo innoble que olía a la legua a dinero robado. Todo el mundo, hasta los mismos criados, tenía el aspecto de quererse proteger contra el desprecio. Acompañados de sus mujeres, llegaron el recaudador de contribuciones, el encargado de los impuestos indirectos, el jefe de los gendarmes y dos o tres funcionarios más. Poco después aparecieron algunos liberales ricos. Anunciaron la comida, Julián, ya mal predispuesto, empezó a pensar que al otro lado de la pared del comedor estarían unos cuantos pobres recogidos, cuya mísera ración de carne habría sido quizás mermada para pagar todo aquel lujo de mal gusto con el que pretendían deslumbrarle. «Hasta es posible que tengan hambre en este momento», se dijo. Y sintió un nudo en la garganta que le impidió pasar bocado y casi le privó del uso de la palabra. Lo peor fue cuando, un cuarto de hora después, se oyeron, lejanos, algunos ecos de una canción popular, algo innoble, que cantaba uno de los recogidos. M. Valenod no hizo más que dirigir la mirada a uno de sus fastuosos criados, y éste desapareció. Inmediatamente dejó de oírse la canción. En aquel momento otro criado ofrecía a Julián vino del Rhin en una copa verde, y Mme. Valenod tuvo buen cuidado en hacerle observar que aquel vino costaba nueve francos la botella, comprada al cosechero. Julián, con su vaso en la mano, dijo a M. Valenod: —Ya no se oye esa desagradable canción. —¡Naturalmente! —respondió el director, triunfante—. He mandado imponer silencio a esos pordioseros. Aquella frase fue demasiado fuerte para Julián; había adquirido los modales, pero todavía no el corazón de aquella clase social con la que convivía. A pesar de toda su hipocresía, ejercitada tan a menudo, sintió que una gruesa lágrima corría por sus mejillas. Trató de ocultarla con la copa verde, pero le fue absolutamente imposible hacer los honores al vino del Rhin.

«¡Impedirle cantar! —se decía—. ¡Dios mío, y tú lo consientes!». Por suerte, nadie reparó en su enternecimiento de mal tono. El recaudador de contribuciones había comenzado a entonar una canción monárquica. Y mientras todos alborotaban, la conciencia de Julián se decía: «¡Ésa será la asquerosa fortuna que vas a alcanzar, y sólo podrás disfrutarla de este modo y en semejante compañía! Quizá tengas un día un puesto que te reporte veinte mil francos; pero mientras tú te atracas de manjares, habrás de obligarle a callar a un pobre prisionero; darás festines con el dinero que hayas robado de su miserable pitanza, y mientras tú comes, él será más desgraciado aún... ¡Oh, Napoleón! ¡Qué dulce era en tu tiempo conseguir la fortuna arrostrando los peligros de una batalla! ¡Pero aumentando cobardemente el dolor de un desdichado... !». Confieso que la debilidad de que Julián da prueba en este monólogo me hace tener muy pobre opinión de él. Sería un digno colega de esos conspiradores de guante blanco que pretenden cambiar la manera de ser de un gran país sin tener que reprocharse el más leve arañazo. Julián volvió violentamente a la realidad de su papel. No le habían invitado a comer en tan buena sociedad para que se pasara el tiempo soñando y sin decir una palabra. Un fabricante de telas estampadas retirado, miembro correspondiente de la Academia de Besançon y de la de Uzès, le dirigió la palabra de un extremo a otro de la mesa para preguntarle si era cierto lo que se contaba de sus sorprendentes progresos en el estudio del Nuevo Testamento. Se hizo de repente un silencio profundo: un Nuevo Testamento en latín apareció como por ensalmo en las manos del sabio miembro de dos Academias. A petición de Julián, leyeron al azar una frase en latín. Él comenzó a recitar; su memoria le era fiel, y aquel prodigio fue irado con el ruidoso entusiasmo propio del final de una comida. Julián miraba las caras encendidas de las damas; algunas no estaban mal. Se fijó principalmente en la señora del filarmónico recaudador. —Me da vergüenza, en realidad, estar tanto tiempo hablando en latín delante de estas señoras —dijo mirándola—. Si M. Rubigneau —éste era el miembro de las dos Academias— tiene la bondad de leer cualquier frase latina, en vez de proseguir según el texto latino, trataré de traducirla en el acto.

Esta segunda prueba terminó de confirmar su triunfo. Estaban presentes varios liberales ricos, padres felices de hijos susceptibles de conseguir pensiones, y, en consecuencia, convertidos súbitamente a raíz de la última misión. A pesar de este rasgo de fina diplomacia, M. de Rênal nunca había querido recibirlos en su casa. Estas buenas gentes, que sólo conocían de oídas a Julián y por haberle visto a caballo el día de la entrada del rey de ***, eran sus más entusiastas iradores. «¿Cuándo se cansarán estos majaderos de escuchar este estilo bíblico del que no entienden una palabra?», pensaba. Pero, precisamente ese estilo les divertía por su rareza y les hacía reír. Y Julián acabó cansándose. A las seis en punto se levantó y habló gravemente de un capítulo de la nueva Teología de Ligorio³ que tenía que aprender de memoria para recitárselo al día siguiente a M. Chélan. «Pues mi oficio —añadió con gentileza— no es únicamente dar lecciones, sino tomarlas yo también». Se rieron mucho y iraron su ingenio; tal es el espíritu al uso en Verrières. Julián estaba ya de pie y todo el mundo se levantó a pesar del decoro: tal es el imperio de la inteligencia. Mme. Valenod lo retuvo todavía un cuarto de hora: quería a toda costa que oyese a los niños recitar su lección de catecismo. Éstos cometieron toda clase de errores, a cual más divertido, y nadie más que él se enteró; pero tuvo buen cuidado de callarse. «¡Qué ignorancia de los principios más elementales de la religión!», pensaba. Saludó finalmente, creyendo poder escapar; sin embargo, aún tuvo que soportar una fábula de La Fontaine. —Este autor es muy inmoral —dijo Julián a Mme. Valenod—; en cierta fábula sobre Jean Chouart⁴ se atreve a ridiculizar todo lo que hay de más venerable. Está censurado por los mejores comentaristas. Julián, antes de marcharse, recibió cuatro o cinco invitaciones para comer. —Este joven honra al departamento —decían todos los convidados a la vez y muy alegres. Se llegó incluso a proponer que se le pagase una pensión, con cargo a los fondos comunales, para que pudiera continuar sus estudios en París. Mientras aquella idea imprudente provocaba una cierta conmoción en el comedor, Julián había llegado con rapidez a la puerta cochera.

—¡Ah! ¡Qué chusma! ¡Qué chusma! —exclamó dos o tres veces en voz baja, disfrutando el placer de respirar el aire fresco. En aquel momento se sentía aristócrata, él que durante tanto tiempo se había sentido mortificado por la sonrisa desdeñosa y la superioridad altiva que descubría en todas las cortesías que le prodigaban en casa de M. de Rênal. Pero no pudo menos de notar la extrema diferencia entre unos y otros. «Olvidemos por un momento —se decía al alejarse— que se trata de dinero robado a los pobres asilados, y que se les tiraniza hasta el punto de impedirles cantar. Pero ¿cuándo ha tenido M. de Rênal el mal gusto de decir a sus convidados el precio de cada botella de vino que les sirve? Y este M. Valenod que no hace más que enumerar sus propiedades, y es incapaz de hablar de su casa, de sus fincas, estando su mujer presente, sin decir “tu” casa, “tu” finca. »Aquella mujer, tan sensible en apariencia al placer de la propiedad, acababa de hacer una escena abominable a un criado que había roto una copa y descabalado uno de sus juegos de cristal; y el criado le había contestado con la mayor insolencia. »¡Qué cuadrilla! —se decía Julián—. Aunque me dieran la mitad de todo lo que roban, no viviría con ellos. Un día saltaría, no podría contenerme y les diría todo el desprecio que me inspiran». Sin embargo, fiel a las instrucciones de Mme. de Rênal, tuvo que asistir a varias comidas del mismo género. Julián se puso de moda; le perdonaron su uniforme de guardia de honor, o quizá esta imprudencia fue la verdadera causa de su éxito. En todo Verrières nadie se ocupó en aquellos días más que de saber quién saldría vencedor en la lucha entablada por conseguir al joven sabio: si M. de Rênal o el director del asilo. Ambos señores formaban, con M. Maslon, el triunvirato que desde hacía muchos años tiranizaba a la población. Envidiaban al alcalde y a los liberales no les faltaban motivos de queja contra él, pero, después de todo, era noble y tenía motivos para manifestar su superioridad, mientras que el padre de Valenod no le había dejado a su hijo ni seiscientas libras de renta. Había pasado, de inspirar compasión por el raído traje verde manzana que todos le conocieran en su juventud, a despertar la envidia por sus caballos normandos, sus cadenas de oro, sus trajes comprados en París, toda su prosperidad actual. En medio de la marea de aquel mundo nuevo para Julián, creyó éste descubrir a un hombre honrado: era geómetra, se llamaba Gros y pasaba por jacobino⁵.

Como Julián se había propuesto la norma de conducta de no defender en público más que aquellas cosas que él tenía por falsas, se vio obligado a mantener una actitud precavida con M. Gros. Recibía de Vergy grandes paquetes con deberes para corregir. Le aconsejaron que viera a su padre con alguna frecuencia, y se resignó a llevar a cabo aquel triste deber. En una palabra: estaba rehaciendo su reputación, cuando una mañana se quedó sorprendido al despertarse y sentir unas manos que le tapaban los ojos. Era Mme. de Rênal, que había hecho un viaje a la ciudad y que, dejando a sus hijos entretenidos con un conejo favorito que se trajeron en el viaje y subiendo de cuatro en cuatro las escaleras, había llegado al cuarto de Julián un momento antes que ellos. Fue un instante delicioso, pero corto. Mme. de Rênal había desaparecido ya cuando llegaron los niños a su cuarto con el conejo para enseñárselo a su amigo. Julián los acogió muy bien a todos, incluso al conejo. Le parecía que recobraba a su familia; comprendió que quería a aquellos niños, que era un placer para él charlar con ellos. Estaba irado de la dulzura de sus voces, de la sencillez y la nobleza de sus modales; necesitaba depurar su imaginación de todas las vulgaridades y pensamientos desagradables en medio de los cuales estaba viviendo en Verrières. Siempre el mismo temor a carecer de lo suficiente, siempre el lujo y la miseria en lucha despiadada. Las gentes con quienes comía le hacían, a propósito del asado, confidencias que eran humillantes para ellos y nauseabundas para quienes las escuchaban. —Vosotros los nobles sí que tenéis motivo para mostraros orgullosos —decía a Mme. de Rênal. Y le contaba todas las comidas que había tenido que soportar. —¡Veo que te has convertido en hombre de moda! —Y se reía de buena gana, pensando en el colorete que Mme. Valenod se creía en la obligación de ponerse cuando esperaba a Julián—. Creo que tiene sus miras particulares —añadía. La comida fue deliciosa. La presencia de los niños, aun cuando podía ser molesta en apariencia, en el fondo contribuyó a aumentar la dicha común. Los pobres niños no sabían qué hacer para exteriorizar su alegría al ver de nuevo a Julián. Los criados no habían dejado de contarles que le ofrecían doscientos francos más por educar a los pequeños Valenod. A mitad del almuerzo, el pequeño Estanislao Javier, pálido aún después de su

grave enfermedad, preguntó de repente a su madre cuánto valían su cubierto de plata y el vasito en que bebía. —¿Por qué preguntas eso? —Quiero venderlos para darle su importe a Julián, y que no sienta que hace el primo quedándose con nosotros. Julián lo besó con lágrimas en los ojos. Su madre lloraba francamente, mientras Julián, que tenía sobre sus rodillas a Estanislao Javier, le indicaba que no debía emplear la frase hacer el primo en aquel sentido, pues era una manera impropia de hablar. Viendo la satisfacción que sus explicaciones causaban a Mme. de Rênal, trató de explicar a los niños, con ejemplos divertidos y pintorescos, lo que significaba ser timado. —Ya comprendo —dijo Estanislao—: es como el cuervo que comete la torpeza de dejar caer el queso para que lo coja la zorra, que era una aduladora. Mme. de Rênal, loca de alegría, cubría de besos a sus hijos, lo que no podía hacer sin apoyarse levemente sobre Julián. De repente se abrió la puerta: era M. de Rênal. Su fisonomía severa y disgustada producía un extraño contraste con la dulce alegría que interrumpiera con su aparición. Mme. de Rênal palideció; se sentía incapaz de negar nada. Julián tomó la palabra, y en voz alta se puso a contar al señor alcalde la ocurrencia del vaso de plata que Estanislao quería vender. Estaba seguro de que aquella historia iba a ser mal acogida. Ante la sola mención de la palabra plata, M. de Rênal, por pura costumbre, fruncía el entrecejo. «La simple mención de ese metal —solía decir— es siempre un preámbulo a una orden de pago que sale de mi bolsillo». Pero esta vez había algo más que interés por el dinero: sus sospechas aumentaban. El aspecto de felicidad que animaba a la familia en su ausencia, no era lo más apropiado para sosegar el espíritu de un hombre dominado por una vanidad tan quisquillosa. Al oír a su mujer ponderar el modo lleno de gracia y de talento con que Julián daba ideas nuevas a sus discípulos, dijo: —Sí, sí; ya lo sé; me hace antipático a los ojos de mis hijos; para él es bien fácil ser cien veces más amable que yo, que en el fondo soy el amo. Todo tiende en este siglo a hacer odiosa la autoridad legítima. ¡Pobre Francia!

Mme. de Rênal no se detuvo a examinar los matices de la acogida que le hacía su marido. Acababa de entrever la posibilidad de pasar doce horas con Julián. Tenía que hacer una infinidad de compras y manifestó su deseo de ir a comer al restaurant, manteniéndose firme en su decisión pese a todas las observaciones de su marido. Los niños estaban encantados sólo con oír la palabra restaurant, que con tanto placer pronuncia actualmente la moderna gazmoñería. M. de Rênal dejó a su mujer en la primera tienda de novedades en que entró, para ir a hacer algunas visitas. Volvió más taciturno que por la mañana; estaba convencido de que toda la vecindad se ocupaba de él y de Julián. A decir verdad, nadie le había dejado sospechar aún la parte ofensiva de las habladurías del público. Las únicas que habían llegado hasta sus oídos eran las referentes a la polémica de si Julián se quedaría en casa del alcalde, con seiscientos francos, o aceptaría los ochocientos ofrecidos por el director del asilo. Éste, al encontrarse con M. de Rênal en una de las visitas, le trató con frialdad. Semejante conducta no dejaba de ser hábil; en provincias, pocas cosas se hacen a la ligera: las sensaciones son tan raras, que se las reprime de raíz. M. Valenod era lo que se llama a cien leguas de París un faraud , clase de personas de natural descarado y grosero. Su existencia triunfal desde 1815 había reforzado sus buenas disposiciones. Reinaba, por decirlo así, en Verrières a las órdenes de M. de Rênal, pero era mucho más activo que éste. No avergonzándose de nada, se mezclaba en todo, iba y venía sin cesar, escribía, hablaba, olvidaba las humillaciones, y como no tenía ninguna pretensión personal, había terminado por competir en influencia con su jefe ante el poder eclesiástico. M. Valenod había dicho de alguna manera a los tenderos de la comarca: «De a los dos más tontos»; a la gente de leyes: «Indice a los dos más ignorantes»; a los médicos: «Designad a los dos más charlatanes». Y cuando tuvo reunidos a los más desvergonzados de cada oficio, les dijo: «Reinemos juntos». Los modales de aquellas gentes herían en lo vivo a M. de Rênal. En cambio, la grosería de M. Valenod no se ofendía por nada, ni siquiera por los desaires que el padre Maslon le dirigía en público sin el menor recato. Pero, en medio de aquella prosperidad, M. Valenod sentía la necesidad de defenderse, con pequeñas insolencias de detalle, de las grandes verdades que comprendía que todo el mundo tenía derecho a espetarle. Su actividad se había

duplicado después de los temores que la visita de M. Appert le había producido. Hizo tres viajes a Besançon; remitía varias cartas en cada correo; enviaba otras por medio de desconocidos que solían pasar por su casa a la caída de la tarde. Reconocía que quizá hubiera sido un error hacer destituir al anciano padre Chélan, pues aquel gesto vindicativo le había acarreado las antipatías de algunas devotas de buena familia, que lo tildaron de hombre malvado. Además, la concesión de aquel favor le había puesto bajo la dependencia más absoluta del vicario mayor de Frilair⁷, que le acosaba con encargos extraños. Así estaban las cosas cuando cedió a la tentación de escribir un anónimo. Para colmo de males, su mujer, cuya vanidad había hecho que se encaprichara de Julián, le declaró lisa y llanamente que quería tenerlo en su casa a toda costa. En semejantes circunstancias, M. Valenod preveía una escena decisiva con su antiguo aliado M. de Rênal. Poco le importaban las palabras duras que le dirigiría, pero podía escribir a Besançon e incluso a París. El primo de cualquier ministro podía dejarse caer por Verrières y relevarle de la dirección del asilo. M. Valenod juzgó conveniente acercarse a los liberales; de ahí que invitase a varios a la comida a la que asistió Julián. Lo hubieran apoyado eficazmente contra el alcalde. Pero podían sobrevenir unas elecciones, y era evidente que la dirección del asilo y un voto en contra serían cosas incompatibles. Mme. de Rênal le fue contando a Julián todas estas maniobras políticas, que ella había adivinado muy bien, mientras, cogida de su brazo, iba de tienda en tienda, hasta que, poco a poco, llegaron distraídamente al Paseo de la Fidelidad, donde pasaron algunas horas casi tan tranquilos como en Vergy. Mientras tanto, M. Valenod trataba de evitar una escena decisiva con su antiguo jefe, adoptando con él un aire audaz. Aquel día le resultó bien el sistema, pero aumentó el mal humor del alcalde. Jamás la vanidad, puesta frente a todo lo que la codicia puede tener de más amargo y mezquino, ha colocado a un hombre en tan lamentable estado como el de M. de Rênal cuando entró en el restaurant, y jamás, por el contrario, habían estado sus hijos tan gozosos y alegres. Aquel contraste aumentó su irritación. —Estoy de más en mi familia, por lo que veo —dijo al entrar, con un tono que pretendía impresionar. Por toda respuesta, su mujer le llevó aparte y le expresó la necesidad de alejar a Julián. Las horas de dicha transcurridas le habían hecho recobrar la serenidad y

la firmeza necesarias para seguir el plan de conducta que trazara quince días antes. Lo que acababa de perturbar completamente al pobre alcalde de Verrières era el hecho de saber que públicamente se hacían chistes sobre su apego al dinero. M. Valenod era generoso como un ladrón, y él, en cambio, se había conducido de una forma más prudente que brillante en las cinco o seis últimas colectas para la cofradía de San José, la congregación de la Virgen, la del Santísimo Sacramento, etc. Entre los terratenientes de Verrières y sus contornos, debidamente clasificados en los registros de los hermanos recaudadores según el importe de sus donativos, se había visto más de una vez figurar en la última línea el nombre de M. de Rênal. En vano decía que él no ganaba nada. Con estas cosas, el clero no bromea.

CAPÍTULO XXIII

DESAZONES DE UN FUNCIONARIO

Il piacere di alzar la testa tutto l’anno è ben pagato da certi quarti d’ora che bisogna ar¹.

CASTI

Pero dejemos a este hombre mezquino con sus mezquinos temores. ¿Por qué se le ocurriría llevarse a su casa a un hombre íntegro, cuando lo que necesitaba era un hombre con alma de lacayo? ¿Por qué no supo escoger a sus gentes? Lo normal en el siglo XIX es que cuando un ser poderoso y noble tropieza con un hombre íntegro, lo mata, lo destierra, lo encarcela o lo humilla de tal forma que el otro comete la torpeza de morirse de dolor. Por casualidad, en el caso que nos ocupa no es todavía el hombre íntegro el que sufre. La gran desgracia de los pueblos de Francia y de los gobiernos por elecciones, como el de Nueva York, es no poder olvidar que en el mundo hay seres como M. de Rênal. En una ciudad de veinte mil habitantes, estos hombres son los que generan la opinión pública, y la opinión pública es terrible en un país que tiene privilegios. Un hombre dotado de un alma noble, generosa —y que quizás hubiera sido amigo suyo—, pero que vive a cien leguas, le juzgará a usted a partir de la opinión pública de su pueblo, y esta opinión la crean los imbéciles que la casualidad ha hecho nacer ricos, nobles y moderados. Desgraciado de aquel que por algún motivo se distingue. Inmediatamente después del almuerzo regresaron a Vergy, pero al día siguiente Julián vio reaparecer a toda la familia en Verrières. No había transcurrido ni una hora cuando, con gran asombro por su parte, descubrió que Mme. de Rênal le ocultaba algo. Interrumpía la conversación con

su marido al pasar él, y parecía como si deseara que se alejase. Julián no esperó a que se le hiciese dos veces aquella advertencia. Se mostró frío y reservado. Mme. de Rênal, que sin duda se dio cuenta, no se molestó en pedir explicaciones. «¿Pensará sustituirme por otro? —se dijo Julián—. ¡Anteayer tan cariñosa, tan íntima conmigo...! Claro que, según dicen, es así como actúan estas grandes damas. Son como los reyes: nunca colman tanto de atenciones a un ministro como cuando, en el momento de volver a su casa, éste ha de encontrar allí su destitución». Julián notó que en aquellas conversaciones, que cesaban bruscamente al acercarse él, se hablaba a menudo de una gran casa perteneciente al municipio de Verrières, vieja, pero amplia y cómoda, y situada frente a la iglesia, en el sitio más estratégico de la ciudad. «¿Qué puede haber de común entre esa casa y un nuevo amante?», se decía Julián. En medio de su pesar, se repetía aquellos hermosos versos de Francisco I, que le parecían nuevos porque aún no hacía un mes que se los había enseñado Mme. de Rênal. ¡Y entonces, cómo los desmentía con sus juramentos y sus caricias!

Souvent femme varie. Bien fol est qui s’y fie².

M. de Rênal partió en silla de posta para Besançon. Este viaje se decidió en dos horas; el alcalde parecía muy atormentado. A la vuelta dijo a su mujer, arrojando sobre la mesa un grueso envoltorio de papel gris: —Ahí tienes ese estúpido asunto. Una hora después, Julián, viendo al encargado de fijar los bandos que llevaba el grueso paquete, lo siguió con interés. «Voy a enterarme del secreto en cuanto llegue a la primera esquina». Esperaba impaciente detrás de aquel hombre, que, con su brocha, embadurnaba el dorso del anuncio. Apenas estuvo colocado, la curiosidad de Julián quedó satisfecha al ver que lo que se anunciaba con todo detalle era el alquiler, en pública subasta, de aquella casa grande y vieja, cuyo nombre surgía con tanta

frecuencia en las conversaciones de M. de Rênal y de su mujer. La adjudicación tendría lugar al día siguiente a las dos, en la sala del Ayuntamiento, al apagarse la tercera bujía. Julián se quedó muy contrariado; juzgaba que el plazo era muy corto: ¿cómo podrían ser avisados en tan poco tiempo todos los que deseasen tomar parte en ella? Por lo demás, aquel anuncio, que estaba fechado quince días antes, y que releyó por entero en tres sitios diferentes, no le sacaba de dudas. Fue a visitar la casa que se alquilaba. El portero, que no le vio acercarse, decía misteriosamente a un vecino: —¡Bah! ¡Bah! Pierden el tiempo. M. Maslon le ha prometido que sería suya por trescientos francos, y como el alcalde se resistía, el vicario mayor de Frilair lo mandó llamar al obispado. La llegada de Julián pareció molestar mucho a los dos amigos, que no pronunciaron ni una palabra más. Julián no faltó al acto de la adjudicación de la casa. Había mucha gente en una sala mal iluminada; unos a otros se miraban de arriba abajo de un modo muy singular. Todos los ojos estaban fijos en una mesa, sobre la cual Julián vio, colocados en una bandeja de estaño, tres cabos de vela encendidos. El ujier gritaba: «¡Trescientos francos, señores!». —¡Trescientos francos! —dijo uno en voz baja a su vecino—. Esto ya pasa de castaño oscuro. Julián estaba entre los dos. —Vale más de ochocientos; voy a pujar. —Eso es una auténtica imprudencia. ¿Qué vas a ganar enemistándote con M. Maslon, M. Valenod, el obispo, su terrible vicario mayor de Frilair y toda la camarilla? —¡Trescientos veinte francos! —gritó el otro. —¡Imbécil! —replicó su vecino—. Y mira, aquí tienes, precisamente, a un espía del alcalde —añadió señalando a Julián. Julián se volvió rápidamente para castigar aquella insolencia, pero los dos

individuos del Franco Condado ya no le prestaban ninguna atención. La sangre fría de éstos le devolvió la suya. En aquel momento se apagaba el último cabo de vela, y la voz cansina del ujier adjudicó la casa en trescientos treinta francos, y por nueve años, a M. de Saint-Giraud, jefe de negociado de la Prefectura de ***. En cuanto el alcalde salió de la sala comenzaron los comentarios. —La imprudencia de Grogeot le ha costado treinta francos a las arcas municipales —decía uno. —Pero M. de Saint-Giraud —respondía otro— se vengará de Grogeot; lo va a sentir. —¡Qué infamia! —decía un hombre gordo que estaba a la izquierda de Julián—. Una casa por la que yo hubiera dado ochocientos francos, para mi fábrica, y habría hecho un buen negocio. —¡Bah! —le respondía un joven fabricante liberal—. ¿No pertenece M. de Saint-Giraud a la congregación? ¿No tienen becas sus cuatro hijos? ¡Pobre hombre! Necesitaba todavía que el Ayuntamiento de Verrières le conceda un beneficio suplementario de quinientos francos; eso es todo. —¡Y pensar que el alcalde no ha podido impedirlo! —observaba un tercero—. ¡Pues hay que reconocer que, aunque reaccionario, por lo menos no roba! —¿No roba? —repuso otro—. ¡Que te crees tú eso! Todo entra en un gran fondo común, y a fin de año se lo reparten. Pero, cuidado, que ahí está el joven Sorel; vámonos. Julián volvió a casa de pésimo humor, y allí encontró a Mme. de Rênal muy triste. —¿Vienes de la subasta? —le preguntó. —Sí, señora, y allí he tenido el honor de pasar por un espía del señor alcalde. —Si me hubiera hecho caso, se habría marchado de viaje. En aquel momento apareció M. de Rênal; estaba muy taciturno. Durante la comida no se habló ni una palabra. M. de Rênal ordenó a Julián que fuera a

Vergy con los niños. El viaje fue muy triste. Mme. de Rênal consolaba a su marido. —Ya debías estar habituado a estas cosas, amigo mío. Por la noche estaban todos reunidos en silencio en torno a la chimenea: sólo el chisporroteo de los troncos de haya producía una cierta distracción. Era uno de esos momentos tristes que suelen darse hasta en las familias más unidas. Uno de los niños exclamó de pronto alegremente. —¡Están llamando! ¡Están llamando! —¡Diablo! Como sea M. de Saint-Giraud que viene a acosarme hasta aquí con el pretexto de darme las gracias —exclamó el alcalde—, le cantaré las cuarenta. Esto es demasiado. Es a Valenod a quien le debe el negocio que ha hecho, y yo soy quien ha quedado comprometido. ¿Qué podría yo decir si esos malditos periódicos jacobinos empezaran a interesarse por este asunto e hicieran de mí un nonante-cinq?³. Un hombre muy apuesto, con grandes patillas negras entró en aquel momento conducido por un criado. —Señor alcalde, yo soy el «signor» Gerónimo⁴. Esta carta para usted me la entregó el caballero De Beauvaisis, agregado en la embajada de Nápoles, en el momento de mi partida. De esto hace ya nueve días —añadió el signor Gerónimo con expresión alegre, mirando a Mme. de Rênal—. El señor de Beauvaisis, primo vuestro y buen amigo mío, señora, dice que usted sabe italiano. El buen humor del napolitano convirtió en alegre una velada que se auspiciaba particularmente triste. Mme. de Rênal se empeñó en darle de cenar. Puso toda la casa en movimiento; deseaba a toda costa distraer a Julián para que se olvidara del calificativo de espía que, por dos veces, le habían asignado aquel mismo día. El signor Gerónimo era un cantor célebre, hombre de buen tono y muy alegre, cualidades que en Francia no suelen ser compatibles. Después de cenar, cantó un «duettino» con Mme. de Rênal. Contó historias entretenidísimas. A la una de la madrugada, los chicos protestaron cuando Julián les propuso irse a la cama. —Cuéntenos otra vez esa historia —dijo el mayor.

—Es la mía, signorino —repuso el signor Gerónimo—. Hace ocho años yo era como usted (me refiero a la edad, ya que no tenía el honor de ser hijo del ilustre alcalde de la hermosa ciudad de Verrières), y era alumno del Conservatorio de Nápoles. Aquella alusión a Verrières, hizo suspirar a M. de Rênal, que miró a su mujer. —El signor Zingarelli —prosiguió el joven cantante, exagerando un poco su acento, que hacía morirse de risa a los niños—, el señor Zingarelli era un maestro excesivamente severo. Nadie lo quería en el Conservatorio, pero él exigía que todo el mundo obrara como si realmente le quisiera. Yo me escapaba tantas veces como podía. Iba al teatrillo de San Carlino, donde oía una música divina; pero, ¡cielos!, ¿cómo reunir los cuarenta céntimos que costaba la entrada? Enorme suma —dijo mirando a los niños, que reían como locos—. El signor Giovannone, director de San Carlino, me oyó cantar. Yo tenía dieciséis años. »—Este chico es un tesoro —dijo—. ¿Quieres que te contrate? —vino a preguntarme. »—¿Cuánto me dará usted? »—Cuarenta ducados al mes. —Señores, ¡esto suponía ciento sesenta francos! Creí ver el cielo abierto. »—Pero ¿cómo lograr —dije a Giovannone— que me deje salir el severo Zingarelli? »—Lascia fare a me. —¡Déjame hacer a mí! —exclamó el mayor de los niños. —Exactamente, señorito. M. Giovannone me dijo: »—Mio caro, primero pon una firmita en este contrato. »—Firmo; me da tres ducados. Nunca había visto tanto dinero junto. En seguida me indica lo que debo hacer. Al día siguiente pido una audiencia al terrible signor Zingarelli. Su viejo ayuda de cámara me hace pasar.

»—¿Qué quieres de mí, mala persona? —dijo Zingarelli. »—Maestro —dije yo—, me arrepiento de mis faltas; no volveré a escaparme del Conservatorio saltando la verja. Voy a aplicarme mucho más. »—Si no temiera malograr la más hermosa voz de bajo que he oído en mi vida, te encerraría en el calabozo, a pan y agua, durante quince días, sinvergüenza. »—Maestro —repuse—, voy a ser el modelo de toda la escuela, credete a me. Pero quiero pedirle un favor: si alguien viene a buscarme para cantar fuera, no acceda usted de ninguna manera. Por favor, diga usted que le es imposible. »—¿Y quién diablos quieres tú que venga a buscar una alhaja semejante? ¿Crees que consentiría nunca que salieses del Conservatorio? ¿Es que pretendes burlarte de mí? ¡Lárgate! ¡Lárgate! —dijo tratando de darme un puntapié en el trasero—, y ten cuidado con el calabozo del director. Una hora más tarde, el signor Giovannone se presenta en el despacho del director. »—Vengo a suplicarle que haga mi fortuna —le dijo—; déjeme a Gerónimo. Si canta en mi teatro, este invierno caso a mi hija. »—¿Qué quieres hacer con ese granuja? —le preguntó Zingarelli—. No quiero, no irá, y, además, aun en el caso en que yo consintiera, él no querría dejar el Conservatorio; acaba de jurármelo. »—Si sólo se trata de su voluntad —dijo gravemente Giovannone, sacando del bolsillo mi contrato—, ¡carta canta!: aquí está su firma. »Entonces Zingarelli, furioso, hace sonar con fuerza la campanilla: “¡Que echen del Conservatorio a Gerónimo inmediatamente”, gritó iracundo». —Me echaron, pues, y yo salí riendo a carcajadas. Aquella misma noche canté el aria del Moltiplico. Polichinela quiere casarse y cuenta con los dedos los objetos que necesita para poner su casa, pero se embarulla a cada momento en sus cálculos. —¿Quiere usted cantarnos esa aria? —le rogó Mme. de Rênal.

Gerónimo cantó, y todo el mundo lloraba a fuerza de reír. El signor Gerónimo se fue a acostar a las dos de la madrugada, dejando a toda la familia encantada de sus buenos modales, de su complacencia y de su jovialidad. Al día siguiente, M. y Mme. de Renâl le entregaron las cartas que necesitaba para presentarse en la corte de Francia. «Luego por todas partes impera la falsedad —se decía Julián—. Aquí tenemos al signor Gerónimo que se va a Londres con sesenta mil francos de sueldo. Sin las mañas del director de San Carlino, su voz divina no habría sido conocida y irada por lo menos hasta diez años más tarde... La verdad es que preferiría ser un Gerónimo a un Rênal. No ocupará un puesto tan distinguido en la sociedad, pero tampoco tiene el pesar de hacer adjudicaciones como la de hoy, y su vida es alegre». Una cosa asombraba a Julián: las semanas solitarias pasadas en Verrières, en casa de M. de Rênal, habían sido para él una época dichosa. Tan sólo cuando se veía obligado a asistir a una comida, había sentido aversión y tristes pensamientos. En aquella casa solitaria, ¿no podía leer, escribir, pensar, sin que nadie le molestara? Allí no se veía interrumpido a cada momento en sus brillantes ensoñaciones por la cruel necesidad de estudiar los impulsos de un alma baja, y menos aún para engañarla con acciones o frases hipócritas. «¿Estará la felicidad tan cerca de mí?... Para una vida así se necesita bien poca cosa; puedo casarme con Elisa o asociarme con Fouqué... Pero el viajero que acaba de escalar una montaña escarpada se sienta en la cumbre y experimenta un placer inmenso al descansar. ¿Sería tan feliz si le obligaran a seguir reposando siempre?». El espíritu de Mme. de Rênal se veía acosado por fatídicos pensamientos. A pesar de sus resoluciones, había terminado por confesar a Julián todo el asunto de la subasta. «Conseguirá hacerme olvidar todos mis juramentos», pensaba ella. Habría sacrificado su vida sin vacilar por salvar la de su marido si la hubiera visto en peligro. Era una de esas almas nobles y románticas, para las cuales entrever la posibilidad de llevar a cabo una acción generosa y no realizarla es una fuente de remordimientos casi tan vivos como los que produce el crimen cometido. Sin embargo, había días funestos en que no lograba apartar de su pensamiento la imagen del exceso de felicidad que supondría quedarse viuda de

repente y poder así casarse con Julián. Amaba éste a sus hijos mucho más que su propio padre, y ellos, a su vez, lo adoraban a pesar de la severidad de su justicia. Se daba cuenta de que, casándose con Julián, tendría que abandonar Vergy, cuyas frondosas umbrías le eran tan queridas. Se veía viviendo en París, continuando sus hijos aquella educación que todos iraban. Sus hijos, ella, Julián, todos gozaban de una felicidad perfecta. ¡Extraño efecto del matrimonio, tal como lo ha hecho el siglo XIX! El tedio de la vida conyugal hace perecer el amor, si es que éste ha precedido al matrimonio. Y, sin embargo, como diría un filósofo, este mismo tedio no tarda en generar, en las personas lo bastante ricas para no tener que trabajar, un hastío profundo hacia todos los goces tranquilos, y no hay mujer, salvo aquellas que tienen un alma árida, a la que no predisponga al amor. La reflexión del filósofo me hace disculpar a Mme. de Rênal, aunque no ocurría lo mismo, ni mucho menos, en Verrières, cuyos habitantes, sin que ella lo supiera, no se ocupaban de otra cosa que del escándalo de sus amores. Gracias a este sensacional asunto, aquel otoño fue mucho menos aburrido que de costumbre. El otoño y una parte del invierno transcurrieron muy deprisa. Hubo que dejar los bosques de Vergy. La buena sociedad de Verrières empezó a indignarse al ver que sus anatemas hacían tan poco efecto en M. de Rênal. En menos de ocho días, varias personas serias, de esas que se resarcen de su seriedad habitual con el placer que conlleva desempeñar esa clase de misiones, le hicieron concebir las más crueles sospechas, sirviéndose, por supuesto, de los términos más mesurados. M. Valenod, que obraba con cautela, había colocado a Elisa con una familia noble y bien considerada, donde había cinco mujeres. Elisa, temiendo, según decía, no encontrar colocación durante el invierno, sólo pidió a aquella familia las dos terceras partes de lo que ganaba en casa del alcalde. Y motu proprio tuvo la excelente idea de ir a confesar con el viejo cura Chélan, y también con el nuevo, para contarles detalladamente a ambos los amores de Julián. Al día siguiente de su llegada, a las seis de la mañana, el padre Chélan mandó llamar a Julián.

—No te pregunto nada —le dijo—. Te ruego y, si es preciso, te ordeno que no me cuentes nada; pero te exijo que de aquí a tres días te marches al seminario de Besançon o a casa de tu amigo Fouqué, que sigue dispuesto a brindarte su ayuda haciéndote su socio. Lo he previsto todo, lo he arreglado todo, pero no tienes más remedio que marcharte y no volver por Verrières en un año. Julián no contestó; estaba pensando si debía sentirse ofendido en su honor por las atribuciones que M. Chélan, que después de todo no era su padre, se tomaba sobre él. —Mañana, a esta misma hora, tendré el honor de volver a verle —le dijo por fin al cura. M. Chélan, que contaba con vencer en reñida lucha a tan joven mozo, habló mucho. Julián, adoptando la actitud y la expresión de una perfecta humildad, no abrió la boca. Por fin salió y corrió a prevenir a Mme. de Rênal, a la que encontró desesperada. Su marido acababa de hablarle con cierta franqueza. La debilidad natural de su carácter, sumada a la perspectiva de la herencia de Besançon, le habían decidido a considerarla totalmente inocente. Acababa de comunicarle el extraño estado en que encontraba la opinión pública de Verrières. La gente estaba equivocada, engañada por los envidiosos, pero ¿qué hacer? Mme. de Rênal se hizo por un momento la ilusión de que Julián podría aceptar el ofrecimiento de M. Valenod y quedarse en Verrières. Pero ya no era el ser sencillo y tímido del año anterior: su fatal pasión, sus remordimientos, habían hecho de ella una mujer experimentada. Pronto sintió el dolor de comprender, escuchando a su marido, que se hacía indispensable una separación, siquiera fuese momentánea. «Lejos de mí, Julián, volverá a incurrir en sus proyectos ambiciosos, tan naturales en el que nada tiene. Y yo, ¡Dios mío!, que soy tan rica... ¿De qué me sirve la riqueza, si no soy feliz? Julián me olvidará. Es tan digno de ser amado, que le amarán y amará. ¡Ah, infeliz de mí!... ¿De qué puedo quejarme? El cielo es justo: no he tenido el valor de poner fin a mi pecado, y él me priva de la razón. En mi mano estaba haber ganado a Elisa a fuerza de dinero; nada hubiera sido más fácil. No me he tomado la molestia de reflexionar un momento; las locas figuraciones del amor absorbían todo mi tiempo. Esto es el fin».

Julián se sorprendió de una cosa: al comunicar a Mme. de Rênal la terrible noticia de su partida, ésta no le hizo ninguna objeción egoísta. Hacía evidentes esfuerzos para no llorar. —Necesitamos firmeza, amigo mío. Se cortó un mechón de cabello. —No sé lo que haré —le dijo—; pero si me muero, prométeme que no olvidarás nunca a mis hijos. De lejos o de cerca, trata de hacer de ellos unos hombres honrados. Si estalla una nueva revolución, todos los nobles serán decapitados; su padre tendrá que emigrar quizá a causa de aquel campesino asesinado en un tejado. Vela por mi familia... Dame la mano. Adiós, amigo mío. Éstos son los últimos momentos que pasamos juntos. Hecho este gran sacrificio, espero que en público tendré valor para velar por mi reputación. Julián esperaba encontrarla desesperada, pero la sencillez de aquella despedida le conmovió. —No, no quiero despedirme así de ti. Marcharé, puesto que lo quieren así, incluso tú. Pero tres días después de mi partida, volveré a verte por la noche. Mme. de Rênal sintió que su existencia cambiaba. Julián la amaba mucho, puesto que era a él a quien se le había ocurrido la idea de volver a verla. Su terrible dolor se trocó en uno de los más vivos arrebatos de alegría que había tenido en su vida. Todo le pareció fácil. La certeza de volver a ver a su amigo quitaba a aquellos momentos todo lo que tenían de desgarradores. Desde aquel instante, la conducta y la fisonomía de Mme. de Rênal se mantuvieron nobles, firmes y correctas. M. de Rênal volvió a casa temprano: estaba fuera de sí. Por fin habló a su mujer de la carta anónima recibida dos meses antes. —Quiero llevarla al Casino, demostrar a todos que es de ese infame Valenod, a quien yo saqué del arroyo para convertirlo en uno de los burgueses más ricos de Verrières. Lo avergonzaré públicamente y después me batiré con él. Esto pasa de la raya. «¡Podría quedarme viuda, Dios mío!», pensó Mme. de Rênal.

Pero casi al mismo tiempo se dijo: «Si no impido este duelo, como seguramente está en mi mano, me convertiré en la asesina de mi marido». Nunca halagó su vanidad con más destreza. En menos de dos horas hizo ver, y siempre por razonamientos que él mismo creía hallar, que era preciso demostrar más cordialidad que nunca a M. Valenod y hasta reitir a Elisa en casa. Mme. de Rênal tuvo que armarse de todo su valor para volver a ver a aquella muchacha, causa de todas sus desdichas. Pero aquella idea provenía de Julián. Finalmente, después de haberlo lanzado tres o cuatro veces tras la pista, M. de Rênal, por sí solo, llegó a concebir la idea, bien penosa bajo el punto de vista financiero, de que, puesto que lo más desagradable que podía ocurrirle era que Julián, en medio de la efervescencia de las habladurías de todo Verrières, se quedara como preceptor de los hijos de Valenod —el interés de Julián consistía evidentemente en aceptar las proposiciones del director del asilo—, era importante que, para gloria de M. de Rênal, Julián dejase Verrières y entrase en el seminario de Besançon o de Dijon. Pero ¿cómo decidirle a ello?, y, sobre todo, ¿con qué medios viviría allí? M. de Rênal, al ver la inminencia del sacrificio económico que ello suponía, estaba más desesperado que su mujer. En cuanto a ella, después de aquella conversación, podía compararse su estado con el de un hombre valeroso que, cansado de la vida, toma una dosis de estramonio, obra ya como un autómata y no se interesa ya por nada. Un estado semejante llevó a Luis XIV a decir, ya moribundo: «Cuando yo era rey». ¡Frase irable! Al día siguiente, muy de mañana, M. de Rênal recibió otra carta anónima escrita esta vez en el tono más insultante. En cada línea se leían las palabras más groseras aplicables a su situación. Debía ser obra de algún envidioso subalterno. Aquella carta le animó de nuevo a batirse con M. Valenod. Y su valor llegó a tal punto, que decidió esta vez llevar a la práctica su proyecto sin más demora. Salió solo y fue a casa del armero a comprar unas pistolas, que mandó cargar. «En realidad —se decía—, aun cuando volviera al mundo la istración severa de Napoleón, nadie podría echarme en cara el haber robado ni un real. Todo lo más que he hecho ha sido hacer la vista gorda, pero tengo en mi escritorio importantes documentos que me obligaban a actuar de ese modo».

Mme. de Rênal se quedó aterrada ante la cólera fría de su marido; le recordaba la fatal idea de la viudez, que tanto trabajo le costaba desechar. Se encerró con él. Durante varias horas le habló en vano; la última carta anónima había sido un golpe decisivo. Por fin consiguió transformar el valor de darle un bofetón a M. Valenod en el de ofrecer seiscientos francos a Julián, importe de un año de su pensión en el seminario. M. de Rênal, maldiciendo mil veces el día en que tuvo la fatal ocurrencia de llevar a su casa un preceptor, olvidó el anónimo. Se consoló un poco con un proyecto que no comunicó a su mujer: con habilidad, y valiéndose de las ideas románticas del joven, esperaba inducirlo a que rechazara los ofrecimientos de M. Valenod sin necesidad de gastar una suma tan cuantiosa. Mucho más trabajo le costó a Mme. de Rênal convencer a Julián para que aceptara una compensación sin avergonzarse, ya que, por la conveniencia de su marido, iba a sacrificar una colocación que podía suponerle ochocientos francos, públicamente ofrecidos por el director del asilo. —Pero —insistía Julián— si ni por un momento se me pasó por la imaginación la idea de aceptar tales ofrecimientos. Estoy ya demasiado acostumbrado a la vida elegante; la ordinariez de esas gentes me mataría. La cruel necesidad, con su mano de hierro, doblegó la voluntad de Julián. Verdad es que procuró acallar la voz de su orgullo haciéndose la ilusión del que aceptaba, sólo como un préstamo, la suma ofrecida por el alcalde de Verrières, firmándole a tal efecto un recibo en el que se comprometía a reembolsarle en cinco años y con intereses. Mme. de Rênal aún conservaba algunos miles de francos, ocultos en la gruta de la montaña. Se los ofreció, temblorosa, comprendiendo que los rechazaría indignado. —¿Quieres hacer abominable el recuerdo de nuestros amores? —le dijo Julián. Por fin llegó el día de la marcha de Julián. La alegría de M. de Rênal fue grande cuando vio que el joven, en el momento fatal de ir a recibir su dinero, halló excesivo el sacrificio de su dignidad y se negó en redondo. M. de Rênal lo abrazó con lágrimas en los ojos. Al pedirle entonces Julián un certificado de buena conducta, no encontraba éste en su entusiasmo términos lo bastante

expresivos para alabarle como se merecía. Nuestro héroe tenía cinco luises ahorrados y pensaba pedir otros tantos a Fouqué. Estaba muy conmovido. Pero cuando estuvo a una legua de Verrières, donde tanto amor había dejado, ya sólo pensaba en la dicha de ver una capital, una gran ciudad fortificada como Besançon. Durante aquella corta ausencia de tres días, Mme. de Rênal se dejó engañar por una de las más crueles decepciones del amor. Su vida era aceptable; entre ella y la extrema desgracia mediaba aquella entrevista que debía celebrar con Julián. Contaba las horas, los minutos que faltaban. Por fin, durante la noche del tercer día, oyó a lo lejos la señal convenida. Después de arrostrar mil peligros, Julián apareció ante ella. Desde aquel instante sólo tuvo un pensamiento: «Es la última vez que le veo». Lejos de corresponder a las efusiones de su amigo, parecía un cadáver apenas animado. Si violentándose acertaba a decirle que le amaba, su torpeza casi hacía que pareciera lo contrario. Nada podía distraerla de la cruel idea de una separación eterna. El desconfiado Julián creyó por un instante que ya le había olvidado. Sus reproches sólo fueron acogidos con amargas lágrimas, vertidas en silencio, y apretones de manos casi convulsivos. —¡Pero Dios santo! ¿Cómo quieres que te crea? —respondía Julián a las frías protestas de su amiga—. Demostraría cien veces más cariño a Mme. Derville, o a cualquier otra persona conocida. Mme. de Rênal, petrificada, no sabía qué responder. —Es imposible ser más desgraciada... Creo que voy a morir... Siento que se me hiela el corazón. Tales fueron las contestaciones más largas que pudo obtener. Cuando la proximidad del día hizo necesaria la separación, las lágrimas de Mme. de Rênal cesaron de repente. Vio cómo su amante ataba a la ventana una cuerda de nudos, y ni despegó los labios, ni correspondió a sus besos. En vano le decía éste: —Hemos llegado al momento que tanto deseabas. En adelante vivirás sin remordimientos. No verás a tus hijos en la tumba a la más ligera indisposición.

—Siento mucho que no puedas dar un beso a Estanislao —le dijo ella con frialdad. Julián acabó por sentirse profundamente herido por los besos carentes de calor de aquel cadáver viviente. No pudo pensar en otra cosa en muchas leguas. Su alma estaba afligida, y antes de trasponer la montaña, mientras aún pudo divisar el campanario de la iglesia de Verrières, volvió la vista atrás muchas veces.

CAPÍTULO XXIV

UNA CAPITAL

¡Cuánto ruido, cuánta gente atareada! ¡Cuántos proyectos en la cabeza de un joven de veinte años! ¡Qué distracción para el amor!

BARNAVE

Sobre una montaña lejana divisó, por fin, unas murallas negras; eran las de la ciudadela de Besançon. —¡Qué diferencia para mí —exclamó suspirando— si llegara a esta noble ciudad fortificada para ser subteniente en uno de los regimientos encargados de su defensa! Besançon no es solamente una de las ciudades más hermosas de Francia; en ella abundan gentes de valía y de talento. Pero Julián no era más que un campesino, y eso le impedía abrigar esperanzas de entrar en relación con los hombres distinguidos. Su amigo Fouqué le había proporcionado un traje de burgués, y ataviado de ese modo atravesó el puente levadizo. Rebosante de conocimientos sobre la historia del sitio de 1674, quiso ver las fortificaciones y la ciudadela antes de encerrarse en el seminario. Dos o tres veces estuvo a punto de que le detuvieran los centinelas; se metía en sitios que la intendencia militar veda al público, con el objeto de poder vender doce o quince francos de heno al año. La altura de las murallas, la profundidad de los fosos, el terrible aspecto de los cañones le habían absorbido la atención durante varias horas, cuando se encontró delante del gran café del bulevar. Se quedó inmóvil de iración: por más que

leía la palabra café, escrita en gruesos trazos sobre las dos inmensas puertas, no podía dar crédito a sus ojos. Haciendo un esfuerzo para vencer su timidez, se atrevió a entrar, y de pronto se encontró en un salón de treinta o cuarenta pasos de largo y cuyo techo se elevaba más de veinte pies. Aquel día todo era fascinante para él. Se estaban jugando dos partidas de billar. Los mozos del café cantaban los puntos; los jugadores se movían en torno a los billares, rodeados de espectadores. De las bocas de los fumadores salían torrentes de humo, envolviéndolo todo en una nube azul. La elevada estatura de aquella gente, sus hombros redondeados, su andar firme, sus enormes patillas, los largos levitones que llevaban, todo llamaba la atención de Julián. Aquellos nobles hijos de la antigua Bisontium sólo sabían hablar gritando, dándoselas de guerreros temibles. Julián permanecía inmóvil irándolo todo, considerando la inmensidad, la magnificencia de una gran capital como Besançon. No se sentía con valor para pedir una taza de café a uno de aquellos caballeros de mirada altiva que cantaban los puntos del billar. Pero la joven del mostrador se había fijado en la encantadora fisonomía de aquel joven burgués de pueblo que, de pie, a tres pasos de la estufa, con un paquete debajo del brazo, miraba atentamente el busto de escayola del rey. Aquella señorita, natural del Franco Condado, de buena presencia y ataviada como conviene al prestigio de un café importante, había dicho ya dos veces, procurando que sólo la oyera Julián: «¡Señor, señor!». Julián se encontró con la mirada de aquellos dos grandes ojos azules, muy tiernos, y vio que era a él a quien le hablaban. Se acercó rápidamente al mostrador y a la bonita muchacha como quien se lanza hacia el enemigo. Pero, con tan brusco movimiento, se le cayó el hatillo. ¿Qué compasión no inspirará nuestro provinciano a los jóvenes estudiantes de París, que a los quince años ya saben entrar en un café con un porte tan distinguido? Por más que esos muchachos tan bien acostumbrados a los quince años, caigan en la vulgaridad a los dieciocho. La timidez apasionada que se encuentra en provincias suele a veces superarse y ella misma enseña a tener voluntad. Al acercarse a aquella muchacha tan bella, que se había dignado dirigirle la palabra, Julián, que se tornaba animoso a fuerza de vencer su timidez, pensaba: «tengo que decirle la verdad».

—Señora, es la primera vez en mi vida que vengo a Besançon. Quisiera que me dieran, por lo que valga, un panecillo y una taza de café. La muchacha sonrió un poco y luego se ruborizó; temía que aquel apuesto mozo atrajese la atención irónica o las burlas de los jugadores de billar. Se asustaría y no volvería más. —Colóquese aquí, cerca de mí —le dijo mostrándole una mesa de mármol casi oculta por el enorme mostrador de caoba que avanzaba hacia el centro del salón. La muchacha se inclinó hacia fuera del mostrador, lo que le dio ocasión de exhibir su irable talle. Julián reparó en él, y la observación cambió el curso de sus ideas. La bella muchacha acaba de colocar delante de él una taza, azúcar y un panecillo. Dudaba en llamar a un mozo para que sirviera el café, comprendiendo que la llegada de aquél supondría el final de su conversación a solas con Julián. Éste, pensativo, comparaba la belleza rubia y alegre que tenía delante, con ciertos recuerdos que le inquietaban. La idea de la pasión que había inspirado disipó casi toda su timidez. La hermosa joven, que no disponía de tiempo, tuvo, sin embargo, el suficiente para leer en las miradas de Julián. —El humo de las pipas lo hace a usted toser. Venga mañana a desayunar antes de las ocho; a esa hora suelo estar casi sola. —¿Cómo se llama usted? —preguntó Julián con la tierna sonrisa de una timidez dichosa. —Amanda Binet. —¿Me permite que le envíe, dentro de una hora, un paquete como éste? La bella Amanda reflexionó un momento. —Estoy vigilada, y lo que usted me pide puede comprometerme; sin embargo, voy a escribirle mis señas en una tarjeta que puede colocar en el paquete. Envíemelo de esta forma sin miedo. —Me llamo Julián Sorel —dijo el joven—, y no tengo parientes ni amigos en Besançon.

—¡Ah! Ya comprendo —repuso ella alegremente—; viene usted a estudiar a la escuela de Derecho. —Desgraciadamente, no —respondió Julián—. Me envían al seminario. El más completo desencanto se dibujó en el rostro de Amanda. Llamó a un mozo. Ahora sí tenía valor para hacerlo. El mozo sirvió café a Julián sin mirarlo siquiera. Amanda cobraba en el mostrador. Julián se sentía orgulloso de haberse atrevido a hablar. En uno de los billares surgió una disputa. Los gritos y las imprecaciones de los jugadores, resonando en aquel salón inmenso, formaban una batahola que asombraba a Julián. Amanda estaba pensativa y bajaba los ojos. —Si usted me lo permite, señorita —le dijo de pronto con aplomo—, diré que soy su primo. Aquel cierto aire de autoridad fue del agrado de Amanda. «No es un joven cualquiera», pensó. Y le dijo, muy deprisa, sin mirarle, pues su vista estaba atenta vigilando por si alguien se acercaba al mostrador: —Yo soy de Genlis, cerca de Dijon; diga usted que también es de allí, y que es primo de mi madre. —No dejaré de hacerlo. —Todos los jueves, a las cinco, en verano, pasan los seminaristas por delante del café. —Si piensa usted en mí cuando yo pase, tenga un ramito de violetas en la mano. Amanda lo miró asombrada. Aquella mirada transformó en temeridad el valor de Julián; sin embargo, se ruborizó mucho al decirle: —Siento que me estoy enamorando de usted con el más encendido amor. —Hable usted más bajo —le dijo ella, muy asustada. Julián trataba de recordar las frases de un tomo suelto de La nueva Eloísa que había encontrado en Vergy. Su memoria le fue fiel. Llevaba diez minutos

recitando La nueva Eloísa a la señorita Amanda, que le escuchaba encantada. Empezaba él a sentirse satisfecho de su bravura cuando, de repente, la bella cajera adoptó una actitud glacial. Acababa de entrar en el café uno de sus amantes. Se acercó al mostrador, silbando y contoneándose. Miró a Julián. En aquel mismo instante, la idea del duelo surgió como un relámpago en la imaginación siempre exaltada de éste. Palideció intensamente, empujó su taza, adoptó una actitud firme y miró atentamente a su rival. Mientras éste inclinaba la cabeza para servirse con familiaridad un vaso de aguardiente en el mostrador, Amanda ordenó a Julián con la mirada que bajara los ojos. Él obedeció, y durante dos minutos se mantuvo inmóvil en su sitio, pálido, decidido y sin pensar más que en lo que iba a suceder; en aquel momento se sentía lo que se dice bien. El rival se había quedado un tanto asombrado ante los ojos de Julián; no obstante, sin decir nada, se bebió de un trago su aguardiente, intercambió unas palabras con Amanda, metió ambas manos en los bolsillos laterales de su levitón y se acercó a una mesa de billar silbando y mirando a Julián. Éste se levantó en un de ira; pero no sabía cómo arreglárselas para resultar insolente. Dejó su paquetito, y con el aire más petulante que pudo se dirigió al billar. En vano le aconsejaba la prudencia: «Con un duelo nada más llegar a Besançon, tu carrera eclesiástica se habría terminado». «¡Qué importa! No se dirá de mí que me achico ante un chulo». Amanda iró su valor, que hacía un bello contraste con la ingenuidad de sus maneras; inmediatamente lo prefirió en su corazón al corpulento joven del levitón. Se levantó, y, simulando observar a alguien que pasaba por la calle, fue rápidamente a interponerse entre él y el billar. —Guárdese bien de mirar con malos ojos a ese caballero; es mi cuñado. —¡Y a mí qué me importa! Él me miró antes con insolencia. —¿Quiere usted que me sienta desgraciada? Claro que le ha mirado; y hasta es posible que le hable. Le he dicho que era usted un pariente de mi madre, y que acababa de llegar de Genlis. Él es del Franco Condado, y nunca fue más allá de Dole, en el camino de Borgoña. Diga usted, pues, lo que quiera sin el menor temor. Julián vacilaba aún, pero ella añadió con viveza (su imaginación de camarera le proporcionaba mentiras en abundancia):

—Sin duda le ha mirado, pero fue en el mismo momento en que me preguntaba quién era usted. Se comporta como un palurdo con todo el mundo; no ha tenido intención de insultarle. La vista de Julián siguió al supuesto cuñado; le vio comprar un número para la apuesta que se jugaba en la más distante de las dos mesas de billar, y oyó su vozarrón que gritaba en tono amenazador: «¡Voy! ¡Juego!». Julián pasó con presteza por detrás de Mlle. Amanda, y dio un paso hacia el billar, Amanda le sujetó por un brazo: —Venga usted antes a pagarme —le dijo. «Es natural —pensó Julián—; tiene miedo de que me vaya sin pagar». Amanda estaba tan inquieta como él y muy colorada; le dio el cambio lo más lentamente que pudo, mientras le repetía en voz baja: —Salga usted ahora mismo del café, o ya no le querré, y conste que le quiero bien. Julián salió, efectivamente, pero muy despacio. «¿No es mi deber —se repetía— acercarme a mirar, yo también, a ese personaje grosero?». La incertidumbre lo retuvo una hora en el bulevar, delante del café, acechando la salida de su hombre. Al no aparecer éste, Julián se alejó. No llevaba más que algunas horas en Besançon y ya tenía un motivo de remordimiento¹. El viejo cirujano militar, a pesar de su gota, le había dado hacía tiempo alguna que otra lección de esgrima; ésa era toda la ciencia que Julián podía poner al servicio de su cólera. Pero este obstáculo no habría sido nada si hubiera sabido cómo provocar a aquel individuo sin darle una bofetada, por más que, de haber llegado a los puños, su rival, hombre enorme, le hubiera dado una soberana paliza y le hubiera dejado con dos palmos de narices. «Para un pobre diablo como yo —se dijo Julián—, sin protectores y sin dinero, no debe haber gran diferencia entre un seminario y una cárcel. Necesito dejar este traje que llevo puesto en alguna posada y volver a ponerme el hábito. Si algún día consigo salir del seminario por unas horas, podré utilizarlo de nuevo para hacer una visita a Mlle. Amanda». El razonamiento era lógico, pero Julián no se atrevía a entrar en ninguna de las posadas que hallaba a su paso.

Finalmente, al volver a pasar por delante del Hotel de Embajadores, sus ojos inquietos se cruzaron con los de una mujer gruesa, bastante joven aún, coloradota y de aspecto alegre y satisfecho. Se acercó a ella y le contó su historia. —Claro que le guardaré su traje de seglar, mi lindo curita —le dijo la dueña de Embajadores—, y hasta se lo cepillaré de vez en cuando. En este tiempo no es conveniente dejar los trajes de paño guardados sin tocarlos. Cogió una llave, y ella misma lo condujo a una habitación, recomendándole que hiciese una nota especificando lo que dejaba. —¡Dios mío! Qué buen aspecto tiene usted vestido así, M. Sorel —le dijo la recia mujer cuando bajó a la cocina—. Voy a ordenar que le sirvan una buena comida, y —añadió en voz baja— sólo le va a costar veinte sueldos, en vez de cincuenta, que es lo que todo el mundo paga, porque quiero tener consideración con sus pobres ahorrillos. —Tengo diez luises —replicó Julián con cierto orgullo. —¡Por Dios! —respondió la posadera alarmada—. No hable tan alto. Hay mucho pillo en Besançon. Le robarán todo eso en menos que canta un gallo. Sobre todo no entre nunca en los cafés; están plagados de maleantes. —¡Desde luego! —dijo Julián, a quien daba que pensar aquella frase. —Venga usted siempre a mi casa. Yo le daré café. Recuerde que siempre encontrará aquí una amiga y una buena comida por veinte sueldos. Esto es hablar con sinceridad, me parece a mí. Vaya a la mesa; le voy a servir yo misma. —No podría probar bocado —le dijo Julián—. Estoy demasiado nervioso; voy a entrar en el seminario en cuanto salga de su casa. La buena mujer no le dejó salir sin antes haberle llenado los bolsillos de provisiones. Por fin, Julián se encaminó hacia el terrible lugar. La posadera, desde la puerta, le indicaba el camino.

CAPÍTULO XXV

EL SEMINARIO ¹

Trescientas treinta y seis comidas a 83 céntimos; trescientas treinta y seis cenas a 38 céntimos; chocolate a quien le corresponda. ¡Cuánto se puede sacar a base de sumisión!

EL VALENOD DE BESANÇON

Desde lejos vio la cruz de hierro dorado sobre la puerta. Se aproximó lentamente. Sus piernas flaqueaban. ¡Éste es el infierno en la tierra, del que jamás podré salir! Por fin se decidió a llamar. El sonido de la campana resonó como en un lugar solitario. Al cabo de diez minutos vino a abrirle un hombre pálido vestido de negro. Julián lo miró e inmediatamente bajó los ojos. Aquel portero tenía una fisonomía singular. La pupila saltona y verde de sus ojos se redondeaba como la de un gato; los contornos inmóviles de sus párpados evidenciaban la imposibilidad de toda simpatía; sus labios delgados se abrían en semicírculo, dejando al descubierto una dentadura saliente. Sin embargo, en aquella fisonomía no se reflejaba el crimen, sino más bien esa insensibilidad absoluta que inspira aún más terror a la juventud. El único sentimiento que la mirada rápida de Julián pudo adivinar en aquel semblante devoto fue el de un profundo desprecio por todo aquello de que quisieran hablarle y que no fuera el interés del cielo. Julián levantó los ojos con esfuerzo, y, con una voz que los latidos del corazón hacían temblona, explicó que deseaba hablar con M. Pirard, director del

seminario. Sin decir una palabra, el hombre de negro le hizo seña de que le siguiera. Subieron dos pisos por una ancha escalera con balaustrada de madera, cuyos peldaños alabeados se inclinaban del lado opuesto a la pared y parecían a punto de venirse abajo. Una puertecilla coronada por una cruz de cementerio, en madera pintada de negro, se abrió con dificultad, y el portero le hizo entrar en una estancia sombría y baja, cuyas paredes enlucidas estaban adornadas con dos cuadros ennegrecidos por el tiempo. Allí se quedó solo Julián; estaba aterrado y su corazón latía con violencia; habría sentido un gran alivio si se hubiera atrevido a llorar. Un silencio de muerte reinaba en todo el edificio. Al cabo de un cuarto de hora, que le pareció un día entero, el portero de semblante siniestro reapareció en el umbral de la puerta, en el extremo opuesto de la sala, y, sin dignarse hablar, le hizo seña de que le siguiera. Entró en una estancia aún más grande que la primera y con muy poca luz. Las paredes estaban blanqueadas, pero no había muebles. Solamente en un rincón, cerca de la puerta, vio Julián, al pasar, una cama de madera blanca, dos sillas de paja y un silloncito de tablas de abeto, sin almohadón alguno. En el otro extremo del cuarto, junto a una ventana pequeña de vidrios amarillentos, adornada con tiestos de flores mal cuidadas, descubrió a un hombre sentado delante de una mesa y vestido con una sotana raída. Parecía estar de mal talante y permanecía absorto cogiendo, uno a uno, gran cantidad de cuadritos de papel que iba ordenando en la mesa después de escribir algunas palabras en cada uno de ellos. No advertía la presencia de Julián, inmóvil, de pie en medio de la estancia, en el mismo sitio en que lo había dejado el portero, que había vuelto a salir cerrando la puerta tras de sí. Así transcurrieron diez minutos; el hombre mal vestido seguía escribiendo. Tan grandes eran la emoción y el terror de Julián, que le parecía estar a punto de caerse. Un filósofo hubiera dicho, quizá equivocándose: «Es la violenta impresión de lo feo sobre un alma destinada a amar lo bello». El hombre que escribía levantó la cabeza, Julián sólo se dio cuenta al cabo de un momento, y aun después de haberlo visto continuó sin moverse, como herido de muerte por la terrible mirada que se clavó en él. Los ojos trastornados de Julián apenas distinguían una cara larga y toda cubierta de manchas rojas, excepto la frente, que era de una palidez mortal. Entre aquellas mejillas rojas y aquella frente blanca, brillaban dos ojillos negros, capaces de atemorizar al más valiente. Los vastos contornos de aquella frente estaban enmarcados por cabellos espesos, lisos y negros como el azabache.

—¿Quiere usted acercarse, sí o no? —dijo por fin aquel hombre con impaciencia. Julián se acercó con paso vacilante, a punto de desmayarse, y pálido como nunca en su vida lo había estado, deteniéndose a tres pasos de la mesa de madera blanca cubierta de trocitos de papel. —Más cerca —ordenó el hombre. Julián siguió avanzando, mientras extendía la mano como si buscara algo en que apoyarse. —¿Su nombre? —Julián Sorel. —Ha tardado usted bastante —le dijo, clavando en él de nuevo su mirada terrible. Julián no pudo resistir aquella mirada; alargando la mano como para sostenerse, cayó al suelo cuan largo era. El hombre hizo sonar una campanilla. Julián, que sólo había perdido la visión y la facultad de moverse, oyó pasos que se acercaban. Lo levantaron y lo sentaron en el silloncito de madera blanca. Oyó al hombre terrible que decía al portero: —Parece un ataque epiléptico, no nos faltaba más que eso. Cuando Julián pudo abrir los ojos, el hombre de la cara roja seguía escribiendo; el portero había desaparecido. «Tengo que ser valiente —se dijo nuestro héroe—, y sobre todo disimular lo que siento. (Sentía unas náuseas terribles). Si me ocurriera un accidente, sabe Dios lo que pensarían de mí». Por fin, el hombre dejó de escribir y, mirando a Julián de reojo, dijo: —¿Está usted en disposición de responderme?

—Sí, señor —respondió Julián, con voz débil. —¡Ah! Menos mal... El hombre de negro se había levantado a medias y buscaba con impaciencia una carta en el cajón de su mesa de abeto, que se abrió rechinando. La encontró, se sentó lentamente, y mirando de nuevo a Julián con una expresión como para arrancarle la poca vida que le quedaba, dijo: —Viene usted recomendado por M. Chélan, el que fuera el mejor párroco de la diócesis, hombre virtuoso donde los haya y amigo mío desde hace treinta años. —¿Entonces es con M. Pirard con quien tengo el honor de hablar? —consiguió decir Julián con voz moribunda. —Eso parece —replicó el director del seminario, mirándolo con gesto agrio. Sus ojillos brillaron con más intensidad, y al mismo tiempo la comisura de sus labios se fruncía con un movimiento involuntario. Era la fisonomía del tigre, relamiéndose por anticipado ante su presa. —La carta de Chélan es breve —dijo como si hablara consigo mismo—. Intelligenti pauca. En los tiempos que corren nunca se escribe demasiado poco. Leyó en alta voz: «Le envío a Julián Sorel, natural de esta parroquia, a quien bauticé pronto hará veinte años. Es hijo de un carpintero rico, pero que no le da nada. Julián será un obrero notable en la viña del Señor. Memoria e inteligencia no le faltan y posee un carácter reflexivo. ¿Será duradera su vocación? ¿Será sincera?». —¡Sincera! —repitió el padre Pirard con asombro y mirando a Julián, pero ahora la mirada del clérigo no estaba ya tan desprovista de humanidad—. ¡Sincera! — repitió bajando la voz y reanudando su lectura. «Le solicito a usted una beca para Julián Sorel; la merecerá después de someterse a los exámenes necesarios. Le he enseñado un poco de Teología, de esa antigua y buena teología de los Bossuet, los Arnault, los Fleury. Si el muchacho no le conviene, envíemelo de nuevo. El director del asilo, a quien usted conoce bien, le ofrece ochocientos francos si acepta ser el preceptor de sus

hijos. Mi espíritu está tranquilo, gracias a Dios. »En cuanto a mí, me voy acostumbrando al terrible golpe. Vale et me ama». El padre Pirard, bajando la voz al llegar a la firma, exhaló un suspiro al pronunciar la palabra «Chélan». —Está tranquilo —dijo—; en efecto, su virtud merecía esta recompensa. Quiera Dios concedérmela a mí también si llega el caso. Miró al cielo e hizo la señal de la cruz. A la vista de aquel signo sagrado, Julián sintió disminuir el horror profundo que le helaba el corazón desde el momento mismo en que había entrado en aquella casa. —Tengo aquí trescientos veintiún aspirantes al estado más santo —dijo por fin el padre Pirard con un tono de voz severo, pero sin maldad—. De ellos, tan sólo siete u ocho me han sido recomendados por personas como el padre Chélan; de manera que será usted el noveno entre los trescientos veintiuno. Pero mi protección no supone favor ni debilidad, sino un aumento de cuidado y de severidad contra los vicios. Vaya y cierre con llave esa puerta. Julián hizo un esfuerzo para andar y consiguió no caerse. Observó que una ventanita, muy cerca de la puerta de entrada, daba al campo. Miró los árboles, y el verlos le produjo el mismo bienestar que si hubiera tropezado con antiguos amigos. —Loquerisne linguam latinam? (¿Habla usted latín?) —le preguntó el padre Pirard cuando volvía. —Ita, pater optime. (Sí, excelente padre) —respondió Julián recobrándose poco a poco. Y lo cierto es que nunca hombre alguno le había parecido menos excelente que M. Pirard, desde hacía media hora. La conversación continuó en latín. La expresión de los ojos del sacerdote iba dulcificándose; Julián recuperaba su sangre fría. «¡Qué debilidad la mía —pensó— dejándome intimidar por estas apariencias de virtud! Este hombre será simplemente un bribón, ni más ni menos que M.

Maslon». Y Julián se felicitaba de haber escondido casi todo su dinero en las botas. El padre Pirard sondeó los conocimientos teológicos de Julián y se sorprendió de la amplitud de los mismos. Su asombro fue en aumento al preguntarle en particular acerca de la Sagrada Escritura. Pero cuando se puso a interrogarle sobre la doctrina de los Santos Padres se dio cuenta de que Julián ignoraba casi hasta los nombres de san Jerónimo, san Agustín, san Buenaventura, san Basilio, etc. «Aquí tenemos la prueba —pensó el padre Pirard— de esa tendencia fatal al protestantismo que siempre he reprochado a Chélan. Un conocimiento profundo, demasiado profundo de la Sagrada Escritura». (Julián acababa de hablarle, sin ser interrogado al respecto, de la época cierta en que habían sido escritos el Génesis, el Pentateuco, etc.). «¿Adónde conduce este razonamiento infinito sobre la Sagrada Escritura, si no es al examen personal, es decir, al más odioso protestantismo? Y junto a esa ciencia imprudente, nada sobre los Santos Padres que pueda contrarrestar tal tendencia». Pero la sorpresa del director del seminario no tuvo límites cuando, al preguntar a Julián sobre la autoridad del Papa, e imaginando que se atendría a las máximas de la antigua Iglesia galicana, el joven le recitó todo el libro de M. de Maistre. «¡Qué hombre tan singular este Chélan! —pensó el padre Pirard—. ¿Le habrá enseñado este libro para que aprenda a burlarse de él?». En vano interrogó a Julián para tratar de averiguar si creía seriamente en la doctrina de M. de Maistre. El joven sólo respondía con su memoria. Desde ese momento, Julián estuvo realmente bien; se sentía dueño de sí. Después de un largo examen creyó notar que la severidad de M. Pirard con él era fingida. En efecto, sin los principios de gravedad austera que desde hacía quince años se había impuesto para con sus discípulos de Teología, el director del seminario habría abrazado a Julián en nombre de la Lógica: tanta era la claridad, la precisión y la nitidez que encontraba en sus respuestas. «Es un espíritu sano y atrevido —se decía—, pero corpus debile (el cuerpo es

débil)». —¿Se desmaya usted a menudo como le ha ocurrido hoy? —le preguntó a Julián en francés, señalándole el suelo. —Es la primera vez que me ocurre en mi vida; la cara del portero me dejó helado —añadió Julián ruborizándose como un niño. El padre Pirard casi sonrió. —Ése es el efecto de las vanas pompas de este mundo. Está usted acostumbrado, por lo que se ve, a tratar con caras risueñas, verdaderos teatros de la mentira. La verdad es austera, señor. Pero ¿no es austera también nuestra misión aquí abajo? Habrá que velar para que su conciencia se mantenga en guardia contra esa flaqueza: Demasiada sensibilidad para con las vanas gracias del exterior. —Si no viniera recomendado —dijo el padre Pirard, volviendo a emplear el latín con marcada complacencia—; si no viniera recomendado por un hombre como el padre Chélan, le hablaría con el vano lenguaje de ese mundo al que parece estar usted demasiado habituado. La beca completa que usted solicita, le diría, es la cosa más difícil de conseguir. Pero de poco valdrían los cincuenta y seis años de apostolado del padre Chélan, si no pudiera disponer de una beca en el seminario. Tras estas últimas palabras, el padre Pirard recomendó a Julián que no ingresara en ninguna sociedad o congregación secreta sin su consentimiento. —Le doy a usted mi palabra de honor —repuso Julián con la efusión de un hombre honrado. El director del seminario sonrió por primera vez. —Esa frase no es muy apropiada aquí —le dijo—; recuerda demasiado el vano honor del mundo, que conduce a las gentes a tantos pecados y hasta el mismo crimen. Me debe usted santa obediencia en virtud del párrafo diecisiete de la bula Unam Ecclesiam, de san Pío V. Yo soy su superior eclesiástico. En esta casa, querido hijo mío, oír es obedecer. ¿Cuánto dinero tiene? «Ya estamos... —se dijo Julián—. Ése era el motivo de que me llamase “su querido hijo”». —Treinta y cinco francos, padre.

—Anote minuciosamente en qué emplea esa cantidad; me tendrá que dar cuenta de ello. Aquella penosa sesión había durado tres horas. Pirard llamó al portero. —Vaya a instalar a Julián Sorel en la celda número 103 —ordenó el padre Pirard a aquel hombre. Haciendo una gran distinción, concedía a Julián alojamiento individual. —Lleve usted allí su baúl —añadió. Julián bajó los ojos y vio que tenía su baúl delante mismo de él; lo estaba mirando hacía tres horas y no lo había reconocido. Al llegar al número 103, una pequeña celda de ocho pies cuadrados en el último piso de la casa, Julián observó que daba a las fortificaciones, y por encima de ellas se divisaba la hermosa vega que el Doubs separa de la ciudad. —¡Qué hermosa vista! —exclamó Julián. Y al hablar así no se daba cuenta exacta de la significación de sus palabras. Las sensaciones tan violentas que había experimentado en el poco tiempo que llevaba en Besançon habían agotado por completo sus fuerzas. Se sentó junto a la ventana en la única silla de madera que había en la celda, y casi al momento se quedó profundamente dormido. No oyó la campana de la cena ni la de la oración: le habían olvidado. Cuando a la mañana siguiente le despertaron los primeros rayos del sol, se encontró tendido en el suelo.

CAPÍTULO XXVI

EL MUNDO, O LO QUE LE FALTA AL RICO

Solo estoy en la tierra; nadie se digna pensar en mí. Todos aquellos a quienes veo enriquecerse tienen un descaro y una dureza de corazón que yo en mí no siento. Me odian por mi bondad fácil. ¡Ay! Pronto moriré o de hambre o de la desdicha de constatar la dureza de los hombres.

YOUNG

Se apresuró a cepillarse el traje y bajó. Llegaba tarde. Uno de los ayudantes le riñó severamente; en vez de tratar de justificarse, Julián cruzó los brazos sobre el pecho: —Peccavi, pater optime (he pecado, padre mío; confieso mi falta) —dijo con aire contrito. Aquel principio tuvo gran éxito. Los seminaristas de más talento comprendieron que tenían que habérselas con un individuo que no era precisamente principiante en el oficio. La hora del recreo llegó. Julián fue objeto de la curiosidad general, pero no encontraron en él más que recato y silencio. Siguiendo las normas que se había impuesto, consideraba a sus trescientos veintiún compañeros como otros tantos enemigos; el más peligroso de todos, a su entender, era el padre Pirard. Pocos días después, presentaron a Julián una lista de sacerdotes para que eligiera confesor. «¡Ay, Dios mío! ¿Por quién me toman? —se dijo—. ¿Creerán que no comprendo

lo que eso implica?». Y escogió al padre Pirard. Sin sospecharlo él, aquel paso era decisivo. Un seminarista novicio, muy joven, natural de Verrières, que desde el primer día se había declarado amigo suyo, le dijo que quizá hubiera obrado con más prudencia eligiendo al padre Castanède, subdirector del seminario. —El padre Castanède es enemigo de M. Pirard, a quien se supone jansenista — añadió el seminarista acercándose a su oído. Todos los primeros pasos de nuestro héroe, que presumía de prudente, fueron, como la elección del confesor, otras tantas ligerezas. Extraviado por la presunción de un hombre imaginativo, tomaba sus intenciones por hechos y se consideraba un consumado hipócrita. Su locura llegaba hasta el punto de reprocharse sus éxitos en este arte de la hipocresía. «¡Por desgracia, es mi única arma! En otro tiempo —se decía— me habría ganado el pan con mis sonadas hazañas frente al enemigo». Julián, satisfecho de su conducta, miraba a su alrededor: por todas partes encontraba la apariencia de la más pura virtud. Ocho o diez seminaristas vivían en olor de santidad y tenían visiones, como santa Teresa y san Francisco cuando recibió los estigmas en el monte Verna, en los Apeninos. Pero eso era un gran secreto; sus amigos lo ocultaban. Aquellos pobres visionarios estaban casi siempre en la enfermería. Había un centenar de seminaristas, por el contrario, que unían a una firme fe una incansable aplicación. Trabajaban hasta caer enfermos, pero sin aprender gran cosa. Dos o tres se distinguían por su verdadero talento, entre ellos uno llamado Chazel; pero Julián se sentía alejado de ellos, y ellos de él. El resto de los trescientos veintiún seminaristas estaba integrado por seres toscos que no estaban seguros de comprender las palabras latinas que repetían una y otra vez a todas horas del día. Casi todos eran hijos de campesinos, que preferían ganarse el pan mascullando latines antes que hacerlo cavando la tierra. Después de observar todo esto en los primeros días, Julián se auguró grandes éxitos. «En toda institución hacen falta gentes inteligentes, pues, a fin de cuentas, siempre hay un trabajo que realizar —se decía—. En tiempo de Napoleón yo hubiera sido

sargento; entre estos futuros curas seré gran vicario. »Todos estos pobres diablos —añadía—, braceros desde su infancia, tan sólo han vivido, hasta venir aquí, a base de requesón y pan negro. En sus chozas seguro que no comían carne más que dos o tres veces al año. Así como para los soldados romanos era la guerra un período de reposo, estos rudos campesinos están encantados con las delicias del seminario». Julián no leía nunca en sus ojos tristes más que la necesidad física satisfecha después de las comidas, o el placer físico esperado, antes de aquéllas. Tales eran las gentes entre quienes se había propuesto distinguirse. Pero lo que Julián no sabía, lo que se guardaban muy bien de decirle era que alcanzar el primer puesto en los diferentes cursos de dogma, historia eclesiástica, etc., que se siguen en el seminario, sólo era a ojos de sus compañeros un pecado «ostentoso». Desde Voltaire, desde el gobierno de las dos Cámaras, que en el fondo no es otra cosa que desconfianza y libre examen, y que da al espíritu de los pueblos esa mala costumbre de desconfiar, la Iglesia de Francia parece haber comprendido que los libros son sus verdaderos enemigos¹. Para ella, la sumisión del corazón es lo esencial. Brillar en los estudios, siquiera sean sagrados, resulta sospechoso, y con razón. ¿Quién impedirá al hombre superior pasarse al otro lado, como Sieyès o Gregorio? La Iglesia, temerosa, se aferra al Papa como único medio de salvación. El Papa es el único que puede tratar de refrenar el libre examen y, por medio de pompas y fastos de las ceremonias de su corte, ejercer impresión en el espíritu aburrido y enfermo de las gentes del mundo. Julián, que intuía a medias todas estas verdades, desmentidas, sin embargo, por todas las palabras que se pronuncian en un seminario, caía en profundas melancolías. Trabajaba mucho y conseguía aprender rápidamente cosas muy útiles a un sacerdote, pero muy falsas a sus ojos y en las que no ponía ningún interés. Creía no tener otra cosa que hacer. «¿Me habrá olvidado todo el mundo?», pensaba. No sabía que M. Pirard había recibido y echado al fuego varias cartas fechadas en Dijon, en las que, a pesar de lo comedido de su estilo, se advertía la pasión más viva. Graves remordimientos parecían combatir aquel amor. «Menos mal —pensaba el padre Pirard—; por lo menos no es una mujer impía la que amó este joven».

Un día el padre Pirard abrió una carta que parecía medio borrada por las lágrimas; era una despedida definitiva. «Por fin —decían a Julián— el cielo me ha concedido la gracia de odiar, no al autor de mi falta, que será siempre para mí lo más querido, sino la misma falta. El sacrificio está hecho, amigo mío. Y no sin lágrimas, como puedes ver. La salvación de los seres a quienes me debo y a los que tanto has querido así lo exige. Un Dios justo, pero terrible, no podrá ya vengarse en ellos de los crímenes de su madre. Adiós, Julián; procura ser justo con los hombres». El final de esta carta era prácticamente ilegible. Se le indicaba unas señas en Dijon, pero esperando que Julián no contestara si no era sirviéndose de frases que una mujer vuelta al camino de la virtud pudiera oír sin ruborizarse. La melancolía de Julián, avivada por la mediocre alimentación que por 83 céntimos suministraba al seminario el encargado del abastecimiento, empezaba a influir en su salud, cuando una mañana se presentó Fouqué de improviso en su cuarto. —Por fin he conseguido entrar. Cinco veces he venido a Besançon sin más objeto que verte, pero siempre me he encontrado con alguna cara de palo. Tuve que poner un vigilante a la puerta del seminario. ¿Por qué diablos no sales nunca? —Es una prueba que me he impuesto. —Te encuentro muy cambiado. Pero por fin te vuelvo a ver. Dos relucientes monedas de cinco francos acaban de demostrarme que he sido un majadero al no haberlas ofrecido la primera vez que me presenté aquí. La conversación entre los dos amigos fue interminable. Julián cambió de color cuando Fouqué le dijo: —A propósito, ¿sabes que la madre de tus discípulos se ha vuelto extremadamente beata? Y hablaba con ese aire indiferente que tanto impresiona al alma apasionada, despertando en ella, sin darse cuenta, sus más caros intereses. —Pues sí, amigo mío, como te digo, una devota exaltada. Dicen que hace

peregrinaciones. Pero para vergüenza eterna del padre Maslon, que se ha pasado tanto tiempo espiando al pobre M. Chélan, Mme. de Rênal no quiere nada con él. Va a confesarse a Dijon o a Besançon. —¿Viene a Besançon? —dijo Julián, ruborizándose hasta las orejas. —Con bastante frecuencia —respondió Fouqué con gesto interrogativo. —¿Llevas ahí algún número del Constitucional? —¿Qué dices? —replicó Fouqué. —Te pregunto si llevas algún número del Constitucional —repuso Julián con un tono de voz más tranquilo—. Aquí se venden a treinta céntimos el número. —¡Cómo! ¡Hasta en el seminario aparecen los liberales! —exclamó Fouqué—. ¡Pobre Francia! —añadió, adoptando la voz hipócrita y el tono melifluo del padre Maslon. Aquella visita hubiera causado una profunda impresión en nuestro héroe si, al día siguiente, una palabra que le dirigió aquel seminarista joven de Verrières, que tan niño le parecía, no le hubiera llevado a un importante descubrimiento. Desde el día en que llegó al seminario, la conducta de Julián había sido una serie de pasos en falso. Se burló de sí mismo con amargura. A decir verdad, los actos importantes de su vida estaban sabiamente dirigidos, pero se cuidaba poco de los detalles, y los seminaristas listos sólo se fijaban en los detalles precisamente. Eso explica que sus compañeros le consideraran un librepensador. Le habían traicionado una serie de pequeños actos sin importancia aparentemente. A los ojos de sus compañeros, adolecía de un vicio enorme: pensaba, juzgaba por sí mismo, en vez de seguir ciegamente la autoridad y el ejemplo. El padre Pirard no le había servido de ninguna ayuda; no le había dirigido la palabra ni una sola vez fuera del tribunal de la penitencia, y, además, allí escuchaba más que hablaba. Muy distintas hubieran sido las cosas de haber escogido al padre Castanède. Desde el mismo momento en que Julián se percató de su insensatez ya no se aburrió. Quiso conocer toda la extensión del mal, y para ello renunció a la

política de silencio altivo y obstinado de la que se servía para rechazar a sus compañeros. Entonces fue cuando se vengaron de él. Sus demostraciones de amistad fueron acogidas con un desprecio rayano en la sorna. Descubrió que desde su entrada en el seminario no había transcurrido ni una sola hora, sobre todo en los recreos, que no hubiera tenido para él consecuencias en pro o en contra, que no hubiera aumentado el número de sus enemigos o le hubiera suscitado la simpatía de algún seminarista sinceramente virtuoso o un poco menos grosero que los demás. El mal que tenía que reparar era inmenso; la empresa muy difícil. Desde entonces, la atención de Julián estuvo siempre en guardia: no había más remedio que presentarse ante los demás con un carácter completamente nuevo. Los movimientos de sus ojos, por ejemplo, le dieron mucho que hacer. No sin razón suelen llevarlos siempre bajos en tales lugares. «¡Qué presunción la mía cuando en Verrières creía haber aprendido a vivir! Allí sólo me preparaba para la vida; ahora estoy en el mundo, tal y como lo encontraré hasta que concluya mi papel: rodeado de verdaderos enemigos. ¡Qué inmensa dificultad —agregaba— presenta esta hipocresía de todo momento! Los trabajos de Hércules son juego de niños, comparado con éste. El Hércules de los tiempos modernos es Sixto V, que se pasó quince años consecutivos engañando, con su modestia, a cuarenta cardenales que le habían conocido vivo y altanero en su juventud. El saber no sirve de nada aquí —se decía con despecho—; el conocimiento del dogma, de la historia sagrada, etc., no cuenta más que en apariencia. Todo lo que se dice a ese respecto va destinado a hacer caer en la trampa a los locos como yo. Desgraciadamente, mi único mérito consistía en mis rápidos progresos, en la manera de captar todas esas sandeces. ¿Será que en el fondo las estiman en su justo valor? ¿Las juzgarán como yo? ¡Y era lo bastante necio de sentirme orgulloso por ello! Esos primeros puestos que consigo siempre, sólo han servido para crearme enemigos encarnizados. Chazel, que es más inteligente que yo, siempre introduce en sus composiciones alguna pifia que hace que lo releguen al puesto número cincuenta: si alguna vez obtiene el primero, es por pura distracción. ¡Qué útil me hubiera sido una palabra, una sola palabra de M. Pirard!». Desde el momento en que Julián se desengañó, los largos ejercicios de devoción ascética, como el rosario cinco veces por semana, los cánticos al Sagrado Corazón, etc., que le parecían tan mortalmente tediosos, monopolizaron la mayor parte de su tiempo.

Reflexionando severamente sobre sí mismo, y, sobre todo, tratando de medir bien sus fuerzas, Julián no aspiró de repente, como los seminaristas que servían de modelo a los demás, a llevar a cabo constantemente actos significativos, es decir, que probaran un grado de perfección cristiana. En el seminario existe un modo de comer un huevo pasado por agua que anuncia los progresos hechos en la vida devota. El lector, que quizá sonríe, se dignará recordar todas las faltas que el padre Delille, invitado a la mesa de una gran dama de la corte de Luis XVI, cometió comiéndose un huevo. Julián, ante todo, se esforzó por llegar al non culpa, que es el estado del seminarista en que su modo de andar, de mover los brazos, los ojos, etc., no denotan, en verdad, nada de mundano, pero tampoco denuncia aún al ser absorto por la idea de la otra vida y la pura vanidad de ésta. Constantemente encontraba Julián, escritos con carbón en las paredes de las galerías, letreros como éste: «¿Qué son sesenta años de pruebas comparados con una eternidad de delicias o una eternidad de aceite hirviendo en el infierno?», y ya no sólo no los miró con desdén, sino que, por el contrario, comprendió que debía tenerlos siempre presentes. «¿Qué haré durante toda mi vida? —se decía—. Venderé a los fieles un puesto en el cielo. ¿Cómo se les podrá hacer visible ese puesto? Por la diferencia entre mi aspecto exterior y el de un laico». Después de varios meses de aplicación incesante aún tenía Julián aspecto de pensar. Su modo de mover los ojos y la boca no anunciaban la fe implícita y presta a creerlo todo y a sostenerlo todo, hasta llegar incluso al martirio. Una intensa cólera se apoderaba de Julián al comprender que en esto le llevaba ventaja cualquier campesino de lo más vulgar. Ellos tenían razones más que suficientes para que en ellos no trascendiera el gesto de pensar. ¡Cuánto trabajo no se tomaba para adoptar esa fisonomía de fe ciega y ferviente, dispuesta a creerlo todo y a sufrirlo todo, que tan frecuentemente encontramos en los conventos de Italia, de la que tan perfectos modelos tenemos, nosotros los laicos, en los cuadros religiosos de Guerchino!².

Los días de fiesta mayor daban a los seminaristas salchicha con choucroute. Los vecinos de mesa de Julián observaron que era insensible a aquel placer; éste fue uno de sus primeros crímenes. Sus compañeros creyeron ver en ello un rasgo de la más estúpida hipocresía, y no hubo cosa que le granjeara más enemigos. —¡Miren el burgués, el desdeñoso —decían—, que presume de despreciar tan exquisita «pitanza», salchicha con choucroute! ¡Vaya con el orgulloso, el mamarracho, el maldito! «—¡Pobre de mí! La ignorancia de estos jóvenes campesinos, compañeros míos, supone una ventaja inmensa para ellos —exclamaba Julián en momentos de desaliento—. Cuando llegan al seminario, el profesor no tiene que borrar la cantidad enorme de ideas mundanas que yo traigo, y que leen en mi cara, haga lo que haga». Julián estudiaba con atención rayana en la envidia a los más rústicos de los campesinos que llegaban al seminario. En el momento en que les quitaban su chaqueta de ratina para obligarles a ponerse el hábito negro, su educación se limitaba a un respeto inmenso y sin límites por el dinero sec et liquide, que dicen en el Franco Condado. Es la manera sacramental y heroica de expresar la sublime idea del dinero contante y sonante. Para estos seminaristas, como para los protagonistas de las novelas de Voltaire, la felicidad consiste, sobre todo, en comer bien. Julián descubría en casi todos ellos un respeto innato hacia todo aquel que lleva un traje de paño fino. Este sentimiento permite apreciar en todo su valor, y aun por debajo de su valor, la justicia distributiva, tal y como nos la ofrecen nuestros tribunales. «¿Qué se puede adelantar pleiteando contra un pez gordo?», solían decir entre ellos. Éste es el calificativo con que las gentes de los valles del Jura designan a una persona rica. ¡Júzguese, pues, de su respeto por el ser más rico de todos: el Gobierno! No sonreír respetuosamente sólo por el hecho de oír el nombre del señor prefecto, pasa por una imprudencia entre los campesinos del Franco Condado, y la imprudencia en un pobre pronto se castiga con la falta de pan.

Después de haberse sentido en los primeros tiempos como sofocado por el sentimiento del desprecio, Julián acabó por sentir compasión: los padres de la mayoría de sus compañeros regresaban a sus chozas muchas noches de invierno y no hallaban en ellas ni pan, ni castañas, ni patatas. «¿Qué puede haber de sorprendente —se decía Julián— si, para ellos, el hombre feliz es, en primer término, el que ha comido bien, y después el que posee un buen traje? Mis compañeros tienen una vocación firme, es decir, ven en el estado eclesiástico la continuación indefinida de esta dicha: comer bien y tener un buen abrigo en invierno». Cierto día, Julián oyó a un joven seminarista, dotado de imaginación, decir a su compañero: —¿Por qué no habría de llegar yo a Papa como Sixto V, que cuidaba puercos? —Sólo hacen Papas los italianos —respondió el amigo—. Pero seguro que a alguno de nosotros le tocará en suerte alguna plaza de vicario general, canónigo y hasta de obispo. M. P..., obispo de Châlons, es hijo de un tonelero; el mismo oficio que tiene mi padre. Un día, durante una lección de dogma, el padre Pirard mandó llamar a Julián. El pobre muchacho tuvo una satisfacción inmensa al salir de la atmósfera física y moral en que estaba sumido. Julián halló en el director la misma acogida que tanto le había aterrado el día de su entrada en el seminario. —Explíqueme lo que está escrito en este naipe —le dijo mirándole como si lo quisiera fulminar. Julián leyó: «Amanda Binet, en el café de la Jirafa, antes de las ocho. Decir que es de Genlis y primo de mi madre». Julián comprendió inmediatamente la magnitud del peligro; la policía del padre Castanède, le había robado aquella dirección. —El día que entré aquí —respondió, mirando a la frente a M. Pirard, pues no

podía soportar su terrible mirada— estaba temblando; M. Chélan me había dicho que éste era un semillero de delaciones y maldades de todo género, y que aquí se fomentaba el espionaje y las denuncias entre compañeros. El cielo lo quiere así para mostrar la vida tal como es a los jóvenes sacerdotes e inspirarles repugnancia por el mundo y sus pompas. —¿Me vas a venir ahora con frasecitas? —dijo, furioso, el padre Pirard—. ¡Valiente bribón! —En Verrières —prosiguió fríamente Julián—, mis hermanos me pegaban siempre que les daba motivos para tenerme envidia... —¡Al grano, al grano! —exclamó el padre Pirard, casi fuera de sí. Sin dejarse intimidar en lo más mínimo, Julián reanudó su narración: —El día de mi llegada a Besançon, era ya cerca de mediodía y tenía hambre. Entré en un café. Me repugnaba entrar en un lugar tan profano, pero pensé que allí me costaría la comida menos que en la posada. Una señora, que parecía la dueña del establecimiento, se compadeció de mi aire apocado. «Besançon está lleno de mala gente —me dijo—. Tenga cuidado señor. Si se viese en un apuro, no dude en recurrir a mí; mándeme llamar antes de las ocho. Si los porteros del seminario se niegan a traerme el recado, diga que es primo mío y natural de Genlis...». —Habrá que comprobar toda esa charla —exclamó el padre Pirard, que, incapaz de permanecer quieto, paseaba de uno a otro lado de la estancia—. Vuelva a su celda. El sacerdote siguió a Julián y lo encerró con llave. Éste se puso en seguida a revolver su baúl, en cuyo fondo estaba la carta fatal, escondida cuidadosamente. No faltaba nada en el baúl, pero había varias cosas fuera de su sitio y eso que no se separaba de la llave nunca. «¡Menos mal —se dijo Julián— que siempre rehusé los permisos de salir a la calle que con tanta amabilidad, ahora lo comprendo, me ofrecía tan frecuentemente M. Castanède! Quizá hubiera tenido la debilidad de cambiarme de traje y de ir a ver a la bella Amanda. Habría sido mi perdición. Cuando han desesperado de sacar partido de la información por este medio, para no desperdiciarlo, han hecho una denuncia».

Dos horas más tarde el director le mandó llamar. —No ha mentido usted —le dijo con una mirada menos severa—. Pero guardar tales señas es una imprudencia cuya gravedad no puede usted alcanzar a ver. ¡Infeliz criatura! Es posible que este asunto le siga perjudicando todavía dentro de diez años.

CAPÍTULO XXVII

PRIMERA EXPERIENCIA DE LA VIDA

La época presente ¡Dios santo! es el arca del Señor. ¡Ay de aquel que la toca!

DIDEROT¹

El lector nos perdonará que citemos muy pocos hechos claros y precisos de esta época de la vida de Julián. No es que carezcamos de datos, al contrario, pero quizá lo que él vio en el seminario es demasiado negro para el suave colorido que hemos tratado de conservar en estas páginas. Los contemporáneos que padecen ciertas cosas no pueden recordarlas sin sentir un horror que paraliza cualquier tipo de placer, incluso el de leer un cuento. Julián apenas prosperaba en su afán de imprimir hipocresía a sus ademanes; tuvo momentos de verdadero asco y hasta de desaliento profundo. No lograba triunfar ni aun en una carrera ruin. El menor socorro procedente del exterior hubiera sido bastante para animarlo, ya que las dificultades que debía superar no eran muy grandes, pero estaba solo, como una barca abandonada en medio del océano. «Y aun cuando me saliese con la mía —se decía—. ¡Tener que pasar toda mi vida en tan mala compañía! ¡Glotones, que no piensan más que en la tortilla de tocino que han de devorar en la comida, o curas como Castanède, para los que ningún crimen es lo bastante negro! ¡Se encumbrarán, sí, pero ¡a qué precio, Dios santo! La voluntad del hombre es poderosa, lo leo por todas partes, pero ¿me bastará la mía para vencer tal repugnancia? La tarea de los grandes hombres ha sido fácil: por terrible que fuera el peligro, lo consideraban hermoso, y ¿quién si no yo puede comprender la fealdad de lo que me rodea?». Este momento fue el más decisivo de su vida. ¡Le hubiera sido tan fácil alistarse

en uno de los brillantes regimientos de guarnición que había en Besançon! Podía hacerse profesor de latín. ¡Necesitaba tan poco para vivir! Pero entonces, adiós carrera, adiós porvenir para su imaginación; eso era morir. He aquí una de sus tristes jornadas contada al detalle: «¡Mi presunción me ha impulsado muchas veces a felicitarme por ser tan diferente de los demás jóvenes campesinos! Pues bien, ya he vivido lo bastante para ver que diferencia engendra odio», se decía una mañana. Acababa de revelarle esta gran verdad uno de sus más penosos fracasos. Durante ocho días se había esforzado en ser grato a un alumno que vivía en olor de santidad. Se paseaba con él por el patio, escuchando con resignación tonterías capaces de acabar con la paciencia de Job. Súbitamente se desencadenó una tormenta, se oyó un trueno, y el santo alumno exclamó, rechazándolo de la manera más grosera: —Oiga, la caridad bien entendida empieza por uno mismo. Yo no quiero que me carbonice un rayo, y Dios podría fulminarle a usted por impío y volteriano. Con los dientes apretados de rabia, y dirigiendo sus miradas hacia el cielo surcado por los rayos, exclamó Julián: —¡Merecería perecer ahogado si me duermo mientras dure la tormenta! Tratemos de conquistar a algún otro patán. Sonó la campana, anunciando la clase de historia sagrada del padre Castanède. Aquel día, la lección consistía en explicar a los jóvenes campesinos, tan asustados por la pobreza de sus padres y su penoso trabajo, que esa institución tan terrible a sus ojos, el gobierno, sólo tenía poder real y legítimo en virtud de la delegación del vicario de Dios en la tierra. —Haceos dignos de las bondades del Papa por la santidad de vuestra vida, por vuestra obediencia. Sed como un bastón entre sus manos —añadía— y conseguiréis un puesto soberbio desde donde podréis ejercer vuestro mandato lejos de toda inspección; una plaza inamovible de cuyos emolumentos paga el gobierno la tercera parte, corriendo el resto a cargo de los fieles que vayáis formando con vuestras predicaciones. Al salir del aula, M. Castanède se detuvo en el patio y comenzó a decir a los

discípulos que le rodeaban: —De un sacerdote es de quien mejor se puede decir: «Tanto vale el hombre, tanto vale el puesto». Yo mismo, aquí donde me ven, he conocido parroquias de montaña cuyo peculio era más importante que el de muchos curatos de ciudad. Cobraban lo mismo en dinero, y aparte toda clase de regalos: capones cebados, huevos, mantequilla fresca y otras mil menudencias. Además, el cura es allí el primero sin discusión, y no hay buena comida a la que no le inviten y en la que no le agasajen, etc. Apenas subió a su habitación M. Castanède, los alumnos se dividieron en grupos. Julián no formaba parte de ninguno; le daban de lado considerándolo la oveja negra. En todos los grupos veía a uno de los alumnos echar una moneda al aire, y si acertaba en el juego de cara o cruz, sus compañeros deducían que pronto había de tener uno de esos curatos que tan pingües beneficios producían. Luego llegó el turno a las anécdotas. Tal cura joven, que apenas llevaba un año de ordenado, por regalar un conejo a la criada de un viejo sacerdote había conseguido que le reclamara como vicario, y pocos meses después, al morir el anciano, lo había sustituido en su curato. Otro había logrado hacerse nombrar sucesor del cura de un pueblo muy rico asistiendo a todas las comidas de aquél, que era viejo y paralítico, y trinchándole los pollos con habilidad. Los seminaristas, como los demás jóvenes de todas las carreras, abultan y exageran el efecto de estos medios mezquinos, que tiene para ellos algo de extraordinario y sugestivo. «Tengo que acostumbrarme —se decía Julián— a estas conversaciones». Cuando no hablaban de salchichas o de buenos curatos, se ocupaban de la parte mundana de las doctrinas eclesiásticas, de las diferencias entre obispos y prefectos, entre alcaldes y curas. Julián veía aparecer la idea de un segundo Dios, pero un Dios mucho más temible y poderoso que el otro: este segundo Dios era el Papa. Se decían unos a otros, pero bajando la voz y cuando estaban seguros de no ser escuchados por Pirard, que si el Papa no se tomaba la molestia de nombrar a todos los prefectos y todos los alcaldes de Francia, era porque había delegado ese cuidado en el rey de Francia, nombrándolo hijo primogénito de la Iglesia. Fue en esta época cuando Julián creyó que podría sacar partido de sus

conocimientos del libro del Papa de M. de Maistre. A decir verdad, causó el asombro de sus compañeros, pero ello también redundó en perjuicio suyo. Les desagradó ver que exponía mejor que ellos sus mismas opiniones. M. Chélan había sido incauto con Julián como lo había sido consigo mismo. Después de inculcarle el hábito de razonar con equidad y no contentarse con vanas palabras, se había olvidado de advertirle que, en un ser poco considerado, este hábito es un crimen, ya que todo razonamiento justo ofende. El buen discurrir de Julián, por tanto, constituyó una nueva fuente de males para su persona. A fuerza de pensar en él, sus compañeros llegaron a expresar en una sola frase todo el horror que les inspiraba: lo apodaron MARTÍN LUTERO, «sobre todo —decían—, a causa de esa lógica infernal de la que tanto se enorgullece». Algunos de los jóvenes seminaristas tenían mejor color y podían pasar por ser más apuestos que Julián, pero éste tenía las manos blancas y no podía ocultar ciertas costumbres de escrupulosa limpieza. Esta ventaja no era tal en la triste casa adonde la suerte le había llevado. Los campesinos sucios entre quienes vivía dijeron que tenía costumbres muy relajadas. En fin, tememos fatigar al lector con el relato minucioso de los mil infortunios de nuestro héroe. Por ejemplo, los más vigorosos de sus compañeros quisieron tomar la costumbre de pegarle; Julián se obligó a armarse de un compás de hierro, dando a entender por señas que no dudaría en hacer uso de él. En el informe de un espía, las señas no pueden figurar con tanta claridad como las palabras.

CAPÍTULO XXVIII

UNA PROCESIÓN

Todos los corazones estaban conmovidos. La presencia de Dios parecía haber descendido a aquellas calles estrechas y góticas, adornadas con colgaduras y enarenadas gracias a los cuidados de los fieles.

YOUNG

Por mucho que Julián se empeñara en parecer insignificante y tonto, no lograba agradar; era demasiado distinto... «Sin embargo —se decía—, todos estos profesores son gente muy fina y elegidos entre mil; ¿cómo no les agrada mi humildad?». Uno solo le parecía que abusaba de su complacencia en creerlo todo y hacer creer que se dejaba engañar por todo. Era el padre Chas-Bernard, maestro de ceremonias de la catedral, donde esperaba desde hacía quince años una canonjía. Mientras tanto, explicaba oratoria sagrada en el seminario. En la época de su ceguera, esta clase era una de aquellas en las que Julián solía ir casi siempre el primero. El padre Chas se había basado en esto para testimoniarle su amistad, y a la salida de clase le cogía del brazo para dar una vuelta por el jardín. «¿Qué se propondrá?», se decía Julián. Veía con asombro que durante horas enteras el padre Chas le hablaba de los ornamentos que poseía la catedral: diecisiete casullas bordadas, aparte de los ornamentos de duelo. Esperaban mucho de la anciana presidenta Rubempré¹; esta señora, de noventa años, conservaba, hacía setenta por lo menos, sus trajes de novia, confeccionados con soberbias sedas de Lyon con brocados de oro.

—Imagínese, amigo mío —decía el padre Chas, parándose de pronto y abriendo los ojos de par en par—, cómo serán estas telas, que se sostienen derechas de tanto oro como hay en ellas. Es creencia general en Besançon que, con el testamento de la presidenta, el tesoro de la catedral aumentará por lo menos en diez casullas, sin contar cuatro o cinco capas para las grandes solemnidades, pero yo voy más lejos aún —agregaba el padre Chas bajando la voz—: tengo mis razones para pensar que la presidenta nos dejará ocho magníficos candelabros de plata sobredorada, que se supone fueron comprados en Italia por el duque de Borgoña, Carlos el Temerario, de quien fue ministro favorito uno de los antepasados de la dama en cuestión. «Pero ¿qué se propondrá este hombre con todo este batiburrillo? —pensaba Julián—. Ese hábil preámbulo dura desde hace un siglo y no hay quien saque nada en claro. ¡Mucha debe ser la desconfianza que le inspiro! Es más sagaz que los otros, que dejan adivinar sus propósitos ocultos a los quince días de hablar con ellos. Se comprende: la ambición de éste lleva sufriendo quince años». Una tarde, durante la lección de armas, el padre Pirard llamó a Julián a su despacho y le dijo: —Mañana es la fiesta del Corpus Christi. El padre Chas-Bernard le necesita a usted para que le ayude a engalanar la catedral: vaya, pues, y cumpla sus órdenes. El padre Pirard lo volvió a llamar, y, con aire de conmiseración, agregó: —Por su cuenta corre si se le ocurre aprovechar la ocasión para perderse por las calles de la ciudad. —Incedo per ignes —respondió Julián—. (Tengo enemigos ocultos). A la mañana siguiente, muy temprano, Julián se dirigió a la catedral con los ojos bajos. El aspecto de las calles y la actividad que comenzaba a notarse en la ciudad le hicieron mucho bien. Por todas partes adornaban las fachadas de las casas para el paso de la procesión. Todo el tiempo que llevaba en el seminario le pareció un instante. Su pensamiento estaba en Vergy y en aquella hermosa Amanda Binet, a la que podía muy bien encontrar, pues su café no estaba nada lejos. Allá, en la puerta de su querida catedral, divisó al padre Chas-Bernard. Era éste un hombre grueso, de cara jovial y expresión franca. Aquel día estaba radiante.

—Le estaba esperando, hijo mío —exclamó en cuanto vio a Julián—. Sea usted bienvenido. El trabajo de hoy será largo y rudo; vamos a cobrar fuerzas con un primer desayuno; luego, a las diez, almorzaremos durante la misa mayor. —Deseo, señor, no estar solo ni un momento —le dijo Julián con gravedad—. Dígnese observar —añadió señalando al reloj de la catedral— que llego a las cinco menos un minuto. —¡Ah! Esos muchachos traviesos del seminario le causan miedo. Es usted demasiado bueno al pensar en ellos —dijo el padre Chas—. ¿Acaso es menos bello un camino porque haya espinas en los setos que lo bordean? Los viajeros siguen adelante y dejan que las espinas se sequen solas. Pero, en fin, al trabajo, amigo, al trabajo. Razón tenía el padre Chas al decir que la tarea sería ruda. Se había celebrado la víspera una gran ceremonia fúnebre en la catedral, y no habían podido preparar nada. Era menester, en una sola mañana, revestir las columnas góticas que formaban las tres naves con una especie de colgadura de damasco rojo que ascendía hasta unos treinta pies de altura. El señor obispo había mandado venir a cuatro tapiceros de París, pero estos señores no podían ocuparse de todo, y, lejos de animar a sus torpes compañeros de Besançon, aumentaban su torpeza burlándose de ellos. Julián comprendió que no tenía más remedio que subirse a la escalera. Su agilidad le facilitó las cosas, y una vez arriba se encargó de dirigir a los tapiceros. El padre Chas, encantado, lo miraba revolotear de una escalera a otra. Cuando todas las columnas estuvieron revestidas con el damasco, hubo que colocar cinco enormes penachos de plumas encima del gran baldaquino que cubría el altar mayor. Ocho grandes columnas salomónicas de mármol de Italia sostenían el espléndido dosel de madera sobredorada que formaba el remate. Pero para llegar al centro del baldaquino, encima del tabernáculo, había que pasar por una vieja cornisa de madera, carcomida seguramente, que se elevaba unos cuarenta pies del suelo. La perspectiva de aquel arduo camino había apagado el entusiasmo, hasta entonces tan bullicioso, de los tapiceros parisinos; miraban desde abajo, discutían mucho y no subían. Julián cogió los penachos de plumas, subió corriendo por la escalera y los colocó perfectamente sobre el adorno en forma de

corona del centro del baldaquino. Al bajar, el padre Chas-Bernard lo estrechó entre sus brazos. —Optime —exclamó el buen sacerdote—. Se lo contaré a Su Ilustrísima. El almuerzo de las diez fue muy jovial. Nunca el padre Chas había visto tan hermosa su iglesia. —Querido discípulo —decía a Julián—, mi madre alquilaba sillas en esta venerable basílica; ello explica que yo me haya criado en este gran edificio. El Terror de Robespierre nos arruinó, pero con ocho años que yo tenía entonces, ya ayudaba en misas privadas, lo que me permitía comer el día en que se celebraban. Nadie sabía doblar una casulla mejor que yo, teniendo buen cuidado de que no se cortasen los galones. Desde que Napoleón restableció el culto, tengo la dicha de dirigirlo todo en esta venerable metrópoli. Cinco veces al año, mis ojos pueden contemplarla engalanada con estos magníficos ornamentos. Pero nunca había estado tan resplandeciente, ni los tapices de damasco habían quedado antes tan bien ceñidos como hoy a las columnas. «Por fin va a declararme sus secretos —pensó Julián—; se siente comunicativo y empieza a hablarme de sí». Pero aquel hombre, aunque evidentemente exaltado, no dijo nada imprudente. «Y, sin embargo —se decía Julián—, ha trabajado mucho, es feliz, y no ha escatimado el buen vino. ¡Qué hombre! ¡Qué ejemplo para mí! ¡Se lleva la palma!». (Era ésta una expresión que había aprendido del viejo cirujano). Al escuchar que sonaba el Sanctus de la misa mayor, Julián hizo ademán de coger una sobrepelliz para seguir al obispo en la magnífica procesión. —¿Y los ladrones, amigo mío, y los ladrones? —exclamó el padre Chas—. ¿No piensa en ellos? Cuando salga la procesión, la iglesia se quedará desierta, y en ese momento deberemos vigilar usted y yo. Podremos darnos por satisfechos si sólo echamos en falta dos o tres varas de ese hermoso galón que rodea la base de las columnas, que por cierto es también una donación de Mme. Rubempré. Procede de su bisabuelo, el famoso conde; es oro puro, mi querido amigo — añadió el padre hablándole al oído con un tono visiblemente exaltado—; no tiene nada de falso. Encárguese usted de inspeccionar el ala norte; no salga de ella. Me reservo el ala sur y la nave central. Tenga cuidado con los confesonarios: es ahí

donde se colocan los espías de los ladrones para acechar el momento en que volvemos la espalda. Cuando terminaba de hablar dieron las once y tres cuartos, e inmediatamente comenzó a redoblar la campana mayor. Tocaba a todo vuelo; su sonido, grave y solemne, emocionó a Julián. Su imaginación no estaba ya en la tierra. El olor del incienso y de los pétalos de rosa esparcidos ante el Santísimo Sacramento por los niños vestidos de san Juan, acabó de exaltarlo. Los sones tan graves de aquella campana no hubieran debido despertar en Julián más idea que la del trabajo de veinte hombres pagados a cincuenta céntimos cada uno y ayudados, tal vez, por quince o veinte fieles. Hubiera debido pensar en el desgaste de las cuerdas, en el de la armazón, en el peligro de la campana misma, que se cae cada dos siglos, o reflexionar acerca de los modos de disminuir el jornal de los que la tocaban, o bien de pagarles con alguna indulgencia o concepto extraído de los tesoros de la Iglesia sin merma de su bolsa. En vez de ocuparse con tan sabios razonamientos, el alma de Julián, enardecida por aquellos sones tan varoniles y enérgicos, erraba por los espacios imaginarios. Nunca llegará a ser un buen sacerdote ni un buen . Las almas que así se conmueven, como máximo sirven para producir artistas. Aquí se ve con toda claridad la presunción de Julián. Cincuenta, quizá, de sus compañeros seminaristas, atentos a la realidad de la vida a causa del odio público y del jacobinismo que les muestran ocultos detrás de cada seto, al oír la campana mayor de la catedral sólo habrían pensado en el salario de quienes la tocaban. Habrían examinado, con el genio de Barême, si el grado de emoción del público valía el dinero que se pagaba a los volteadores. Si Julián hubiera querido ocuparse de los intereses materiales de la catedral, su imaginación, lanzándose más allá de su objetivo, habría discurrido sobre la forma de economizar cuarenta francos en su obra y habría dejado perder la ocasión de evitar un gasto de veinticinco céntimos. En tanto que, bajo un sol incomparable, la procesión recorría lentamente todo Besançon, deteniéndose ante los rutilantes altares que las autoridades habían levantado con profusión, la iglesia quedó sumida en un profundo silencio. Reinaba en ella una semioscuridad y una agradable frescura: aún estaba embalsamada por el aroma del incienso y de las flores.

El silencio, la soledad absoluta, la frescura de las grandes naves hacían más dulce la ensoñación de Julián. No temía ser importunado por el padre Chas, ya que éste se encontraba ocupado en la parte opuesta del edificio. Su alma casi había abandonado su envoltura mortal, que se paseaba lentamente por el ala norte, confiada a su vigilancia. Estaba tanto más tranquilo cuanto que se había cerciorado de que en los confesonarios sólo quedaban algunas mujeres devotas. Sus ojos miraban sin ver. Sin embargo, la distracción de Julián se vio disipada, en parte, por el aspecto de dos mujeres elegantemente vestidas, que estaban arrodilladas, una, en un confesonario, y la otra, muy cerca de la primera, en una silla baja. Y aunque seguía absorto, ya fuera por un vago sentimiento del deber, o por la iración que le produjo el ademán noble y, a un tiempo, sencillo de aquellas damas, advirtió no obstante que en aquel confesonario no había sacerdote alguno. «Es raro —pensó— que estas señoras tan elegantes no estén arrodilladas ante un altar, si son piadosas, o en la primera fila de algún balcón, si son gentes de mundo. ¡Qué bien les caen esos vestidos! ¡Qué delicadeza!». Acortó el paso para tratar de verlas. La que estaba de rodillas en el confesonario volvió un poco la cabeza al oír el ruido de los pasos de Julián en medio del gran silencio. De repente, dio un grito y se desmayó. Al perder el conocimiento, aquella señora, que estaba de rodillas, cayó hacia atrás; su amiga, que estaba muy cerca, acudió a socorrerla. Al mismo tiempo, Julián se fijó en los hombros de la dama que se desplomaba. Un collar de magníficas perlas engarzadas en espiral, que él conocía muy bien, llamó su atención. ¡Lo que sintió al reconocer la cabellera de Mme. de Rênal! Pues era ella. La dama que trataba de sostenerle la cabeza e impedir que cayera por completo, era Mme. Derville. Julián, fuera de sí, voló hacia ellas. Mme. de Rênal, en su caída, hubiera arrastrado a su amiga con toda seguridad, de no ser porque él las sostuvo a las dos. Fue entonces cuando Julián vio la cara de su amante, muy pálida, sin conocimiento, flotando sobre su hombro. Ayudó a Mme. Derville a colocar sobre una silla de anea aquella cabeza encantadora y cayó de rodillas. Mme. Derville se volvió y lo reconoció.

—¡Huya usted, márchese de aquí! —le dijo indignada—. ¡Sobre todo que no le vuelva a ver! Su presencia por fuerza tiene que causarle horror. ¡Era tan feliz antes de conocerle! Su modo de proceder es atroz. Huya, aléjese, si le queda un rastro de pudor. Tal acento de autoridad supo poner Mme. Derville en sus palabras, y tan falto de fuerzas se sentía Julián en aquel momento, que obedeció sin replicar. «Siempre me odió», se decía pensando en Mme. Derville. En aquel mismo momento empezó a resonar en la iglesia el cántico gangoso de los primeros sacerdotes de la procesión, que ya volvía. El padre Chas-Bernard llamó varias veces a Julián, que al principio no le oyó; por fin vino a cogerle por el brazo detrás de una columna, donde Julián se había refugiado medio muerto. Quería presentarle al obispo. —No está usted bien, hijo mío —le dijo el sacerdote al verle tan pálido y casi sin fuerzas para andar—. Ha trabajado demasiado. Y, ayudándole a levantarse, prosiguió: —Venga usted conmigo; siéntese en ese banco junto a la pila del agua bendita, detrás de mí. Yo le ocultaré. (Estaban en ese preciso instante junto a la puerta principal). Tranquilícese usted; tenemos aún más de veinte minutos antes de que aparezca Su Ilustrísima. Trate usted de recobrarse. Cuando él pase, yo le ayudaré a sostenerse, porque, pese a mis años, me conservo fuerte y vigoroso. Pero cuando pasó el obispo, Julián seguía temblando de tal modo, que el padre Chas renunció a la idea de presentárselo. —No se aflija usted demasiado; ya encontraremos otra ocasión. Por la tarde mandó llevar a la capilla del seminario diez libras de cirios, economizados, según él, gracias a los cuidados de Julián y a la rapidez con que los había apagado. Nada menos cierto. El pobre muchacho era el que estaba realmente apagado; tenía la mente en blanco desde que había visto a Mme. de Rênal.

CAPÍTULO XXIX

EL PRIMER ASCENSO

Conoció su siglo, conoció su provincia, y es rico.

El Precursor¹

No se había recobrado aún Julián del profundo estupor en que le había sumido el suceso de la catedral, cuando una mañana le mandó llamar el severo padre Pirard. —El padre Chas-Bernard me escribe elogiándole. En términos generales, estoy satisfecho de su conducta. Es usted imprudente en extremo y hasta atolondrado, aunque no lo parezca; sin embargo, hasta ahora es bueno su corazón, e incluso generoso; y su talento, superior. En resumen, veo en usted una chispa que no hay que ignorar. Después de quince años de trabajo, estoy a punto de salir de esta casa; mi delito consiste en haber dejado a los seminaristas a su libre albedrío y no haber protegido ni perseguido a esa sociedad secreta de que usted me habló en el tribunal de la penitencia. Antes de marcharme, quiero hacer algo en su favor; ya lo habría hecho hace dos meses, pues usted se lo merece, si no hubiera sido por el asunto de las señas de Amanda Binet que fueron encontradas en su cuarto. Le nombro profesor tutor para el Antiguo y Nuevo Testamento. Julián, loco de agradecimiento, estuvo a punto de caer de rodillas dando gracias a Dios; pero, rindiéndose a otro sentimiento más natural y sincero, se acercó al padre Pirard, y tomándole una mano se la llevó a sus labios. —¿Qué hace usted? —exclamó el director con gesto enojado. Pero los ojos de Julián hablaban con mayor elocuencia que su acción.

El padre Pirard lo miró con el asombro propio de quienes han perdido hace muchos años la costumbre de vivir emociones delicadas. Esta atención traicionó al director y su voz se alteró. —¡Pues bien, sí, hijo mío; siento un gran afecto por ti! Bien sabe Dios que es a pesar mío. Debería ser justo y no sentir amor ni odio por nadie. Tu carrera será penosa. Veo en ti algo que ofende al vulgo. La envidia y la calumnia te perseguirán. En donde quiera que la Providencia tenga a bien colocarte, tus compañeros no te verán nunca sin odiarte; y si fingen tenerte cariño, será para traicionarte con más facilidad. Contra esto sólo existe un remedio: no recurras más que a Dios, que te ha dado, para castigarte de tu presunción, esta necesidad de ser odiado. Que tu conducta sea pura es el único recurso que veo para ti. Si te aferras a la verdad con todas tus fuerzas, tarde o temprano tus enemigos quedarán confundidos. Julián no pudo contener las lágrimas. Tanto tiempo hacía que no oía una voz amiga, que había que perdonarle su debilidad. El padre Pirard le abrió los brazos: aquel instante fue muy dulce para ambos. Julián estaba loco de entusiasmo; era el primer ascenso que lograba, y sus ventajas eran inmensas. Para poder apreciarlas, habría sido preciso haber estado condenado a pasar meses enteros sin un momento de soledad y en o inmediato con compañeros cuando menos importunos, y la mayor parte intolerables. Solamente sus gritos habrían bastado para alterar un organismo delicado. La alegría bulliciosa de aquellos campesinos, bien alimentados y bien vestidos, no era completa si no se exteriorizaba por medio de gritos y algazara. Ahora Julián gozaba del privilegio de comer solo, o casi solo, una hora más tarde que los demás seminaristas. Tenía una llave del jardín y podía pasearse por él a las horas en que estaba desierto. Con gran asombro, Julián observó que lo detestaban menos, pese a que él esperaba, por el contrario, un recrudecimiento del odio. Aquel íntimo deseo de que no le dirigieran la palabra, que era tan evidente y que tantos enemigos le había valido, ya no fue una muestra de altanería ridícula. A los ojos de los seres groseros que le rodeaban, se convirtió en un sentimiento justo de su dignidad. El odio disminuyó sensiblemente, sobre todo entre los más jóvenes de sus compañeros, que pasaron a ser discípulos y a los que trataba con mucha cortesía. Poco a poco llegó incluso a tener partidarios, y resultó de mal tono llamarle

«Martín Lutero». Pero ¿para qué hablar de sus amigos ni de sus enemigos? Todo esto es feo, y tanto más feo cuanto más refleja la verdad el fondo. Y esos son, sin embargo, los únicos profesores de moral que tiene el pueblo, y sin ellos ¿qué sería de él? ¿Podrá algún día el periódico reemplazar al cura? A partir del momento en que Julián fue elevado a su nueva dignidad, el director procuró no hablarle jamás como no fuera en presencia de testigos. En esta conducta había tanta prudencia respecto al maestro como respecto al discípulo; pero, sobre todo, era una forma de poner a prueba a Julián. El principio invariable del severo jansenista Pirard era: ¿Tiene un hombre algún mérito a nuestro parecer? Pues ponedle obstáculos a todo lo que desee, a todo lo que emprenda. Si el mérito es auténtico, sabrá superar o sortear los obstáculos. Era la temporada de caza. Fouqué tuvo la ocurrencia de enviar al seminario un ciervo y un jabalí de parte de los padres de Julián. Los animales muertos fueron depositados en un corredor, entre la cocina y el refectorio. Allí los vieron todos los seminaristas al ir a comer. Aquello fue objeto de gran curiosidad. El jabalí, a pesar de estar muerto, daba miedo a los más jóvenes, que tocaban sus colmillos. No se habló de otra cosa durante ocho días. Aquel regalo, que situaba a la familia de Julián en la parte respetable de la sociedad, asestó un golpe mortal a la envidia. Nuestro héroe adquirió una superioridad consagrada por la fortuna. Chazel y los seminaristas más distinguidos le mostraron deferencia y casi estuvieron a punto de reprocharle que no les hubiera advertido que sus padres eran ricos, habiéndoles expuesto, de ese modo, a faltar al respeto debido al dinero. Hubo por entonces un reclutamiento del que Julián resultó exento por su condición de seminarista. Esta circunstancia le conmovió profundamente. «¡Ahora sí que ha pasado para siempre el momento en que, veinte años atrás, habría comenzado para mí una vida heroica!». Paseándose solo por el jardín del seminario, oyó hablar entre sí a los albañiles que trabajaban en la tapia que rodeaba el edificio. —¡Ea! No hay más remedio que liar el petate, amigo; la ley de quintos así lo quiere.

—Si fuera cuando el otro, muy bien; por aquel entonces un albañil podía llegar a oficial, e incluso a general. No sería la primera vez que esto se vio. —¡Pero ahora, hay que ver! Hoy no son soldados más que los pordioseros. El que tiene alguna renta, por pequeña que sea, se queda. —Quien nació miserable, morirá miserable; y no hay más. —Oye, ¿será cierto lo que dicen de que el otro ha muerto? —intervino un tercer albañil. —Los peces gordos son los que lo dicen, ¿sabes?, porque el otro les daba miedo. —¡Qué diferencia! ¡Cómo iban las cosas en su tiempo! ¡Y pensar que le traicionaron sus mismos mariscales! ¡Se necesita ser traidor de verdad! Aquella conversación consoló un tanto a Julián. Al alejarse repetía con un suspiro:

¡El único rey cuya memoria conserva el pueblo!

Llegó la época de los exámenes. Julián los pasó de un modo brillante, y vio que hasta el mismo Chazel hacía esfuerzos para demostrar todo su saber. El primer día, a los examinadores, nombrados por el famoso vicario mayor de Frilair, les contrarió mucho verse obligados a poner siempre en sus listas el primero, o a lo sumo el segundo, al tal Julián Sorel, a quien todo el mundo señalaba como el recomendado del padre Pirard. Hubo apuestas en el seminario a que, en la lista final de exámenes, Julián obtendría el número uno, distinción que llevaba anejo el honor de comer en casa del señor obispo. Pero al final de una sesión en que se abordó el tema de los Padres de la Iglesia, un examinador hábil, después de interrogar a Julián sobre san Jerónimo y su pasión por Cicerón, pasó a hablar de Horacio, de Virgilio y de otros autores profanos. Julián, que, sin saberlo sus compañeros, se había aprendido de memoria numerosos pasajes de estos autores, arrebatado por sus triunfos, olvidó el sitio donde se encontraba, y a

reiteradas instancias del examinador, recitó y parafraseó con entusiasmo varias odas de Horacio. Después de dejarle explayarse durante veinte minutos, el examinador cambió de pronto el gesto y le reprochó con acritud el tiempo que había perdido en aquellos estudios profanos y las ideas inútiles o criminales que se había metido en la cabeza. —Soy un necio, señor; tiene usted razón —dijo Julián con aire modesto, reconociendo la sutil estratagema de que había sido víctima. Aquella artimaña del examinador fue considerada sucia, incluso en el seminario, lo cual no impidió que el señor cura de Frilair —hombre intrigante que tan sabiamente había organizado la red de la congregación de Besançon, y cuyos informes enviados a París hacían temblar a jueces, prefectos y hasta a los oficiales generales de la guarnición— pusiera con su mano todopoderosa el número 198 al lado del nombre de Julián. Gozaba mortificando así a su enemigo, el jansenista Pirard. Desde hacía diez años, su mayor preocupación consistía en quitarle la dirección del seminario. Aquel sacerdote, siguiendo el plan de conducta que le había indicado a Julián, era sincero, piadoso, poco amigo de intrigas y cumplidor de su deber. Pero el cielo, en su cólera sin duda, le había dado un temperamento bilioso muy a propósito para sentir profundamente las injurias y el odio. Ningún ultraje que se le hiciera se perdía para aquella alma ardiente. Cien veces hubiera presentado la dimisión de su cargo, pero se creía útil en el puesto en que la Providencia lo había colocado. «Impido los progresos del jesuitismo y de la idolatría», se decía a sí mismo. En la época de los exámenes hacía quizá dos meses que no dirigía la palabra a Julián, y, sin embargo, estuvo enfermo ocho días cuando, al recibir el oficio en que le anunciaban el resultado del concurso, vio el número 198 junto al nombre de aquel alumno al que consideraba como la gloria de su casa. El único consuelo para su carácter severo fue concentrar en Julián toda su atención. Con gran entusiasmo por su parte, no advirtió en él ni muestras de cólera, ni proyectos de venganza, ni desaliento. Algunas semanas más tarde, Julián se estremeció al recibir una carta que llevaba sello de París. «Por fin —pensó—, Mme. de Rênal se acuerda de sus promesas». Un señor que firmaba Pablo Sorel y que se decía pariente suyo, le enviaba un cheque de quinientos francos y le decía que si continuaba estudiando con tanto

aprovechamiento a los buenos autores latinos, todos los años recibiría igual cantidad. «¡Es ella! ¡Es su bondad habitual! —se dijo Julián enternecido—. Quiere consolarme, pero ¿por qué no me dice ni una sola palabra afectuosa?». Se engañó respecto a aquella carta. Mme. de Rênal, dirigida por su amiga Mme. Derville, estaba entregada en cuerpo y alma a sus profundos remordimientos. Cierto que, a su pesar, pensaba muchas veces en el ser cuyo encuentro había transtornado su existencia, pero se habría guardado muy bien de escribirle. Si hablásemos el lenguaje del seminario, reconoceríamos como un milagro el envío de aquellos quinientos francos y diríamos que el cielo se servía del propio M. de Frilair para hacer aquel don a Julián. Doce años antes, el señor cura de Frilair había llegado a Besançon con un equipaje de lo más exiguo, el cual, según las crónicas, contenía toda su hacienda. Ahora era uno de los propietarios más ricos del departamento. Durante sus años de prosperidad, había comprado la mitad de una finca; la otra mitad correspondió, por herencia, a M. de La Mole. Esto dio origen a un gran pleito entre estos dos personajes. A pesar de su brillante existencia en París y de los puestos que desempeñaba en la corte, el marqués de La Mole comprendió que era peligroso luchar en Besançon contra un vicario mayor de quien se decía que detentaba el poder suficiente para nombrar o destituir prefectos. En lugar de solicitar una gratificación de cincuenta mil francos, incluida en el presupuesto del Estado bajo cualquier denominación supuesta, y desinteresarse de aquel pleito mezquino con el padre de Frilair, el marqués se picó. Creía tener razón; y razón sobrada. Ahora bien, permítaseme decirlo: ¿cuál es el juez que no tiene un hijo, o por lo menos un primo, a quien sacar adelante en el mundo? Para abrir los ojos hasta a los más ciegos, ocho días después de la primera sentencia, el padre de Frilair tomó la carroza del obispo y fue en persona a llevar la cruz de la Legión de Honor a su abogado. M. de La Mole, un poco desconcertado por la actitud de la parte contraria, y viendo que sus abogados flaqueaban, pidió consejo al padre Chélan, el cual le puso en o con M. Pirard.

Estos vínculos se habían iniciado algunos años antes de la época de nuestra historia. El padre Pirard tomó parte en este asunto con toda la pasión de su carácter. En constante relación con los abogados del marqués, estudió el asunto, y, considerándolo justo, se convirtió abiertamente en agente del marqués de La Mole, en contra del todopoderoso vicario mayor. Éste se mostró indignado por tal insolencia, y todavía más viniendo como venía de un jansenista. —Vean ustedes lo que es esta nobleza de corte que se cree tan prepotente — decía a sus íntimos el padre de Frilair—. M. de La Mole no sólo no le ha enviado ni una miserable cruz a su agente en Besançon, sino que además va a permitir, lisa y llanamente, que lo destituyan. Y sin embargo, según cartas que recibo, este noble par de Francia no deja pasar una semana sin ir a lucir su cordón azul en el salón del ministro de Justicia, sea éste quien sea. A pesar de toda la actividad desplegada por el padre Pirard, y aun cuando M. de La Mole mantuviese las mejores relaciones con el ministro de Justicia, y sobre todo con los funcionarios del ministerio, todo lo que había podido conseguir tras seis años de desvelos era no perder del todo el pleito. En correspondencia constante con el padre Pirard sobre el asunto que a los dos apasionaba, el marqués terminó por apreciar la manera de pensar y de sentir del eclesiástico. Poco a poco, a pesar de la enorme diferencia de posición social, su correspondencia adquirió un tono amistoso. El padre Pirard le contó al marqués que querían obligarle a dimitir a fuerza de vejaciones. Movido por la indignación que le produjo la estratagema, infame según él, urdida contra Julián, refirió su historia al marqués. Este gran señor, aunque muy rico, no era nada avaro. Y como jamás había conseguido que el padre Pirard aceptara nada, ni siquiera para reembolsarse los gastos de correo originados por el pleito, a modo de compensación se le ocurrió la idea de enviar quinientos francos a su discípulo predilecto. M. de La Mole se tomó la molestia de escribir él mismo la carta de envío. Esto le hizo acordarse de su amigo el sacerdote. Un día, este último recibió una nota invitándole a pasarse sin demora por cierta posada de Besançon para un asunto urgente. Allí encontró al de M. de La Mole. Aquel hombre le dijo:

—El señor marqués me ha encargado que le traiga su calesa. Espera que, una vez haya usted leído esta carta, juzgará conveniente salir para París a lo sumo dentro de cuatro o cinco días. El tiempo que usted tarde lo emplearé yo en recorrer las propiedades que posee el señor marqués en el Franco Condado. Luego, el día que a usted le convenga, estaré de vuelta para emprender el viaje. La carta era breve:

«Mi querido señor: Deslíguese usted de todos los enredos de provincias y venga a París a respirar aire puro. Le envío mi coche, que tiene orden de esperar cuatro días su decisión. Yo le espero en París hasta el martes. Sólo aguardo su aquiescencia para aceptar, en su nombre, una de las mejores parroquias de las cercanías de París. El más rico de sus futuros feligreses no le ha visto a usted nunca, pero le aprecia más de lo que puede usted suponer.

El marqués de La Mole».

Sin sospecharlo, el severo padre Pirard le había tomado cariño a aquel seminario, poblado de enemigos, al que había consagrado todos sus pensamientos durante quince años. La carta de M. de La Mole fue para él algo así como la aparición del cirujano encargado de hacer una operación cruel y necesaria. Su destitución era cosa segura. Citó al para tres días después. Pasó cuarenta y ocho horas bajo la fiebre de la incertidumbre. Por fin escribió al señor marqués, y redactó asimismo toda una obra maestra de estilo eclesiástico, aunque un poco larga, dirigida al señor obispo. Habría sido muy difícil encontrar frases más irreprochables y que denotaran un respeto más sincero. Y sin embargo, aquella carta, destinada a hacer pasar una hora difícil a M. de Frilair cuando lo convocara su superior, detallaba todos los motivos graves de queja y descendía hasta las más sucias y menudas ruindades que, después de haberlas sufrido con resignación durante seis años, obligaban al padre Pirard a dejar la diócesis. Le robaban la leña de la leñera, le envenenaban a su perro, etcétera.

Terminada la carta, mandó despertar a Julián, que a las ocho de la tarde ya estaba durmiendo, como los demás seminaristas. —¿Sabe usted dónde está el obispado? —le dijo en puro latín—. Lleve esta carta a Su Ilustrísima. No le ocultaré que le envío en medio de una manada de lobos. Sea usted todo ojos y oídos. Nada de mentiras en sus respuestas, pero tenga presente que la persona que le interrogue experimentaría un vivo placer si pudiera perjudicarle. Me satisface mucho, hijo mío, poder procurarle esta experiencia antes de alejarme de usted, porque —no debo ocultárselo— esta carta que le entrego es la de mi dimisión. Julián permaneció inmóvil. Quería de veras al padre Pirard. En vano la prudencia le decía: «Cuando este hombre honrado no esté aquí, el partido del Sagrado Corazón me degradará y hasta puede que me eche». No podía pensar en sí mismo. Lo que le preocupaba era la frase cortés que quería decir y que no acababa de ocurrírsele. —Bueno, amigo mío, ¿no se marcha usted? —Es que he oído decir, señor —apuntó tímidamente Julián—, que durante su larga istración no ha conseguido usted ahorrar nada. Yo tengo seiscientos francos. Las lágrimas no le dejaron continuar. —También eso le será tenido en cuenta —dijo fríamente el ex director del seminario—. Vaya al obispado, que se hace tarde. La casualidad quiso que aquella noche estuviera de servicio en el salón del obispado el padre de Frilair. Monseñor estaba cenando en la prefectura. Así pues, fue al propio M. de Frilair a quien Julián entregó la carta, aunque él no lo conocía. Julián vio con asombro que aquel cura abría resueltamente la carta dirigida al obispo. El hermoso semblante del vicario mayor reflejó en seguida una gran sorpresa, mezclada con un vivo placer, acentuando luego su gravedad. Mientras leía, Julián, impresionado por su buena traza, tuvo tiempo de examinarlo. Aquel rostro habría tenido más severa nobleza sin la finura extremada de algunas de sus facciones, y habría llegado incluso a denotar su falsedad, si el poseedor de

aquel hermoso rostro hubiera dejado de ocuparse un instante de su expresión. La nariz, muy prominente, formaba una sola línea perfectamente recta que, desgraciadamente, daba a su perfil, muy distinguido por cierto, una irremediable semejanza con la fisonomía de un zorro. Por lo demás, aquel clérigo, que tan interesado parecía en la dimisión de M. Pirard, iba vestido con una elegancia que agradó mucho a Julián al no haberla visto antes en ningún otro sacerdote. Julián no supo hasta más tarde cuál era el especial talento del padre de Frilair: sabía divertir a su obispo, anciano amable, hecho para la vida de París, y que consideraba Besançon como un destierro. El obispo era muy corto de vista, le gustaba el pescado a rabiar, y el padre de Frilair era un experto quitándole las espinas a todo el que servían a Su Ilustrísima. Julián miraba en silencio al sacerdote, que leía y releía la dimisión, cuando de repente se abrió la puerta con estrépito. Un lacayo, ricamente vestido, irrumpió con rapidez. Julián tuvo el tiempo justo de volverse hacia la puerta; por ella vio aparecer a un viejecito que llevaba una cruz pectoral. Se prosternó; el obispo le dirigió una bondadosa sonrisa y pasó sin detenerse. El apuesto eclesiástico le siguió, y Julián se quedó solo en el salón, pudiendo irar a sus anchas la magnificencia del mismo. El obispo de Besançon, hombre de un ingenio puesto a prueba, pero no extinguido por las intensas miserias de la emigración, tenía más de setenta y cinco años y le tenía absolutamente sin cuidado lo que pudiera ocurrir diez años más tarde. —¿Quién es ese seminarista de mirada aguda que he creído ver al pasar? — preguntó el obispo—. ¿No deberían estar todos acostados a esta hora, según mi reglamento? —Puedo asegurarle, Monseñor, que éste está muy despierto, y es portador de una gran noticia: la dimisión del único jansenista que quedaba en vuestra diócesis. Ese terrible padre Pirard parece haber comprendido, por fin, lo que debía hacer... —Muy bien —dijo el obispo echándose a reír—, pero le desafío a que le sustituya con un hombre que valga lo que él. Y para que se convenza usted de su valía voy a invitarle a comer mañana. El vicario mayor intentó insinuar algunas palabras sobre la elección del sucesor.

El prelado, poco dispuesto a ocuparse de asuntos serios, le dijo: —Antes de que entre el otro, tratemos de averiguar por qué se va éste. Haga pasar a ese seminarista: la verdad es más fácil encontrarla en la boca de los niños. Llamaron a Julián. «Voy a encontrarme entre dos inquisidores», pensó. En su vida se había sentido más animoso. En el momento de entrar, dos ayudas de cámara, mejor ataviados que el mismo señor Valenod, desvestían a Su Ilustrísima. El prelado, antes de ocuparse de M. Pirard, creyó oportuno interrogar a Julián sobre sus estudios. Le hizo hablar acerca del dogma y se quedó asombrado. Luego pasó a las humanidades, a Virgilio, a Horacio y a Cicerón. «Estos nombres —pensó Julián— me han valido mi número 198. No tengo nada que perder; tratemos de lucirnos, pues». Y lo consiguió: el obispo, que también era un excelente humanista, quedó maravillado. En el banquete de la Prefectura, una joven merecidamente célebre, había recitado el poema de la «Magdalena»². Hablando de literatura, no tardó en olvidarse del padre Pirard y de todos los demás asuntos de su cargo, para discutir con el seminarista sobre si Horacio era rico o pobre. El prelado citó varias odas, pero en algún momento le fallaba la memoria, e inmediatamente Julián recitaba la oda entera con modesto continente. Lo que más iró al obispo fue que Julián no se salía del tono de la conversación. Recitaba de corrido sus veinte o treinta versos latinos como si estuviera hablando de lo que ocurría en el seminario. Conversaron largamente de Virgilio, de Cicerón. Finalmente, el prelado no pudo menos de felicitar al joven seminarista. —Es imposible estudiar con mayor aprovechamiento. —Monseñor —dijo Julián—, su seminario puede presentar ciento noventa y siete estudiantes mucho menos indignos que yo de vuestra alta aprobación.

—¿Cómo es eso? —preguntó el prelado extrañado de aquella cifra. —Puedo aportar una prueba oficial que corrobora lo que tengo el honor de decir a Monseñor. En el examen anual del seminario, contestando precisamente a las materias que en este momento me valen la aprobación de Su Ilustrísima, obtuve el número 198. —¡Ah, ya! ¡Éste es el protegido del padre Pirard! —exclamó el obispo riendo y mirando a M. de Frilair—. Deberíamos habérnoslo figurado; pero ha sido en buena lid. ¿Verdad que le han hecho a usted levantarse de la cama para venir aquí? —añadió dirigiéndose a Julián. —Sí, Monseñor. Hasta hoy, no había salido solo del seminario más que una vez en mi vida, para ir a ayudar al padre Chas-Bernard a decorar la catedral el día del Corpus. —Optime —dijo el obispo—. ¿Es usted, pues, el que dio una prueba tan grande de valor al colocar los penachos de plumas en el baldaquino? Todos los años me estremezco al pensar que esa operación pueda costar la vida de un hombre. Amigo mío, llegará usted lejos, pero no quiero interrumpir su carrera, que será sin duda brillante, haciéndole morir de hambre. Y, previa orden del obispo, trajeron bizcochos y vino de Málaga, a los que Julián hizo honor y más aún el padre de Frilair, que sabía que a su obispo le gustaba ver comer con buen apetito y alegría. El prelado, cada vez más contento del final de la velada, habló un poco de historia eclesiástica. Vio que Julián no comprendía. Por lo que pasó inmediatamente al estado moral del Imperio romano bajo los emperadores del siglo de Constantino. La época final del paganismo coincidió con este mismo estado de inquietud y de duda que en el siglo XIX aflige a los espíritus tristes y aburridos. Monseñor observó que Julián ignoraba casi hasta el nombre de Tácito. Pero ante el asombro del prelado, Julián respondió candorosamente que ese autor no figuraba en la biblioteca del seminario. —¡Cuánto me alegro! —dijo el obispo—. Me saca usted de un apuro: llevaba diez minutos dándole vueltas al modo de recompensarle por la agradable velada que me ha procurado de una forma tan imprevista. No esperaba encontrar un doctor bajo el hábito de un seminarista. Aun cuando el presente no sea muy

canónico, le voy a regalar a usted las obras de Tácito. El prelado mandó que le trajeran ocho volúmenes magníficamente encuadernados y llevó su amabilidad hasta el extremo de escribir de su puño y letra, bajo el título del primero, una dedicatoria en latín para Julián Sorel. El obispo presumía de latinista. Terminó diciéndole, en un tono serio que contrastaba violentamente con el de la anterior conversación: —Joven: si es usted prudente, conseguirá algún día la mejor parroquia de mi diócesis, y no a cien leguas del palacio episcopal... Pero hay que ser prudente. Daban las doce cuando Julián, cargado con sus libros, salía muy impresionado del palacio episcopal. Monseñor no le había dicho ni una sola palabra acerca del padre Pirard. Julián estaba irado, sobre todo, por la extremada cortesía del obispo. No concebía que pudiera existir semejante urbanidad en las formas, unida a un aire de dignidad tan natural. Julián notó aún más el contraste al volver a ver al sombrío padre Pirard, que le esperaba impaciente. —Quid tibi dixerunt? (¿Qué te han dicho?) —le gritó con voz potente, no bien le vio. Julián se enredaba un poco al intentar traducir al latín el discurso del obispo. —Hable usted francés y repítame las mismas palabras de Su Ilustrísima, sin añadir ni quitar nada —dijo el ex director del seminario con su tono habitualmente duro y sus modales tan poco elegantes. —¡Qué regalo más raro de parte de un obispo a un joven seminarista! —decía mientras hojeaba el soberbio Tácito, cuyos cantos dorados parecían horrorizarle. Daban las dos cuando, después de un relato muy minucioso de su larga entrevista, permitió a su alumno favorito que volviera a su celda. —Déjeme el primer tomo de su Tácito, el que lleva la dedicatoria del señor obispo —le dijo—. Estas frases en latín podrán servirle de pararrayos en esta casa cuando yo me vaya. Erit tibi, fili mi, successor meus tanquam leo quaerens quem devoret. (Pues para

ti, hijo mío, mi sucesor será como un león furioso que tratará de devorarte). A la mañana siguiente, Julián encontró algo extraño en el modo de hablarle de sus compañeros, lo cual le hizo mostrarse más reservado. «Éste es, pensaba, el efecto de la dimisión de M. Pirard. Todos saben ya la noticia, y yo paso por su discípulo predilecto. En estos modales debe haber algo insultante, pero no logro verlo claramente». Por el contrario, lo que había era ausencia de odio en las miradas de todos aquellos con quienes se cruzaba al pasar por los dormitorios. «¿Qué querrá decir esto? Será una trampa, sin duda. Vayamos con cuidado». Por fin, el joven seminarista de Verrières le dijo riendo: Cornelii Taciti opera omnia (Obras completas de Cornelio Tácito). Apenas pronunciadas estas palabras, todos, como a porfía, acudieron a felicitar a Julián, no solamente por el magnífico regalo que había recibido de Monseñor, sino también por las dos horas de conversación con que había sido honrado. Sabían hasta los más pequeños detalles. Desde aquel momento no hubo más envidias: le adularon de la forma más vil, y hasta el padre Castanède, que la misma víspera aún era de lo más insolente para con él, le cogió del brazo y lo invitó a comer. Por una fatalidad del carácter de Julián, si la insolencia de todos aquellos seres groseros le había hecho sufrir mucho, ahora sus bajas adulaciones le produjeron asco y ningún placer. Hacia el mediodía, el padre Pirard abandonó a sus discípulos, no sin antes dirigirles una severa alocución: —¿Deseáis los honores del mundo —les dijo—, las ventajas sociales, el placer de mandar, el de burlar las leyes y ser insolentes con todos en la mayor impunidad?, o bien ¿preferís vuestra salvación eterna? Hasta los menos avispados de vosotros podéis distinguir perfectamente el camino, con sólo abrir los ojos. Nada más salir el rector, los devotos del Sagrado Corazón de Jesús acudieron a la capilla a entonar un Te Deum. Nadie tomó en serio en el seminario la alocución del ex director. —Está muy molesto por su destitución —decían todos. Ni un solo seminarista tuvo la inocencia de creer en la dimisión voluntaria de un

cargo que proporcionaba tan buenas relaciones con los más importantes proveedores. El padre Pirard se instaló en la mejor hospedería de Besançon, donde pasó dos días con el pretexto de arreglar unos asuntos totalmente imaginarios. El obispo le invitó a comer, y para hacer rabiar a su vicario de Frilair, procuró darle ocasión de lucir su ingenio. Estaban en los postres cuando llegó de París la extraña noticia de que el padre Pirard había sido nombrado cura párroco de N..., magnífico curato a cuatro leguas de la capital. El buen prelado le felicitó cordialmente. Vio en todo este asunto una espléndida jugada, que le puso de buen humor y le hizo formar la más alta opinión del talento del sacerdote. Le entregó un certificado encomiástico e impuso silencio al padre de Frilair, que se permitía hacer determinadas observaciones. Por la noche, el prelado manifestó su iración en casa de la marquesa de Rubempré. Aquello fue una gran noticia para la alta sociedad de Besançon, que se perdía en conjeturas sobre la causa de tan extraordinario favor. Ya veían al padre Pirard elevado a la dignidad de obispo. Los más sagaces creyeron ministro a M. de La Mole, y no faltaron aquel día quienes se permitieron sonreír de los aires imperiosos que adoptaba el padre de Frilair. A la mañana siguiente, las gentes casi seguían al padre Pirard por las calles, y los comerciantes salían a la puerta de sus tiendas cuando fue a visitar a los jueces del marqués. Por primera vez en su vida le recibieron cortésmente. El severo jansenista, indignado con lo que veía, habló extensamente con los abogados que había escogido para el marqués de La Mole, y salió para París. Tuvo la debilidad de decir a dos o tres amigos de colegio que le acompañaran hasta la carroza, cuyo lujo y escudos nobiliarios no pudieron menos de irar, que después de haber istrado quince años el seminario, se marchaba de Besançon con quinientos veinte francos por todo capital. Aquellos amigos lo abrazaron llorando y se dijeron entre sí: «Nuestro amigo podía haberse ahorrado esta mentira, es demasiado ridícula». La gente vulgar, cegada por el amor al dinero, no estaba hecha para comprender que es precisamente en su sinceridad donde el padre Pirard había encontrado la fuerza necesaria para luchar él solo durante seis años contra María Alacoque, el Sagrado Corazón de Jesús, los jesuitas y su obispo.

CAPÍTULO XXX

UN AMBICIOSO

Ya sólo queda una clase de nobleza: el título de duque; marqués es ridículo. Con sólo oír la palabra duque, la gente vuelve la cabeza.

Edinburgh Review

El marqués de La Mole recibió al padre Pirard sin ninguna de esas pequeñas formalidades de gran señor, tan corteses, sí, pero tan impertinentes para quien las comprende. Hubiera sido tiempo perdido, y el marqués estaba demasiado ocupado con sus grandes negocios para desperdiciar el suyo. Hacía seis meses que intrigaba para lograr que el rey y la nación aceptaran cierto ministerio que, en compensación, le haría duque. El marqués llevaba muchos años pidiendo en vano a su abogado de Besançon un informe claro y preciso de sus pleitos en el Franco Condado. Pero ¿cómo iba a poder explicárselos el célebre abogado, si él mismo no los entendía? La breve nota que le entregó el padre Pirard por fin lo explicaba todo. —Mi querido padre —le dijo el marqués, luego de agotar en menos de cinco minutos las fórmulas de cortesía y las preguntas sobre cosas personales—; mi querido padre, en medio de mi pretendida prosperidad, me falta tiempo para ocuparme seriamente de dos cosillas bastante importantes a pesar de todo: mi familia y mis negocios. Cuido mucho de mi patrimonio y le aseguro que aún puedo aumentarlo considerablemente; me ocupo igualmente de mis placeres, que es lo principal, por lo menos para mí —añadió al fijarse en el asombro que se reflejaba en los ojos del padre Pirard.

Aunque era un hombre con un gran sentido común, el sacerdote se maravillaba de oír a un viejo hablar de sus placeres con tanta franqueza. —Trabajadores existen, sin duda alguna, en París —continuó el gran señor—; pero relegados en un quinto piso, sucede que, en cuanto yo me acerco a un hombre, toma un apartamento en el segundo y su mujer señala día para recibir visitas; a partir de ahí, ya no se esfuerza más que por ser o parecer hombre de mundo, dejando de lado el trabajo. Ésta es la única preocupación de todos en cuanto tienen pan. Para mis pleitos, hablando con exactitud, y aun para cada uno de ellos en particular, tengo abogados que se matan trabajando; anteayer murió tísico uno de ellos. Pero, para mis asuntos en general, ¿podrá usted creer que desde hace tres años he renunciado a encontrar un hombre que, mientras esté escribiendo algo para mí, se digne pensar seriamente en lo que hace? Pero bueno, todo esto no es más que un preámbulo. Le estimo a usted, y me atrevería a añadir, aunque le veo por primera vez, que le tengo cariño. ¿Le agradaría a usted ser mi secretario, con ocho mil francos de sueldo, o con el doble, si le parece poco? Yo saldría ganando, se lo aseguro, y ya tendría buen cuidado de conservar su rica parroquia para el día en que no nos conviniera seguir juntos. El cura rechazó el ofrecimiento, pero, hacia el final de la conversación, el verdadero apuro en que veía al marqués le sugirió una idea. —Allá, en el fondo de mi seminario —dijo Pirard—, he dejado a un pobre muchacho que, si no me equivoco, va a ser perseguido tenazmente. Si no fuera más que un simple religioso, ya estaría in pace¹. Hasta ahora, este muchacho sólo sabe latín y las Sagradas Escrituras, pero no es imposible que cualquier día despliegue un gran talento en la predicación o en la dirección de almas. Ignoro lo que hará, pero lleva dentro de sí el fuego sagrado: puede llegar lejos. Yo esperaba ponerlo al servicio del obispo, si alguna vez nos hubiera llegado uno que se asemejara a usted, siquiera remotamente, en la manera de ver los hombres y los negocios. —¿De dónde sale ese joven? —preguntó el marqués. —Dicen que es hijo de un carpintero de nuestras montañas, pero yo más bien le creería hijo natural de algún hombre rico². Le he visto recibir una carta anónima, o con pseudónimo, con un cheque de quinientos francos. —¡Ah! Es Julián Sorel —dijo el marqués.

—¿Cómo sabe usted su nombre? —replicó el sacerdote, atónito y ruborizándose al hacer la pregunta. —Eso no se lo diré a usted —respondió el marqués. —Pues bien —repuso el cura—, podría usted probarle para secretario suyo. Tiene energía y talento. Poco se perdería intentándolo. —Y ¿por qué no? —dijo el marqués—. Pero ¿no será hombre capaz de dejarse sobornar por el prefecto de policía u otra persona cualquiera para ejercer de espía en mi casa? Es la única objeción que se me ocurre. Tranquilizado por los informes favorables del padre Pirard, el marqués dijo, sacando un billete de mil francos: —Envíe usted este viático a Sorel y hágale venir cuanto antes. —Bien se ve que vive usted en París —contestó el padre Pirard—. No conoce usted la tiranía que pesa sobre nosotros, pobres provincianos, y en particular sobre los sacerdotes no amigos de los jesuitas. No querrán dejar marchar a Julián Sorel; sabrán poner los pretextos más hábiles; me contestarán que está enfermo; se habrán perdido las cartas, etc. —Pediré uno de estos días al ministro una carta para el obispo —dijo el marqués. —Me olvidaba de una precaución —apuntó el sacerdote—. Este muchacho, aunque de origen humilde, tiene el corazón noble. Nada se conseguirá de él ofendiendo su orgullo; se le convertiría en un estúpido. —Eso me gusta —dijo el marqués—; le haré compañero de mi hijo. ¿Será esto bastante? Algún tiempo después, Julián recibió una carta de letra desconocida, con sello de Châlons, que contenía una libranza a favor de un comerciante de Besançon y el aviso de salir sin dilación para París. La carta llevaba una firma supuesta, pero al abrirla, Julián se estremeció viendo caer a sus pies una hoja de árbol; era la señal convenida con el padre Pirard. Menos de una hora después, Julián fue llamado al obispado, donde le recibieron

con una bondad casi paternal. Siempre citando a Horacio, Monseñor lo felicitó muy hábilmente por el grato destino que le aguardaba en París, esperando que Julián, a modo de agradecimiento, le diera algunas explicaciones; pero éste nada pudo decir, por la sencilla razón de que no sabía nada. La consideración con que le trató el prelado subió de punto. Uno de los sacerdotes subalternos del obispado escribió al alcalde, quien se apresuró a llevar personalmente un pasaporte firmado y con el nombre del viajero en blanco. Aquella noche, antes de las doce, Julián estaba en casa de Fouqué, cuya prudente inteligencia dio más muestras de extrañeza que de contento por el porvenir que parecía esperar a su amigo. —Todo esto acabará para ti —dijo aquel elector liberal— con un destino en el gobierno que te obligará a realizar alguna gestión que después será vilipendiada por los periódicos. Sabré de ti para vergüenza tuya. Acuérdate de que, incluso financieramente hablando, vale más ganar cien luises en un buen negocio de madera, del que uno es dueño, que recibir cuatro mil francos de un gobierno, aun cuando éste fuera del mismísimo rey Salomón. Julián no vio en todo aquello más que la estrechez de miras de un burgués de pueblo. Él iba por fin a presentarse en el escenario de las grandes hazañas. La felicidad de ir a París, que se figuraba lleno de gentes de talento, muy intrigantes, muy hipócritas, pero tan bien educadas como el obispo de Besançon y el de Agda, lo eclipsaba todo a sus ojos. Se reveló, en una palabra, ante su amigo, como desprovisto del más mínimo sentido común por culpa de la carta del padre Pirard. Al día siguiente, hacia el mediodía, llegó a Verrières sintiéndose el más feliz de los hombres; contaba con ver de nuevo a Mme. de Rênal. Lo primero que hizo, no obstante, al llegar, fue ir a casa de su primer protector, el buen padre Chélan, que le dispensó una acogida severa. —Si crees que me estás obligado en algo —le dijo M. Chélan sin contestar a su saludo—, vas a almorzar conmigo, y mientras tanto irán a alquilar otro caballo para ti y te marcharás de Verrières sin ver a nadie. —Escuchar es obedecer —respondió Julián con la sumisión típica de un seminarista. Y ya no habló más que de teología y de latinismo.

Montó a caballo, recorrió una legua, y viendo un bosque, tras asegurarse de que nadie le veía, se internó en él. Al ponerse el sol, soltó el caballo. Más tarde, entró en casa de un labriego, que consintió en venderle una escala y le acompañó llevándosela hasta el bosquecillo que domina el Paseo de la Fidelidad de Verrières. —«Parece un pobre desertor... o un contrabandista —se dijo el labrador al despedirse de él—, pero ¡qué importa!, me ha pagado bien la escala y yo también he hecho de las mías alguna que otra vez». La noche era oscurísima. Hacia la una de la madrugada, Julián, con su escala a cuestas, entró en Verrières. Bajó lo más deprisa que pudo al lecho del torrente que atraviesa los magníficos jardines de M. de Rênal, a una profundidad de diez pies, entre dos muros. Julián subió fácilmente con la escala. «¿Cómo me recibirán los perros guardianes? —pensaba—. Ahí está el quid». Los perros ladraron y corrieron hacia él en tropel, pero entonces Julián les silbó con dulzura y éstos acudieron, mansos, a acariciarle. Subiendo luego de terraza en terraza, aun cuando todas las verjas estaban cerradas, le fue fácil llegar hasta la ventana de Mme. de Rênal, que, por la parte del jardín, sólo se elevaba a unos ocho o diez pies por encima del suelo. En los postigos había una pequeña abertura en forma de corazón que él conocía perfectamente. Con gran disgusto suyo, aquella abertura no estaba iluminada por la luz interior de una lamparilla. «¡Válgame Dios! —se dijo—. Esta noche no duerme en este cuarto Mme. de Rênal. ¿Dónde se habrá acostado? La familia está en Verrières, puesto que los perros están aquí, pero puedo muy bien encontrarme en esta habitación oscura con el propio M. de Rênal o con cualquier extraño, y entonces ¡vaya escándalo!». Lo más prudente era retirarse, pero tal decisión horrorizó a Julián. «Si es un extraño, me escaparé a todo correr, abandonando la escala, pero si es ella, ¿qué recibimiento me espera? Parece que se ha arrepentido y está entregada a la más fervorosa devoción; de esto no me cabe duda; pero aún tiene que acordarse de mí, puesto que acaba de escribirme». Aquel razonamiento le decidió. Con el corazón trémulo, pero resuelto a perecer o a verla, empezó a tirar piedrecitas contra la persiana; nadie contestó. Entonces apoyó la escala al lado

de la ventana, llamó primero suavemente, y después con más fuerza. «Por muy oscuro que esté, pueden descerrajarme un tiro», pensó Julián. Aquella idea redujo su loca empresa a una cuestión de bravura. «Este cuarto no está ocupado esta noche —pensó—, o, en otro caso, quienquiera que sea la persona que lo ocupe, ya tiene que estar despierta. Así que no tengo que adoptar más precauciones respecto a ella, lo esencial ahora es procurar que no me oigan quienes duermen en las habitaciones inmediatas». Resuelto a todo, bajó, colocó la escala contra uno de los postigos, volvió a subir, y pasando la mano por la abertura en forma de corazón, tuvo la suerte de encontrar en seguida el alambre que estaba sujeto al pestillo que servía de cierre. Tiró de aquel alambre y, con alegría infinita, vio que el postigo cedía a su esfuerzo. «Iré abriendo poco a poco y daré a reconocer mi voz». Abrió el postigo lo suficiente para meter la cabeza, y repitió varias veces en voz baja: Es un amigo. Se aseguró, aguzando el oído, de que nada turbaba el silencio profundo del cuarto. Pero, decididamente, no había en la chimenea lamparilla alguna, ni siquiera medio apagada, aquella era muy mala señal. «¡Cuidado no me peguen un tiro!». Reflexionó un poco. Luego se atrevió a golpear con los nudillos en el cristal. Nadie respondió. Llamó más fuerte. «Aunque tuviera que romper el cristal, hay que acabar de una vez». Continuó golpeando, cada vez con mayor fuerza. Al fin creyó entrever en aquella oscuridad como una sombra blanca que atravesaba la habitación. No cabía duda: una sombra parecía avanzar con extremada lentitud. De pronto vio una mejilla que se apoyaba en el cristal. Julián se estremeció y se apartó un poco. Pero la noche era tan negra, que ni aun a aquella distancia pudo distinguir si era Mme. de Rênal. Temía el primer grito

de alarma; oía merodear y gruñir a los perros alrededor de su escala. —Soy yo —volvió a repetir bastante alto—; un amigo. Ninguna respuesta: el fantasma blanco había desaparecido. —¡Ábrame, por Dios. Tengo que hablarle... soy muy desgraciado! Y golpeaba, exponiéndose a romper el cristal. Un ruidito seco se dejó oír. La falleba de la ventana cedía; Julián la empujó y saltó con agilidad dentro de la habitación. El fantasma blanco se alejaba. Él lo cogió por el brazo. Era una mujer. Todo su valor se disipó. «Si es ella ¿qué me va a decir?». ¡Cuál no sería su emoción cuando, al oír un pequeño grito, comprendió que era Mme. de Rênal! La estrechó entre sus brazos. Ella temblaba y apenas tenía fuerzas para rechazarlo. —¿Qué hace usted aquí, desdichado? Apenas si su voz convulsa podía articular estas palabras. Julián notó en ellas la más sincera indignación. —Vengo a verla después de catorce meses de cruel separación. —¡Váyase! ¡Salga de aquí inmediatamente! ¡Ah! ¿Por qué me prohibiría escribirle M. Chélan? Hubiera podido evitar esta horrible situación. Lo rechazó con una fuerza verdaderamente extraordinaria. —Me arrepiento de mi crimen; el cielo se ha dignado iluminarme —repetía con voz entrecortada—. Váyase, huya de aquí. —Después de catorce meses de desdicha, no me marcharé sin haberle hablado antes. Quiero saber todo lo que ha estado haciendo. Creo haberla amado lo

suficiente para merecer esta confidencia... Quiero saberlo todo. A pesar suyo, aquel tono de autoridad produjo un gran efecto en el corazón de Mme. de Rênal. Julián, que la tenía abrazada con pasión y resistía a sus esfuerzos por desasirse de él, cesó de estrecharla. Este movimiento serenó un tanto a Mme. de Rênal. —Voy a retirar la escala para que no nos comprometa si algún criado, despierto por el ruido, estuviera dando una vuelta por el jardín. —No, no, al contrario..., váyase usted —dijo ella con verdadera cólera—. ¿Qué me importan los hombres? Dios es quien presencia esta horrible escena y quien me castigará. Está usted abusando cobardemente de los sentimientos que le demostré en otro tiempo, pero todo eso acabó. ¿Lo oye usted bien, Julián? Julián retiraba la escala con gran lentitud para no hacer ruido. —¿Está tu marido en la ciudad? —le preguntó, no por desafiarla, sino llevado de la antigua costumbre. —No me hable usted así, por favor, o llamo a mi marido. Ya soy bastante culpable por no haberle echado de aquí, ocurriese lo que ocurriese. Me da usted lástima —le dijo tratando de herir su irritable orgullo, que tan bien conocía. Aquella negativa al tuteo, aquella manera brusca de romper unos lazos tan tiernos, y con los que él aún contaba, exaltaron hasta el delirio los arrebatos amorosos de Julián. —Pero ¿es posible que ya no me ames? —exclamó con uno de esos arranques sinceros que tan difícil resulta escuchar sin inmutarse. Ella no respondió; él lloraba amargamente. En realidad ni siquiera tenía fuerzas para hablar. —De modo que el único ser que me amó en la vida ya me ha olvidado por completo. Entonces ¿para qué vivir ya? Todo su valor le había abandonado desde el momento en que vio desaparecido el

peligro de encontrarse con un hombre; todo se había esfumado de su corazón, excepto el amor. Lloró mucho tiempo en silencio. Cogió su mano, que ella quiso retirar. Sin embargo, después de algunos movimientos casi convulsivos, acabó por dejársela. La oscuridad era completa. Estaban sentados, el uno junto al otro, en el lecho de Mme. de Rênal. «¡Qué diferentes eran las cosas hace catorce meses! —pensó Julián, y sus lágrimas aumentaron—. ¡Así es como destruye la ausencia todos los sentimientos del hombre». —Por favor, dime todo lo que ha sido de ti durante todo este tiempo —dijo por fin Julián, turbado por su silencio, y con voz entrecortada por las lágrimas. —Sin duda —respondió Mme. de Rênal con voz dura y en cuyo acento había algo seco y mortificante para Julián— mis extravíos ya se conocían en la ciudad cuando usted se marchó. ¡Había obrado usted con tanta imprudencia! Algún tiempo después, estando yo desesperada, vino a verme el respetable M. Chélan. En vano trató de conseguir de mí una confesión durante mucho tiempo. Un día tuvo la ocurrencia de llevarme a la iglesia de Dijon, donde yo hice la primera comunión. Allí se atrevió a hablar él primero... Las lágrimas interrumpieron a Mme. de Rênal. —¡Qué momentos de vergüenza! Le confesé todo. Este hombre fue tan bueno, que no me abrumó con el peso de su indignación, antes bien, se afligió conmigo. En aquella época yo le escribía a usted todos los días unas cartas que luego no me atrevía a enviarle; las guardaba cuidadosamente y cuando me sentía demasiado desgraciada me encerraba en mi cuarto a releerlas. —Al fin M. Chélan consiguió que se las entregase. Algunas, escritas con algo más de prudencia, le habían sido ya enviadas, pues usted no me respondía. —Jamás, te lo juro, recibí una carta tuya en el seminario. —¡Dios mío! ¿Quién las habrá interceptado? —Imagínate mi dolor. Hasta el día en que te vi en la catedral, ignoraba si vivías o no.

—Dios me concedió la gracia de hacerme comprender cuánto estaba pecando contra Él, contra mis hijos, contra mi marido —repuso Mme. de Rênal—. Sin embargo, Él nunca me amó como yo creía entonces que usted me amaba... Julián se echó en sus brazos sin saber cómo y fuera de sí. Pero Mme. de Rênal lo rechazó, y prosiguió con bastante firmeza: —Mi respetable amigo, el padre Chélan, me hizo comprender que al casarme con M. de Rênal le había sacrificado todos mis afectos, incluso los que no conocía y que no había experimentado nunca antes de nuestras fatales relaciones... Después del gran sacrificio de aquellas cartas, que me eran tan queridas, mi vida ha transcurrido, si no dichosa, por lo menos bastante tranquila. No venga usted, pues, a turbarla; sea un amigo para mí..., el mejor de los amigos. Julián cubrió sus manos de besos; ella sintió sus lágrimas. —No llore usted..., me hace tanto daño... Cuénteme ahora lo que usted ha hecho. Julián no podía hablar. —Quiero saber qué género de vida hacía usted en el seminario —repitió ella—; después se marchará usted. Sin darse cuenta de lo que decía, Julián habló de sus intrigas, de las innumerables envidias que encontró primero; luego, de su vida tranquila desde que fue nombrado ayudante. —Entonces fue cuando tú —añadió él—, después de un largo silencio destinado sin duda a hacerme comprender lo que hoy desgraciadamente estoy viendo, que no me amabas y que te era tan indiferente... (Mme. de Rênal le apretó la mano). Entonces fue cuando me enviaste aquellos quinientos francos. —Nunca hice eso —dijo Mme. de Rênal. —Era una carta con sello de París y firmada por un tal Pablo Sorel, sin duda para no despertar sospechas. Se suscitó una pequeña discusión sobre el posible origen de la carta. La posición moral cambió. Sin darse cuenta, Mme. de Rênal y Julián habían abandonado el tono solemne, adoptando de nuevo el de una tierna amistad. Tan profunda era la

oscuridad, que no se veían, pero el tono de la voz lo decía todo. Julián enlazó con el brazo la cintura de su amiga; aquel movimiento era muy peligroso. Ella trató de desasirse del brazo de Julián, pero él, con suma habilidad, distrajo su atención en aquel momento con una circunstancia interesante de su relato. El brazo, como olvidado, continuó en la posición que ocupaba. Después de muchas conjeturas sobre el origen de la carta con los quinientos francos, Julián reanudó su narración. Había recuperado parte de su aplomo hablando de su vida pasada, que tan poco le interesaba, al lado de lo que estaba sucediendo en aquel momento. Toda su atención estaba concentrada en el modo en que terminaría su visita. —Tiene que marcharse —le decía ella a cada momento y con tono imperativo. «¡Qué vergüenza para mí si me echa! Será un pesar que amargará mi vida para siempre —se decía—. Jamás consentirá en escribirme y Dios sabe cuándo volveré yo a esta ciudad». Desde aquel momento, todo lo que había de celestial en la actitud de Julián desapareció rápidamente de su corazón. Sentado junto a una mujer a quien adoraba, casi estrechándola entre sus brazos, en aquel cuarto donde tan feliz había sido, en la más profunda oscuridad, convencido, por lo demás, de que, desde hacía un momento, ella estaba llorando, y percibiendo, por los movimientos de su pecho, que sollozaba, tuvo la mala ocurrencia de convertirse en un frío calculador, casi tan calculador y tan frío como cuando, en el patio del seminario, se veía objeto de alguna burla molesta de parte de un compañero más fuerte que él. Julián alargaba su relato y hablaba de la vida desdichada que había llevado desde su salida de Verrières. «De modo que —se decía Mme. de Rênal—, después de un año de ausencia, privado de todo lo que pudiese avivar su recuerdo, y mientras yo le olvidaba, él sólo pensaba en los días felices vividos en Vergy». Sus sollozos aumentaban. Julián notó el efecto de sus palabras. Comprendiendo que habría de echar mano del último recurso, hizo alusión a la carta que acababa de recibir de París. —Me he despedido del señor obispo. —¿Cómo? ¿No vuelve usted a Besançon? ¿Nos deja para siempre?

—Sí —respondió Julián con resolución—. Sí, abandono para siempre una tierra donde he sido olvidado hasta por el ser que más amé en toda mi vida, y la abandono para no volver nunca más. Me voy a París. —¡Te vas a París! —exclamó casi en voz alta Mme. de Rênal. Su voz, casi ahogada por las lágrimas, traslucía lo profundo de su turbación. Julián necesitaba aquel aliento: iba a intentar un paso que quizá decidiera todo en contra suya, y antes de oír esta exclamación, como no veía, ignoraba por completo el efecto que podría producir. No lo dudó más: el temor al remordimiento le hacía recobrar el dominio sobre sí mismo. Añadió fríamente, levantándose: —Sí, señora, la dejo a usted para siempre. Ojalá que sea muy feliz. Adiós. Dio algunos pasos hacia la ventana, y cuando ya la estaba abriendo, Mme. de Rênal corrió hacia él y se arrojó en sus brazos. Y así fue como, después de tres horas de diálogo, consiguió Julián lo que tan ardientemente había deseado durante las dos primeras. De haber llegado un poco antes, los tiernos sentimientos y el olvido de los remordimientos por parte de Mme. de Rênal le hubieran parecido una dicha inefable; obtenidos así, con astucia, su triunfo sólo le produjo placer. Julián se empeñó en encender la lamparilla, a pesar de la resistencia de su amiga. —¿Crees que puedo consentir —le decía— en no llevarme recuerdo alguno de este encuentro? ¿Acaso piensas que voy a perder la ocasión de contemplar el amor que sin duda se refleja en esos ojos encantadores? ¿Cómo me voy a resignar a no ver la blancura de esta hermosa mano? Piensa que nuestra separación será probablemente muy larga. Mme. de Rênal no podía negarle nada ante esta idea que la hacía deshacerse en lágrimas. Pero el alba comenzaba a dibujar vivamente los contornos de los pinos en la montaña situada al este de Verrières. En vez de irse, Julián, ebrio de voluptuosidad, pidió a su amante que le permitiese pasar todo el día escondido en su cuarto y no marcharse hasta la madrugada siguiente. —Y ¿por qué no? —respondió ella—. Esta fatal recaída me hace perder lo poco que de mi propia estima me quedaba, y será sin duda mi eterna desgracia... —Y lo estrechaba contra su pecho—. Mi marido no es el mismo: tiene sospechas,

cree que le he manejado a mi antojo en todo este asunto y se muestra muy resentido conmigo. Si oye el menor ruido, estoy perdida; me echará ignominiosamente de casa, como en realidad merezco. —Ésa es una frase del padre Chélan —dijo Julián—. No me habrías hablado así antes de mi cruel partida para el seminario. ¡Entonces sí que me querías! La sangre fría de Julián halló su inmediata recompensa: nada más pronunciar aquellas palabras vio cómo su amiga, olvidando rápidamente el peligro que pudiera correr con la presencia de su marido, no pensó más que en el peligro, mucho más grande, de que Julián dudara de su amor. El día avanzaba aprisa e iluminaba por completo la habitación. Julián volvió a sentir todas las voluptuosidades del orgullo satisfecho, al ver en sus brazos, y casi a sus pies, a aquella mujer encantadora, la única que había amado y que pocas horas antes estaba entregada por entero al temor de un Dios terrible y al cumplimiento de sus deberes. Todas sus resoluciones, fortalecidas por un año de constancia, no habían podido resistir a su insistencia. Pronto comenzaron a oírse ruidos en la casa. Algo que antes no se le había ocurrido vino a inquietar a Mme. de Rênal. —Esa infame de Elisa va a entrar en el cuarto. ¿Qué hacemos con esa enorme escala? —preguntó a su amigo—. ¿Dónde la podríamos esconder?... Voy a llevarla al granero —exclamó de repente con cierta jovialidad. —Pero hay que pasar por el cuarto del criado —observó Julián con espanto. —Dejaré la escala en el corredor, llamaré al criado y le mandaré hacer cualquier recado. —Piensa en preparar algún pretexto para el caso en que el criado, al pasar por el corredor, vea la escala. —Sí, ángel mío —repuso Mme. de Rênal dándole un beso—. Tú ocúpate de esconderte pronto debajo de la cama si Elisa entra durante mi ausencia. Julián quedó sorprendido de aquella repentina alegría. «De modo que la posibilidad de un peligro —pensaba—, lejos de turbarla, le devuelve toda su alegría, porque no piensa en sus remordimientos. ¡He aquí una

mujer realmente superior! ¡Un corazón en el que resulta glorioso reinar!». Julián estaba radiante. Mme. de Rênal cogió la escala; era evidente que pesaba demasiado para ella. Julián fue en su ayuda. Estaba irando aquel talle elegante y que tan lejos estaba de denotar fuerza, cuando de pronto, ella, sin ningún tipo de ayuda, cogió la escala y la levantó como hubiera podido levantar una silla. Con paso rápido la subió al corredor del tercer piso y allí la dejó en el suelo, arrumbada junto a la pared. Llamó entonces al criado, y, para dejarle tiempo de vestirse, subió al palomar. Cinco minutos después, cuando volvió al corredor, ya no se encontraba allí. ¿Qué había sido de ella? Si Julián hubiera estado fuera de la casa, aquel peligro no la habría impresionado. Pero si en aquel momento su marido veía la escala, podría ocurrir algo terrible. Mme. de Rênal fue de un lado para otro. Por fin la descubrió debajo del tejado, donde el criado la había puesto, dejándola semioculta. Era un detalle extraño que en otro tiempo la habría alarmado. «¿Qué más da —pensó— lo que pueda ocurrir dentro de veinticuatro horas, cuando Julián se haya marchado? ¿No será todo entonces para mí horror y remordimiento?». Tenía como una idea vaga de que debía renunciar a la vida, pero ¿qué le importaba? Después de una separación que le había parecido eterna, él había vuelto; lo veía de nuevo, ¡y lo que había hecho por ella demostraba tanto amor...! Al referir a Julián lo ocurrido con la escala, decía: —¿Qué le contestaré a mi marido si el criado le cuenta que ha encontrado esa escala? Se quedó pensativa unos momentos. —Necesitarán veinticuatro horas para dar con el labrador que me la ha vendido. Y echándose en los brazos de Julián, lo estrechó en un movimiento convulsivo. —¡Ah! ¡Morir! ¡Morir así! —exclamó cubriéndolo de besos—. Pero no puedo dejarte a ti morir de hambre —añadió riendo—. Ven, te esconderé en la habitación de Mme. Derville, que está siempre cerrada con llave.

Fue a vigilar al extremo del pasillo y Julián pasó corriendo. —No se te ocurra abrir si llaman —le dijo echando la llave—; en el peor de los casos, sería simplemente una broma de los chicos jugando entre ellos. —Acompáñalos al jardín, al pie de la ventana —dijo Julián—, para que yo pueda verlos; y hazles hablar. —Sí, sí —gritó Mme. de Rênal alejándose. Poco después regresó con naranjas, galletas, una botella de vino de Málaga. Le había sido imposible robar pan. —¿Qué hace tu marido? —dijo Julián. —Está redactando unos contratos de venta para unos campesinos. Ya habían dado las ocho y en la casa se oía mucho ruido. Si no hubieran visto a Mme. de Rênal, la habrían buscado por todas partes, de ahí que se viera obligada a dejarle solo. Pronto volvió, con gran imprudencia por su parte, para traerle una taza de café; tenía miedo de que se muriera de hambre. Después del desayuno consiguió reunir a los niños bajo la ventana del cuarto de Mme. Derville. Él los encontró muy crecidos, pero los notó un aire más vulgar, o bien eran sus ideas las que habían cambiado. Mme. de Rênal les habló de Julián. El mayor respondió expresando cariño y añoranza por el antiguo preceptor, pero observó que los pequeños casi le habían olvidado. M. de Rênal no salió aquella mañana. Subía y bajaba sin cesar por toda la casa, ocupado en hacer tratos con los labradores a quienes estaba vendiendo su cosecha de patatas. Hasta la hora de la comida, Mme. de Rênal no pudo dedicar un solo momento a su prisionero. Una vez servida la mesa, tuvo la idea de escamotear para él un plato de sopa caliente. Al acercarse sin hacer ruido a la puerta del cuarto que ocupaba su amante, llevando el plato con toda precaución, se encontró frente a frente con el criado que había escondido la escala por la mañana. En aquel momento, también él se deslizaba silencioso por el pasillo, como escuchando. Probablemente Julián habría cometido alguna imprudencia. El criado se alejó un poco confuso. Mme. de Rênal entró resueltamente en la habitación donde estaba Julián, y cuando se lo contó, el inminente peligro le hizo estremecerse.

—¡Tú tienes miedo! —le dijo ella—. Yo, en cambio arrostraría sin pestañear todos los peligros del mundo. Sólo temo una cosa: el momento en que me quede sola cuando tú te vayas. Y se alejó corriendo. —¡Para esa alma sublime el único peligro digno de tener en cuenta es el remordimiento! —se dijo Julián exaltado. Por fin llegó la noche. M. de Rênal se fue al casino. Su mujer, pretextando una jaqueca espantosa, se retiró a su cuarto, despidió inmediatamente a Elisa y se levantó para sacar de su encierro a Julián. Se encontró con que estaba realmente desfallecido. Apenada, corrió a la despensa a buscar pan. Julián oyó un grito agudo. Mme. de Rênal volvió y le contó a Julián que, al entrar en la despensa sin luz y acercarse a un aparador en el que se guardaba el pan y extender la mano, había tocado un brazo de mujer. Era Elisa quien se había puesto a gritar. —¿Qué hacía allí? —Estaría robando alguna golosina, o quizá nos espiaba —dijo Mme. de Rênal con una indiferencia absoluta—. Pero afortunadamente he encontrado paté y un panecillo. —¿Qué llevas ahí entonces? —dijo Julián señalando los bolsillos de su delantal. Mme. de Rênal se había olvidado de que, en la mesa, durante la comida, se los había llenado de pan. Julián la estrechó entre sus brazos con la más ardiente pasión; nunca le había parecido tan hermosa. «Ni siquiera en París —se decía confusamente— podré encontrar una mujer de tal carácter». Tenía toda la torpeza de una mujer poco habituada a esta clase de menesteres y, al mismo tiempo, el valor de un ser que sólo teme otra clase de peligros, mucho más terribles en el fondo. Mientras Julián cenaba con buen apetito y su amiga bromeaba con él sobre la frugalidad de aquella comida, ya que le horrorizaba hablar en serio, la puerta del cuarto, de repente, fue sacudida con violencia. Era M. de Rênal. —¿Por qué te has encerrado? —le gritaba.

Julián apenas si tuvo tiempo de deslizarse debajo del sofá³. —¡Cómo! —exclamó M. de Rênal—. ¡Vestida, cenando y cerrada con llave por dentro! Cualquier otro día, una observación semejante, hecha con toda la sequedad conyugal, hubiera azorado a Mme. de Rênal. Pero ahora comprendía que su marido no tenía más que inclinarse un poco para descubrir a su amante, puesto que aquél se había sentado en la silla que Julián ocupara un momento antes frente al sofá. La jaqueca sirvió de pretexto para todo. Mientras su marido le refería minuciosamente los incidentes de la partida de billar que había ganado en el casino («¡una partida de diecinueve francos nada menos!») —recalcaba—, ella vio encima de una silla, a tres pasos, el sombrero de Julián. Su sangre fría fue en aumento: comenzó a desnudarse, y, en un momento determinado, pasando con rapidez por detrás de su marido, echó el vestido encima de la silla donde se encontraba el sombrero. Por fin se marchó M. de Rênal. Ella suplicó a Julián que le volviera a contar su vida en el seminario. —Ayer no te escuchaba; mientras estabas hablando, sólo pensaba en el medio de conseguir que te marcharas. Era la imprudencia en persona. Hablaban muy alto. Sobre las dos de la madrugada, un golpe violento en la puerta vino a interrumpir su conversación. Era otra vez M. de Rênal. —¡Abre inmediatamente! ¡Tenemos ladrones en casa! —decía—. Saint-Jean encontró una escala esta mañana. —¡Estamos perdidos! —exclamó Mme. de Rênal echándose en los brazos de Julián—. Nos va a matar a los dos; lo que dice de los ladrones sólo es una excusa. Voy a morir en tus brazos mucho más dichosa en la muerte de lo que jamás fui en vida. Y en vez de responder a su esposo, cada vez más enfurecido, besaba y abrazaba con pasión a Julián.

—Salva a la madre de Estanislao —dijo él con una mirada autoritaria—. Voy a saltar al patio por la ventana del gabinete e intentaré escapar por el jardín. Los perros me han reconocido. Haz un lío con mi ropa y tíralo abajo en cuanto puedas. Mientras tanto, deja que echen la puerta abajo. Y sobre todo, nada de confesión, te lo prohíbo. Más vale que tenga sospechas que no certeza. —¡Vas a matarte al saltar! —fue su sola respuesta y su única inquietud. Lo acompañó a la ventana del gabinete y luego se tomó el tiempo necesario para esconder la ropa. Por fin abrió la puerta a su marido, que ardía en cólera. Registró el cuarto, el gabinete, sin decir una palabra, y desapareció. Mme. de Rênal tiró la ropa a Julián por la ventana; él la recogió y corrió hacia la parte baja del jardín, por el lado del Doubs. Mientras corría oyó silbar una bala, y, acto seguido, una fuerte detonación. «Ése no es M. de Rênal —pensó—. Tira muy mal para ser él». Los perros corrían a su lado, en silencio. Un segundo tiro debió de herir en una pata a uno de ellos, pues comenzó a aullar lastimeramente. Julián saltó el muro de una terraza, dio unos cuantos pasos a cubierto y siguió huyendo en otra dirección. Oyó voces y distinguió claramente al criado enemigo suyo, que volvía a disparar. Un granjero se puso también a tirotear por el otro lado del jardín, pero para entonces Julián ya había alcanzado la orilla del río, donde se vistió. Una hora más tarde se hallaba a una legua de Verrières, por el camino de Ginebra. «Si sospechan de mí —pensó—, me buscarán por el camino de París».

FIN DEL LIBRO I

LIBRO II

CAPÍTULO I

LOS PLACERES DEL CAMPO

O rus, quando ego te adspiciam!

VIRGILIO¹

—El señor viene, sin duda, a esperar el coche correo de París —le dijo el dueño de una posada donde se detuvo para almorzar. —El de hoy o el de mañana, lo mismo me da —replicó Julián. El correo llegó mientras se hacía el indiferente. Había dos asientos libres. —¡Cómo! ¿Tú por aquí, mi pobre Falcoz? —exclamó el viajero que venía de Ginebra dirigiéndose al que subía en el coche al mismo tiempo que Julián. —Te creía instalado en las cercanías de Lyon —dijo Falcoz—, en uno de los deliciosos valles del Ródano. —Y no creías mal. Allí estuve, y de allí huyo. —¡Cómo es eso! ¿Huyendo tú, Saint-Giraud? Con esa cara de buena persona, ¿no habrás cometido algún crimen? —preguntó Falcoz riendo. —Si quieres que te diga la verdad, es como si lo hubiera cometido. Huyo de la

vida abominable que se lleva en provincias. Me encanta la frescura de los bosques y la tranquilidad campestre, como tú muy bien sabes; a menudo me tachaste de idealista. Pero ya ves, en mi vida había querido oír hablar de política, y la política es la que me echa de mi casa. —Pero ¿a qué partido perteneces? —A ninguno, y esto es lo que me pierde. Toda mi política se reduce a lo siguiente: me gusta la música, la pintura; un buen libro es un acontecimiento para mí. Voy a cumplir cuarenta y cuatro años. ¿Qué me queda por vivir? Quince, veinte, treinta años a lo sumo. Pues bien, estoy seguro de que, dentro de treinta años, los ministros serán algo más hábiles, pero igual de honrados que los de hoy. La historia de Inglaterra me sirve de espejo para nuestro porvenir. Siempre habrá algún rey que pretenda aumentar sus prerrogativas; siempre la ambición de ser diputado, la gloria y los centenares de miles de francos ganados por Mirabeau les quitarán el sueño a las gentes ricas de provincias, y a eso le llamarán ser liberal y amar al pueblo. El acicate de los ultras seguirá siendo llegar a ser par o gentilhombre de cámara. En el navío del Estado, todo el mundo querrá dirigir la maniobra, porque es oficio bien pagado. Pero, ¿no quedará nunca en él sitio, por pequeño que sea, para el simple pasajero? —Al grano, al grano: conociendo tu carácter tranquilo, imagino que tu relato será de lo más divertido. ¿Son las últimas elecciones las que te echan de tu provincia? —Mi desgracia arranca de más lejos². Hace cuatro años tenía yo cuarenta, y poseía quinientos mil francos; hoy tengo cuatro años más y probablemente cincuenta mil francos menos, que perderé con la venta de mi castillo de Monfleury, soberbiamente emplazado a orillas del Ródano. En París estaba harto de esta comedia perpetua a la que obliga lo que la gente llama civilización del siglo XIX. Estaba ávido de llaneza y sencillez. Voy y compro una propiedad cerca de las montañas, cerca del Ródano; nada más hermoso bajo el sol. El vicario del pueblo y los terratenientes del contorno me hacen la corte durante seis meses. Les doy de comer; les digo que he dejado París para no volver a hablar ni a oír hablar en mi vida de política. «Como pueden ver —les dije—, ni siquiera estoy suscrito a periódico alguno. Cuantas menos cartas me trae el cartero, más contento estoy». Aquello no era lo que el vicario se esperaba. Muy pronto llovieron sobre mí todo tipo de requerimientos enojosos, enredos, etc. Como tenía intención de dar doscientos o trescientos francos anuales a los

pobres, me los piden para asociaciones piadosas: la de san José, la de la Virgen, etc. Me niego en redondo, y entonces me insultan cuanto pueden. Cometo la solemne tontería de darme por agraviado. Ya no puedo salir por las mañanas a disfrutar de la belleza de nuestras montañas sin tropezarme con algún detalle desagradable que me saque de mis ensoñaciones para recordarme con desagrado a los hombres y sus trapacerías. En las procesiones de rogativas, por ejemplo, cuyos cantos me agradan (me parece que son melodías griegas), ya no bendicen mis campos porque, según dice el vicario, pertenecen a un impío. Se muere la vaca de una vieja devota, y dice ésta que dicha muerte se debe a la proximidad de un estanque vecino que es propiedad del impío filósofo llegado de París, y a los ocho días me encuentro a todos mis peces envenenados con cal. Los chismes y enredos me acosan por todas partes. El juez de paz, hombre honrado, pero que teme ser destituido, me quita siempre la razón. La paz del campo es un infierno para mí. En cuanto me han visto abandonado por el vicario, jefe de la congregación del pueblo, y sin el apoyo del capitán retirado, jefe de los liberales, todos se me han venido encima, hasta el albañil a quien le proporcionaba trabajo para que pudiera vivir desde hacía un año; hasta el carretero, que pretendía estafarme impunemente reparando mis arados. Con objeto de tener algún apoyo y poder ganar de ese modo alguno de mis pleitos, me hago liberal; pero como tú bien has dicho antes, llegan esas endiabladas elecciones, me piden el voto... —¿Para un desconocido? —Al contrario; para un individuo a quien conozco demasiado bien. Me niego a darlo, ¡imprudencia temeraria! A partir de ese momento, ya me tienes con los liberales también enfrente, y mi posición se hace intolerable. Estoy seguro de que si al vicario se le hubiera ocurrido acusarme de haber asesinado a mi criada, habrían salido veinte testigos por ambas partes dispuestos a jurar que me habían visto cometer el crimen. —Tú quieres vivir en el campo sin halagar las pasiones de tus convecinos, sin dar oídos siquiera a sus cotilleos. ¡Qué error...! —En fin, ya está reparado. Monfleury está en venta; perderé cincuenta mil francos si es preciso, pero estoy muy contento, porque es la única forma de escapar a ese infierno de hipocresía y ruindades. Voy a buscar la soledad y la paz del campo al único lugar donde todavía se puede encontrar en Francia: en un cuarto piso que dé a los Campos Elíseos. Y, aun así, sigo preguntándome si no estaré comenzando de nuevo mi carrera política en el barrio de la Roule, por el

hecho de suministrar el pan bendito a la parroquia. —Nada de esto te hubiera ocurrido en tiempo de Bonaparte —dijo Falcoz, con los ojos brillantes de cólera y de pesar. —Eso que me dices está muy bien. Pero, si tanto valía, ¿cómo no supo defender su trono? Mis desventuras de hoy a tu Bonaparte se las debo. Al oír esto, Julián redobló su atención. Le bastó oír las primeras palabras para comprender que el bonapartista Falcoz era el antiguo amigo de infancia de M. de Rênal, repudiado por éste en 1816, y el filósofo Saint-Giraud debía de ser hermano de aquel jefe de negociado de la prefectura de..., que sabía hacerse adjudicar a buen precio las casas propiedad de los ayuntamientos. —Sí, todo esto es obra de tu Bonaparte —continuó Saint-Giraud—. Un hombre honrado, inofensivo donde los haya, con cuarenta años y quinientos mil francos, no puede establecerse en provincias para vivir en paz: los curas y los nobles lo echan de su casa. —No hables mal de él —exclamó Falcoz—. Jamás alcanzó Francia tan alta estima entre los demás pueblos como durante los trece años de su reinado. Entonces había grandeza en todo lo que se hacía. —Tu emperador, que el diablo se lo lleve —repuso el hombre de cuarenta y cuatro años—, sólo fue grande en los campos de batalla y cuando restableció las finanzas en 1802. ¿Qué significa su conducta posterior? Con sus chambelanes, su pompa y sus recepciones en las Tullerías, nos ofreció una nueva edición de todas las majaderías monárquicas. Corregida como estaba, habría podido tirar aún un siglo o dos. Los nobles y los curas han querido volver a la antigua, pero no tienen la mano de hierro necesaria para imponerla al público. —Tu lenguaje es muy propio de un antiguo impresor. —¿Quién me echa de mis tierras? —continuó iracundo el impresor—. Los curas, a quienes Napoleón volvió a llamar con su Concordato, en vez de tratarlos como el Estado trata a los médicos, a los abogados, a los astrónomos, o no viendo en ellos más que a unos ciudadanos, sin preocuparse de la industria con la que intentan ganarse la vida. ¿Habría hoy nobles insolentes si tu Bonaparte no hubiera nombrado barones y condes? No, la moda habría pasado. Después de los curas, los nobles rústicos de poca monta son los que más me han irritado y me

han empujado a hacerme liberal. La conversación no terminaba nunca: este tema seguirá preocupando a Francia todavía durante medio siglo más. Como Saint-Giraud seguía repitiendo que era imposible vivir en provincias, Julián, tímidamente, sacó a colación el ejemplo de M. de Rênal. —¡Caramba, jovencito, ésta sí que es buena! —exclamó Falcoz—. Ése se ha hecho martillo por no ser yunque, y un martillo de los más terribles. Pero estoy viendo que lo desbanca el Valenod. ¿Conoce usted a ese bribón? Es el auténtico prototipo. ¿Qué dirá su M. de Rênal cuando cualquier mañana de éstas se vea destituido y al Valenod ocupando su puesto? —Se quedará a solas con sus crímenes —dijo Saint-Giraud—. ¿De modo que conoce usted Verrières, joven? Pues bien: Bonaparte, a quien el cielo confunda, a él y a sus mascaradas monárquicas, hizo posible el reinado de los Rênal y de los Chélan, que después nos han traído el de los Valenod y los Maslon. Aquella conversación sobre los aspectos sórdidos de la política asombraba a Julián y lo distraía de sus ensoñaciones voluptuosas. El primer aspecto de París, vislumbrado desde lejos, le causó poca impresión. Los castillos en el aire que se había forjado sobre la suerte que le esperaba tenían que luchar con el recuerdo, vivo aún, de las veinticuatro horas que acababa de pasar en Verrières. Se juraba que no abandonaría jamás a los hijos de su amiga, y que lo dejaría todo para protegerlos si las impertinencias de los curas imponían de nuevo la república y las persecuciones contra los nobles. ¿Qué habría ocurrido la noche de su llegada a Verrières si, en el momento en que apoyaba la escala contra la ventana del dormitorio de Mme. de Rênal, hubiera encontrado en aquel cuarto a un extraño, o al propio M. de Rênal? Pero también, qué delicia las dos primeras horas, cuando su amiga quería sinceramente que se marchara y él abogaba por su causa sentado junto a ella en la oscuridad. Un alma como la de Julián permanece esclava de tales recuerdos durante toda una vida. El resto de la entrevista se confundía ya con los primeros tiempos de sus amores, catorce meses antes. Julián salió de su profundo ensueño cuando se detuvo el coche. Acababan de

entrar en el patio de postas de la calle J. J. Rousseau. —Lléveme a la Malmaison³ —dijo, parando a un cabriolé que se acercó. —¡A esta hora, señor! Y ¿para qué? —¿A usted qué le importa? Andando. Toda pasión sincera sólo anda pendiente de sí misma. Ésta es la razón, a mi parecer, de que las pasiones resulten tan ridículas en París, donde el vecino pretende siempre que los demás se ocupen mucho de él. Me guardaré bien de referir el entusiasmo de Julián en la Malmaison. Lloró. ¿A pesar de los horribles muros blancos recién construidos y que dividen el parque en sectores? Sí, señor; para Julián, lo mismo que para la posteridad, no había diferencia entre Arcola, Santa Elena y la Malmaison. Por la noche, Julián vaciló mucho antes de entrar en el teatro; tenía ideas extravagantes sobre aquel lugar de perdición. Una profunda desconfianza le impidió irar el París vivo; sólo le impresionaban los monumentos dejados por su héroe. —Ya estoy en el centro de la intriga y la hipocresía. Aquí reinan los protectores del vicario general de Frilair. La noche del tercer día, la curiosidad acabó imponiéndose a su proyecto de verlo todo antes de presentarse al padre Pirard. El sacerdote le explicó en un tono frío el género de vida que le esperaba en casa de M. de La Mole. —Si al cabo de unos cuantos meses no se le considera a usted útil, volverá al seminario, pero por la puerta grande. Va usted a alojarse en casa del marqués, uno de los más grandes señores de Francia. Vestirá usted de negro, pero como quien está de luto, no como un eclesiástico. Exijo que tres veces por semana siga usted sus estudios de teología en un seminario donde yo le presentaré. Todos los días, a las doce, acudirá usted a la biblioteca del marqués, que piensa utilizarle para escribir toda su correspondencia. Tiene el marqués la costumbre de indicar, por medio de tres o cuatro palabras que anota al margen de las cartas que recibe, la contestación que debe darse a éstas⁴. Yo le he asegurado que, al cabo de tres meses, estaría usted en condiciones de escribir esa correspondencia, de tal manera que, de cada doce cartas que usted presente a la firma del marqués,

pueda él firmar ocho o nueve. Por la noche a las ocho ordenará usted su despacho, y a las diez quedará libre... Pudiera ocurrir —continuó el padre Pirard — que alguna vieja dama o algún caballero de dulces modales y tono melifluo le hagan a usted entrever enormes beneficios, o descaradamente le ofrezcan dinero por ver las cartas que recibe el marqués. —¡Señor! —exclamó Julián enrojeciendo. —Es ciertamente curioso —dijo el sacerdote con amarga sonrisa— que siendo como es usted pobre y después de un año de seminario, conserve usted todavía restos de indignación virtuosa. ¡Tiene usted que haber estado bien ciego! «¿Será la fuerza de la sangre?» —dijo el cura a media voz y como hablando consigo mismo—. Lo más raro de todo —añadió mirando a Julián— es que el marqués le conoce a usted... Yo no sé cómo. Le asigna, para empezar, cien luises de sueldo. Es un hombre que obra siempre a impulsos de su capricho, ése es su defecto. Discutirá con usted por puerilidades. Si está contento, quizá llegue a aumentarle los emolumentos hasta ocho mil francos. Pero ya comprenderá usted —prosiguió el padre Pirard con tono agrio— que no le da todo este dinero por su bella cara. Lo esencial es hacerse útil. En su lugar, yo hablaría poco, y, sobre todo, no hablaría nunca de lo que ignoro. ¡Ah, me olvidaba de la familia de M. de La Mole! —prosiguió el sacerdote—. Me he informado por usted. Tiene dos hijos, una hembra y un varón de diecinueve años, elegante por excelencia, una especie de atolondrado que nunca sabe a mediodía lo que va a hacer a las dos. Tiene ingenio y bravura. Combatió en la guerra de España⁵. El marqués espera, no sé por qué, que se haga usted amigo del joven conde Norberto. Yo le he dicho que era usted un gran latinista, y quizá albergue la esperanza de que podrá usted enseñar a su hijo algunas frases hechas de Cicerón y Virgilio. Si yo fuera usted, no itiría nunca bromas de ese apuesto joven, y antes de ceder a sus demostraciones de amistad, que sin duda serán amables aunque algo desvirtuadas por la ironía, me las haría repetir más de una vez. No le ocultaré que el joven conde de La Mole le despreciará seguramente al principio por no ser usted más que un simple plebeyo. Uno de sus antepasados pertenecía a la corte y tuvo el honor de que le cortaran la cabeza en la plaza de la Grève, el 26 de abril de 1574, a raíz de una intriga política. Usted es hijo de un carpintero de Verrières, y, por añadidura, está a sueldo de su padre. Pese usted bien estas diferencias y estudie en Moreri la historia de esta familia; todos los aduladores que se sientan a la mesa del marqués hacen de vez en cuando lo que ellos llaman delicadas alusiones a ella. Mucho cuidado con la forma en que responde usted a las bromas del conde Norberto de La Mole, jefe de un escuadrón de húsares y

futuro par de Francia, y luego no venga a quejárseme de nada. —Me parece —dijo Julián enrojeciendo mucho— que ni siquiera debería contestar a un hombre que me desprecia. —Usted no puede tener idea exacta de este desprecio. Lo pondrá de manifiesto únicamente haciéndole cumplidos exagerados. Si fuese usted un necio, podría dejarse engañar por ellos; si pretendiera hacer fortuna, debería dejarse engañar. —El día en que no me convenga todo esto, ¿pasaré por un ingrato si me vuelvo a mi pequeña celda número 103? —Sin duda —respondió el sacerdote—. Si esto sucede, todos los aduladores de la casa le calumniarán, pero entonces apareceré yo. Adsum qui fecit. Diré que tal resolución es cosa mía. Julián estaba afligido por el tono amargo y casi agresivo que observaba en el padre Pirard; aquel tono malograba por completo el efecto de su última respuesta. La realidad es que el cura sentía escrúpulos de conciencia por querer a Julián, y experimentaba una especie de terror religioso al mezclarse tan directamente en la vida de otro. —También verá usted —añadió con la misma desgana y como cumpliendo un penoso deber— a Mme. de La Mole. Es una dama alta, rubia, devota, altiva, muy refinada y aún más insignificante. Es hija del duque de Chaulnes, tan conocido por sus prejuicios nobiliarios. Esta gran dama es una especie de compendio realzado de lo que en el fondo constituye el carácter de las mujeres de su rango. No oculta a nadie que el único mérito digno de su estima es el de contar con algún antepasado que hubiera tomado parte en las cruzadas. Las riquezas sólo vienen en segundo lugar. ¿Le sorprende esto? Ya no estamos en provincias, amigo mío. Verá usted en su salón a muchos grandes señores que hablan de nuestros príncipes con un singular tono de ligereza. En cambio, Mme. de La Mole baja la voz en señal de respeto siempre que nombra a un príncipe y, sobre todo, a una princesa. Le aconsejaré que se guarde muy bien de decir delante de ella que Felipe II o Enrique VIII fueron unos monstruos. Han sido REYES y esto les concede derechos imprescindibles al respeto de todos, y especialmente al de los seres sin linaje como usted y como yo. Sin embargo —añadió M. Pirard—, nosotros somos sacerdotes (pues como tal le considerará a usted), y en virtud de

ello nos trata como ayudas de cámara necesarios para su salvación. —Señor —dijo Julián—, me parece que no estaré mucho tiempo en París. —Muy bien. Pero tenga en cuenta que la única forma de hacer fortuna para un hombre de nuestra condición es por medio de estos grandes señores. Con ese no sé qué de indefinible, al menos para mí, que hay en su carácter, si no logra hacer fortuna, se verá perseguido; para usted no hay término medio. No se engañe. Los hombres se dan cuenta perfectamente de que no le producen a usted ninguna clase de placer al dirigirle la palabra; en un país como éste, donde tanta importancia se da a lo social, está usted predestinado a la desgracia si no consigue que le respeten. ¿Qué hubiera sido de usted en Besançon sin ese capricho del marqués de La Mole? Algún día estará en condiciones de comprobar todo cuanto ha hecho por usted, y, si no es un monstruo, guardará eterno agradecimiento tanto a él como a su familia. ¡Cuántos pobres sacerdotes, más instruidos que usted, se han pasado años y años en París sólo con los tres reales de su misa y los diez de sus explicaciones en la Sorbona! Recuerde lo que le contaba, el invierno pasado, sobre los primeros años de esa mala cabeza que es el cardenal Dubois. ¿Llegaría usted en su orgullo a creerse con más talento que él? Yo, por ejemplo, hombre tranquilo y mediocre, contaba ya con morir en mi seminario: había incurrido en la puerilidad de tomarle cariño. Pues bien; iba a ser destituido cuando presenté mi dimisión. ¿Sabe usted a cuánto ascendía mi fortuna? Tenía quinientos veinte francos de capital, ni más ni menos, y ni un solo amigo; apenas dos o tres conocidos. M. de La Mole, a quien no había visto en mi vida, me ha sacado del atolladero; con sólo una palabra suya, me han asignado una parroquia cuyos feligreses son gentes acomodadas, por encima de los vicios groseros, y cuyos emolumentos me avergüenzan: tan poco proporcionados están con mi trabajo. Le he hablado a usted durante tanto tiempo únicamente para poner un poco de aplomo en esa cabeza. Una palabra aún: tengo la desgracia de ser irascible. Es muy posible que usted y yo dejemos de hablarnos. Si las altiveces de la marquesa o las bromas demasiado pesadas del hijo le hicieran insoportable esta casa, le aconsejo que termine sus estudios en algún seminario a treinta leguas de París, y mejor hacia el norte que hacia el mediodía. En el norte hay más civilización y menos injusticia, y —añadió bajando la voz— he de confesarlo, la proximidad de los periódicos de París atemoriza a los tiranuelos. Si nos sigue complaciendo vernos y la casa del marqués no le conviniera, puedo ofrecerle el puesto de vicario y repartir con usted lo que produzca mi parroquia. Le debo esto, y mucho más aún, por el ofrecimiento singular que me hizo en Besançon. Si en vez de tener en aquel momento quinientos veinte francos no

hubiese tenido nada, me habría usted salvado. La voz del sacerdote había perdido su tono agrio y cruel. Con gran vergüenza por su parte, Julián sentía que sus ojos se llenaban de lágrimas; ardía en deseos de echarse en brazos de su amigo, y no pudo por menos de decirle con el aire más viril que le fue posible adoptar: —Mi padre me odió desde la cuna y ese odio ha sido una de mis mayores desgracias. Pero ya no me quejaré de mi suerte, que me ha permitido encontrar un padre en usted, señor⁷. —Está bien, está bien —dijo, turbado, el sacerdote. Y entonces, para disimular su turbación, se le ocurrió una frase digna del director de un seminario, que venía muy bien al caso. —Nunca diga la suerte, hijo mío; diga siempre la Providencia. El coche se detuvo. El cochero levantó el enorme aldabón de bronce de una puerta inmensa; era el PALACIO DE LA MOLE. Y para que los transeúntes no pudiesen dudar, estas palabras podían leerse en una placa de mármol negro colocada encima de la puerta⁸. Aquella ostentación desagradó a Julián. —¡Estos nobles que tanto miedo tienen de los jacobinos! Ven a un Robespierre con su carreta detrás de cada seto. Son grotescos en sus temores hasta el punto de producir a menudo la risa, y no dudan sin embargo en poner sus nombres en la puerta de sus casas para que la chusma las reconozca sin trabajo en caso de una revuelta y las saquee. Comunicó su pensamiento al padre Pirard. —¡Pobre hijo mío! Preveo que pronto será usted mi vicario. ¡Qué abominables ideas se le ocurren! —Me parece de lo más elemental —dijo Julián. La gravedad del portero y, sobre todo, la limpieza del patio despertaron su iración. Hacía un sol espléndido.

—¡Qué magnífica arquitectura! —dijo a su amigo. Se trataba de uno de esos palacios, de fachada tan monótona, del Faubourg Saint-Germain, construidos hacia la época de la muerte de Voltaire. Nunca la moda y la belleza estuvieron tan lejos una de otra.

CAPÍTULO II

PRESENTACIÓN EN SOCIEDAD

¡Ridículo y conmovedor recuerdo: aquel primer salón en el que a los dieciocho años entré solo, sin apoyo! La mirada de una mujer bastaba para intimidarme. Cuanto más empeño ponía en agradar, más torpe era. Me hacía de todo las más falsas ideas. Lo mismo me entregaba sin motivo, que veía un enemigo en cualquiera, sólo porque me hubiera mirado con gravedad. Pero en cambio, en medio de aquellas desdichas de mi timidez, ¡qué bello era un bello día!

KANT

Julián se detuvo, embelesado, en medio del patio. —Vamos, mantenga la compostura —dijo el padre Pirard—. Se le ocurren ideas horribles, y luego no es usted más que un niño. ¿Dónde está el nil mirari de Horacio? (Nada de entusiasmo). Piense que este enjambre de lacayos, al verle instalado aquí, tratará de burlarse de usted; verán a un igual situado por encima de ellos injustamente. Aparentando bondad y fingiendo darle buenos consejos, intentarán hacerle cometer alguna zafiedad. —Les desafío a ello —repuso Julián mordiéndose los labios y recobrando toda su desconfianza. Los salones que atravesaron en el primer piso, antes de llegar al gabinete del marqués, les habrían parecido a mis lectores tan tristes como magníficos¹. Aun regalándoselos tal como estaban, no se avendrían ustedes a habitarlos; parecían la patria del bostezo y del razonamiento triste. Mas ello no fue óbice para que se acrecentara la iración de Julián.

«¿Cómo se puede ser desgraciado —pensaba— viviendo en una mansión tan espléndida?». Por fin llegaron a la más fea de todas las estancias de aquel soberbio palacio, en la que apenas si entraba la luz del día. Allí encontraron a un hombrecillo enjuto, de mirada viva y con una peluca rubia. El sacerdote se volvió a Julián y lo presentó. Era el marqués. A Julián le costó trabajo reconocerlo de tan cortés como lo encontró. Ya no era el gran señor de aspecto altivo que viera en la abadía de Bray-le-Haut. Le pareció incluso que su peluca era demasiado profusa. Pensando en esto, no se sintió intimidado en lo más mínimo. Lo primero que observó fue que el descendiente del amigo de Enrique III tenía un continente bastante mezquino. Estaba muy delgado y se movía mucho. Pero pronto advirtió que el marqués demostraba una exquisita afabilidad, aún más agradable para el interlocutor que la del mismo obispo de Besançon. La audiencia no duró ni tres minutos. Al salir, le dijo el sacerdote a Julián: —Ha estado usted mirando al marqués como si lo estuviera retratando. No soy un sabio griego en lo que estas gentes llaman cortesía; pronto sabrá usted de esas cosas mucho más que yo, pero, en fin, la osadía de su mirada me ha parecido de lo menos cortés. Habían vuelto a subir al coche. El cochero se detuvo cerca del bulevar. El cura introdujo a Julián en una serie de salones inmensos. Reparó Julián en una circunstancia extraña: en aquellos salones no había muebles. Estaba irando un magnífico reloj dorado que representaba un motivo muy indecente a su juicio, cuando se acercó a él, sonriendo, un señor muy elegante. Julián le hizo una leve inclinación de cabeza. El señor aquel sonrió y le puso la mano en el hombro. Julián se estremeció y dio un salto hacia atrás. Estaba rojo de ira. El padre Pirard, a pesar de su habitual gravedad, no pudo evitar reírse hasta llorar. El caballero en cuestión era un sastre². —Le dejo a usted en libertad durante dos días —le dijo el sacerdote al salir—; sólo entonces podrá ser presentado a Mme. de La Mole. Otro que no fuera yo le vigilaría a usted como a una jovencita en estos primeros momentos de su estancia en esta nueva Babilonia. Si se ha de perder, piérdase cuanto antes, y así me veré libre de la debilidad que me mueve a interesarme por usted. Pasado mañana por la mañana, ese sastre le enviará dos trajes; dará usted una propina de

cinco francos al muchacho que vaya a probárselos. Por lo demás, procure que estos parisinos no conozcan siquiera el timbre de su voz. Bastará una palabra para que ellos encuentren el medio de burlarse de usted. Es su especialidad. Pasado mañana a mediodía, venga a mi casa... Y ahora, váyase... ¡Ah!, se me olvidaba: mándese hacer botas, camisas y cómprese un sombrero en las direcciones indicadas aquí. Julián miraba la letra en que estaban escritas aquellas señas. —Es de puño y letra del propio marqués —añadió el cura—. Como ve, estamos ante un hombre activo que todo lo prevé y que prefiere hacer a mandar. Lo toma a usted a su servicio precisamente para que le ahorre esa clase de molestias. ¿Tendrá usted bastante talento para ejecutar como es debido todas las cosas que este hombre inquieto le indique con medias palabras? El tiempo nos lo dirá. Usted verá lo que hace. Julián entró sin despegar los labios en casa de los comerciantes que indicaban las señas y observó que en todas partes le recibían con respeto; el zapatero, al anotar su nombre en el registro, escribió: M. Julián de Sorel³. En el cementerio del Père Lachaise, un señor muy obsequioso y aún más liberal en sus frases se ofreció para enseñar a Julián la tumba del mariscal Ney, al que una sabia política priva del honor de un epitafio. Pero al separarse de aquel liberal que, con lágrimas en los ojos, casi le abrazaba, Julián se encontró sin reloj⁴. Enriquecido con esta nueva experiencia, dos días después, a las doce, se presentó en casa del padre Pirard, que le miró de arriba abajo. —Es fácil que termine usted convertido en un fatuo —le dijo el sacerdote con severidad. El aspecto de Julián era el de un hombre muy joven, vestido de luto riguroso. En realidad, su atuendo le sentaba muy bien, pero el buen cura era aún demasiado provinciano para notar que Julián conservaba ese peculiar movimiento de hombros que en los pueblos da el tono y la importancia. Al ver a Julián, el marqués juzgó sus atractivos de modo tan distinto a como lo había hecho el sacerdote, que le preguntó a éste: —¿Tendría usted algún inconveniente en que M. Sorel tomara lecciones de baile?

El cura quedó como petrificado. —En absoluto —respondió al fin—. Julián no es aún sacerdote. El marqués, subiendo de dos en dos los peldaños de una escalerilla oculta, fue en persona a instalar a nuestro héroe en una bonita buhardilla que daba sobre el inmenso jardín del palacio. Le preguntó cuántas camisas había encargado. —Dos —respondió Julián intimidado al ver a un señor tan poderoso descendiendo a detalles tan nimios. —Muy bien —repuso el marqués con aire serio y con cierto tono imperativo y tajante, que dio que pensar a Julián—. Muy bien, encargue otras veintidós más. Aquí tiene usted el primer trimestre de sus honorarios. Al bajar de la buhardilla, el marqués llamó a un hombre entrado en años. —Arsenio —le dijo—, estará usted al servicio de M. Sorel. Pocos minutos después, Julián se encontró solo en una biblioteca magnífica; aquel instante fue delicioso. Para que no le sorprendieran embargado por la emoción, fue a ocultarse en un rinconcito oscuro, desde donde contemplaba con arrobo los lomos brillantes de los libros. «¡Podré leer todo esto! —se decía—. ¿Cómo podría no encontrarme a gusto aquí? M. de Rênal se habría creído deshonrado para siempre si hubiera hecho la centésima parte de lo que el marqués de La Mole ha hecho por mí. Pero veamos las copias que he de hacer». Concluida su tarea, Julián se atrevió a acercarse a los libros. Estuvo a punto de volverse loco de alegría al encontrar una edición de Voltaire. Corrió a abrir la puerta de la biblioteca para no ser sorprendido. En seguida se dio el gusto de mirar uno por uno los ochenta volúmenes. Su encuadernación, de un lujo extraordinario, era un verdadero prodigio, obra del mejor encuadernador de Londres. No hacía falta tanto para que Julián quedara encandilado. Transcurrida una hora, entró el marqués; miró las copias y observó con sorpresa que Julián escribía cela con dos eles: cella. «¿Será un puro cuento todo lo que el padre Pirard me ha dicho de su supuesta

ciencia?»⁵. El marqués, muy desencantado, le dijo con dulzura: —¿No está usted seguro de su ortografía? —No, es cierto —respondió Julián, sin pensar ni remotamente en el daño que se hacía. Tan enternecido estaba con las bondades del marqués, que le recordaban, por contraste, el tono arrogante de M. de Rênal. «Toda esta experiencia del curita del Franco Condado es sin duda tiempo perdido: pero ¡tenía tanta necesidad de un hombre seguro!», pensó el marqués. —Cela se escribe con una sola ele —le dijo a Julián—. Cuando termine usted los escritos, busque en el diccionario las palabras de cuya ortografía no esté muy seguro. A las seis el marqués le mandó llamar, y, mirando visiblemente contrariado las botas de Julián, le dijo: —Tengo que reprocharme un olvido. No le advertí que tiene usted que vestirse todos los días a las cinco y media. Julián lo miraba sin comprender. —Quiero decir ponerse medias. Arsenio se encargará de recordárselo; hoy le disculpo. Pronunciadas estas palabras, M. de La Mole hizo entrar a Julián en un salón resplandeciente de dorados. En ocasiones semejantes, M. de Rênal no dejaba nunca de apresurar el paso para entrar el primero. La vanidad de su antiguo amo hizo que Julián marchase demasiado cerca del marqués y que lo pisara sin querer, haciéndole mucho daño a causa de la gota que padecía. «Es torpe a más no poder», se dijo éste. Fue presentado a una señora alta y de aspecto majestuoso. Era la marquesa. A Julián le pareció un tanto impertinente, algo así como Mme. de Maugiron, la

subprefecta de la circunscripción de Verrières, cuando asistía a la comida del día de San Carlos. Un poco turbado por la extremada magnificencia del salón, Julián no oyó lo que decía M. de La Mole. La marquesa apenas se dignó mirarle. Estaban presentes algunos caballeros, entre los cuales Julián reconoció, con indescriptible placer, al joven obispo de Agda, que unos meses antes se había dignado hablarle en la ceremonia de Bray-le-Haut. Aquel joven prelado se asustó, sin duda, de las miradas tiernas que fijaba sobre él la timidez de Julián, y ni por asomo reconoció al joven provinciano. Julián creyó advertir que los hombres reunidos en aquel salón tenían cierto aire triste y contenido; en París se habla bajo y no se exageran los sucesos de escasa importancia. Hacia las seis y media entró en el salón un joven apuesto, con bigote, muy pálido y espigado; tenía una cabeza muy pequeña. —Siempre te has de hacer esperar —dijo la marquesa, mientras le besaba la mano. Julián comprendió que aquél era el conde de La Mole. Lo encontró encantador desde el principio. «¿Es posible —se decía— que sea éste el hombre cuyas bromas ofensivas han de echarme de esta casa?». A fuerza de examinar al conde Norberto, Julián advirtió que llevaba botas de montar y espuelas. «Y a mí me obligan a llevar zapatos, como signo evidente, sin duda, de mi condición inferior». Se sentaron a la mesa. Julián oyó que la marquesa pronunciaba unas palabras severas, levantando un poco la voz. Casi al mismo tiempo se apercibió de la presencia de una joven extremadamente rubia y de formas esculturales, que fue a sentarse frente a él. No le agradó. Sin embargo, después de observarla atentamente, pensó que nunca había visto unos ojos tan hermosos como los suyos, aunque había algo en ellos que denotaba una gran frialdad de alma. Más tarde, Julián se percató de que miraban con la expresión del aburrimiento que examina, pero sin olvidar nunca la obligación de mostrarse imponente.

«Los ojos de Mme. de Rênal también eran muy hermosos —se decía—. Todo el mundo los iraba, pero nada en común tenían con éstos». Julián no poseía aún la experiencia suficiente para distinguir que lo que hacía brillar de vez en cuando los ojos de Mlle. Matilde —así la oyó llamar— era el fuego derivado del ingenio. Cuando los ojos de Mme. de Rênal se animaban, era por el fuego de la pasión o por el efecto de una indignación generosa al escuchar el relato de alguna maldad. Hacia el final de la comida, Julián dio con una palabra que expresaba el género de belleza de los ojos de Mlle. de La Mole: «Son fulgurantes», se dijo. En todo lo demás se parecía cruelmente a su madre, la marquesa, y como ésta cada vez le agradaba menos, Julián dejó de interesarse por la hija. En cambio, el conde Norberto le parecía irable desde todos los puntos de vista. Julián estaba tan seducido, que ni siquiera se le ocurrió sentir envidia ni odiarle porque fuera más noble y rico que él. A Julián le pareció que el marqués se aburría. Cuando sirvieron el segundo plato, se dirigió a su hijo: —Norberto: te ruego que seas amable con M. Sorel, al que acabo de dar un puesto en mi estado mayor y de quien pretendo hacer un hombre, si eso (cella) es posible. —Es mi secretario —dijo el marqués a su vecino—, y escribe cela con dos eles. Todo el mundo miró a Julián, que hizo una reverencia, quizá demasiado acentuada, a Norberto; pero su mirada produjo en general un favorable efecto. El marqués debía de haber contado el género de educación que Julián había recibido, pues uno de los convidados lo interpeló sobre Horacio. «Fue precisamente hablando de Horacio como me gané la iración del obispo de Besançon —se dijo Julián—. Por lo visto no conocen más autor que ése». A partir de aquel momento se sintió dueño de sí mismo. Los movimientos le fueron tanto más fáciles cuanto que acababa de decidir que Mlle. de La Mole no sería nunca una mujer a sus ojos. Desde su estancia en el seminario, tenía a los

hombres en el peor de los conceptos y difícilmente se dejaba intimidar por ellos. Si el comedor hubiera estado amueblado con menos lujo, se habría sentido en posesión de toda su sangre fría. De hecho, lo que más le imponía era los dos enormes espejos de ocho pies de alto cada uno en los que veía a veces a su interlocutor hablando de Horacio. Sus frases no eran demasiado largas para un provinciano. Tenía unos hermosos ojos, cuyo brillo aumentaba con la timidez expectante o feliz cuando acertaba en sus contestaciones. Todo el mundo lo encontró agradable. Aquella especie de examen dio cierta animación a una comida que pecaba de seria. El marqués incitó con una seña al interlocutor de Julián a que lo acorralara. «¿Será posible que sepa algo de algo?», pensaba. Julián respondió inventando cosas, y perdió bastante de su timidez para demostrar, no ingenio, cosa imposible para quien desconoce el idioma especial que se habla en París, sino algunas ideas nuevas, aunque expuestas sin gracia y sin oportunidad. Todos se percataron de que dominaba perfectamente el latín. El que discutía con Julián era un académico de la sociedad de Inscripciones que por casualidad sabía latín. Convencido de hallarse ante un buen humanista, perdió el temor de ruborizarlo y trató realmente de ponerle en un aprieto. Con el acaloramiento de la discusión, Julián acabó por olvidar la magnificencia del mobiliario del comedor y expuso algunas ideas sobre los poetas latinos que su interlocutor no había oído en ninguna parte. Como hombre honrado que era, felicitó sinceramente al joven secretario. Por suerte, se entabló una discusión donde se trataba de dilucidar si Horacio fue pobre o rico: un hombre amable, voluptuoso y despreocupado, que hacía versos por entretenimiento, como Chapelle, el amigo de Molière y de La Fontaine, o un pobre diablo de poeta laureado que seguía a la corte y escribía odas para conmemorar el aniversario del rey, como Southey, el acusador de lord Byron. Se habló del estado de la sociedad en tiempos de Augusto y de Jorge IV: dos épocas en que la aristocracia había sido todopoderosa; aunque en Roma se veía arrebatar el poder por Mecenas, que no era más que un simple caballero, en tanto que Inglaterra había logrado reducir a Jorge IV casi a la categoría de un dux de Venecia. Aquella discusión pareció sacar al marqués del estado de sopor en que le sumía el aburrimiento desde el principio de la comida. Julián desconocía por completo todo lo relacionado con aquellos nombres

modernos, como Southey, lord Byron, Jorge IV, que oía pronunciar por primera vez. Pero a nadie se le escapó que cuantas veces versaba la conversación sobre hechos acaecidos en Roma, cuyo conocimiento podía deducirse de las obras de Horacio, de Tácito, de Marcial, etc., demostraba una superioridad incuestionable. Julián, sin ningún tipo de escrúpulos, hizo suyas unas cuantas ideas que le había oído al obispo de Besançon durante la famosa charla que sostuvo con este prelado, y tales ideas, ciertamente, no fueron las menos apreciadas. Cuando se cansaron de hablar de los poetas, la marquesa, que creía una obligación irar todo aquello que divertía a su marido, se dignó mirar a Julián. —Los modales poco finos de este joven clérigo ocultan probablemente a un hombre instruido —dijo a la marquesa el académico que estaba cerca de ella. Julián oyó algo de lo que decía. Como la señora de la casa sentía una especial propensión hacia las frases hechas, adoptó ésta sobre Julián y se felicitó mentalmente por haber invitado a cenar al académico. «Distrae al señor de La Mole», pensaba.

CAPÍTULO III

LOS PRIMEROS PASOS

Este valle inmenso, repleto de luces esplendorosas y de tantos millares de hombres, deslumbra mi vista. Ninguno me conoce. Todos son superiores a mí. Mi mente desvaría.

Poemi dell’av. Reina

Al día siguiente, muy temprano, estaba Julián en la biblioteca despachando la correspondencia cuando se abrió una puertecilla, disimulada por un estante, y entró por ella Mlle. Matilde. Mientras Julián iraba aquel mecanismo, ella pareció muy sorprendida y bastante contrariada de encontrarle allí. Julián pensó que los papillotes que llevaba puestos le daban un aire duro, altivo y casi masculino. Mlle. de La Mole poseía el secreto para hurtar volúmenes en la biblioteca sin que se notase. La presencia de Julián hacía inútil su correría de aquella mañana, y aquello la contrarió tanto más cuanto que iba a buscar el segundo tomo de La princesa de Babilonia, de Voltaire, digno complemento de una educación eminentemente monárquica y religiosa, obra maestra del Sagrado Corazón. Aquella pobre muchacha, a los diecinueve años, exigía ya un poco de ingenio picante para interesarse por una novela. El conde Norberto apareció en la biblioteca a eso de las tres; iba a estudiar un periódico para poder hablar de política por la noche, y le agradó mucho encontrar allí a Julián, cuya existencia había olvidado por completo. Estuvo correctísimo con él y lo invitó a montar a caballo. —Mi padre nos da permiso hasta la hora de la cena.

Julián comprendió aquel nos y lo encontró encantador. —Bien sabe Dios, señor conde —dijo Julián—, que si se tratara de abatir a hachazos un árbol de ochenta pies de alto, escuadrarlo y cortarlo en tablas, me atrevo a decir que saldría bien del paso; pero montar a caballo... no lo he hecho más de seis veces en mi vida. —Bueno, pues ésta será la séptima —dijo Norberto. En el fondo de su alma, Julián recordaba la entrada del rey de *** en Verrières y creía que montaba divinamente. Pero al volver del bosque de Bolonia, y justo en mitad de la calle de Bac, se cayó al tratar bruscamente de eludir a un cabriolet y se llenó de barro. Afortunadamente tenía dos trajes. Durante la cena, el marqués, por dirigirle la palabra, le preguntó qué tal había ido el paseo. Norberto se apresuró a contestar en términos generales. —El señor conde es la bondad personificada para conmigo —repuso Julián—, y yo se lo agradezco en lo que vale. Se dignó darme un caballo de lo más dócil y hermoso, pero no podía atarme a él, y, a falta de esta precaución, me caí en medio de esa calle tan larga, cerca del puente. Mlle. Matilde intentó en vano contener una carcajada, y luego, en su indiscreción, pidió detalles de la caída. Julián salió del paso con mucha naturalidad: sin darse cuenta de ello puso gracia en sus palabras. —Este curita llegará lejos —dijo el marqués al académico—. Un provinciano sencillo en semejante trance es una cosa que no se ha visto ni se volverá a ver, y por añadidura se atreve a contar su desgracia delante de las damas. Julián logró interesar de tal manera a sus oyentes sobre su infortunio, que al final de la comida, cuando la conversación general había tomado otro rumbo, Mlle. Matilde aún seguía preguntando a su hermano pormenores del desgraciado accidente. Como las preguntas se prolongaban y los ojos de Julián se encontraron varias veces con los de la joven, por fin éste se atrevió a contestar directamente, aun cuando no fuese interrogado, y los tres acabaron por reír como lo hubieran podido hacer tres jóvenes habitantes de un pueblo en el fondo de un bosque. Al día siguiente, Julián asistió a dos clases de teología y volvió en seguida a escribir una veintena de cartas. Encontró instalado junto a él, en la biblioteca, a

un joven vestido con mucho esmero, pero cuya traza era mezquina y su fisonomía la representación de la envidia. Entró el marqués. —¿Qué hace usted aquí, señor Tanbeau? —le preguntó con tono severo al intruso. —Creía... —repuso el joven con sonrisa aduladora. —No, señor, usted no creía nada. Éste es otro de sus desafortunados intentos. El joven Tanbeau se levantó furioso y desapareció. Era un sobrino del académico amigo de Mme. de La Mole, que pensaba dedicarse a la literatura. El académico había conseguido que el marqués lo tomara como secretario. Tanbeau, que trabajaba en un cuarto apartado, al saber el favor de que gozaba Julián, quiso compartirlo, y por la mañana había ido a instalar su escritorio en la biblioteca. A las cuatro, después de dudarlo un poco, Julián se atrevió a presentarse en la habitación del conde Norberto. Éste se disponía a montar a caballo, y al verlo se sintió un tanto cohibido, pues era un joven perfectamente educado. —Opino —dijo a Julián— que debe usted ir pronto al picadero, y dentro de algunas semanas estaré encantado de montar con usted. —Quería tener el honor de dar las gracias al señor conde por sus bondades para conmigo, y puede creerme que sé perfectamente cuánto le debo. Si mi torpeza de ayer no ha lastimado a su caballo, desearía que me permitiera volverlo a montar hoy. —Desde luego, mi querido Sorel, pero declino toda responsabilidad. Dé por supuesto que le he hecho todas las objeciones que aconseja la prudencia. Mas si se empeña, apresurémonos, son las cuatro y no tenemos tiempo que perder. Una vez a caballo, preguntó Julián al conde: —¿Qué es lo que hay que hacer para no caerse? —Varias cosas —respondió Norberto riendo a carcajadas—; por ejemplo, echar el cuerpo hacia atrás.

Julián emprendió un trote largo. Estaban en la plaza de Luis XVI¹. —¡Eh, joven temerario! —gritó Norberto—. Cuidado con los carruajes; la mayor parte los conducen auténticos imprudentes. Si se cae usted, los tílburis le pasarán por encima: sus conductores no se arriesgarán a estropear la boca de su caballo parándolo en seco. Veinte veces vio Norberto a Julián a punto de caer, pero, finalmente, el paseo terminó sin ningún incidente. Al volver, el joven conde dijo a su hermana: —Aquí te presento a un intrépido suicida. Durante la cena, hablando con su padre de un extremo a otro de la mesa, rindió justicia al atrevimiento de Julián: era todo lo que podía alabarse en su modo de montar a caballo. El joven conde había oído por la mañana a los mozos que cuidaban de los caballos en el patio burlarse de Julián despiadadamente con motivo de su caída. A pesar de las bondades que se le dispensaron, Julián no tardó en sentirse completamente aislado en medio de aquella familia. Todas sus costumbres le parecían singulares y no conseguía adaptarse a ninguna de ellas. Sus torpezas hacían las delicias de los criados. El padre Pirard se había marchado a su parroquia. «Si Julián es una frágil caña, que perezca; si es un hombre de valía, que salga adelante por su propio esfuerzo», pensaba.

CAPÍTULO IV

EL PALACIO DE LA MOLE

¿Qué estará haciendo aquí? ¿Se hallará a gusto? ¿Pensará agradar?

RONSARD¹

Si bien todo le resultaba extraño a Julián en el noble salón del palacio de La Mole, no es menos cierto que también aquel joven pálido y vestido de negro parecía, a su vez, muy singular a las personas que se dignaban reparar en él. Mme. de La Mole propuso a su marido que lo mandara a resolver algún asunto los días en que determinados personajes importantes estuvieran invitados a comer. —Me gustaría llevar la experiencia hasta el final —respondió el marqués—. El padre Pirard pretende que incurrimos en un error al herir el amor propio de las gentes que itimos a nuestro lado. Sólo lo que resiste puede servir de apoyo, etc.². Este joven no resulta inconveniente más que por su cara desconocida; por lo demás, parece sordomudo. «Para desenvolverme con soltura entre esta gente —se dijo Julián—, voy a escribir los nombres y alguna frase sobre el carácter de las personas que veo frecuentar este salón». Colocó en primer término a cinco o seis amigos de la casa que lo adulaban sin cesar, suponiéndole protegido por un capricho del marqués. Eran pobres diablos, más o menos vulgares, aunque no para todos. Pecaríamos de injustos si no hiciésemos constar, en honor de esta clase de hombres, que entonces y hoy abundan en los salones de la aristocracia, que muchos de ellos, si bien se habrían dejado tratar mal por el marqués, no habrían tolerado una frase dura de la

marquesa. Había demasiada altivez y demasiado aburrimiento en el fondo del carácter de los dueños de la casa; estaban demasiado habituados a ofender a los demás por distraerse para que pudieran esperar tener amigos verdaderos. Pero, excepción hecha de los días de lluvia, y en los momentos de tedio feroz, que eran raros, siempre hacían gala de la más exquisita cortesía. Si los cinco o seis aduladores que testimoniaban a Julián una amistad tan fraternal hubiesen desertado del palacio de La Mole, la marquesa se habría visto expuesta a grandes ratos de soledad, y para las damas de su rango, la soledad es algo horrible: es el emblema de la desgracia. El marqués, siempre complaciente con su mujer, procuraba que su salón estuviera lo bastante frecuentado, no precisamente por pares, ya que no encontraba a sus nuevos colegas lo suficientemente nobles para frecuentar su casa como amigos, ni lo bastante divertidos para itirlos como subalternos. Julián no se percató de estos secretos hasta mucho más tarde. La política dirigente, que sirve de motivo de conversación en las casas burguesas, sólo se aborda en las pertenecientes a la clase del marqués en momentos de apuro. Tal imperio ejerce, incluso en este siglo de aburrimiento sistemático, la necesidad de divertirse, que hasta en los días de grandes banquetes, no bien abandonaba el marqués el salón, todo el mundo desaparecía. Con tal que no se hiciera mofa de Dios, ni de los curas, ni del rey, ni de la gente del gobierno, ni de los artistas protegidos por la corte, ni de nada de lo establecido; con tal de no hablar bien de Béranger, ni de los periódicos de la oposición, ni de Voltaire, ni de Rousseau, ni de todo aquello que permite un diálogo un poco distendido; en fin, con tal, sobre todo de no incurrir en política, se podía discutir de todo con libertad. No hay cien mil escudos de renta ni cordon bleu que puedan luchar contra tales privilegios de salón. La menor idea viva era juzgada como una grosería. A pesar del buen tono, de la cortesía más exquisita, del empeño en mostrarse agradable, en todos los semblantes se leía el aburrimiento. Los jóvenes que iban a cumplir con un deber social, como temían hablar de cosas que dejaran traslucir su pensamiento o delataran alguna lectura prohibida, se callaban después de pronunciar alguna frase elegante rebuscada sobre Rossini, o sobre el tiempo que

hacía. Observó Julián que los que mantenían viva la conversación generalmente eran dos vizcondes y cinco barones que M. de La Mole había conocido durante la emigración. Los señores en cuestión disfrutaban de seis a ocho mil libras de renta. Cuatro de ellos eran partidarios de La Quotidienne y los otros tres de la Gazette de . Uno de ellos traía siempre preparada alguna anécdota fresca de Palacio, en la que no se escatimaba el adjetivo irable. Julián advirtió que lucía cinco cruces, mientras que los demás, por lo general, sólo llevaban tres. En la antecámara hacían guardia permanente diez lacayos de librea, y durante toda la velada se servían helados o té cada cuarto de hora, y a eso de las doce, una especie de cena, con champagne. Ésta era la razón por la que Julián se quedaba algunas noches hasta el final de la velada; por lo demás, apenas comprendía que alguien pudiera escuchar en serio la conversación habitual de aquel salón tan ostentosamente dorado. A veces miraba a los interlocutores para asegurarse de que ellos mismos no se burlaban de lo que decían. «Mi M. de Maistre, a quien me sé de memoria, ha dicho cosas cien veces mejores —pensaba—, y aun así y todo, me resulta bastante aburrido». Julián no era el único en percibir aquella asfixia moral. Unos se consolaban atracándose de helados; otros, dándose el gusto de decir al salir de la velada: «Vengo del palacio de La Mole, donde me he enterado de que Rusia, etcétera». Julián supo, por medio de uno de los aduladores, que aún no hacía ni seis meses que Mme. de La Mole había recompensado una asiduidad de más de veinte años consiguiendo que nombraran prefecto al pobre barón de Le Bourguignon, subprefecto desde la época de la Restauración. Ese gran acontecimiento había fortalecido el celo de todos aquellos señores, que, si antes se molestaban por muy poca cosa, a partir de entonces ya no se molestaron por nada. Rara vez dejaban traslucir a los anfitriones una falta de consideración, pero Julián ya había sorprendido en la mesa dos o tres diálogos breves entre el marqués y su mujer, muy crueles para los que estaban sentados a su lado. Aquellos nobles personajes no ocultaban su sincero desprecio por todo el que no montase en las carrozas reales. Julián observó que la palabra cruzada era la única que lograba imprimir a sus semblantes una expresión profundamente seria, impregnada de auténtico respeto. El respeto ordinario tenía siempre cierto

matiz de complacencia. En medio de toda aquella magnificencia y de aquel tedio, Julián sólo se interesaba por M. de La Mole. Un día le oyó, con gran placer, decir que él no había tenido arte ni parte en el ascenso del pobre Le Bourguignon. Era una atención para con la marquesa; Julián sabía la verdad por el padre Pirard. Una mañana que el sacerdote trabajaba con Julián en la biblioteca del marqués, en el eterno pleito de Frilair, Julián le dijo de repente: —Señor, el comer todos los días con la marquesa, ¿es uno de mis deberes, o es una consideración que tienen conmigo? —Es un honor insigne —repuso el sacerdote, escandalizado—. M. N., el académico, que desde hace quince años viene haciendo una corte asidua, jamás ha logrado obtener una invitación así para su sobrino, M. Tanbeau. —Pues para mí, señor, es la parte más penosa de mi trabajo. Me aburría menos en el seminario. Algunas veces veo bostezar incluso a la misma Mlle. de La Mole, que debe estar acostumbrada, sin embargo, a la amabilidad de los amigos de la casa. Tengo miedo de dormirme. Por favor, consiga que me permitan ir a comer por cuarenta reales a cualquier humilde posada. El sacerdote, verdadero advenedizo, era muy sensible al honor de comer con un gran señor. Mientras se esforzaba en hacer comprender a Julián este sentimiento, un ligero ruido les hizo volver la cabeza. Julián vio a Mlle. de La Mole, que les estaba escuchando, y se ruborizó. La muchacha, que había venido en busca de un libro, lo había oído todo, y ello le hizo sentir cierta consideración hacia Julián. «Éste, al menos, no ha nacido de rodillas —pensó— como ese viejo cura. ¡Dios mío, qué feo es el dichoso clérigo». Durante la comida, Julián no se atrevía a mirar a Mlle. de La Mole, pero ésta se dignó dirigirle la palabra. Aquel día esperaban a mucha gente y ella le instó a que se quedara. Las jóvenes de París no sienten ninguna estima por las personas de edad provecta, sobre todo si visten con cierto desaliño. Julián no precisó de mucha sagacidad para percatarse de que los colegas de M. Le Bourguignon, que solían quedarse en el salón, disfrutaban el honor de servir de blanco habitual a las burlas de Mlle. de La Mole. Aquel día, hubiera o no afectación por su parte, se mostró cruel con aquellos individuos fastidiosos.

Mlle. de La Mole era el centro de un reducido grupo que se formaba casi todas las noches detrás de la inmensa poltrona de la marquesa. De él formaban parte el marqués de Croisenois, el conde de Caylus, el vizconde de Luz y otros dos o tres oficiales jóvenes, amigos de Norberto o de su hermana. Todos estos señores se sentaban en un gran canapé azul. En un extremo del canapé, precisamente en el lado opuesto del que ocupaba la brillante Matilde, se sentaba silencioso Julián en una silla de anea bastante baja. Aquel modesto lugar era envidiado por todos los aduladores. Norberto mantenía en él decorosamente al joven secretario de su padre, dirigiéndole la palabra de vez en cuando, o nombrándolo una o dos veces por velada. Aquel día Mlle. de La Mole le preguntó qué elevación podría tener la montaña sobre la que se asienta la ciudadela de Besançon. Nunca habría podido decir Julián si aquella montaña era o no más alta que Montmartre. A menudo se reía de buena gana de todo lo que se hablaba en el grupo aquel, pero se sentía incapaz de inventar nada semejante. Le parecía como una lengua extranjera que entendía, pero que no sabía hablar. Los amigos de Matilde mantenían aquella noche una actitud hostil contra todo el que llegaba al gran salón. Los amigos de la casa gozaron de prioridad por ser los mejor conocidos. Puede suponerse la atención con que Julián prestaba oídos a cuanto se decía, porque si mucho le interesaba el fondo de las cosas, no menos le agradaba el modo de burlarse de ellas. —¡Ah, aquí tenemos a M. Descoulis! —dijo Matilde—, y sin peluca. ¿Será que pretende llegar a la prefectura gracias a su talento y por eso exhibe esa cabeza calva que, según él, está llena de elevados pensamientos? —Es un hombre que conoce a todo el mundo —dijo el marqués de Croisenois—. También frecuenta la casa de mi tío el cardenal. Es capaz de cultivar una mentira con cada uno de sus amigos durante años enteros, y cuenta que tiene doscientos o trescientos amigos. Sabe alimentar la amistad; en eso consiste su talento. Ahí donde ustedes le ven, más de una vez se le ha visto sentado a la puerta de la casa de uno de sus amigos a las siete de la mañana, lleno de barro, y en pleno invierno. Se enemista con la gente de vez en cuando, y escribe luego siete u ocho cartas con este motivo. Después se reconcilia, y vienen entonces otras siete u ocho cartas llenas de efusiones amistosas. Pero en donde brilla a gran altura es en la expansión franca y sincera del hombre honrado que no oculta nada en su corazón. Esta maniobra la pone en práctica cada vez que tiene que pedir un favor. Uno de los grandes vicarios de mi tío cuenta la vida de M. Descoulis desde la Restauración acá con una gracia inimitable. Le haré venir un día de

éstos. —¡Bah! Yo no creeré una palabra de cuanto diga. Son celos de oficio entre gente de poca monta —dijo el conde de Caylus. —El nombre de M. Descoulis ocupará un puesto de honor en la historia — repuso el marqués—. Fue el artífice de la Restauración, junto con el padre de Prad y con Talleyrand y Pozzo di Borgo. —Es un hombre que ha manejado millones —dijo Norberto—, y no concibo cómo viene aquí a soportar los epigramas de mi padre, abominables en muchas ocasiones. «¿Cuántas veces ha traicionado usted a sus amigos?», le gritaba el otro día de un extremo a otro de la mesa. —Pero ¿es cierto que ha traicionado? —preguntó Mlle. de La Mole—. Y ¿quién no habrá traicionado a alguien? —¡Cómo! —exclamó el conde de Caylus dirigiéndose a Norberto—. ¿Reciben ustedes en su casa a M. Sainclair³, ese famoso liberal? ¿Qué demonios viene a hacer aquí? Ahora mismo voy a abordarlo para entablar conversación con él. Dicen que es un talento. —Pero ¿qué recibimiento le dispensará tu madre? —observó el marqués de Croisenois?—. Tiene unas ideas tan extravagantes, tan generosas, tan independientes... —Miren ustedes —intervino Mlle. de La Mole—, miren al hombre independiente cómo saluda a M. Descoulis inclinándose hasta el suelo, y cómo le coge la mano. Creía que iba a besársela. —Por lo que se ve, las relaciones de Descoulis con el poder son mejores y más estrechas de lo que nos figuramos —repuso Croisenois. —Sainclair viene aquí en busca de uno de los sillones de la Academia —dijo Norberto—. Mire, Croisenois, cómo saluda al barón L***. —Sería menos vil ponerse de rodillas —comentó M. de Luz. —Querido Sorel —dijo Norberto—, usted, que tiene talento, pero que acaba de llegar de sus montañas, procure no saludar nunca como lo hace ese gran poeta, ni

al mismo Dios Padre. —Aquí tenemos al hombre ocurrente por excelencia, el barón Bâton⁴ —dijo Mlle. de La Mole imitando un poco la voz del lacayo que acababa de anunciarlo. —Yo creo que hasta los criados se burlan de él. ¡Qué nombre: barón Bâton! — exclamó M. de Caylus. —«¿Qué tiene que ver el nombre?», nos decía el otro día —repuso Matilde—. Figúrense ustedes al duque de Bouillon⁵ anunciado por primera vez. En mi opinión, lo que le falta al público es acostumbrarse. Julián se apartó del sofá. Poco sensible aún a las encantadoras sutilezas de una burla ligera, para reírse de una broma necesitaba que tuviese un fundamento. No veía en la charla de aquellos jóvenes nada más que el tono despectivo en general, y ello le hacía sentirse molesto. Su pudor provinciano o inglés le inducía incluso a ver en aquella actitud ciertos destellos de envidia, pero, en esto, ciertamente se equivocaba. «El conde Norberto —se decía—, a quien yo he visto hacer tres borradores para redactar una carta de veinte líneas a su coronel, se consideraría muy dichoso si hubiese escrito en su vida una página como las de Sainclair». Como pasaba inadvertido a causa de su poca importancia, Julián se acercó sucesivamente a varios grupos. Seguía de lejos al barón Bâton y quería oírle. Aquel hombre tan ocurrente parecía un tanto inquieto, y Julián únicamente lo vio recobrar la calma después de pronunciar dos o tres frases mordaces. A Julián le parecía que aquel género de talento necesitaba espacio. El barón no se contentaba con decir unas cuantas palabras sueltas; necesitaba, por lo menos, cuatro frases de seis líneas cada una para resultar brillante. —Este hombre no conversa, diserta —decía alguien a la espalda de Julián. Éste se volvió y enrojeció de placer al oír nombrar al conde Chalvet, el hombre más inteligente del siglo . Julián había encontrado a menudo su nombre escrito en el Memorial de Santa Elena y en los fragmentos de historia dictados por Napoleón. El conde Chalvet era parco en palabras, pero sus ocurrencias eran como relámpagos: claras, precisas y profundas. Si se ponía a hablar de un asunto, en ese momento se veía avanzar la discusión. Siempre aducía hechos, y

era una delicia oírlo. En cambio, en política era un cínico desvergonzado. —Yo soy independiente —le decía a un señor que ostentaba tres medallas y del que aparentemente se burlaba—. ¿Por qué pretenden que tenga hoy la misma opinión que hace seis semanas? Si así fuera, mi opinión sería mi tirano. Cuatro jóvenes muy serios que le rodeaban hicieron un gesto de desagrado; no les había gustado la broma del conde. Éste comprendió que había ido demasiado lejos. Afortunadamente, en ese momento descubrió al honesto M. Balland, un verdadero tartufo de honradez. El conde se puso a hablar con él; los jóvenes se acercaron a ellos, comprendiendo que el pobre Balland iba a ser inmolado. A fuerza de moral y de moralidad, pese a ser horriblemente feo, y después de unos primeros pasos en el mundo muy difíciles de contar, Balland se había casado con una mujer muy rica, que murió, y luego con otra, riquísima también, a la que nunca se veía en sociedad. Balland disfrutaba con gran humildad de sesenta mil libras de renta y tenía también sus aduladores. El conde Chalvet le habló de todo esto, ensañándose. Pronto se vieron rodeados por una treintena de personas. Todos sonreían, incluso los jóvenes circunspectos, esperanza del siglo. «¿Por qué vendrá a casa de M. de La Mole, siendo como es aquí el hazmerreír de todos?», pensó Julián. Y se acercó al padre Pirard para preguntárselo. M. Balland se excusó. —Bueno —dijo Norberto—, ya se ha marchado uno de los espías de mi padre; ya sólo nos queda el cojito Napier. «¿Será ésa la clave del enigma? —pensó Julián—. Pero en este caso, ¿por qué recibe el marqués a Balland?». El severo padre Pirard, en un rincón del salón, parecía disgustado a medida que oía a los lacayos anunciar a los que iban llegando. —Esto es un antro —decía como Bazile—; no veo llegar más que a gentes degeneradas. Y es que el severo sacerdote no estaba al corriente de las peculiaridades que rodean a la alta sociedad. Pero, por sus amigos los jansenistas, tenía una noción

bastante exacta de aquellos hombres que llegan a los salones gracias únicamente a su extremada destreza al servicio de todos los partidos, o por su escandalosa fortuna. Aquella noche, durante unos minutos, respondió de buen grado a las preguntas insistentes de Julián; luego se calló de repente, desolado de tener siempre que hablar mal de todo el mundo y reprochándoselo como un pecado. Bilioso, jansenista y convencido de su deber de caridad cristiana, su vida en sociedad era una continua lucha. —¡Vaya cara fea la de ese padre Pirard! —decía Mlle. Matilde cuando Julián se acercaba al canapé. Julián se sintió irritado, y, sin embargo, ella tenía razón. M. Pirard era indudablemente el hombre más digno del salón, pero su rostro lleno de manchas rojas, alterado además por sus remordimientos de conciencia, le hacía parecer horrible en aquel momento. «Fíese usted de las fisonomías después de esto —pensó Julián—. Cuando el padre Pirard, en su delicadeza, se reprocha algún pecadillo es cuando adquiere un aspecto más atroz; en cambio, la cara de ese Napier, espía de sobra conocido por todos, refleja una dicha pura y tranquila». El padre Pirard había hecho, no obstante, muchas concesiones a su partido: había tomado un criado y se vestía muy bien. De repente, Julián notó algo raro en el salón. Todas las miradas se dirigieron hacia la puerta, y se produjo un súbito silencio. El lacayo anunciaba al famoso barón de Tolly, que despertaba la curiosidad general a raíz de lo ocurrido en las últimas elecciones. Julián se adelantó y pudo verlo muy bien. El barón presidía un colegio y tuvo la feliz idea de escamotear algunas de las papeletas en las que figuraban los votos favorables a uno de los partidos. Pero para que hubiera compensación, las reemplazó por otros papelitos en que figuraba un nombre que le era grato. Aquella decisiva maniobra fue advertida por unos cuantos electores, que se apresuraron a felicitar al barón de Tolly. El buen hombre estaba aún pálido de resultas de aquella hazaña. Gentes malintencionadas se habían atrevido a pronunciar la palabra «galeras». M. de La Mole lo recibió con frialdad. El pobre barón se apresuró a desaparecer. —Si nos abandona tan pronto es porque va a casa de M. Comte —dijo el conde Chalvet provocando la hilaridad general.

En medio de aquel grupo de grandes señores, mudos muchos de ellos, intrigantes por lo general, degenerados en su mayoría, pero todos gente de talento, que aquella noche iba desfilando sucesivamente por el salón de M. de La Mole —del que se hablaba como futuro ministro—, hacía sus primeras armas el joven Tanbeau. Si bien no tenía aún la finura conceptual de los habituales del salón, se desquitaba de ello, como veremos, con la energía con que se expresaba. —¿Y por qué no han de condenar a ese hombre a diez años de presidio? —decía en el momento en que Julián se acercaba a su grupo—. A los reptiles se les debe recluir en un calabozo profundo y dejarles que se mueran a la sombra, de tal modo que el veneno que segregan sus bocas no contagie a nadie. ¿De qué sirve imponerle una multa de mil escudos? Supongamos, incluso, que sea pobre, y qué: el partido pagará por él. Además de la multa de quinientos francos, deberían condenarle a diez años de presidio. «¡Dios santo! ¿Quién será el monstruo del que están hablando?», pensó Julián, que iraba el tono vehemente y los ademanes bruscos de su colega. La carita delgada y escuálida del sobrino favorito del académico resultaba odiosa en aquel momento. Julián no tardó en enterarse de que hablaban del poeta más grande de la época. —¡Ah, monstruo! —exclamó Julián a media voz, llenos sus ojos de lágrimas generosas—. ¡Ah, miserable! Haré que te tragues algún día esas palabras. «¡Éstos son, sin embargo —pensaba—, los peones del partido que cuenta entre sus jefes al marqués! Y ese hombre ilustre a quien calumnia, ¿qué de cruces y sinecuras no habría acumulado si se hubiera vendido, no digo ya al ministerio ramplón de M. de Nerval⁷, sino a cualquiera de esos ministros pasablemente honrados que hemos visto desfilar?». El padre Pirard le hizo señas desde lejos a Julián: M. de La Mole acababa de decirle algo. Pero cuando Julián, que en aquel momento escuchaba con los ojos bajos las jeremiadas de un obispo, se vio libre al fin y pudo acercarse a su amigo, lo encontró acaparado por el abominable Tanbeau. Este pequeño monstruo aborrecía a Pirard por considerarlo la causa del favor de que gozaba Julián y, sin embargo, no perdía ocasión de adularlo. ¿Cuándo nos librará la muerte de toda esta vieja podredumbre?

En tales términos de energía bíblica se expresaba en aquel momento aquel hombrecillo de letras, refiriéndose al respetable lord Holland⁸. Su único mérito consistía en conocer muy bien la biografía de los hombres vivos, y acababa de pasar una rápida revista a los que podían aspirar a ejercer alguna influencia bajo el mandato del nuevo rey de Inglaterra. El padre Pirard pasó a un salón contiguo. Julián le siguió. —El marqués detesta a los escritorzuelos, se lo advierto; es su única antipatía. Si sabe usted latín, griego, o incluso, si es capaz, la historia de los egipcios, la de los persas, etc., le honrará y le protegerá como a un sabio. Pero no se le ocurra escribir una página en francés, sobre todo tratándose de materias graves y que estén por encima de su posición en el mundo, porque le llamaría escritorzuelo y le tomaría ojeriza. ¿Es posible que, viviendo como vive en el palacio de un gran señor, no conozca usted la frase del duque de Castries sobre D’Alembert y Rousseau? «¡Pretenden opinar de todo y ni siquiera tienen mil escudos de renta!». «Aquí, como en el seminario, todo se sabe», pensó Julián. Tenía escritas ocho o diez páginas, bastante enfáticas, que eran una especie de elogio histórico del viejo cirujano castrense que, según él, le había hecho hombre. «Y eso que siempre he tenido ese cuaderno guardado bajo llave», se dijo Julián. Subió a su cuarto, quemó el manuscrito y volvió al salón. Los granujas brillantes se habían marchado ya y sólo quedaban los señores condecorados, cargados con sus medallas. En torno a la mesa, que los criados acababan de traer ya servida, había siete u ocho damas muy nobles, muy devotas, muy afectadas, de treinta a treinta y cinco años. La brillante mariscala de Fervaques entró en aquel momento excusándose por lo avanzado de la hora en que llegaba. Eran más de las doce. Fue a colocarse junto a la marquesa. Julián se emocionó profundamente: tenía los mismos ojos y la misma mirada que Mme. de Rênal. El grupo de Mlle. de La Mole proseguía su animado coloquio. En aquel momento, ella y sus amigos se divertían burlándose del infortunado conde de Thaler , hijo único del famoso judío, célebre por las riquezas que adquiriera

prestando dinero a los reyes para hacer la guerra a los pueblos. El judío acababa de morir dejando a su hijo cien mil escudos de renta al mes y un nombre, por desgracia, demasiado conocido. Su posición singular hubiera exigido una gran sencillez de carácter o mucha fuerza de voluntad. Desgraciadamente, el conde no era más que un infeliz, adornado con todo género de pretensiones que le inspiraban sus aduladores. M. de Caylus aseguraba que alguien le había inspirado la voluntad de pedir en matrimonio a Mlle. de La Mole (a la que cortejaba el marqués de Croisenois, llamado a ser duque con cien mil libras de renta). —No le acuséis de tener voluntad —decía Norberto compasivamente. Lo que más se echaba en falta, sin duda, en el carácter del pobre conde Thaler era la facultad de querer. Por esta cualidad de su carácter hubiera merecido ser rey. Amigo de pedir consejo a todo el mundo, carecía del valor necesario para seguir ninguno hasta el final. —Su fisonomía —decía Mlle. de La Mole— habría bastado por sí sola para inspirarme un gozo eterno. Era una mezcla singular de inquietud y desencanto; pero de vez en cuando se advertían en ella algunos ramalazos de esa importancia y de ese tono inapelable que debe tener el hombre más rico de Francia, sobre todo cuando posee una buena figura y no ha cumplido aún treinta y seis años. —Es tímidamente insolente —decía el marqués de Croisenois. El conde de Caylus, Norberto y otros tres o cuatro jóvenes con bigote le tomaron el pelo cuando quisieron sin que él se diera cuenta de ello, y al dar la una, finalmente, le despidieron. —¿Son sus famosos caballos árabes los que le están esperando a usted a la puerta con el tiempo que hace? —le preguntó Norberto. —No, es un nuevo tiro mucho menos caro —respondió Thaler—. El caballo de la izquierda me ha costado cinco mil francos, y el de la derecha no vale más que cien luises; pero espero que me crean ustedes si les digo que solamente hago enganchar a este último de noche, y ello porque tiene un trote exactamente igual al del otro.

La observación de Norberto hizo pensar al conde que era una cosa conveniente, para un hombre en su posición, aficionarse a los caballos, y que no convenía dejar que los suyos se mojaran. Se marchó, y, un momento después, salieron los demás burlándose de él. Julián se quedó pensativo al oírles reír en la escalera: «Acabo de ver el extremo opuesto de mi situación. Yo, que no tengo ni veinte luises de renta, he estado codeándome con un hombre que disfruta de una renta semejante cada hora del día, y del que, sin embargo, se burlan todos... Ver semejantes cosas cura la envidia».

CAPÍTULO V

LA SENSIBILIDAD Y UNA GRAN DAMA DEVOTA

Una idea algo viva parece allí una ordinariez; tan acostumbrados están a las palabras sin relieve. ¡Desgraciado del que al hablar invente!

FAUBLAS¹

Después de algunos meses de prueba, veamos la situación de Julián el día en que el de la casa le entregó el tercer trimestre de su sueldo: M. de La Mole le había encargado de la istración de sus tierras de Bretaña y Normandía. Julián realizaba frecuentes viajes a ambas regiones. Llevaba también, con plena independencia, la correspondencia relativa al famoso pleito con el padre de Frilair, después de que el padre Pirard le hubiera puesto en antecedentes de los pormenores del mismo. Tomando como base las concisas notas que el marqués garabateaba en el margen de las cartas de todo tipo que recibía, Julián redactaba las respuestas y el marqués las firmaba casi todas. En la escuela de teología los profesores se quejaban de su falta de asiduidad, pero no por eso dejaban de considerarle como uno de los alumnos más distinguidos. Estos diferentes trabajos, emprendidos con todo el ardor de la ambición atormentada, pronto eclipsaron los vivos colores que Julián traía de su provincia. Su palidez era un mérito a los ojos de los jóvenes seminaristas, compañeros suyos. Julián los encontraba menos perversos, menos dados a prosternarse ante el dinero que los de Besançon. Ellos le creían enfermo del pecho. El marqués le había regalado un caballo. Temeroso de tropezarse con alguno de

los seminaristas en sus paseos hípicos, les había dicho que este ejercicio le había sido prescrito por los médicos. El padre Pirard lo había llevado a varias reuniones de jansenistas. Julián se quedó asombrado: como quiera que la idea de la religión estaba en su espíritu indestructiblemente ligada a la hipocresía y al afán de ganar dinero, no pudo por menos de irar a aquellos hombres piadosos y severos que no pensaban para nada en el presupuesto. Varios jansenistas se habían hecho amigos suyos y le prodigaban consejos. Un mundo nuevo se abría ante él. En una de estas reuniones conoció a un tal conde Altamira, hombre de cerca de seis pies de estatura, liberal condenado a muerte en su país, y no obstante devoto. Aquel extraño contraste entre la devoción y el amor a la libertad le sorprendió mucho. Sus relaciones con el joven conde se habían enfriado un poco. Norberto había notado que contestaba con demasiada viveza a las bromas de algunos de sus amigos. En cuanto a Mlle. de la Mole, Julián se había impuesto el deber de no dirigirle jamás la palabra, desde que una o dos veces le significaron que había faltado a las conveniencias. Todo el mundo seguía siendo para él de una finura exquisita en el palacio de La Mole; pero, a pesar de ello, se sentía rebajado. Su sentido común provinciano se explicaba este efecto por medio del refrán popular: Tout beau, tout nouveau (Todo lo nuevo es bueno mientras es nuevo). También es posible que fuera un poco más perspicaz que en los primeros días, o bien que hubiera pasado ya el primer entusiasmo producido por la urbanidad parisina. En cuanto dejaba de trabajar, era presa de un mortal aburrimiento; tal es el efecto deprimente de la cortesía irable, pero tan mesurada, tan perfectamente graduada según las posiciones, que distingue a la alta sociedad. Un corazón algo sensible en seguida nota el artificio. Sin duda podrá reprocharse a los provincianos un tono ordinario o poco cortés; pero, por lo menos, siempre ponen un poco de pasión en su trato. Julián nunca sintió herido su amor propio en el palacio de La Mole, pero muchas veces, al término de la jornada, sentía ganas de llorar. En provincias, un mozo de café se interesa por uno si al entrar en su establecimiento le ocurre un accidente; mas si este accidente entraña algo de desagradable para el amor propio, el camarero, sin dejar de complacerle a uno, repetirá diez veces lo que sabe que te desagrada oír mentar. En París, la gente tiene la atención de recatarse para reír, pero siempre se

es un extraño. Pasaremos por alto una porción de pequeñas aventuras sin importancia que habrían puesto en ridículo a Julián si no hubiera estado, en cierto modo, por encima de ellas. Una loca sensibilidad le hacía cometer mil torpezas. Sus diversiones tenían siempre el carácter de puras precauciones: se ejercitaba diariamente disparando una pistola, y era uno de los mejores discípulos de los más famosos maestros de esgrima. En cuanto disponía de algún rato, en vez de dedicarse a leer como antes, se iba al picadero y pedía los caballos más indómitos. En los paseos con el maestro del picadero, casi siempre terminaba en el suelo. El marqués lo encontraba útil a causa de su trabajo asiduo, de su prudencia silenciosa, de su inteligencia, y poco a poco le fue confiando el despacho de una serie de asuntos difíciles de desenmarañar. En los ratos en que sus elevadas ambiciones le dejaban alguna tregua, el marqués se dedicaba, con sagacidad, a algunos negocios. Como estaba en condiciones de obtener información, especulaba con fortuna. Compraba casas, bosques, pero se enojaba fácilmente. Regalaba centenares de luises y pleiteaba por centenares de francos. Los hombres ricos que tienen un corazón noble buscan más la diversión que el resultado en los negocios. El marqués necesitaba un jefe de estado mayor que pusiera en todos sus asuntos de dinero un orden claro y fácil de entender. Mme. de La Mole, aunque mesurada por temperamento, se burlaba algunas veces de Julián. Lo imprevisto, producto de la sensibilidad, suele horrorizar a las grandes damas, por ser la antítesis de las conveniencias. Dos o tres veces el marqués lo defendió diciendo: —Si en el salón resulta ridículo, su eficacia en el despacho es incuestionable. Julián, por su parte, creyó adivinar el secreto de la marquesa. Ésta empezaba a mostrar un vivo interés por todo en cuanto anunciaban al barón de la Joumate²: un ser frío, con fisonomía impasible. Era bajo, delgado, feo, muy atildado; pasaba la vida en Palacio y, en general, no decía nada de nada. Tal era su modo de pensar. Mme. de La Mole se habría sentido sumamente feliz, por primera vez en su vida, si hubiera podido convertirlo en el marido de su hija.

CAPÍTULO VI

MANERA DE PRONUNCIAR

Su alta misión consiste en juzgar con calma los incidentes de la vida cotidiana de los pueblos. Su sabiduría debe prevenir las grandes iras por pequeñas causas o por sucesos que la voz de la fama transfigura llevándolos lejos.

GRATIUS¹

Para ser un neófito que, por altivez, jamás preguntaba a nadie, Julián no incurrió en excesivas torpezas. Un día, obligado por un repentino chaparrón a guarecerse en un café de la calle Saint-Honoré, un hombre corpulento vestido con un abrigo de castor, extrañado de su semblante sombrío, se le quedó mirando exactamente de la misma forma en que un día lo hiciera en Besançon el amante de Amanda. Julián se había reprochado demasiadas veces el haber dejado pasar aquel primer insulto, para soportar ahora sin inmutarse esta mirada. Pidió explicaciones. El hombre del abrigo le dirigió entonces las injurias más soeces. Todos los que estaban en el café hicieron círculo alrededor de ellos, y hasta los transeúntes se detenían en la puerta. Por una precaución de provinciano, Julián llevaba siempre consigo un par de pistolas. En aquel momento su mano las empuñaba dentro del bolsillo con movimiento convulsivo. Sin embargo, tuvo serenidad y se limitó a repetir una y otra vez a su oponente: Caballero, su dirección; le desprecio. La insistencia con que pronunciaba aquellas cinco palabras acabó por llamar la atención de los curiosos. —¡Caramba!, ése que despotrica no tiene más remedio que darle su nombre. El hombre del abrigo, al oír reiteradamente aquel comentario, arrojó a la cara de

Julián cinco o seis tarjetas. Afortunadamente no le alcanzó ninguna; Julián se había propuesto no hacer uso de las pistolas más que en caso de que el otro le tocara. El hombre se marchó, no sin volverse de vez en cuando para amenazarle con el puño y para seguir con su retahíla de insultos. Julián se sintió bañado en sudor. «¿De modo que el hombre más despreciable tiene el poder de alterar mi serenidad hasta tal punto? —se decía con rabia—. ¿Cómo matar en mí tan humillante sensibilidad?». ¿Dónde echar mano de un padrino? No tenía ni un solo amigo. Había entablado algunas amistades, pero todas, invariablemente, al cabo de seis semanas de trato, se alejaban de él. «Soy insociable —pensaba—, y ahora me veo cruelmente castigado». Por fin, se le ocurrió la idea de buscar a un antiguo teniente del 96 regimiento, llamado Liévin, un pobre diablo con quien solía practicar la esgrima algunas veces. Julián se sinceró con él. —Bueno, seré su padrino —dijo Liévin—, pero con una condición: si no hiere usted a su contrario, se batirá usted conmigo acto seguido. —Convenido —dijo Julián encantado. Y se fueron a buscar a M. C. de Beauvoisis a las señas indicadas en su tarjeta, al final del Faubourg Saint-Germain. Eran las siete de la mañana. Al anunciarse en su casa, Julián pensó que aquel hombre podía muy bien ser el joven pariente de Mme. de Rênal, empleado antaño en la embajada de Roma o de Nápoles, y que había favorecido con una carta de recomendación al cantante Gerónimo. Pero para entonces, Julián ya había entregado a un fornido ayuda de cámara una de las tarjetas que le arrojaran la víspera, junto con una suya. Les hicieron esperar, a él y a su padrino, más de tres cuartos de hora. Por fin los introdujeron en un salón elegantísimo. Allí se encontraron con un joven alto, acicalado como una muñeca. Sus facciones tenían la perfección y la

insignificancia de la belleza griega; su cabeza, notablemente estrecha, ostentaba una cabellera piramidal del más hermoso tono rubio y tan cuidadosamente rizada, que ni un solo cabello sobresalía de entre los demás. «El muy infame nos ha tenido aquí esperando mientras le rizaban el pelo de ese modo», pensó el teniente del 96 regimiento. El batín de colorines abigarrados, el pantalón de mañana, todo, hasta las zapatillas bordadas, era un prodigio de perfección y de elegancia. Su fisonomía, noble y vacua, reflejaba ideas correctas, pero raras: el ideal del hombre amable, el horror de lo imprevisto y de la burla, mucha solemnidad. Julián, a quien su teniente del 96 regimiento había explicado que hacerse esperar tanto tiempo, después de haberle arrojado groseramente las tarjetas a la cara, era una ofensa más, entró bruscamente en el salón de M. de Beauvoisis. Tenía intención de mostrarse insolente, pero al mismo tiempo hubiera querido mantenerse dentro de los límites de las conveniencias. Tanto le sorprendieron los dulces modales de M. de Beauvoisis, su aspecto a un tiempo mesurado, importante y satisfecho de sí mismo, la elegancia irable de cuanto le rodeaba, que, en un abrir y cerrar de ojos, se olvidó de mostrarse irrespetuoso. Aquél no era el hombre de la víspera. Su asombro fue tal al encontrarse con una persona tan distinguida, en lugar del grosero personaje del café, que no pudo articular una sola palabra. Le presentó una de las tarjetas que le habían arrojado. —Ése es mi nombre —dijo el caballero mundano, a quien el traje negro de Julián, tan de mañana, le inspiraba bastante poca consideración—; pero no comprendo, la verdad. La manera de pronunciar estas últimas palabras devolvió a Julián parte de su enojo. —Vengo a batirme con usted, señor. Y explicó el asunto de un tirón. M. de Beauvoisis, después de pensarlo mejor, se hallaba bastante satisfecho del corte del traje negro de Julián. «Es de Staub, de eso no hay duda —se decía oyéndole hablar—; el chaleco es de buen gusto, las botas no están mal, pero, ese

traje negro tan de mañana... Será para escapar mejor a las balas», pensó el caballero de Beauvoisis. Tan pronto como se dio a sí mismo aquella explicación, volvió a su exquisita cortesía y trató casi de igual a igual a Julián. El coloquio fue bastante largo, en vista de lo delicado del asunto, pero, finalmente, Julián no pudo negarse a la evidencia. Aquel joven aristócrata que tenía ante sus ojos no se parecía en lo más mínimo al impertinente personaje que le había insultado la víspera. Julián sentía una repugnancia invencible ante la perspectiva de marcharse y trataba de alargar la explicación. Observaba la suficiencia del caballero de Beauvoisis: tal fue el nombre que utilizó al hablar de sí mismo, escandalizado sin duda de que Julián le llamara sencillamente señor. iraba su gravedad, unida a una cierta fatuidad modesta, pero que no le abandonaba ni un solo instante. Le asombraba su peculiar manera de mover la lengua al pronunciar las palabras... Pero, en fin, en todo aquello no había ni el menor motivo para buscarle querella. El joven diplomático se avenía a batirse con mucha gracia, pero el ex teniente del 96 regimiento, que llevaba una hora sentado, con las piernas separadas, las manos apoyadas en los muslos y los codos hacia fuera, declaró que su amigo M. Sorel no era capaz de cruzar su espada con un hombre por el hecho de que a éste le hubieran robado sus tarjetas de visita. Julián salió de muy mal humor. El coche del caballero de Beauvoisis estaba esperándoles en el patio, al pie de la escalinata; casualmente, Julián levantó la vista y reconoció en el cochero a su hombre de la víspera. Verle, tirarle de su larga levita, derribarle del pescante y darle una tanda de fustazos fue todo obra de un instante. Dos lacayos salieron en defensa de su compañero y alcanzaron con algún puñetazo a Julián, pero éste, sin pensárselo dos veces, cargó una de sus pistolas y disparó sobre ellos, haciéndoles emprender la huida. Todo esto fue cosa de un minuto. El caballero de Beauvoisis bajaba la escalera con una gravedad de lo más cómica, repitiendo con su pronunciación de gran señor: «¿Qué es esto? ¿Qué es esto?». Sentía, sin duda, una viva curiosidad, pero su importancia diplomática no le permitía demostrar mayor interés. Cuando se enteró de lo ocurrido, la altivez aún porfió en su semblante con la sangre fría, ligeramente burlona, que no debe

desaparecer nunca de la cara de un diplomático. El teniente del 96 regimiento comprendió que M. de Beauvoisis ardía en deseos de batirse, y quiso, diplomáticamente también, conservar para su amigo las ventajas de la iniciativa. —Lo que es ahora sí que hay motivo para un duelo —exclamó. —Más que sobrado —repuso el diplomático. —Queda despedido ese bergante —añadió dirigiéndose a sus lacayos—. Que ocupe otro el pescante. Abrieron la portezuela del coche. El caballero se empeñó en hacer los honores a Julián y a su padrino. Fueron a buscar a un amigo de M. de Beauvoisis, que indicó un lugar tranquilo. Mientras iban allí, la conversación resultó muy correcta. En todo aquello, lo único raro era ver al diplomático en batín. «Estos señores, pese a ser muy nobles —pensó Julián—, no son tan aburridos como los que vienen a cenar a casa de M. de La Mole. Y ya veo por qué — añadió un instante después—: se permiten abordar toda clase de temas sin recato». Hablaban de las bailarinas más celebradas por el público en un ballet celebrado la víspera. Aquellos señores hacían alusiones a anécdotas picantes que Julián y su amigo el teniente ignoraban por completo. Julián no cometió la necedad de pretender conocerlas; al contrario, confesó llanamente su ignorancia. Y su franqueza agradó tanto al amigo del caballero, que se las refirió con todo lujo de detalles. Una cosa asombró sobremanera a Julián. Estaban levantando un altar en medio de una calle para la procesión del Corpus, y el carruaje tuvo que detenerse un instante. Aquellos señores se permitieron varias bromas: el cura, según ellos, era hijo de un arzobispo. Jamás en casa del marqués de La Mole, que aspiraba a ser duque, se hubiera atrevido nadie a pronunciar una frase semejante. El duelo acabó en un instante. Julián recibió una bala en el brazo; se lo vendaron con pañuelos empapados en aguardiente, y el caballero de Beauvoisis le rogó con mucha cortesía que le permitiese acompañarle hasta su casa en el mismo carruaje que les había traído. Cuando Julián indicó el palacio de La Mole, hubo

un intercambio de miradas entre el joven diplomático y su amigo. El coche de alquiler de Julián estaba allí, pero él encontraba la conversación de aquellos señores infinitamente más entretenida que la del buen teniente del 96 regimiento. «¡Dios mío! ¡Y un duelo no es más que esto!² —pensaba Julián—. ¡Qué gran suerte haber encontrado a ese cochero! ¡Cuán grande no sería mi desgracia si hubiera tenido que soportar también este nuevo insulto en un café!». La conversación agradable apenas se interrumpió durante el viaje de regreso. Entonces comprendió Julián que la afectación diplomática sirve para algo. «Ahora me convenzo —se decía— de que el tedio no es cosa inherente a una conversación entre personas de alta alcurnia. Éstos se guasean de la procesión del Corpus y se atreven a contar, con todo lujo de detalles, anécdotas escabrosas. Sólo les falta ponerse a razonar con lógica sobre asuntos políticos, y aun esta carencia está más que compensada por la gracia del tono y la perfecta exactitud de sus expresiones». Julián empezaba a sentir una viva inclinación hacia ellos. «¡Qué feliz sería si pudiera verlos con frecuencia!». Apenas se separaron, el caballero de Beauvoisis se apresuró a pedir informes sobre Julián, pero éstos no fueron brillantes. Tenía gran curiosidad por conocer a su hombre. ¿Podría dignamente hacerle una visita? La escasa información que pudo obtener no era muy alentadora. —¡Esto es espantoso! —le dijo a su padrino—. Me es imposible confesar que me he batido con un simple secretario de M. de La Mole, y además, sólo porque mi cochero me robó las tarjetas de visita. —Si lo cuentas, desde luego, tienes muchas posibilidades de hacer el ridículo. Aquella misma noche, el caballero de Beauvoisis y su amigo fueron divulgando por todas partes que aquel Julián Sorel, además de ser un joven irreprochable, era hijo natural de un amigo íntimo del marqués de La Mole³. El bulo corrió sin dificultad. Una vez propagado y itido, el joven diplomático y su amigo no tuvieron inconveniente alguno en visitar varias veces a Julián en el transcurso de los quince días que tuvo que permanecer en su aposento. Julián les confesó que sólo había ido a la ópera una vez en su vida.

—¡Pero eso es espantoso! —le contestaron— ¡Todo el mundo va allí a diario! ¡Nada! ¡Nada! Su primera salida, en cuanto se reponga, será para asistir a la representación del Conde Ory⁴. En la ópera, el caballero de Beauvoisis le presentó al famoso cantante Gerónimo, que tenía por entonces un éxito inmenso. Julián casi hacía la corte al caballero: aquella mezcla de respeto hacia sí mismo, de importancia misteriosa y de fatuidad juvenil le encantaba. Por ejemplo, el caballero tartamudeaba un poco porque tenía el honor de tratar con frecuencia a un gran señor que tenía ese mismo defecto. Nunca había visto Julián, reunidos en una misma persona, lo ridículo que divierte y el refinamiento de modales que un pobre provinciano debe tratar de imitar. Se le veía frecuentemente en la ópera con el caballero de Beauvoisis, y aquella amistad hizo que su nombre empezara a ser conocido. —¿Conque —le dijo un día el marqués— es usted hijo natural de un rico caballero del Franco Condado, amigo íntimo mío? El marqués interrumpió a Julián, que quería hacer constar que él no había contribuido en lo más mínimo a propalar semejante rumor. —M. de Beauvoisis no quería que se dijera que se había batido con el hijo de un carpintero. —Ya lo sé, ya lo sé —dijo M. de La Mole—. Y ahora me toca a mí dar consistencia a esa habladuría que me conviene. Pero tengo que pedirle a usted un favor que no le costará más de media hora de tiempo. Todos los días de ópera, a las once y media, acuda usted a presenciar, en el vestíbulo, la salida de la gente elegante. Quedan todavía en usted ciertos vestigios de provincianismo de los que debe desprenderse; además, no está de más conocer, siquiera sea sólo de vista, a los grandes personajes. Es posible que algún día le confíe alguna misión cerca de ellos. Pase por la taquilla para darse a conocer; ya le tienen reservadas las entradas.

CAPÍTULO VII

UN ATAQUE DE GOTA

Y conseguí ascender, no por méritos propios, sino porque mi amo padecía de gota.

BERTOLOTTI

El lector quizá se sorprenda de este tono libre y casi amistoso: nos hemos olvidado de decirle que el marqués llevaba seis semanas confinado en sus habitaciones a consecuencia de un ataque de gota. Mlle. de La Mole y su madre estaban en Hyères con la madre de la marquesa. El conde Norberto veía a su padre solamente unos minutos; mantenían muy buenas relaciones, pero no tenían nada que decirse. M. de La Mole, sin otra compañía que la de Julián, se asombró mucho al descubrir ideas originales en él. Le hacía leerle los periódicos. No tardó mucho el joven secretario en estar en condiciones de elegir los párrafos más interesantes. Había un periódico nuevo que el marqués aborrecía; había jurado no leerlo nunca, pero todos los días hablaba de él. Julián se reía. El marqués, irritado con los tiempos presentes, le mandó que le leyera a Tito Livio: la traducción improvisada de texto latino le divertía. Un día, el marqués dijo con aquel tono excesivamente cortés que, con frecuencia, sacaba de sus casillas a Julián: —Me va usted a permitir, querido Sorel, que le regale un frac azul. Cuando usted quiera ponérselo y venir a verme, le consideraré como el hermano menor del conde de Chaulnes, es decir, el hijo de mi amigo el viejo duque. Sin comprender bien de qué se trataba, aquella misma noche Julián, tras adquirir

un traje de tal color, le hizo una visita al marqués. Éste le trató como a un igual. Julián tenía un corazón capaz de apreciar la verdadera cortesía, pero no tenía idea de los matices. Antes de aquel capricho del marqués, habría jurado que era imposible ser recibido con más consideración. «¡Qué irable talento!», se dijo Julián. Cuando se levantó para marcharse, el marqués le presentó mil excusas por no poder acompañarle hasta la puerta a causa de su gota. Aquella extravagancia preocupó a Julián. «¿Se querrá burlar de mí?», pensó. Fue a pedir consejo al padre Pirard, quien, menos cumplido que el marqués, le respondió silbando y hablando de otra cosa. A la mañana siguiente, Julián se presentó ante el marqués vestido de negro, con su cartera y sus cartas para la firma. Fue recibido a la antigua usanza. Por la noche, con el frac azul, volvió a encontrar la misma deferencia y consideración que la víspera. —Puesto que no se aburre usted demasiado en las visitas que tiene la bondad de hacer a un pobre viejo enfermo —le dijo el marqués—, me gustaría que me contase todos los pequeños incidentes de su vida, pero con franqueza y sin cuidarse más que de narrar las cosas claramente y de una forma divertida. Porque es menester distraerse —continuó el marqués—; no hay cosa más real y positiva en la vida. Un hombre no puede salvarme la vida en la guerra todos los días, ni regalarme cada día un millón; pero si yo tuviera a Rivarol aquí, junto a mi diván, todos los días me quitaría una hora de sufrimiento y de fastidio. Le conocí y le traté mucho en Hamburgo durante la emigración. Y el marqués refirió a Julián algunas anécdotas de Rivarol con los hamburgueses, que tenían que juntarse al menos cuatro para desentrañar el significado de uno de sus chistes. Reducido M. de La Mole a la compañía de aquel curita, se propuso despabilarlo. Para conseguirlo, procuró picarle en su amor propio. Puesto que le pedían la verdad, Julián decidió decirlo todo, callando solamente dos cosas: su iración fanática por un hombre que molestaba al marqués, y su absoluta incredulidad que no le cuadraba muy bien a un futuro sacerdote. Su pequeño incidente con el caballero de Beauvoisis llegó muy a propósito. El marqués se desternilló de risa cuando Julián le contó la escena del café en la calle Saint-Honoré, con el cochero abrumándole de injurias soeces. Aquella fue una época de franqueza

total en las relaciones del protector con el protegido. M. de La Mole acabó interesándose por aquel carácter singular. Al principio fomentaba las ridiculeces de Julián con el fin de divertirse a su costa, pero, al poco tiempo, encontró más interesante ir corrigiendo gradualmente la manera equivocada de ver las cosas que tenía aquel joven. «Los provincianos que llegan por primera vez a París —pensaba el marqués— lo iran todo; éste, en cambio, lo detesta todo. Aquéllos pecan de exceso de afectación, y éste no tiene la suficiente, de ahí que los necios le tomen por majadero». Los crudos fríos del invierno prolongaron el ataque de éste, y el marqués tuvo que permanecer postrado durante varios meses. «Si uno le toma cariño a un perrillo faldero —se decía el marqués—, ¿por qué he de avergonzarme de tomarle afecto a este curita? Es muy original. Y ¿qué inconveniente hay en que le trate como a un hijo? Si me dura este capricho, todo será que me cueste un brillante de quinientos luises en mi testamento». Desde el momento en que el marqués apreció el carácter firme de su protegido, no había día que no le encomendara un nuevo asunto. Julián notó con espanto que a veces aquel gran señor le daba órdenes contradictorias sobre la misma cosa. En vista de que esto podía comprometerle gravemente, Julián no se arriesgó a despachar más con él sin llevar previamente un registro en el cual escribía las decisiones y el marqués las rubricaba. Julián tomó un escribiente que era el encargado de transcribir en un registro particular las notas relativas a cada asunto. En él figuraba también la copia de todas las cartas. Aquella idea le pareció al marqués, en un principio, el colmo de la ridiculez y del aburrimiento, pero, antes de dos meses, ya había notado las ventajas. Julián le propuso emplear a un contable procedente de una casa de banca para que llevara por partida doble la cuenta de todas las facturas y demás gastos de las tierras que él estaba encargado de istrar. Aquellas medidas le pusieron tan en claro al marqués el estado de sus propios negocios, que éste pudo darse el gusto de iniciar dos o tres nuevas

especulaciones sin el concurso de su testaferro, que le estaba robando. —Tome tres mil francos para usted —dijo un día a su joven . —Señor, podrían calumniar mi conducta. —¿Qué quiere usted entonces? —repuso el marqués de mal talante. —Que tenga la bondad de escribir de su puño y letra en el registro su decisión de concederme esa suma. Además, debo decirle que la idea de llevar así la contabilidad fue del padre Pirard. El marqués, con la misma cara de fastidio que M. de Moncade¹ escuchando las cuentas de su , M. Poisson, escribió el acuerdo. Por la noche, cuando Julián se presentaba vestido con el frac azul, ni por asomo hablaban de negocios. Las bondades del marqués eran tan halagadoras para el amor propio, siempre en guardia, de nuestro héroe, que no tardó mucho en sentir, a su pesar, una especie de cariño por aquel amable anciano. Y no es que Julián se hubiera vuelto sensible, al modo en que se entiende en París, pero no era un monstruo, y nadie, después de la muerte del viejo cirujano castrense, le había hablado con tanto afecto. No tardó en observar con sorpresa que el marqués tenía para su amor propio ciertas consideraciones que nunca había encontrado en el médico. Comprendió, por fin, que este último se sentía más orgulloso de su cruz que el marqués de su cordon bleu. El padre del marqués era un gran señor. Un día, al final de una audiencia matinal, vestido de negro y tratando de negocios, Julián consiguió distraer al marqués, que le retuvo dos horas y quiso a toda costa regalarle algunos billetes de banco que su testaferro le acababa de traer de la Bolsa. —Espero, señor marqués, no faltarle al profundo respeto que le debo suplicándole que me permita decirle dos palabras. —Hable, amigo mío. —El señor marqués me perdonará que rechace ese donativo. No va dirigido al hombre del traje negro, y sólo serviría para desvirtuar las maneras que usted tiene la bondad de tolerar al individuo del traje azul.

Saludó respetuosamente y se marchó sin mirar. Aquel rasgo divirtió al marqués, y se lo contó por la noche al padre Pirard. —Tengo que confesarle una cosa, querido padre. Conozco el nacimiento de Julián y le autorizo a usted a que no me guarde el secreto de esta confidencia. «Su proceder de esta mañana es noble —pensó el marqués—, y yo lo ennoblezco». Algún tiempo después, el marqués pudo por fin salir de su casa. —Vaya usted a pasar dos meses en Londres —dijo a Julián—. Los correos ordinarios y extraordinarios le llevarán a usted las cartas que yo reciba, con las notas marginales pertinentes. Las contestará usted, y acto seguido me las remitirá acompañando a cada carta la correspondiente respuesta. He calculado que el retraso no excederá de cinco días. Ya en el coche, camino de Calais, Julián no salía de su asombro pensando en la nimiedad de los asuntos que motivaban aquel viaje. Nada diremos del sentimiento de odio y casi de horror con que pisó el suelo inglés. Ya conocemos su exaltada pasión por Bonaparte. En cada oficial veía un sir Hudson Lowe; en cada gran señor, un lord Bathurst ordenando las infamias de Santa Elena y recibiendo como recompensa debida diez años de ministerio. En Londres conoció por fin la auténtica fatuidad, secreto en que le iniciaron algunos jóvenes rusos con quienes entabló amistad. —Es usted un predestinado, querido Sorel —le decían—. Tiene usted por naturaleza esa expresión fría y a mil leguas de la sensación presente que con tanto ahínco tratamos de adoptar nosotros. —No ha comprendido usted su siglo —le decía el príncipe Korasoff—: hacer siempre lo contrario de lo que se espera de uno. Ésta es, palabra de honor, la única religión de la época. No sea usted loco ni afectado, pues entonces esperarán de usted locuras y afectaciones, y no se cumpliría el precepto. Julián se cubrió de gloria un día en el salón del duque de Fitz-Folke, que le había invitado a cenar junto al príncipe Korasoff. Se hizo esperar una hora. La manera

como se condujo entre las veinte personas que le aguardaban se cita todavía entre los jóvenes secretarios de embajada en Londres. Estuvo inconmensurable. Se empeñó en visitar, haciendo caso omiso del parecer de sus amigos los dandies, al célebre Philippe Vane², al único filósofo que ha producido Inglaterra después de Locke. Lo encontró cumpliendo su séptimo año de cárcel. «La aristocracia no bromea en este país —pensó Julián—. Vane ha quedado, además, deshonrado, vilipendiado, etc». Julián le encontró, no obstante, locuaz y animado; la rabia que sentía contra los aristócratas le distraía. «Éste es el único hombre alegre que he visto en Inglaterra», se dijo Julián al salir de la cárcel. La idea más útil a los tiranos es la de Dios, le había dicho Vane... Suprimimos el resto de su sistema filosófico por ser demasiado cínico. A su regreso, M. de La Mole le preguntó: —¿Qué idea divertida me trae usted de Inglaterra?... Él se callaba. —¿Qué ideas trae usted, divertidas o no? —repitió el marqués impaciente. —Primero —dijo Julián—: el inglés más sensato se vuelve loco una hora al día y recibe la visita del demonio del suicidio, que es el dios del país. Segundo: el talento y el genio pierden un veinticinco por ciento de su valor al desembarcar en Inglaterra. Tercero: no hay nada en el mundo tan bello, tan irable, tan conmovedor, como los paisajes ingleses³. —Ahora me toca a mí —dijo el marqués—. Primero: ¿por qué dijo usted en el baile de la Embajada de Rusia que hay en Francia trescientos mil jóvenes de veinticinco años que desean ardientemente la guerra? ¿Cree usted que esto puede ser una cosa halagadora para los reyes? —No sabe uno cómo arreglárselas cuando habla a nuestros grandes diplomáticos —dijo Julián—. Tienen la manía de entablar discusiones serias. Si uno se atiene a los lugares comunes de los periódicos, le toman por necio. Si se permite enunciar una idea que tenga algo de verdad y de novedad, se asombran, no saben

qué contestar, y, al día siguiente, a las siete, el que habló recibe la visita del primer secretario de la Embajada, quien le asegura que estuvo altamente inconveniente. —No está mal —dijo el marqués riendo—. Por lo demás, apuesto cualquier cosa, hombre profundo, a que no ha adivinado qué fue usted a hacer a Inglaterra. —Claro que sí —repuso Julián—. Fui allí a cenar una vez por semana con el embajador del rey, que es un hombre cortés como pocos. —No, señor. Fue usted allí a buscar esta cruz —le dijo el marqués—. No quiero obligarle a que se quite usted el traje negro, y me he acostumbrado al tono más ameno con que trato al hombre del frac azul. Hasta nueva orden, escuche bien lo que voy a decirle: cuando yo vea esta cruz, será usted el hijo menor de mi amigo el duque de Chaulnes, que, sin él sospecharlo, lleva seis meses empleado en la diplomacia. Fíjese usted bien —explicó el marqués con tono serio y cortando por lo sano las manifestaciones de agradecimiento— que no quiero apartarle de su condición. Esto es siempre una falta y una desgracia, tanto para el protector como para el protegido. Cuando usted se canse de mis pleitos, o a mí no me convenga tenerle, pediré para usted una buena parroquia como la de nuestro amigo el padre Pirard y nada más —añadió el marqués secamente. Aquella cruz significó mucho para el orgullo de Julián. A partir de entonces, hablaba mucho más, ya no se ofendía con tanta frecuencia, ni se consideraba el blanco de todas las frases susceptibles de una explicación poco cortés, y que tan fácilmente se le escapan a cualquiera en el transcurso de una conversación animada. La cruz también le valió una visita singular: la del flamante barón de Valenod, que vino a París a dar las gracias al ministro por su baronía y a entenderse con él. Iba a ser nombrado alcalde de Verrières, en sustitución de M. de Rênal. Julián se rió mucho para sus adentros cuando M. de Valenod le dio a entender que acababa de saberse que M. de Rênal era jacobino. El caso es que, en las nuevas elecciones que se preparaban, el recién nombrado barón era el candidato ministerial, en tanto que, en el gran colegio del departamento, en verdad muy ultra, era M. de Rênal el que se veía apoyado por los liberales. En vano trató Julián de saber algo de Mme. de Rênal: el barón, recordando probablemente la antigua rivalidad entre ambos, se mantuvo impenetrable.

Terminó pidiendo a Julián el voto de su padre en las elecciones que iban a celebrarse. Julián prometió escribirle. —Debería usted, caballero, presentarme al señor marqués de La Mole. «En efecto, debería —pensó Julián—, pero ¡presentarle a un granuja semejante!». —En realidad —respondió—, soy muy poca cosa en el palacio de La Mole para atreverme a presentar a nadie. Como Julián no tenía secretos para el marqués, aquella misma noche le refirió las pretensiones de Valenod, así como sus hechos y gestas desde 1814. —No solamente me presentará usted mañana al nuevo barón —replicó M. de La Mole en un tono muy serio—, sino que le invito a comer pasado mañana. Será uno de nuestros nuevos prefectos. —En ese caso —repuso Julián con frialdad—, solicito para mi padre el puesto de director del Asilo de mendicidad. —Enhorabuena —dijo el marqués recobrando su tono alegre—. Concedido. Esperaba algún sermón moral por su parte. Ya va usted aprendiendo. M. de Valenod informó también a Julián de que el encargado de la istración de lotería de Verrières acababa de morir; Julián encontró divertido conceder ese puesto vacante a M. de Cholin, aquel viejo imbécil cuya petición escrita había recogido él antaño, en los aposentos de M. de La Mole. El marqués rió de buena gana la solicitud que le leyó Julián mientras le hacía firmar la carta en que pedía la plaza al ministro de Finanzas. Apenas nombrado Cholin, supo Julián que el diputado del departamento había solicitado aquel puesto para M. Gros, el célebre geómetra. Aquel hombre generoso sólo poseía mil cuatrocientos francos de renta, y, sin embargo, todos los años prestaba seiscientos al titular que acababa de morir, para ayudarle a mantener a su familia. Julián se arrepintió de lo que había hecho. «Esto no es nada —se dijo—; tendré que cometer otras muchas injusticias si quiero llegar lejos, e incluso aprender a disfrazarlas con bellas y sentimentales palabras. ¡Pobre M. Gros! Era él quien

merecía la cruz que yo tengo, y ahora yo me veo obligado a obrar con arreglo al sentir del gobierno que me la otorga».

CAPÍTULO VIII

¿CUÁL ES LA CONDECORACIÓN QUE DA MAYOR DISTINCIÓN?

No me satisface tu agua, dijo el genio sediento. Sin embargo, es el pozo más fresco del Diar-Bekir.

PELLICO

Un día regresaba Julián de la encantadora finca de Villequier, a orillas del Sena, una de las preferidas de M. de La Mole, ya que, de todas las suyas, era la única que había pertenecido al célebre Bonifacio de La Mole. En el palacio se encontró a la marquesa y a su hija, que regresaban de Hyères. Julián era ya todo un dandy y conocía perfectamente el arte de vivir en París. Se mostró extremadamente frío con Mlle. de La Mole. Parecía como si no guardara el menor recuerdo del tiempo en que ella tan alegremente le pedía detalles acerca de su manera de caerse del caballo. Mlle. de La Mole lo encontró más alto y más pálido. Su talle y su porte no tenían ya nada de provinciano, pero no ocurría lo mismo con su conversación, en la que aún se notaba una marcada predisposición a la seriedad y a lo positivo. A pesar de estas cualidades razonables, gracias a su orgullo, no tenía ya nada de un subalterno. Únicamente se advertía que seguía considerando como importantes demasiadas cosas. Pero se veía que era hombre capaz de mantener su palabra. —Carece de soltura, pero no de talento —dijo Mlle. de La Mole a su padre, bromeando con él acerca de la cruz concedida a Julián—. Mi hermano lleva dieciocho meses pidiéndotela, ¡y eso que es un La Mole! —Cierto; pero Julián es un carácter imprevisible, cosa que no ocurre con el La

Mole de que me hablas. Anunciaron al duque de Retz. Sintió Matilde unas ganas irresistibles de bostezar. Reconocía los antiguos dorados y los visitantes habituales del salón paterno. Se formaba una imagen aburridísima de la vida que le esperaba en París. Y con todo, en Hyères echaba de menos París. «Y eso que no tengo más que diecinueve años: la edad feliz, según la opinión de todos esos botarates con tantos entorchados». Estaba mirando en ese momento los ocho o diez tomos de poesías nuevas que se habían ido acumulando en la consola del salón durante su viaje a Provenza. Tenía la desgracia de poseer más talento que Ms. de Croisenois, de Luz, de Caylus y demás amigos, y se figuraba de antemano todo lo que dirían del hermoso cielo de Provenza, sobre la poesía, las tierras meridionales, etc. Aquellos ojos tan hermosos, en los que se adivinaba el más profundo aburrimiento y, lo que es peor aún, la desesperación de no poder vencerlo, se fijaron en Julián. Al menos él no era exactamente igual que los demás. —M. Sorel —le dijo con ese tono de voz vivo, escueto, tan poco femenino, que suelen emplear las jóvenes de la alta sociedad—: M. Sorel, ¿va a ir usted esta noche al baile de M. de Retz? —Señorita, no he tenido el honor de ser presentado al señor duque. (Se hubiera dicho que ese nombre y ese título le quemaban la boca al provinciano orgulloso). —Le ha encargado a mi hermano que le lleve a su palacio, y, si viniera usted, podría darme algunos detalles sobre la finca de Villequier, pues parece que hemos de ir por allí en primavera. Me gustaría saber si la mansión está habitable y si los alrededores son tan bellos como dicen; hay tantas reputaciones usurpadas... Julián no contestaba. —Venga usted al baile con mi hermano —añadió ella con un tono muy adusto. Julián la saludó con respeto.

«Hasta en el baile tengo que dar cuenta de algo a todos los de la familia. ¿No me pagan como ?». Su mal humor le hizo añadir: «¡Sabe Dios si lo que yo pueda decirle a la hija no va a contrariar los proyectos del padre, del hermano, o de la madre! Esto es una verdadera corte principesca. Habría que ser una nulidad perfecta, pero sin darle a nadie motivos de queja». «¡Cómo me desagrada esta muchacha! —pensó mirando alejarse a Mlle. de La Mole, a quien llamaba su madre para presentarla a unas amigas suyas—. Desluce todas las modas. ¡Si hasta parece que va a perder el vestido!... Está aún más pálida que antes de su viaje... ¡Y qué decir de sus cabellos, tan rubios que parecen no tener color! Se diría que se transparentan... ¡Cuánta altivez en su manera de saludar y en su mirada! ¡Qué gestos de reina!». Mlle. de La Mole acababa de llamar a su hermano en el momento en que éste salía del salón. El conde Norberto se acercó a Julián: —Querido Sorel —le dijo—, ¿dónde quiere usted que le recoja esta noche para ir al baile de M. de Retz? Me ha encargado expresamente que le lleve. —Sé muy bien a quién debo tantas bondades —respondió Julián, saludando con una profunda reverencia. Como su mal humor no encontraba nada que reprochar al tono perfectamente cortés y hasta interesado con que le había hablado Norberto, dio en pensar en la respuesta que él, Julián, había dado a sus amables palabras. Le parecía que tenía un matiz de marcada vileza. Por la noche, al llegar al baile, se asombró de la magnificencia del palacio de Retz¹. El patio de entrada estaba cubierto por un inmenso toldo de cutí color carmesí con estrellas doradas, de lo más elegante. Debajo de este toldo, el patio había sido transformado en un bosque de naranjos y de adelfas en flor. Como habían enterrado cuidadosamente los tiestos, las adelfas y los naranjos parecían emerger del suelo. El camino que atravesaban los carruajes estaba cubierto de arena. Aquel conjunto causó un efecto extraordinario en nuestro provinciano. No tenía idea de que pudiera existir semejante magnificencia. Como por ensalmo, la emoción le hizo olvidar su mal humor. En el coche, cuando se dirigían al baile,

Norberto se sentía completamente feliz, mientras que él, por el contrario, lo veía todo negro; pero apenas entraron en el patio, se trocaron los papeles. Norberto sólo era sensible a ciertos detalles que habían sido descuidados en medio de toda aquella magnificencia. Evaluaba el coste de cada cosa, y a medida que la tasación alcanzaba una cifra elevada, Julián se daba cuenta de que se mostraba como envidioso y acometido nuevamente por el mal humor. En cambio él, seducido y irado por todo, casi cohibido por la emoción, se acercó al primero de los salones donde se bailaba. A la puerta del segundo se agolpaba tanta gente que era imposible avanzar. El decorado de este segundo salón representaba la Alhambra de Granada. —Es la reina del baile, hay que reconocerlo —decía un joven con bigote que oprimía con su hombro el pecho de Julián. —Mlle. Fourmont, que durante todo el invierno ha sido la más bonita —le contestaba su vecino—, se da perfecta cuenta de que va pasando a segundo término. Observa la expresión de su rostro. —En realidad, despliega todo su arte para agradar. Fíjate qué sonrisa tan graciosa, ahora que figura ella sola en la contradanza. Resulta un tanto cómica, no cabe duda. —Mlle. de La Mole, en cambio, es plenamente dueña del placer que su triunfo, del que, como es natural, se da perfecta cuenta, le produce. No parece sino que temiera agradar a quien le habla. —¡Hace muy bien! Ahí radica el arte de seducir. Julián hacía vanos esfuerzos por ver a aquella mujer tan seductora: siete u ocho individuos más altos que él le impedían verla. —Hay mucho de coquetería en ese recato tan noble —continuó el joven de los bigotes. —Y esos grandes ojos azules que tan lentamente miran al suelo en el momento en que se diría que están a punto de traicionarse —repuso el vecino—. A fe mía, imposible hacerlo con mayor destreza.

—Mira qué aire tan vulgar tiene la bella Fourmont a su lado —dijo un tercero. —Ese aire comedido quiere decir: ¡Cuánta amabilidad no desplegaría yo si usted fuera un hombre digno de mí! —Y ¿quién puede ser digno de la sublime Matilde? —añadió el primero—. Algún príncipe soberano, hermoso, espiritual, apuesto, un héroe de guerra y con veinte años a lo sumo. —El hijo natural del emperador de Rusia..., al cual otorgarían una soberanía con motivo de ese casamiento..., o sencillamente el conde de Thaler, con su aspecto de campesino ataviado de... La puerta se despejó y Julián pudo pasar. «Puesto que tan encantadora la encuentran esos muñecos, vale la pena que yo la estudie —pensó—. Así comprenderé en qué consiste la perfección para estas gentes». En el momento en que sus ojos la buscaban, Matilde le miró. «Mi deber me llama», se dijo Julián, ya sin mal humor, por más que quedasen rastros de él en su expresión. La curiosidad le hacía avanzar con un placer que aumentó considerablemente ante la vista del vestido, muy caído de hombros, de Matilde, y, a decir verdad, de un modo muy poco halagüeño para su amor propio. «Su belleza irradia juventud», pensó. Cinco o seis jóvenes, entre los cuales reconoció Julián a los que había oído en la puerta, se interponían entre ella y él. —A usted que ha estado aquí todo el invierno, ¿no le parece que este baile es el más bonito de la temporada? —preguntó ella. Él no respondía. —Esta contradanza de Coulon² me parece irable, y esas damas la bailan a la perfección. Los jóvenes se volvieron para ver quién era el feliz mortal de quien se pretendía obtener con tanto empeño una respuesta, que, a fin de cuentas, no fue muy alentadora. —Yo no puedo ser buen juez, mademoiselle. Me paso la vida escribiendo. Éste

es el primer baile de tal magnificencia al que asisto. Los jóvenes bigotudos se escandalizaron. —Es usted un hombre juicioso, M. Sorel —repuso ella con un interés aún más acentuado—. Ve usted todos estos bailes, todas estas fiestas como un filósofo, como J. J. Rousseau. Estas locuras le asombran sin llegar a seducirle. Un nombre acababa de apagar la imaginación de Julián, dejando su corazón desilusionado. Su boca adquirió una expresión de desdén, algo exagerada quizá. —Jean-Jacques Rousseau —respondió— me parece un majadero cuando se pone a juzgar a la alta sociedad; no la comprendía, y tenía un corazón de lacayo advenedizo. —Escribió el Contrato social —dijo Matilde con un tono de veneración. —Sí; mientras aboga por la república y predica la abolición de las dignidades monárquicas, este advenedizo se siente ebrio de placer si un duque cambia la dirección de su paseo, después de comer, para acompañar a uno de sus amigos. —¡Ah, sí! El duque de Luxemburgo, en Montomorency, acompañó a un tal M. Coindet en dirección a París³... —repuso Mlle. de La Mole con la satisfacción que le procuraba abandonarse al goce de la pedantería. Estaba tan endiosada con su saber como el académico que descubrió la existencia del rey Feretrius⁴. La mirada de Julián seguía siendo penetrante y severa. Matilde había tenido un momento de entusiasmo; la frialdad de su interlocutor la desconcertó profundamente, y le causó tanta más sorpresa cuanto que ella era la que acostumbraba a producir este efecto en los demás. En aquel momento, el marqués de Croisenois avanzaba, presuroso, hacia Mlle. de La Mole. Estuvo un instante a tres pasos de ella, sin poder acercarse a causa de la aglomeración. La miraba sonriendo desde el grupo que, de momento, formaba el insuperable obstáculo. Cerca de él estaba la joven marquesa de Rouvray, prima de Matilde, dando el brazo a quien, desde hace solamente quince días, era su marido. El marqués de Rouvray, muy joven también, hacía gala de todo el amor inocente, propio de un hombre que, habiendo hecho un matrimonio de conveniencia, arreglado exclusivamente por los notarios, se encuentra con una mujer particularmente hermosa. M. de Rouvray sería duque a la muerte de

un tío suyo, de edad muy avanzada. Mientras el marqués de Croisenois, que no podía abrirse paso entre la multitud, miraba sonriente a Matilde, ella posaba sus ojos azul celeste en él y en sus acompañantes. «¿Puede haber algo más insulso que ese grupo —se decía a sí misma—. Ahí está Croisenois, que pretende hacerme su esposa. Es afable, bien educado, tiene modales exquisitos, como Rouvray. Si no fueran tan aburridos, estos caballeros serían el colmo de la amabilidad. Él también me acompañará al baile con ese aire limitado y satisfecho. Al año de matrimonio, mi coche, mis caballos, mis vestidos, mi castillo a veinte leguas de París, serían lo más elegante que imaginarse pueda, absolutamente capaces de hacer morir de envidia a una advenediza, a una condesa de Roiville, por ejemplo. Pero ¿y después?...». Matilde se aburría sin remedio. El marqués de Croisenois había logrado por fin acercarse y le hablaba, pero ella permanecía abstraída, sin escucharle. El murmullo de sus palabras se confundía en sus oídos con el murmullo del baile. Seguía maquinalmente con la vista a Julián, que se había alejado con ademán respetuoso, pero altivo y descontento. Divisó en un rincón, lejos de la multitud que circulaba, al conde de Altamira, condenado a muerte en su país⁵, a quien ya conoce el lector. En tiempos de Luis XVI, una parienta suya estuvo casada con un príncipe de Conti; aquel parentesco le protegía algo contra la policía de la Congregación. «Empiezo a darme cuenta de que la condena a muerte es lo que distingue a un hombre por encima de todo —pensó Matilde—: es la única cosa que no puede comprarse. ¡Qué hermosa frase acabo de improvisar! ¡Qué lástima que no se me haya ocurrido en un momento más oportuno para poder impresionar!». Tenía Matilde un gusto demasiado exquisito para introducir en la conversación una frase ingeniosa preparada de antemano, pero, como no era inaccesible a la vanidad, se alegraba y se felicitaba a sí misma cuando se le ocurría. El tinte de tedio que había en su fisonomía se trocó en una expresión de dicha. El marqués de Croisenois, que seguía hablándole, atribuyendo el cambio a sus palabras, redobló su facundia. «¿Qué podría objetar a mi frase el más exigente? —se dijo Matilde—. Yo respondería al crítico: Un título de barón, de vizconde, se compra; una cruz se regala; mi hermano acaba de conseguirla, y ¿qué ha hecho? Un grado se obtiene. Con diez años de guarnición o un pariente ministro de la Guerra, cualquiera

puede llegar a ser jefe de escuadrón como Norberto. ¡Una gran fortuna!... Esto es, después de todo, una de las cosas más difíciles de conseguir y, por tanto, de las más meritorias. ¡Y qué cosa más graciosa!: es precisamente lo contrario de todo lo que dicen los libros... Bueno, pues también hay un medio de conseguir la fortuna, y es casarse con la hija de M. Rothschild. En realidad, mi frase es profunda. La condena a muerte es lo único que a nadie se le ocurre solicitar». —¿Conoce usted al conde de Altamira? —le preguntó a Croisenois. Parecía ella regresar de tan lejos, y tenía la pregunta tan poca relación con lo que el pobre marqués le estaba diciendo hacía cinco minutos, que, a pesar de su amabilidad, éste quedó desconcertado. Y eso que era un hombre de ingenio vivaz y con fama de tal. «¡Qué personalidad tan especial la de Matilde! —pensó—. Esto es un inconveniente, pero, qué es eso al lado de la brillante posición social de la que gozará su marido. No sé cómo se las arregla este marqués de La Mole: está relacionado con la elite de todos los partidos; es un hombre que no puede perder su posición. Y, además, esta singularidad de Matilde puede pasar por genialidad. Con una ilustre cuna y mucho dinero, el genio jamás resulta ridículo; y luego, ¡qué distinción! Y, por si faltaba algo, cuando quiere, tiene esa mezcla de talento, de carácter y de sentido de la oportunidad que constituye el encanto perfecto...». Como es difícil hacer dos cosas a un tiempo, el marqués contestó a Matilde en un tono vacuo y como recitando una lección: —¿Quién no conoce a ese pobre Altamira? Y le contó la historia de su conspiración fallida, ridícula, absurda. —Muy absurda —respondió Matilde como hablando consigo misma—. Pero, al menos, ha tenido el valor de actuar. Quiero ver a un hombre. Preséntemelo —le dijo al marqués, que no salía de su asombro. El conde de Altamira era uno de los iradores más fervientes del aire altivo y casi impertinente de Mlle. de La Mole, que, según él, era una de las muchachas más bellas de París. —¡Qué hermosa estaría en un trono! —dijo a Croisenois, dejándose conducir por él sin dificultad.

No faltan gentes en el mundo que pretenden dar por sentado que no hay nada de peor tono que una conspiración: huele a jacobino. Y ¿puede haber algo más feo que un jacobino sin éxito? La mirada de Matilde se burlaba del liberalismo de Altamira con Croisenois, pero le escuchaba con agrado. «Un conspirador en un baile es un bonito contraste», pensaba. A Matilde le parecía que éste, con sus negros mostachos, tenía el aspecto de un león en reposo, aunque no tardó en advertir que, en el espíritu de aquel hombre, no había más que una idea: la utilidad, la iración por lo útil. Si se exceptúa su deseo de dar a su patria el gobierno de las dos Cámaras, nada encontraba el joven conde digno de retener su atención. Por esa razón, le bastó ver entrar a un general peruano para separarse con gusto de Matilde, la persona más seductora del baile. Perdida toda esperanza en Europa, el pobre Altamira se veía reducido a pensar que cuando los Estados de la América meridional llegaran a ser fuertes y poderosos, podrían devolver a Europa la libertad que les proporcionara Mirabeau. Un torbellino de jóvenes con bigote se aproximó a Matilde. Ésta, notando que Altamira no se había dejado seducir, estaba un poco contrariada con su marcha y veía brillar sus ojos negros mientras hablaba con el general peruano. Mlle. de La Mole miraba a los jóvenes ses con aquella seriedad profunda que ninguna de sus rivales podía imitar. «¿Cuál de ellos —pensaba— sería capaz de afrontar una condena a muerte, aun suponiéndole toda clase de circunstancias favorables?». Su peculiar mirada halagaba a los pocos inteligentes, pero inquietaba a los otros. Temían que se tradujese en alguna frase mortificante y de difícil réplica. «Un nacimiento ilustre otorga cien cualidades cuya carencia me molestaría: lo veo por el ejemplo de Julián —pensaba Matilde—, pero anula aquellas otras cualidades de alma que hacen que un hombre sea capaz de afrontar una condena a muerte». En aquel momento, alguien decía cerca de ella: «Este conde de Altamira es el

segundo hijo del príncipe de San Nazaro-Pimentel, y fue un Pimentel quien intentó salvar a Conradino, decapitado en 1268. Es una de las familias más nobles de Nápoles». «¡Bonita prueba de mi máxima! —pensó Matilde sonriendo con ironía—. Conque la nobleza despoja a quien la posee de la fuerza de carácter necesaria para afrontar una condena a muerte... Decididamente, esta noche no hago más que decir despropósitos. En vista de que no soy más que una mujer como las demás, pues bien, ¡a bailar!». Cedió a los ruegos del marqués de Croisenois, que llevaba una hora invitándola a bailar un galop. Para distraerse de sus desgraciadas disquisiciones filosóficas, Matilde se propuso mostrarse perfectamente seductora: el marqués de Croisenois quedó encantado. Pero ni el baile ni el deseo de agradar a uno de los hombres más apuestos de la corte pudieron distraer a Matilde. Y era imposible tener más éxito. Se daba perfecta cuenta de que se había convertido en la reina del baile, pero a ella no le afectaba lo más mínimo. «¡Qué vida tan anodina me esperaría con alguien como Croisenois!... —se decía cuando, una hora después, éste la acompañaba a su sitio —. ¿Dónde podré hallar el placer —añadió tristemente—, si tras seis meses de ausencia no lo encuentro en un baile que sería la envidia de todas las mujeres de París? Y, más aún, rodeada como estoy de todos los homenajes de la más selecta sociedad que imaginarse pueda. Excepción hecha de dos o tres pares y de un Julián o dos a lo sumo, todo el mundo aquí pertenece a la más rancia aristocracia. Y, sin embargo —agregaba con una tristeza creciente—, la suerte, que me ha concedido tantos favores: ilustración, fortuna, juventud..., desgraciadamente me niega toda felicidad. Las más dudosas de mis cualidades son precisamente aquellas de las que me vienen hablando toda la velada. En mi talento sí creo, pues evidentemente les inspiro miedo a todos. Si se aventuran a abordar un tema serio, al cabo de cinco minutos de conversación vienen a parar, jadeantes y como haciendo un gran descubrimiento, a la conclusión que yo llevo una hora repitiéndoles. Soy hermosa, privilegio por el que Mme. de Staël hubiera sacrificado todo, y, sin embargo, es innegable que me muero de aburrimiento. Y ¿hay alguna razón para que me aburra menos si llego a cambiar mi nombre por el del marqués de Croisenois? Pero, ¡Dios mío! —añadió casi con ganas de llorar—, ¿no es, acaso, un hombre perfecto? Es la obra maestra de la educación de este siglo; imposible mirarle sin que encuentre algo amable y hasta espiritual que decir. Es valiente. Pero este Sorel es tan singular». Y su

mirada perdía la expresión de tristeza y adquiría un aire de enojo. «Le advertí que quería hablarle, y ni se digna presentarse ante mí».

CAPÍTULO IX

EL BAILE

El lujo de los atavíos, el resplandor de las velas, los perfumes, tantos brazos bonitos, tantos hombros hermosos, ramos de flores, arias de Rossini que elevan el alma, pinturas de Ciceri. ¡Estoy fuera de mí!

UZERI¹, Viajes

—Estás de mal humor —le dijo a su hija la marquesa de La Mole—, y te advierto que es de mal tono en un baile. —Tengo dolor de cabeza —respondió Matilde con aire desdeñoso—. Hace mucho calor aquí. En aquel momento, y como para dar la razón a Mlle. de La Mole, el viejo barón de Tolly se sintió mal y cayó al suelo. Tuvieron que sacarlo de allí. Se habló de apoplejía; fue un incidente desagradable. Matilde no se preocupó en absoluto de él. Tenía como norma no mirar nunca a los viejos ni a las personas que se caracterizan por decir cosas tristes. Se entregó al baile para no escuchar los comentarios sobre aquel ataque de apoplejía, que, por cierto, no era tal, ya que dos días después el barón volvió a aparecer. «Pero ese Sorel sigue sin venir», se dijo de nuevo después de bailar. Casi lo buscaba con la mirada, cuando lo vio en otro salón. Cosa extraña: parecía haber perdido aquel aspecto de frialdad impasible, tan peculiar en él. Ya no tenía

aquel aire inglés. «Está hablando con el conde de Altamira, mi condenado a muerte —se dijo Matilde—. Sus ojos despiden un fuego sombrío; parece un príncipe disfrazado: su mirada es aún más orgullosa que de costumbre». Julián, sin dejar de hablar con Altamira, se iba acercando al sitio donde estaba Matilde; ella lo miraba fijamente, estudiando sus rasgos, tratando de descubrir en ellos las altas cualidades que pueden valer a un hombre el honor de ser condenado a muerte. Al pasar cerca de ella, le decía al conde de Altamira: —Sí, ¡Danton era todo un hombre! «¡Cielos! ¿Será él acaso un Danton? —se dijo Matilde—. Pero tiene una cara tan noble, y ese Danton era tan horriblemente feo, y carnicero, según creo». Como Julián estaba aún muy cerca, ella no dudó en consultárselo; tenía la conciencia y el orgullo de hacer una pregunta insólita para una muchacha. —Danton era carnicero, ¿verdad? —le preguntó. —Sí, para algunas personas —respondió Julián con una expresión de desprecio mal disimulada y con los ojos brillantes aún por su conversación con Altamira —, pero, desgraciadamente para las gentes de alta alcurnia, era abogado en Méry-sur-Seine; es decir, señorita —añadió con malicia—, que comenzó como muchos pares de los que vemos aquí. Bien es verdad que Danton tenía una desventaja enorme a los ojos de una beldad: era muy feo. Estas últimas palabras las dijo rápidamente, con expresión inusual y muy poca amabilidad. Julián esperó un instante, con el torso ligeramente inclinado y un aire de humildad altiva. Parecía estar diciendo: «Me pagan para contestar a sus preguntas y vivo de mi sueldo». No se dignaba levantar los ojos hacia Matilde. Ella, con los suyos, tan hermosos, desmesuradamente abiertos y fijos en él, parecía su esclava. Por fin, como el silencio continuaba, él la miró como un lacayo mira a su señor para pedir órdenes. Aunque sus ojos se encontraron con los de Matilde, que continuaban fijos en él de una manera extraña, se alejó con

marcado apresuramiento. «¡Él, que es tan guapo —se dijo al fin Matilde, saliendo de su ensimismamiento —, hacer semejante elogio de la fealdad! ¡Nunca se preocupa de lo que tiene que decir en cada momento! No es como Caylus o Croisenois. Este Sorel me recuerda un poco a mi padre cuando imita tan bien a Napoleón en el baile». Se había olvidado por completo de Danton. «Decididamente, esta noche me aburro». Y sin dudarlo cogió del brazo a su hermano y, con disgusto por parte de éste, le obligó a dar una vuelta por el baile. De pronto se le ocurrió la idea de continuar la conversación que el condenado a muerte seguía con Julián. La aglomeración era enorme. Sin embargo, Matilde logró reunirse con ellos en el momento en que Altamira, a dos pasos de ella, se acercaba a una bandeja para tomar un helado. Estaba hablando con Julián, medio vuelto hacia él, cuando reparó en una bocamanga bordada que cogía un helado junto al suyo. El bordado pareció llamar su atención, y se volvió del todo para ver a quién pertenecía aquel brazo. En el mismo momento, aquellos ojos, tan nobles y tan candorosos, adoptaron una ligera expresión de desdén. —¿Ve usted a ese hombre? —dijo bastante bajo a Julián—. Es el príncipe de Araceli², embajador de ***. Esta mañana ha pedido mi extradición al ministro de Asuntos Exteriores de Francia, M. de Nerval. Por cierto, allí está, mírelo usted, jugando al wisth. M. de Nerval está casi decidido a entregarme, para corresponder a la entrega de dos o tres conspiradores que le hicimos en 1816. Si me reexpiden a mi rey, antes de veinticuatro horas me colgarán. Y seguramente será alguno de estos apuestos mozos con bigote el que me echará el guante. —¡Infames! —exclamó Julián casi en voz alta. Matilde no se perdía ni una sílaba de su conversación. El aburrimiento había desaparecido. —No tan infames —repuso el conde de Altamira—. Le he hablado de mí para impresionarle con un ejemplo vivo. Mire usted al príncipe de Araceli: cada cinco minutos fija la mirada en su Toisón de oro; no cabe en sí de gozo al verse esa baratija sobre el pecho. El pobre hombre no es en el fondo más que un

anacronismo. Hace cien años, el Toisón era un honor insigne, pero entonces no lo habría podido alcanzar. Hoy, entre las gentes nobles, hay que ser un Araceli para sentirse orgulloso de lucirlo. Habría mandado ahorcar a toda la ciudad con tal de obtenerlo. —¿Lo ha conseguido a ese precio? —preguntó Julián con ansiedad. —No tanto como eso —respondió con frialdad Altamira—; pero es muy posible que haya mandado arrojar al río a una treintena de ricos propietarios de su país que pasaban por liberales. —¡Qué monstruo! —dijo Julián. Mlle. de La Mole, con la cabeza inclinada, y presa del más vivo interés, estaba tan cerca de él que casi le rozaba el hombro con sus hermosos cabellos. —¡Es usted aún muy joven! —respondía Altamira—. Le decía a usted que tengo una hermana casada en Provenza; es aún bonita, joven, dulce, una excelente madre de familia, fiel a sus deberes, piadosa, pero no beata. «¿Adónde querrá ir a parar?», pensaba Matilde de La Mole. —Es feliz —continuó el conde de Altamira—, y lo era en 1815. Entonces yo estaba escondido en su casa, en una finca que posee cerca de Antibes. Pues bien, en el momento en que se enteró de la ejecución del mariscal Ney, se puso a bailar. —¿Es posible? —exclamó Julián aterrado. —Es el espíritu de partido —prosiguió Altamira—. En el siglo XIX ya no hay verdaderas pasiones; por eso se aburre tanto la gente en Francia. Se cometen las mayores crueldades, pero sin verdadera crueldad. —Tanto peor —respondió Julián—. Cuando se cometen crímenes, por lo menos hay que perpetrarlos con placer. Es el único atractivo que les veo y la única forma de justificarlos, en cierto modo. Mlle. de La Mole, olvidando por completo el sentido del decoro, casi se había interpuesto entre Altamira y Julián. Su hermano, que le daba el brazo, acostumbrado a obedecerla, paseaba su vista por la sala, y para disimular su

turbación, fingía estar allí detenido por culpa de la aglomeración. —Tiene usted razón —asintió Altamira—. Todo se hace sin entusiasmo y sin acordarse de él; hasta los mismos crímenes. Puedo mostrarle en este baile quizá a diez individuos que podrían ser condenados como asesinos. Ellos lo han olvidado, y el mundo también³. Hay algunos que se enternecen hasta las lágrimas si su perro se rompe una pata. En el Père Lachaise, cuando uno de ellos muere y «se echan flores sobre su tumba», como dicen ustedes con tanta gracia en París, se nos hace saber que el difunto reunía todas las virtudes de los caballeros de pro y se recuerdan las hazañas de un bisabuelo suyo que vivió en tiempos de Enrique IV. Si a pesar de los buenos oficios del príncipe de Araceli no me ahorcan y puedo algún día disfrutar de mi fortuna en París, tendré mucho gusto en invitarle a comer con ocho o diez asesinos honrados por doquier y que no sienten ningún tipo de remordimientos. En esa comida, usted y yo seríamos los únicos con las manos limpias, pero ambos seríamos despreciados y casi odiados, yo como un monstruo jacobino y sanguinario, y usted simplemente por ser un hombre de pueblo, intruso en la buena sociedad. —Nada más cierto —dijo Mlle. de La Mole. Altamira la miró extrañado; Julián no se dignó mirarla. —Tenga usted en cuenta que si la revolución que yo dirigí no triunfó — prosiguió Altamira—, fue porque no quise cortar tres cabezas y distribuir entre nuestros partidarios siete u ocho millones que estaban en una caja cuya llave guardaba yo. Mi rey, que hoy arde en deseos de verme colgado y que antes de la revuelta me tuteaba, me habría condecorado con el gran cordón de su orden si yo hubiera cortado esas tres cabezas y distribuido el dinero de dicha caja, pues, de ese modo, hubiera obtenido yo un triunfo relativo y mi país habría tenido una carta constitucional como la de... Y es que el mundo es una partida de ajedrez. —Entonces —repuso Julián, echando chispas por los ojos— no conocía usted el juego. Ahora... —¿Cortaría las cabezas, quiere usted decir, y no me comportaría como un girondino, tal y como me daba usted a entender el otro día?... Ya le contestaré cuando haya usted matado a un hombre en duelo, cosa mucho menos fea, sin embargo, que hacerle ejecutar a manos del verdugo. —¡A fe mía! —dijo Julián—, el fin justifica los medios. Si, en lugar de ser un

átomo, tuviera yo algún poder, no vacilaría en mandar a la horca a tres hombres con tal de salvar la vida de cuatro⁴. Sus ojos, que en aquel momento translucían el fuego de la conciencia y el desprecio más profundo hacia los juicios vanos de los hombres, se cruzaron con los de Mlle. de La Mole, que estaba a su lado, y aquel desdén, lejos de trocarse en expresión de benignidad, pareció duplicarse. Ella se sintió profundamente ofendida, pero para entonces ya no estaba en sus manos olvidar a Julián, y se alejó despechada, arrastrando a su hermano. «Necesito tomar ponche y bailar sin cesar —se dijo—. Voy a elegir al hombre más distinguido para causar buen efecto a toda costa. Bueno, aquí está ese gran impertinente, el conde de Fervaques». Aceptó la invitación de éste y se pusieron a bailar. «Veremos cuál de los dos es más impertinente —pensó—; pero para burlarme a gusto de él, primero tendré que hacerle hablar». Momentos después, todos los que estaban bailando sólo lo hicieron por mantener la compostura. Nadie quería perderse ninguna de las agudas réplicas de Matilde. M. de Fervaques se azoraba, y no encontrando más que palabras elegantes en vez de ideas certeras, mostraba su disgusto. Matilde, que estaba de muy mal humor, se mostró cruel con él, consiguiendo finalmente acarrearse una enemistad. Bailó hasta el amanecer y se retiró cansadísima. Pero al volver a casa en el coche, las pocas fuerzas que le quedaban sólo le servían para que se sintiera triste y desgraciada. Julián la había despreciado y ella no podía despreciarle. Julián se encontraba plenamente dichoso, transportado, sin apenas darse cuenta, por la música, las flores, las mujeres bonitas, la elegancia del ambiente y, más que nada, por su imaginación, que soñaba con distinciones para él y libertad para todos. —¡Qué hermoso baile! —dijo al conde—. No falta detalle en él. —Falta el pensamiento —respondió Altamira. Y su fisonomía traicionaba ese desprecio, tanto más profundo cuanto que la cortesía impone el deber de disimularlo.

—Está aquí usted, señor conde. ¿No hay acaso en usted un pensamiento que sin cesar conspira? —Me iten aquí por mi nombre. Pero en estos salones se odia el pensamiento. Salvo en el caso en que éste no tenga más trascendencia que un número de vaudeville, en cuyo caso se recompensa. Pero al hombre que piensa de verdad, si tiene energía y originalidad en sus réplicas, aquí se le llama cínico. ¿No fue éste el nombre que uno de sus jueces dio a Courier? Lo encarcelaron, igual que a Béranger. A todo el que se distingue un poco por su talento entre ustedes, la Congregación lo entrega a la policía correccional, y la buena sociedad aplaude. Y es que esta sociedad caduca estima las conveniencias por encima de todo... Nunca se elevarán ustedes por encima de la grandeza militar; tendrán hombres como Murat, pero ninguno como Washington. Yo no veo en Francia más que vanidad. Un hombre que hablando demuestra inventiva, lo normal es que incurra con facilidad en algún juicio imprudente, y el dueño de la casa se considerará deshonrado. Acababa de pronunciar aquellas palabras, cuando el coche del conde, que conducía a Julián, se detuvo delante del palacio de La Mole. Julián se sentía especialmente entusiasmado con su conspirador. Altamira le había dirigido esta frase lisonjera, fruto seguramente de la más profunda convicción: «Usted no tiene nada de la frivolidad sa y posee una conciencia clara del principio de utilidad». Daba la casualidad de que, la antevíspera, Julián había visto Marino Faliero, tragedia de Casimiro Delavigne. «¿Acaso no tiene Israël Bertuccio mucho más carácter que todos los nobles venecianos? —se decía nuestro plebeyo exaltado—. Y, sin embargo, se trata de gentes cuya probada nobleza se remonta al año setecientos, un siglo antes de Carlomagno, mientras que la gente más noble que había esta noche en el baile de M. de Retz no se remonta más allá del siglo XIII, y eso a duras penas. Pues bien, entre todos aquellos nobles de Venecia, tan grandes por su cuna, al único que se recuerda es a Israël Bertuccio. Una conspiración anula todos los títulos otorgados por los caprichos sociales. En ella, un hombre ocupa en el acto el rango que le asigna su modo de hacer frente a la muerte. Hasta el talento pierde parte de su imperio... ¿Qué sería Danton hoy, en este siglo de los Valenod y de los Rênal? Probablemente ni sustituto del procurador del rey... ¿Qué digo? Se habría vendido a la Congregación, sería ministro, porque, si mal no recuerdo, el gran Danton robó. Mirabeau también se vendió. Napoleón robó millones en Italia, y sin ellos, la pobreza habría detenido sus pasos, como ocurrió con

Pichegru⁵. La Fayette fue el único que jamás robó nada. “¿Hay que robar? ¿Hay que venderse?”», pensó Julián. Esta pregunta le dejó perplejo. Pasó el resto de la noche leyendo la historia de la Revolución. Al día siguiente, mientras escribía cartas en la biblioteca, seguía pensando en su conversación con el conde de Altamira. «En realidad —se decía después de permanecer largo tiempo ensimismado—, si estos españoles liberales hubieran comprometido al pueblo con algún crimen, no les habrían barrido tan fácilmente. Fueron niños orgullosos y parlanchines... ¡Igual que yo! —exclamó de repente Julián como el que se despierta sobresaltado—. ¿Qué he hecho de meritorio hasta ahora que me dé derecho a juzgar a los pobres diablos que, al fin, una vez en la vida, se atrevieron a actuar? Yo soy como el individuo que al levantarse de la mesa dice: “Mañana no comeré; lo cual no me impedirá estar fuerte y alegre como lo estoy ahora”. ¿Quién sabe lo que se experimenta cuando uno está a mitad de camino de una obra sublime?...». Sus elevados pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada imprevista de Mlle. de La Mole a la biblioteca. Tan abismado estaba Julián en la iración de las grandes cualidades de Danton, de Mirabeau, de Carnot, héroes jamás vencidos, que su mirada se detuvo en Mlle. de La Mole, pero sin pensar en ella, sin saludarla, casi sin verla. Cuando por fin sus grandes ojos, tan abiertos, advirtieron su presencia, se apagó el fuego de su mirada. Mlle. de La Mole lo notó con amargura. En vano Matilde le pidió un tomo de la Historia de Francia, de Vély, colocado en uno de los estantes más elevados de la biblioteca, circunstancia que obligó a Julián a ir a buscar la mayor de las dos escaleras. Julián se subió a ella, buscó el libro y se lo entregó; pero aun después de ello seguía sumido en sus abstracciones. Al retirar la escalera, absorto en sus preocupaciones, dio un codazo a uno de los cristales de un armario; el estrépito de los vidrios al caer al suelo le despertó por fin. Se apresuró a disculparse ante Mlle. de La Mole. Trató de ser cortés, pero no fue más que eso: cortés. Matilde vio con sobrada claridad que su llegada a la biblioteca le había contrariado y que éste se hallaba mucho más a gusto abstraído en los pensamientos que le absorbían a su llegada, que hablando con ella. Después de mirarle con insistencia, se marchó lentamente.

Julián la veía alejarse, gozando del contraste entre la sencillez de su actual atuendo con la elegancia lujosa del de la víspera. Casi tan sorprendente era la diferencia entre su semblante de hoy y el de ayer. Aquella muchacha, tan altiva en el baile del duque de Retz, tenía en este momento una mirada casi suplicante. «Realmente —se dijo Julián—, ese vestido negro hace resaltar aún más la esbeltez de su talle. Tiene porte de reina; pero ¿por qué irá de luto? Si pregunto a alguien el motivo de ese luto, posiblemente cometeré una nueva torpeza». Julián había salido por completo de las profundidades de su entusiasmo. «Tengo que releer todas las cartas que he escrito esta mañana. ¡Sabe Dios las palabras que me habré saltado y los errores en que habré incurrido!». Estaba leyendo con forzada atención la primera de estas cartas, cuando oyó muy cerca de él el roce de un vestido de seda. Se volvió rápidamente. Mlle. de La Mole estaba a dos pasos de su mesa, riéndose. Aquella segunda interrupción enfureció a Julián. Matilde, por su parte, acababa de convencerse de que no significaba nada para aquel hombre; su risa no tenía más objeto que ocultar su turbación, y lo consiguió. —Es evidente que debe usted estar pensando en algo muy interesante, M. Sorel. ¿No será alguna anécdota curiosa de la conspiración que nos ha traído a París al conde de Altamira? Dígame de qué se trata; ardo en deseos de saberlo. Seré discreta, se lo juro. Ella misma se sintió extrañada de que semejante frase saliera de su boca. ¿Cómo?, ¡estaba suplicando a un subalterno! Entonces, viendo que su turbación aumentaba, añadió en tono ligero: —¿Qué es lo que ha podido transformarle a usted, de ordinario tan frío, en un ser inspirado, una especie de profeta de Miguel Ángel? Esta pregunta, viva e indiscreta, hirió profundamente a Julián y le devolvió de nuevo toda su exaltación. —¿Hizo bien Danton en robar? —la apostrofó bruscamente y con un tono que se iba haciendo cada vez más agresivo—. ¿Debían los revolucionarios del

Piamonte y de España comprometer al pueblo obligándole a cometer algún crimen, y dar a gentes sin mérito alguno todos los altos puestos del ejército, todas las cruces? ¿No habrían temido el retorno del rey las personas que ostentaran estas cruces? ¿Era preciso exponer al pillaje el tesoro de Turín? En una palabra, señorita —añadió acercándose a ella con una expresión terrible—, el hombre que quiere hacer desaparecer de la tierra el crimen y la ignorancia, ¿debe pasar como una tromba, sembrando el mal al azar? Matilde sintió miedo; no pudo sostener su mirada y retrocedió dos pasos. Permaneció inmóvil un instante, y, luego, avergonzada de su temor, salió de la biblioteca apresuradamente.

CAPÍTULO X

LA REINA MARGARITA

¡Amor! ¡En qué locura no lograrás hacernos encontrar deleite!

Cartas de una religiosa portuguesa

Julián repasaba sus cartas cuando sonó la campana llamando para la comida. «¡Qué ridículo he debido de parecerle a esa muñeca parisina! —se dijo— ¡Qué locura haberle dicho francamente lo que estaba pensado! Aunque quizá no haya sido una locura tan grande. En esta ocasión, la verdad era digna de mí. Y ¿por qué se le habrá ocurrido venir a interrogarme sobre cosas tan íntimas? Fue una indiscreción por su parte. Ha faltado a las conveniencias. Mis ideas sobre Danton no forman parte del servicio por el que me paga su padre». Al llegar al comedor, Julián olvidó por un momento su mal humor viendo el luto riguroso de Mlle. de La Mole, cosa que le sorprendió tanto más cuanto que ninguna otra persona de la familia iba vestida de negro. Después de la comida, el de entusiasmo que le había tenido obsesionado durante todo el día cesó por completo. Afortunadamente, el académico que sabía latín era uno de los comensales. «Éste es el hombre que menos se burlará de mí —se dijo Julián— si, como me figuro, mi pregunta sobre el luto de Mlle. de La Mole es una torpeza». Matilde lo miraba con una expresión singular. «Así es la coquetería de las mujeres de esta ciudad, tal y como Mme. de Rênal

me la había descrito —se dijo Julián—. No he estado nada amable con ella esta mañana; no he cedido a su capricho de hablar conmigo, y con ello he aumentado de precio ante sus ojos. Cierto es que el diablo no tiene prisa. Ya sabrá tomarse cumplida venganza su altivez desdeñosa. ¡Qué diferencia con lo que he perdido! ¡Qué ingenuidad, qué naturalidad tan encantadora la de Mme. de Rênal! Conocía yo sus pensamientos antes que ella misma, los veía nacer; no tenía más antagonista en su corazón que el temor de perder a sus hijos. Era un efecto razonable y natural, grato hasta para mí, que lo padecía. He sido un majadero. Las ilusiones que me hacía con París me impidieron apreciar a aquella mujer sublime. ¡Qué diferencia, Dios mío! ¿Qué es lo que he hallado aquí?: Vanidad seca y orgullosa, todos los matices del amor propio y nada más». Se levantaron de la mesa. «No dejemos que acaparen a mi académico», se dijo Julián. Se acercó a él cuando salían al jardín, adoptó una expresión dulce y sumisa, y compartió su indignación por el éxito de Hernani¹. —Si estuviéramos aún en los tiempos de las libres órdenes de arresto... —dijo. —Entonces no se habría atrevido a escribir eso —exclamó el académico haciendo un ademán digno de Talma². A propósito de una flor, Julián citó algunas frases de las Geórgicas de Virgilio, y declaró que no había nada que pudiera compararse con los versos del abate Delille³. En una palabra, aduló al académico de todas las formas posibles. Después de lo cual, le dijo ya en un tono más indiferente: —Supongo que Mlle. de La Mole ha heredado de algún tío, y por eso lleva luto. —¡Cómo! —exclamó el académico parándose en seco—. ¿Es usted de la casa y no conoce su manía? Por cierto que es extraño que su madre le consienta tales cosas, pero, aquí entre nosotros, no es precisamente la firmeza de carácter lo que más abunda en esta casa; sin embargo, Mlle. Matilde tiene la que a todos ellos les falta y los maneja a su antojo. ¡Hoy es 30 de abril! Y el académico se calló mirando a su interlocutor con aire de complicidad. Julián sonrió lo más complacientemente que pudo.

«¿Qué relación puede haber entre manejar a toda una familia, llevar un vestido negro y el 30 de abril? —se decía—. Por lo visto soy aún más torpe de lo que pensaba». —Le confesaré a usted... —le dijo al académico, sin dejar de interrogarlo con la mirada. —Vamos a dar una vuelta por el jardín —le propuso el académico entreviendo, gozoso, la oportunidad de dar rienda a sus dotes narrativas—. Pero ¿es posible que no sepa usted lo que ocurrió el 30 de abril de 1574? —¿Dónde? —preguntó Julián extrañado. —En la plaza de la Grève. Era tal su asombro, que aquellas palabras no le dijeron nada. La curiosidad, la esperanza de escuchar una historia de interés trágico, tan en armonía con su carácter, daban a sus ojos ese brillo que con tanto gusto percibe un narrador en la persona que le escucha. Encantado el académico de hallar un oído virgen, contó con todos sus pormenores a Julián cómo el 30 de abril de 1574, el más apuesto mancebo de su siglo, Bonifacio de La Mole, y su amigo, el gentilhombre piamontés Aníbal Coconasso, fueron decapitados en la plaza de la Grève⁴. La Mole era el amante adorado de la reina Margarita de Navarra. —Y observe usted —añadió el académico— que Mlle. de La Mole se llama Matilde Margarita. La Mole era al mismo tiempo favorito del duque de Alençon y amigo íntimo del rey de Navarra, más tarde Enrique IV, marido de su amante. El martes de Carnaval de aquel año 1574 se hallaba la corte en Saint-Germain con el pobre rey Carlos IX, a punto de expirar. La Mole quiso liberar a los príncipes, amigos suyos, a quienes la reina Catalina de Médicis retenía prisioneros en la corte. Avanzó, pues, al frente de doscientos caballeros hasta los muros de Saint-Germain; el duque de Alençon, sin embargo, tuvo miedo y La Mole fue entregado al verdugo. Pero lo que más conmueve a Mlle. de La Mole, según me confesó ella misma hará siete u ocho años, cuando contaba doce, pues tiene un carácter, ¡un carácter!... —y el académico levantaba los ojos al cielo—. Lo que más le impresionó de esta catástrofe política fue que la reina Margarita, que estaba oculta en una casa de la plaza de la Grève, tuvo el valor de pedir al verdugo la cabeza de su amante, y a la noche siguiente, a las doce, cogió aquella

cabeza y fue ella misma en su carroza a enterrarla en una capilla situada al pie de la colina de Montmartre⁵. —¿Es posible? —exclamó Julián emocionado. —Mlle. Matilde desprecia a su hermano porque, como usted ve, no se preocupa lo más mínimo de toda esa historia antigua y no se viste de luto el día 30 de abril. Desde aquella famosa ejecución, y para conmemorar la amistad íntima que uniera a La Mole con Coconasso, el cual, como buen italiano, se llamaba Aníbal, todos los varones de esta familia llevan este nombre. Y —agregó el académico bajando la voz— el tal Coconasso, según testimonio del propio Carlos IX, fue uno de los más crueles asesinos del 24 de agosto de 1572 ... Pero ¿cómo es posible, querido Sorel, que usted, comensal de esta casa, ignore estas cosas? —Ahora comprendo por qué Mlle. de La Mole llamó dos veces Aníbal a su hermano durante la comida de hoy. Yo creía haber oído mal. —Era un reproche. Es extraño que la marquesa soporte tales chifladuras... El que se case con esta muchacha no sabe lo que le espera. A estas palabras siguieron otras cuatro o cinco frases satíricas. La alegría y la intimidad que brillaban en los ojos del académico molestaron a Julián. «Parecemos dos criados ocupados en chismorrear secretos de sus amos —pensó —. Pero nada debe extrañarme de cuanto haga o diga este académico». Un día Julián lo había sorprendido a los pies de la marquesa de La Mole: le estaba pidiendo una expenduría para un sobrino suyo de provincias. Aquella noche, una doncella de Mlle. de La Mole que andaba enamorada de Julián como antaño lo estuviera Elisa, le aseguró que el luto de su ama no obedecía a deseo alguno de atraer las miradas. Era una extravagancia, consecuencia de su carácter. Sentía un verdadero afecto por aquel La Mole, amante favorito de la reina más inteligente de su siglo, y que murió por querer devolver la libertad a sus amigos. ¡Y qué amigos!: príncipe de sangre uno, y Enrique IV el otro. Habituado al tono de perfecta naturalidad que informaba la conducta de Mme. de Rênal, Julián sólo veía afectación en todas las mujeres de París y, por poco predispuesto que se hallase a la tristeza, no encontraba nada que decirles. Mlle.

de La Mole fue una excepción. Comenzaba ya a no tomar por sequedad de corazón ese género de belleza que se deriva de la actitud noble y severa. Sostuvo conversaciones prolongadas con Mlle. de La Mole, quien, algunas veces, después de la comida, se paseaba con él por el jardín, delante de las ventanas abiertas del salón. Ella le contó un día que estaba leyendo la historia de D’Aubigné y de Brantôme. «Curiosa lectura —pensó Julián—. ¡Y la marquesa que ni siquiera le permite leer las novelas de Walter Scott!». Otro día le refirió, con los ojos brillantes por el placer que produce la iración sincera, la anécdota de aquella mujer joven que vivió durante el reinado de Enrique III, y que acababa de leer en las Memorias de L’Etoile: al descubrir la infidelidad de su marido, lo mató con un puñal. El amor propio de Julián se sentía halagado. Una persona rodeada de tantos respetos y que, al decir del académico, manejaba a toda la casa, se dignaba hablarle en un tono que podía tomarse por amistoso. «¡Qué cándido soy! —pensaba otras veces Julián—. No es familiaridad, sólo soy un confidente de tragedia, es simple necesidad de hablar. Me toman por sabio en esta familia. Voy a leer a Brantôme, a D’Aubigné y a L’Etoile. Así podré discutir algunas de las anécdotas de que me habla Mlle. de La Mole. No puedo contentarme con este papel de confidente pasivo». Poco a poco, sus conversaciones con aquella muchacha de porte tan imponente y al mismo tiempo tan natural, se hicieron cada vez más interesantes. Él se olvidaba de su triste papel de plebeyo rebelde. La encontraba instruida y casi razonable. Sus opiniones en el jardín eran muy distintas de las que defendía en el salón. Algunas veces demostraba con él un entusiasmo y una franqueza que hacían un contraste perfecto con su manera de ser habitual, tan altiva y tan fría. —Las guerras de la Liga son los tiempos heroicos de Francia —le decía ella un día con los ojos centelleantes de entusiasmo y de inteligencia—. Entonces cada cual se batía para conseguir aquello que deseaba, para contribuir al triunfo de su partido, y no para ganar simplemente una cruz como en tiempos de «su» emperador. Reconozca que por aquel entonces había menos egoísmo y mezquindad. Me entusiasma ese siglo.

—Y Bonifacio de La Mole fue el héroe por excelencia —repuso él. —Por lo menos, fue amado de un modo que debe de ser muy dulce. ¿Qué mujer de hoy no sentiría horror al tocar la cabeza de su amante decapitado? Mme. de La Mole llamó a su hija. La hipocresía, para ser útil, ha de ocultarse cuidadosamente, y Julián, como vemos, le había hecho a Mlle. de La Mole una velada confidencia de su culto por Napoleón. «La inmensa ventaja que tienen estos nobles sobre nosotros —se dijo Julián al quedarse solo en el jardín—, es que la historia de sus antepasados los eleva por encima de los sentimientos vulgares y no necesitan estar siempre pensando en su subsistencia. ¡Qué miseria! —agregó con amargura—. No soy digno de razonar sobre tan excelsos intereses. Mi vida no es más que una serie de hipocresías simplemente por no tener mil francos de renta que me aseguren el pan de cada día». —¿En qué piensa usted? —le preguntó Matilde, que volvía corriendo. Julián estaba cansado de despreciarse. En un de orgullo le reveló francamente su pensamiento. Se ruborizaba al hablar de su pobreza a una persona tan rica. Trató de expresar con un tono altivo que no pedía nada. Nunca le había parecido tan bello a Matilde: le encontró una expresión de sensibilidad y de franqueza nada frecuente en él. Poco menos de un mes después de esto, Julián se paseaba pensativo por el jardín del palacio de La Mole, pero su semblante ya no tenía la dureza ni la arrogancia filosófica que solía imprimir en él el sentimiento represado de su inferioridad. Acababa de acompañar hasta la puerta del salón a Mlle. de La Mole, que decía haberse hecho daño en un pie corriendo con su hermano. «La verdad es que se ha apoyado en mi brazo de un modo muy especial —se decía Julián—. ¿Soy un fatuo, o será que le gusto? ¡Me escucha con una expresión tan dulce, incluso cuando le hablo de los sufrimientos de mi orgullo! Ella, tan arrogante con todo el mundo. ¡Cómo se asombrarían en el salón si le viesen esa fisonomía! Lo cierto es que ese ademán tan dulce y bondadoso no es nada frecuente en ella cuando habla con los demás». Julián trataba de no exagerar aquella singular amistad. La comparaba con una paz armada. Todos los días, al volverse a ver, antes de adoptar el tono casi íntimo

de la víspera, se preguntaba poco más o menos: «¿Seremos hoy amigos o enemigos?». Julián comprendía que dejarse ofender impunemente una sola vez por aquella muchacha tan altanera suponía perderlo todo. «Si he de reñir con ella, más vale que sea a las primeras de cambio, defendiendo los justos derechos de mi orgullo, que no teniendo que rechazar las muestras de desprecio que seguirían al menor abandono por mi parte de lo que debo a mi dignidad personal». Varias veces, en sus días de mal humor, Matilde trató de adoptar con él el tono de gran dama. Desplegaba una rara habilidad en tales tentativas, pero Julián las rechazaba rudamente. Un día la interrumpió con brusquedad diciéndole: —¿Mlle. de La Mole tiene alguna orden que dar al secretario de su padre? Él tiene la obligación de acatar sus mandatos y ejecutarlos con respeto, pero, aparte de eso, no tiene por qué dirigirle la palabra. No le pagan para hacerla partícipe de sus pensamientos íntimos. Aquella manera de ser y las singulares dudas que asaltaban a Julián hicieron desaparecer como por ensalmo el aburrimiento que, por lo regular, encontraba éste en aquel salón tan magnífico, pero donde se tenía miedo de todo y donde no estaba bien visto bromear con nada. «¡Sería gracioso que me amara! Pero lo cierto es que, me ame o no —continuaba Julián—, tengo por confidente íntimo a una muchacha de talento, delante de la cual veo temblar a toda la casa, y más que nadie al marqués de Croisenois. Este joven tan bien educado, tan dulce, tan valiente, y que reúne todos los privilegios de nacimiento y de fortuna, de los que bastaría uno solo para contentarme plenamente, está locamente enamorado de ella y será su esposo. ¡Cuántas cartas me habrá hecho escribir el marqués a los dos notarios encargados para arreglar el contrato! Y yo, que me veo tan inferior con la pluma en la mano, dos horas más tarde, aquí, en el jardín, triunfo sobre ese joven tan brillante, pues, no cabe duda, las preferencias son visibles, directas. Es posible que aborrezca en él al marido futuro —es lo bastante altiva para ello— y las bondades que a mí me prodiga las obtenga a título de confidente subalterno. Pero no; o yo estoy loco o me hace la corte; cuanto más frío y respetuoso me muestro con ella, más me busca. Podría tratarse, bien es cierto, de un plan preconcebido, pura afectación, pero veo que

sus ojos se animan cuando aparezco de improviso. ¿Saben fingir hasta ese punto las mujeres de París? ¡Qué me importa! Las apariencias me favorecen: aprovechémoslas. ¡Dios mío, qué hermosa es! ¡Cómo me gustan sus grandes ojos azules, vistos de cerca y mirándome como con frecuencia me miran! ¡Qué diferencia entre esta primavera y la del año pasado, cuando vivía tan afligido y sólo conseguía sobreponerme gracias a la fuerza de mi carácter, en medio de aquellos trescientos hipócritas, malvados y repulsivos! Yo era casi tan perverso como ellos». Había días, no obstante, en que en su alma hacía presa el desánimo. «Esta jovencita se burla de mí —pensaba Julián—. Está de acuerdo con su hermano para tomarme el pelo. Sin embargo, parece despreciar tan profundamente su falta de energía... “Es valiente, pero nada más —me dice hablando de él—; no tiene ni una idea que se atreva a apartarse de la moda”. Y siempre soy yo quien tengo que salir en defensa suya. ¡Una muchacha de diecinueve años! ¿Se puede ser a esa edad fiel en todo momento a la hipocresía preconcebida? Por otra parte, cuando Mlle. de La Mole fija en mí sus grandes ojos azules con cierta expresión peculiar, el conde Norberto se aleja. Esto me resulta sospechoso. ¿No debería indignarle que su hermana distinga de ese modo a un criado de su casa? Porque yo he oído al duque de Chaulnes hablar de mí en ese sentido. Al recordarlo, la ira desplazaba a cualquier otro sentimiento. “¿Me llamaría así ese duque maniático por amor al viejo lenguaje?”. Bueno — proseguía Julián con ojos de tigre—, lo esencial es que es hermosa. Será mía, luego me marcharé, y desgraciado del que se atreva a estorbarme en mi huida». Esta idea llegó a ser una auténtica obsesión para Julián: no podía pensar en otra cosa. Se le pasaban los días como si fueran horas. A cada instante, queriendo ocupar su pensamiento en algún asunto serio, trataba de olvidarlo todo y, un cuarto de hora después, se levantaba con el corazón palpitante, la mente turbada y obsesionado por esa sola idea: ¿Me amará?

CAPÍTULO XI

EL INFLUJO DE UNA JOVEN

iro su belleza, pero me da miedo su ingenio.

MÉRIMÉE

Si Julián hubiera empleado en observar lo que sucedía en el salón el tiempo que consagraba a exagerar la belleza de Matilde, o a reconcomerse pensando en la altivez natural de su familia, que ella olvidaba para con él, habría comprendido en qué consistía el ascendiente que ejercía sobre todo lo que le rodeaba. Cuando alguien molestaba a Mlle. de La Mole, ella sabía castigarle con una burla tan mesurada, tan bien elegida, tan irreprochable en apariencia, dirigida con tanta oportunidad, que la herida se hacía más profunda a medida que se reflexionaba sobre su alcance. Poco a poco resultaba insufrible para el amor propio ofendido. Como ella no concedía ninguna importancia a muchas cosas que eran asuntos serios para el resto de la familia, siempre resultaba demasiado insensible a sus ojos. Los salones de la aristocracia solamente se citan con agrado cuando se sale de ellos, pero eso es todo; la cortesía, por sí misma, sólo es algo los primeros días. Julián era una buena prueba de ello; después del primer encanto, el primer descubrimiento lleno de sorpresa. «La cortesía —pensaba— no es más que la ausencia de irritación que nos producirían los malos modales». Matilde se aburría a menudo; quizá se habría aburrido igual en todas partes. Por eso, improvisar un epigrama era para ella una distracción y un verdadero placer. Tal vez fuera para tener el placer de contar con víctimas un poco más divertidas que sus abuelos, que el académico y que los otros cinco o seis subalternos que

adulaban a la familia, por lo que había hecho concebir esperanzas al marqués de Croisenois, al conde de Caylus y a otros dos o tres jóvenes de lo más distinguido. En realidad sólo eran para ella nuevos objetos de sátira. Hemos de confesar con pena, pues sentimos afecto por Matilde, que había recibido cartas de varios de ellos, y a veces les había contestado. Nos apresuraremos a añadir que nuestra heroína es una excepción en las costumbres del siglo¹, pues, en general, no es precisamente la falta de prudencia lo que se puede reprochar a las alumnas del noble convento del Sagrado Corazón. Un día, el marqués de Croisenois devolvió a Matilde una carta bastante comprometedora que había recibido de ella la víspera. Creía que con aquel acto de discreción avanzaría en sus pretensiones. Pero precisamente lo que agradaba a Matilde en sus cartas era la imprudencia. Sentía un gran placer jugando con la suerte. No volvió a dirigirle la palabra al marqués hasta pasadas seis semanas. Le divertían las misivas de aquellos muchachos, aunque, según ella, todas se parecían, en todas palpitaba la pasión más profunda, la más melancólica. —Todos absolutamente irreprochables, todos dispuestos a partir a Palestina — decía a una prima suya—. ¿Has visto algo más insípido? Y ésta será la clase de correspondencia que he de recibir toda mi vida. Sólo variará de veinte en veinte años, según el género de ocupación que esté de moda. Probablemente serían menos insulsas en tiempos del Imperio. Entonces todos los jóvenes mundanos habían presenciado o tomado parte en empresas realmente importantes. Mi tío, el duque de ***, estuvo en Wagram. —¿Qué talento se necesita para manejar un sable? Y, sin embargo, cuando lo han hecho, no saben hablar de otra cosa... —dijo Mlle. de Sainte-Hérédité, la prima de Matilde. —¡Pues bien! A mí esos relatos me agradan. Estar en una verdadera batalla como las que tenían lugar en tiempos de Napoleón, donde morían diez mil soldados, es una prueba de valor. Exponerse al peligro eleva el alma y la salva de ese hastío en que parecen sumidos mis pobres adoradores, y que además es contagioso. ¿A quién de ellos se le ocurre la idea de hacer algo extraordinario? Tratan de conseguir mi mano. ¡Bonito negocio! Soy rica, y mi padre enaltecerá a su yerno. ¡Si por lo menos encontrara a uno que fuese un poco divertido! Como vemos, su manera viva, clara y pintoresca de ver las cosas afectaba al

lenguaje de Matilde, desluciéndolo. A menudo una palabra suya parecía inconveniente a sus amigos, tan bien educados. Si ella hubiera estado menos de moda, es posible que hubiesen llegado a decir que su forma de hablar tenía tonos demasiados subidos de color para la delicadeza femenina. Ella, por su parte, se mostraba muy injusta con los apuestos caballeros que frecuentaban el Bosque de Bolonia. Veía el porvenir no con terror (esto habría sido un sentimiento vivo), sino con una aversión muy rara a su edad. Y ¿qué podía desear? Fortuna, linaje, talento, belleza —según decían y ella creía —, todo lo había reunido en su persona el capricho ciego del azar. Éstos eran los pensamientos de la heredera más codiciada del Faubourg SaintGermain cuando comenzó a aficionarse a pasear con Julián. Se sorprendió de su orgullo y iró la destreza de aquel pequeño burgués. «Sabrá llegar a obispo como el abate Maury²», se dijo. Muy pronto, la resistencia sincera y no fingida con la que nuestro héroe acogía muchas de sus ideas empezó a preocuparla y le dio que pensar. Contaba a su amiga los pormenores de sus conversaciones y le parecía que nunca llegaba a expresarlos con fidelidad. Una idea la iluminó de repente: «Tengo la dicha de amar —se dijo un día con un arrebato de alegría increíble—. ¡Estoy enamorada, es evidente! A mi edad, una muchacha joven, bella, inteligente, ¿dónde puede hallar sensaciones si no es en el amor? Por mucho que lo intente, no sentiré nunca amor por Croisenois, Caylus y tutti quanti. Son irreprochables, quizá demasiado irreprochables; me aburren». Pasó revista en su memoria a cuantos relatos de pasión había leído en Manon Lescaut, La nueva Eloísa, Cartas de una religiosa portuguesa, etc. Ni que decir tiene que sólo se interesaba por las grandes pasiones; el amor ligero era indigno de una joven de su edad y de su alcurnia. Tan sólo denominaba amor a ese sentimiento heroico que se podía encontrar en Francia en tiempos Enrique III y de Bassompierre³. Aquel amor no cedía mezquinamente ante los obstáculos, sino que, lejos de ello, inducía a realizar acciones sublimes. «¡Qué desgracia para mí que no exista una verdadera corte como la de Catalina

de Médicis o de la de Luis XIII! Me siento capaz de todo cuanto hay de más atrevido y de más grande. ¿Qué no haría yo con un rey valeroso como Luis XIII suspirando a mis pies? Le llevaría a la Vendée, como dice con tanta frecuencia el barón de Tolly, y desde allí reconquistaría su reino; entonces, nada de carta constitucional... y Julián me secundaría. ¿Qué es lo que le falta? Un nombre ilustre y fortuna. Conquistaría el nombre y haría fortuna. A Croisenois no le falta nada, y toda su vida no será más que un duque medio ultra, medio liberal; un ser indeciso, siempre alejado de los extremos, y, “por consiguiente, siempre en segundo término”. ¿Cuál es la gran hazaña que no haya sido una locura en el momento en que se emprendió? Únicamente después de realizada es cuando parece posible a los seres vulgares. Sí, el amor, con todos sus prodigios, va a reinar en mi corazón; lo presiento por el fuego que me anima. El cielo me debía este don. No habrá acumulado inútilmente en una sola persona todas las cualidades. Mi dicha será digna de mí. Los días de mi vida no serán en lo sucesivo monótonamente iguales unos a otros. Ya supone grandeza y audacia atreverse a amar a un hombre situado tan debajo de mí por su condición social. Y ahora, veamos: ¿continuará mereciéndome? Al primer asomo de flaqueza que observe en él, le abandono. Una muchacha de mi alcurnia y con el carácter caballeresco que me atribuyen (ésa era una frase de su padre) no debe conducirse como una necia. Y ¿no sería ése el papel que representaría si amase al marqués de Croisenois? Una nueva edición de la felicidad de mis primas, que tanto desprecio. Sé de antemano todo lo que me diría el pobre marqués y todo lo que tendría que contestarle. ¿Para qué quiero un amor que me hace bostezar? Lo mismo me daría convertirme en beata. Para la firma del contrato de mi boda habría una fiesta como la de la menor de mis primas; en ella se enternecerían los abuelos, si no es que se ponían de mal humor por alguna cláusula introducida la víspera por el notario de la parte contraria».

CAPÍTULO XII

¿SERÁ UN DANTON?

Una especie de anhelo ansioso era el rasgo característico de la hermosa Margarita de Valois, mi tía, que pronto se casó con el rey de Navarra, a quien hoy vemos reinar en Francia con el nombre de Enrique IV. Un afán lúdico constituía el secreto del carácter de esa amable princesa. Así se explican los disgustos y reconciliaciones con sus hermanos desde la edad de dieciséis años. Ahora bien, ¿qué puede arriesgar en el juego una joven? Lo más preciado: la reputación, el prestigio de toda su vida.

Memorias del duque de Angulema, hijo natural de Carlos IX

«Entre Julián y yo, ni habrá firmas, ni contratos, ni notarios. Todo será heroico, todo obra del azar. Excepción hecha de la nobleza que a él le falta, mi amor será semejante al amor de Margarita de Valois por el joven La Mole, el hombre más distinguido de su tiempo. ¿Es culpa mía que los jóvenes de la corte sean tan fieles partidarios de las “conveniencias” y palidezcan ante la sola idea de la menor aventura un poco singular? Un viajecito a Grecia o a África es para ellos el colmo de la audacia¹, y aun para eso tienen que ir en grupo. En cuanto se ven solos tienen miedo, no de la lanza del beduino, sino del ridículo, y este miedo los vuelve locos. A mi Julián, por el contrario, le gusta actuar solo. Es un ser privilegiado que nunca busca apoyo ni auxilio en los demás: los desprecia, y por esto mismo no le desprecio yo a él. Si Julián tuviese algún título de nobleza, a pesar de su pobreza, mi amor no sería más que una vulgar necedad, una simple unión desigual. No me interesaría por carecer de aquello que caracteriza a las grandes pasiones: lo inmenso de las dificultades que precisa vencer y la negra incertidumbre del acontecimiento».

Mlle. de La Mole estaba tan preocupada con estos razonamientos, que al día siguiente, sin advertirlo, se puso a alabar a Julián delante de su hermano y de Croisenois. Su elocuencia fue tan lejos que acabó irritándolos. —Ten cuidado con ese joven tan enérgico —exclamó su hermano—. Si vuelve la revolución, nos mandará guillotinar a todos. Ella se guardó muy bien de responder, y en cambio se apresuró a ironizar sobre el miedo que les daba la energía tanto a su hermano como a Croisenois. «En el fondo, no es más que temor de encontrarse con lo imprevisto, de no saber reaccionar ante lo inesperado...». —Siempre, siempre, señores, el mismo miedo al ridículo, monstruo que, por desgracia, murió en 1816. «No existe ridículo posible —decía M. de La Mole— en un país donde hay dos partidos». Su hija había comprendido esta idea. —De modo, señores —decía a los enemigos de Julián—, que pasarán ustedes toda su vida muertos de miedo, y al final les dirán: No era un lobo, sino simplemente su sombra². Matilde se separó de ellos pronto. Las palabras que le había dicho su hermano la horrorizaban y le produjeron una gran inquietud, pero, al día siguiente, después de pensarlo mucho, acabó viendo en ellas la mayor alabanza. «En este siglo, en el que todo vestigio de energía ha desaparecido, la suya les da miedo. Le repetiré la frase de mi hermano; quiero ver qué contestación se le ocurre. Pero elegiré uno de esos momentos en que le brillan los ojos; así no podrá mentirme. ¡Puede que sea un Danton! —añadió, después de un rato de ensimismamiento—. Bueno, en tal caso habría vuelto a empezar la revolución. Y ¿qué papel desempeñarían Croisenois y mi hermano? Está escrito de antemano: la resignación sublime. Serían borregos heroicos; se dejarían sacrificar sin decir una palabra. Su única preocupación al morir sería la de no hacer un gesto de mal tono. Mi Julián, en cambio, le levantaría la tapa de los sesos al jacobino que viniera a prenderle, por poca esperanza de salvarse que tuviera. Él no tiene miedo de hacer algo de mal gusto». Esta última frase la dejó pensativa: le despertaba recuerdos penosos y la despojó de todo su atrevimiento. Le recordaba las bromas de Caylus, de Croisenois, de Luz y de su hermano, cuando le reprochaban unánimemente a Julián su facha de

cura humilde e hipócrita. «Pero —se contestó a sí misma de repente, con la mirada brillante de alegría— la acritud y la frecuencia de sus burlas demuestran, mal que les pese a ellos, que es el hombre más distinguido que hemos visto este invierno. ¿Qué importan sus defectos, sus ridiculeces? Tiene grandeza, y eso a ellos les escandaliza, por más que se las den de buenos e indulgentes. Desde luego que es pobre y que ha estudiado para hacerse sacerdote; ellos son jefes de escuadrón y no han necesitado estudiar: es más cómodo. A pesar de las desventajas que le acarrean su eterno traje negro y su fisonomía de clérigo, que el pobre muchacho no tiene más remedio que adoptar, so pena de morir de hambre, su valía les da miedo; nada más claro. Y esa fisonomía de clérigo desaparece tan pronto como estamos solos un momento. Y cuando estos señores dicen alguna frase que creen aguda e ingeniosa, ¿no es a Julián al primero que miran? Lo he notado muchas veces. Y, sin embargo, saben de sobra que, si no le preguntan, él no habla jamás. Únicamente a mí me dirige la palabra porque me supone con un alma elevada. A sus observaciones sólo responde lo justo para ser cortés, y en seguida vuelve a su actitud respetuosa. Conmigo discute horas enteras; no se siente seguro de sus ideas mientras yo le pongo la menor objeción. En fin, en todo este invierno no hemos tenido grandes agarradas; a lo más que hemos llegado es a llamar la atención con palabras. Por lo demás, mi padre, hombre superior y que llevará muy lejos la prosperidad de nuestra casa, respeta a Julián. Todos los demás le odian, pero nadie le desprecia, con excepción de las beatas amigas de mi madre». El conde de Caylus sentía o fingía sentir una gran pasión por los caballos, tanto que se pasaba la vida en la caballeriza, y muchas veces almorzaba en ella. Esta afición, unida a la costumbre de no reírse jamás, le daba mucho prestigio entre sus amigos: era el águila de aquel reducido círculo. Cuando al día siguiente se reunió el corrillo detrás de la poltrona de Mme. de La Mole, aprovechando que Julián no estaba presente, M. de Caylus, apoyado por Croisenois y por Norberto, atacó vivamente el buen concepto que Matilde tenía de Julián. Lo hizo sin venir a cuento y en el preciso instante en que vio a Mlle. de La Mole. Ella comprendió perfectamente la sutileza y quedó encantada. «Ya están todos confabulados —se dijo— contra un hombre de genio que no tiene ni diez luises de renta y que no puede contestar más que cuando le preguntan. Le tienen miedo incluso así, vestido de negro. ¿Qué sería si luciese

hermosas charreteras como ellos?». Nunca había estado Matilde más elocuente. Nada más iniciar Caylus sus primeros ataques, lo abrumó con sarcasmos burlones a él y a sus aliados. Cuando se apagó el fuego de las burlas de aquellos brillantes oficiales, dijo a Caylus: —Bastará que mañana cualquier terrateniente de las montañas del Franco Condado reconozca que Julián es su hijo natural y le dé un apellido y algunos millones de francos, para que, a las seis semanas, ostente un bigote tan hermoso como el de ustedes, caballeros, y a los seis meses sea oficial de húsares, exactamente igual que ustedes. Y entonces ya no sería ridícula la altivez de su carácter. Al final tendrá usted que limitarse, señor futuro duque, a apelar a ese viejo y gastado tópico: la superioridad de la nobleza de la corte sobre la nobleza de provincias. Pero ¿qué podrían alegar si llevo las cosas al extremo de suponer a Julián hijo de un duque español, prisionero de guerra en Besançon en tiempos de Bonaparte, y que, por escrúpulos de conciencia, lo reconoce como tal en su lecho de muerte? A Caylus y a Croisenois le parecieron de muy mal gusto todas aquellas suposiciones de nacimiento ilegítimo. No vieron otra cosa en el razonamiento de Matilde. Por muy dominado que estuviese Norberto, las palabras de su hermana resultaban tan claras, que adoptó una expresión grave que se avenía muy mal, hay que reconocerlo, con su fisonomía sonriente y bondadosa. Solamente se atrevió a decir algunas palabras: —¿Estás enfermo, hermano? —le preguntó Matilde en tono un tanto jocoso—. Debes de estar mal para responder a las bromas con discursos morales. ¡Tú dándotelas de moralista! ¿Es que piensas solicitar una plaza de prefecto? Matilde se olvidó pronto del enojo del conde de Caylus, del mal humor de Norberto y de la silenciosa desesperación de Croisenois. Tenía que tomar una decisión sobre una idea fatal que acababa de apoderarse de su alma. «Julián es bastante sincero conmigo —se dijo—. A su edad, ocupando una posición inferior, desgraciado como él se siente por culpa de su inmensa ambición, lo lógico es que necesite de una amiga. Quizá yo pueda ser esa amiga, pero, por el momento, no veo que exista ningún amor en él hacia mí. Con la audacia de su carácter, ya me habría hablado de su pasión».

Esta incertidumbre, esta continua discusión consigo misma, que desde aquel momento ocupó por completo el pensamiento de Matilde, y para la cual encontraba nuevos argumentos cada vez que Julián le hablaba, hizo desaparecer por completo aquellos ratos de tedio a que era tan propensa. Hija de un hombre de talento que podía llegar a ministro y devolver sus bosques al clero, Mlle. de La Mole había sido objeto, en el Sagrado Corazón, de las más excesivas adulaciones. Esta desgracia no se compensa nunca. Habían llegado a persuadirla de que, con las ventajas que le otorgaban su nacimiento, su fortuna, etc., debía ser más dichosa que cualquier otra. Ésta es la causa del aburrimiento de los príncipes y de todas sus locuras. Matilde no había podido escapar a la funesta influencia de semejantes ideas. Por mucho sentido común que se tenga, a los diez años es imposible resistirse a las adulaciones de todo un convento, sobre todo si éstas tienen algún fundamento. Desde el momento en que se convenció de que amaba a Julián, ya no volvió a aburrirse como antes. Todos los días se felicitaba por la decisión que había tomado de entregarse por entero a una gran pasión. «Este entretenimiento entraña muchos peligros —pensaba—, pero tanto mejor, mil veces mejor. Sin una gran pasión, languidecía de hastío en el momento más hermoso de mi vida: de los dieciséis a los veinte años. He perdido mis mejores años sin más distracción que escuchar los desatinos de las amigas de mi madre, que, según parece, no eran tan severas, ni mucho menos, en Coblenza, allá por 1792, como dan a entender sus palabras de hoy». Mientras estas grandes incertidumbres agitaban a Matilde, Julián no comprendía el significado de aquellas miradas que con tanta insistencia se posaban en él. Notaba un aumento de frialdad en los modales del conde Norberto y un nuevo de altivez en los de Caylus, de Luz y de Croisenois. Pero ya estaba habituado. Tal desgracia solía ocurrirle siempre después de una velada en la que hubiera brillado más de lo que convenía a un hombre de su posición. Sin la acogida especial que le dispensaba Matilde y la curiosidad que todo aquello le inspiraba, habría rehusado acompañar al jardín a aquellos elegantes jóvenes bigotudos cada vez que salían escoltando a Mlle. de La Mole después de cenar. «Sí, es inútil que me obstine en negarlo —se decía Julián—; Mlle. de La Mole me mira de un modo especial. Pero, incluso cuando sus bellos ojos azules, fijos

en mí, se abren con mayor abandono, siempre leo en ellos un fondo de examen, de sangre fría, de maldad. ¿Es posible que esto sea amor? ¡Qué diferentes eran las miradas de Mme. de Rênal!». Una tarde, después de comer, Julián, que había acompañado a M. de La Mole a su despacho, volvió rápidamente al jardín. Cuando se acercaba, sin ningún tipo de precaución, al grupo formado por Matilde y sus amigos, sorprendió algunas palabras pronunciadas en voz muy alta. Estaba ella en ese momento hostigando a su hermano. Julián oyó claramente cómo pronunciaban su nombre dos veces. Al verle aparecer, todos quedaron en silencio, y fueron vanos cuantos esfuerzos se hicieron por reanudar la conversación. Mlle. de La Mole y su hermano estaban demasiado acalorados por la discusión que acababan de tener y M. de Caylus, M. de Luz, M. de Croisenois, y otro amigo suyo, le trataron con una frialdad tal, que Julián se alejó sin decir palabra.

CAPÍTULO XIII

UN COMPLOT

Dichos inconexos, encuentros fortuitos, pueden transformarse en pruebas evidentes para un hombre de imaginación, por muy poco ardiente de corazón que sea.

SCHILLER

Al día siguiente Julián volvió a sorprender a Norberto y a su hermana hablando de él. A su llegada, como la víspera, se produjo un silencio de muerte. Sus sospechas no tuvieron límites. «¿Se habrán propuesto estos jovencitos burlarse de mí? Hay que reconocer que esto es mucho más natural que una pretendida pasión de Mlle. de La Mole por un pobre secretario. En primer lugar, ¿sabrá esta gente lo que significa la palabra pasión? Su fuerte es la burla. Están celosos de mi pobre superioridad de palabra. La envidia sigue siendo una de sus flaquezas. Todo se explica a partir de estas premisas. Mlle. de La Mole quiere hacerme creer que me distingue sólo para ofrecerme como espectáculo a su pretendiente». Esta cruel sospecha cambió la postura moral de Julián. Tal idea encontró en su corazón un germen de amor que le costó poco trabajo destruir, ya que estaba fundado solamente en la rara belleza de Matilde o, mejor dicho, en sus modales de reina y en su irable elegancia. En esto Julián era todavía un advenedizo. Una mujer hermosa perteneciente al gran mundo es, según dicen, lo que más deslumbra a un campesino de talento cuando accede a los puestos privilegiados de la sociedad. No era, pues, el carácter de Matilde lo que hacía soñar a Julián los días precedentes. Tenía suficiente sentido común para comprender que no

conocía tal carácter. Todo lo que observaba en él podía ser simple apariencia. Por ejemplo, por nada del mundo habría faltado Matilde a la misa un domingo; casi todos los días acompañaba a su madre. Si, en el salón de La Mole, algún imprudente se olvidaba del sitio en que estaba y se permitía cualquier alusión, por ligera que fuese, o cualquier broma contra los intereses, reales o supuestos, del trono o del altar, Matilde adoptaba en seguida una frialdad glacial. Su mirada, tan mordaz, recobraba la altivez impasible de un antiguo retrato de familia. Pero Julián sabía muy bien que siempre tenía en su cuarto uno o dos volúmenes de las obras más filosóficas de Voltaire. Él mismo solía sustraer de vez en cuando algún que otro tomo de la edición tan magníficamente encuadernada. Separando los tomos inmediatos un poco más, conseguía disimular la falta del que se llevaba¹. Pero pronto advirtió que otra persona leía a Voltaire. Recurrió a un ardid de seminario para saber de quién se trataba: colocó unas briznas de crin en los volúmenes que supuso que podían interesar a Matilde, y comprobó que desaparecían durante semanas enteras. M. de La Mole, descontento con su librero, que le enviaba siempre obras antiguas y Memorias apócrifas, encargó a Julián que comprara todas las novedades un poco atrevidas y picantes. Pero, para que el veneno no se extendiese por la casa, el secretario tenía orden de depositar aquellos libros en un pequeño estante colocado en la habitación misma del marqués. Pronto tuvo la certeza de que, cuando aquellos libros nuevos eran en algo hostiles a los intereses del trono y del altar, no tardaban en desaparecer. Estaba claro que no era Norberto quien los leía. Exagerándose el alcance de este descubrimiento, Julián atribuía a Matilde la duplicidad de Maquiavelo, y aquella pretendida perversidad era un encanto a sus ojos, quizá el único encanto moral que él le encontraba. El hastío derivado de la hipocresía y de las frases virtuosas le hacían caer en el extremo contrario. Su actitud ante Matilde era una excitación imaginativa más que una inclinación amorosa. Sólo después de sumirse en ensoñaciones sobre la elegancia del cuerpo de Mlle. de La Mole, el excelente gusto de su atuendo, la blancura de sus manos, la belleza de sus brazos, la disinvoltura de todos sus movimientos, era cuando se sentía enamorado. Entonces, para completar el encanto, la imaginaba una Catalina de Médicis. Nada resultaba demasiado profundo ni dañino para el carácter que le atribuía. Era el ideal de los Maslon, de los Frilair, de los

Castanède, que tanto había irado en su juventud. En una palabra, constituía para él el ideal de la mujer parisina. Y ¿puede haber algo más gracioso que suponer profundidad o perversidad al carácter parisino? «Es muy posible que este “trío” se esté burlando de mí», pensaba Julián. Había que conocer muy poco su carácter para no percibir la expresión sombría que adquirieron sus ojos al responder a los de Matilde. Una ironía amarga rechazó las demostraciones de amistad que Mlle. de La Mole, extrañada, se atrevió a insinuar dos o tres veces. Picado por aquella extravagancia repentina, el corazón de la muchacha, habitualmente frío, propenso al tedio, sensible a la inteligencia, se volvió tan apasionado como su naturaleza le permitía. Pero, como también había mucho orgullo en el carácter de Matilde, el brotar de un sentimiento que hacía depender de otra persona toda su dicha fue acompañado de una evidente tristeza. Julián había aprendido lo bastante desde su llegada a París para discernir que aquello no era la tristeza árida del hastío. En vez de mostrarse ávida, como otras veces, de fiestas, de espectáculos y de diversiones de todo género, más bien los rehuía. La música cantada por ses aburría mortalmente a Matilde, y, sin embargo, Julián, que se imponía como deber no faltar ni un solo día a la salida de la Ópera, observó que ella asistía con cuanta frecuencia le era posible. Creyó advertir que había llegado a perder algo de la perfecta mesura que presidía todas sus acciones. Algunas veces contestaba a sus amigos con bromas que llegaban a ser ofensivas por su energía y agudeza. Le pareció que tomaba entre ojos al marqués de Croisenois. «Muy enamorado del dinero debe estar este joven para no dejar plantada a esa mujer, por rica que sea», pensaba Julián. En cuanto a él, indignado por los insultos infligidos a la dignidad masculina, aumentaba su frialdad para con ella, llegando a veces incluso a contestarle con descortesía. Por muy resuelto que estuviera a no dejarse engañar por las muestras de interés

de Matilde, eran éstas tan evidentes algunos días, y él, cuyos ojos empezaban a abrirse al mundo, la encontraba tan hermosa, que a menudo se sentía turbado como un colegial. «El ingenio y la paciente persistencia de estos jóvenes mundanos acabarán por triunfar sobre mi poca experiencia —se dijo—. Tendré que marcharme y poner un término a esto». El marqués le acababa de confiar la istración de unas cuantas tierras y casas que poseía en el bajo Languedoc. Se imponía un viaje: M. de La Mole consintió no sin mostrar ciertas reticencias. Excepción hecha de las cuestiones de alta ambición, Julián se había convertido para él en un alter ego. «Después de todo, no han conseguido hacerme caer en la trampa —se decía Julián mientras hacía los preparativos de su viaje—. Tanto si son auténticas las burlas que Mlle. de La Mole gasta a estos caballeros, como si están destinadas simplemente a inspirarme confianza, el caso es que me he divertido. No obstante, si no existe una conspiración en regla contra el hijo del carpintero, Mlle. de La Mole resulta un enigma indescifrable, pero no solamente para mí, sino también para el propio marqués de Croisenois. Ayer, por ejemplo, estaba realmente de mal humor, y tuve el placer de ver humillarse a un joven tan noble y tan rico como yo pobre y plebeyo. Éste es el más hermoso de mis triunfos; pensando en él me alegraré cuando, sentado en mi diligencia, cruce las llanuras del Languedoc». Había mantenido su partida en secreto, pero Matilde sabía mejor que él que se marchaba de París al día siguiente, y por mucho tiempo. Pretextó un terrible dolor de cabeza, que el aire enrarecido del salón hacía insoportable, y fue a pasear por el jardín, acosando de tal modo con sus sarcasmos mordaces a Norberto, al marqués de Croisenois, a Caylus, a de Luz y a otros jóvenes que habían cenado en el palacio de La Mole, que les obligó a marcharse. A Julián, en cambio, lo miraba de un modo extraño. «Esa mirada es quizá una comedia —pensó Julián—; pero esa respiración agitada, toda es turbación... ¡Bah! —se dijo—. ¿Quién soy yo para juzgar estas cosas? Estoy ante una de las mujeres más sublimes y más ladinas de París. Su respiración acelerada, que ha estado a punto de conmoverme, la habrá aprendido de Leontina Fay². que tanto le gusta».

Se habían quedado solos; la conversación languidecía evidentemente. «No. Julián no siente nada por mí», se decía Matilde verdaderamente atormentada. En el momento de despedirse, ella le apretó el brazo con fuerza. —Esta noche recibirá usted una carta mía —le dijo con una voz tan alterada que resultaba irreconocible. Aquel anuncio conmovió vivamente a Julián. —Mi padre —continuó— siente una justa estima por los servicios que usted le presta. Es preciso que no se marche usted mañana. Busque un pretexto. Y sin esperar contestación, se alejó corriendo. Su cuerpo era encantador. Era imposible tener un pie más bonito. Corría con una gracia que entusiasmó a Julián; pero ¿adivinarán cuál fue su segundo pensamiento en cuanto ella hubo desaparecido de su vista? Se sintió ofendido por el tono imperativo con que había pronunciado las palabras: Es preciso. También Luis XV, en el momento de morir, se sintió vivamente ofendido al oír esas mismas palabras mal empleadas en boca de su primer médico, y eso que Luis XV no era un advenedizo. Una hora más tarde, un lacayo entregó una carta a Julián: era, sencillamente, una declaración de amor. «No es demasiado afectado el estilo —se dijo Julián, tratando de contener con sus observaciones literarias el júbilo que contraía sus mejillas y le obligaba a reírse a pesar suyo—. ¡Por fin! —exclamó de repente, dando rienda suelta a una pasión demasiado fuerte para ser reprimida—. ¡Por fin, yo, pobre campesino, recibo una declaración de amor de una gran dama!». Y luego añadió, conteniendo su euforia todo lo posible: «En cuanto a mi comportamiento, no ha estado del todo mal. He sabido conservar la dignidad de mi carácter. En ningún momento he dicho que yo la amara»³. Se puso entonces a estudiar la letra de Mlle. de La Mole; era una letra inglesa, pequeña y muy bonita. Necesitaba una ocupación material para distraerse de una

alegría que llegaba al delirio. «Su partida me obliga a hablarle... Dejar de verle a usted sería superior a mis fuerzas...». De repente, un pensamiento súbito acudió a la mente de Julián, como un descubrimiento, interrumpiendo el examen que hacía de la carta de Matilde y aumentando su gozo. «Le he ganado la partida al marqués de Croisenois —exclamó—; ¡yo, que sólo sé hablar de cosas serias! ¡Y él, que es tan apuesto, con su bigote y su precioso uniforme!, ¡él, que siempre encuentra una frase ingeniosa y aguda para decirla justo en el momento oportuno!». Julián vivió unos instantes deliciosos: erraba a la ventura por el jardín, loco de felicidad. Más tarde subió a su despacho y pidió que le anunciaran al marqués de La Mole, que, afortunadamente, no había salido. Le demostró con facilidad, presentándole algunos papeles sellados recibidos de Normandía, que el interés de los pleitos normandos le obligaba a diferir su viaje al Languedoc. —Me alegro mucho de que no se marche usted —le dijo el marqués cuando terminaron de hablar de negocios—. Su presencia me resulta grata y no quisiera privarme de ella. Julián salió del despacho del marqués algo avergonzado después de oír las palabras de éste. «Y yo voy a seducir a su hija, a hacer imposible, tal vez, su matrimonio con el marqués de Croisenois, que constituye su gran ilusión; pues si él no es duque, de ese modo por lo menos su hija será un día duquesa...». Por un momento, Julián pensó marcharse al Languedoc a pesar de la carta de Matilde, a pesar de las explicaciones que acababa de darle al marqués, pero aquel destello de virtud desapareció en seguida. «¡Qué necio soy! ¡Yo, un plebeyo, teniendo compasión de una familia de esta alcurnia! ¡Yo, a quien el duque de Chaulnes llama criado! ¿Cómo aumenta el marqués su inmensa fortuna? Vendiendo valores en cuanto se entera en Palacio

de que al día siguiente puede haber un golpe de Estado. Y yo, colocado en la última fila por una Providencia madrastra que me ha dado un corazón noble y ni siquiera mil francos de renta, es decir, ni tan siquiera pan, para hablar con exactitud, ¿voy a rehusar un placer que se me ofrece? ¡Un manantial cristalino que viene a apagar mi sed en el desierto ardiente de la mediocridad que tan penosamente atravieso! A fe mía que no seré tan tonto. Allá se las arregle cada cual en este desierto de egoísmo que llamamos vida». Y recordó algunas miradas llenas de desdén que Mme. de La Mole le había dirigido, y, sobre todo, algunas damas amigas suyas. El placer de triunfar sobre el marqués de Croisenois acabó por completo con aquel fugaz destello de virtud. «¡Cómo me gustaría que se enfadase! ¡Con qué aplomo le daría ahora una estocada!». Y hacía el ademán de tirarse a fondo. «Antes de esto, yo era un pobre patán que abusaba pobremente de un poco de valor. Después de esta carta, soy su igual. Sí —se decía con una voluptuosidad infinita y hablando lentamente—; los méritos del marqués y los míos han sido sopesados, aquilatados, y es el pobre carpintero del Jura quien ha logrado salir vencedor. Bueno —exclamó—, ya he encontrado la rúbrica que he de poner a mi respuesta. No vaya usted a figurarse, Mlle. de La Mole, que me olvido de mi condición. Yo le haré a usted comprender y sentir que es por el hijo de un carpintero por quien renuncia usted a un descendiente del famoso Guy de Croisenois, que acompañó a san Luis a la Cruzada». Como no podía contener su júbilo, Julián se vio obligado a bajar al jardín, ya que su cuarto, en donde se había encerrado con llave, le parecía demasiado estrecho para poder respirar. «¡Yo, pobre campesino del Jura —se repetía sin cesar—; yo, condenado a llevar eternamente este triste traje negro! ¡Ay! Veinte años antes habría lucido un uniforme como ellos. En aquella época un hombre como yo perecía o era general a los treinta y seis años». Aquella carta que asía fuertemente entre sus manos le daba la actitud y la traza de un héroe.

«Bien es verdad que ahora, con este traje negro, a los cuarenta años puede uno tener cien mil francos de ingresos y ostentar el cordon bleu, como el obispo de Beauvais. Eso prueba —se dijo riendo como Mefistófeles— que tengo más talento que ellos; he sabido elegir el uniforme más acorde con mi siglo». Y sintió acrecentarse su ambición y su apego al traje talar. «¡Cuántos cardenales de extracción aún más humilde que la mía llegaron a gobernar! Mi compatriota Granvelle⁴, sin ir más lejos». Poco a poco se fue calmando la agitación de Julián, y la prudencia volvió a aparecer. Se dijo, como su maestro Tartufo, cuyo papel se sabía de memoria:

Je puis croire ces mots un artifice honnête. ............................................... Je ne me fierai point à des propos si doux, Qu’un peu de ses faveurs, après quoi je soupire, Ne vienne m’assurer tout ce qu’ils m’ont pu dire⁵.

(Tartufo, acto IV, escena V).

«Tartufo también se perdió por una mujer, y valía tanto como el que más... Puede que enseñe mi respuesta... Contra esto existe un remedio —añadió pronunciando lentamente y con el acento de la ferocidad contenida—: la comenzaré con las frases más comprometedoras de la carta de la sublime Matilde. Sí, pero ¿y si entonces cuatro lacayos de M. de Croisenois se precipitan sobre mí y me arrebatan el original? No es probable, porque voy bien armado y saben que tengo la costumbre de disparar contra los criados. Pero supongamos que uno es decidido y se me echa encima. Le han prometido cien napoleones. Lo mato o lo hiero. Perfecto: eso es lo que pretenden. Me meten en la cárcel sin remisión;

comparezco ante la policía correccional y me envían, con toda justicia y equidad por parte de los jueces, a hacer compañía en Poissy a M. Fontan y a M. Magalon . Allí tengo que dormir entre cuatrocientos miserables... ¿Y habría yo de sentir compasión por estos individuos? —exclamó levantándose con ímpetu —. ¿Se compadecen ellos de los que pertenecemos al estado llano cuando nos tienen en su poder?». Aquellas palabras pusieron punto final a sus escrúpulos para con el marqués de La Mole, que, a pesar suyo, le habían venido atormentando hasta aquel instante. «Poco a poco, caballeros, empiezo a comprender ese rasgo de maquiavelismo. El padre Maslon o M. Castanède del seminario no lo habrían hecho mejor. Ustedes me arrebatarán la carta comprometedora y me convertiré en la segunda edición del coronel Caron en Colmar⁷. Un momento, señores: voy a hacer un paquetito bien lacrado con la carta fatal y se la enviaré en depósito al padre Pirard. Él es un honrado jansenista, y, como tal, al abrigo de las seducciones del dinero. Sí, pero tiene la mala costumbre de abrir las cartas... Me queda Fouqué, eso es, se la mandaré a Fouqué». Hay que reconocer que, en aquel instante, la mirada de Julián era atroz; su fisonomía, horrible. Era la personificación del crimen, la imagen de un hombre desgraciado en pugna con la sociedad entera. «¡A las armas!», exclamó. Y bajó de un salto los peldaños de la escalinata que daba al palacio. Entró en el cuchitril de un escribano que había en la esquina de la calle, y lo hizo con tanto ímpetu que lo asustó. —Copie usted esto —le dijo dándole la carta de Mlle. de La Mole. Mientras el escribano hacía su trabajo, él mismo escribió también a Fouqué rogándole que conservara la carta adjunta como un precioso depósito. «Pero —se dijo interrumpiendo su tarea— el gabinete de censura que hay en correos puede abrir mi carta y devolvérsela a ustedes... No, señores, eso jamás ocurrirá». Fue a comprar una biblia enorme a una librería protestante, ocultó cuidadosamente la carta de Matilde dentro de la tapa, hizo un paquete con todo y

lo remitió por la diligencia, dirigiéndolo a uno de los obreros de Fouqué cuyo nombre era perfectamente desconocido en París. Hecho esto, regresó gozoso y ligero al palacio de La Mole. «¡Ahora vamos a vérnoslas tú y yo!», exclamó, encerrándose con llave en su cuarto y despojándose de su traje. «¡Cómo es posible que usted, Mlle. de La Mole —escribía después a Matilde—, valiéndose de Arsenio, criado de su padre, haga llegar una carta, por todo extremo seductora, a manos de un pobre carpintero del Jura, sin duda para burlarse de su inocencia...!». Y transcribía las frases más claras de la carta que acababa de recibir. La suya habría hecho honor a la prudencia diplomática del caballero de Beauvoisis. No eran más que las diez. Julián, ebrio de felicidad y del sentimiento de su fuerza, cosa tan nueva para un pobre diablo como él, entró en la Ópera italiana. Oyó cantar a su amigo Gerónimo. Nunca la música le había exaltado hasta ese punto. Se creía un dios.

CAPÍTULO XIV

PENSAMIENTOS DE UNA JOVEN

¡Cuántas perplejidades! ¡Cuántas noches de insomnio! ¡Dios mío! ¿Acabaré siendo despreciable? También él me despreciará... Pero parte y se aleja.

ALFRED DE MUSSET

Matilde había escrito aquella carta no sin antes librar consigo misma un duro combate. Cualquiera que fuese el comienzo de su interés por Julián, pronto consiguió dominar el orgullo que, desde que tenía uso de razón, reinaba despótico en su alma. Aquella joven altiva y fría se sentía arrebatada por primera vez por un sentimiento apasionado. Pero si bien éste había logrado dominar el orgullo, ella aún seguía fiel a sus costumbres. Dos meses de lucha y de sensaciones nuevas renovaron, por así decirlo, todo su ser moral. Matilde creía ver la dicha. Pero semejante perspectiva, aunque omnipotente en las almas valerosas, dotadas de un espíritu superior, tuvo que sostener una larga lucha con la dignidad y con todos los sentimientos de los deberes vulgares. Un día se presentó a las siete de la mañana en los aposentos de su madre, rogándole que le permitiera refugiarse en Villequier. La marquesa ni siquiera se dignó contestarle y le aconsejó que volviera a la cama. Aquel fue el último esfuerzo de la sensatez vulgar y de la deferencia hacia las ideas recibidas. En cuanto al temor de obrar mal y de menoscabar las ideas que consideraban sagradas los Caylus, los Luz, los Croisenois, influía muy poco o nada en su alma: individuos semejantes no le parecían hechos para comprenderla; sólo les habría consultado si hubiese tenido que comprar un carruaje o unas tierras. Lo que la aterrorizaba verdaderamente era que Julián pudiese estar descontento de

ella. «¿Y si él tan sólo tuviera las apariencias de un hombre superior?». Aborrecía la falta de carácter; ésta era su única objeción contra los apuestos jóvenes que la rodeaban. Cuanta más gracia ponían en sus bromas sobre todo aquello que se apartaba de la moda o la seguía mal creyendo obedecerla, más desmerecían a sus ojos. «Son valientes, y nada más. Y aun ni eso, valientes, si cabe, para un duelo —se decía ella—. Pero el duelo no es más que una ceremonia. Todo se lleva preparado de antemano, hasta las palabras que han de decirse al caer. Tendido en la hierba y con la mano sobre el corazón, hay que perdonar generosamente al adversario y pronunciar una frase dirigida a la hermosa dama, a menudo imaginaria, o que, toda ingrata, se va al baile el mismo día de la muerte por temor a despertar sospechas». Arrostran el peligro a la cabeza de un escuadrón resplandecientes de aceros, pero ¿y el peligro solitario, singular, imprevisto, verdaderamente feo? «Desgraciadamente —se decía Matilde—, sólo en la corte de Enrique III se podían encontrar hombres tan grandes por el carácter como por la alcurnia. Si Julián hubiese servido en Jarnac o en Moncotour¹, ya no me cabría ninguna duda. En aquellos tiempos de vigor y de fuerza, los ses no eran muñecos. El día de la batalla era prácticamente el de menos perplejidades. Sus vidas no estaban aprisionadas, como una momia egipcia, bajo una envoltura siempre igual y común a todos. Sí —añadía—. Más valor se necesitaba entonces para retirarse solo a las once de la noche, al salir del palacio de Soissons, donde residía Catalina de Médicis, que hoy día para ir a combatir a Argel. La vida de un hombre era una serie de azares. Ahora, la civilización ha desterrado al azar; lo imprevisto no existe. Si éste se deja ver en las ideas, no tardarán en acabar con él a base de epigramas; si por casualidad aflora en los hechos, no hay cobardía por la que no pase nuestro miedo. Cualquier locura que el miedo nos haga cometer siempre hallará excusa. ¡Siglo degenerado y tedioso! ¿Qué habría dicho Bonifacio de La Mole si hubiera levantado su cabeza cercenada en 1793 y hubiese visto a diecisiete descendientes suyos dejándose prender como borregos para ser guillotinados dos días después? La muerte era segura, pero habría sido de mal tono defenderse y matar a un jacobino o dos por lo menos. ¡Ah! En los tiempos heroicos de Francia, en el siglo de Bonifacio de La Mole, Julián habría

sido jefe de escuadrón, y mi hermano, el curita de costumbres morigeradas, con la sensatez en los ojos y siempre con la palabra razonable en los labios». Algunos meses antes, Matilde desesperaba de encontrar a un ser algo diferente del patrón común. Había experimentado algún placer permitiéndose escribir a algunos jóvenes de la alta sociedad. Un atrevimiento tan inconveniente, tan imprudente en una muchacha, podía deshonrarla a los ojos de M. de Croisenois, de su padre el duque de Chaulnes y de toda esta familia, que, al ver romperse el matrimonio proyectado, habría querido averiguar la causa. En esa época, los días en que había escrito una de esas cartas, Matilde no podía dormir. Pero tales cartas no eran más que respuestas. En esta última se atrevía a confesar que amaba. Y era, además, ella quien escribía la primera (¡palabra terrible!) a un hombre de condición inferior a la suya, a un hombre situado en las últimas filas de la sociedad. Esta circunstancia le aseguraba, caso de descubrirse, un eterno deshonor. ¿Cuál de las mujeres que venían a visitar a su madre se habría atrevido a ponerse de su parte? ¿Qué recurso habrían podido encontrar para amortiguar el golpe del horrible desprecio de los salones? Hablar era tremendo, pero ¡escribir!... «Hay cosas que jamás se escriben», exclamó Napoleón al enterarse de la capitulación de Bailén. Y precisamente era Julián quien le había referido esta frase, como si hubiera querido darle una lección por anticipado. Pero todo aquello no era nada todavía: la angustia de Matilde tenía otras causas. Olvidando el espantoso efecto que su debilidad podía producir ante la sociedad, la mancha imborrable y digna del más absoluto desprecio por el oprobio que infligía a su casta, Matilde iba a escribir a un ser de muy distinta naturaleza que los Croisenois, los Luz, los Caylus. Lo desconocido y lo profundo del carácter de Julián habría asustado a cualquiera que hubiera tratado de entablar una relación ordinaria con él. ¡Y ella lo iba a convertir en su amante, quizá en su dueño! «¿Cuáles no serán sus pretensiones, si algún día lo puede todo sobre mí? Bueno; diré como Medea: “En medio de tantos peligros, sigo teniéndome a mí

misma”²». Matilde pensaba que Julián no sentía ninguna veneración por la nobleza de la sangre. Más aún; ¡quizás tampoco sentía ningún amor por ella! En estos últimos momentos de lucha terrible, irrumpieron las ideas de orgullo femenino. «Todo tiene que ser singular en el destino de una muchacha como yo», exclamó Matilde con impaciencia. En aquel instante, el orgullo que le habían inculcado desde la cuna se debatía con la virtud. Fue entonces cuando la partida de Julián vino a precipitarlo todo. (Caracteres como éste son, afortunadamente, muy raros). Por la noche, ya muy tarde, Julián tuvo la ocurrencia de hacer bajar un baúl muy pesado a la portería, valiéndose para este menester del lacayo que cortejaba a la doncella de Matilde. «Puede que esta estratagema no dé resultado alguno —se dijo—; pero si resulta, ella creerá que me he marchado». Y se durmió muy satisfecho de aquella burla. Matilde, en cambio, no pudo pegar ojo. Al día siguiente, muy temprano, Julián salió sin que le vieran y volvió antes de las ocho. No bien se instaló en la biblioteca, Mlle. de La Mole apareció en la puerta. Él le entregó su contestación. Creyó que era su deber hablarle; la situación era de lo más propicia, pero ella se negó a escucharle y desapareció. Julián quedó encantado, pues lo cierto es que no habría sabido qué decirle. «Si todo esto no es un juego convenido con el conde Norberto, es evidente que son mis miradas, tan llenas de frialdad, las que han encendido el extravagante amor que esta joven aristócrata siente por mí. Sería más necio de lo humanamente permisible si acabara por encapricharme de esta muñeca rubia». Este razonamiento le hizo afianzarse aún más en su frialdad calculadora.

«En la batalla que se avecina —añadió—, el orgullo de casta será como una colina elevada entre ella y yo, a modo de posición militar. Allí arriba es donde será preciso maniobrar. He hecho muy mal en quedarme en París; esta demora de mi viaje me rebaja y me expone, si todo esto no es más que un juego. ¿Qué arriesgaba yo marchándome? Me burlaba de ellos, si lo que pretenden es burlarse de mí, y si el interés de Matilde por mí es real, centuplicaba ese interés». La carta de Mlle. de La Mole había halagado de tal modo la vanidad de Julián, que, haciendo caso omiso de lo que le sucedía, había olvidado pensar seriamente en la conveniencia de marcharse. Una de las fatalidades de su carácter consistía en ser extremadamente sensible a sus propias faltas. Muy contrariado por ésta, ya casi no se ocupaba de la increíble victoria que había precedido a este pequeño desliz cuando, a eso de las nueve, Mlle. de La Mole apareció en el umbral de la puerta de la biblioteca, le arrojó una carta y se fue corriendo. «Parece que esto va a ser una novela epistolar —dijo él, recogiendo aquélla—. El enemigo acaba de dar un paso en falso; yo voy a hacer alarde de indiferencia y virtud». Se le pedía una respuesta decisiva, con una altivez que aumentó su júbilo interior. Él se dio el gusto de burlarse en dos páginas de las personas que, sin duda, querían reírse de él, y, por si fuera poco, acabó su misiva anunciando su decisión de partir a la mañana siguiente. Terminada esta carta, pensó: «Se la entregaré en el jardín». Y salió. Una vez allí, miró a la ventana de la habitación de Mlle. de La Mole. Estaba situada en el primer piso, al lado de las de su madre, pero había un entresuelo. Aquel primer piso estaba tan alto, que Julián no podía ser visto desde la ventana de Mlle. de La Mole, mientras se paseaba por la gran avenida de tilos con su carta en la mano. La bóveda que formaban los bien podados tilos interceptaba la vista. «¡Pero qué estoy haciendo! —se dijo Julián malhumorado—. Esto es una imprudencia más. Si lo que pretenden es burlarse de mí, dejarme ver con una carta en la mano es dar motivo de satisfacción a mis enemigos».

La habitación de Norberto estaba situada precisamente encima de la de su hermana, y si Julián salía de la bóveda que formaban las ramas de los tilos, el conde y sus amigos podrían seguir todos sus movimientos. Mlle. de La Mole apareció detrás de los cristales. Él le mostró a medias la carta. Ella agachó la cabeza. Acto seguido, Julián subió corriendo a su cuarto y, en la escalera principal, encontró casualmente a la bella Matilde, que cogió su carta con una perfecta soltura y con ojos risueños. «¡Cuánta pasión había en la mirada de la pobre Mme. de Rênal —se dijo Julián — cuando, incluso después de seis meses de relaciones íntimas, se atrevía a aceptar una carta mía! Creo que en su vida me miró con unos ojos tan risueños». No se explicó con tanta claridad el resto de su réplica; ¿sentía acaso vergüenza de la futilidad de sus motivos? «Pero también —siguió pensando— qué diferencia en la elegancia de este vestido mañanero, en la distinción de su porte. A un hombre de gusto le bastaría ver a Mlle. de La Mole a treinta pasos de distancia para adivinar el rango que ocupa en la sociedad. Esto es lo que podemos llamar mérito explícito». Sin dejar de bromear, Julián no acababa de confesarse todo su pensamiento: Mme. de Rênal no tenía ningún marqués de Croisenois que sacrificarle. Con ella no tenía más rival que el innoble subprefecto Charcot, que se arrogaba el nombre de De Maugiron porque ya no hay De Maugirons. A las cinco, Julián recibió una tercera carta, que le fue arrojada, como la anterior, desde la puerta de la biblioteca. Mlle. de La Mole echó a correr también esta vez. «¡Qué manía de escribir —se dijo él, riendo— cuando podemos hablar tan cómodamente! El enemigo quiere tener cartas mías, y varias, es cosa clara». Y no se apresuraba a abrir aquélla. «Otras cuantas frases elegantes», pensaba; pero al leerla palideció: no había más que ocho líneas: «Necesito hablar con usted. Es preciso que le vea esta misma noche. En el momento en que dé la una, acuda usted al jardín. Coja la escalera grande del jardinero, que está cerca del pozo. Apóyela en mi ventana y suba a mi habitación. Habrá luna llena, pero no importa».

CAPÍTULO XV

¿SERÁ UN COMPLOT?

¡Ay, qué cruel es el intervalo entre la concepción de un gran proyecto y su ejecución! ¡Cuántos errores vanos! ¡Cuánta irresolución! Se trata de la vida; de más aún: ¡del honor!¹.

SCHILLER

«Esto se pone serio —pensó Julián—. Y demasiado claro —añadió tras reflexionar un rato—. Esta hermosa señorita puede hablarme en la biblioteca con una libertad, gracias a Dios, absoluta, ya que el marqués, por miedo a que le presente alguna cuenta, no pone los pies en ella por nada del mundo. Además, M. de La Mole y el conde Norberto, las únicas personas que entran aquí, están ausentes casi todo el día, y no sólo eso, sino que también se puede observar fácilmente el momento de su entrada en la casa, y, no obstante, la sublime Matilde, que en punto a nobleza no cede a un príncipe soberano, pretende que yo cometa una imprudencia abominable. Está bien claro: quieren perderme o burlarse de mí, por lo menos. Primero lo intentaron con mis cartas, pero como éstas fueron tan prudentes, necesitan una prueba categórica y clara como el día. Estos tres caballeretes me creen demasiado necio o demasiado fatuo. ¡Diablo, atreverse a pedirme que suba por una escalera a un piso de veinticinco pies de alto en una noche de luna llena! Tendrían tiempo para verme hasta desde las mansiones vecinas. ¡Qué aspecto tan gracioso iba a tener encaramado en la escalera!». Julián subió a su cuarto y, silbando, se puso a hacer su equipaje: estaba decidido a marcharse y no contestar siquiera. Pero aquella resolución sensata no le daba ninguna tranquilidad de espíritu. Una vez cerrado el baúl, se dijo:

«¿Y si por casualidad Matilde obrase de buena fe? Entonces haría ante ella el papel de un perfecto cobarde. Yo, que no tengo alcurnia, preciso de grandes cualidades, pero efectivas, sin suposiciones complacientes, bien probadas con gestos contundentes...». Estuvo cavilando por espacio de un cuarto de hora. «¿Para qué negarlo? Quedaría ante sus ojos como un cobarde —se dijo al fin—. Perdería no solamente a la persona más brillante de la alta sociedad, como decían todos en el baile del duque de Retz, sino también el divino placer de verme preferido al marqués de Croisenois, hijo de un duque y que será algún día duque él también; un joven encantador que tiene todas las cualidades que a mí me faltan: talento, apostura, linaje, fortuna... Este remordimiento me perseguiría durante toda mi vida, no por ella, desde luego, ¡amantes nunca faltan!

... Mais il n’est qu’un honneur².

dijo el anciano don Diego, y aquí resulta claro y evidente que retrocedo ante el primer peligro que se me presenta, pues el duelo con M. de Beauvoisis no fue más que una farsa. Esto es muy diferente. Cualquier criado puede tirar al blanco sobre mí, pero no es ése el mayor peligro: puedo quedar deshonrado para siempre. Esto se pone serio, amigo mío —añadió, animado, con un acento gascón—. Va en ello la negra honrilla. Nunca un pobre diablo como yo, a quien el azar hizo nacer tan bajo, volverá a encontrar una ocasión semejante; tendrá nuevas conquistas, pero ninguna como ésta...». Reflexionó durante mucho tiempo caminando a pasos apresurados y deteniéndose en seco de vez en cuando. En su cuarto había un magnífico busto en mármol del cardenal Richelieu, que, a pesar suyo, atraía sus miradas. Aquel busto parecía mirarle de un modo severo, como reprochándole la falta de esa audacia que tan natural debería de ser en un carácter francés: «En tus tiempos, gran hombre, ¿habría yo dudado?» «En el peor de los casos —se dijo al fin Julián—, y suponiendo que todo esto sea una trampa, es muy turbia y comprometedora para una muchacha. Ellos saben que no soy hombre que acostumbre a callar. Por lo tanto, tendrían que matarme, y eso podía hacerse en 1574, en tiempos de Bonifacio de La Mole, pero hoy día no se atreverían nunca.

Estas gentes no son las mismas. ¡Mlle. de La Mole suscita tantas envidias! ¡Cuatrocientos salones pregonarían mañana su vergüenza, y con qué satisfacción! Los mismos criados murmuran entre ellos las marcadas preferencias de que soy objeto; lo sé, los he oído... Por otra parte, ¡sus cartas!..., pueden creer que las llevo encima. Si me sorprendieran en su cuarto, me las arrebatarían. Tendré que habérmelas con dos, tres, cuatro hombres; ¿Qué sé yo? Pero ¿de dónde sacarán a esos hombres? ¿Dónde encontrar servidores discretos en París? La justicia les da miedo... ¡Pardiez! ¿Quizá los mismos Caylus, Croisenois, de Luz, sin ir más lejos? Un momento como ése y la cara ridícula que se me quedaría en medio de todos ellos, podría ser lo que los hubiera seducido. ¡Cuidadito, no vaya a ser que te ocurra lo mismo que a Abelardo, señor secretario! ¡Qué demonios! Si es así, señores, no se irán de vacío: heriré en la cara, como los soldados de César en Farsalia... Y las cartas puedo guardarlas en lugar seguro». Julián sacó copia de las dos últimas, las escondió en un magnífico tomo de Voltaire que había en la biblioteca, y llevó él mismo los originales al correo. Cuando estuvo de vuelta, se dijo con sorpresa y terror: «¡En qué aventura loca me voy a meter! —había pasado un cuarto de hora sin pensar despacio en su hazaña de aquella noche—. Pero si no acepto, me despreciaré a mí mismo. Este hecho será toda mi vida un motivo de duda, y, para mí, dudas como ésta son el más insoportable de los tormentos. ¿No me ocurrió algo así con el amante de Amanda? Creo que me perdonaría más fácilmente un crimen; una vez confesado, dejaría de pensar en él. ¡Cómo! ¡Haber sido rival de un hombre que ostenta uno de los apellidos más ilustres de Francia, y haberme declarado yo mismo, por las buenas, inferior a él! En el fondo sería un cobarde si no acudiese. Esta palabra lo decide todo —exclamó Julián levantándose—. Además, Matilde es muy bonita. Si esto no es una traición, ¡qué locura comete por mí!... Y si es una burla, ¡qué demonio, señores!, en mi mano está convertirla en algo serio, y no dejaré de hacerlo. Pero ¿y si me sujetan los brazos en el momento de acceder a su habitación? Pueden haber dispuesto algún aparato ingenioso. Esto es como un duelo —se dijo riendo—. Cualquier estocada se puede evitar —dice mi maestro de esgrima—, pero basta que Dios quiera que se acabe, para que uno de los dos se olvide de parar el golpe. Además, con esto también puedo contestarles». Y sacó un par de pistolas del bolsillo, renovando el fulminante a pesar de que estaba en buenas condiciones.

Todavía quedaban muchas horas de espera, y por hacer algo, escribió a Fouqué. «Mi querido amigo: no abras la carta que te incluyo más que en caso de accidente, si oyes decir que me ha ocurrido algo raro. En ese caso, borra los nombres propios del manuscrito que te envío y manda hacer ocho copias que remitirás a los periódicos de Marsella, Burdeos, Lyon, Bruselas, etc. Pasados diez días, haz imprimir este manuscrito; envía el primer ejemplar al marqués de La Mole, y quince días después, reparte, durante la noche, todos los ejemplares restantes por las calles de Verrières». Julián redactó en forma de cuento aquella especie de memorial justificativo, que Fouqué sólo debía abrir en caso de accidente, y procuró hacerlo del modo menos comprometedor que pudo para Mlle. de La Mole, aunque dejando muy claro en todo momento su posición. Acababa de cerrar Julián su paquete, cuando sonó la campana de la cena. Su corazón empezó a latir muy deprisa. Embargada su imaginación por el relato que acaba de urdir, sentía germinar en él toda clase de pensamientos trágicos. Se veía apresado por criados, agarrotado, conducido a un sótano con una mordaza en la boca. Allí, un sirviente le vigilaba, y si el honor de la noble familia exigía que la aventura terminase trágicamente, era fácil poner punto final a todo con uno de esos venenos que no dejan rastro. Entonces podrían decir que había muerto de cualquier enfermedad y trasladarlo, ya cadáver, a su habitación. Emocionado con su propia fábula como un autor dramático, Julián tenía verdadero miedo cuando entró en el comedor. Miraba a todos aquellos lacayos vestidos de librea. Estudiaba su fisonomía. Se decía: «¿Cuáles serán los que han elegido para la expedición de esta noche? En esta familia están tan presentes los recuerdos de la corte de Enrique III, que, si se consideraran ultrajados, actuarán con más decisión que los demás personajes de su jerarquía». Miró a Mlle. de La Mole para ver si podía leer en sus ojos los proyectos de su familia; estaba pálida y tenía un semblante parecido a los que se ven en los cuadros de la Edad Media. Nunca le había visto aquel aire tan majestuoso; estaba realmente bella e imponente. Casi se sintió enamorado de ella. Pallida morte futura³, se dijo. (Su palidez presagia grandes designios). En vano permaneció, después de comer, largo tiempo paseando por el jardín; Mlle. de La Mole no apareció. Hablar con ella le habría quitado un gran peso de

su corazón en aquel momento. ¿Por qué no confesarlo? Tenía miedo. Como estaba resuelto a obrar, se abandonaba sin vergüenza a este sentimiento. Se decía: «Con tal de que en el instante preciso tenga el valor necesario, ¿qué importa lo que pueda sentir ahora?». Y fue a reconocer la situación y a tantear el peso de la escalera. «Está visto que estoy predestinado a servirme de este instrumento —se dijo riendo—, primero en Verrières, luego aquí. ¡Qué diferencia! Entonces —añadió con un suspiro— no me veía obligado a desconfiar de la persona por quien me exponía. ¡Y qué diferencia también en cuanto al peligro! Si me hubiesen matado en los jardines de M. de Rênal, no habría habido deshonra para mí. Mi muerte habría pasado fácilmente por algo inexplicable. Aquí, en cambio, ¡qué abominables comentarios circularían por los salones de Chaulnes, de Caylus, de Retz, etc., en fin, en todas partes! Pasaría como un monstruo a la posteridad. Claro, que sólo durante dos o tres años —agregó riéndose y burlándose de sí mismo». No obstante, aquella idea le anonadaba. «Pero, y a mí ¿quién podría justificarme? Suponiendo que Fouqué hiciera imprimir mi panfleto póstumo, eso sería una infamia más. ¡Cómo! Me acogen en una casa, me colman de bondades, y en pago de ellas y de la hospitalidad que me han brindado, imprimo un panfleto contando todo lo que allí pasa, atacando el honor de las mujeres. ¡No, antes me dejaré engañar mil veces!». Aquella velada fue horrible.

CAPÍTULO XVI

LA UNA DE LA MADRUGADA

Aquel jardín era muy grande, diseñado no hacía muchos años con un gusto perfecto. Pero los árboles contaban más de un siglo. Tenía cierto aire campestre.

MASSINGER

Iba a escribir una contraorden a Fouqué, cuando dieron las once. Manipuló ruidosamente la cerradura de la puerta de su cuarto, como si se encerrase en él. Caminando con extremado sigilo, fue a observar lo que ocurría en la casa, sobre todo en el cuarto piso, que era el que ocupaban los criados. No vio nada extraordinario. Una de las doncellas de Mme. de La Mole daba una fiesta y los criados bebían ponche alegremente. «Los que así ríen —pensó Julián—, seguro que no forman parte de la expedición nocturna; estarían más serios». Finalmente fue a apostarse en un rincón oscuro del jardín. «Si su plan consiste en ocultarse de los criados de la casa, harán entrar por encima de las tapias del jardín a las personas encargadas de sorprenderme. Si M. de Croisenois obra con sangre fría en este asunto, comprenderá que es menos comprometedor para la muchacha con quien quiere casarse hacer que me sorprendan antes de entrar en su dormitorio». Hizo un reconocimiento militar muy minucioso. «Se trata de mi honor —pensó—. Si cometo alguna torpeza, no será una excusa para mí el decir: No había pensado en ello».

El tiempo era de una serenidad desesperante. A eso de las once salió la luna, y a las doce iluminaba ya de lleno la fachada del palacio que daba al jardín. «Está loca», se decía Julián. Al dar la una, aún había luz en las ventanas del conde Norberto. En su vida había tenido Julián tanto miedo; no veía más que los peligros de la empresa y no sentía ningún entusiasmo. Fue a buscar la enorme escalera, esperó cinco minutos, para dar tiempo a una posible contraorden, y a la una y cinco apoyó la escalera contra la ventana de Matilde. Subió despacio, con la pistola en la mano, asombrado de que no le atacasen. Al acercarse a la ventana, ésta se abrió sin ruido. —Por fin está usted aquí —le dijo Matilde con viva emoción—. Hace una hora que sigo todos sus movimientos. Julián estaba muy turbado; ignoraba cómo conducirse; no sentía ni el más mínimo amor. En su azoramiento creyó que debía mostrarse atrevido y trató de besar a Matilde. —¡Atrás! —le dijo ella rechazándole. Muy contento al verse rechazado, se apresuró a echar una ojeada en torno suyo: la luna era tan clara que las sombras que proyectaba en el cuarto de Mlle. de La Mole parecían completamente negras. «Podría muy bien haber alguien escondido aquí», pensó. —¿Qué lleva usted en el bolsillo? —le preguntó Matilde, encantada de encontrar un tema de conversación. Ella sufría horriblemente: todos los sentimientos de timidez y recato, tan naturales en una joven de buena cuna, habían recobrado su imperio y la atormentaban sin cesar. —Llevo toda clase de armas y de pistolas —respondió Julián, no menos contento de poder decir algo. —Hay que retirar la escalera —dijo Matilde.

—Es enorme, y podría romper los cristales del salón de abajo o del entresuelo. —No; debemos procurar no romper ningún cristal —respondió Matilde tratando en vano de adoptar el tono de conversación ordinario—. Lo mejor es, a mi juicio, que deje usted caer la escalera atando una cuerda al primer travesaño. Por fortuna, tengo siempre una buena provisión de cuerdas en mi cuarto. «¿Y ésta es una mujer enamorada? —pensó Julián—. Se atreve a decir que me ama, y tanta sangre fría, tantas precauciones, me demuestran bien a las claras que no es que triunfe sobre el marqués de Croisenois, como yo, necio de mí, creía, sino que no hago más que sucederle. Pero ¡que más da! ¿La amo acaso? De todos modos siempre triunfaré sobre el marqués en el sentido de que le fastidiará mucho saber que tiene un sucesor, y, aún más, que ese sucesor sea yo. ¡Con qué altanería me miraba ayer en el café Tortoni¹ fingiendo no reconocerme! ¡Y con qué aire perverso me saludó luego, cuando ya no pudo eludirme!». Julián había atado la cuerda al último travesaño de la escalera y la dejaba caer despacio, inclinándose mucho fuera del balcón para evitar que golpeara los cristales. «¡Bonito momento para matarme —pensó— si hay alguien escondido en la habitación de Matilde!». Pero el silencio más profundo continuaba reinando por todas partes. La escalera tocó el suelo, y Julián logró colocarla sobre el arriate de flores exóticas que bordeaba el muro. —¡Qué dirá mi madre —dijo Matilde— cuando vea destrozadas todas sus hermosas plantas! Hay que tirar la cuerda —añadió con la mayor sangre fría—. Si la vieran colgando del balcón, sería una circunstancia difícil de explicar. —Y yo ¿cómo marcharme después? —dijo Julián en un tono muy cómico, afectando el modo de hablar criollo. (Una de las doncellas de la casa había nacido en Santo Domingo). —Usted marcharse por la puerta —repuso Matilde, encantada ante esa idea. «¡Qué digno de mi amor es este hombre!», pensó.

Julián dejó caer la cuerda al jardín. Matilde, creyendo haber oído abrir una ventana, le asió vivamente por un brazo, y él, convencido de que era un enemigo quien le sujetaba, se volvió rápidamente sacando un puñal. Los dos permanecieron inmóviles y sin respirar. La luna los iluminaba de lleno. Como el ruido no se volvió a producir, ya no tuvieron inquietud alguna. Entonces volvió la turbación, que era grande por ambas partes. Julián se cercioró de que la puerta estaba cerrada con todos sus cerrojos; le hubiera gustado mirar debajo de la cama, pero no se atrevió. Muy bien podrían haberse escondido allí dos o tres criados. Finalmente, y temiendo un futuro reproche de su prudencia, se decidió a mirar. Matilde era de nuevo presa de todas las angustias derivadas de la más honda timidez. Le horrorizaba su situación. —¿Qué ha hecho usted con mis cartas? —dijo por fin. «¡Buena ocasión para desconcertar a mis enemigos si están a la escucha, y evitar así la batalla!», pensó Julián. —La primera está escondida en una voluminosa biblia protestante que la diligencia de ayer tarde se llevó muy lejos de aquí. Hablaba con mucha claridad al entrar en estos detalles, de manera que pudieran oírle las personas acaso escondidas en los grandes armarios de caoba que no se había atrevido a registrar. —Las otras dos están en el correo y siguen el mismo camino que la primera. —¡Dios mío! ¿Y para qué tantas precauciones? —dijo Matilde extrañada. «¿Por qué habría de mentir?», pensó Julián. Y le confesó todos sus recelos. —¡Ahora comprendo la frialdad de tus cartas! —exclamó Matilde con un tono en que se traslucía más el delirio que la ternura. Julián no reparó en ese matiz. Aquel tuteo le hizo perder la cabeza, o, por lo menos, hizo que sus sospechas se desvanecieran. Se atrevió entonces a estrechar en sus brazos a aquella muchacha tan hermosa y que tanto respeto le inspiraba. Fue rechazado sólo a medias.

Recurrió a su memoria, como en otro tiempo lo hiciera en Besançon con Amanda Binet, y recitó algunas de las más bellas frases de La nueva Eloísa. —Tienes un auténtico corazón de hombre —le respondió Matilde sin hacer gran caso de sus frases—. He querido poner a prueba tu valor, lo confieso. Tus primeras sospechas y tu resolución demuestran que eres aún más intrépido de lo que yo creía. Matilde hacía esfuerzos para tutearle; estaba evidentemente más atenta a esa manera inusitada de hablar que al fondo de las cosas que decía. Aquel tuteo, despojado de toda ternura, no producía ningún placer a Julián. Le extrañaba aquella ausencia de felicidad, y, para sentirla, recurrió a su razón. Se veía estimado por aquella muchacha tan altiva y que nunca prodigaba alabanzas. Con este razonamiento consiguió procurarse, por lo menos, la satisfacción derivada de su amor propio. Pero no era, ni con mucho, aquella voluptuosidad del alma que había encontrado muchas veces junto a Mme. de Rênal. Sus sentimientos de este primer instante no tenían nada de tiernos. Aquello era una felicidad producto de su ambición, y Julián era, sobre todo, ambicioso. Habló de nuevo de las gentes de quien sospechaba y de las precauciones que había imaginado. Mientras hablaba, estaba pensando en el modo de sacar partido de su victoria. Matilde, muy azorada aún y todavía aterrada del paso que había dado, se mostró complacida de encontrar un tema de conversación. Hablaron del modo de volver a verse. Julián gozó con delicia del ingenio y del valor de que dio prueba nuevamente durante esta discusión. Tenían que habérselas con gente muy sagaz; el pequeño Tanbeau era seguramente un espía, pero Matilde y él tampoco eran un par de inexpertos. ¿Qué cosa más fácil que reunirse en la biblioteca para ponerse de acuerdo? —Yo puedo andar por todas partes en la casa sin despertar sospechas —añadió Julián—. Incluso por el cuarto de Mme. de La Mole si es preciso. Era imprescindible pasar por éste para acceder al de su hija. Si Matilde prefería que llegase siempre por el balcón, se expondría a aquel nimio peligro con el corazón ebrio de alegría. Al escucharle, Matilde se sintió molesta por aquel tono de triunfo. «¿Ya se considera mi dueño, pues?», se dijo.

De nuevo se veía presa de los remordimientos. Su razón se horrorizaba de la locura insigne que acababa de cometer. Si hubiese estado en su mano, se habría aniquilado a sí misma y a Julián. En los momentos en que su fuerza de voluntad acallaba por unos instantes tales remordimientos, la timidez y el pudor atormentado le hacían sentirse muy desgraciada. No había previsto, en modo alguno, el estado angustioso en que se hallaba. «Sin embargo, no tengo más remedio que hablarle —se dijo al fin—. Esto forma parte de las conveniencias; a un amante hay que hablarle». Y entonces, como cumpliendo un deber, y con una ternura que se reflejaba más en las palabras empleadas que en el tono de su voz, le contó las resoluciones que había tomado respecto a él durante aquellos últimos días. Había decidido que si él se atrevía a llegar hasta su dormitorio valiéndose de la escalera del jardinero, como le había ordenado, se le entregaría por completo. Pero jamás se han dicho cosas tan tiernas en un tono más frío y más cortés. Hasta aquel momento, aquella entrevista resultaba glacial, como para hacer odiar el amor. ¡Qué lección de moral para una joven imprudente! ¿Vale la pena echar a perder su porvenir por un momento semejante? Tras largas vacilaciones, que a un observador superficial podrían haberle parecido fruto de un odio consumado —tan reacios se mostraban a ceder los sentimientos que una mujer se debe a sí misma, incluso ante una voluntad tan firme—, Matilde acabó por ser para él una amante afable. El amor apasionado era todavía, más que una realidad, un modelo que intentaban imitar. Evidentemente, todas sus efusiones eran un poco forzadas. Mlle. de La Mole creía cumplir un deber consigo misma y con su amante. «El pobre muchacho —se decía— ha demostrado un valor fuera de lo común; debo hacerle feliz, o bien es a mí a quien falta carácter». Pero hubiera querido redimir, aun a costa de una eternidad de desdichas, la cruel necesidad en que se hallaba. A pesar de la terrible violencia que se imponía, fue perfectamente dueña de sus palabras. No hubo ni un reproche, ni una palabra de arrepentimiento que vinieran a enturbiar aquella noche que a Julián le pareció más singular que feliz. ¡Qué diferencia, Santo Dios, con aquellas últimas veinticuatro horas que había pasado

en Verrières! «Los buenos modales de París han hallado el secreto de estropearlo todo, hasta el amor», se decía a sí mismo con notoria injusticia. Estaba entregado a estas reflexiones de pie, dentro de uno de los grandes armarios de caoba donde Matilde le había escondido nada más oír los primeros ruidos en la estancia contigua, que era la de Mme. de La Mole. Matilde acompañó a su madre a misa; las criadas abandonaron pronto las habitaciones y Julián escapó fácilmente antes de que volvieran a reanudar sus quehaceres. Montó a caballo y buscó los lugares más solitarios de uno de los bosques cercanos a París. Se sentía más asombrado que dichoso. La alegría que de vez en cuando inundaba su alma era como la de un alférez al que, después de una brillante hazaña, el general en jefe, sin más, lo nombrase coronel; se sentía elevado a una gran altura. Todos los que la víspera estaban por encima de él, ahora o eran sus iguales, o incluso se hallaban por debajo. A medida que se alejaba, la dicha de Julián fue en aumento. Si su alma no albergaba ningún sedimento de ternura era porque, por extraño que parezca, Matilde, en toda su conducta con él, no había hecho más que cumplir un deber. En todos los acontecimientos de aquella noche, lo único imprevisto para ella fue el sufrimiento y la vergüenza que había sentido, en vez de la inmensa felicidad de que hablan las novelas. «¿Me habré equivocado y no estaré enamorada de él?», se preguntaba.

CAPÍTULO XVII

UNA ESPADA ANTIGUA

I now mean to be serious, —it is time. Since laughter now-a-days is deem’d too serious. A jest at vice by virtue’s called a crime¹.

Don Juan, cap. XIII

Matilde no apareció por el comedor a la hora de la comida. Por la noche estuvo un momento en el salón, pero ni siquiera miró a Julián. Esta conducta le pareció rara. «No conozco bien sus costumbres —pensó—; ya me dará alguna explicación que justifique esta actitud». Sin embargo, movido por una extrema curiosidad, estudiaba la expresión del semblante de Matilde y no pudo menos de observar que, en aquel instante, pecaba de seca y hostil. Evidentemente, no era la misma mujer que la noche anterior sentía o fingía sentir arrebatos de dicha, demasiado excesivos para ser verdaderos. Su actitud distante no varió un ápice ni al día siguiente, ni al otro: no lo miraba, no reparaba en su existencia. Devorado por la más viva inquietud, apenas quedaban en el alma de Julián ligeros vestigios de las sensaciones de triunfo que le animaran el primer día. «¿Será esto quizá un retorno a la virtud?». Pero esa palabra le parecía demasiado burguesa para la altiva Matilde. «En las situaciones ordinarias de la vida, apenas cree en la religión —pensaba Julián—. Sólo la respeta en cuanto que es útil a los intereses de su casta». «Pero ¿no será que se reprocha vivamente la falta cometida aun cuando sólo sea por simple delicadeza?». Julián creía ser su primer amante. Otras veces se decía: «Hay que reconocer que en su manera de ser no hay

ninguna naturalidad, ingenuidad o ternura; nunca la he visto más altiva. ¿Será que me desprecia? Sería muy propio de ella reprocharse lo que ha hecho por mí a causa únicamente de mi humilde cuna». Mientras Julián, dominado por los prejuicios adquiridos en los libros y corroborados por sus recuerdos de Verrières, perseguía la quimera de una amante tierna que deja de pensar en su propia existencia a partir del momento en que ha hecho la felicidad de su amado, la vanidad de Matilde se revolvía furiosa contra él. Como hacía más de dos meses que no se aburría, ya no le asustaba el tedio; y por eso, sin poder sospecharlo en lo más mínimo, Julián había perdido su principal, aliado. «¡Yo misma me he impuesto un dueño! —se decía Mlle. de La Mole, presa del más negro pesar—. Tiene un gran sentido del honor, es cierto; pero si pongo a prueba su vanidad, puede vengarse de mí divulgando la naturaleza de nuestras relaciones». Matilde nunca había tenido un amante, y en esas circunstancias de la vida que hasta en las almas más áridas hacen germinar las más tiernas ilusiones, ella seguía entregada a sus amargas reflexiones. «Tiene un poder inmenso sobre mí, puesto que me domina por el terror y puede castigarme de un modo atroz si le exaspero». Esta sola idea bastaba para que Mlle. de La Mole pensara en ofenderle. El valor era la primera cualidad de su carácter. No había nada que le produjera más agitación y que la curara del fondo de aburrimiento latente en ella como la idea de que se estaba jugando su existencia a cara o cruz. Al tercer día, como Mlle. de La Mole se obstinaba en no mirarle, Julián la siguió después de comer a la sala de billar, contrariándola visiblemente. —Ya veo, caballero —le dijo ella con mal contenida indignación—, que cree usted haber adquirido poderosos derechos sobre mí, puesto que, contra mi voluntad bien manifiesta, pretende hablarme... Sepa usted que nadie en el mundo se ha atrevido a tanto. Nada más gracioso que el diálogo de aquellos dos amantes; sin notarlo, se

sentían animados uno contra el otro del odio más feroz. Como ninguno de los dos tenía un carácter sufrido y, en cambio, sí tenían los hábitos de la buena sociedad, no tardaron mucho en declararse mutuamente que todo había terminado entre ellos para siempre. —Juro que guardaré el secreto eternamente —dijo Julián—, e incluso me atrevería a añadir que nunca volveré a dirigirle a usted la palabra, si no temiera dañar su reputación con un cambio tan marcado. Saludó con respeto y se marchó. Cumplía, sin demasiado esfuerzo, lo que él consideraba un deber; estaba muy lejos de figurarse enamorado de veras de Mlle. de La Mole. Indudablemente no la amaba tres días antes, cuando ella le había escondido en el armario de caoba, pero todo cambió rápidamente en su alma desde el momento en que se creyó enemistado con ella para siempre. Su memoria cruel se complacía en revivir los menores detalles de aquella noche que tan indiferente le había dejado en su momento. La noche misma que siguió a la riña definitiva, Julián estuvo a punto de volverse loco al verse obligado a confesarse que amaba a Matilde. Tras este descubrimiento, una serie de horribles combates se libraron en su alma; todos sus sentimientos estaban trastornados. Dos días después, en lugar de mostrarse orgulloso con M. de Croisenois, casi lo habría abrazado echándose a llorar. La costumbre del infortunio le inspiró un rasgo de cordura: se decidió a partir para el Languedoc²; hizo su equipaje y se dirigió a la casa de postas. Se sintió desfallecer cuando, al llegar allí, le dijeron que por una rara casualidad había una plaza libre para el día siguiente en la diligencia de Toulouse. Reservó el billete y volvió al palacio de La Mole a anunciar al marqués su partida. M. de La Mole había salido. Más muerto que vivo, Julián fue a esperarle a la biblioteca. ¡Cuál no sería su sobresalto al encontrar allí a Mlle. de La Mole! Al verle aparecer, ella adoptó un gesto hostil, perfectamente elocuente. Impulsado por su angustia, desconcertado por la sorpresa, Julián tuvo la flaqueza de decirle en un tono tiernísimo que le brotaba del alma:

—¿De manera que ya no me ama usted...? —Me horroriza la idea de haberme entregado a un cualquiera —respondió Matilde llorando de rabia contra sí misma. —¡A un cualquiera! —exclamó Julián. Y se abalanzó sobre una vieja espada medieval que se conservaba como un objeto curioso en la biblioteca. Su dolor, que él creía extremo en el momento de dirigirse a Mlle. de La Mole, se centuplicaba a causa de las lágrimas de vergüenza que ella le veía derramar. Se hubiera considerado el más feliz de los hombres de haber podido matarla allí mismo. En el momento en que, no sin dificultad, consiguió sacar la espada de su vaina antigua, Matilde, feliz con una sensación tan nueva, avanzó orgullosa hacia él. Sus lágrimas se habían secado. La imagen del marqués de La Mole, su bienhechor, se presentó, viva, en la imaginación de Julián. «¡Voy a matar a su hija! —se dijo—. ¡Qué horror!». Hizo un movimiento para arrojar la espada. «Seguramente —pensó— va a echarse a reír con este gesto de melodrama». Gracias a esta idea recobró toda su sangre fría. Examinó la hoja de la espada con curiosidad, como si tratase de descubrir en ella alguna mancha de herrumbre; luego la envainó de nuevo y, con la mayor tranquilidad, la volvió a colgar del clavo de bronce dorado que la sostenía. Toda esta maniobra, muy lenta al final, duró todo lo más un minuto. Mlle. de La Mole le contemplaba asombrada. «¡He estado a punto de morir a manos de mi amante!», se decía. Tal idea la retrotraía a los mejores tiempos del siglo de Carlos IX y de Enrique III. Permanecía inmóvil ante Julián, que acababa de colocar la espada en su sitio, y lo miraba con ojos en los que no quedaba ni un asomo de odio. Hay que reconocer que en aquel momento estaba realmente seductora; jamás mujer alguna estuvo más lejos de parecer una muñeca parisina. (Tal era la gran objeción de Julián contra las mujeres de aquella ciudad.) «Voy a caer de nuevo en una debilidad con él —pensó Matilde—. Y después de

semejante recaída, en el momento preciso en que acabo de hablarle con tanta crudeza, sí que se creería mi dueño y señor...». Y se alejó corriendo. «¡Dios mío, qué hermosa es! —exclamó Julián viéndola correr—. Ésta es la mujer que, aún no hace ocho días, se precipitaba en mis brazos con tanto ardor... ¡Y aquellos instantes no se repetirán jamás!... ¡Y todo por mi culpa! Y pensar que, para una vez que se me presentó algo tan extraordinario, tan interesante, me mostré del todo insensible... Tengo que reconocer que he nacido con un carácter torpe y desdichado». En ese momento apareció el marqués, y Julián se apresuró a anunciarle su viaje. —¿A dónde va usted? —preguntó el marqués. —Al Languedoc. —Perdone, pero no será así; está usted destinado a más altas empresas, y, si emprende usted algún viaje, será en dirección norte... Y lo que es más, hablando en términos militares: le acuartelo en el palacio. Me hará usted el favor de no ausentarse nunca más de dos o tres horas; puedo necesitarle de un momento a otro. Julián saludó y se retiró sin decir una palabra, dejando muy sorprendido al marqués. No se hallaba en disposición de hablar, y se encerró en su habitación. Allí pudo lamentarse con toda libertad de la atrocidad de su suerte. «De modo —pensaba— que ni siquiera alejarme puedo. ¡Dios sabe los días que el marqués me retendrá en París! ¿Qué va a ser de mí? ¡Y no tengo ni un amigo a quien consultar! El padre Pirard no me dejaría concluir la primera frase; el conde de Altamira me propondría tomar parte en alguna conspiración. Y el caso es que estoy loco, lo noto perfectamente, ¡sí, loco de remate! ¿Quién podría guiarme? ¿Qué va a ser de mí?».

CAPÍTULO XVIII

MOMENTOS CRUELES

¡Y me lo confiesa! ¡Y enumera las más leves circunstancias! ¡Sus bellos ojos fijos en los míos expresan el amor que sintió por otro!

SCHILLER

Mlle. de La Mole, entusiasmada, sólo pensaba en la dicha de haberse visto a punto de morir a manos de Julián. Llegaba incluso a decirse: «Es digno de ser mi dueño, puesto que ha estado en un tris de matarme. ¿Cuántos jóvenes de la alta sociedad habría que fundir juntos para obtener semejante impulso de pasión? Hay que reconocer que estaba imponente en el momento en que se subió a la silla para volver a colocar la espada en la misma posición en que la colocara el decorador. Después de todo, no ha sido una locura tan grande el amarle». Si en aquel instante se hubiese presentado un medio honroso de reanudar sus relaciones, lo habría aprovechado con el mayor placer. Julián, encerrado con llave en su cuarto, era presa de la más violenta desesperación. Era tal su extravío, que hasta sentía tentación de arrojarse a sus pies. Si en vez de estar oculto en un lugar apartado, hubiera andado errante por la casa y el jardín, de modo que hubiera podido aprovechar cualquier ocasión a su alcance, seguramente habría bastado un instante para que su horrible desgracia se hubiera trocado en la más excelsa felicidad. Pero de haber tenido la astucia cuya ausencia le reprochamos, no se habría producido el gesto sublime de abalanzarse sobre la espada, que en aquel

momento era lo que le tornaba tan irable a los ojos de Mlle. de La Mole. Aquel capricho favorable a Julián duró todo el día. Matilde se hacía una imagen encantadora de los breves instantes en que lo había amado, y lo echaba de menos. «De hecho —se decía—, mi pasión por ese pobre muchacho no ha durado a sus ojos más que desde la una de la madrugada, cuando le vi llegar por la escalera con todas sus pistolas en el bolsillo, hasta las ocho de la mañana. Un cuarto de hora después, mientras oía misa en Sainte-Valère, ya comencé a pensar que, después de lo ocurrido, se iba a creer mi dueño y que podría tratar de dominarme por medio del terror». Después de cenar, Mlle. de La Mole, lejos de rehuir a Julián, le habló y le instó a que la siguiese al jardín; él obedeció. Sólo le faltaba esta prueba. Matilde cedía, casi sin advertirlo, al amor que volvía a sentir por él. Encontraba un gran placer paseando a su lado, y miraba con curiosidad aquellas manos que por la mañana habían empuñado la espada contra ella. Después de un acto semejante, después de todo lo que había pasado, ya no podían seguir conversando de la misma manera. Poco a poco, Matilde comenzó a hacerle confidencias íntimas del estado de su corazón. Hallaba una rara voluptuosidad en aquel tipo de conversaciones, y llegó incluso a contarle los s de pasajero entusiasmo que había sentido por M. de Croisenois, por M. de Caylus... —¡Cómo! ¡Por M. de Caylus también! —exclamó Julián. Y sus palabras traslucían toda la amargura de los celos de un amante abandonado. Matilde lo juzgó así y no se dio por ofendida. Continuó torturando a Julián, detallándole sus sentimientos de otra época del modo más pintoresco y con el acento de la más íntima veracidad. Él advertía que ella le pintaba lo que tenía ante sus ojos; sentía una gran aflicción al observar que, a medida que iba hablando, Matilde hacía descubrimientos en su propio corazón. El tormento de los celos no podía ir más lejos. Sospechar que un rival pueda ser

amado, ya es bastante cruel; pero oír de labios de la mujer a quien se adora la descripción pormenorizada de su amor por el otro es, sin duda, el colmo del dolor. ¡Oh, qué duro castigo recibían en aquel momento los gestos de orgullo que habían llevado a Julián a creerse superior a los Caylus, a los Croisenois! ¡Con qué íntima y sincera amargura se exageraba las más insignificantes cualidades de aquellos hombres! ¡Con qué ardiente buena fe se despreciaba a sí mismo! Matilde le parecía adorable. Toda alabanza era insuficiente para expresar el exceso de su iración. Paseándose a su lado, observaba a hurtadillas sus manos, sus brazos, su porte de reina. Estaba a punto de caer a sus pies rendido de amor y de dolor, suplicando piedad. «¡Y esta criatura tan hermosa, tan superior en todo, que me amó una vez, va a amar dentro de poco M. de Caylus!». Julián no podía dudar de la sinceridad de Mlle. de La Mole; el acento de autenticidad era demasiado evidente en todo lo que decía. Para que no faltase absolutamente nada a su desdicha, hubo momentos en que Matilde, a fuerza de ocuparse de los sentimientos que en otro tiempo le inspiró M. de Caylus, llegó a hablar de él como si aquel amor no se hubiera extinguido todavía. Y en su acento, sin duda alguna, se reflejaba tal amor; Julián lo veía con claridad. No habría sufrido tanto Julián si le hubieran inundado el pecho de plomo derretido. En aquel paroxismo de dolor, ¿cómo podía adivinar el pobre muchacho que era precisamente por estar hablando con él por lo que Mlle. de La Mole se complacía en recordar las veleidades de amor que en otro tiempo había experimentado por M. de Caylus, o M. de Luz? Imposible expresar las agonías de Julián. Escuchaba las confidencias detalladas del amor sentido hacia otros en aquel mismo paseo de los tilos, donde pocos días antes había estado aguardando que diera la una para subir a su cuarto. Ningún ser humano podría soportar una desgracia más intensa. Ocho largos días duró este género de intimidad cruel. Matilde, unas veces parecía buscar las ocasiones de hablarle, otras no las rehuía; el tema de conversación al que siempre parecían volver con una especie de malsana voluptuosidad era el relato de los sentimientos que ella había albergado hacia otros hombres. Le hablaba de las cartas que había escrito, recordando hasta las

palabras y recitándole frases enteras. Los últimos días parecía contemplar a Julián con una especie de alegría maligna. Sus dolores constituían un vivo deleite para ella. Vemos muy bien que Julián adolecía de toda experiencia de la vida; ni siquiera había leído novelas. Si hubiera sido un poco menos torpe, habría dicho con toda su sangre fría a aquella joven, a la que tanto adoraba y que tan extrañas confidencias le hacía: «Reconozca que, aun cuando yo no puedo igualarme a ninguno de esos caballeros, sin embargo, es a mí a quien usted ama». Probablemente ella se habría sentido feliz de ser adivinada; por lo menos, el éxito habría dependido exclusivamente de la gracia con que Julián hubiera expresado su idea y del momento que hubiera elegido para ello. En todo caso, habría salido airoso de una situación que corría el riesgo de hacerse monótona a los ojos de Matilde. —¡Usted ya no me ama, y yo, que tanto la adoro! —le dijo Julián un día, loco de amor y de sufrimiento. Era, sin duda, la mayor torpeza que hubiera podido cometer. Aquella frase disipó, en un abrir y cerrar de ojos, todo el placer que Mlle. de La Mole encontraba detallándole los pormenores del estado de su alma. Comenzaba a extrañarse de que, después de lo que había pasado entre ellos, él no se ofendiera con sus confidencias, y hasta había llegado a sospechar, en el momento en que Julián salió con aquella necedad, que quizá ya no la amaba. «Sin duda el orgullo ha apagado su amor —se decía ella—. No es hombre capaz de verse impunemente preferido a individuos como Caylus, de Luz, Croisenois, que él mismo considera superiores a él. No, no le volveré a ver nunca a mis pies». Los días anteriores, en la ingenuidad de su desdicha, Julián solía dedicar sinceros elogios a las brillantes cualidades de aquellos señores, llegando incluso a exagerarlas. Aquel matiz no pasó inadvertido a Mlle. de La Mole, la cual, aunque sorprendida, no llegaba a adivinar la causa. El alma frenética de Julián, al alabar a un rival que suponía amado, participaba de su felicidad. Sus palabras, tan francas, pero tan estúpidas, lo trastocaron todo en un momento: Matilde, segura de ser amada, le despreció totalmente.

Paseaban juntos en el momento en que se le ocurrió pronunciar aquella frase desdichada. Nada más oírla, Matilde se dio media vuelta y lo dejó plantado; su última mirada expresó el más profundo desdén. Una vez dentro del salón, no volvió a mirarle en toda la velada. Al día siguiente, este desprecio se había adueñado de su corazón; ya no quedaba en él nada del estímulo que, durante ocho días, le había hecho sentir tanto placer en tratar a Julián como al amigo más íntimo: le molestaba su presencia. La sensación de Matilde casi llegó a convertirse en asco. Nada podría expresar el desdén que sentía cada vez que se encontraba con él. Julián fue incapaz de comprender lo que en aquellos ocho días había pasado en el corazón de Matilde, pero acusó perfectamente su desprecio. Tuvo el tacto de no presentarse ante ella sino muy rara vez, sólo lo imprescindible, y de no dirigirle siquiera la mirada. Pero el privarse de su presencia le costaba un enorme sacrificio. Creyó sentir que su desgracia aumentaba todavía más. «La resistencia del corazón humano no puede ir más lejos», se decía. Se pasaba la vida junto a una ventanita del desván del palacio, cuya persiana estaba cerrada herméticamente, y desde donde podía al menos ver a Mlle. de La Mole cuando salía al jardín. ¿Cuál no sería su sufrimiento cuando, después de comer, la veía pasearse con M. de Caylus, M. de Luz, o con cualquier otro por quien ella le había confesado haber sentido alguna inclinación en otro tiempo? Julián no se imaginaba que pudiera existir un sufrimiento tan intenso. Ocasiones hubo en que poco le faltó para ponerse a gritar. Su alma robusta se hallaba totalmente anonadada. Se le hacía odioso pensar en otra cosa que no fuese Mlle. de La Mole; no acertaba a redactar ni la carta más sencilla. —Está usted loco —le dijo el marqués. Julián, temblando ante la idea de que éste adivinara la causa de esa locura, alegó que estaba enfermo y consiguió que le creyeran. Afortunadamente, el marqués bromeó con él durante la comida, hablándole de su próximo viaje. Matilde comprendió que podía ser muy largo. Hacía ya varios días que Julián la

esquivaba, y los jóvenes tan brillantes que gozaban de todo aquello que le faltaba a aquel pobre ser tan pálido y sombrío, al que hacía poco amara, no conseguían ya sacarla de su ensimismamiento. «Una muchacha corriente —se decía ella— hubiera escogido al hombre ideal entre estos jóvenes que atraen todas las miradas en un salón; pero una de las particularidades del genio es no dejarse arrastrar por el camino trillado de la vulgaridad. Siendo la compañera de un hombre como Julián, a quien sólo le falta la fortuna que yo poseo, llamaría constantemente la atención, no pasaría inadvertida en la vida. Lejos de estar siempre temiendo una revolución, como mis primas, que por miedo al pueblo no se atreven a reñir al postillón que conduce mal, tendría la seguridad de representar un papel, y un papel importante, pues el hombre que he elegido tiene carácter y una ambición sin límites. ¿Qué le falta? ¿Amigos? ¿Dinero? Todo eso puedo dárselo yo». Pero en su pensamiento, trataba a Julián un poco como a un ser inferior cuyo amor se obtiene a voluntad.

CAPÍTULO XIX

LA ÓPERA BUFA

O how this spring of love resembleth The uncertain glory of an April day; Which now shows all the beauty of the sun And by and by a cloud takes all away!¹.

SHAKESPEARE

Preocupada por el porvenir y el papel relevante que esperaba jugar un día, Matilde llegó incluso a echar de menos las discusiones serias y metafísicas que solía tener con Julián. Cansada de tan elevados pensamientos, también añoraba alguna vez los momentos de dicha que había vivido a su lado. Estos últimos recuerdos casi siempre iban acompañados de remordimientos, que, en algunos instantes, la abrumaban. «Pero aun cuando se haya tenido una flaqueza —se decía—, es digno de una muchacha como yo no olvidar sus deberes salvo por un hombre de mérito; y nadie podrá decir que han sido sus hermosos bigotes o su gracia montando a caballo lo que me ha seducido, sino las profundas discusiones que he mantenido con él sobre el porvenir de Francia, sus ideas sobre la semejanza que puede haber entre los acontecimientos que se avecinan y la revolución de 1688 en Inglaterra. Es cierto que me he dejado seducir —respondía a sus remordimientos —; soy una mujer débil, pero, por lo menos, no me he dejado deslumbrar, como una muñeca, por las cualidades externas. Si hubiera una revolución, ¿por qué Julián Sorel no habría de representar en ella el papel de Roland y yo el de su

mujer?². Prefiero este papel al de Mme. de Staël. La inmoralidad de la conducta puede llegar a ser un obstáculo en nuestro siglo. Desde luego, no me podrán reprochar otra segunda debilidad: me moriría de vergüenza». Conviene advertir que las cavilaciones de Matilde no eran siempre tan serias como los pensamientos que acabamos de transcribir. Miraba a Julián y encontraba una gracia seductora en el más insignificante de sus actos. «Es indudable —se decía— que he conseguido destruir en él hasta la más ínfima idea de sus derechos sobre mí. El tono de dolor y de profunda pasión con que el pobre muchacho me dijo aquella frase de amor hace ocho días lo prueba plenamente, y hay que reconocer que fue una extravagancia por mi parte el molestarme por unas palabras tan cargadas de respeto y de pasión. ¿Acaso no soy su mujer? Aquella frase no pudo ser más natural ni más amable, por mucho que me obstine en pensar lo contrario. Julián seguía amándome aun después de unas conversaciones interminables, en las que, con refinada crueldad, sólo le hablaba de las veleidades amorosas que el tedio de la vida que llevo me había inspirado hacia esos jóvenes aristócratas de quienes tan celoso está. ¡Si supiera lo poco peligrosos que son para mí! Todos, a su lado, me parecen insulsos y copias perfectas unos de otros». Mientras se hacía estas reflexiones, Matilde trazaba maquinalmente unas rayas con un lápiz en una hoja de su álbum. Uno de los perfiles que acababa de trazar la dejó asombrada y encantada: se parecía a Julián de un modo sorprendente. «¡Es la voz del cielo! ¡He aquí uno de los muchos milagros del amor! —exclamó entusiasmada—. Sin proponérmelo, he dibujado su retrato». Corrió a encerrarse en su habitación y, con empeño, trató de hacer seriamente el retrato de Julián, pero no pudo conseguirlo: el perfil que había trazado al azar seguía siendo el que más se parecía. Matilde quedó maravillada, pues vio en ello una prueba evidente de su gran pasión. No dejó su álbum hasta ya bastante tarde, cuando la marquesa la mandó llamar para ir a la ópera italiana. Una vez allí, su única preocupación fue buscar a Julián con la mirada para que su madre lo invitara a acompañarlas. Pero él no apareció, y aquellas damas no disfrutaron en su palco de otra

compañía que la de seres vulgares. Matilde se pasó todo el primer acto soñando con el hombre al que amaba, con los arrebatos de la más viva pasión; pero en el segundo, una frase de amor cantada, preciso es reconocerlo, con una melodía digna de Cimarosa, dejó una honda impronta en su corazón. La heroína de la ópera decía: «Tengo que castigarme por el exceso de adoración que me inspira. ¡Le amo tanto!». Desde el momento en que oyó aquella cantilena sublime, todo lo que había en el mundo se borró de la imaginación de Matilde. Le hablaban y no respondía. Su madre la reñía y ella apenas le dirigía la mirada. Su éxtasis alcanzó un estado de exaltación y de pasión comparables a las más violentas sensaciones que Julián venía experimentando por ella desde hacía algunos días. La romanza, rebosante de una gracia divina a la que se ajustaba la máxima que ella encontraba tan en armonía con su situación, la ocupaba por entero cuando no pensaba directamente en Julián. Gracias a su amor por la música, Matilde sintió aquella noche lo que siempre sentía Mme. de Rênal cada vez que pensaba en Julián. El amor cerebral supone, sin duda alguna, un mayor ingenio que el amor verdadero, pero sólo por instantes conoce el entusiasmo; es demasiado consciente de sí mismo, se juzga sin cesar, y, lejos de permitir que la razón se extravíe, se asienta en razonamientos. De regreso a casa, a pesar de las observaciones de Mme. de La Mole, Matilde pretextó tener fiebre, y pasó una parte de la noche repitiendo aquella romanza en el piano y cantando la letra de la célebre tonada que tanto le había entusiasmado.

Devo punirmi, devo punirmi, se troppo amai..., etc.³.

El resultado de aquella noche de extravío fue que se creyó curada de su amor. (Esta página perjudicará en más de un aspecto a su desdichado autor. Las almas frías le acusarán de indecencia. No supone ninguna clase de injuria para las jóvenes que brillan en los salones de París el suponer que una sola de ellas puede llegar a sentir los arrebatos de locura que degradan el carácter de Matilde. Este personaje es completamente imaginario, y hasta puede decirse que imaginado

fuera de las costumbres sociales que han de asegurar, por los siglos de los siglos, un rango tan distinguido a la civilización del siglo XIX. No es precisamente la prudencia lo que les falta a las jovencitas que han realzado con su presencia los bailes de este invierno. Tampoco creo que se las pueda acusar de desdeñar demasiado una brillante fortuna, caballos, hermosas propiedades y todo lo que asegura una posición agradable en el mundo. Lejos de no ver sólo aburrimiento en todos estos privilegios, suelen ser, en general, objeto de los más fervientes deseos, y si existe pasión en los corazones, ellos son quienes la inspiran. Tampoco es el amor el que se encarga de labrar la fortuna de los jóvenes dotados de algún talento como Julián; para ellos la única salida consiste en aliarse con lazos estrechos a una camarilla, y si ésta logra imponerse, todas las cosas buenas de la soceidad llueven sobre ellos. Pobre del hombre estudioso que no pertenece a ninguna camarilla, pues le reprocharán hasta los éxitos más insignificantes e inciertos, en tanto que la elevada virtud triunfará a costa suya. No olvide usted, querido lector, que una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino. Tan pronto refleja el cielo azul, como el fango de los lodazales del camino. ¿Por qué acusar de inmoral al hombre que lleva el espejo en su mochila? ¡El espejo refleja el fango y usted acusa al espejo! Más justo sería acusar al camino donde está el cenagal, o mejor aún al inspector de caminos, que permite que el agua se encharque y lo forme. Y ahora, una vez dejado en claro que el carácter de Matilde es imposible que se dé en nuestro siglo, no menos prudente que virtuoso, se atenúa mi miedo de irritar a nadie continuando el relato de las locuras de esta amable muchacha). Todo el día siguiente se lo pasó acechando las ocasiones de asegurarse de su triunfo sobre su loca pasión. Su objetivo principal era desagradar en todo a Julián, pero no dejó escapar ninguno de sus movimientos. Julián se sentía demasiado desgraciado, y sobre todo estaba demasiado inquieto para adivinar una maniobra pasional tan complicada, y aún menos podía ver todo lo que había en ella de favorable para él. Pagó las consecuencias de su ceguera, pues nunca quizá había sido tan excesivo su dolor. Tenía tan poco dominio sobre sí mismo, que si algún filósofo pesimista le hubiera dicho: «Procura aprovechar rápidamente las disposiciones que te van a ser favorables; en este género de amor cerebral que se estila en París, la misma manera de comportarse no puede durar más de dos días», no lo habría comprendido. Pero, por muy exaltado que estuviese, Julián era hombre de honor. Su deber primordial era la discreción, y así lo entendió. Pedir consejo, contar su suplicio al primero en llegar hubiese sido para él una dicha comparable a la del desgraciado que, atravesando un

desierto abrasador, recibiera una gota de agua helada del cielo. Advirtió el peligro y, por miedo a responder con un torrente de lágrimas al indiscreto que le interrogase, se encerró en su cuarto. Vio a Matilde paseándose durante mucho tiempo por el jardín. Cuando por fin se alejó, bajo él y se acercó a un rosal del que ella había cortado una flor. La noche era oscura y pudo entregarse a todo su dolor sin temor a ser visto. Para él era evidente que Mlle. de La Mole andaba ahora enamorada de alguno de aquellos jóvenes oficiales con los que hacía poco hablaba tan alegremente. Antes lo había amado a él, pero había acabado por constatar su escaso mérito. «Es verdad que mis méritos son parcos —se decía Julián con plena convicción —; en realidad, soy un ser insignificante, vulgar, muy cobarte, muy fastidioso para los demás y muy insoportable para mí mismo». Se sentía mortalmente asqueado de todas sus buenas cualidades, de todas las cosas que hasta entonces había amado con entusiasmo; y, en aquel estado de imaginación trastornada, se empeñaba en juzgar la vida valiéndose de dicha imaginación. Este error es propio de un hombre superior. Varias veces le pasó por la mente la idea del suicidio⁴; era una imagen llena de encantos para él, como un descanso delicioso, como el vaso de agua helada ofrecido al desdichado que se muere de calor y de sed en el desierto. «Mi muerte no haría más que acentuar el desprecio que siente por mí — exclamaba—. ¡Qué mal recuerdo le dejaría!». A un ser sumido en este último abismo de desventura no le queda más recurso que el valor. Julián no tuvo la suficiente sagacidad para decirse: «¡Hay que atreverse!»; pero, al mirar la ventana del cuarto de Matilde, vio a través de las persianas que en ese momento apagaba la luz. Rememoraba aquella habitación encantadora que desgraciadamente sólo había visto una vez en su vida. Su imaginación no alcanzaba a más. Dio la una. Oír el sonido de la campana y decirse: «Voy a subir con la escalera», fue cuestión de un instante. Aquello fue un destello de inspiración; los razonamientos acudieron en tropel. «¿Puedo ser más desgraciado?», se dijo.

Corrió a buscar la escalera, pero el jardinero la había sujetado con una cadena. Con la ayuda del gatillo de una de sus pistolas, que rompió, Julián, animado en aquel momento por una fuerza sobrehumana, torció uno de los eslabones de la cadena que retenía la escalera. Le bastaron unos pocos minutos para apoderarse de ella y, acto seguido, la apoyó en la ventana de Matilde. «Se va a enfadar; me va a abrumar con su desprecio, pero ¿qué más da? Le doy un beso, un último beso, subo a mi cuarto y me pego un tiro... ¡Mis labios habrán rozado su mejilla antes de morir!». Subió volando la escalera y dio unos golpes en la persiana. Al cabo de unos instantes, Matilde lo oye e intenta abrir la ventana, pero la escalera se lo impide. Julián, entonces, se agarra al gancho de hierro destinado a mantener abiertas las contraventanas, y, a riesgo de precipitarse mil veces sobre el suelo, da una violenta sacudida a la escalera y la retira un poco. Matilde consigue abrir la persiana. Julián irrumpe en el cuarto más muerto que vivo. —¡Eres tú! —exclama ella arrojándose en sus brazos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¿Quién podrá describir el exceso de dicha de Julián? El de Matilde no fue menor. Le hablaba contra su propia voluntad y se acusaba ante él. —Castígame por mi atroz orgullo —le decía estrechándolo tanto entre sus brazos que casi lo asfixiaba—. Eres mi dueño, yo soy tu esclava; tengo que pedirte perdón de rodillas por haber querido rebelarme. Y se separaba de sus brazos para caer a sus pies. —Sí, eres mi dueño —le decía otra vez, ebria de dicha y de amor—. Reina para siempre en mí; castiga severamente a tu esclava cuando quiera rebelarse. Hubo un momento en que se arrancó de sus brazos, encendió la vela, y Julián tuvo que hacer un gran esfuerzo para impedir que se cortara un enorme mechón de sus cabellos.

—Así me acordaré —le dijo ella— de que soy tu sierva. Si alguna vez un execrable orgullo viene a perturbarme, muéstrame estos cabellos y dime: «Ya no se trata del amor, ni de la emoción que tu alma pueda sentir en este momento: juraste obedecerme; obedece por tu honor». Pero será más prudente suprimir la descripción de tales muestras de extravío y de felicidad. La virtud de Julián fue tan grande como su dicha. —Tengo que marcharme por donde vine —dijo a Matilde cuando el alba comenzó a dibujar por el oriente las lejanas chimeneas que se erguían más allá de los jardines—. El sacrificio que me impongo es digno de ti. Me privo de algunas horas de la dicha mayor que un alma humana puede gozar, es un sacrificio que hago en aras de tu reputación. Si conoces mi corazón, comprenderás la violencia que me impongo. ¿Serás siempre para mí como en este momento? Pero el honor se impone, y eso basta. Has de saber que, después de nuestra primera entrevista, no todas las sospechas recayeron sobre los ladrones. M. de La Mole ha montado una guardia en el jardín. M. de Croisenois está rodeado de espías, se sabe lo que hace todas las noches. Al oír aquello, Matilde se echó a reír a carcajadas. Su madre y una doncella de servicio se despertaron e inmediatamente comenzaron a hablarle a través de la puerta. Julián la miró, ella palideció mientras reñía a la doncella y ni siquiera se dignó dirigir la palabra a su madre. —¡Pero si se les ocurre abrir la ventana, verán la escalera! —le dijo Julián. La estrechó una vez más entre sus brazos, se abalanzó sobre la escalera y, más que bajarla, se dejó deslizar por ella; en un momento estuvo en el suelo. Tres segundos más tarde, la escalera estaba en el paseo de los tilos y el honor de Matilde a salvo. Julián, un poco más sereno ya, se encontró ensangrentado y medio desnudo: se había lastimado al dejarse caer sin precaución. El exceso de felicidad le había devuelto toda la energía de su carácter: si en aquel momento se hubieran presentado veinte hombres con intención de atacarle, hacerles frente él solo no habría sido sino un placer más. Afortunadamente, sus virtudes militares no fueron puestas a prueba. Dejó, pues, la escalera en su sitio, colocó nuevamente la cadena que la sujetaba y no olvidó borrar las huellas que

había dejado en el macizo de flores exóticas, bajo la ventana de Matilde. Mientras, en la oscuridad, Julián pasaba la mano sobre la tierra blanda para asegurarse de que no quedaban rastros acusadores, sintió caer algo en sus manos: era un gran mechón de pelo de Matilde, que ésta se había cortado y se lo arrojaba. Ella estaba en la ventana. —Ahí tienes lo que te envía tu sierva —le dijo en voz bastante alta—, como prenda de obediencia eterna. Desde hoy renuncio al ejercicio de mi razón; sé tú mi dueño. Julián, vencido, estuvo a punto de volver a buscar la escalera y subir a su cuarto, pero la sensatez, por fin, se impuso. Entrar en el palacio desde el jardín no era cosa fácil. Consiguió forzar la puerta de un sótano. Una vez dentro del edificio, se vio obligado a descerrajar, lo más silenciosamente que pudo, la puerta de su cuarto, pues en su turbación, al tener que abandonar tan apresuradamente la habitación de Matilde, se había dejado la llave en el bolsillo de su traje. «¡Con tal de que a ella se le ocurra esconder todos esos despojos mortales!», pensó. Por fin, el cansancio pudo más que la felicidad, y, al salir el sol, cayó en un profundo sueño. La campana del almuerzo le despertó con dificultad. Se presentó en el comedor. Poco después apareció Matilde. El orgullo de Julián pudo darse por satisfecho al ver el amor que se reflejaba en los ojos de aquella persona tan hermosa y rodeada de tantos homenajes, pero no pasó mucho tiempo sin que su prudencia tuviese motivos para sentirse alarmada. So pretexto del poco tiempo que había tenido para estudiar un peinado conveniente, Matilde había arreglado sus cabellos de modo que Julián pudiera advertir a la primera ojeada toda la extensión del sacrificio que había hecho por él al cortárselos la noche precedente. Si algo hubiera podido afear un rostro tan hermoso, seguramente Matilde lo habría conseguido. Todo un lado de sus hermosos cabellos, de un rubio ceniciento, había caído al filo de la implacable tijera a media pulgada del cráneo.

Durante el almuerzo, toda la conducta de Matilde estuvo en consonancia perfecta con esta primera imprudencia. Se hubiera dicho que se imponía el deber de pregonar ante todo el mundo su loca pasión por Julián. Afortunadamente, aquel día M. de La Mole y la marquesa estaban muy ocupados con una nueva promoción de cordons bleus que iba a tener lugar, y en la que no figuraba M. de Chaulnes. Hacia el final de la comida, a Matilde, mientras hablaba con Julián, se le ocurrió llamarle dueño mío, y él se ruborizó hasta el blanco de los ojos. Bien fuera por casualidad o hecho a propósito, el caso es que Mme. de La Mole no dejó sola un minuto aquel día a Matilde. Por la noche, al trasladarse del comedor al salón, encontró, sin embargo, un momento para decir a Julián: —¿Vas a creer que es un pretexto por mi parte? Mamá acaba de disponer que una de sus doncellas duerma en mis habitaciones. Aquel día pasó como un relámpago. Julián se sentía colmado de felicidad. A las siete de la mañana del día siguiente ya estaba instalado en la biblioteca esperando que Mlle. de La Mole se dignase aparecer: le había escrito una carta interminable. No la vio sin embargo hasta muchas horas después, en la comida. Iba peinada con sumo esmero: un arte maravilloso se había encargado de disimular la falta de los cabellos cortados. Miró dos o tres veces a Julián, pero con ojos tranquilos y corteses; ya no se le ocurría llamarle dueño mío. El asombro de Julián le impedía respirar... Matilde se reprochaba casi todo lo que había hecho por él. Reflexionando detenidamente, había llegado a la conclusión de que, si bien Julián no era un ser absolutamente vulgar, tampoco resultaba tan fuera de lo común para merecer todas las extrañas locuras que ella se había atrevido a cometer por él. En resumen: ya no pensaba en el amor; aquel día se encontraba cansada de amar. En cuanto a Julián, los impulsos de su corazón fueron los de un niño de dieciséis años. La duda horrible, el asombro, la desesperación se fueron sucediendo alternativamente en su espíritu durante aquella comida que le pareció interminable. En cuanto pudo levantarse de la mesa sin llamar la atención, corrió hacia las

caballerizas, ensilló él mismo un caballo y partió al galope: temía deshonrarse con alguna debilidad. «Necesito matar mi corazón a fuerza de cansancio físico —se decía galopando por los bosques de Meudon—. ¿Qué he hecho, qué he dicho para caer en tal desgracia? Hoy no debo hacer nada, ni decir nada —pensó al volver al palacio —, sino estar muerto físicamente como lo estoy moralmente. Julián ya no existe; es su cadáver el que aún se agita».

CAPÍTULO XX

EL JARRÓN JAPONÉS

Su corazón no abarca en un principio toda la extensión de su desdicha; está más turbado que conmovido. Pero a medida que va recobrando la razón, siente lo insondable de su infortunio. Cuantos placeres hay en la vida son ya nulos para él. Sólo percibe los aguijones de la desesperación que desgarra su pecho. Pero ¿a qué hablar de dolores físicos? ¿Qué dolor corporal es comparable a éste?

JEAN PAUL

Llamaban para la cena y Julián tuvo el tiempo justo de vestirse. Encontró en el salón a Matilde, que instaba a M. de Croisenois y a su hermano a que no fueran a pasar la velada a Suresnes, en casa de la mariscala de Fervaques. Difícilmente habría podido estar más seductora y más amable con ellos. Después de comer se presentaron M. de Luz, M. de Caylus y varios amigos suyos. Se hubiese dicho que Mlle. de La Mole había recobrado, junto con el culto a la amistad fraterna, el de las más escrupulosas conveniencias. Aun cuando aquella noche hacía un tiempo espléndido, ella insistió en no salir al jardín. No quería que se alejasen de la poltrona en que estaba sentada Mme. de La Mole. El sofá azul fue, como en invierno, el centro del grupo. El jardín se le había hecho antipático a Matilde, o por lo menos le parecía perfectamente enojoso: estaba unido al recuerdo de Julián. La desdicha aminora la perspicacia. Nuestro héroe cometió la torpeza de detenerse cerca de aquella sillita de anea que había sido testigo de sus brillantes triunfos de otro tiempo. Hoy nadie le dirigía la palabra; su presencia parecía pasar inadvertida o algo peor aún. Los amigos de Mlle. de La Mole, que estaban

colocados cerca de él en el extremo del sofá, afectaban darle la espalda, o por lo menos él lo creyó así. «He caído en desgracia como un vulgar cortesano», pensó, y se puso a estudiar un instante a las personas que pretendían abrumarle con su desdén. Un tío de M. de Luz desempeñaba un alto cargo en la corte del rey; de aquí que este apuesto oficial, cada vez que se acercaba un nuevo contertulio, iniciase su conversación con la siguiente particularidad interesante: su tío se había puesto en camino hacia Saint-Cloud a las siete y pensaba hacer noche allí. Este detalle era introducido siempre con la apariencia de la mayor sencillez, pero nunca lo omitía. Observando a M. de Croisenois con la mirada severa que le infundía la desgracia, Julián advirtió la extremada influencia que en aquel amable y bondadoso joven ejercían las causas ocultas, hasta el punto de entristecerse y malhumorarse si veía que alguien atribuía cualquier hecho de cierta importancia a una causa simple y natural. «Hay en él un rasgo de locura —se dijo Julián—. Este carácter tiene una semejanza sorprendente con el del emperador Alejandro, tal y como me lo describió el príncipe Korasoff». Durante el primer año de su estancia en París, el pobre Julián, recién salido del seminario, deslumbrado por las gracias, tan nuevas para él, de todos aquellos amables jóvenes, no había hecho otra cosa que irarlos. Tan sólo ahora comenzaba a dibujarse su verdadero carácter ante sus ojos. «Estoy representando aquí un papel indigno», se dijo de repente. Tenía que dejar su sillita de anea de una forma airosa, sin llamar la atención. Quiso improvisar y pidió un recurso plausible a su imaginación, ocupada en otros menesteres. Se hacía preciso recurrir a la memoria, pero la verdad era que la suya no andaba muy rica en recursos de este género. El pobre muchacho tenía aún muy poca mundología, y su torpeza fue tan palpable, que todos pusieron sus ojos en él cuando se levantó para dejar el salón. Era demasiado evidente la desgracia en su forma de comportarse. Estaba desempeñando, desde hacía tres cuartos de hora, el papel de un subalterno importuno, ante el cual nadie se toma la molestia de ocultar lo que piensa de él.

Las observaciones críticas que acababa de hacer sobre sus rivales le impidieron, sin embargo, tomar su desgracia muy por lo trágico; para sostener su orgullo procuraba mantener vivo el recuerdo de lo ocurrido la antevíspera. «Por muchas ventajas que tengan sobre mí —pensaba al salir solo al jardín—, Matilde no ha sido para ninguno de ellos lo que dos veces se ha dignado ser para mí». Su talento no dio para más. No comprendía en modo alguno el carácter de la singular persona que el azar acababa de erigir en dueña absoluta de toda su felicidad. Toda la mañana siguiente la consagró a reventar de fatiga tanto a él como a su caballo. Por la noche ni siquiera intentó acercarse al sofá azul, que, como la velada anterior, ocupó Matilde. Observó que el conde Norberto ni siquiera se dignaba mirarle cuando se encontraban en algún lugar del palacio. «Debe de violentarse mucho —pensó—, él que es tan bien educado por naturaleza». Dormir habría sido para Julián toda una dicha. A pesar el cansancio físico, determinados recuerdos demasiado seductores comenzaban a invadir su imaginación. No tuvo el talento de comprender que, con sus grandes cabalgadas por los bosques de los alrededores de París, que sólo actuaban sobre su espíritu y en modo alguno sobre el de Matilde, ni sobre su corazón, dejaba su destino entregado al azar. Le parecía que sólo una cosa aportaría a su dolor un alivio infinito: hablar con Matilde. Y, sin embargo, ¿qué se atrevería a decirle? Se hallaba ensimismado profundamente con esta idea una mañana a las siete, cuando de pronto la vio entrar en la biblioteca. —Sé que desea usted hablarme, señor. —¡Dios santo! ¿Cómo lo sabe usted? —Eso no importa. El caso es que lo sé y basta. Si no es usted hombre de honor, puede perderme, o por lo menos intentarlo; pero semejante peligro, que no creo real, no me impedirá ser sincera. No le amo a usted ya; mi loca imaginación me

ha engañado... Ante aquel golpe terrible, Julián, loco de amor y de dolor, trató de justificarse. Nada más absurdo. ¿Puede uno justificarse de no ser del agrado de una mujer? Pero la razón había perdido todo ascendiente sobre sus actos. Un instinto ciego le impulsaba a retrasar la decisión de su suerte. Le parecía que mientras siguiera hablando no todo estaba perdido. Matilde no escuchaba sus palabras, le irritaba el sonido de su voz, no concebía que pudiera tener la audacia de interrumpirla. Los remordimientos de la virtud y los del orgullo la hacían sentirse aquella mañana igualmente desgraciada. Estaba, en cierto modo, anonadada por la espantosa idea de haber permitido que un curita, hijo de un campesino, adquiriera derechos sobre ella. «Es lo mismo —se decía en los momentos en que se exageraba su desgracia— que si tuviera que reprocharme alguna flaqueza con uno de mis lacayos». Los temperamentos atrevidos y orgullosos pasan con facilidad pasmosa de la cólera contra sí mismos al enfurecimiento contra los demás; los arrebatos de furor constituyen en tal caso un vivo placer. En un instante, Mlle. de La Mole llegó incluso a abrumar a Julián con las más excesivas muestras de desprecio. Poseía una gran mordacidad, que sobresalía particularmente cuando se trataba de torturar el amor propio de los demás e infligirles las más crueles heridas. Por primera vez en su vida, Julián se hallaba sometido a la acción de un talento superior al suyo, animado del odio más violento contra él. Lejos de pensar ni remotamente en aquel momento en defenderse, acabó por despreciarse a sí mismo. Al sentirse abrumado por aquellas muestras de desprecio, calculadas con tanto ingenio para destruir la buena opinión que él podía tener de sí mismo, le parecía que Matilde tenía razón y que incluso se quedaba corta en lo que le decía. En cuanto a ella, su orgullo experimentaba un delicioso placer castigándolo a él y castigándose a sí misma por la adoración que le había profesado unos días antes. Por primera vez no necesitaba inventar ni pensar las frases crueles que le dirigía con tanta complacencia; no hacía más que repetir lo que, desde ocho días antes,

argüía en su corazón el abogado de la parte contraria del amor. Cada palabra centuplicaba el horrible sufrimiento de Julián. Quiso huir de allí, pero Mlle. de La Mole lo retuvo por un brazo con ademán autoritario. —Tenga usted en cuenta —le dijo él— que está hablando muy alto y que pueden oírla desde la habitación contigua. —¡Qué importa! —repuso con altivez Mlle. de La Mole—. ¿Quién va a atreverse a decir que me ha oído? Quiero curar para siempre su amor propio de las ilusiones que haya podido forjarse sobre mí. Cuando Julián pudo salir de la biblioteca, estaba tan estupefacto que sentía menos su infortunio. «Está visto que ya no me ama —se repetía en voz alta, como para hacerse cargo plenamente de su nueva situación—. Al parecer sólo me ha amado ocho o diez días, y yo, en cambio, la amaré toda la vida. ¿Cómo es posible? ¡Si tan sólo hace unos pocos días no significaba nada, absolutamente nada para mi corazón!...». Los goces del orgullo henchían el corazón de Matilde. ¡Había, pues, conseguido romper para siempre! Triunfar tan completamente de una inclinación tan poderosa le haría sentirse feliz del todo. «Así comprenderá ese caballerito, de una vez por todas, que nunca tendrá ningún poder sobre mí». Era tal su complacencia, que realmente no sentía nada de amor en aquel momento. Después de una escena tan atroz y tan humillante, el amor habría sido ya imposible en otro ser menos apasionado que Julián. Sin perder un ápice de su compostura, Mlle. de La Mole le había dirigido frases tan desagradables, tan bien calculadas, que pueden parecer verdad hasta cuando se las recuerda después fríamente. La conclusión que, en un primer momento, sacó Julián de una escena tan extraña fue que Matilde tenía un orgullo desmedido. Él creía firmemente que todo había acabado para siempre entre los dos, y, sin embargo, al día siguiente, en el almuerzo, estuvo torpe y tímido con ella. Aquel era un defecto que nadie había

podido reprocharle hasta entonces. En las pequeñas, lo mismo que en las grandes vicisitudes, sabía siempre con exactitud lo que debía y quería hacer, y lo ejecutaba. Aquel día, después del almuerzo, Mme. de La Mole le pidió un folleto sedicioso y bastante raro que su capellán le había traído por la mañana en secreto. Julián, al ir a cogerlo de encima de una consola, hizo caer un jarrón antiguo de porcelana azul, feo a más no poder. Mme. de La Mole se levantó dando un grito de angustia y fue a contemplar de cerca los restos de su querido jarrón. —Era un jarrón japonés muy antiguo —dijo—. Un recuerdo de mi tía abuela, la abadesa de Chelles; se lo regalaron los holandeses al duque de Orleáns, el Regente, y éste, a su vez, a su hija... Matilde había seguido los movimientos de su madre, encantada de ver roto aquel jarrón azul que le parecía horriblemente feo. Julián permanecía silencioso y no muy turbado, cuando, de repente, vio a Mlle. de La Mole muy cerca de él. —Ese jarrón —le dijo él— ha quedado destruido para siempre; lo mismo ocurre con un sentimiento que un día fue dueño de mi corazón. Le ruego acepte mis excusas por todas las locuras que me ha hecho cometer... Y se marchó. —Cualquiera diría —exclamó Mme. de La Mole viéndolo marchar— que este M. Sorel está orgulloso y contento de lo que acaba de hacer. Aquella frase dio de lleno en el corazón de Matilde. «Es cierto. Mi madre ha dado en el quid; ése es justo el sentimiento que le anima». Sólo entonces cesó la alegría que le había producido la escena de la víspera. «Está bien, todo ha terminado —se dijo ella con una aparente calma—. Me queda, eso sí, un gran ejemplo: mi error fue tremendo y humillante; me servirá de escarmiento para el resto de mi vida».

«¡Ojalá fuera verdad lo que he dicho! —pensaba Julián—. ¿Por qué me seguirá atormentando aún el amor que sentía por esta loca?». Aquel amor, lejos de extinguirse como él esperaba, hizo rápidos progresos. «Está loca, es verdad —se decía—, pero, ¿es por eso menos adorable? ¿Cabe concebir una muchacha más bonita? ¿Acaso no atesora todo lo más selecto que la civilización más refinada puede ofrecer a un mortal?». Los recuerdos de la felicidad pretérita se apoderaban de Julián y destruían rápidamente todos los argumentos edificados por su razón. Por mucho que el entendimiento luche contra los recuerdos de este género, sus severos análisis no hacen más que aumentar su encanto. Veinticuatro horas después de la rotura del jarrón japonés antiguo, Julián era decididamente uno de los hombres más desdichados.

CAPÍTULO XXI

LA NOTA SECRETA ¹

Todo cuanto refiero lo he visto, y si he podido engañarme al verlo, de seguro que no os engaño al decíroslo.

Carta al autor

El marqués le mandó llamar. M. de La Mole parecía rejuvenecido; sus ojos le brillaban. —Hablemos un poco de su memoria —le dijo a Julián—; dicen que es prodigiosa. ¿Podría usted aprenderse cuatro páginas e ir luego a recitarlas a Londres? Pero sin cambiar ni una sola palabra, se entiende... El marqués estrujaba nerviosamente entre sus manos el número de la Quotidienne de ese mismo día, y trataba inútilmente de disimular un aire de preocupación que Julián no le había visto nunca, ni siquiera cuando se ocupaba de su pleito con el vicario Frilair. Julián tenía ya la suficiente experiencia como para comprender que debía dejarse engañar por el tono frívolo que adoptaba hablando el marqués. —Este ejemplar de la Quotidienne quizá no sea muy divertido, pero, si el señor marqués lo permite, mañana por la mañana tendré el honor de recitárselo entero. —¡Cómo! ¿Hasta los anuncios?

—Al pie de la letra y sin variar una coma. —¿Me da usted su palabra de honor? —repuso el marqués con repentina gravedad. —Sí, señor: tan sólo el temor de faltar a ella podría ofuscar mi memoria. —Es que ayer me olvidé de hacerle esta pregunta. No le exijo a usted juramento de que jamás repetirá lo que va a oír; le conozco demasiado bien para hacerle esta ofensa. He respondido de usted. Voy a llevarle a un salón en el que se reunirán doce personas; usted tomará nota de lo que cada una de ellas diga. No se inquiete usted; no será una conversación confusa. Cada uno hablará por turno, aunque no puedo asegurar que lo hagan por orden —añadió el marqués, adoptando de nuevo el tono frívolo y ligero que le era tan peculiar—. Mientras hablemos, usted escribirá una veintena de páginas; luego volverá usted aquí conmigo y las reduciremos a cuatro, que son las que usted habrá de recitarme mañana por la mañana, en vez del número de la Quotidienne. Inmediatamente después saldrá usted de viaje. Cuidará de comportarse como un joven que viaja por diversión. Lo esencial será que nadie se fije en usted. Visitará a un gran personaje. Una vez allí necesitará desplegar toda su sagacidad. Se verá obligado a engañar a todos los que le rodeen, pues entre sus secretarios, entre sus criados, hay gentes vendidas a nuestros enemigos y que están al acecho para interceptar el paso a nuestros agentes. Llevará usted una carta de recomendación insignificante. En el momento en que Su Excelencia le mire, sacará usted este reloj mío que le presto para el viaje. Helo aquí. Tómelo y déme usted el suyo. El duque en persona se dignará escribir conforme usted se las dicte las cuatro páginas que se habrá aprendido de memoria. Una vez hecho esto, pero no antes, fíjese bien, podrá usted, si Su Excelencia le interroga, entrar en los detalles de la sesión a la que va a asistir hoy. Una cosa que le impedirá aburrirse durante el viaje es que entre París y la residencia del ministro hay gentes que no desearían nada mejor que suprimir de un tiro al padre Sorel. En ese caso, su misión acabaría, y ello nos ocasionaría un gran retraso, pues, mi querido amigo, ¿cómo íbamos a enterarnos de su muerte? Su celo no podría llegar hasta el punto de darnos parte de la misma. Vaya inmediatamente a comprarse un equipo completo —añadió el marqués con gravedad—. Vístase a la moda de hace dos años. Esta noche debe usted presentarse con un aspecto poco cuidado. En el viaje, por el contrario, irá usted como de costumbre. ¿Le sorprende todo esto? ¿Le permite su desconfianza adivinar algo?... Sí, amigo mío, uno de los venerables personajes cuya opinión va usted a oír es muy capaz de enviar informes a resultas de los

cuales bien podrían darle a usted, por lo menos, una dosis de opio, por la noche, en alguna hostería donde pare a cenar. —Entonces —dijo Julián—, tal vez fuera más acertado hacer de un tirón treinta leguas y no seguir el camino directo. Se trata de ir a Roma, supongo... El marqués adoptó una expresión altiva y descontenta que Julián no había visto en él desde Bray-le-Haut. —Eso lo sabrá usted cuando yo juzgue oportuno decírselo. No me gustan las preguntas. —Esto no pretendía ser una pregunta —repuso Julián con efusión—. Le juro, señor marqués, que estaba pensando en voz alta y buscaba en mi mente el camino más seguro. —Sí, y al parecer su mente le llevaba muy lejos. No olvide usted nunca que un embajador, y más aún si es tan joven como usted, no debe dar la sensación de forzar la confianza. Julián quedó muy mortificado; había cometido un desliz. Su amor propio buscaba una disculpa y no la encontraba. —Comprenda usted —añadió M. de La Mole—, que siempre que uno hace una tontería pretende justificarla apelando a su corazón. Una hora más tarde, Julián estaba en la antesala del marqués con un aspecto de subalterno, un traje pasado de moda, una corbata de blancura dudosa y afectando cierto aire de rusticidad. Al verle, el marqués se echó a reír, y sólo entonces resultó completa la justificación de Julián. «Si este joven me traiciona, ¿de quién fiarse? —se decía el marqués—. Y, sin embargo, cuando se actúa no hay más remedio que confiar en alguien. Mi hijo y sus elegantes amigos del mismo gremio son valientes y poseen la fidelidad de cien mil hombres juntos; si fuera cuestión de batirse, lucharían hasta perecer en las gradas del trono; lo saben todo..., excepto lo que se precisa en el momento adecuado. Que el diablo me lleve si veo entre ellos a uno solo que pueda ser capaz de aprenderse de memoria cuatro páginas y hacer cien leguas sin que le

descubran la pista. Norberto sabría dejarse matar como sus antepasados, pero eso también lo sabe hacer un recluta...». El marqués quedó sumido en una profunda ensoñación, y, con un suspiro, murmuró: «Y en cuanto a dejarse matar, quizá este Sorel lo sabría hacer tan bien como él...». —Subamos al coche —dijo el marqués como queriendo alejar una idea importuna. —Señor —apuntó Julián—, mientras me arreglaban este traje, me he aprendido de memoria la primera página de la Quotidienne de hoy. El marqués cogió el periódico. Julián recitó sin omitir ni alterar una sola palabra. «Bueno —pensó el marqués, muy diplomático aquella noche—, entretenido como está en su recitación, no se fijará en las calles por las que pasamos». Llegaron a un gran salón de apariencia bastante triste, en parte recubierto de madera, y en parte tapizado de terciopelo verde. En medio del salón, un lacayo mal encarado acababa de instalar una mesa de comedor, que más tarde transformó en mesa de trabajo tras cubrirla con un inmenso tapete verde con grandes manchas de tinta, despojo de algún ministerio. El dueño de la casa, cuyo nombre no fue pronunciado, era un hombre de gran envergadura. Julián encontró en él la fisonomía y la elocuencia de un individuo que se traga lo que le echen. A una señal del marqués, Julián se situó en el extremo inferior de la mesa. Con el fin de aparentar serenidad, se puso a afilar plumas. Con el rabillo del ojo contó hasta siete interlocutores, pero sólo los veía de espaldas. Le pareció que dos de ellos dirigían la palabra a M. de La Mole en un tono de igualdad. Los demás se mostraban más o menos respetuosos. Un nuevo personaje entró sin ser anunciado. «Qué raro —pensó Julián—; en este salón no anuncian a nadie. ¿Habrán tomado esta precaución en honor mío?». Todo el mundo se levantó para recibir al recién llegado. Ostentaba la misma

condecoración distinguida que otros tres personajes que estaban ya en el salón. Hablaban muy bajo. Para juzgar al recién llegado tuvo que contentarse Julián con lo que pudieran decirle sus rasgos y su porte. Era bajo y rechoncho, de color subido, con los ojos brillantes y sin más expresión que la de un jabalí traicionero. La llegada, casi inmediata, de otro personaje por completo diferente atrajo vivamente la atención de Julián. Era un hombre alto, muy delgado y que llevaba tres o cuatro chalecos. Su mirada era acariciadora y sus ademanes un modelo de finura. «Tiene toda la fisonomía del anciano obispo de Besançon», pensó Julián. Aquel hombre evidentemente pertenecía a la Iglesia. No aparentaba más de cincuenta o cincuenta y cinco años, y no podía tener un aire más paternal. El joven obispo de Agda entró también y pareció sorprenderse mucho cuando, al pasar revista a los presentes, sus ojos tropezaron con los de Julián. No le había dirigido la palabra desde la ceremonia de Bray-le-Haut. Su mirada sorprendida azoró e irritó a Julián. «¿Es posible —se decía éste— que siempre sea para mí una contrariedad el conocer a un hombre? Todos estos grandes señores a quienes no he visto en mi vida no me intimidan lo más mínimo, y en cambio la mirada de este joven obispo me hiela. Hay que reconocer que soy un ser tan peculiar como desafortunado». Llegó a continuación un hombrecillo totalmente vestido de negro, que entró con estrépito y hablando alto desde que pisó el umbral de la puerta; tenía la tez amarilla y un cierto aspecto de loco. Nada más aparecer aquel hablador contumaz, se formaron varios grupos, sin duda alguna para evitar el fastidio de tener que escucharle. Conforme se alejaban de la chimenea, aquellos personajes se iban acercando al extremo de la mesa ocupada por Julián. Su situación era cada vez más embarazosa, ya que por muchos esfuerzos que hiciera, le era imposible dejar de oír, y, por poca que fuera su experiencia, comprendía toda la importancia de las cosas que allí se decían sin el menor recato. ¡Y de qué manera debía interesarles a aquellos altos personajes que tenía delante el que tales cosas permaneciesen secretas!

Ya había afilado Julián una veintena de plumas, a pesar de haberlo hecho con la mayor lentitud posible; se le iba a agotar el recurso. Buscaba inútilmente una orden en los ojos de M. de La Mole, pero éste le había olvidado. «Lo que hago es ridículo —se decía Julián afilando más plumas—, pero estas gentes de fisonomía tan mediocre, y que asumen, por otros o por sí mismos, tan grandes intereses, deben de ser muy suspicaces. Mi desdichada mirada tiene algo de inquisitivo y de poco respetuoso que muy bien podría irritarles. En cambio, si bajo los ojos, parecerá que estoy reteniendo sus palabras». Se sentía muy apurado oyendo cosas tan singulares.

CAPÍTULO XXII

LA DISCUSIÓN

¡La república! Para uno que lo sacrifica hoy todo al bien público, son millares y millones los que sólo se preocupan de sus goces y de su vanidad. En París es el coche y no la virtud lo que inspira consideración.

NAPOLEÓN, Memorial

El lacayo entró precipitadamente diciendo: —El señor duque de ***. —Cállese, es usted un majadero —le dijo el duque al entrar. Pronunció tan bien estas palabras y con tanta majestad, que, muy a pesar suyo, pensó Julián que toda la ciencia de aquel imponente personaje se reducía a saber regañar a los lacayos. Julián levantó los ojos y los bajó en seguida. Había adivinado tan bien la importancia del recién llegado, que temió que su mirada pudiera parecer una indiscreción. Aquel duque era un hombre de cincuenta años, ataviado como un dandy y con andares de autómata. Tenía la cabeza alargada, con una gran nariz y un rostro acaballado y saledizo. Hubiera sido difícil encontrar una expresión más noble y más insignificante¹. Su llegada determinó la apertura de la sesión. La voz del marqués de La Mole sacó bruscamente a Julián de sus observaciones fisiognomónicas. —Les presentó a M. Sorel —decía el marqués—. Está dotado de una memoria prodigiosa: no hace más de una hora que le hablé de la misión con que podría ser

honrado, y, para dar una prueba evidente de esa memoria, se aprendió la primera página de la Quotidienne. —¡Ah! Las noticias extranjeras referentes a ese pobre N... —observó el dueño de la casa. Tomó el periódico con presteza y, mirando a Julián de una manera que resultaba cómica a fuerza de querer ser importante, le dijo: —Hable usted, caballero. El silencio era profundo: todos los ojos estaban fijos en Julián; tan irablemente recitó éste, que, al cabo de cinco líneas, le interrumpió el duque: —Basta. El hombrecillo de mirada de jabalí se sentó. Era el presidente, ya que, apenas colocado en su sitio, indicó a Julián una mesa de juego y le hizo seña de que la llevara a su lado. Julián se instaló allí con todo lo necesario para escribir. Contó doce personas sentadas en torno al tapete verde. —M. Sorel —dijo el duque—, retírese a la sala inmediata; le mandaremos llamar. El dueño de la casa se mostró muy inquieto. —Los postigos no están cerrados —dijo a media voz a su vecino—. No se asome usted a la ventana —gritó tontamente a Julián. «Estoy metido de lleno en una conspiración, cuando menos —pensó éste—. Afortunadamente, no es de las que conducen a la plaza de la Grève. Y aun cuando hubiera algún peligro, debo esto y mucho más al marqués. Me consideraría dichoso si estuviera en mi mano reparar toda la pena que mis locuras pueden ocasionarle algún día». Sin dejar de pensar en sus locuras y en su infortunio, observaba el lugar donde se encontraba, de modo que no pudiese olvidarlo nunca. Sólo entonces recordó que no había oído al marqués decir al criado el nombre de la calle adonde debía conducirlos y que el marqués había tomado un coche de alquiler, cosa que no hacía nunca.

Julián pudo entregarse a sus reflexiones durante largo rato. Estaba en un salón tapizado de terciopelo rojo con anchas franjas doradas. Sobre la consola se veía un gran crucifijo de marfil, y, encima de la chimenea, el libro Del Papa de M. de Maistre, magníficamente encuadernado, y con cantos dorados. Julián lo abrió para que no sospechasen que escuchaba lo que decían en la sala inmediata. Allí cada vez hablaban más alto. Por fin se abrió la puerta y le llamaron. —Tengan en cuenta, señores —decía el presidente—, que a partir de este momento estamos hablando ante el duque de***. El señor —prosiguió, señalando a Julián— es un joven levita, identificado con nuestra santa causa, que repetirá fácilmente, gracias a su portentosa memoria, todo lo que digamos. Tiene la palabra el señor —añadió, señalando al personaje de aspecto paternal que llevaba tres o cuatro chalecos. A Julián le pareció que habría sido más natural llamarle el hombre de los chalecos. Cogió papel y escribió largo rato. (Aquí, el autor hubiera querido poner una página de puntos suspensivos. «Eso sería quitarle gracia —objetó el editor—, y, tratándose de un escrito tan frívolo, la falta de amenidad es la muerte».) —La política —prosigue el autor— es una piedra atada al cuello de la literatura, y que, en menos de seis meses, la sumerge y ahoga. La política, en una obra de imaginación, es un pistoletazo en medio de un concierto. Es un ruido desgarrador sin ser enérgico. No armoniza con el sonido de ningún instrumento. Una página política ofenderá mortalmente a la mitad de los lectores y aburrirá a la otra mitad, que sin duda la encontró expuesta de una forma más interesante y enérgica en el diario de la mañana... —Si sus personajes no hablan de política —replica el editor—, no son ses de 1830, y su libro ya no será un espejo, como usted pretende que sea... El acta de Julián constaba de veintiséis páginas. Aquí daremos un extracto muy somero, pues, como siempre, ha sido preciso suprimir las cosas ridículas cuya exageración hubiese podido parecer odiosa o inverosímil. (Véase la Gaceta de los Tribunales). El hombre de los chalecos y aspecto paternal (es posible que fuera un obispo) sonreía a menudo, y entonces sus ojos, rodeados por unos párpados fofos, adquirían un brillo singular y una expresión menos indecisa que de costumbre.

Aquel personaje, a quien hacían hablar el primero delante del duque («Pero ¿qué duque?», se decía Julián), con objeto, al parecer, de que expusiera las opiniones y asumiera las funciones de fiscal, le pareció a Julián que caía en la incertidumbre y la ausencia de conclusiones fijas que con tanta frecuencia se le reprocha a esa clase de magistrados. En el curso de la discusión, el mismo duque llegó a censurárselo. Después de algunas frases impregnadas de moral y de filosofía indulgente, el hombre de los chalecos dijo: —La noble Inglaterra, guiada por un gran hombre, el inmortal Pitt, gastó cuarenta mil millones de francos para contrarrestar la revolución. Si esta asamblea me permite abordar con cierta franqueza una idea triste, diré que Inglaterra no comprendió suficientemente que, con un hombre como Bonaparte, sobre todo cuando únicamente cabía oponerle una colección de buenas intenciones, no había nada más decisivo que los medios personales... —¡Ah! ¡Otra vez la apología del asesinato! —interrumpió el dueño de la casa con aire inquieto. —Dispénsenos usted de sus homilías sentimentales —terció, furioso, el presidente. Y su mirada de jabalí brilló con un destello de ferocidad. —Continúe —le dijo al hombre de los chalecos. Al presidente se le pusieron las mejillas y la frente como la púrpura. —La noble Inglaterra —prosiguió el orador— se siente hoy abrumada, pues todo inglés antes de comprar su pan se ve obligado a pagar los intereses de los cuarenta mil millones de francos gastados contra los jacobinos. Además, no tiene ya a Pitt... —Tiene al duque de Wellington —interrumpió un personaje militar adoptando un aire imponente. —Por favor, silencio, señores —exclamó el presidente—. Si seguimos discutiendo, habrá sido inútil haber hecho entrar a M. Sorel.

—Ya sabemos que el señor es hombre de profundas ideas —dijo el duque un tanto picado y mirando al que había interrumpido, que era un antiguo general de Napoleón. Julián notó que aquellas palabras hacían alusión a algo personal, y muy ofensivo, pues todo el mundo sonrió. El general tránsfuga se puso furioso. —Ya no tienen a Pitt, caballeros —siguió diciendo el orador con el gesto descorazonado del hombre que desespera de hacer entrar en razón a los que le escuchan—. Y aun cuando surgiera un nuevo Pitt en Inglaterra, no se puede engañar a una nación dos veces con los mismos procedimientos... —Por eso mismo es ya imposible que surja en Francia un general vencedor, un Bonaparte —exclamó el militar que interrumpía constantemente. Esta vez, ni el presidente ni el duque se atrevieron a enfadarse, aunque Julián creyó leer en sus ojos que tenían buenas ganas de hacerlo. Bajaron los ojos y el duque se limitó a suspirar de modo que todo el mundo le oyera. Pero el orador ya estaba malhumorado. —Por lo que se ve, tienen prisa de que acabe —dijo con vehemencia. Y dejando a un lado aquella sonriente cortesía y aquel lenguaje mesurado que Julián creía que era la expresión natural de su carácter, añadió: —Sí, parece que tienen prisa de que termine cuanto antes, y no tienen en cuenta los esfuerzos que estoy haciendo para no ofender ni poner coloradas las orejas de nadie, tengan el tamaño que tengan. Pues bien, señores, seré breve, y expondré mi pensamiento con palabras muy vulgares: Inglaterra no tiene ni un real para consagrarlo a la santa causa. Aunque volviera el mismísimo Pitt, con todo su genio, no lograría engañar a los pequeños propietarios ingleses, pues éstos ya saben muy bien que la breve campaña de Waterloo, ella sola, les costó mil millones de francos. Puesto que me piden frases concretas —añadió el orador exaltándose cada vez más—, les diré: Ayúdense ustedes mismos, porque Inglaterra no dispone de una sola guinea para ponerla a su servicio, y cuando Inglaterra no paga, Austria, Rusia, Prusia, que sólo tienen valor, pero no dinero, a lo sumo podrán hacer contra Francia una campaña o dos. Cabe esperar que los soldados bisoños reunidos por el jacobismo sean derrotados en la primera campaña, o en la segunda quizá; pero en la tercera —y lo digo aun a riesgo de

pasar por un revolucionario ante los ojos de ustedes—, en la tercera nos volveremos a encontrar con los soldados de 1794, que ya no eran los campesinos inexpertos de 1792. Aquí la interrupción partió de tres o cuatro puntos a la vez. —Caballero —dijo el presidente a Julián—, vaya usted al salón inmediato a poner en limpio el comienzo del informe que acaba de escribir. Julián salió muy contrariado. El orador acababa de abordar determinadas probabilidades que constituían el objeto de sus meditaciones habituales. «Tienen miedo de que me burle de ellos», pensó. Cuando le llamaron de nuevo, M. de La Mole estaba diciendo con una seriedad que para Julián, que le conocía, resultaba muy cómica: —... Sí, caballeros, de ese desventurado pueblo es del que con más razón se puede decir:

Sera-t-il dieu, table ou cuvette?².

«Il sera dieu!, concluye el fabulista. A ustedes, caballeros, es a quienes parece pertenecer esta frase tan noble y tan profunda. Actúen por su propia cuenta y la noble Francia resurgirá casi como la forjaron nuestros antepasados y como la vieron nuestros ojos antes de la muerte de Luis XVI. Inglaterra, o por lo menos sus nobles lores, abominan tanto como nosotros del vil jacobinismo. Sin el oro inglés, Austria, Rusia, Prusia, no pueden librar más que dos o tres batallas. ¿Bastará eso para provocar una feliz ocupación como la que M. de Richelieu desperdició tan estúpidamente en 1817? No lo creo». Aquí se produjo una interrupción, aunque ahogada por las protestas generales. Partió, por supuesto, del antiguo general del Imperio, que deseaba el cordon bleu y quería hacerse notar entre los redactores de la nota secreta. —Yo no lo creo así —continuó M. de La Mole después del tumulto.

Y subrayó el «yo» con una insolencia que entusiasmó a Julián. «Esto es lo que se llama maniobrar bien —se decía mientras su pluma volaba casi tan deprisa como las palabras del marqués—. Con una frase bien dicha, M. de La Mole aniquila las veinte campañas de ese tránsfuga». —Y no es sólo del extranjero —continuó el marqués con el tono más mesurado — de donde puede venir una nueva ocupación militar. Toda esa juventud que escribe artículos incendiarios en el Globe, puede proporcionarnos tres o cuatro mil capitanes jóvenes, entre los cuales muy bien podrían aparecer un Kleber, un Hoche, un Jourdan, un Pichegru, aunque menos bienintencionados. —No supimos glorificarlo como se merecía —dijo el presidente—; hubiera sido preciso hacerlo inmortal. —Es preciso que haya en Francia dos partidos —prosiguió M. de La Mole—; pero dos partidos no solamente de nombre: dos partidos bien claros, bien definidos. Sepamos a quién hay que aplastar. Por un lado, a los periodistas, a los electores, a la opinión pública, en una palabra, a la juventud y a todo lo que la juventud ira. Mientras ella se aturde con el ruido de sus vanas palabras, nosotros tenemos la ventaja de consumir el presupuesto. Aquí se produjo otra nueva interrupción. —Usted, caballero, —dijo M. de La Mole al que le había interrumpido, con una altivez y una soltura irables—, usted no consume, si la palabra le escandaliza; usted devora cuarenta mil francos del presupuesto del Estado y ochenta mil que recibe usted de la lista civil. Pues bien, caballero, puesto que usted me obliga a ello, me atreveré a proponerle como ejemplo. De la misma manera que sus nobles antepasados que acompañaron a san Luis a la Cruzada, usted debería, con estos ciento veinte mil francos, organizar, por lo menos, un regimiento, una compañía, ¿qué digo?, media compañía, aun cuando sólo constara de cincuenta hombres dispuestos a combatir y a verter su sangre por la santa causa. Y lo único que puede presentarnos es una turba de lacayos que, en caso de revuelta, le asustarían a usted mismo. El trono, el altar, la nobleza pueden perecer mañana, caballeros, mientras no creemos en cada departamento una fuerza de quinientos hombres abnegados, quinientos hombres dotados no solamente de toda la bravura sa, sino también de toda la constancia española. La mitad de esta fuerza deberá estar formada por nuestros hijos,

nuestros sobrinos, por verdaderos caballeros. Cada uno de ellos tendrá a su lado, no a un pequeño burgués charlatán, dispuesto a ostentar la escarapela tricolor si volviera a presentarse un 1815, sino a un buen campesino, sencillo y franco, como Cathelineau; nuestro caballero lo habrá adoctrinado, será su hermano de leche, si es posible. Que cada uno de nosotros sacrifique la quinta parte de sus rentas para formar este pequeño ejército afecto de quinientos hombres por departamento; sólo entonces podremos contar con una ocupación extranjera. Ningún soldado extranjero se atreverá a penetrar, ni siquiera hasta Dijon, si no está seguro de encontrar quinientos soldados amigos en cada departamento. Los reyes extranjeros no les escucharán a ustedes hasta que les anuncien que tenemos veinte mil caballeros dispuestos a tomar las armas para abrirles las puertas de Francia. Este servicio es penoso, me dirán. Caballeros, nuestra cabeza tiene ese precio. Entre la libertad de prensa y nuestra existencia como gentileshombres hay una guerra a muerte. Conviértanse en fabricantes, en labradores, o tomen un fusil. Sean tímidos si quieren, pero no sean estúpidos; abran los ojos. Formez voz bataillons, les diré, parodiando el himno de los jacobinos; entonces siempre habrá algún noble GUSTAVO-ADOLFO³ que, conmovido por el peligro inminente del principio monárquico, se lance a trescientas leguas de su país y haga por ustedes lo que Gustavo hizo por los príncipes protestantes. ¿Quieren continuar hablando sin actuar? Dentro de cincuenta años no habrá en Europa más que presidentes de repúblicas y ni un rey siquiera. Y con estas tres letras, R E Y, también desaparecerán los clérigos y los nobles. No veo más que candidatos haciendo la corte a las mayorías cochambrosas. Y no me vengan con que Francia no tiene en este momento un general acreditado, conocido y querido por todos, con que el ejército no está organizado más que en interés del trono y del altar, con que ha sido depurado de todos sus valientes veteranos, mientras que en cada uno de los regimientos austriacos y prusianos figuran cincuenta suboficiales fogueados. Doscientos mil jóvenes pertenecientes a la pequeña burguesía andan entusiasmados con la guerra... —Basta de verdades desagradables —interrumpió con tono de suficiencia un grave personaje, aparentemente de muy elevada jerarquía eclesiástica, pues M. de La Mole sonrió amablemente en vez de enojarse, lo cual era una señal inequívoca para Julián—. Basta de verdades desagradables. Concretemos, señores: el hombre a quien se le ha de amputar una pierna gangrenada haría muy mal en decirle a su cirujano: «Esta pierna está muy sana». Permítanme la expresión, señores; el noble duque de *** es nuestro cirujano⁴. «Por fin se ha pronunciado la frase definitiva —pensó Julián—. Esta noche

galoparé hacia...».

CAPÍTULO XXIII

EL CLERO, LOS BOSQUES, LA LIBERTAD

La primera ley de todo ser es conservarse y vivir. ¡Sembráis cizaña y queréis que maduren las espigas!

MAQUIAVELO

El grave personaje prosiguió; se nota que sabía perfectamente lo que se llevaba entre manos. Con elocuencia suave y moderada, que encantó a Julián, expuso las siguientes grandes verdades: —Primero: Inglaterra no tiene ni una guinea a nuestra disposición; la economía y Hume están de moda allí. Ni siquiera los Santos nos proporcionarán dinero, y Mr. Brougham se burlará de nosotros¹. Segundo: Imposible conseguir más de dos campañas de los reyes de Europa sin el oro inglés; y dos campañas no bastarán para luchar contra la pequeña burguesía. Tercero: Necesidad de formar un partido armado en Francia, sin el cual el principio monárquico de Europa ni siquiera se aventurará a llevar a cabo esas dos campañas. El cuarto punto que me atrevo a exponer como evidente es éste: Imposibilidad de formar un partido armado en Francia sin el concurso del clero. Y respaldo mi opinión con pruebas, caballeros. Hay que dejarlo todo en manos del clero. Primero, porque entregado a su misión noche y día, y guiado por hombres de gran capacidad que viven fuera del alcance de las tormentas, a trescientas leguas de vuestras fronteras... —¡Ah! ¡Roma, Roma! —exclamó el dueño de la casa...

—Sí, señor, ¡Roma! —prosiguió el cardenal con orgullo—. Cualesquiera que sean las humoradas más o menos ingeniosas que estuvieron de moda cuando usted era joven, diré muy alto que en 1830 el clero, dirigido por Roma, es el único que sabe hablarle al pueblo. Cincuenta mil sacerdotes repiten las mismas palabras el día que sus jefes les indican, y el pueblo, que es, a fin de cuentas, el que suministra soldados, se dejará conmover mucho más por la voz de sus sacerdotes que por todos los versitos del mundo*... (Las palabras de este personaje suscitaron grandes murmullos). —El clero tiene un talento superior al de ustedes —continuó el cardenal levantando la voz—; todos los pasos que han dado ustedes hacia el punto capital de tener en Francia un partido armado a nosotros se nos deben. Los hechos hablan... ¿Quién envió ochenta mil fusiles a Vendée?..., etc. Mientras el clero no recupere sus bosques, no tiene nada. En la primera guerra que haya, el ministro de Hacienda escribe a sus agentes alegando que no hay dinero más que para los curas. En el fondo, Francia no es creyente y lo que realmente ama es la guerra. Sea quienquiera el que se la proporcione, será doblemente popular, pues hacer la guerra supone matar de hambre a los jesuitas, para emplear el lenguaje del vulgo. Hacer la guerra es liberar a esos monstruos de orgullo, los ses, de la amenaza de una intervención extranjera. El cardenal era escuchado con fervor... —Sería preciso —dijo— que M. de Nerval dejase el ministerio; su nombre irrita inútilmente. Al oír estas palabras, todo el mundo se levantó y comenzó a hablar al mismo tiempo. «Me van a hacer salir otra vez», pensó Julián. Pero hasta el sensato presidente se había olvidado de la presencia y la existencia de Julián. Todas las miradas se dirigían hacia un hombre que Julián reconoció: era M. de Nerval, el primer ministro², a quien él viera en el baile del duque de Retz. El desorden adquirió proporciones de escándalo, como dicen los periódicos hablando de la Cámara. Al cabo de un cuarto de hora largo logró restablecerse un silencio relativo.

Entonces se levantó M. de Nerval y, adoptando la entonación de un apóstol, dijo con una voz extraña: —No diré que no tengo apego alguno al ministerio. Está demostrado, señores, que mi nombre redobla las fuerzas de los jacobinos y pone en contra nuestra a muchos de los moderados. Por esa razón, me retiraría gustoso; pero sólo a contadas personas les es dado ver los caminos del Señor, y además —añadió mirando fijamente al cardenal— tengo una misión que cumplir. El cielo me ha dicho: Llevarás tu cabeza al cadalso o restaurarás la monarquía en Francia y reducirás las Cámaras a lo que fue el Parlamento en tiempos de Luis XV; y eso, señores, es lo que estoy dispuesto a hacer. Se calló, se volvió a sentar y se hizo un gran silencio. «He aquí un buen actor», pensó Julián. Se engañaba, como le ocurría por lo regular, suponiendo demasiado talento a las personas. Animado por los debates de una velada tan viva, y, sobre todo, por la sinceridad de los que exponían sus puntos de vista, M. de Nerval en aquel momento creía en su misión. Era un hombre valeroso, pero carecía de sentido común. En el silencio que siguió a la bella frase es lo que estoy dispuesto a hacer sonaron las campanas de la media noche. A Julián le pareció que el sonido del reloj tenía algo de imponente y de fúnebre. Estaba emocionado. No tardó en reanudarse la discusión con una energía creciente, y, sobre todo, con una increíble ingenuidad. «Estas gentes me harán envenenar —pensaba Julián en algunos momentos—. ¿Cómo es posible que digan ciertas cosas delante de un plebeyo?». Dieron las dos y aún seguían hablando. El dueño de la casa dormía desde hacía un buen rato; M. de La Mole tuvo que llamar para que renovaran las velas. M. de Nerval, el ministro, se había marchado a la una y tres cuartos, no sin antes haberse fijado atentamente varias veces en la cara de Julián, reflejada en un espejo que el ministro tenía a su lado. Tras su marcha todos parecían encontrarse más a gusto.

Mientras cambiaban velas, dijo en voz baja a su vecino el hombre de los chalecos: —Sabe Dios lo que este hombre va a decirle al rey. Puede muy bien ponernos en ridículo y echar por tierra nuestro porvenir. Hay que reconocer que se necesita suficiencia e incluso un gran descaro para presentarse aquí. La verdad es que ya solía hacerlo antes de entrar en el ministerio, pero la cartera lo cambia todo, altera todos los intereses de un hombre, y él hubiera debido comprenderlo. No bien salió el ministro, el general de Bonaparte entornó los párpados. En aquel momento se puso a hablar de su salud, de sus heridas, consultó su reloj y se fue. —Apostaría —dijo el hombre de los chalecos— a que el general corre detrás del ministro a disculparse por haberse encontrado aquí y a presumir de que nos maneja a su antojo. Cuando los criados, medio dormidos, terminaron de renovar las velas, intervino el presidente: —Deliberemos de una vez, señores, y no tratemos más de convencernos los unos a los otros. Ocupémonos del contenido de la nota que, dentro de cuarenta y ocho horas, estará a la vista de nuestros amigos del exterior. Hemos hablado de los ministros. Ahora que no está presente M. de Nerval, podemos decirlo: ¿qué nos importan los ministros? Les obligaremos a aceptar. El cardenal mostró su aprobación con una sonrisa sutil. —Me parece que no hay nada más fácil que resumir nuestra posición —dijo el joven obispo de Agda con el fuego concentrado y contenido del más exaltado fanatismo. Hasta entonces había permanecido en silencio. Su mirada, que Julián había estado observando, tras la primera hora de discusión había perdido la dulzura y la tranquilidad iniciales y se había ido inflamando. Ahora su alma se desbordaba como la lava del Vesubio. —De 1806 a 1814, Inglaterra no cometió más que un error —continuó—, y fue no actuar directa y personalmente contra Napoleón. En cuanto este hombre nombró duques y chambelanes, en cuanto restableció el trono, la misión que Dios le había confiado estaba concluida; ya no servía más que para ser inmolado.

Las Sagradas Escrituras nos enseñan en más de un pasaje la manera de acabar con los tiranos. (Aquí recurrió a varias citas latinas). Hoy, caballeros, ya no basta con inmolar a un hombre, habría que inmolar París entero. Toda Francia copia a París. ¿Para qué armar a esos quinientos hombres por departamento? Empresa arriesgada y que no acabaría nunca. ¿Para qué mezclar a Francia con un asunto que es exclusivo de París? París es el causante del mal con sus periódicos y sus salones. Perezca, pues, la nueva Babilonia. Entre el altar y París hay una guerra a muerte. Conviene acabar de una vez. Esta catástrofe afecta incluso a los intereses mundanos del trono. ¿Por qué París no se atrevió ni a rechistar siquiera en tiempos de Bonaparte? Pregúntenselo al cañón de Saint-Roch... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Eran las tres de la madrugada cuando salieron de allí Julián y M. de La Mole. El marqués estaba avergonzado y cansado. Por primera vez se notaba en su acento un tono de súplica al hablar a Julián. Le pidió su palabra de que no revelaría jamás los excesos de celo —tales fueron sus palabras— de los que por casualidad había sido testigo. «No hable usted de ello a nuestro amigo del extranjero a no ser que éste insista seriamente en conocer a nuestros jóvenes insensatos. ¿Qué les importa a ellos que se derrumbe el Estado? Serán cardenales y se refugiarán en Roma. A nosotros, en cambio, nos degollarán los campesinos en nuestros castillos». La nota secreta que redactó el marqués, a partir del extenso informe de veintiséis páginas escrito por Julián, no estuvo lista hasta las cinco menos cuarto. —Estoy rendido de cansancio —dijo el marqués—, y bien se ve en esta nota, cuya última parte carece de precisión; es lo peor que he redactado en mi vida. Téngala, amigo mío —añadió—, vaya a descansar unas horas, y como temo que alguien le mande raptar, voy yo mismo a encerrarle con llave en su habitación. Al día siguiente, el marqués condujo a Julián a un castillo aislado, bastante lejos de París. Allí había unos huéspedes muy peculiares que a Julián le parecieron sacerdotes. Le entregaron un pasaporte con un nombre supuesto, pero donde por fin figuraba el verdadero objetivo de su viaje, que siempre había fingido ignorar. Luego montó en una calesa. El marqués no sentía ninguna inquietud respecto a su memoria, pues Julián le había recitado varias veces la nota secreta, pero tenía buenas razones para temer

que pudiera ser interceptado en su camino. —Sobre todo, trate usted de pasar por un fatuo que viaja por matar el tiempo — le dijo el marqués afectuosamente en el momento en que salía del salón—. Es muy posible que hubiera más de un traidor en nuestra asamblea de anoche. El viaje fue rápido y muy triste. Apenas se halló lejos del marqués, Julián olvidó la nota secreta y la misión que se le había confiado, para no pensar más que en el desprecio de Matilde. En un pueblecillo, algunas leguas más allá de Metz, el encargado del relevo de postas se acercó a decirle que no había caballos. Eran las diez de la noche. Julián, muy contrariado, pidió de cenar. Empezó a pasearse por delante de la puerta e, insensiblemente, sin que nadie lo advirtiera, pasó al patio donde estaban las cuadras. No vio caballo alguno. «Y sin embargo, el aspecto de este hombre era muy extraño —se decía Julián—; su mirada grosera me examinaba de arriba abajo». Como podemos ver, comenzaba a no creer de primera intención todo lo que le decían. Pensaba escapar después de la cena, y, con el propósito de saber algo de aquella región, dejó su cuarto y fue a calentarse a la lumbre de la cocina. ¡Cuál no sería su alegría al encontrarse allí al signor Gerónimo, el célebre cantante! Instalado en un sillón que había mandado colocar junto al fuego, el napolitano se lamentaba en voz alta y hablaba más él solo que los veinte campesinos alemanes que le rodeaban embobados. —Estas gentes me van a arruinar —gritó a Julián—. He prometido cantar mañana en Maguncia. Siete príncipes soberanos han acudido allí para oírme. Pero vamos a tomar el aire —añadió con un tono significativo. Cuando estuvieron a cien pasos, ya en el camino y fuera del alcance de los oídos indiscretos, dijo a Julián: —¿Sabe usted lo que pasa? Ese encargado de postas es un bribón. Mientras me paseaba antes, le he dado veinte reales a un golfillo que me lo ha contado todo. En una cuadra, al otro extremo del pueblo, tienen más de doce caballos. Se conoce que pretenden retrasar algún correo.

—¿De veras? —preguntó Julián con aire inocente. No bastaba con haber descubierto el fraude: había que marcharse de allí, y esto es lo que ni Gerónimo ni su amigo pudieron conseguir. —Esperemos que sea de día —dijo por fin el cantor—. Desconfían de nosotros. No sé si es a usted o a mí a quien persiguen. Mañana por la mañana encargaremos un buen almuerzo, y, mientras nos lo preparan, nos vamos de paseo, nos escapamos, alquilamos caballos y alcanzamos la posta inmediata. —¿Y su equipaje? —preguntó Julián, pensando que quizá fuera el mismo Gerónimo el que habían enviado para interceptarle. No hubo más remedio que cenar y acostarse. Julián estaba aún en el primer sueño cuando se despertó sobresaltado por la voz de dos personas que hablaban en su habitación sin ningún tipo de precauciones. Reconoció al encargado de postas, que llevaba una linterna sorda. La luz iba dirigida hacia el cofre que Julián había mandado subir a su cuarto. Al lado del encargado de postas había un hombre que registraba tranquilamente el baúl abierto. Julián no distinguía más que las mangas de su traje, que eran negras y muy ajustadas. «Es una sotana», se dijo, y empuñó con precaución las pistolas que había colocado debajo de la almohada. —No tema usted que se despierte, señor cura —decía el encargado de postas—. El vino que les han servido era del que usted mismo preparó. —No encuentro ni rastro de papeles —respondió el cura—. Mucha ropa blanca, perfumes, pomadas, futilidades; es un joven mundano, de esos que sólo viven para sus placeres. El emisario será el otro, el que finge hablar con acento italiano. Ambos se acercaron a Julián para registrarle los bolsillos de su traje de viaje. Tentado estuvo de matarlos como si fueran ladrones. Las consecuencias que de ello se podrían derivar nunca habrían sido excesivamente peligrosas. «Sería un majadero —se dijo—, y comprometería mi misión».

Una vez registrado el traje, dijo el cura: —No es un diplomático. Se alejó, e hizo bien. «Si me llega a tocar en la cama, ¡desgraciado de él! —se decía Julián—. Podía muy bien venir a apuñalarme, y eso sí que no iba a consentírselo». El sacerdote volvió la cabeza. Julián entreabrió los ojos. ¡Cuál no sería su asombro al reconocer al padre Castanède! En efecto: aunque las dos personas hablaban bastante bajo, desde el principio le había parecido reconocer una de las voces. Julián sintió unas ganas tremendas de librar al mundo de uno de sus más cobardes bribones... «¿Y mi misión?», se dijo. El cura y su acólito salieron. Un cuarto de hora más tarde, Julián fingió despertarse. Llamó y puso en conmoción a toda la casa. —¡Me han envenenado! —gritaba—. ¡Sufro horriblemente! Buscaba un pretexto para acudir en auxilio de Gerónimo. Lo encontró medio asfixiado por el láudano que contenía el vino que bebió. Julián, temiendo alguna jugarreta de este género, había cenado chocolate que él mismo se había traído de París. No consiguió despertar lo suficiente a Gerónimo para decidirlo a ponerse en camino. —Así me dieran todo el reino de Nápoles —decía el cantor—, no renunciaría en este momento a la voluptuosidad de dormir. —Pero ¿y los siete príncipes soberanos?... —Que esperen. Julián reanudó el viaje solo y, sin más incidentes, llegó donde se encontraba el gran personaje. Perdió una mañana entera solicitando en vano una audiencia. Afortunadamente, a eso de las cuatro, el duque quiso tomar el aire. Julián lo vio salir a pie y no vaciló en acercarse a él para pedirle una limosna. Cuando llegó a

dos pasos del importante personaje, sacó el reloj del marqués de La Mole y lo exhibió con afectación. —Sígame usted a distancia —le dijo sin mirarle. A un cuarto de legua de allí, el duque entró bruscamente en un pequeño caféhauss, y allí, en una habitación de aquella posada de tercera categoría, fue donde Julián tuvo el honor de recitarle al duque sus cuatro páginas. Cuando terminó, le dijo: —Vuelva a empezar y vaya más despacio. El príncipe tomó notas. —Diríjase usted a pie a la posta inmediata. Deje aquí su equipaje y su coche. Vaya como pueda a Estrasburgo, y el veintidós de este mes (estaban a diez) preséntese usted a las doce y media del mediodía en este mismo café-hauss. No salga hasta dentro de media hora. ¡Silencio! Aquellas fueron las únicas palabras que oyó Julián, pero bastaron para inspirarle la más grande iración. «Así es —pensaba— como deben tratarse los negocios. ¿Qué diría este gran hombre de Estado si oyese a los charlatanes apasionados de hace tres días?». Julián empleó dos jornadas en llegar a Estrasburgo. Como le parecía que no tenía nada mejor que hacer, dio un gran rodeo. «Si ese diablo de clérigo me ha reconocido, no es hombre que deje perder mi huella sin más ni más. ¡Y qué placer para él burlarse de mí y hacer fracasar mi misión!». Afortunadamente, el padre Castanède, jefe de la policía de la Congregación en toda la frontera del norte, no le había reconocido. Y los jesuitas de Estrasburgo, aunque muy activos, no se cuidaron de vigilar a Julián, que, con su cruz y su levita azul, parecía un joven militar muy pagado de sí mismo.

CAPÍTULO XXIV

ESTRASBURGO

¡Fascinación! Tienes la energía del amor y el poder de contrastar la desventura. Sólo sus encantadores placeres y sus dulces goces exceden tu esfera. Yo no podía decir viéndola dormir: es toda mía con su belleza angelical y sus dulces flaquezas. Hela aquí a mi merced, tal y como la hizo el cielo en su misericordia para encantar un corazón de hombre.

SCHILLER, Oda

Obligado a pasar ocho días en Estrasburgo, Julián trataba de distraerse con ideas de gloria militar y de abnegación por la patria. ¿Estaba enamorado? No lo sabía, pero sí tenía conciencia de que Matilde reinaba en su alma atormentada y de que ella era dueña absoluta de su felicidad y de su imaginación. Necesitaba de toda la energía de su carácter para mantenerse por encima de la desesperación. Pensar en algo que no se relacionara con Mlle. de La Mole era superior a sus fuerzas. En otros tiempos, la ambición, los simples éxitos de vanidad bastaban para hacerle olvidar los sentimientos que Mme. de Rênal le inspiraba. Matilde, en cambio, le había absorbido por completo; la encontraba por todas partes al pensar en el porvenir. Y ese porvenir lo veía ahora Julián totalmente desprovisto de éxitos. Este ser, a quien vimos en Verrières tan lleno de presunción, tan orgulloso, había caído ahora en un exceso de modestia ridícula. Tres días antes, habría matado al padre Castanède con sumo placer; ahora, si en Estrasburgo le hubiera buscado querella un niño, él le habría dado la razón. Recapacitando sobre los enemigos con quienes se había tropezado en su vida,

Julián pensaba que siempre había sido él el equivocado. Y es que ahora tenía por implacable enemigo aquella imaginación poderosa, empleada en otro tiempo en pintarle un porvenir de triunfos y de gloria. La soledad absoluta de su vida de viajero aumentaba el poder de tan sombría imaginación. ¡Qué tesoro hubiera sido para él un amigo! «Pero —se decía Julián— ¿habrá algún corazón que lata por mí? Y aunque tuviera un amigo, ¿no me ordena el honor guardar un silencio eterno?». Se paseaba tristemente a caballo por los alrededores de Kehl, un pueblo a orillas del Rhin, inmortalizado por Desaix y Gouvion Saint-Cyr. Un campesino alemán le mostraba los arroyos, los caminos, los islotes del Rhin, a los cuales dio nombre el arrojo de aquellos grandes generales. Julián, guiando su caballo con la mano izquierda, mantenía desplegado con la derecha el magnífico mapa que ilustra las Memorias del mariscal Saint-Cyr¹. Una exclamación de alegría le hizo levantar la cabeza. Era el príncipe Korasoff, aquel amigo de Londres que le había iniciado algunos meses antes en las principales reglas de la alta fatuidad. Fiel a este gran arte, Korasoff, que llevaba sólo una hora en Kehl, y que en su vida había leído una sola línea sobre el sitio de 1796, se puso a explicárselo todo a Julián. El campesino alemán lo miraba atónito, pues conocía lo bastante el francés para darse cuenta de las enormes equivocaciones en que incurría el príncipe. Julián estaba a mil leguas de lo que en aquel momento andaba pensando el campesino; miraba con asombro al joven y apuesto príncipe y iraba su gracia montando a caballo. «¡Qué carácter tan jovial! —se decía—. ¡Qué bien le cae el pantalón! ¡Con qué elegancia lleva cortado el pelo! ¡Ay, si yo me pareciera a él, es posible que, después de amarme tres días, no se hubiera trocado en aversión al amor de Matilde!». Cuando terminó su relato del sitio de Kehl, le dijo el príncipe a Julián: «Tiene usted cara de trapense; exagera usted el principio de la gravedad que le recomendé en Londres. Su aspecto triste no resulta de buen tono; lo que hay que adoptar es un aire aburrido. Si está usted triste, es porque le falta algo, porque algo le ha salido mal. Es como mostrarse inferior. En cambio, si está usted

aburrido, lo que es inferior es aquello que ha tratado inútilmente de complacerle. Comprenda usted, querido amigo, la gravedad de su equivocación». Julián arrojó un escudo al campesino, que les escuchaba con la boca abierta. —¡Bien! —dijo Korasoff—. Todo un gesto. Un noble desdén. ¡Muy bien! Y lanzó su caballo al galope. Julián le siguió lleno de una iración estúpida. «¡Si yo hubiese sido como el príncipe, ella no habría preferido a Croisenois!». Cuanto más se escandalizaba su razón de las ridiculeces del príncipe, tanto más se despreciaba por no irarlas y tanto más desdichado se consideraba por no ser como él. El desprecio de sí mismo no puede llegar más lejos. El príncipe, que le encontraba decididamente triste, le dijo cuando regresaban a Estrasburgo: —¿Ha perdido usted por casualidad todo su dinero, o es que está enamorado de alguna joven actriz? Los rusos copian las costumbres sas, pero siempre con cincuenta años de retraso. Ahora están en la época de Luis XV. Los ojos de Julián se llenaron de lágrimas al oír aquellas frivolidades sobre el amor. «¿Y por qué no consultar mi problema a este hombre tan amable?», se dijo de pronto. —Pues bien, sí, mi querido amigo, tiene usted razón —dijo al príncipe—: aquí me tiene usted en Estrasburgo muy enamorado y, además, desdeñado. Una mujer encantadora, que vive en una ciudad cercana, me ha dejado plantado después de tres días de pasión, y su desamor me está matando. Y describió al príncipe, empleando nombres supuestos, las acciones y el carácter de Matilde.

—No es preciso que continúe usted —le contestó Korasoff—. Para que tenga más confianza en su médico, yo mismo terminaré su confidencia. O bien el marido de esa mujer goza de una enorme fortuna, o quizá pertenece ella a la más rancia nobleza del país. Por fuerza debe de sentirse orgullosa de algo. Julián asintió con la cabeza; ya no tenía valor ni para hablar. —Muy bien —dijo el príncipe—. Aquí tiene usted tres drogas muy amargas que va usted a ingerir sin pérdida de tiempo. Primera, ver todos los días a Mme... ¿Cómo dice usted que se llama? —Mme. de Dubois. —¡Vaya nombre! —dijo el príncipe soltando una carcajada—. Pero, perdóneme, porque ya veo que para usted es sublime. Tiene usted que ver a diario a Mme. de Dubois; pero no vaya a aparentar ante ella frialdad ni contrariedad; recuerde el gran principio de su siglo: ser justo lo contrario de lo que esperan de uno. Muéstrese precisamente tal como era usted ocho días antes de verse honrado con sus favores. —¡Ah, qué tranquilo estaba yo entonces! —exclamó Julián con desesperación —. Creía que me inspiraba compasión... —La mariposa se quema las alas en la llama —continuó el príncipe—; comparación tan vieja como el mundo. Primero, la verá usted todos los días. Segundo, hará usted la corte a una mujer de su círculo, pero sin apasionamientos, ¿comprende usted? Nada de exageraciones. Su papel es un poco difícil, no lo niego; recuerde que representa usted una comedia y si adivinan su juego está perdido. —¡Tiene ella tanto talento y yo tan poco! Perdido puedo considerarme —dijo Julián tristemente. —No, lo que ocurre es que está usted más enamorado de lo que yo me figuraba. Mme. de Dubois anda, sin duda, profundamente ocupada de sí misma, como todas las mujeres a quienes el cielo ha concedido demasiada nobleza o dinero. Será una de esas personas que se pasa la vida mirándose a sí misma en vez de mirarle a usted, y, naturalmente, no le conoce bien. Si lo piensa detenidamente, las dos o tres veces que le hizo manifestaciones de amor, veía en usted, con un gran esfuerzo de imaginación, al héroe que ella había soñado y no lo que es en

realidad... Pero ¡qué diablo! ¡Ahí están todos los elementos, querido Sorel! ¿Es usted, acaso, un simple colegial? ¡Caramba! Vamos a entrar en esa tienda. Aquí tiene usted un cuello negro, encantador; parece diseñado por John Anderson, de Burlington Street. Hágame el favor de comprarlo y de tirar lejos esa innoble cuerda negra que lleva usted al cuello. Veamos —continuó el príncipe al salir de la pasamanería más lujosa de Estrasburgo—, ¿qué clase de gente frecuenta Mme. de Dubois? ¡Dios mío, qué nombre! No se enfade usted, mi querido Sorel, pero es más fuerte que yo... ¿A quién podrá usted hacer la corte? —A una mojigata por excelencia, hija de un comerciante de medias inmensamente rico. Tiene los ojos más bonitos del mundo y me gustan mucho; ocupa sin duda la más elevada jerarquía de la región, pero, en medio de todas sus grandezas, se ruboriza hasta el punto de desconcertarse si a alguien se le ocurre hablar de comercio o de tiendas. Y, por desgracia, su padre era uno de los comerciantes más conocidos de Estrasburgo. —Así que, en cuanto se hable de industria —dijo el príncipe riendo—, podrá usted estar seguro de que su amada piensa en ella y no en usted. Esta ridiculez es divina y muy útil, pues evitará que acabe usted cediendo ante sus bellos ojos. El éxito es seguro. Julián pensaba en la mariscala de Fervaques, que frecuentaba el palacio de La Mole. Era una bella extranjera que se casó con el mariscal un año antes de su muerte. Toda su vida parecía encaminada a hacer olvidar que era hija de un industrial, y, para ser algo en París, presumía de virtuosa. Julián iraba sinceramente al príncipe. ¡Qué no hubiese dado por poseer esa clase de ridiculeces suyas! La conversación entre los dos amigos fue interminable. Korasoff estaba radiante: nunca un francés le había escuchado tanto tiempo. «¡De modo que por fin consigo hacerme oír dando lecciones a mis maestros», se decía encantado. —Estamos de acuerdo, ¿eh? —le repetía a Julián por décima vez—. Ni el menor asomo de pasión cuando hable usted a la joven beldad, hija del comerciante de medias de Estrasburgo, en presencia de Mme. de Dubois. Por el contrario, demuestre una ardiente pasión cuando le escriba. Leer una carta de amor bien escrita es un soberano placer para una mojigata. Es como un momento de descanso: en ese instante no se ve obligada a representar ninguna comedia y da oídos a lo que le dice su corazón. Así pues, dos cartas diarias.

—¡Jamás! ¡Jamás! —dijo Julián descorazonado—. Me dejaría machacar en un mortero antes que inventar tres frases seguidas. Soy un cadáver, mi querido amigo; no espere nada de mí. Déjeme morir a la orilla del camino. —¿Y quién habla de inventar frases? En mi maletín tengo seis tomos de cartas de amor manuscritas. Las hay para todos los caracteres de mujer, incluso para las que practican la más austera virtud. ¿No cortejó acaso Kalisky en Richemond-laTerrasse, ya sabe usted, a tres leguas de Londres, a la más bella cuáquera de toda Inglaterra? Julián se sentía menos desgraciado cuando, a las dos de la madrugada, se separó de su amigo. Al día siguiente, el príncipe mandó llamar a un copista, y dos días después Julián tenía en su poder cincuenta y tres cartas amorosas, muy bien clasificadas, destinadas a rendir la virtud más austera y más sublime. —No están las cincuenta y cuatro completas, porque Kalisky fue rechazado, pero ¿qué más le da a usted verse rechazado por la hija del comerciante de medias si lo único que pretende es ablandar el corazón de Mme. de Dubois? Todos los días montaban a caballo: el príncipe estaba entusiasmado con Julián y, no sabiendo cómo testimoniarle su amistad, acabó por ofrecerle la mano de una prima suya, rica heredera de Moscú. —Y una vez casado —añadió—, mi influencia y esa cruz que lleva usted ahí le bastarán para que le nombren coronel en dos años. —Pero esta cruz no me la ha concedido Napoleón, y para eso haría falta que fuese así. —¡Qué importa! —dijo el príncipe—. ¿No la creó él? Sigue siendo, con mucho, la primera de Europa. Julián estuvo a punto de aceptar, pero su deber le reclamaba junto al gran personaje. Al separarse de Korasoff, le prometió que le escribiría. Recibió contestación a la nota secreta de que había sido portador, y regresó inmediatamente a París; pero apenas estuvo allí solo dos días seguidos, la idea de abandonar Francia y separarse de Matilde le pareció un suplicio mayor que la

muerte. «No me casaré con los millones que me ofrece Korasoff —se dijo—, pero seguiré sus consejos. Después de todo, seducir es su oficio; hace más de quince años que no se ocupa de otra cosa, y tiene treinta. No se puede decir que carezca de talento; es ladino y cauteloso. No me imagino que su espíritu sea susceptible de entusiasmo y de estimación por la poesía. Es un calculador; razón de más para que no se equivoque. No hay más remedio: voy a cortejar a Mme. de Fervaques. Probablemente me aburra un poco, pero contemplaré sus bellos ojos, que tanto se parecen a los que más me han amado en el mundo. Es extranjera... ¡mejor! Así podré estudiar un carácter nuevo. Estoy loco; me ahogo. Debo seguir los consejos de un amigo y no confiar en mi propio juicio».

CAPÍTULO XXV

EL MINISTERIO DE LA VIRTUD

Pero si en el disfrute de ese placer pongo tanta prudencia y circunspección, dejará de constituir un gozo para mí.

LOPE DE VEGA

Apenas de vuelta en París, y al salir del gabinete de M. de La Mole, que pareció muy desconcertado con los informes que le presentaba, nuestro héroe corrió a casa del conde de Altamira. A la honra de haber sido condenado a muerte, este apuesto extranjero unía una gran seriedad y la dicha de ser devoto. Estos dos méritos y, sobre todo, la alta alcurnia del conde, complacían plenamente a Mme. de Fervaques, quien le veía con frecuencia. Julián le confesó muy serio que estaba locamente enamorado de ella. —Es la personificación de la virtud más pura y más firme —respondió Altamira —, aunque un poco jesuítica y enfática. Hay días en que entiendo cada una de las palabras que emplea, pero sin lograr comprender la frase entera. Algunas veces me hace pensar que no conozco el francés tan bien como dicen. Si se relaciona usted con esa mujer, su nombre no tardará en ser conocido, le abrirá paso en el gran mundo. Pero vamos a ver a Bustos —dijo el conde de Altamira, que era un espíritu muy ordenado—; él cortejó en otro tiempo a la mariscala. Don Diego Bustos escuchó largo rato la explicación del asunto sin pronunciar palabra, como un abogado en su bufete. Tenía un rostro ancho, frailuno, con bigotes negros, y una seriedad sin igual. Por lo demás, era un buen carbonario.

—Ya comprendo —contestó por fin a Julián—. ¿Ha tenido amantes la mariscala de Fervaques o no? ¿Abriga usted alguna esperanza de triunfar? Ésta es la cuestión. Por lo que a mí respecta, debo decirle que fracasé rotundamente. Ahora que ya no estoy resentido, me hago esta reflexión: a menudo es una mujer irritable y, como verá usted por lo que le voy a contar, no deja de ser vengativa. No es que yo le atribuya ese temperamento bilioso, propio del genio, y que reviste todos los actos de cierto barniz de pasión. Por el contrario, es a su manera de ser, flemática y tranquila, propia del carácter holandés, a lo que debe su rara hermosura y sus frescos colores. A Julián le impacientaba la lentitud y la flema inalterables del español; de vez en cuando, a pesar suyo, se le escapaban algunos monosílabos. —¿Quiere usted escucharme? —le dijo gravemente don Diego Bustos. —Dispense usted la furia sa —dijo Julián—; soy todo oídos. —La mariscala de Fervaques¹ es, pues, muy propensa al odio; persigue sin piedad a personas que no ha visto nunca: abogados, pobres diablos que han escrito canciones, como la de Collé. ¿La conoce usted?

J’ai la marotte D’aimer Marote, etc.².

Y Julián tuvo que soportar la canción entera. Al español le complacía cantar en francés. Nunca fue escuchada aquella divina canción con más impaciencia. Cuando terminó, dijo don Diego Bustos: —La mariscala mandó destituir al autor de esta canción:

Un jour l’amant au cabaret...³

Julián se estremeció de pensar que quisiera cantarla también. Por suerte, se contentó con analizarla. Realmente era impía y poco decente. —Cuando la mariscala se indignó con esta canción —prosiguió don Diego—, le hice observar que una mujer de su rango no debía leer todas las estupideces que se publican. Por muchos progresos que hagan la piedad y la seriedad, siempre existirá en Francia una literatura de taberna. También le dije a la mariscala, cuando ésta influyó para que le quitaran al autor —un pobre diablo en la reserva — un empleo de mil ochocientos francos: «Tenga cuidado; usted ha atacado a ese poetastro con sus armas, pero él puede contestarle con sus rimas: hará una canción sobre la virtud⁴. Los salones dorados estarán de parte de usted, pero la gente, que tan aficionada es a reír, repetirá sus epigramas». ¿Sabe usted, caballero, lo que me respondió la mariscala? «Por el interés del Señor, todo París me vería marchar hacia el martirio; sería un espectáculo nuevo en Francia. El pueblo aprendería a apreciar la calidad. Sería el día más hermoso de mi vida». Nunca sus ojos me parecieron más bellos. —Y los tiene soberbios —exclamó Julián. —Ya veo que está usted enamorado... Decíamos, pues —continuó gravemente don Diego Bustos—, que la mariscala no tiene esa constitución biliosa que incita a la venganza. Si le gusta hacer daño, sin embargo, es porque se siente desgraciada. Yo intuyo en ella una desgracia interior. ¿No será una mojigata harta de su oficio? El español le miró silencioso durante un minuto largo. —Ésa es la cuestión —añadió con seriedad—, y ahí puede usted abrigar alguna esperanza. Yo reflexioné mucho durante los dos años en que me constituí en su más humilde servidor. Todo su porvenir, señor enamorado, depende del siguiente gran dilema: «¿Es una mojigata cansada de su papel, y mala por sentirse desdichada?». —O bien —intervino Altamira, saliendo al fin de su profundo silencio—, puede que simplemente sea lo que te he dicho más de veinte veces: pura vanidad sa. El recuerdo de su padre, el famoso comerciante de paños, es lo que

mortifica a este carácter sombrío y seco por naturaleza. Sólo podría haber una felicidad para ella: vivir en Toledo y verse atormentada por un confesor que todos los días le mostrara el infierno abierto de par en par. Cuando se marchaba Julián, le dijo don Diego cada vez más solemne: —Altamira me ha dicho que es usted de los nuestros. Llegará un día en que pueda ayudarnos a reconquistar nuestra libertad; por eso quiero colaborar con usted en esta pequeña diversión. Conviene que conozca el estilo de la mariscala. Aquí tiene cuatro cartas escritas por su mano. —Voy a copiarlas y se las devolveré a usted —respondió Julián. —¿Y nadie sabrá nunca una palabra de lo que aquí hemos hablado? —¡Jamás! Palabra de honor —exclamó Julián. —Que Dios le ayude —añadió el español, y acompañó silencioso hasta la escalera a Altamira y a Julián. Aquella escena disipó un poco la tristeza de nuestro héroe; estuvo a punto de sonreír al decirse: «Aquí tenemos al devoto Altamira ayudándome en una empresa de adulterio». Durante toda la conversación con don Diego Bustos, Julián había estado atento a las horas que sonaban en el reloj del palacio de Aligre. Se acercaba el instante de la cena. ¡Tendría que volver a ver a Matilde! Regresó y se vistió con mucho esmero. «Primera tontería —se dijo mientras bajaba la escalera—. Debo seguir al pie de la letra las recomendaciones del príncipe». Subió de nuevo a su cuarto y se puso un traje de viaje de lo más sencillo. «Ahora —pensó— tendré que poner especial cuidado en las miradas». No eran más que las cinco y media y se cenaba a las seis. Se le ocurrió la idea de bajar al salón, que encontró desierto. Al contemplar el sofá azul se emocionó tanto que se le saltaron las lágrimas; sus mejillas ardían.

«Tengo que dominar esta sensibilidad estúpida que me traicionaría», se dijo encolerizado. Cogió un periódico para salvar las apariencias y pasó tres o cuatro veces del salón al jardín. Temblando y bien oculto detrás de un inmenso roble, se atrevió a levantar los ojos hasta la ventana de Mlle. de La Mole. Estaba herméticamente cerrada. Julián estuvo a punto de caerse y permaneció mucho tiempo apoyado en el roble. Luego, con paso vacilante, fue a contemplar la escalera del jardinero. El eslabón que un día había forzado en circunstancias ¡ay! tan distintas, todavía no había sido reparado. Presa de un arrebato de locura, Julián se lo llevó a los labios. Después de andar errando largo rato del salón al jardín, Julián se encontró horriblemente cansado; fue un primer éxito del que se sintió muy satisfecho. «Mis miradas parecerán apagadas y no me traicionarán». Poco a poco fueron llegando al salón los convidados, pero ni una vez se abrió la puerta sin que el corazón de Julián sintiera un sobresalto mortal. Se sentaron a la mesa. Por fin apareció Mlle. de La Mole, siempre fiel a su costumbre de hacerse esperar. Se ruborizó mucho al ver a Julián. No le habían anunciado su llegada. Siguiendo las instrucciones del príncipe Korasoff, Julián miró sus manos: temblaban. Este descubrimiento le produjo a él también una profunda turbación, pero tuvo la fortuna de que los demás le creyeran simplemente cansado. M. de La Mole le colmó de elogios. La marquesa le dirigió la palabra momentos después y se interesó por su aspecto fatigado. Julián se decía a cada instante: «No debo mirar demasiado a Mlle. de La Mole, pero tampoco deben rehuirla mis miradas. Tengo que parecer exactamente lo mismo que era ocho días antes de mi desgracia...». Tuvo motivos para sentirse satisfecho del éxito y permaneció en el salón. Atento por primera vez con la dueña de la casa, hizo grandes esfuerzos para mostrarse amable con todos los presentes y mantener animada la conversación. Su cortesía se vio recompensada. A eso de las ocho anunciaron a la mariscala de Fervaques.

Julián desapareció y volvió poco después vestido con el mayor esmero. Mme. de La Mole le agradeció infinitamente aquella muestra de respeto, y quiso testimoniarle su satisfacción hablando de su viaje a Mme. de Fervaques. Julián se instaló al lado de la mariscala, de manera tal que Matilde no pudiera verle los ojos. Así colocado, siguiendo todas las reglas del juego, Mme. de Fervaques fue para él objeto de la más entusiasta iración. Con un largo párrafo sobre este sentimiento comenzaba precisamente la primera de las cincuenta y tres cartas que le había regalado el príncipe Korasoff. La mariscala anunció que pensaba ir aquella noche a la Ópera Bufa. Huelga decir que Julián se apresuró a asistir también. Al llegar se encontró con el caballero de Beauvoisis, que le condujo a un palco de los gentileshombres de cámara, justamente al lado del de la mariscala. Julián no apartó los ojos de ella en toda la velada: «Es imprescindible —se dijo al volver a casa— llevar un diario del asedio, de lo contrario acabaré olvidando mis ataques». Se esforzó por escribir dos o tres páginas sobre aquel enojoso tema, y así consiguió ¡cosa irable! no pensar apenas en Mlle. de La Mole. Matilde casi se había olvidado de él mientras duró su viaje. «Después de todo, no es más que un ser vulgar —pensaba—, y su nombre me recordará siempre la falta más vergonzosa de mi vida. Tengo que volver de buena fe a las ideas vulgares de cordura y de honor; una mujer se expone a perderlo todo al olvidarlas». Accedió por fin a que se ultimase su matrimonio con el marqués de Croisenois, preparado desde hacía tanto tiempo. Él estaba loco de alegría, y se habría asombrado mucho si alguien le hubiera dicho que en aquel modo de actuar de Matilde, que tanto le enorgullecía, había en el fondo mucho de resignación. Todas las ideas de Matilde cambiaron por completo al volver a ver a Julián. «En realidad —se dijo—, éste es mi marido; y si pretendo volver sinceramente a las ideas de sensatez, no cabe duda de que es con él con quien debiera yo casarme». Ella esperaba frases inoportunas, aires de desdicha por parte de Julián, y había

preparado ya sus respuestas, pues sin duda, éste, al salir del comedor, trataría de dirigirle algunas palabras. Lejos de ello, Julián se quedó en el salón, sin mirar siquiera hacia el jardín. Eso sí, ¡Dios sabe a costa de cuántos esfuerzos! «Más vale tener cuanto antes esa explicación», pensó Mlle. de La Mole. Salió sola al jardín, pero Julián no apareció. Matilde se acercó a las puertas vidrieras del salón y desde allí vio a Julián muy entretenido describiendo a Mme. de Fervaques los castillos en ruinas que coronan los altozanos a orillas del Rhin dándoles un carácter tan peculiar. Empezaba a manejar con cierta destreza ese tipo de frases sentimentales y pintorescas que en algunos salones llaman esprit. Si el príncipe Korasoff hubiese estado en París, se habría sentido orgulloso: aquella velada era exactamente como él la había previsto. También habría merecido su aprobación la conducta de Julián en los días que siguieron. Una intriga urdida por los del gobierno oculto iba a disponer de algunos cordons bleus. La mariscala de Fervaques exigía que su tío abuelo fuese caballero de la orden. El marqués de La Mole abrigaba la misma pretensión para con su suegro. Aunaron sus fuerzas y la mariscala vino casi todos los días al palacio de La Mole. Por ella supo Julián que el marqués iba a ser nombrado ministro: ofrecía a la Camarilla un plan muy ingenioso para anular la Carta, sin conmoción, en sólo tres años. Julián podía aspirar a un obispado si M. de La Mole llegaba al ministerio, pero para él todos aquellos grandes intereses se le aparecían como recubiertos con un espeso velo. Su imaginación no alcanzaba a verlos más que vagamente y, por decirlo así, en la lejanía. La horrible desventura que ponía en peligro la solidez de su razón, hacía depender su porvenir de la actitud de Matilde. Calculaba que, después de cinco o seis años de cuidados, conseguiría de nuevo su amor. Aquella cabeza tan fría había descendido, como se ve, a un completo estado de desatino. De todas las cualidades que en otra época le habían distinguido, sólo le quedaba un poco de firmeza. Materialmente fiel a la norma de conducta que le dictara el príncipe Korasoff, todas las noches se colocaba lo más cerca posible del sillón ocupado por Mme. de Fervaques, pero no se le ocurría nada que decirle. El esfuerzo que se imponía para que Matilde le creyese curado absorbía todas las fuerzas de su alma. Permanecía al lado de la mariscala como un ser apenas

animado; hasta sus ojos habían perdido todo su fuego, como ocurre cuando se padece un gran sufrimiento físico. Como la manera de ver las cosas de Mme. de La Mole era siempre una pálida copia de las opiniones de aquel marido que podía hacerla duquesa, llevaba unos días poniendo por las nubes los méritos de Julián.

CAPÍTULO XXVI

EL AMOR MORAL

There also was of course in Adeline That calm patrician polish in the address, Which ne’er can the equinoctial line Of any thing which Nature would express: Just as a Mandarin finds nothing fine, At least his manner suffers not to guess That any thing he views can greatly please¹.

Don Juan, cap. XIII, st. 84

«Hay algo de locura en la manera de ver las cosas de toda esta familia —pensaba la mariscala—. Están entusiasmados con ese joven sacerdote que lo único que sabe hacer es escuchar; sin embargo, hay que reconocer que tiene unos ojos muy bonitos». Julián, por su parte, encontraba en los modales de la mariscala un ejemplo casi perfecto de aquella calma patricia, que respira corrección y finura de modales, pero que es inaccesible a cualquier emoción viva. Lo imprevisto en los movimientos, la falta de dominio sobre sí mismo habrían escandalizado a Mme. de Fervaques casi tanto como la falta de majestad en su

trato con los inferiores. El menor signo de sensibilidad hubiera sido a sus ojos como una especie de embriaguez moral de la que no puede uno menos de avergonzarse, y que perjudica mucho a lo que una persona de jerarquía elevada se debe a sí misma. Su mayor dicha consistía en hablar de la última cacería del rey, y su libro favorito era las Memorias del duque de Saint-Simon, especialmente en la parte genealógica. Julián sabía el lugar que, según la disposición de las luces, convenía a la belleza de Mme. de Fervaques. Él solía instalarse allí de antemano, pero procurando situar su silla de modo que no viese a Matilde. Extrañada de tal insistencia en ocultarse de ella, un día abandonó el sofá azul y se puso a trabajar en una mesita muy próxima al sillón de la mariscala. Julián podía verla de muy cerca, por debajo del sombrero de Mme. de Fervaques. Aquellos ojos, de los que dependía su suerte, le asustaron primero, pero luego le sacaron violentamente de su apatía habitual; habló, y muy bien. Sus frases iban dirigidas a la mariscala, pero su único objetivo era hacer efecto en el alma de Matilde. Se animó de tal modo que Mme. de Fervaques acabó por no entender del todo lo que decía. Aquél era un primer mérito. Si Julián hubiera tenido la intuición de completar lo que estaba diciendo con algunas frases de misticismo alemán, de elevada religiosidad y de jesuitismo, la mariscala le habría clasificado de inmediato entre los hombres superiores llamados a regenerar el siglo. «Puesto que tiene tan mal gusto —se decía Mlle. de La Mole— como para estar tanto tiempo hablando, y además con tanto ardor, a Mme. de Fervaques, no le escucharé más». Durante toda aquella velada mantuvo su palabra, aunque con dificultad. A medianoche, cuando cogió la palmatoria de su madre para acompañarla a su habitación, Mme. de La Mole se detuvo en la escalera para hacer un elogio entusiasta de Julián. Era lo único que faltaba para acabar de exasperar a la joven. No podía conciliar el sueño. Tan sólo una idea la tranquilizó: «Lo que yo desprecio puede aún parecer un hombre de gran mérito a los ojos de la mariscala». En cuanto a Julián, el haber pasado a la acción le hacía sentirse menos desdichado. Un día descubrió casualmente la cartera de piel de Rusia donde el

príncipe de Korasoff había puesto las cincuenta y tres cartas de amor que le había regalado. Al pie de la primera carta vio la siguiente nota: Enviar el número 1 ocho días después del primer encuentro. «¡Ya me he retrasado! —exclamó Julián—. Hace mucho tiempo que trato a Mme. de Fervaques». Se puso en seguida a copiar aquella carta de amor; era una homilía aburridísima y llena de frases sobre la virtud. Julián tuvo la suerte de dormirse antes de terminar la segunda página. Algunas horas después, el sol, ya alto, le sorprendió con la cabeza apoyada en la mesa. Uno de los momentos más penosos de su vida era aquel en que cada mañana, al despertarse, comprobaba el alcance de su infortunio. Aquel día acabó de copiar la carta casi riendo. «¿Es posible —se decía— que haya existido un hombre capaz de escribir así?». Contó varias frases de nueve líneas. Al pie del original descubrió una nota con lápiz. Estas cartas debe llevarlas el propio interesado: a caballo, con corbata negra y levita azul. Conviene entregar la carta al portero con aire contrito, con profunda melancolía en la mirada. Si se vislumbra a alguna doncella, enjugarse una lágrima furtivamente. Dirigir la palabra a la doncella. Lo ejecutó todo al pie de la letra. «Lo que estoy haciendo es muy expuesto —pensó Julián al salir del palacio de Fervaques—, pero tanto peor para Korasoff. ¡Atreverse a escribir a una mujer con tal fama de virtuosa! Me va a tratar con el mayor desprecio, y nada me divertirá más. Ésta es, en el fondo, la única comedia a la que puedo ser sensible. Sí, cubrir de ridículo a este ser odioso al que llamo yo, me divertirá. Si me dejara llevar por mis impulsos, cometería un crimen sólo por distraerme». Desde hacía un mes, el momento más feliz de la vida de Julián era aquel en que conducía su caballo a la cuadra. Korasoff le había prohibido expresamente mirar, bajo ningún pretexto, a la amante que le había abandonado. Pero el ruido de los cascos del corcel, que tan bien conocía Matilde, y la manera en que Julián llamaba con la fusta a la puerta de las caballerizas para que saliera un mozo, no

pocas veces hacían que aquélla se acercase a los cristales de su ventana. Julián la veía a través de la finísima muselina de los visillos. Mirando de un modo especial, por debajo del ala de su sombrero, distinguía el cuerpo de Matilde, sin ver sus ojos. «Por lo tanto —se decía—, ella tampoco puede ver los míos, y esto no es mirarla». Aquella noche, Mme. de Fervaques se comportó con él exactamente igual que si no hubiera recibido la disertación filosófica, mística y religiosa que, por la mañana, había entregado al portero con tanta melancolía. La víspera, el azar había revelado a Julián el medio de ser elocuente: se las arregló de manera que pudiera ver los ojos de Matilde. Ella, por su parte, abandonó el sofá azul unos instantes después de la llegada de la mariscala, lo que equivalía a desertar de su sociedad habitual. El marqués de Croisenois parecía consternado con aquel nuevo capricho; su dolor evidente alivió un poco la desdicha de Julián. Aquel detalle imprevisto en su vida le hizo estar elocuente como un ángel; y como el amor propio logra introducirse arteramente hasta en los corazones que sirven de templo a la virtud más augusta, al subir en su coche la mariscala pensaba: «Mme. de La Mole está en lo cierto; este joven clérigo posee una gran distinción. Seguramente le intimidaba mi presencia durante los primeros días. De hecho, todo el ambiente de esta casa es frívolo por demás; no se ven más que virtudes auspiciadas por la vejez, muy necesitadas, sin duda, del hielo que acarrea la edad. Este joven habrá sabido ver la diferencia. Escribe bien, pero mucho me temo que la petición que me hace en su carta de que le ilumine con mis consejos no sea en el fondo más que un sentimiento que se ignora a sí mismo. Y, sin embargo, ¡cuántas conversiones comenzaron así! Lo que me hace augurar bien de ésta es la diferencia entre su estilo y el de los jóvenes cuyas cartas he tenido ocasión de leer. Es imposible no apreciar una unción, una seriedad profunda y mucha convicción en la prosa de este joven levita. Quizá llegue a alcanzar la dulce virtud de Masillón».

CAPÍTULO XXVII

LOS MEJORES CARGOS DE LA IGLESIA

¡Servicios! ¡Talento! ¡Méritos! ¡Bah! Afíliese a algún partido.

TELÉMACO

La idea de un obispado se presentaba por primera vez, unida a la persona de Julián, en la mente de una mujer que, tarde o temprano, había de distribuir los cargos más importantes de la Iglesia de Francia. Aquel privilegio apenas habría conmovido, de saberlo, a Julián, ya que, en aquel instante, su pensamiento no se apartaba para nada de su desgracia actual. Todo contribuía a incrementarla. Por ejemplo, su habitación se le había hecho insoportable. Por la noche, cuando entraba con la vela en la mano, le parecía como si cada mueble, cada pequeño adorno adquirieran voz para anunciarle agriamente algún nuevo detalle de su desdicha. «Hoy tengo un trabajo obligado —se dijo aquella noche al retirarse y con una vivacidad inusitada en él desde hacía algún tiempo—. Esperemos que la segunda carta sea tan tediosa como la primera». Lo era todavía mucho más. Le parecía tan absurdo lo que copiaba, que acabó por transcribir línea por línea, sin preocuparse del sentido. «Es aún más enfático —se decía— que los documentos oficiales del tratado de Munster, que mi profesor de diplomacia me hacía copiar en Londres». Sólo entonces se acordó de las cartas de Mme. de Fervaques, cuyos originales había olvidado devolver al grave español don Diego Bustos. Las buscó: eran realmente casi tan ininteligibles como las del joven señor ruso. Resultaban de

una completa vaguedad. Aquello quería decirlo todo y no decir nada. «Es el arpa eólica del estilo —pensó Julián—. En medio de los más sublimes pensamientos sobre la nada, sobre la muerte, sobre el infinito, etc., lo único concreto que detecto es un miedo abominable al ridículo». El monólogo que acabamos de resumir se repitió durante quince días seguidos. Dormirse copiando una especie de comentario sobre el Apocalipsis, ir al día siguiente a llevar una carta con aire melancólico, dejar el caballo en la cuadra con la esperanza de vislumbrar el traje de Matilde, trabajar, y por la noche frecuentar la ópera cuando Mme. de Fervaques no venía al palacio de La Mole: tales eran las monótonas ocupaciones que llenaban la vida de Julián. Algunas veces ofrecía algo más de interés, sobre todo cuando Mme. de Fervaques iba a ver a la marquesa: entonces podía entrever los ojos de Matilde por debajo del ala del sombrero de la mariscala y se mostraba más elocuente que de ordinario. Sus frases pintorescas y sentimentales adquirían un cariz más elegante y seductor a la vez. Comprendía perfectamente que lo que decía era absurdo a los ojos de Matilde, pero quería impresionarla por la elegancia de la dicción. «Cuanto más falso sea lo que diga, tanto más debo gustarle», pensaba Julián. Y entonces, con una osadía inaudita, exageraba algunos aspectos de la naturaleza. Pronto advirtió que, para no parecer vulgar a Mme. de Fervaques, tenía que renunciar, concretamente, a toda idea sencilla y razonable. Así pues, continuaba o abreviaba sus exageraciones según advirtiera el éxito o la indiferencia en los ojos de las dos grandes damas a quienes tenía que agradar. En conjunto, su vida era menos insufrible que cuando sus días transcurrían en la inacción. «Quince, quince de estas abominables epístolas llevo ya copiadas —se decía una noche—. Las catorce primeras han sido puntualmente entregadas al suizo de la mariscala. Voy a tener el honor de llenar todos los cajones de su escritorio. Y, sin embargo, ella me trata exactamente igual que si no le escribiese. ¿En qué acabará todo esto? ¿Le fastidiará a ella mi constancia tanto como a mí? Hay que reconocer que ese ruso amigo de Korasoff, enamorado de la bella cuáquera de Richmond, debió de ser en su tiempo un hombre terrible. Es imposible resultar más cargante».

Como todos los seres mediocres a quienes la casualidad hace presenciar las maniobras de un gran general, Julián no comprendía ni una palabra del ataque que el joven ruso dirigía contra el corazón de la bella inglesa. Las cuarenta primeras cartas no tenían más objeto que el de hacerse perdonar el atrevimiento de escribir. Lo importante era que aquella dulce persona, que acaso se aburría mortalmente, fuera acostumbrándose a recibir cartas que, aunque muy insípidas, quizá lo fueran un poco menos que su vida diaria. Una mañana le entregaron una carta a Julián en la que reconoció las armas de Mme. de Fervaques. Rompió el sello con un apresuramiento que algunos días antes le habría parecido imposible, pero no era más que una invitación a cenar. Acudió presuroso a consultar las instrucciones del príncipe Korasoff. Desgraciadamente, el joven ruso había querido ser ligero, como Dorat, allí donde hubiera debido ser sencillo e inteligible. Julián no pudo adivinar la posición moral que debía ocupar en la cena ofrecida por la mariscala. El salón era de una extremada magnificencia, dorado como la galería de Diana en las Tullerías, con pinturas al óleo en los artesonados. En estos cuadros se observaban algunas manchas claras. Julián supo más tarde que la dueña de la casa, habiendo juzgado aquellos asuntos poco decentes, había mandado corregir las pinturas¹. «¡Oh, siglo moral!», pensó. En aquel salón reconoció a tres personajes que habían asistido a la redacción de la nota secreta. Uno de ellos, el obispo de ***, tío de la mariscala, tenía a su cargo la lista de las dignidades eclesiásticas, y, según decían, no sabía negar nada a su sobrina. «¡Qué gran paso he dado! —se dijo Julián sonriendo con melancolía—. ¡Pero qué indiferente me resulta todo! Y eso que estoy cenando con el famoso obispo de ***». La cena fue mediocre y la conversación inaguantable. «Esto es como el índice de un mal libro —pensaba Julián—. Todos los grandes problemas del pensamiento humano son abordados aquí con orgullo. Pero basta escuchar tres minutos seguidos para preguntarse uno qué es más insoportable, si el énfasis del orador o su abominable ignorancia». El lector quizá haya olvidado a aquel hombrecillo de letras llamado Tanbeau,

sobrino del académico y futuro profesor, que parecía el encargado de envenenar el salón de La Mole con sus viles calumnias. Fue por mediación de dicho hombrecillo como Julián conjeturó que, aun cuando Mme. de Fervaques no contestara a sus cartas, podría muy bien ocurrir que viese con indulgencia el sentimiento que las dictaba. El alma negra de M. Tanbeau se torturaba sin cesar pensando en los éxitos de Julián, pero como, por otra parte, un hombre de mérito, lo mismo que un majadero, no puede estar en dos sitios a la vez, el futuro profesor se decía: «Si Sorel se convierte en el amante de la sublime mariscala, lo colocará en la Iglesia en algún buen puesto y yo me veré libre de él en el palacio de La Mole». El padre Pirard también sermoneó con ganas a Julián por sus éxitos en el palacio de Fervaques. Había algo de celos de secta entre el austero jansenista y el salón jesuítico, regenerador y monárquico de la virtuosa mariscala.

CAPÍTULO XXVIII

MANON LESCAUT

Pues bien, una vez que se hubo convencido de la necedad y estupidez del prior, obtenía por lo general buenos resultados llamando negro a lo blanco y blanco a lo negro.

LICHTEMBERG

Las instrucciones rusas prescribían imperiosamente que no se contradijera nunca de viva voz a la persona a quien se escribía. No había que apartarse, bajo ningún pretexto, del papel de la más extática iración; las cartas partían siempre de este supuesto. Una noche, en la Ópera, en el palco de Mme. de Fervaques, Julián ponía por las nubes el ballet de Manon Lescaut¹. Su única razón para hablar así era que lo consideraba francamente insignificante. La mariscala dijo que el ballet era muy inferior a la novela del abate Prévost. «¡Cómo! —pensó Julián, asombrado y divertido—. ¡Una persona tan virtuosa elogiando una novela!». Mme. de Fervaques hacía alarde, dos o tres veces por semana, del más completo desprecio por los escritores que, por medio de esas obras chabacanas, tratan de corromper a una juventud por desgracia demasiado predispuesta a dejarse arrastrar por los extravíos de los sentidos. —Dentro de ese género inmoral y peligroso, Manon Lescaut —continuó la mariscala— ocupa, según dicen, uno de los primeros puestos. En ese libro, las

debilidades y las angustias merecidas de un corazón criminal están descritas, según cuentan, con un verismo realmente profundo; lo que no impidió a «su» Bonaparte decir en Santa Elena que era una novela para lacayos. Aquellas palabras devolvieron toda su actividad al espíritu de Julián. «Han querido sin duda perderme, contándole a la mariscala mi entusiasmo por Napoleón. El hecho le ha molestado lo bastante para ceder a la tentación de hacérmelo notar». Ese descubrimiento le divirtió durante toda la velada e hizo que su conversación, a su vez, resultara divertida. Al despedirse en el vestíbulo de la Ópera, le dijo la mariscala: —Recuerde usted que no se puede amar a Bonaparte cuando se me ama a mí; todo lo más, puede aceptársele como una necesidad impuesta por la Providencia. Además, ese hombre no tenía la suficiente flexibilidad de espíritu para apreciar las obras maestras del arte. «¡Cuando se me ama! —se repetía Julián—. Esto no quiere decir nada o quiere decirlo todo. He aquí las sutilezas de lenguaje de las que carecen nuestros pobres provincianos». Y pensó mucho en Mme. de Rênal mientras copiaba una carta interminable destinada a la mariscala. —¿Cómo es posible —le dijo ella al día siguiente con un tono de indiferencia que a él le pareció fingido— que me hable usted de Londres y de Richmond en una carta que, al parecer, escribió usted anoche al salir de la Ópera? Julián se quedó desconcertado; había copiado línea por línea, sin pensar en lo que escribía, y por lo visto se había olvidado de sustituir las palabras Londres y Richmond, que figuraban en el original, por París y Saint-Cloud. Comenzó dos o tres frases, pero no logró acabarlas; tenía unas ganas irresistibles de echarse a reír. Finalmente, después de mucho buscar las palabras, se le ocurrió justificarse en los siguientes términos: «Exaltado por la discusión de los más sublimes, de los más elevados intereses del alma humana, la mía, al escribir, ha podido tener una distracción». «En vista de que parece que produzco una buena impresión —se dijo—, puedo

ahorrarme el fastidio del resto de la velada». Salió corriendo del palacio de Fervaques. Por la noche, revisando el original de la carta que había copiado la víspera, llegó al pasaje fatal en que el joven ruso hablaba de Londres y de Richmond. A Julián le chocó mucho encontrar aquella carta casi tierna. El contraste entre la aparente frivolidad de su conversación y la profundidad sublime y casi apocalíptica de sus cartas era lo que le había ganado la consideración de Mme. de Fervaques. Lo que más complacía a la mariscala era la longitud de las frases, y no ese estilo lapidario puesto de moda por Voltaire, ese hombre tan inmoral. Aun cuando nuestro héroe hiciera esfuerzos increíbles por desterrar todo asomo de sentido común en su conversación, ésta aún conservaba un cierto tinte antimonárquico e impío que no pasaba inadvertido a Mme. de Fervaques. Rodeada de personajes eminentemente morales, pero a quienes rara vez se les ocurría una idea en toda la velada, aquella dama se interesaba sobremanera por todo lo que parecía una novedad, pero, al mismo tiempo, consideraba que su deber era mostrarse ofendida por ello. A aquel defecto lo llamaba ella conservar el sello de la frivolidad del siglo... Pero tales salones sólo resultan soportables cuando se pretende algo. Sin duda alguna, el lector participará de todo el aburrimiento de la vida absurda que llevaba Julián. Estos son los páramos de nuestro viaje. Durante todo el tiempo usurpado a la vida de Julián por el episodio Fervaques, Mlle. de La Mole necesitaba hacer grandes esfuerzos para no pensar en él. Su alma era presa de los combates más violentos; a veces se jactaba de despreciar a aquel hombre tan triste, pero, a pesar suyo, su conversación la cautivaba. Lo que más iraba era su absoluta falsedad; no decía ni una sola palabra a la mariscala que no fuese una mentira, o, por lo menos, un disfraz abominable de su modo de pensar, que tan perfectamente conocía Matilde en casi todas sus facetas. Aquel maquiavelismo la tenía asombrada. «¡Qué profundidad! —se decía—. ¡Qué diferencia entre él y esos badulaques pretenciosos o esos bribones vulgares, como M. Tanbeau, que emplean el mismo lenguaje!». Julián, sin embargo, tenía días horribles. Se presentaba a diario en el salón de la mariscala únicamente para cumplir con el más penoso de los deberes. Sus esfuerzos por representar bien su papel terminaban siempre por agotar las escasas energías que le quedaban. Muchas veces, al atravesar por la noche el

inmenso patio del palacio de Fervaques, necesitaba apelar a todo su carácter y raciocinio para no sucumbir a la desesperación². «En el seminario vencí la desesperación —se decía—, y, sin embargo, ¡qué horrible perspectiva la de entonces! Tanto si hacía fortuna como si fracasaba en mi empeño, en un caso como en otro me veía obligado a pasar mi vida entera en íntima sociedad con lo que el mundo puede ofrecer de más despreciable y repugnante. A la primavera siguiente, transcurridos apenas once meses, era quizá el más feliz de los jóvenes de mi edad». Pero, casi siempre, estos bellos razonamientos se estrellaban contra la horrible realidad. Todos los días veía a Matilde en la comida y en la cena. Por las numerosas cartas que le dictaba M. de La Mole, sabía que estaba en vísperas de casarse con M. de Croisenois. Este joven amable venía ya dos veces por día al palacio de La Mole: a la mirada celosa de un amante desdeñado no se le escapaba ninguno de sus movimientos. Cuando creía advertir que Mlle. de La Mole trataba con dulzura a su pretendiente, Julián, al volver a su habitación, instintivamente contemplaba con cariño sus pistolas. «¡Ay! ¡Cuánto más sensato por mi parte sería quitar las iniciales de mi ropa interior, marcharme a algún bosque solitario a veinte leguas de París y terminar esta execrable vida! Desconocido en la comarca, mi muerte permanecería ignorada durante quince días, y al cabo de ese tiempo, ¿quién pensaría en mí?». Semejante razonamiento era de lo más juicioso. Pero, al día siguiente, el brazo de Matilde, entrevisto entre la manga de su vestido y el guante, bastaba para sumir a nuestro joven filósofo en penosos recuerdos que, sin embargo, le hacían desear la vida. «Pues bien —se decía entonces—, seguiré hasta el fin esta farsa. ¿Cómo terminará todo esto? Por lo que a la mariscala se refiere, cuando le haya copiado las cincuenta y tres cartas, ya no le volveré a escribir más. En cuanto a Matilde..., una de dos: o mis seis semanas de penosa comedia no influirán nada en su desdén, o me valdrán un instante de reconciliación. ¡Dios santo! ¡Me moriría de felicidad!...». Y no podía acabar su pensamiento. Cuando después de un largo deliquio conseguía reaccionar, se decía: «Claro, que sólo gozaría de un día de felicidad; después volverían a comenzar sus rigores,

fundados, desgraciadamente, en mi escaso poder de seducción, y no me quedaría ya ningún otro recurso; me vería perdido para siempre. ¿Qué garantía puede ofrecerme ella con su carácter? La respuesta, por desgracia, hay que buscarla en mi escaso mérito. Indudablemente, carezco de elegancia en mis modales, mi manera de hablar es pesada y monótona. ¡Dios mío! ¿Por qué soy como soy?».

CAPÍTULO XXIX

EL TEDIO

Sacrificarse a las propias pasiones, pase, pero a pasiones que no se sienten... ¡Oh triste siglo XIX!

GIRODET

Después de haber leído, sin placer alguno al principio, las largas cartas de Julián, Mme. de Fervaques empezaba a interesarse por ellas. Pero una cosa la tenía desolada: «¡Qué lástima que M. Sorel no sea ya sacerdote! Podría yo entonces concederle cierta intimidad, pero con esa cruz y ese traje casi seglar, se expone una a preguntas crueles, y ¿qué responder?». No terminaba su pensamiento. «Alguna amiga maliciosa podría suponer y hasta divulgar que se trata de algún primo subalterno, pariente de mi padre, algún comerciante condecorado por la guardia nacional». Hasta el momento en que conoció a Julián, el mayor placer de Mme. de Fervaques había sido escribir la palabra mariscala al lado de su nombre. Luego, una vanidad de advenediza, malsana y que se ofendía de todo, combatió un primer atisbo de interés. «¡Me sería tan fácil —se decía la mariscala— hacerle vicario general de alguna diócesis cercana a París! Pero Sorel a secas, y, además, secretario de M. de La Mole..., es desolador!». Por primera vez, aquella alma tan temerosa de todo, se sentía conmovida por un interés ajeno a sus pretensiones de rango y de superioridad social. Su anciano portero notó que, cuando le entregaba alguna carta de aquel apuesto mozo con

esa expresión tan melancólica, desaparecía el aire distraído y molesto que la mariscala cuidaba siempre de adoptar cuando se presentaba ante ella alguno de sus criados. El tedio derivado de un modo de vivir totalmente supeditado a la exigencia de producir efecto en el público, sin que tal género de éxitos originara en su corazón ningún goce real, se había hecho tan intolerable desde que Julián ocupaba un lugar en sus pensamientos, que bastaba que conversase una hora con él durante una velada para que sus doncellas tuvieran la seguridad de que no serían maltratadas durante todo el día siguiente. El crédito incipiente del joven resistió algunos anónimos muy bien escritos. En vano el pequeño Tanbeau proporcionó a Ms. de Luz, de Croisenois y de Caylus dos o tres calumnias diabólicas, que estos señores se recrearon en propalar sin tener demasiado en cuenta la verdad de las acusaciones. La mariscala, cuyo espíritu no estaba acostumbrado a resistir vulgares golpes de esta índole, contaba sus cuitas a Matilde y ésta siempre se encargaba de consolarla. Un día, después de haber preguntado tres veces si había cartas, Mme. de Fervaques se decidió repentinamente a responder a Julián. Fue una victoria del aburrimiento. A la segunda carta, la mariscala se interrumpió ante la inconveniencia de escribir de su puño y letra una dirección tan vulgar: «A M. Sorel, en casa del marqués de La Mole». «Sería conveniente —le dijo por la noche a Julián con un tono muy seco— que me trajera usted algunos sobres con sus señas». «Heme aquí convertido en amante lacayo», pensó Julián, y se inclinó, divirtiéndole la idea de imitar a Arsenio, el viejo ayuda de cámara del marqués. Aquella misma noche llevó los sobres, y al día siguiente, muy de mañana, recibió una tercera carta. Leyó cinco o seis líneas del principio y dos o tres del final. Constaba de cuatro páginas, escritas con una letra muy menuda. Poco a poco, la mariscala adquirió la dulce costumbre de escribirle casi todos los días. Julián contestaba con copias literales de las cartas rusas, y tales son las ventajas del estilo enfático, a Mme. de Fervaques no le extrañaba la incongruencia que había entre sus epístolas y las contestaciones. Cuál no hubiera sido la indignación de su orgullo si el pequeño Tanbeau, que se había constituido en espía voluntario de los pasos de Julián, le hubiera podido

revelar que todas sus cartas iban a parar, sin ser leídas, al cajón de la mesa de su destinatario. Una mañana, en el momento en que el portero le llevaba a la biblioteca una misiva de la mariscala, Matilde se encontró con él y pudo ver la carta con la dirección escrita de letra de Julián. No bien salió el portero de la biblioteca, entró ella. La carta estaba aún sobre la mesa, pues Julián, muy atareado, no la había metido en el cajón. —Esto es algo que no puedo tolerar —exclamó Matilde apoderándose de la carta —. Me tiene usted olvidada por completo, a mí, que soy su esposa. ¡Su conducta es horrible, caballero! Al pronunciar estas palabras, su orgullo, espantado de la tremenda inconveniencia de lo que acababa de hacer, la sofocó; rompió a llorar de tal forma, que parecía que se le cortaba la respiración. Sorprendido, confuso, Julián no apreciaba bien todo lo que para él tenía de irable y feliz aquella escena. Ayudó a Matilde a sentarse: ella casi se abandonaba en sus brazos. La primera reacción de Julián al percatarse de aquel movimiento fue de una inmensa alegría. Pero en seguida pensó en Korasoff: «Puedo echarlo todo a perder con una sola palabra». Los brazos se le pusieron rígidos: tan penoso le resultaba el esfuerzo impuesto por la necesidad de fingir. «No debo ni siquiera permitirme estrechar contra mi pecho este cuerpo grácil y encantador; de lo contrario no tardará en despreciarme y maltratarme otra vez. ¡Qué carácter tan terrible el suyo!». Y cuanto más maldecía el carácter de Matilde, más sentía que la amaba; le parecía tener en sus brazos a una reina. La impasible frialdad de Julián redobló el dolor que desgarraba el alma orgullosa de Matilde. Estaba muy lejos de tener la sangre fría necesaria para tratar de adivinar en sus ojos lo que sentía por ella en aquel momento. No pudo decidirse a mirarlo: temblaba ante la posibilidad de encontrarse con la expresión de desprecio.

Sentada en un diván de la biblioteca, inmóvil y con la cabeza vuelta hacia el lado opuesto a Julián, era presa de los más vivos tormentos que el orgullo y el amor pueden hacer sufrir a un alma humana. ¡Qué error tan atroz acababa de cometer! «¡Desgraciada de mí! ¡Mira por dónde el destino me reservaba el suplicio de verme vergonzosamente rechazada! ¡Y rechazada por quién! —añadía su orgullo dolorido—. ¡Rechazada por un criado de mi padre!». —Esto es lo que no estoy dispuesta a tolerar —dijo en voz alta. Y, levantándose furiosa, abrió el cajón de la mesa de Julián, que estaba a dos pasos de ella. Se quedó petrificada de horror al ver allí ocho o diez cartas sin abrir, semejantes a la que el portero acababa de entregarle. En los sobres de todas ellas reconoció la letra de Julián, más o menos desfigurada. —De modo —exclamó fuera de sí— que no solamente se entiende con ella, sino que también la desprecia. ¡Usted, un hombre insignificante, despreciar a la mariscala de Fervaques!... «¡Ay, perdón, amigo mío! —añadió echándose a sus pies—. Despréciame si quieres, pero ámame. No puedo ya vivir privada de tu amor». Y cayó al suelo desvanecida. «¡Ahí tenemos a la orgullosa, rendida a nuestros pies!»¹, se dijo Julián.

CAPÍTULO XXX

UN PALCO EN LA ÓPERA BUFA

As the blackest sky Foretells the heaviest tempest¹.

Don Juan, cap. I, st. 73

En medio de todas aquellas fuertes emociones, Julián se sentía más sorprendido que dichoso. Las injurias de Matilde le demostraban cuán sabia era la política rusa. Hablar poco; obrar poco, he aquí mi único medio de salvación. Levantó a Matilde y, sin decir ni una palabra, la volvió a sentar en el diván. Poco a poco, las lágrimas la vencieron. Tratando de contener su turbación, cogió en sus manos las cartas de Mme. de Fervaques y las fue abriendo lentamente. Tuvo un gesto nervioso, muy acentuado, cuando reconoció la letra de la mariscala. Pasaba sin leerlas las hojas de aquellas cartas; la mayoría eran de seis páginas. —Contésteme al menos —dijo por fin Matilde con el tono de voz más suplicante, pero sin atreverse a mirar a Julián—. Sabe muy bien que soy orgullosa; ésta es la desgracia de mi posición y hasta de mi carácter; lo confieso. Mme. de Fervaques me ha robado su corazón..., pero ¿ha hecho ella por usted todos los sacrificios que hice yo, arrastrada por mi amor fatal? Un hosco silencio fue toda la respuesta de Julián. «¿Con qué derecho —pensaba — me pide que cometa una indiscreción indigna de un hombre honrado?».

Matilde trató de leer las cartas, pero sus lágrimas se lo impedían. Desde hacía un mes se sentía desdichada, pero su alma altiva estaba muy lejos de reconocer sus sentimientos. Aquella explosión había sido debida tan sólo al azar. Por un instante, los celos y el amor habían vencido al orgullo. Matilde estaba reclinada en el diván, muy cerca de él. Julián veía sus cabellos y su cuello de alabastro. Hubo un momento en que se olvidó de su conducta preconcebida y la enlazó por el talle, casi estrechándola contra su pecho. Ella volvió lentamente la cabeza hacia él, dejándole asombrado por la expresión de intenso dolor que se leía en sus ojos y que tornaba irreconocible su fisonomía habitual. Julián sintió que le abandonaban las fuerzas; tan penoso era el acto de valor que se imponía. «Esos ojos no expresarán dentro de poco más que un frío desdén — se dijo— si me dejo llevar ahora por la dicha de amarla». Matilde, mientras tanto, con voz ahogada y palabras entrecortadas, le repetía que jamás volvería a ceder a las desastrosas insinuaciones de su orgullo. —También yo tengo orgullo —le dijo Julián con una voz apenas audible. Y en sus rasgos se reflejaba el grado extremo del abatimiento físico. Matilde se volvió con rapidez hacia él. Oír su voz era una felicidad a la que casi había renunciado. Si en aquel momento se acordaba de su altivez, era para maldecirla; habría deseado encontrar medios insólitos, increíbles, que le permitieran probarle hasta qué punto le adoraba a él y se detestaba a sí misma. —Fue probablemente a causa de ese orgullo —continuó Julián— por lo que me distinguió usted un instante, y mucho me temo que la estima que en este momento me profesa se deba simplemente a la firmeza animosa que ve usted en mí, y que es la característica de un hombre que en algo se tiene. Es posible que esté enamorado de la mariscala... Matilde se estremeció; sus ojos adoptaron una expresión extraña. Iba a oír pronunciar su sentencia. Aquel movimiento no pasó inadvertido para Julián, que sintió debilitarse su valor. «¡Ah! —se decía al escuchar el sonido de las vanas palabras que su boca

pronunciaba, como si fuera un ruido extraño—, ¡si yo pudiera cubrir de besos esas mejillas tan pálidas sin que tú lo notases!». —Es posible que esté enamorado de la mariscala —continuó..., y su voz era cada vez más débil—. Pero, desde luego, no tengo ninguna prueba decisiva de su interés por mí... Matilde lo miró; él sostuvo aquella mirada, esperando que al menos su fisonomía no le hubiera traicionado. Se sintió traspasado de amor hasta en los repliegues más íntimos de su corazón. Nunca la había adorado hasta aquel punto; estaba casi tan loco como Matilde. Si ella hubiera tenido sangre fría y el ánimo suficiente para maniobrar, él habría caído a sus pies abjurando de toda aquella comedia vana. Pero fue lo bastante fuerte para seguir hablando. «¡Ah, Korasoff! —exclamó interiormente—. ¿Por qué no estará usted aquí? ¡Qué bien me vendría una palabra suya para dirigir mi conducta!». Entre tanto, su voz decía: —A falta de cualquier otro sentimiento, la gratitud bastaría para tenerle cariño a la mariscala. Ella fue indulgente conmigo, me consoló cuando me despreciaban. Yo no puedo tener una fe ilimitada en ciertas apariencias, por todo extremo halagadoras, sin duda, pero quizá también muy poco duraderas. —¡Ay, Dios mío! —exclamó Matilde. —Vamos a ver: ¿qué garantía me daría usted? —repuso Julián con un acento vivo y firme, que parecía abandonar por un momento los cautos modales de la diplomacia—. ¿Quién me garantiza, qué dios me responde de que la posición que en este momento parece usted dispuesta a devolverme perdurará más de dos días? —El exceso de mi amor y de mi desgracia, si no me ama usted ya —le dijo ella cogiéndole las manos y volviéndose hacia él. El movimiento brusco que acababa de hacer descolocó un poco el chal con que se cubría; Julián pudo ver sus hombros encantadores. Sus cabellos, algo alborotados, le trajeron a la memoria un recuerdo delicioso... Estaba a punto de ceder. «Una palabra imprudente —se dijo—, y empezará de nuevo la serie interminable de jornadas de desesperación. Mme. de Rênal hallaba razones para hacer lo que le dictaba su corazón; esta joven de la alta aristocracia sólo permite que su corazón se conmueva cuando se ha demostrado

a sí misma con buenas razones que debe conmoverse». Vio esta verdad en un abrir y cerrar de ojos, y en el mismo tiempo recobró todo su valor. Retiró las manos, que Matilde estrechaba entre las suyas, y, con marcado respeto, se separó de ella un poco. El valor de un hombre no puede ir más lejos. En seguida se puso a reunir todas las cartas de Mme. de Fervaques, que estaban esparcidas por el diván, y con la apariencia de una exquisita cortesía, tan cruel en aquellos momentos, añadió: —Mlle. de La Mole se dignará concederme un plazo para reflexionar sobre todo esto. Se alejó rápidamente y salió de la biblioteca; ella le oyó cerrar una tras otra todas las puertas. «El monstruo no se ha conmovido —se dijo Matilde—. Pero ¡qué digo monstruo! Es sensato, prudente, bueno; soy yo quien he cometido todas las equivocaciones imaginables». Aquella manera de ver las cosas perduró. Matilde se sintió casi dichosa aquel día, entregada por entero al amor; se hubiera dicho que nunca aquella alma había estado agitada por el orgullo, y ¡qué orgullo! Se estremeció de horror cuando, por la noche, en el salón, el lacayo anunció a Mme. de Fervaques: la voz de aquel hombre le pareció siniestra. No pudo soportar la presencia de la mariscala y salió rápidamente. Julián, no muy orgulloso de su penosa victoria, temeroso una vez más de que sus miradas le traicionaran, no cenó en el palacio de La Mole. Su amor y su dicha aumentaban rápidamente a medida que se alejaba del escenario de la batalla. Ya había llegado incluso a censurarse. «¿Cómo he podido resistirle? —se decía—. ¡Y si ella dejara de amarme! En un momento puede cambiar su alma altiva, y debo reconocer que la he tratado de un modo atroz». Por la noche comprendió que era absolutamente preciso presentarse en el palco de Mme. de Fervaques, que le había invitado expresamente. Matilde se enteraría,

con seguridad, de su presencia o de su descortés ausencia. A pesar de lo evidente de este razonamiento, pasó las primeras horas de la velada sin atreverse a mezclarse con la gente. Le faltaban las fuerzas, además, sentía que, hablando, se iba a disipar la mitad de su dicha. Dieron las diez. No había más remedio que presentarse allí. Afortunadamente, el palco de la mariscala estaba lleno de damas, circunstancia que le obligó a quedarse en un lugar junto a la puerta, completamente escondido detrás de los sombreros. Aquello le salvó del ridículo. Los divinos acentos de desesperación de Carolina en el Matrimonio secreto² le arrancaron lágrimas. Mme. de Fervaques advirtió aquellas lágrimas; de tal modo contrastaban con la firmeza viril de su fisonomía habitual, que su alma de gran dama, largo tiempo saturada de todo lo que el orgullo de advenediza tiene de más corrosivo, se sintió conmovida a su vez. Lo poco de femenino que quedaba en su corazón le indujo a hablar. Quería gozar del sonido de su voz en aquel momento. —¿Ha visto usted a Mme. de La Mole y a su hija? —le dijo—. Están en el tercero. Julián se apresuró a asomarse a la sala apoyándose bastante descortésmente en la barandilla del palco. Vio a Matilde; sus ojos brillaban como si estuviera llorando. «Y, sin embargo, hoy no es el día en que ellas suelen venir a la ópera. ¡Qué extraño interés!», pensó Julián. Matilde había convencido a su madre para que la acompañara a la Ópera Bufa, a pesar de lo poco distinguido del palco que una amiga complaciente de la casa se había apresurado a ofrecerles. Quería ver si Julián estaba aquella noche con la mariscala.

CAPÍTULO XXXI

INFUNDIRLE MIEDO

He aquí, pues, el hermoso milagro de vuestra civilización. Habéis hecho del amor un asunto ordinario.

BARNAVE

Julián corrió al palco de Mme. de La Mole. Sus ojos se cruzaron enseguida con los de Matilde, que estaban inundados de lágrimas. Lloraba sin contenerse. En el palco no había más que algunas personas poco distinguidas: la amiga que se lo había prestado y algunos conocidos. Matilde posó su mano sobre la de Julián; parecía como si hubiera perdido todo temor a su madre. Casi ahogada por las lágrimas, no le dijo más que una sola palabra: «¡Garantías!». «Tengo que procurar no hablarle —se decía Julián, también muy conmovido y tapándose como podía los ojos con la mano cual si desease protegerlos de la luz de la araña de cristal que deslumbraba a los ocupantes de los palcos del tercer piso—. Si le hablo, no podrá poner ya en duda lo excesivo de mi emoción; el tono de mi voz me traicionaría, y todo puede echarse a perder aún». Su lucha era mucho más penosa que por la mañana, pues su alma había tenido tiempo de conmoverse. Temía ver a Matilde ofendida en su vanidad. Ebrio de amor y de voluptuosidad, decidió guardar silencio. En mi opinión, éste es uno de los rasgos más bellos de su carácter: un ser capaz de imponerse un esfuerzo tal puede llegar muy lejos, si fata sinant. Mlle. de La Mole insistió en que Julián se fuese con ellas a casa. Afortunadamente, llovía mucho. La marquesa le hizo sentarse frente a ella y le

habló durante todo el trayecto, impidiendo que pudiera cruzar una sola palabra con su hija. Se hubiera dicho que la madre velaba por la felicidad de Julián, el cual, no temiendo ya estropearlo por el exceso de su emoción, se entregaba a ella con locura. ¿Me atreveré a decir que, al entrar en su cuarto, Julián se arrodilló y cubrió de besos las cartas de amor que le diera el príncipe Korasoff? —¡Oh, gran hombre! ¡Cuánto te debo! —exclamó en su desvarío. Poco a poco recobró algo de su sangre fría. Se comparó a un general que acaba de ganar a medias una gran batalla. «La ventaja es segura e inmensa —se dijo—, pero ¿qué pasará mañana? En un instante puedo perderlo todo». Con ademán apasionado abrió las Memorias dictadas en Santa Elena por Napoleón y, durante dos horas interminables, se esforzó por leer; sólo leían sus ojos, es cierto, pero aun así seguía intentándolo. Durante aquella singular lectura, su cabeza y su corazón, flotando en lo más alto, trabajaban sin que él se percatara. «Este corazón es bien distinto del de Mme. de Rênal», se decía, pero no pasaba de ahí. «¡Infundirle miedo! —exclamó de repente, arrojando el libro lejos de sí—. El enemigo no me obedecerá hasta que no me tema; sólo entonces le será imposible atreverse a despreciarme». Y pensando esto, se paseaba por su reducida estancia, ebrio de alegría. Aunque, a decir verdad, aquella alegría era el fruto de su orgullo, más que de su amor. «¡Infundirle miedo! —se repetía altivamente, y tenía razón para sentirse ufano —. Aun en los momentos de mayor dicha, Mme. de Rênal temía siempre que mi amor no fuera igual al suyo. Aquí tengo que luchar con un demonio, y hay que subyugar». Como sabía de sobra que a la mañana siguiente Matilde estaría ya en la biblioteca a las ocho en punto, él no apareció por allí hasta las nueve, transido de amor, pero sin permitir que su cabeza perdiera el control que ejercía sobre su corazón. No pasaba un solo minuto sin que se repitiese: «Debo tenerla siempre preocupada con esta gran duda: “¿Me ama?” Su brillante posición, las adulaciones de todos los que le hablan le hacen sentirse siempre demasiado segura».

La encontró sentada en el diván, pálida y tranquila, pero incapaz, aparentemente, de hacer el menor movimiento. Matilde le tendió la mano. —Amigo mío, te he ofendido, es cierto, y tienes derecho a estar enojado. Julián, que no esperaba aquel tono sencillo, estuvo a punto de traicionarse. —Exiges garantías —añadió después de un silencio que había esperado que él rompiera—, es justo. Ráptame; vayámonos a Londres¹... Quedaré perdida para siempre, deshonrada... Tuvo el valor de retirar su mano de la de Julián para cubrirse los ojos con ella. En aquella alma habían renacido todos los sentimientos de recato y virtud femenina. —Pues bien: deshónrame —dijo por fin con un suspiro—; dime si eso no es una garantía. «Ayer fui feliz porque tuve el valor de ser severo conmigo mismo», pensó Julián. Después de un breve silencio, tuvo el suficiente dominio sobre su corazón para decir en tono glacial: —Una vez en camino hacia Londres, una vez deshonrada, para servirme de sus mismas expresiones, ¿quién me responde de que me seguirá amando usted, de que mi presencia en la silla de posta no le parecerá importuna? No soy un monstruo, y el hecho de que su reputación quede por los suelos sólo será una desgracia más para mí. El obstáculo entre usted y yo no es precisamente su posición en el mundo, sino, por desgracia, su propio carácter. ¿Puede usted acaso responder de sí misma y asegurarme que me amará ocho días seguidos? («¡Que me ame ocho días, solamente ocho días —se decía Julián en voz baja—, y me moriré de dicha! ¿Qué me importa el porvenir? ¿Qué me importa la vida? Y esa dicha inefable puede comenzar en este mismo instante si yo así lo quiero. Sólo depende de mí»). Matilde lo vio pensativo. —¿Entonces soy completamente indigna de usted? —dijo ella cogiéndole una mano.

Julián la besó, pero, en seguida, la férrea mano del deber le sujetó el corazón. «Si ve cómo la adoro, la pierdo». Y antes de separarse de sus brazos ya había recobrado toda la dignidad que debe conservar un hombre. Aquel día y los siguientes supo ocultar el exceso de su felicidad; hubo momentos en que se privaba hasta del placer de estrecharla entre sus brazos. En otros momentos, el delirio amoroso imponía silencio a todos los consejos de la prudencia. Solía situarse en el jardín, junto a un macizo de madreselvas destinado a disimular la escalera, con objeto de mirar de lejos la persiana de Matilde y llorar su inconstancia. Había muy cerca un gran roble, y el tronco de este árbol le protegía de miradas indiscretas. Un día, al pasar con Matilde por aquel mismo lugar que tan vivamente le recordaba su extrema desventura, el contraste entre la desesperación pasada y la felicidad presente fue demasiado fuerte para su espíritu; sus ojos se inundaron de lágrimas, y, llevando a sus labios la mano de su amiga, exclamó: —Aquí vivía pensando en ti; desde aquí miraba aquella persiana y aguardaba horas enteras el momento dichoso en que esta mano la abriría. Su debilidad fue completa. Le pintó, con esos colores verdaderos que no pueden inventarse, su terrible desesperación de entonces. Algunas cortas exclamaciones atestiguaban su felicidad actual, que había hecho cesar aquella pena atroz... «¿Qué estoy haciendo, Dios mío? —se dijo Julián volviendo en sí de repente—. ¡Me pierdo!». Tan grande fue su alarma, que creyó observar ya menos amor en los ojos de Mlle. de La Mole. Era una ilusión, pero el rostro de Julián se transformó con rapidez, palideciendo mortalmente. Sus ojos se apagaron un instante, y una expresión altiva, no exenta de maldad, reemplazó en un momento a la del más sincero y espontáneo amor. —¿Qué te ocurre, querido mío? —le preguntó Matilde con ternura e inquietud. —Estoy mintiendo —exclamó Julián malhumorado—, y estoy mintiéndote a ti. Me lo reprocho, y, sin embargo, Dios sabe que te estimo lo bastante para no mentirte. Tú me amas, sientes un gran aprecio por mí, y no necesito hacer frases

para halagarte. —¡Dios bendito! ¿Sólo son frases las cosas encantadoras que me estás diciendo desde hace dos minutos? —Te aseguro que lamento mucho haberlas dicho, querida mía. Las ideé en otro tiempo para una mujer que me amaba y me aburría... Es el defecto de mi carácter, lo confieso: perdóname. Lágrimas silenciosas resbalaban por las mejillas de Matilde. —En cuanto, por cualquier detalle que me impresiona, tengo un momento de distracción forzada —continuó Julián—, mi execrable memoria, de la que reniego en este momento me sugiere recursos de esta índole y reconozco que abuso de ellos. —¿Acaso he hecho, sin quererlo, algo que te desagradó? —dijo Matilde con una deliciosa ingenuidad. —Recuerdo que un día, al pasar junto a estas madreselvas, cogiste una flor. M. de Luz te la quitó, y tú se la dejaste. Yo estaba a dos pasos. —¿M. de Luz? ¡Es imposible! —repuso Matilde con su altivez natural—. No es esa mi forma habitual de proceder. —Estoy seguro —insistió Julián con viveza. —Entonces será verdad, amigo mío —dijo Matilde bajando los ojos con tristeza. Sabía positivamente que, desde hacía muchos meses, no le había permitido una acción semejante a M. de Luz. Julián la miró con indescriptible ternura. «No —se dijo—, no me ama menos que antes». Por la noche, Matilde le reprochó, riendo, su entusiasmo por Mme. de Fervaques. —¡Un burgués, amar a una advenediza! Los corazones de esta clase son quizá

los únicos que se hallan fuera del alcance de las seducciones de mi Julián. Lo que no puede negarse es que ha hecho de ti un verdadero dandy —añadía jugando con sus cabellos. En la época en que se juzgaba desdeñado por Matilde, Julián se había convertido en uno de los hombres más elegantes de París, pero con una ventaja sobre los individuos de esta clase: una vez vestido y acicalado, ya no volvía a pensar en ello ni le daba importancia. Había una cosa, sin embargo, que intrigaba a Matilde: Julián continuaba copiando las cartas rusas y enviándoselas a la mariscala.

CAPÍTULO XXXII

EL TIGRE

¡Ay! ¿Por qué eso y no aquello?

BEAUMARCHAIS

Un viajero inglés refiere la intimidad en que vivía con un tigre: lo había domesticado y lo acariciaba, pero siempre tenía en su mesa una pistola cargada. Julián sólo se abandonaba a su inmensa dicha en los momentos en que Matilde no podía leerla en la expresión de sus ojos. Cumplía puntualmente con el deber de decirle una frase dura de vez en cuando. Cuando la dulzura de Matilde, que él observaba con asombro, y su abnegación absoluta ponían en peligro el dominio sobre sí mismo, tenía el valor de separarse de ella bruscamente. Matilde amó de verdad por primera vez. La vida, que siempre había transcurrido para ella a paso de tortuga, volaba ahora. Como su orgullo tenía forzosamente que manifestarse de alguna manera, no dudaba en exponerse temerariamente a todos los peligros que su amor podía hacerle correr. Julián era el único que daba pruebas de prudencia, y solamente en los casos en que había algún peligro se rebelaba ella contra su voluntad. Pero, a la vez que se mostraba sumisa y casi humilde con él, su comportamiento con todos los que le rodeaban en casa, parientes o criados, denotaba la mayor altanería. Por la noche, en el salón, en medio de sesenta personas, llamaba a Julián para

hablarle en privado durante largo rato. Un día en que el pobre diablo Tanbeau se atrevió a colocarse cerca de ellos, Matilde le rogó que fuese a la biblioteca y le trajese el tomo de Smollet en el que aborda la revolución de 1688, y como advirtió en él cierta vacilación, añadió con una expresión altiva e insultante, que fue como un bálsamo para el alma de Julián: «No tenga usted prisa». —¿Has notado la mirada de ese pequeño monstruo? —le preguntó él. —Si su tío no llevara diez o doce años de servicio en este salón, haría que lo echaran inmediatamente. Su conducta con Croisenois, de Luz, etc., cortés por todo extremo en la forma, no era menos provocativa en el fondo. Matilde se reprochaba vivamente todas las confidencias que había hecho en otro tiempo a Julián, tanto más cuanto que no se atrevía a confesarle que había exagerado las muestras de interés, casi del todo inocentes, de que aquellos señores habían sido objeto. A pesar de todas sus buenas resoluciones, su orgullo de mujer le impedía todos los días decir a Julián: «Sólo porque hablaba contigo me complacía en describir mi flaqueza al no retirar la mano cuando M. de Croisenois la rozaba ligeramente al colocar la suya sobre una mesa de mármol». Hoy, apenas alguno de aquellos señores se detenía junto a ella con intención de hablarle, en seguida encontraba una pregunta que tenía que hacerle a Julián, y aquello era un pretexto para retenerle a su lado. Un día descubrió que estaba encinta, y se lo dijo a Julián con alegría: —¿Dudarás ahora de mí? ¿No es esto una garantía? Soy tu esposa para siempre. Aquella noticia produjo en Julián un profundo asombro. A punto estuvo de olvidar el principio que regía su conducta. «¿Cómo mostrarse voluntariamente frío y ofensivo con esta pobre muchacha que se pierde por mí?». En cuanto la notaba un poco indispuesta, aun cuando la sensatez le hiciera oír su voz terrible, ya no tenía el valor suficiente para mortificarla con una de aquellas frases crueles tan indispensables, según su experiencia, para la pervivencia de su amor. —Quiero escribir a mi padre —le dijo un día Matilde—. Para mí, más que padre

es un amigo; como tal, me parecería indigno de ti y de mí que le engañásemos, aunque sólo fuera un instante. —¡Dios santo! ¿Qué vas a hacer? —dijo Julián aterrado. —Lo que es mi deber —respondió ella con los ojos brillantes de alegría. Matilde se sentía más magnánima que su amante. —Pero me echará ignominiosamente. —Está en su derecho y hay que respetarlo. Yo te daré el brazo y saldremos por la puerta principal a la luz del día. Julián, aturdido, le rogó que esperara una semana. —No puedo —respondió ella—. El honor manda. Sé cuál es mi deber y quiero cumplirlo sin demora. —Pues bien, te ordeno que retrases tus planes —dijo por fin Julián—. Tu honor está a salvo; yo soy tu esposo. La situación de ambos va a cambiar con este paso decisivo. Yo también estoy en mi derecho. Hoy es martes; el martes próximo es el día de la recepción del duque de Retz; por la noche, cuando M. de La Mole regrese a casa, el portero le entregará la carta fatal... Él sólo piensa en hacerte duquesa, estoy seguro; ¡imagina su dolor! —Querrás decir, imagina su venganza. —Puedo sentir lástima por mi bienhechor, estar desolado por hacerle daño, pero no temo ni temeré nunca a nadie. Matilde se sometió. Desde que había anunciado a Julián su nuevo estado, era la primera vez que él le hablaba con autoridad; jamás la había amado tanto. La parte sensible de su alma se aferraba con alegría al pretexto del estado en que se hallaba Matilde para dispensarse de dirigirle palabras crueles. La confesión a M. de La Mole lo inquietó profundamente. ¿Le separarían de Matilde? Y por mucho que fuese el dolor de ella al verle partir, ¿seguiría pensando en él al cabo de un mes de separación? Casi igual era el horror que sentía pensando en los justos reproches que podría

dirigirle el marqués. Por la noche confesó a Matilde este segundo motivo de pesar, y luego, extraviado por su amor, le confesó también el primero. Ella cambió de color. —¿De veras sería para ti una desgracia pasar seis meses lejos de mí? —le preguntó. —Inmensa; la única en el mundo que veo con espanto. Matilde fue muy feliz. Julián había desempeñado su papel con tal aplicación, que había llegado a hacerle pensar que, de los dos, era ella la más enamorada. Llegó el martes fatal. A medianoche, al volver a casa, el marqués encontró una carta con las instrucciones precisas para que la abriese él mismo y cuando no hubiera delante ningún testigo. «Padre mío: »Todos los lazos sociales se han roto entre nosotros; ya no nos quedan más que los de la naturaleza. Después de mi marido, tú eres y serás siempre el ser más querido para mí. Mis ojos se llenan de lágrimas cuando pienso en el dolor que te causo, pero al objeto de que mi vergüenza no se haga pública, y para dejarte un margen suficiente que te permita deliberar y obrar, no he podido diferir por más tiempo la confesión que te debo. Si tu cariño, que sé que es grande, tiene a bien concederme una pequeña pensión, iré a instalarme con mi marido donde tú quieras: en Suiza, por ejemplo. Su nombre es tan oscuro, que nadie reconocerá a tu hija en Mme. de Sorel, nuera de un carpintero de Verrières. Éste es el nombre que tanto trabajo me ha costado escribir. Por Julián temo tu cólera, tan justa en apariencia. No seré duquesa, padre mío, pero no lo siento; cuando decidí amar a Julián lo sabía ya. Debo reconocer que fui yo quien le amó la primera, que fui yo quien le sedujo. He heredado de ti un alma demasiado elevada para fijar mi atención en lo que es o me parece vulgar. Fue inútil que, en mi deseo de agradarte, tratara de poner mis ojos en M. de Croisenois. ¿Por qué me pusiste tú mismo ante mí a un hombre tan lleno de cualidades? Tú mismo me lo dijiste cuando volví de Hyères: “Este joven Sorel es la única persona que me entretiene”. El pobre muchacho está afligido como yo, si eso es posible, por la pena que esta carta te va a causar. No puedo evitar que te indignes como padre, pero quiéreme siempre como amigo.

»Julián me respetaba. Si alguna vez me dirigía la palabra, era únicamente a causa de su reconocimiento profundo hacia ti, pues la altivez natural de su carácter le induce a no contestar más que oficialmente a todos los que están por encima de él. Tiene un sentimiento vivo e innato de la diferencia de posición social. Fui yo —lo confieso con rubor a mi mejor amigo, y semejante confesión jamás volverá a salir de mis labios—, fui yo, repito, quien, un día, en el jardín, le cogí de un brazo en señal de amor. »Después de veinticuatro horas, ¿por qué habrías de estar irritado con él? Mi falta es irreparable. Si lo exiges, yo seré el intérprete de su profundo respeto y de su desesperación por haberte disgustado. No volverás a verlo, pero yo iré a reunirme con él donde se encuentre. Está en su derecho, y es mi deber, ya que es el padre de mi hijo. Si en tu bondad accedes a concedernos seis mil francos para vivir, los recibiré con agradecimiento; si no, Julián piensa establecerse en Besançon, donde enseñará latín y literatura. Por bajo que sea el escalón desde donde empiece, tengo la certeza de que bien pronto se elevará. Con él, no temo la incertidumbre. Si estalla una nueva revolución, estoy segura de que desempeñará un papel primordial. ¿Podrías decir otro tanto de alguno de los que han solicitado mi mano? Por muchas y hermosas propiedades que posean, yo no puedo encontrar en ello una razón fundada para irarlos. Incluso bajo el régimen actual llegaría a labrarse mi Julián una posición magnífica si tuviera un millón y gozara de la protección de mi padre...». Matilde, que sabía que su padre era un hombre impulsivo, había escrito ocho páginas. «¿Qué hacer? —se preguntaba Julián mientras M. de La Mole leía la carta—. ¿Dónde están mi deber y mi interés? Mi deuda con el marqués es inmensa; sin él sólo hubiese sido un granuja subalterno, pero no lo bastante granuja para no ser odiado y perseguido por los demás. El marqués ha hecho de mí un hombre de mundo. Mis granujerías necesarias serán: primero, menos frecuentes; segundo, menos viles. Esto es más que si me hubiera regalado un millón. Le debo esta cruz y la apariencia de unos servicios diplomáticos que me elevan sobre mis iguales. Si cogiera la pluma para prescribir mi conducta ¿qué escribiría?». El viejo ayuda de cámara del marqués de La Mole interrumpió bruscamente las reflexiones de Julián. —El marqués dice que vaya usted inmediatamente a su despacho, esté usted o no

vestido. El criado añadió en voz baja mientras andaba junto a Julián: —Está fuera de sí. Tenga mucho cuidado.

CAPÍTULO XXXIII

EL INFIERNO DE LA DEBILIDAD

Al tallar ese diamante, un torpe artífice le quitó algunos de sus más vivos destellos. En la Edad Media... ¿qué digo?, y hasta en tiempo de Richelieu, el francés poseía la fuerza de querer.

MIRABEAU

Julián encontró furioso al marqués. Por primera vez quizá en toda su vida, aquel gran señor perdió por completo la compostura y abrumó a Julián con todos los insultos que le vinieron a la boca. Nuestro héroe se sintió consternado y desconcertado, pero no por ello flaqueó su reconocimiento hacia él. «¡Cuántos hermosos proyectos, acariciados desde hace tanto tiempo en el fondo de su pensamiento, ve el pobre hombre desvanecerse en un instante!». «Pero debo contestarle; mi silencio aumentaría su ira». La respuesta la halló en una de las réplicas de Tartufo. —No soy ningún ángel...¹. Le he servido bien, y usted me ha pagado con generosidad... Mi gratitud era grande, pero tengo veintidós años... En esta casa, mis pensamientos sólo los comprendía usted y esa persona amable... —¡Monstruo! —gritó el marqués—. ¡Amable, amable! El día en que empezó usted a encontrarla amable debió huir de aquí. —Y lo intenté; recuerde que le propuse marcharme al Languedoc. Cansado de pasearse furioso, el marqués, abatido por el dolor, se dejó caer en un

sillón. Julián le oyó murmurar a media voz: —No es un mal hombre. —No, no lo soy para usted —exclamó Julián cayendo a sus pies. Pero se avergonzó muchísimo de aquel impulso y se levantó en seguida. El marqués estaba realmente fuera de sí. Al percatarse de aquel gesto volvió a abrumarle con un torrente de injurias atroces, dignas de un cochero. La novedad de aquellas palabrotas era quizá una distracción para él. —¿De modo que mi hija se llamará Mme. Sorel? ¿Mi hija no será duquesa? Cada vez que aquellas dos ideas se presentaban con claridad en su mente, M. de La Mole se sentía atormentado, y los movimientos de su alma dejaban de ser voluntarios. Julián temió que le golpeara. En los intervalos lúcidos, y cuando el marqués comenzaba a acostumbrarse a su infortunio, dirigía a Julián reproches bastante razonables: —Debió usted huir —le decía—. Su deber era huir... Es usted el más vil de los hombres... Julián se acercó a la mesa y escribió: Desde hace mucho tiempo la vida me resulta insoportable. Decido, pues, poner término a ella. Ruego al señor marqués que acepte, con la expresión de mi agradecimiento sin límites, mis excusas por las molestias que pueda ocasionar mi muerte en su palacio. —Dígnese el señor marqués leer este papel... Máteme usted mismo, o bien mande que lo haga alguno de sus criados. Es la una de la madrugada; voy a pasearme por el jardín hacia la tapia del fondo. —¡Váyase al diablo! —le gritó el marqués cuando se marchaba. «Ya comprendo —pensó Julián—. No le disgustaría nada que le ahorrase el trabajo de mi muerte a su criado... Que me mate si quiere, es una satisfacción que le ofrezco... Pero, ¡qué demonios!, amo la vida... y me debo a mi hijo».

Aquella idea, que por primera vez surgía con tanta claridad en su imaginación, le absorbió por entero después de los primeros minutos de paseo en los que su mente era incapaz de desechar la sensación de peligro. Aquel interés tan nuevo hizo de él un ser prudente. «Me es indispensable un consejero que me indique cómo conducirme con este hombre tan fogoso... No razona y es capaz de todo. Fouqué está demasiado lejos; además, no comprendería los sentimientos de un corazón como el del marqués. El conde de Altamira... Pero ¿quién me responde de su discreción eterna? No puedo arriesgarme a complicar mi situación pidiéndole consejo. Sólo me queda el sombrío padre Pirard..., pero tiene un espíritu tan estrecho debido a su jansenismo... Un jesuita bribón, de esos que tan bien conocen el mundo, me vendría mejor... El padre Pirard es muy capaz de pegarme al solo anuncio de mi delito». El genio de Tartufo acudió en auxilio de Julián. «Pues bien, iré a confesarme con él». Ésta fue la última resolución que tomó en el jardín después de pasearse dos largas horas. Ya no pensaba que pudieran sorprenderle con un tiro, y el sueño se iba apoderando de él. Al día siguiente, muy temprano, Julián estaba ya a varias leguas de París llamando a la puerta del severo jansenista. Con gran asombro por su parte, advirtió que no le extrañaba demasiado su confidencia. —Quizá debiera yo hacerme algún reproche —se decía el sacerdote más preocupado que irritado—. Había creído adivinar ese amor... Mi cariño hacia usted, pobre desventurado, me impidió poner sobre aviso al padre... —¿Qué hará? —preguntó vivamente Julián. (En aquel momento sentía un gran cariño por el clérigo, y una escena le hubiera resultado muy penosa). —Yo veo tres posibilidades —continuó Julián—: primera, M. de La Mole puede ordenar que me maten (y le contó lo de la carta acusándose de suicidio que había entregado al marqués); segunda, puede hacer que su hijo Norberto me exija un

duelo. —¿Y aceptaría usted? —exclamó el sacerdote levantándose furioso. —No me deja usted acabar. Ciertamente, yo nunca dispararía contra el hijo de mi bienhechor. Tercera, puede alejarme de aquí. Si me dice: «Márchese a Edimburgo, o a Nueva York», le obedeceré. Entonces quizá puedan ocultar el estado de Mlle. Matilde; pero hay una cosa que no toleraré, y es que supriman a mi hijo. —Y ésa será, no lo dude usted, la primera idea que se le ocurra a ese hombre corrompido... En París, Matilde estaba desesperada. A eso de las siete había visto a su padre. Éste le había enseñado la carta de Julián, y ella temía que, impulsado por un rasgo de nobleza, hubiera decidido poner fin a su vida. «¡Y sin mi permiso!», se decía con un dolor que era más bien indignación. —Si él ha muerto, moriré yo —le dijo a su padre—. Y tú serás la causa de su muerte... Quizá sea para ti motivo de regocijo... Pero juro a sus manes que le llevaré luto y seré públicamente la viuda de Sorel; enviaré esquelas de defunción, puedes estar seguro... Nunca me hallarás pusilánime ni cobarde. Su amor rayaba en la locura. M. de La Mole se quedó desconcertado. Comenzó a ver los acontecimientos con algo más de serenidad. A la hora de la comida, Matilde no apareció. El marqués se sintió liberado de un peso enorme, y, sobre todo, le halagó comprobar que no había dicho ni una palabra a su madre. Hacia mediodía, cuando Matilde vio que Julián desmontaba de su caballo, lo mandó llamar y se echó en sus brazos casi delante de su doncella. Julián no le agradeció mucho semejante arrebato. Salía muy diplomático y calculador de su larga conferencia con el padre Pirard. El cálculo de probabilidades le embotaba la imaginación. Matilde, con lágrimas en los ojos, le dijo que había visto su carta de suicidio. —Mi padre puede cambiar de opinión; hazme el favor de marcharte en seguida a Villequier. Vuelve a subir al caballo y sal del palacio antes de que se levanten de la mesa.

Al ver que Julián no abandonaba su aire abstraído y frío, se echó a llorar. —Déjame a mí dirigir nuestros asuntos —exclamó con frenesí, estrechándolo entre sus brazos—. Demasiado sabes que no me separo de ti voluntariamente. Escríbeme dirigiendo las cartas a mi doncella, y que el sobre venga con una letra desconocida. Yo te escribiré volúmenes enteros. ¡Adiós! ¡Huye de aquí! Aquella última palabra hirió a Julián, pero obedeció, no obstante. «Es una fatalidad —pensaba— que, hasta en sus mejores momentos, estas gentes encuentren siempre la manera de herirme». Matilde resistió con firmeza a todos los proyectos prudentes de su padre. No quiso entrar en negociaciones más que sobre las bases siguientes: sería Mme. Sorel y viviría pobremente con su marido en Suiza, o en casa de su padre en París. Rechazó decididamente la proposición de un parto clandestino. —Entonces es cuando empezaría para mí la posibilidad de la calumnia y del deshonor. Dos meses después de mi boda, saldré de viaje con mi marido, y nos será muy fácil simular que nuestro hijo ha nacido en su época debida. Si bien aquella idea fue acogida al principio con grandes muestras de cólera, la firmeza de Matilde acabó por hacer vacilar al marqués. En un instante de enternecimiento, dijo a su hija: —Toma: aquí tienes un título de diez mil libras de renta; envíaselo a tu Julián y que se las arregle para ponerme en seguida en la imposibilidad de recobrarlo. Por obedecer a Matilde, cuya afición a dar órdenes conocía tan bien, Julián había recorrido inútilmente cuarenta leguas, y se encontraba en Villequier arreglando las cuentas de los arrendatarios. La donación del marqués le obligó a regresar. Fue a pedir asilo al padre Pirard, que, durante su ausencia, se había convertido en el aliado más eficaz de Matilde. Siempre que el marqués le preguntaba, trataba de demostrarle que cualquier otra solución que no fuera el matrimonio público sería un crimen a los ojos de Dios. —Y, afortunadamente —añadía el sacerdote—, en este punto están de acuerdo la religión y la sensatez mundana. ¿Podríamos acaso contar, dado el carácter impetuoso de Mlle. de La Mole, con que guardase un secreto que no se hubiera

impuesto ella misma? De no itirse la solución franca de un casamiento público, las habladurías de la gente se ocuparán mucho más tiempo de esta unión tan desigual y extraña. Más vale decirlo todo de una vez, sin dar lugar a que la maledicencia suponga que detrás de todo esto existe el menor misterio. —Es verdad —dijo, pensativo, el marqués—. Obrando de ese modo, hablar de un matrimonio como ése después de tres días resultaría una reiteración propia de mentes ociosas. Habría que aprovechar alguna importante medida antijacobina del gobierno para actuar en consecuencia. Dos o tres amigos de M. de La Mole participaban de la opinión del padre Pirard. El mayor obstáculo, según ellos, era el carácter decidido de Matilde. Pero, a pesar de todos aquellos razonables argumentos, el alma del marqués no podía acostumbrarse a renunciar a la esperanza de obtener el rango de duquesa para su hija. En su mente y en su imaginación surgían constantemente recuerdos de trapacerías y falsedades de todo género que eran aún posibles en su juventud. Ceder a la necesidad, tener miedo a la ley le parecían cosas absurdas y deshonrosas en un hombre de su posición. Bien caros estaba pagando ahora todos aquellos sueños encantadores con los que, desde hacía diez años, se deleitaba, pensando en el porvenir de aquella hija querida. «¿Quién lo hubiera podido prever? —se decía—. ¡Una muchacha de carácter tan altivo, de tan elevado talento, más orgullosa aún que yo del nombre que lleva, y a cuya mano aspiraban los hombres más ilustres de Francia! Hay que renunciar a toda prudencia. Este siglo tiende a confundirlo todo. Caminamos hacia el caos»².

CAPÍTULO XXXIV

UN HOMBRE DE TALENTO

El prefecto, mientras iba cabalgando, se decía: ¿Por qué no puedo ser yo ministro, presidente del consejo, duque? De este modo haría yo la guerra... Así metería en la cárcel a los innovadores.

El Globo

No hay argumento válido que pueda destruir el imperio de diez años de sueños agradables. Al marqués no le parecía razonable enfadarse, pero no podía decidirse a perdonar. «Si ese Julián muriera en algún accidente», se decía algunas veces... Y de ese modo su imaginación entristecida hallaba algún alivio persiguiendo las más absurdas quimeras, que paralizaban la influencia de los sabios razonamientos del padre Pirard. Así transcurrió todo un mes sin que la negociación avanzara ni un paso. En aquel asunto de familia, lo mismo que en los políticos, el marqués tenía de pronto ideas luminosas que le tenían entusiasmado durante tres días. A lo largo de ese período de tiempo, cualquier plan de conducta, por muy sólidos que fueran los argumentos en que se apoyara, jamás le complacía, ya que los razonamientos sólo le parecían buenos en la medida en que respaldaban su plan favorito. Durante tres días trabajaba con todo el ardor y el entusiasmo de un poeta para llevar las cosas a una determinada situación, pero luego, al día siguiente, ni se acordaba. Al principio, a Julián le desconcertó la lentitud del marqués, mas al cabo de unas

cuantas semanas comenzó a sospechar que, en aquel asunto, M. de La Mole no tenía ningún plan decidido. Mme. de La Mole y cuantos vivían en el palacio suponían a Julián recorriendo las propiedades que el marqués tenía en provincias, pero nadie sospechaba que estaba escondido en el presbiterio del padre Pirard y que veía a Matilde casi todos los días. Ella pasaba todas las mañanas una hora con su padre, pero algunas veces transcurrían semanas enteras sin hablar del asunto que absorbía todos sus pensamientos. —No quiero saber dónde está ese hombre —le dijo un día el marqués—. Encárgate tú de hacer llegar a sus manos esta carta.

Matilde leyó: «Mis tierras del Languedoc rentan 20.600 francos. Dono 10.600 a mi hija y 10.000 a Julián Sorel. Hago donación de las tierras mismas, entiéndase bien. Que el notario levante dos actas de cesión por separado y me las traiga mañana. Después de esto, se acabaron las relaciones entre nosotros. ¡Ah, caballero! ¿Cómo podía esperarme de usted todo esto? —El Marqués de La Mole».

—Te lo agradezco mucho —dijo Matilde alegremente—. Nos instalaremos en la mansión de Aiguillon, entre Agen y Marmande. Dicen que es una comarca tan bella como Italia. Aquella donación sorprendió muchísimo a Julián. Ya no era el hombre severo y frío que hemos conocido. La suerte de su hijo absorbía por entero todos sus pensamientos. Aquella fortuna imprevista y bastante considerable para un hombre tan pobre hizo de él un ambicioso. Se encontraba con que, entre su mujer y él, tenían 36.000 libras de renta. En cuanto a Matilde, todos sus sentimientos eran absorbidos por la adoración a su marido, pues así es como denominaba siempre con orgullo a Julián. Su gran y única ambición era legalizar y hacer público su matrimonio. Se pasaba la vida exagerándose la gran prudencia que había demostrado uniendo su destino al de un hombre superior. El mérito personal estaba de moda en su cabeza.

La ausencia casi continua, la multiplicidad de asuntos por resolver y el poco tiempo que tenían para hablar de amor contribuyeron a completar el buen efecto de la sabia política imaginada en otro tiempo por Julián. Matilde acabó por impacientarse de ver tan poco al hombre a quien había llegado a amar realmente. En un momento de mal humor escribió a su padre, comenzando la carta como Otelo¹. «Que he antepuesto a Julián a los atractivos que la sociedad ofrecía a la hija del marqués de La Mole lo prueba de sobra mi elección. Esos placeres que son consecuencia de la consideración social y de la ridícula vanidad no representan nada para mí. Pronto hará seis semanas que vivo separada de mi marido. Creo que es suficiente para demostrarte mi respeto. Antes del jueves próximo abandonaré la casa paterna. Tu generosidad nos ha enriquecido. Nadie más que el respetable padre Pirard conoce mi secreto. Iré a su casa y allí nos casará. Una hora después de la ceremonia saldremos hacia el Languedoc y no volveremos a aparecer en París sin una orden tuya. Pero lo que me traspasa el corazón es que todo esto va a servir de motivo para difundir anécdotas hirientes contra ti y contra mí. ¿No caerá Norberto en la tentación de provocar a Julián incitado por los epigramas de un público harto estúpido? En tal caso, le conozco bien y sé que yo no tendría la menor influencia sobre él. En su alma surgiría el plebeyo insumiso. Te suplico de rodillas, ¡padre mío!, que asistas a mi casamiento en la iglesia del padre Pirard el jueves próximo. Únicamente así se suavizarán las anécdotas maliciosas y dejarán de verse amenazadas la vida de tu único hijo y la de mi marido», etc.

Esta carta llevó una extraña turbación al ánimo del marqués. No había más remedio que tomar una decisión. Todas las pequeñas costumbres, todos los amigos vulgares habían perdido su influencia. En aquella insólita circunstancia, recobraron toda su fuerza los grandes rasgos de carácter que le imprimieron los acontecimientos vividos durante su juventud. Las penalidades de la emigración habían hecho de él un hombre de recursos. Después de disfrutar durante dos años de una fortuna inmensa y de todas las distinciones de la corte, 1790 lo había sumido en las terribles miserias de la

emigración. Aquella dura escuela transformó su alma de veintidós años. En el fondo, estaba acampado en medio de sus riquezas actuales más que dominado por ellas. Pero la misma imaginación que había preservado su alma de la gangrena del oro, lo había hecho presa de una loca pasión por ver a su hija ostentando un título de postín. Durante las seis semanas que acababan de transcurrir, impulsado quizá por un capricho, el marqués había querido enriquecer a Julián. La pobreza le parecía innoble y deshonrosa para él, M. de La Mole, e indigna del esposo de su hija: por eso tiró el dinero. Al día siguiente, tomando su imaginación un nuevo rumbo, le parecía que Julián entendería el lenguaje mudo de aquella generosidad suya y que, movido por ella, cambiaría de nombre, se exiliaría en América y escribiría a Matilde diciéndole que había muerto para ella... M. de La Mole daba ya por escrita esta carta y analizaba su efecto sobre el carácter de su hija... El día en que la carta real de su hija lo sacó de aquellos sueños tan cándidos, después de emplear algún tiempo pensando en la forma de matar a Julián y hacerle desaparecer, el marqués comenzó a pensar en la posibilidad de labrarle una brillante fortuna. Le haría adoptar el nombre de una de sus propiedades, y ¿por qué no transmitirle su dignidad de par? El duque de Chaulnes, su suegro, le había hablado varias veces, desde que su único hijo había muerto en España, de su deseo de transmitir su título a Norberto... «No se le puede negar a Julián una aptitud singular para los negocios, intrepidez, quizá hasta brillantez —se decía el marqués—, pero en el fondo de su carácter encuentro algo que me espanta. Tal es la impresión que produce en todo el mundo, luego algo de real debe de haber en ello. (Cuanto más difícil era dar con ese algo de real, tanto más asustaba al alma imaginativa del viejo marqués). Mi hija me lo decía muy hábilmente el otro día (en una carta suprimida): «Julián no se ha afiliado a ningún salón, a ninguna camarilla». No se ha procurado ningún apoyo contra mí; si yo le abandono, no tiene el menor recurso... Pero, ¿no será esto ignorancia del estado actual de la sociedad?... Dos o tres veces le he dicho: «No hay más candidatura real y provechosa que la obtenida a través de los salones...». No, no tiene el talento hábil y cauteloso del intrigante que no pierde ni un minuto ni una oportunidad... No es un carácter a lo Luis XI. Por otra parte, le oigo las máximas más antigenerosas. Me pierdo... ¿Se repetirá esas máximas para que sirvan de dique a sus pasiones? Por lo demás, una cosa es clara: no puede soportar el desprecio; por ahí le tengo cogido. No profesa la religión de la aristocracia, es cierto; no nos respeta por instinto... Esto es una equivocación;

pero, en fin, el alma de un seminarista sólo debería sufrir por la falta de goces y de dinero. Él, por el contrario, lo que no puede soportar por nada del mundo es el desdén. Apremiado por la carta de su hija, M. de La Mole comprendió que tenía que decidirse. «La cuestión principal es ésta: ¿habrá llegado la audacia de Julián hasta el punto de atreverse a seducir a mi hija porque sabe que es lo que más quiero en el mundo y porque tengo cien mil escudos de renta? Matilde jura lo contrario... No, Julián, ése es un punto sobre el que no quiero hacerme ilusiones. ¿Estamos ante un amor verdadero, imprevisto, o bien todo esto no es más que fruto del deseo vulgar de alcanzar una buena posición? Matilde, con su gran clarividencia, ha comprendido en seguida que esta sospecha podría hacerle perder todo su prestigio ante mí, y de aquí su confesión de que ella fue la primera en amarle. ¡Una muchacha de un carácter tan altivo, olvidar su dignidad hasta el extremo de ser ella quien primero se insinuara!... Cogerle del brazo una noche en el jardín, ¡qué horror!, como si no hubiera tenido mil maneras menos indecorosas de darle a entender que le distinguía. Quien se excusa, se acusa; desconfío de Matilde...». Aquel día los razonamientos del marqués eran más concluyentes que de ordinario. Sin embargo, la costumbre se impuso: resolvió ganar tiempo escribiendo a su hija. Porque en el palacio de La Mole era ahora frecuente que se pasasen cartas de un lado a otro. M. de La Mole no se atrevía a discutir con Matilde ni a enfrentarse con ella. Temía que todo terminara con una concesión repentina.

CARTA

«Guárdate bien de cometer nuevas locuras. Te incluyo, adjunta, una cédula de teniente de húsares a favor del caballero Julián Sorel de La Vernaye². Ya ves lo que hago por él. No me contraríes ni me interrogues. Que salga dentro de veinticuatro horas para Estrasburgo, donde está su regimiento, y que se presente sin demora. Adjunto una carta de pago para mi banquero. Quiero que se me

obedezca».

El amor y la alegría de Matilde se desbordaron. Queriendo aprovecharse de la victoria, respondió inmediatamente: «M. de La Vernaye se postraría a tus pies loco de agradecimiento si supiera todo lo que te dignas hacer por él. Pero, en medio de esta generosidad, mi padre se ha olvidado de mí; el honor de tu hija está en peligro. Una indiscreción cualquiera puede arrojar sobre tu nombre una mancha eterna que no conseguirían reparar veinte mil escudos de renta. No le enviaré la cédula con su nombramiento a M. de La Vernaye hasta que me hayas prometido que, en el curso del mes próximo, mi boda se celebrará públicamente en Villequier. Poco después del plazo indicado, que te suplico no rebases, tu hija no podrá presentarse en público más que con el nombre de Mme. de La Vernaye. Te doy mil gracias, querido papá, por haberme librado del nombre de Sorel», etc. La respuesta fue imprevista:

«Obedece, o me retracto de todo. Tiembla, joven imprudente. Todavía ignoro quién es tu Julián, y tú misma lo sabes menos que yo. Que salga para Estrasburgo y tenga cuidado en andar derecho. De aquí a quince días haré saber mi voluntad». Aquella contestación tan firme sorprendió a Matilde. La frase Ignoro quién es tu Julián la sumió en una ensoñación que no tardó en desembocar en las más halagüeñas suposiciones, que ella creía la verdad misma. «El espíritu de mi Julián no se ha revestido con el uniforme mezquino de los salones, y mi padre no cree en su superioridad, precisamente a causa de aquello mismo que la demuestra... Pero, si no obedezco a esta veleidad de su carácter, preveo una escena en público; un escándalo rebajaría mi posición en el mundo y me podría hacer menos estimable a los ojos de mi Julián. Después del escándalo..., pobreza para diez años; y la locura que he cometido de elegir un marido sólo por su mérito no puede salvarse del ridículo más que por la opulencia más brillante. Si vivo lejos de mi padre, a su edad, puede olvidarme... Norberto se casará con una muchacha amable y lista; al viejo Luis XIV le sedujo

la duquesa de Borgoña...». Se decidió a obedecer, pero se guardó muy bien de hablarle de la carta de su padre a Julián; su carácter impetuoso quizá le hubiera llevado a cometer alguna insensatez. Por la noche, cuando le comunicó a Julián su nombramiento como teniente de húsares, la alegría de éste fue inmensa. Es fácil imaginársela conociendo la ambición de toda su vida y la pasión que ahora sentía por su hijo. El cambio de nombre le asombró extraordinariamente. «Después de todo —pensaba—, mi novela ha terminado, y mío es todo el mérito. He sabido hacerme amar por ese monstruo de orgullo —añadía mirando a Matilde—. Ni su padre puede vivir sin ella, ni ella sin mí».

CAPÍTULO XXXV

UNA TORMENTA

¡Dios mío, dame la mediocridad!

MIRABEAU

Su alma estaba absorta; sólo respondía a medias a la honda ternura que ella le demostraba. Permanecía silencioso y sombrío. Nunca había parecido tan grande, tan adorable a los ojos de Matilde. Ella temía que alguna sutileza de su orgullo viniera a echar por tierra toda la situación. Casi todas las mañanas Matilde veía llegar al palacio al padre Pirard. ¿No habría podido averiguar Julián, por mediación suya, parte de las intenciones de su padre? ¿No sería quizá que el propio marqués, en un momento de capricho, le hubiera escrito? ¿Cómo explicarse la expresión severa de Julián después de una dicha tan grande? No se atrevió a interrogarle. ¡No se atrevió, ella, Matilde! Desde aquel momento hubo en el cariño que sentía por Julián algo de vago, de imprevisto, algo como terror. Aquella alma seca sintió la pasión hasta donde puede sentirla un ser educado en medio del exceso de civilización que París ira. Al día siguiente, muy de mañana, Julián se encontraba en el presbiterio del padre Pirard. Unos caballos de posta acababan de llegar al patio enganchados a una destartalada silla, alquilada en la posta vecina. —Un coche como éste ya no resulta adecuado para usted —le dijo el severo sacerdote con expresión malhumorada—. Aquí tiene usted veinte mil francos que le regala M. de La Mole. Desea que los gaste usted antes de concluir el año,

pero procurando ponerse en ridículo lo menos posible. (Con una suma tan crecida en manos de un joven, el sacerdote sólo veía ocasión de pecar). —El marqués añade: «M. Julián de La Vernaye habrá recibido esta suma de su padre, a quien no hay necesidad de nombrar de otro modo. M. de La Vernaye quizá juzgue oportuno hacer un regalo a M. Sorel, carpintero de Verrières, que lo cuidó durante su infancia...». Yo podría encargarme de este cometido —añadió el padre Pirard—, pues por fin he logrado convencer a M. de La Mole para que transija con ese padre Frilair, tan jesuita. Su influencia, decididamente, es mucho mayor que la nuestra. El reconocimiento implícito de su elevada cuna por parte del hombre que gobierna Besançon sería una de las condiciones tácitas del arreglo. Incapaz de dominar su alborozo ante la perspectiva de verse reconocido, Julián abrazó al clérigo. —¡Váyase al diablo! —dijo M. Pirard rechazándolo—. ¿Qué significa esta vanidad mundana?... En lo que respecta a Sorel y a sus hijos, yo les ofreceré en mi nombre una pensión anual de quinientos francos, que se les pagará a cada uno mientras me satisfaga su conducta. Julián volvía a mostrarse frío y altivo. Dio las gracias, pero en términos muy vagos y sin comprometerse a nada. «¿Será posible —se decía— que yo sea efectivamente hijo natural de algún gran señor desterrado en nuestras montañas por el terrible Napoleón?¹». Cada vez le parecía menos absurda esta suposición. «Mi odio hacia mi padre sería una prueba... En este caso ¡ya no sería ningún monstruo!» Pocos días después de este monólogo, el regimiento número 15 de húsares, uno de los más brillantes del ejército, estaba formado en la plaza de armas de Estrasburgo. El caballero de La Vernaye montaba el caballo más hermoso de Alsacia, que le había costado seis mil francos. Se incorporaba como teniente sin haber sido jamás alférez más que en las listas de un regimiento del que ni siquiera había oído hablar.

Su aspecto impasible, sus ojos severos y casi crueles, su palidez, su inalterable sangre fría le permitieron labrarse una buena reputación desde el primer día. Poco después, su cortesía mesurada y perfecta, su destreza con la pistola y con las armas blancas, que cuidó de hacer notar sin demasiada afectación, alejaron cualquier ocurrencia de bromear a costa suya en voz alta. Al cabo de cinco o seis días de vacilación, la opinión pública del regimiento acabó por declararse a su favor. —Este muchacho —decían los viejos oficiales con socarronería— lo tiene todo, menos la juventud. Desde Estrasburgo, Julián escribió a M. Chélan, el antiguo párroco de Verrières, que rozaba ahora los límites de la senectud: «Seguramente se habrá enterado usted, con una alegría de la que no dudo, de los acontecimientos que han llevado a mi familia a enriquecerse. Le envío quinientos francos para que los distribuya, sin ruido alguno y sin hacer la menor mención de mi nombre, entre los desgraciados que ahora son pobres como lo fui yo en otro tiempo, y a los que sin duda seguirá usted socorriendo como antes me socorrió a mí». Julián estaba ebrio de ambición, pero no de vanidad, y, sin embargo, prestaba gran parte de su atención a la apariencia externa. Sus caballos, sus uniformes, las libreas de sus criados, todo era de una corrección que hubiera hecho honor a la minuciosidad de un gran señor inglés. Apenas llevaba dos días de teniente, gracias a la influencia del marqués, y ya empezaba a calcular que, para ser jefe a los treinta años, a lo sumo, como lo habían sido todos los grandes generales, necesitaba ser a los veintitrés algo más que teniente. Sólo pensaba en la gloria y en su hijo. Y fue en medio de tales arrebatos de la más desenfrenada ambición, cuando se vio sorprendido por un joven criado del palacio de La Mole que llegaba con un correo. «Todo está perdido —le escribía Matilde—. Acude lo antes posible; sacrifícalo todo. Deserta, si es preciso. Apenas llegues, espérame en un coche de alquiler cerca de la puertecilla del jardín, en el número... de la calle... Iré a hablarte. Quizá consiga introducirte en el jardín. Me temo que todo está perdido sin remedio. Confía en mí; te seré fiel y adicta en la adversidad. Te quiero».

En pocos minutos Julián consiguió un permiso del coronel y salió de Estrasburgo a galope tendido, pero la terrible inquietud que le devoraba no le permitió continuar viajando de esta forma más allá de Metz. Tomó una diligencia y, con una rapidez increíble, llegó al lugar indicado, cerca de la puertecilla del jardín del palacio de La Mole. Esta puerta se abrió e, inmediatamente, Matilde, olvidándose de todo respeto humano, se precipitó en sus brazos. Afortunadamente, no eran más que las cinco de la madrugada y la calle estaba aún desierta. —Todo está perdido. Mi padre, temiendo ceder ante mis lágrimas, salió de viaje el jueves por la noche. Nadie sabe adónde. Aquí tienes su carta: lee. Y subió al coche con Julián. «Podía perdonarlo todo excepto el proyecto de seducirte porque eres rica. Ésta es, pobre hija mía, la terrible realidad. Te doy mi palabra de honor de que jamás consentiré que te cases con ese hombre. Le asignaré diez mil libras de renta si acepta vivir lejos, fuera de las fronteras de Francia, o, mejor aún, en América. Lee la carta que acabo de recibir en respuesta a los informes que había solicitado. ¡Y pensar que el muy desvergonzado me había propuesto que escribiera a Mme. de Rênal! Jamás volveré a leer una línea tuya concerniente a ese hombre. Me horrorizas tú y me horroriza París. Te ruego que mantengas dentro del mayor secreto lo que ha de ocurrir. Renuncia decididamente a un hombre vil y volverás a encontrar en mí a un padre». —¿Dónde está la carta de Mme. de Rênal? —preguntó fríamente Julián. —Aquí la tienes. No he querido enseñártela sin prepararte de antemano.

CARTA

«Mi deber hacia la sagrada causa de la religión y de la moral me obliga, caballero, a dar este paso terrible. Una regla que no puede fallar me ordena en este momento hacer daño a mi prójimo, pero es a fin de evitar un escándalo aún

mayor. El dolor que siento no me impedirá cumplir con mi deber. Es muy cierto, caballero: la conducta de la persona acerca de la cual me pide usted toda la verdad, ha podido parecer inexplicable y hasta honrada. Quizá alguien ha podido juzgar conveniente el ocultar o falsear una parte de la realidad: la prudencia y la religión así lo exigían. Pero esta conducta que usted desea conocer ha sido, de hecho, más condenable de lo que yo pudiera decir. Pobre y ambicioso, con ayuda de la más consumada hipocresía y valiéndose de la seducción de una mujer débil y desgraciada, ese hombre trató de crearse una posición y ser algo en el mundo. Forma parte de mi penoso deber añadir que no tengo más remedio que creer que M. J... carece de todo principio religioso. En conciencia, no puedo menos de pensar que uno de los medios de que se vale para tener éxito en una casa es el de tratar de seducir a la mujer que en ella goce de mayor crédito. Con mentidas apariencias de desinterés y frases de novela, su gran y único objetivo consiste en llegar a disponer del dueño de la casa y de su fortuna. Tras de sí suele dejar la desgracia, los remordimientos eternos», etc.

Aquella carta, extremadamente larga y medio borrada por las lágrimas, había sido escrita sin duda por la propia Mme. de Rênal; e incluso lo había hecho con más cuidado que de costumbre. —No puedo censurar a M. de La Mole —dijo Julián al terminar de leer—. Es justo y prudente. ¿Qué padre sería capaz de entregar a su hija querida a un hombre semejante? ¡Adiós! Julián saltó del coche y corrió hacia su silla de posta, que aguardaba al final de la calle. Matilde, a quien parecía haber olvidado, dio algunos pasos para seguirle, pero las miradas de los comerciantes que empezaban ya a asomarse a las puertas de sus tiendas, y que la conocían, la obligaron a meterse precipitadamente en el jardín. Julián partió hacia Verrières. Durante aquel rápido trayecto no pudo escribir a Matilde como había proyectado, pues su mano no conseguía trazar sobre el papel más que signos ininteligibles. Llegó a Verrières un domingo por la mañana. Entró en casa del armero del pueblo, que le abrumó de felicitaciones por su reciente fortuna: no se hablaba de otra cosa en la comarca.

A Julián le costó mucho trabajo hacerle comprender que quería un par de pistolas. El armero las cargó, obedeciendo sus órdenes. Estaban dando el tercer toque: es una señal muy conocida en los pueblos de Francia, que, después de las diversas campanadas de la mañana, anuncia el comienzo inmediato de la misa. Julián entró en la iglesia nueva de Verrières. Todas las ventanas altas del edificio estaban cubiertas con cortinas carmesí. Julián se encontró unos pasos detrás del banco de Mme. de Rênal. Le pareció que oraba con fervor. Al mirar a aquella mujer que tanto le había amado, el brazo de Julián comenzó a temblar de tal forma que, en un principio, le fue imposible consumar su propósito. «No puedo —se decía a sí mismo—; físicamente, no puedo». En aquel momento, el joven clérigo que ayudaba a misa tocó anunciando la consagración. Mme. de Rênal bajó la cabeza, que por un momento permaneció casi enteramente oculta entre los pliegues de su chal. Julián ya no la reconocía tan bien. Disparó y no hizo blanco. Hizo un segundo disparo y Mme. de Rênal cayó al suelo².

CAPÍTULO XXXVI

DETALLES TRISTES

No esperéis que se debilite mi ánimo. Me he vengado. He merecido la muerte, y aquí estoy. Rogad por mi alma.

SCHILLER

Julián permaneció inmóvil; no veía nada. Cuando empezó a volver en sí, advirtió que todos los fieles huían de la iglesia. El sacerdote había abandonado el altar. Julián, con paso bastante lento, siguió a unas mujeres que salían gritando. Una de ellas, que trataba de huir más deprisa que las otras, le empujó violentamente, derribándole al suelo. Sus pies habían tropezado con una silla caída. Al levantarse sintió que le cogían por el cuello: era un gendarme de uniforme que le detenía. Maquinalmente, Julián intentó recurrir a sus pistolas, pero un segundo gendarme le sujetó los brazos. Lo condujeron a la cárcel. Lo metieron en una celda, le pusieron las esposas y lo dejaron solo, cerrando la puerta con doble vuelta de llave. Todo esto ocurrió tan deprisa que él apenas se dio cuenta. —A fe mía, que todo ha terminado —dijo en voz alta cuando su mente fue capaz de hilvanar un pensamiento—. Dentro de quince días, la guillotina... o matarse antes. Su razón no iba más lejos; sentía como si le apretasen violentamente la cabeza. Miró a ver si alguien le sujetaba. Después de unos minutos se durmió profundamente. Mme. de Rênal no estaba herida de muerte. La primera bala no había hecho más

que atravesar su sombrero; el segundo disparo, en cambio, sí que la alcanzó, en el momento en que se volvía, en el hombro, y, cosa rara, después de chocar con el hueso, que, sin embargo, resultó fracturado, la bala rebotó y fue a dar contra una columna gótica, a la que arrancó un gran pedazo. Cuando, tras una cura larga y dolorosa, el cirujano —hombre serio— dijo a Mme. de Rênal: «Respondo de su vida como de la mía», ella sintió una profunda aflicción. Hacía mucho tiempo que deseaba sinceramente la muerte. La carta que su actual confesor le había obligado a escribir a M. de La Mole había sido el golpe decisivo para aquel ser debilitado por una infelicidad constante. Desgracia cuya causa subyacía en la ausencia de Julián, y que ella llamaba remordimiento. El director, joven eclesiástico, virtuoso y lleno de fervor, recién llegado de Dijon, no se dejaba engañar. «Morir así, y no por mi mano, no es pecado —pensaba Mme. de Rênal—. Que Dios me perdone si me alegro de mi muerte». No se atrevía a añadir: «Y morir a manos de Julián es el colmo de la felicidad». Apenas se vio libre de la presencia del cirujano y de todos los amigos que acudieron en tropel, mandó llamar a Elisa, su doncella, y le dijo ruborizándose: —El carcelero es un hombre cruel. Sin duda lo maltratará creyendo que con ello hace algo que a mí puede resultarme grato... Pero lo cierto es que no puedo soportar esta idea. ¿No podría usted ir a entregarle, como cosa suya, este paquetito con unos cuantos luises? Al mismo tiempo dígale usted que la religión no permite que maltraten al prójimo... Y sobre todo recomiéndele que no hable para nada de este dinero... A la circunstancia a la que acabamos de aludir se debió la humanidad con que trató a Julián el carcelero de Verrières, que, casualmente, seguía siendo el mismo M. Noiroud, perfecto ministerial, al que vimos asustarse tanto por la visita de M. Appert. El juez se presentó en la cárcel.

—He asesinado con premeditación —le dijo Julián—. Compré y mandé cargar las pistolas en casa del armero... El artículo 1.342 del Código penal¹ es claro: merezco la muerte y la espero. El juez, asombrado por aquella manera de responder, quiso multiplicar las preguntas con el fin de que el acusado se contradijera en sus respuestas. —¿Pero no ve usted —le dijo Julián sonriendo— que me confieso tan culpable como puede usted desear? No se preocupe, caballero, no se le escapará la presa que persigue. Tendrá usted el placer de poderme condenar, pero ahórreme su presencia. «Aún me queda un penoso deber que cumplir —pensó Julián—: tengo que escribir a Mlle. de La Mole». «Me he vengado —le decía—. Desgraciadamente, mi nombre aparecerá en los periódicos, y no puedo escapar de incógnito de este mundo. Moriré dentro de dos meses. La venganza ha sido atroz, lo mismo que lo fue el dolor de verme separado de ti. A partir de este momento, me prohíbo a mí mismo escribirte y pronunciar tu nombre. No hables nunca de mí, ni siquiera a mi hijo: el silencio es la única manera con que podrás honrar mi memoria. Para el común de los hombres, yo seré un asesino vulgar... En este momento supremo, permíteme que te diga la verdad: tú me olvidarás. Esta gran catástrofe, de la que te aconsejo que no hables nunca a ningún ser viviente, agotará por muchos años todo lo que de romántico y aventurero veía yo en tu carácter. Tú habías nacido para vivir con los héroes de la Edad Media; demuestra ahora que tienes su misma firmeza de carácter. Que lo que ha de ocurrir ocurra en secreto y sin comprometerte. Adoptarás un nombre falso y no tendrás a nadie por confidente. Si necesitas recurrir a un amigo, ahí tienes al padre Pirard. »No hables con nadie más, y menos con las personas de tu clase: los de Luz, los Caylus... »Un año después de mi muerte, cásate con M. Croisenois; te lo ruego y te lo ordenó como esposo tuyo que soy. No me escribas; no te contestaría. Aunque mucho menos malvado que Yago, según creo, diré como él: From this time forth I never will speak word². »No me volverán a ver hablar ni escribir; tuyas habrán sido mis últimas palabras, así como mis últimas adoraciones.—J. S».

Después de enviar esta carta, Julián, ya casi recobrado, por primera vez sintió el alcance de su desdicha. Una a una, todas sus esperanzas y ambiciones habrían de ser arrancadas de su corazón por estas terribles palabras: «Voy a morir». La muerte, en sí misma, no parecía tan horrible a sus ojos. Toda su vida no había sido más que una larga preparación para la desgracia, y había tenido buen cuidado de no olvidarse de aquella que pasa por ser la mayor de todas. «Reflexionemos un poco... —se decía—. Si dentro de sesenta días tuviera que batirme en duelo con un hombre muy diestro en el uso de las armas, ¿sería tan débil como para estar pensando a todas horas en ello con el terror en el alma?». Pasó más de una hora tratando de conocerse bien en este sentido. Cuando por fin vio claro en su alma y ante sus ojos apareció la verdad, tan nítida como cualquiera de los pilares de su celda, empezó a pensar en los remordimientos. «Y ¿por qué habría de sentirlos? Fui ofendido de un modo atroz. He matado y merezco la muerte; eso es todo. Moriré después de haber saldado mis cuentas con la humanidad. No dejo ninguna obligación pendiente; no le debo nada a nadie. Mi muerte no tiene de vergonzoso más que el instrumento con que va a llevarse a cabo. Bien es verdad que esto sólo basta y sobra para cubrirme de ignominia a los ojos de los burgueses de Verrières, pero ¿habrá algo más despreciable que esa gente, desde un punto de vista intelectual? No obstante, aún me queda un medio de hacerme valer ante ellos: arrojar al pueblo monedas de oro cuando vaya hacia el patíbulo. Mi memoria, unida a la idea del oro, será resplandeciente en este lugar». Después de este razonamiento, que al cabo de un minuto le pareció totalmente obvio, se dijo Julián: «No tengo nada más que hacer en el mundo». Y se durmió profundamente. Hacia las nueve de la noche, el carcelero le despertó con la cena. —¿Qué se dice por Verrières? —M. Julián, el juramento prestado ante el crucifijo de la corte real el día en que

tomé posesión de mi puesto me obliga a guardar silencio. Se calló, pero no se marchaba. Aquella vulgar hipocresía divirtió a Julián. «He de hacerle esperar un buen rato —pensó— los cinco francos que desea para venderme su conciencia». Cuando el carcelero vio que Julián estaba terminando su cena y aún no había intentado sobornarle, dijo con aire falso y meloso: —El cariño que le tengo, M. Julián, me obliga a hablar, porque lo que he de decir, aun cuando sea en contra del interés de la justicia, puede servirle para preparar su defensa. M. Julián, que es un buen muchacho, se alegrará mucho de saber que Mme. de Rênal está mucho mejor. —¡Cómo! ¿Pero no ha muerto? —exclamó Julián fuera de sí. —¡Ah! ¿No lo sabía usted? —dijo el carcelero con aire estúpido, que no tardó en convertirse en codicia—. Justo será que el señor le dé algo al cirujano que, según la ley y la justicia, no debía hablar. Pero, por complacer al señor, fui a su casa y él me lo ha contado todo... —Luego la herida no es mortal —le interrumpió Julián impaciente—. ¿Me respondes de ello con tu vida? El carcelero, un gigante de seis pies de estatura, tuvo miedo y se retiró hacia la puerta. Julián, comprendiendo que había tomado un mal camino para sacarle la verdad, se sentó de nuevo y arrojó un napoleón a Noiroud. A medida que el relato de aquel hombre demostraba a Julián que la herida de Mme. de Rênal no era mortal, se sentía enternecido y con ganas de llorar. —Salga usted de aquí —le dijo bruscamente. El carcelero obedeció. Apenas hubo cerrado la puerta, exclamó Julián: —¡Dios mío! ¡No está muerta! Y cayó de hinojos, llorando a lágrima viva.

En aquel momento supremo era creyente. ¿Qué importan las hipocresías de los curas? ¿Pueden acaso restarle algo a la verdad y a la sublimidad de la idea de Dios? Solamente entonces empezó Julián a arrepentirse de su crimen. Por una coincidencia que le evitó caer en la desesperación, acababa de cesar en aquel instante el estado de irritación física y de semilocura en que estuvo sumido desde que saliera de París hacia Verrières. Sus lágrimas tenían un origen generoso, pues no podía caberle la menor duda sobre la suerte que le esperaba. «¡De modo que vivirá! —se decía—. Vivirá para perdonarme y para amarme...». Al día siguiente, muy tarde, cuando el carcelero le despertó, le dijo: —Tiene usted sin duda un buen temple, M. Julián. He venido dos veces y no he querido despertarle. Aquí tiene usted dos botellas de un vino excelente que le envía M. Maslon, nuestro párroco. —¿Cómo? ¿Sigue aún aquí ese bribón? —dijo Julián. —Sí, señor —respondió el carcelero bajando la voz—. Pero no hable tan alto; eso podría perjudicarle. Julián se rió de buena gana. —En la situación en que me encuentro, amigo mío, sólo podría perjudicarme el que dejase usted de ser conmigo dulce y humano... Pero se le pagará bien — continuó Julián interrumpiéndose y volviendo a adoptar un tono imperioso, que justificó en seguida dándole una moneda. M. Noiroid le volvió a contar, con gran lujo de detalles, todo lo que sabía de Mme. de Rênal, pero no dijo una palabra de la visita de Elisa. Aquel hombre era de una bajeza y una sumisión poco comunes. Una idea cruzó por la mente de Julián. «Esta especie de gigante deforme puede ganar todo lo más trescientos o cuatrocientos francos, pues esta cárcel no es muy frecuentada... Yo podría

asegurarle diez mil francos si aceptara huir conmigo a Suiza... La dificultad estriba en convencerle de mi buena fe». La idea del largo coloquio que debería mantener con un hombre tan vil inspiró tal asco a Julián, que acabó por pensar en otra cosa. Por la noche ya no hubo posibilidad. Una silla de posta vino a recogerle a medianoche. Quedó muy satisfecho de los gendarmes que le acompañaron en el viaje. Por la mañana, cuando llegó a la cárcel de Besançon, tuvieron la amabilidad de alojarle en el piso superior de un torreón gótico. iró la gracia y la ligereza de su arquitectura, que supuso de comienzos del siglo XIV. Por un resquicio entre dos muros, y más allá de un patio profundo, se podía apreciar un panorama soberbio. Al día siguiente le sometieron a un interrogatorio, después del cual le dejaron tranquilo durante unos cuantos días. Su alma estaba serena. Veía su situación con toda claridad. «He intentado matar; lo justo es que me maten». Su imaginación no se detuvo más en este razonamiento. El juicio, el fastidio de comparecer en público, la defensa: todo eso le parecían pequeñas contrariedades, ceremonias enojosas en las que no valía la pena pensar hasta que llegara el caso. Tampoco le preocupaba demasiado el momento de la muerte: «Ya pensaré en ello después del juicio». La vida no le resultaba aburrida; veía todas las cosas bajo un nuevo aspecto. Ya no tenía ambiciones. Pensaba muy contadas veces en Mlle. de La Mole. En cambio, los remordimientos le embargaban la mayor parte del tiempo, trayéndole consigo la imagen de Mme. de Rênal, sobre todo en el silencio de la noche, que en aquel elevado torreón sólo era interrumpido por el grito del pigargo. Daba gracias al Cielo por no haberla herido de muerte. «¡Qué cosa tan extraña! —se decía—. Yo creía que con su carta a M. de La Mole había destruido para siempre mi felicidad, y, menos de quince días después de la fecha de aquella carta, no pienso ya nada de lo que entonces me absorbía... Dos o tres mil libras de renta para vivir tranquilo en una zona montañosa como

Vergy... Entonces era feliz... ¡Pero no me daba cuenta de mi felicidad!». En otros momentos se levantaba de la silla sobresaltado. «Si hubiera herido de muerte a Mme. de Rênal, me habría suicidado... Necesito convencerme de esto para no horrorizarme de mí mismo. ¡Suicidarme! He ahí la gran cuestión —se decía—. Todos estos jueces tan formalistas, tan encarnizados contra el pobre acusado, que serían capaces de enviar al patíbulo al mejor ciudadano con tal de ganarse una cruz... Me sustraería a su poder, a sus insultos proferidos en un mal francés, que el periódico local llamaría elocuencia... Puedo vivir aún cinco o seis semanas, poco más o menos... ¡Suicidarme! De ninguna manera —se dijo pasados unos días—. Napoleón vivió. Además, la vida me resulta grata. Aquí estoy tranquilo y me veo libre de gentes importunas», añadió riendo. Y se puso a redactar una nota de los libros que deseaba que le trajeran de París.

CAPÍTULO XXXVII

UN TORREÓN

La tumba de un amigo.

STERNE

Oyó un gran ruido en el corredor; no era la hora en que solían subir a su celda. El pigargo levantó el vuelo graznando. La puerta se abrió, y el venerable padre Chélan, tembloroso y apoyado en su bastón, se arrojó en sus brazos. —¡Dios santo! ¿Es posible, hijo mío?... ¡Monstruo debería llamarte! Y el buen anciano ya no pudo añadir una palabra más. Julián, temiendo que se cayera al suelo, tuvo que sentarlo en una silla. La mano del tiempo se había ensañado con aquel hombre, antaño tan enérgico. A Julián le pareció la sombra de sí mismo. Cuando recobró el aliento: —Hasta anteayer mismo no recibí tu carta de Estrasburgo con los quinientos francos para los pobres de Verrières. Me la llevaron a Liveru, en la montaña, donde vivo retirado con mi sobrino Juan. Ayer me entero de la catástrofe... ¡Cielos! ¿Es posible? Y el anciano ya no lloraba; parecía privado de la facultad de pensar, y añadió maquinalmente: —Necesitarás los quinientos francos; aquí te los traigo.

—¡Lo que necesito es verle a usted, padre mío! —exclamó Julián enternecido—. Dinero tengo de sobra. Pero ya no logró obtener una respuesta sensata. De vez en cuando, M. Chélan vertía algunas lágrimas, que se deslizaban silenciosamente por sus mejillas. Luego miraba a Julián y se quedaba como aturdido al ver cómo éste le cogía las manos y se las llevaba a los labios. Aquella fisonomía, tan vivaz en otro tiempo y que reflejaba tan enérgicamente los más nobles sentimientos, no salía de su apático aspecto. Poco después, un hombre con aspecto de campesino vino a buscar al anciano. —No hay que cansarle mucho —le dijo a Julián, que comprendió que se trataba de su sobrino. Aquella aparición dejó a Julián sumido en un cruel abatimiento que le privaba incluso de la capacidad de llorar. Todo le parecía triste y sin remedio; sentía el corazón helado dentro de su pecho. Aquellos minutos fueron los más aciagos para él desde el momento del crimen. Acababa de ver la muerte con toda su espantable fealdad. Todas las ilusiones de grandeza de alma y de generosidad se disiparon como una nube ante el vendaval. Tan angustiosa situación duró varias horas. Después de un envenenamiento moral como aquél, se necesitaban remedios físicos y champagne. Pero Julián se hubiera considerado un cobarde de tener que recurrir a ellos. Al final de un día horrible, que pasó por entero paseándose por el estrecho recinto de su torreón, exclamó: «¡Pero qué necio soy! Si yo fuese a morir como otro cualquiera, sería lógico que la contemplación de este pobre anciano hubiera podido sumirme en el horrible estado de tristeza en que me hallo; sin embargo, la muerte rápida y en la flor de la vida que me espera, me coloca al abrigo de esa lamentable decrepitud». Por más razonamientos que se hacía, Julián seguía enternecido como cualquier criatura pusilánime, y, por consiguiente, triste con aquella visita. Ya no quedaba nada de rudo ni de grandioso en él, nada de virtud romana. La muerte la veía ahora a muy gran altura y como cosa menos fácil. «Seré mi propio termómetro —se dijo—. Esta noche estoy a diez grados por

debajo del valor que me conduce a la guillotina. Esta mañana, en cambio, me sobraban grados. Pero, por lo demás, ¿qué importa? Con tal de que los recupere en el momento crítico». Esta idea del termómetro le divirtió y consiguió por fin distraerle. Al día siguiente, al despertarse, sintió vergüenza de sus sentimientos de la víspera. «Mi felicidad, mi tranquilidad están en juego». Casi estaba resuelto a escribir al fiscal general para pedirle que no permitiera que le visitase nadie. «Pero ¿y Fouqué? —pensó—. Si se decide a venir a Besançon, ¿cuál no sería su dolor?». Hacía quizá dos meses que no había pensado en Fouqué. «Qué majadero era yo cuando estaba en Estrasburgo. Mis pensamientos no iban más allá del cuello de mi uniforme». El recuerdo de Fouqué le entretuvo un buen rato y le dejó más enternecido. Se paseaba muy agitado. Ya estoy otra vez, no a diez, sino a veinte grados por debajo del nivel de la muerte... Si esta debilidad va en aumento, será cosa de pensar seriamente en suicidarme. ¡Qué alegría para los Maslon y los Valenod si muero como un pobre diablo! Por fin llegó Fouqué. Aquel hombre sencillo y bueno estaba loco de dolor. Su única idea, si es que tenía alguna, era vender toda su hacienda para sobornar al carcelero y conseguir que Julián se fugara. Le habló largo y tendido de la evasión de M. de Lavalette¹. —Me apenas —le dijo Julián—. M. de Lavalette era inocente, pero yo soy culpable. Sin querer, me haces pensar en la diferencia... Pero ¿es cierto que venderías toda tu hacienda? —dijo Julián, volviendo a ser el hombre observador y desconfiado de siempre.

Fouqué, entusiasmado al ver que su idea dominante hallaba eco, por fin, en su amigo, entró en una serie de largas explicaciones y concluyó detallando, con una aproximación de cien francos poco más o menos, lo que podría obtener de cada una de sus propiedades. «¡Qué sublime generosidad en un propietario rural! —pensó Julián—. ¡Cuántas economías, cuántas pequeñas tacañerías, que tanto me sonrojaban cada vez que le veía incurrir en ellas, y todo lo sacrificaría por mí! Ninguno de esos apuestos jóvenes que conocí en el palacio de La Mole y que leen René probablemente, caería en una de esas ridiculeces, pero, excepción hecha de los muy jóvenes, enriquecidos, por lo demás, con distintas herencias y desconocedores, por consiguiente, del valor del dinero, ¿cuál de ellos sería capaz de semejante sacrificio?». Todas las incorrecciones de lenguaje, todos los gestos vulgares de Fouqué desaparecieron para Julián, que se arrojó en sus brazos. Es posible que nunca se haya tributado un homenaje tan sincero a la sencillez provinciana. Fouqué, encantado del entusiasmo que veía en los ojos de su amigo, salió convencido de que éste consentía en su proyecto de fuga. La contemplación de lo sublime devolvió a Julián todas las fuerzas que la aparición del padre Chélan le había arrebatado. (Era nuestro héroe aún muy joven, pero, a mi entender, de buena cepa. Y, a medida que hubieran transcurrido los años, lejos de pasar de la ternura al recelo, como le ocurre a la mayoría de los hombres, habría adquirido esa bondad propensa al enternecimiento y se habría curado de su insensata desconfianza... Pero ¿para qué estas vanas predicciones?). Los interrogatorios se hacían cada vez más frecuentes, a pesar de los esfuerzos de Julián, cuyas lacónicas respuestas no tendían sino a abreviar el asunto. —He matado, o, por lo menos, he querido dar la muerte con premeditación — repetía diariamente. Pero el juez era formalista ante todo. Las declaraciones de Julián no abreviaban en modo alguno los interrogatorios, sino que, por el contrario, acabaron por herir

el amor propio del juez. Julián no supo que habían querido trasladarlo a un calabozo sombrío, y que sólo gracias a las gestiones de Fouqué habían terminado dejándole en su bonito aposento a ciento ochenta peldaños de elevación². El padre Frilair era uno de los hombres importantes a quienes Fouqué surtía de leña. El buen comerciante llegó hasta el todopoderoso vicario mayor. Con gran asombro y alegría oyó a Frilair anunciarle que, conmovido por las buenas cualidades de Julián, y por los servicios que en otro tiempo había prestado al seminario, pensaba recomendarle a los jueces. Fouqué entrevió la esperanza de salvar a su amigo, y, al salir, prosternándose hasta tocar el suelo, rogó al vicario que distribuyera en misas, para implorar la absolución del acusado, la suma de diez luises. Fouqué se equivocaba por completo. M. de Frilair no era un Valenod. Rechazó el ofrecimiento, y hasta trató de hacer comprender al buen campesino que haría mejor guardando su dinero. Viendo que era imposible ser más claro sin cometer una imprudencia, le aconsejó que destinase aquella cantidad a limosnas para los pobres presos que, en realidad, carecían de todo. «Ese Julián es un ser extraño; su acto es inexplicable —pensaba M. de Frilair—, aunque nada debiera serlo para mí... Quizá sea posible hacer de él un mártir... En todo caso, yo sabré cómo penetrar en el enigma de este asunto y hallar de paso ocasión de hacer temblar a esa Mme. de Rênal, que no nos estima, y en el fondo a mí me detesta..., y hasta es posible que todo esto me proporcione un medio de reconciliarme públicamente con M. de La Mole, que tiene una especial debilidad por este joven seminarista». Unas semanas antes se habían firmado los documentos con los que se ponía fin al viejo pleito, y el padre Pirard se había marchado de Besançon, no sin antes haber hablado del misterioso nacimiento de Julián, justo el día en que el desdichado atentaba contra la vida de Mme. de Rênal en la iglesia de Verrières. Julián sólo veía un acontecimiento desagradable entre él y la muerte: la visita de su padre. Consultó con Fouqué la idea de escribir al fiscal general para que le dispensara de toda visita. Aquel horror ante la posible visita de su padre en un momento semejante sobrecogió un tanto el corazón honrado y burgués del comerciante de madera. Creyó comprender por qué había tanta gente que odiaba apasionadamente a su

amigo. Por respeto a la desgracia, ocultó su manera de pensar. —En todo caso —le respondió fríamente—, esa orden no se aplicaría a tu padre.

CAPÍTULO XXXVIII

UN HOMBRE PODEROSO

¡Hay tanto misterio en sus andanzas y tanta elegancia en su porte! ¿Quién será?

SCHILLER

Las puertas del torreón se abrieron muy temprano al día siguiente. Julián se despertó sobresaltado. «¡Ay, Dios mío! ¡Aquí está mi padre! —pensó—. ¡Qué escena más desagradable!». En el mismo instante, una mujer, vestida de campesina, se arrojó en sus brazos. Le costó mucho trabajo reconocerla. Era Matilde de La Mole. —¡Infame! Hasta que no recibí tu carta no supe dónde estabas. Tuve que llegar a Verrières para enterarme de lo que tú llamas tu crimen, y que no es sino una noble venganza que demuestra toda la grandeza del corazón que late en ese pecho... A pesar de sus prevenciones contra Mlle. de La Mole, que en realidad no se confesaba a sí mismo claramente, Julián la encontró muy bonita. ¿Cómo no apreciar en su manera de hablar y de obrar un sentimiento noble y desinteresado, muy por encima de lo que se hubiera atrevido a hacer cualquier alma mezquina y vulgar? De nuevo creyó amar a una reina. Al cabo de unos instantes, le dijo con gran nobleza de palabra y de pensamiento: —El porvenir se presentaba a mis ojos muy claro. Después de mi muerte te casabas con M. de Croisenois, que te consideraría viuda. El alma noble, aunque

un poco romántica de esta viuda adorable, asombrada y convertida al culto de la vulgar prudencia por un acontecimiento singular, trágico y grande para ella, se hubiera dignado al fin comprender el verdadero mérito del joven marqués. Te habrías resignado a ser feliz con lo que hace la felicidad de todo el mundo: la consideración, las riquezas, el abolengo... Pero, querida Matilde, si alguien se entera de tu venida a Besançon, y la noticia llega a M. de la Mole, esto representará para él un golpe mortal que no me perdonaré nunca. ¡Le he causado ya tantas penas! El académico le dirá sin duda que ha albergado una serpiente en su seno. —Confieso que estaba muy lejos de esperar tanto frío razonamiento, tanta preocupación por el porvenir —dijo Mlle. de La Mole un tanto enfadada—. Mi doncella, casi tan prudente como tú, pidió un pasaporte para ella, y he hecho el viaje bajo el nombre de Mme. Michelet. —¿Y cómo ha podido llegar hasta mí Mme. Michelet con tanta facilidad? —¡Ah! ¡Aún sigues siendo el hombre superior, aquel a quien yo escogí! Primero le ofrecí cien francos a un secretario del juez, que alegaba que mi entrada en el torreón era imposible. Pero, una vez recibido el dinero, este hombre honrado me hizo esperar, puso mil objeciones, yo creo que pretendía robarme... Matilde se detuvo. —¿Y entonces? —preguntó Julián. —No te enfades, mi querido Julián —le dijo abrazándolo—. Me vi obligada a dar mi nombre a ese secretario, que me tomaba por una obrerilla parisina enamorada del apuesto Julián... Ésas fueron sus mismas palabras. Le juré que era tu mujer, y obtendré autorización para verte a diario. «La locura es completa —pensó Julián—, pero yo no he podido impedirla. Después de todo, M. de La Mole es una persona de tanta categoría, que la opinión pública siempre sabrá encontrar una excusa para el joven coronel que se case con esta encantadora viuda. Mi cercana muerte lo arreglará todo...». Y se entregó con deleite al amor de Matilde; aquello era locura, grandeza de alma, todo lo más singular del mundo. Ella le propuso seriamente suicidarse con él.

Pasadas aquellas primeras efusiones de cariño, y cuando ya Matilde vio satisfecho su ardiente anhelo de ver a Julián, una viva curiosidad se apoderó de su alma. Examinaba a su amante, y lo encontraba muy por encima de lo que había imaginado. Le parecía Bonifacio de La Mole resucitado, pero más heroico. Matilde visitó a los principales abogados de la región, a los que ofendió ofreciéndoles oro con demasiada crudeza, aunque al final acabaron por aceptarlo. Muy pronto llegó a la conclusión de que, en cuestiones dudosas y de gran alcance, todo dependía en Besançon del padre Frilair. Como seguía ocultando su verdadera personalidad bajo el oscuro nombre de Mme. Michelet, tropezó al principio con auténticas dificultades para llegar al todopoderoso congregacionista. Pero muy pronto empezó a correr por la ciudad el rumor de que una joven modista, de una gran belleza y loca de amor, acababa de llegar de París a Besançon para consolar al joven clérigo Julián Sorel. Matilde recorría sola y a pie las calles de Besançon, esperando no ser reconocida. En todo caso no creía que fuese perjudicial para su causa producir una gran impresión en el pueblo. En su locura, llegaba incluso a pensar en amotinarlo para salvar a Julián cuando fuera conducido al patíbulo. Mlle. de La Mole creía que iba ataviada con sencillez, como conviene a una persona abrumada por el dolor; sin embargo, su atuendo atraía todas las miradas. Era en Besançon el blanco de la curiosidad general cuando, después de ocho días de solicitudes, obtuvo por fin una audiencia de M. de Frilair. Por grande que fuese su valor, sus ideas acerca del congregacionista influyente aparecían de tal modo ligadas en su espíritu a las de una profunda y cauta perfidia, que temblaba al llamar a la puerta del obispado. Apenas podía andar cuando tuvo que subir la escalera que conducía a los aposentos del vicario mayor. La soledad del palacio episcopal le daba frío. «Puede que me siente en un sillón, y ese sillón me sujete los brazos y me haga desaparecer. ¿A quién podría reclamarme mi doncella? El capitán de los gendarmes se guardaría muy bien de mezclarse en el asunto... ¡Me encuentro completamente aislada en esta gran ciudad!». Le bastó echar una ojeada a los aposentos del vicario para tranquilizarse.

Primero le abrió la puerta un lacayo con una librea muy elegante. El salón donde la hicieron esperar ostentaba ese lujo fino y delicado, tan diferente de la magnificencia de mal gusto, que sólo se encuentra en las mejores casas de París. En cuanto vio a M. de Frilair acercándose a ella con aire paternal, se esfumaron por completo todas sus aprensiones. Ni siquiera encontró en aquel hermoso semblante la huella de esa virtud enérgica y un tanto salvaje que tan antipática resulta a los habituados a la sociedad de París. La sonrisa, casi imperceptible, que animaba los rasgos del sacerdote que lo disponía todo en Besançon anunciaba al hombre de buena sociedad, al prelado instruido, al hábil. Matilde se creyó en París. Pocos minutos necesitó M. de Frilair para lograr que Matilde le confesara que era la hija de su poderoso adversario, el marqués de La Mole. —En efecto, no soy Mme. Michelet —dijo ella recobrando toda su altivez—, y esta confesión me cuesta muy poco hacerla, pues vengo, señor, a consultarle acerca de la posibilidad de procurar la evasión de M. de La Vernaye. En primer lugar, sólo es culpable de una ligereza, ya que la mujer sobre la que disparó se encuentra ya bien. En segundo lugar, para sobornar a los subalternos, puedo disponer en el acto de cincuenta mil francos e incluso comprometerme a entregar el doble. Finalmente, mi reconocimiento y el de mi familia no tendrá límites para quien salve a M. de La Vernaye. M. de Frilair parecía sorprendido al oír este nombre. Matilde le mostró varias cartas del ministro de la Guerra dirigidas a Julián Sorel de La Vernaye. —Ya ve usted, señor, que mi padre se encargaba de su fortuna. Me casé con él en secreto, y mi padre deseaba que fuera oficial superior antes de proclamar públicamente este matrimonio un tanto irregular para una La Mole. Matilde observó que la expresión de bondad y de dulzura se desvanecía rápidamente a medida que M. de Frilair iba haciendo descubrimientos importantes. En su rostro se fue dibujando la expresión de una fina astucia unida a una profunda falsedad. El clérigo tenía sus dudas, y releía con calma los documentos oficiales. «¿Qué partido puedo yo sacar de estas extrañas confidencias? —se decía—. Heme aquí, de pronto, en relación íntima con una amiga de la célebre mariscala de Fervaques, sobrina todopoderosa de monseñor el obispo de ***, sin cuya

mediación no hay obispado que valga en Francia. Lo que yo veía muy lejos en el porvenir, se me presenta ahora de improviso. Este asunto puede conducirme a la realización de todos mis deseos». Al principio, Matilde se asustó al notar el súbito cambio en la fisonomía de aquel hombre tan influyente con el que se hallaba a solas en un aposento apartado. Pero pronto se dijo a sí misma: «¡Bah! Lo peor hubiera sido no causar impresión alguna en el frío egoísmo de un clérigo saciado de poder y de goces». Deslumbrado ante aquel camino rápido e imprevisto que se le abría para llegar al episcopado; asombrado del talento de Matilde, M. de Frilair, por un momento, perdió todo dominio sobre sí mismo. Mlle. de La Mole casi llegó a verlo a sus pies, ambicioso y agitado, presa de un temblor nervioso. «Empiezo a ver claro —pensó ella—; nada le será aquí imposible a la amiga de Mme. de Fervaques». A pesar de sus celos, aún no extinguidos totalmente, tuvo el valor de explicar que Julián era amigo íntimo de la mariscala, y que veía casi todos los días en su casa al obispo de ***. —Aunque echaran a suertes cuatro o cinco veces seguidas una lista de treinta y seis jurados entre los notables de este departamento —dijo el vicario con la mirada aviesa de la ambición y recalcando las palabras—, me consideraría muy poco afortunado si en cada una de las listas no contara con ocho o diez amigos, y de los más inteligentes del grupo. En todo caso, siempre podría tener mayoría a mi favor, y más que mayoría si se trata de condenar. Ya ve usted, señorita, con qué facilidad puedo conseguir que sea absuelto... El sacerdote se interrumpió repentinamente, como sorprendido de sus propias palabras; estaba confesando cosas que nunca se dicen a los profanos. Pero, a su vez, logró impresionar a Matilde, dejándola estupefacta, cuando le dijo que lo que más asombraba e interesaba a la sociedad de Besançon en la rara aventura de Julián era la gran pasión que éste había inspirado antaño a Mme. de Rênal, pasión que él la había compartido durante mucho tiempo. M. de Frilair

advirtió fácilmente la extrema turbación que producía su relato. «¡Ya tengo mi desquite! —pensó—. Por fin he encontrado el medio de manejar a esta personita tan decidida; temía no llegar a conseguirlo». El aspecto distinguido y poco fácil de dominar de Matilde redoblaba a sus ojos el encanto de la rara belleza que veía casi suplicante ante él. Recobró toda su sangre fría y no vaciló en hundir más el puñal en su corazón. —No me sorprendería nada, después de todo —le dijo con aire frívolo—, que nos dijeran que fueron los celos los que armaron el brazo de Sorel, impulsándole a disparar dos tiros contra esa mujer, en otro tiempo tan amada. Desde luego, no carece de atractivos, y desde hacía algunos meses veía con frecuencia a un tal padre Marquinot, de Dijon, una especie de jansenista sin principios, como lo son todos ellos. Una vez descubierto su punto flaco, M. Frilair torturó con voluptuosidad y a placer el corazón de aquella hermosa muchacha. —¿Por qué —decía fijando una mirada ardiente sobre Matilde— iba a elegir Sorel la iglesia para cometer su crimen, si no es porque precisamente en aquel momento estaba celebrando misa su rival? Todo el mundo atribuye un gran talento y todavía mayor prudencia al hombre afortunado que usted protege. ¿No hubiera sido mucho más sencillo esconderse en los jardines de M. de Rênal, que tan bien conoce, y allí, con la casi certeza absoluta de no ser visto, ni sorprendido, y sin despertar sospechas, haber dado muerte a la mujer de quien estaba celoso? Aquel razonamiento, tan sensato en apariencia, acabó de poner a Matilde fuera de sí. Su alma altiva, pero saturada de esa árida prudencia que en la alta sociedad se considera fiel expresión del corazón humano, no estaba hecha para comprender rápidamente el placer de burlarse de toda cautela, que tan exaltante puede ser para un alma ardiente. En las altas esferas de la sociedad parisina donde había vivido Matilde, la pasión rara vez puede prescindir de la prudencia, y nadie se tira por la ventana si no es desde un quinto piso. Finalmente, el padre Frilair, ya plenamente seguro de su poderío, dio a entender a Matilde (mintiendo sin duda) que podía disponer a su antojo del ministerio público, encargado de sostener la acusación contra Julián.

Después de que la suerte hubiera designado a los treinta y seis jurados de la sesión, él se encargaría de atraerse a treinta de ellos por lo menos. Si Matilde no le hubiera parecido tan bella a M. de Frilair, éste no le hubiera hablado con tanta franqueza hasta la quinta o sexta entrevista.

CAPÍTULO XXXIX

LA INTRIGA

Castres, 1676.— Un hermano acaba de asesinar a su hermana en la casa contigua a la mía. Este gentilhombre había cometido ya un crimen. Su padre mandó distribuir en secreto quinientos escudos a los consejeros y le salvó la vida.

LOCKE, Viaje a Francia

Al salir del obispado, Matilde no dudó en enviar un correo a Mme. de Fervaques; el temor a comprometerse no la detuvo ni un segundo. Rogaba a su rival que consiguiese una carta para M. de Frilair, escrita de puño y letra de monseñor el obispo de ***. Llegaba hasta suplicarle que acudiese ella misma a Besançon. Fue éste un rasgo de auténtico heroísmo, dada su alma celosa y altiva. Siguiendo los consejos de Fouqué, había tenido la prudencia de no hablar de sus intrigas a Julián. Ya le turbaba bastante su presencia sin esto. Más honrado al saberse cerca de la muerte de lo que lo fuera durante toda su vida, sentía remordimientos, pensando no sólo en M. de La Mole, sino también en Matilde. «Lo cierto —se decía—, es que si bien encuentro a su lado momentos de distracción, a veces también me aburro con ella. Se pierde por mí, y así es como yo le correspondo. ¿Seré acaso un malvado?». Esta pregunta le hubiera preocupado poco cuando era un ambicioso simplemente; entonces, el no triunfar era lo único vergonzoso para él. Su malestar moral junto a Matilde era tanto más agudo cuanto que él le inspiraba en aquel momento la más extraordinaria y loca pasión. Sólo hablaba de los sacrificios extravagantes que haría por salvarle.

Exaltada por un sentimiento que la enorgullecía y que podía más en ella que cualquier otro, no hubiera deseado dejar pasar un solo instante de su vida sin ocuparlo en alguna intentona fuera de lo común. Sus largas conversaciones con Julián versaban siempre sobre los proyectos más utópicos y peligrosos. Los carceleros, bien pagados, la dejaban moverse a su antojo en la prisión. Las ideas de Matilde no se limitaban al sacrificio de su reputación; poco le importaba que la sociedad entera supiese de su estado. Una de las menores quimeras que forjaba aquella imaginación exaltada y valerosa consistía en echarse de rodillas ante la carroza del rey cuando éste pasara al galope, llamar la atención del príncipe, aun a riesgo de ser pisoteada mil veces, para solicitar el indulto de Julián. Merced al apoyo de sus amigos empleados en la corte del rey, estaba segura de ser itida en las zonas reservadas del parque Saint-Cloud. Julián se consideraba poco digno de tanta abnegación; a decir verdad, estaba cansado de aquel heroísmo. Hubiera sido sensible a una ternura sencilla, ingenua y casi tímida, pero el alma altiva de Matilde necesitaba siempre de un público, del aplauso de los demás. En medio de todas sus angustias, de todos sus temores por la vida de aquel amante, al que no quería sobrevivir, sentía una secreta necesidad de asombrar al público con el exceso de su amor y la sublimidad de sus actos. Julián se irritaba contra sí mismo al ver que no le conmovía todo aquel heroísmo. ¿Qué habría pensado si hubiera sabido todas las locuras con que Matilde abrumaba el espíritu abnegado, pero eminentemente razonable y limitado, del bueno de Fouqué? Y no es que censurase la abnegación de Matilde, pues él también hubiera sacrificado toda su fortuna y expuesto su vida a los mayores avatares por salvar la de Julián. Pero lo cierto es que estaba estupefacto al ver la cantidad de oro que derrochaba Matilde. Durante los primeros días, las sumas dispendiadas impresionaron mucho a Fouqué, que sentía por el dinero toda la veneración de un provinciano. Acabó por descubrir que los proyectos de Mlle. de La Mole variaban a menudo, y, con gran satisfacción por su parte, encontró la palabra adecuada para censurar aquel carácter que le resultaba tan fatigoso: Matilde era voluble. De aquel epíteto

al de saco de grillos o al de cabeza llena de pájaros, que son los mayores anatemas que se pueden aplicar en provincias, no hay más que un paso. «Es raro —se decía Julián un día al salir Matilde de la cárcel— que una pasión tan ardiente como esta que inspiro, me deje tan insensible. ¡Y hace dos meses la adoraba! Yo había leído que la proximidad de la muerte hace que uno se desinterese de todo, pero es horrible sentirse ingrato y no poder remediarlo. ¿Seré un egoísta?». Y se hacía a este respecto los reproches más humillantes. La ambición había muerto en su espíritu, pero otra pasión había surgido de sus cenizas: él la llamaba el remordimiento de haber intentado asesinar a Mme. de Rênal. En realidad se sentía perdidamente enamorado de ella. Encontraba un placer inusitado cuando, al quedarse solo, y sin temor de que le importunaran, podía entregarse por entero al recuerdo de los días felices que pasara antaño en Verrières o en Vergy. Los menores incidentes de aquellos tiempos, que tan rápidamente volaron, poseían para él una frescura y un encanto irresistibles. Ni una sola vez se acordaba de sus éxitos de París: le hastiaban. Semejante disposición de espíritu, que cada vez adquiría mayores proporciones, fue en parte adivinada por los celos de Matilde. Se dio cuenta en seguida de que tenía que luchar contra el amor a la soledad. Alguna vez pronunciaba con terror el nombre de Mme. de Rênal, y observaba que Julián se estremecía. A partir de entonces su pasión no conoció ya límites ni medida. «Si muere, moriré con él —se decía con toda la buena fe posible—. ¿Qué dirían las gentes que frecuentan los salones de París si vieran a una muchacha de mi alcurnia adorar hasta tal punto a un amante condenado a muerte? Para encontrar precedentes a tales sentimientos habría que remontarse a la época de los héroes: amores como éste eran los que hacían palpitar los corazones en el siglo de Carlos IX y Enrique III». En medio de las más vivas efusiones, cuando estrechaba contra su corazón la cabeza de Julián, solía decirse con horror: «¿Es posible que esta encantadora cabeza esté destinada a caer? Pues bien — añadía, inflamada de un heroísmo no exento de placer—: mis labios, que ahora

besan apasionadamente sus hermosos cabellos, estarán yertos menos de veinticuatro horas después». Los recuerdos de aquellos instantes de heroísmo y de horrible voluptuosidad la absorbían tenazmente en todo momento. La idea del suicidio, tan obsesiva en sí misma, pero tan alejada hasta entonces de aquella alma altiva, penetró en ella y pronto reinó con imperio absoluto. «No, la sangre de mis antepasados no se ha envilecido al llegar a mí», se decía Matilde con orgullo. —Tengo que pedirte un favor —le dijo un día Julián—: cuando nazca el niño encomiéndaselo a una nodriza de Verrières. Mme. de Rênal se encargará de su custodia... —Muy duro es lo que me dices. Y Matilde palideció. —Es verdad, y te pido por ello perdón mil veces —exclamó Julián saliendo de su ensimismamiento y estrechándola en sus brazos. Después de secar sus lágrimas, insistió en la idea, pero esta vez con más habilidad. Dando a la conversación un tono de filosofía melancólica, hablaba de ese porvenir que estaba a punto de cerrarse para él. —Hay que reconocer, querida mía, que las pasiones no son más que un accidente en la vida, aunque este accidente sólo acostumbre a darse en las almas superiores. La muerte de mi hijo sería, en el fondo, una dicha para el orgullo de tu familia, y eso es algo que adivinarán bien pronto los subalternos. El abandono será probablemente el destino que le aguarda a este hijo de la desgracia y de la vergüenza... Espero que en una época que no quiero fijar, pero que, sin embargo, mi ánimo entrevé, obedecerás mis postreras recomendaciones y te casarás con el marqués de Croisenois. —¡Cómo! ¡Deshonrada! —La deshonra no podrá caer sobre un nombre como el tuyo. Serás una viuda, la viuda de un loco: eso es todo. Iré más lejos aún: como mi crimen no obedeció al móvil del dinero, no habrá nada de infamante en él. Es posible que, para esa

época, algún legislador filósofo, venciendo los prejuicios de sus contemporáneos, haya conseguido suprimir la pena de muerte. Entonces alguna voz amiga dirá, a modo de ejemplo: «El primer esposo de Mlle. de La Mole era un loco, pero no un malvado ni un bandido. Fue un absurdo hacer rodar su cabeza...». Entonces mi memoria será menos infame, por lo menos después de cierto tiempo... Tu posición en el mundo, tu fortuna, y, permíteme decirlo, tu talento, harán que el marqués de Croisenois, una vez casado contigo, desempeñe un papel que él solo jamás habría soñado. Sus únicas cualidades son el linaje y el valor, dos cualidades que, por sí solas, bastaban para hacer a un hombre completo en 1729, pero que ahora, un siglo más tarde, resultan un puro anacronismo y no sirven más que para incubar pretensiones: hace falta hoy día algo más para colocarse a la cabeza de la juventud sa. Tú aportarás el valioso concurso de tu carácter firme y emprendedor al partido en que milite tu esposo. Podrás suceder a las Chevreuse, a las Longueville de la Fronda¹... Pero para entonces, querida mía, el fuego sagrado que te anima en este momento se habrá atemperado un tanto. Y permíteme decirlo —añadió después de muchas más frases preparatorias—: dentro de quince años te parecerá una locura, disculpable, pero locura al fin y al cabo, el amor que sentiste por mí... De repente se calló y quedó pensativo. De nuevo se encontraba frente a aquella idea tan ofensiva para Matilde: «Dentro de quince años Mme. de Rênal adorará a mi hijo, y tú le habrás olvidado».

CAPÍTULO XL

LA TRANQUILIDAD

Porque entonces estaba loco, hoy estoy cuerdo. ¡Oh, filósofo, que sólo ves lo instantáneo, cuán poco alcanza tu mirada! Tus ojos no están hechos para seguir la labor de zapa de las pasiones.

GOETHE

Aquel coloquio fue interrumpido por un interrogatorio, seguido de una conferencia con el abogado defensor. Esos momentos eran los únicos absolutamente desagradables en una vida llena de despreocupación y de tiernas ensoñaciones. —Ha habido asesinato, y asesinato con premeditación —dijo Julián tanto al juez como al abogado—. Lo siento mucho, señores —añadió sonriendo—, pero esto reduce a muy poca cosa el cometido de ustedes. «Después de todo —se decía Julián cuando consiguió verse libre de aquellos dos seres—, tengo que ser valiente y, por lo que se ve, bastante más que estos dos hombres. Ellos consideran este duelo de fatal desenlace como el colmo de los males o el rey de los espantos; y, sin embargo, yo no pienso ocuparme seriamente del asunto hasta el día mismo en que se tenga que decidir todo de una vez. Y es que yo he conocido un infortunio mayor —continuó Julián, filosofando consigo mismo—. Sufrí mucho más durante mi primer viaje a Estrasburgo, cuando creía que Matilde me había abandonado... Y pensar que deseaba tan apasionadamente esta intimidad perfecta que hoy me deja tan frío... En realidad, me siento más feliz cuando me veo solo que cuando esa muchacha tan hermosa comparte mi soledad...».

El abogado, hombre muy adicto a las normas y a las formalidades, le creía loco y pensaba, como todo el mundo, que habían sido los celos los que le habían impulsado a coger la pistola. Un día se atrevió a insinuar a Julián que esta alegación, verdadera o falsa, sería un excelente medio de defensa. Pero, en un abrir y cerrar de ojos, el acusado se convirtió en un ser apasionado e incisivo. —Por su vida, caballero —exclamó Julián fuera de sí—, guárdese de proferir tan abominable mentira. El prudente abogado, por un instante, tuvo miedo de que le asesinara. Preparaba su defensa, porque el momento decisivo se acercaba rápidamente. En Besançon y en todo el departamento no se hablaba más que de esta célebre causa. Julián, que había rogado que no le hablasen de esa clase de cosas, ignoraba ese detalle. Aquel día, Fouqué y Matilde habían tratado de ponerle al corriente de ciertos rumores públicos, muy a propósito, según ellos, para hacer concebir esperanzas, pero Julián les interrumpió nada más empezar a hablar. —Deje con mi vida ideal. Vuestros pequeños chismes, vuestros detalles de la vida real, más o menos molestos para mí, me sacarían del cielo en que me encuentro. Se muere como se puede; yo sólo quiero pensar en la muerte a mi manera. ¿Qué me importan los demás? Mis relaciones con los demás van a quedar interrumpidas bruscamente. Por favor, no me habléis más de esas gentes: bastante tengo con ver al juez y al abogado. «El hecho es —se decía a sí mismo— que parece como si mi destino fuera morir soñando. Un ser oscuro como yo, seguro de que le olvidarían antes de quince días, sería muy estúpido —hay que reconocerlo— poniéndose a representar una comedia... Pero es extraño, sin embargo, que yo no haya conocido el arte de gozar de la vida hasta ahora que la veo tan cerca de su término». Julián pasaba aquellos últimos días paseando por la estrecha terraza que había en lo alto del torreón, fumando magníficos cigarros que Matilde había mandado traer de Holanda por medio de un correo, y sin sospechar que su aparición era esperada cada día por todos los catalejos de la ciudad. Su pensamiento estaba en Vergy. Nunca hablaba de Mme. de Rênal a Fouqué, pero este excelente amigo le había dicho dos o tres veces que ella se restablecía rápidamente, y esta frase repercutía en su corazón.

Mientras el alma de Julián erraba casi siempre por el país de las ideas, Matilde, ocupada en las cosas reales, como conviene a un corazón aristocrático, había conseguido dar a la correspondencia directa entre Mme. de Fervaques y M. de Frilair tal tono de intimidad, que ya se pronunciaba la palabra decisiva: «Obispado». El venerable prelado a cuyo cargo se hallaba la lista de las dignidades eclesiásticas, había escrito de su puño y letra la siguiente postdata a una carta de su sobrina: Ese pobre Sorel no es más que un atolondrado; espero que nos lo devuelvan. Al leer estas líneas, M. de Frilair no cabía en sí de gozo. Estaba seguro de salvar a Julián. —Sin esa ley jacobina que prescribe la formación de una interminable lista de jurados, y que en realidad no tiene más objetivo que privar de toda influencia a las gentes bien nacidas —le decía a Matilde la víspera del sorteo de los treinta y seis jurados de la vista—, yo hubiera podido responder del veredicto ahora mismo. Por algo conseguí la absolución del cura de N... A la mañana siguiente, entre los nombres salidos de la urna, M. de Frilair tuvo la satisfacción de encontrar los de cinco congregacionistas de Besançon, y entre los de fuera de la ciudad, los de Valenod, de Moirod, de Cholin. —Respondo, en principio, de estos ocho jurados —le dijo a Matilde—. Los cinco primeros son máquinas. Valenod es mi agente, Moirod me debe cuanto es, Cholin es un imbécil que de todo tiene miedo. El periódico divulgó por el departamento los nombres de los jurados, y Mme. de Rênal, con indecible terror por parte de su marido, quiso ir a Besançon. Todo lo más que pudo conseguir M. de Rênal fue que ella le prometiera no levantarse del lecho para no verse en el compromiso de ser llamada a declarar. —No te haces cargo de mi situación —decía el antiguo alcalde de Verrières—. Ahora soy liberal de la defección¹, como ellos dicen; nadie duda de que el sinvergüenza de Valenod y M. de Frilair conseguirán fácilmente de los jueces y del fiscal general cuanto pueda mortificarme. Mme. de Rênal cedió sin dificultades a los deseos de su marido.

«Si compareciera en la Audiencia —se decía—, parecería que iba a pedir venganza». A pesar de todas las promesas de prudencia que había hecho tanto a su director espiritual como a su marido, apenas llegada a Besançon escribió una carta de su puño y letra a cada uno de los treinta y seis jurados. «Señor: No compareceré el día de la vista, porque es evidente que mi presencia podría perjudicar a M. Sorel. No deseo más que una cosa con pasión en el mundo: que sea absuelto. No lo dude usted: la espantosa idea de que por mi causa sea condenado a muerte un inocente, envenenaría el resto de mi vida, y, sin duda alguna, la abreviaría. ¿Cómo podrían condenarle a él a muerte viviendo yo? No; la sociedad no puede tener el derecho a quitar la vida a nadie, y menos aún a un hombre como Julián Sorel. Todo el mundo en Verrières sabe que ha tenido momentos de extravío. Ese pobre muchacho tiene poderosos enemigos, pero, incluso entre ellos (¡y cuántos no tendrá!), ¿cuál será el que ponga en duda su irable talento y su profunda ciencia? No es un sujeto corriente a quien van ustedes a juzgar. Durante cerca de dieciocho meses todos lo hemos conocido piadoso, sensato, aplicado, pero dos o tres veces al año le acometían s de melancolía que perturbaban el equilibrio de sus facultades mentales. »Toda la ciudad de Verrières, todos nuestros vecinos de Vergy, donde pasamos el verano, mi familia entera, el mismo subprefecto, harán justicia a su piedad ejemplar; se sabe de memoria toda la Santa Biblia. Y ¿acaso un impío habría empleado años enteros en aprender el sagrado libro? Mis hijos tendrán el honor de entregarle a usted esta carta; no son más que unos niños. Dígnese interrogarles, señor; ellos le darán acerca de este pobre muchacho todos los detalles que sean precisos para convencerle de la barbarie que significaría condenarle. Lejos de vengarme a mí, me causaría usted la muerte. »¿Qué argumento podrán oponer sus enemigos a esto? La herida, consecuencia de uno de esos momentos de locura que hasta mis hijos observaban algunas veces en el que fue su preceptor, es tan poco peligrosa que, apenas transcurridos dos meses, me ha permitido tomar la diligencia para venir a Besançon. Si me entero, señor, de que tiene usted la menor duda en sustraer a la barbarie de las leyes a un ser tan poco culpable, me levantaré de la cama, donde me retienen únicamente las terminantes órdenes de mi marido, e iré a arrojarme a sus pies. »Declare usted, señor, que la premeditación no es evidente, y no tendrá que

reprocharse la sangre de un inocente, etc.».

CAPÍTULO XLI

EL JUICIO

La comarca recordará durante mucho tiempo esa célebre causa. El interés por el acusado llegaba al delirio. Su crimen, en efecto, era sorprendente, y, sin embargo, no era atroz. Y aunque lo hubiera sido, ¡era tan bello aquel joven! Su fortuna tan en flor truncada aumentaba el enternecimiento. ¿Lo condenarían?, preguntaban las mujeres a los hombres que conocían. Y palidecían aguardando la respuesta¹.

SAINTE-BEUVE

Por fin amaneció el día tan temido por Mme. de Rênal y por Matilde. El aspecto extraño de la ciudad acrecentaba su terror y llegó incluso a conmover el alma firme de Fouqué. Toda la provincia había acudido a Besançon para presenciar la vista de aquella causa novelesca. Hacía varios días que no se encontraba sitio libre en las posadas. El presidente de la Audiencia se veía agobiado ante la imposibilidad de atender la enorme demanda de pases: todas las damas de la ciudad querían asistir al juicio. Por las calles pregonaban el retrato de Julián, etc. Matilde tenía reservada, para cuando llegase el momento supremo, una carta escrita enteramente de puño y letra de monseñor ***. Dicho prelado, que dirigía la iglesia de Francia y hacía y deshacía obispos, se dignaba solicitar la absolución de Julián. La víspera del juicio, Matilde llevó esta carta al todopoderoso vicario mayor. Al final de la entrevista, al ver que se marchaba hecha un mar de lágrimas, M. de

Frilair, saliendo por fin de su diplomática reserva, y casi emocionado, le dijo: —Respondo del veredicto favorable del jurado. Entre las doce personas encargadas de examinar si el crimen de su protegido está probado, y sobre todo si en él hubo o no premeditación, cuento con seis amigos adictos a mi suerte, a los que he dado a entender que de ellos depende mi elevación a la dignidad episcopal. El barón Valenod, a quien yo hice alcalde de Verrières, dispone por entero de dos de sus istrados, Moirod y Cholin. La verdad es que el azar nos ha deparado en este asunto dos jurados de mucho cuidado; pero, aunque ultraliberales, suelen ser fieles a mis órdenes en las grandes ocasiones, y les he rogado que voten como M. Valenod. También me he enterado de que un sexto jurado, un industrial inmensamente rico y charlatán liberal, aspira en secreto a una contrata de suministro para el ministerio de la Guerra, y sin duda no querrá contrariarme. Le he mandado decir que M. de Valenod tiene mi última palabra. —Y ¿quién es ese M. de Valenod? —preguntó Matilde inquieta. —Si le conociera usted, no podría dudar del éxito. Es un hablador audaz, desvergonzado, grosero, hecho a propósito para conducir a los necios. En 1814 estaba en la miseria, y yo le voy a hacer prefecto. Es capaz de pegar a los demás jurados si se niegan a votar a su gusto. Matilde se tranquilizó un poco. Aquella misma tarde le esperaba otra discusión. Para no prolongar una escena desagradable y cuyo resultado era seguro a sus ojos, Julián estaba resuelto a no tomar la palabra. —Mi abogado hablará, y ello basta —le dijo a Matilde—. Demasiado tiempo tendré que estar expuesto como espectáculo ante mis enemigos. Todos estos provincianos se han quedado sorprendidos de la rápida fortuna que te debo, y, créeme, no hay ni uno solo que no desee mi condena, aunque luego llore a lágrima viva cuando vea que me llevan al cadalso. —Desean verte humillado, eso es cierto —respondió Matilde—, pero no creo que sean crueles. Mi presencia en Besançon y el espectáculo de mi dolor han interesado a todas las mujeres; tu apuesta figura hará lo demás. Si te decides a hablar, aunque sólo sea para decir unas palabras a los jueces, todo el auditorio estará de tu parte, etc.

Al día siguiente, a las nueve, cuando Julián bajó de la prisión para ser conducido a la gran sala del Palacio de Justicia, a duras penas consiguieron los gendarmes apartar a la inmensa multitud que se apiñaba en el patio. Julián había dormido bien, estaba muy tranquilo y no experimentaba otro sentimiento que no fuera el de una piedad filosófica por toda aquella multitud de envidiosos que, sin crueldad, iban a aplaudir su sentencia de muerte. Se sorprendió mucho cuando, al quedar retenido más de un cuarto de hora en medio de la muchedumbre, se vio obligado a reconocer que su presencia inspiraba al público una tierna compasión. No oyó ni una sola frase desagradable. «Estos provincianos son menos malvados de lo que yo creía», se dijo. Al entrar en la sala del juicio, se quedó irado de la elegancia de la arquitectura. Era de un gótico puro, con innumerables columnitas talladas en piedra con el mayor cuidado. Por un momento se creyó en Inglaterra. Pero pronto toda su atención se centró en un grupo de doce o quince mujeres bonitas que, sentadas frente al banquillo del acusado, llenaban los tres balcones que sobresalían justo encima del lugar que ocupaban los jueces y los jurados. Al volverse hacia el público, vio que la tribuna circular que domina el anfiteatro estaba llena de mujeres: la mayoría de ellas eran jóvenes y le parecieron muy hermosas; sus ojos brillaban llenos de interés. En el resto de la sala, el gentío era enorme; en las puertas se pegaban por entrar, y los ujieres no conseguían imponer silencio. Cuando todos los ojos que buscaban a Julián advirtieron su presencia en el sitio un poco en alto que se reserva al acusado, fue acogido con un murmullo de asombro y de interés cariñoso. En aquel instante se hubiera dicho que no tenía ni veinte años: iba vestido con gran sencillez, pero con un gusto perfecto; sus cabellos y su frente eran encantadores. Matilde había querido acompañarle mientras se arreglaba. Estaba extraordinariamente pálido. Apenas estuvo sentado en el banquillo, oyó decir por todos lados: —¡Dios santo! ¡Qué joven es!... ¡Pero si es un niño!... Es mucho más apuesto que en el retrato...

—Acusado —le dijo el gendarme que estaba sentado a su derecha—: ¿ve usted aquellas seis damas que ocupan el balcón? El gendarme le señalaba una pequeña tribuna que sobresalía por encima del anfiteatro donde se sientan los jurados. —Es Madame la prefecta —continuó el gendarme—; a su lado se encuentra Madame la marquesa de ***, que siente una gran simpatía por usted; la he oído hablar con el juez de instrucción. La otra es Mme. Derville... —¡Mme. Derville! —exclamó Julián, y un vivo rubor cubrió su frente—. Al salir de aquí —pensó— escribirá a Mme. de Rênal. Ignoraba entonces la llegada de ésta a Besançon. Los testigos declararon muy rápidamente. Al oír las primeras palabras de la acusación, sostenida por el fiscal, dos de aquellas damas que estaban en el balconcillo, justo enfrente de Julián, rompieron a llorar. «Mme. Derville no se enternece así», pensó Julián. Sin embargo, observó que estaba muy encarnada. El fiscal, con tono patético y en mal francés, hacía énfasis en la barbarie del crimen cometido. Julián notó en las vecinas de Mme. Derville un vivo gesto de reprobación. Varios jurados, al parecer amigos de aquellas damas, les hablaban y parecían tranquilizarlas. «Esto es de buen augurio», pensó el reo. Hasta entonces se había sentido lleno de un profundo desprecio por todos los hombres que asistían al juicio. La burda elocuencia del fiscal aumentó este sentimiento de repulsión. Pero, poco a poco, fue desapareciendo la sequedad de ánimo de Julián ante las muestras de interés de que evidentemente era objeto. Le satisfizo el aspecto firme de su abogado. —Nada de frases —le dijo en voz baja cuando se disponía a tomar la palabra. —Todo el énfasis plagiado de Bossuet que han desplegado contra usted —dijo el

abogado—, no ha hecho más que favorecerle. En efecto, aún no llevaba ni cinco minutos hablando, y casi todas las mujeres tenían ya el pañuelo en la mano. El abogado, enardecido, dirigió a los jurados frases extremadamente fuertes. Julián se estremeció; se sentía a punto de llorar. «¡Dios mío! ¿Qué dirán mis enemigos?». Estaba a punto de ceder al enternecimiento que le embargaba, cuando, afortunadamente para él, sorprendió una mirada insolente del barón de Valenod. «Los ojos de ese imbécil echan chispas —se dijo—. ¡Qué triunfo para un alma tan rastrera como la suya! Aun cuando mi crimen no hubiera traído consigo más que esta circunstancia, tendría que maldecirle. ¡Dios sabe lo que irá diciendo de mí a Mme. de Rênal!». Esa idea borró todas las demás. Poco después, Julián consiguió recuperar el aplomo gracias a las muestras de adhesión del público. El abogado acababa de terminar su defensa. Julián recordó que era conveniente estrecharle la mano. El tiempo había pasado con rapidez. Trajeron un refrigerio para el abogado y el acusado. Sólo entonces observó Julián un detalle que le sorprendió: ninguna mujer había abandonado la sala para ir a cenar. —Estoy muerto de hambre —dijo el abogado—. ¿Y usted? —Yo también —respondió Julián. —Mire, mire, a Madame la prefecta también le traen la cena —le dijo el abogado señalando al balconcillo—. Ánimo, todo va bien. La sesión se reanudó. En el momento en que el presidente hacía su resumen dieron las doce, circunstancia que le obligó a interrumpir su discurso. En medio del silencio y de la ansiedad general, el sonido de las campanadas del reloj llenaban la sala. «Comienza mi último día», pensó Julián. De pronto se sintió inflamado por la idea del deber. Hasta entonces había

conseguido dominar su enternecimiento y conservado su resolución de no hablar, pero cuando el presidente del tribunal le preguntó si tenía algo que alegar, se levantó. Ante él veía los ojos de Mme. Derville, que, por el reflejo de las luces, le parecieron brillantes. «¿Estará llorando por casualidad?», pensó. «Señores jurados: »El horror al desprecio, que yo creía poder desafiar en el momento de la muerte, me obliga a tomar la palabra. Señores, no me cabe la honra de pertenecer a su clase; para ustedes soy un campesino que se ha rebelado contra la bajeza de su condición. »No les pido merced ni lástima —continuó Julián con voz cada vez más firme—. No me hago ilusiones. La muerte me espera y es justo que sea así. Me atreví a atentar contra la vida de la mujer más digna de todos los respetos, de todos los homenajes. Mme. de Rênal había sido para mí como una madre. Mi crimen es atroz y fue, además, premeditado. He merecido, pues, la muerte, señores jurados². Sin embargo, aun cuando mi culpabilidad fuese menor, estoy viendo aquí a algunos hombres que, sin reparar en la piedad que pueda inspirar mi juventud, querrán castigar en mí y escarmentar para siempre a todos aquellos jóvenes que, nacidos en una clase inferior, y en cierto modo oprimidos por la pobreza, tienen la suerte de procurarse una buena educación y la audacia de introducirse en lo que, en su orgullo, las gentes ricas llaman la sociedad. »Éste es mi crimen, señores, y será castigado con tanta mayor severidad cuanto que, en realidad, no me juzgan mis iguales. No veo en los bancos del jurado a ningún campesino enriquecido, sino únicamente a unos cuantos burgueses indignados...». Durante veinte minutos Julián habló en este tono. Dijo todo lo que tenía en la mente y en el corazón. El fiscal, que aspiraba a los favores de la aristocracia, saltaba de gozo en su asiento, pero, a pesar del giro un tanto abstracto que Julián había dado a su discurso, todas las mujeres se deshacían en llanto. ¡Hasta Mme. Derville tenía el pañuelo sobre los ojos! Antes de acabar, Julián insistió en la premeditación, en su arrepentimiento, en el respeto y la adoración filial y sin límites que, en tiempos más felices, había sentido por Mme. de Rênal... Mme. Derville lanzó un grito y se desmayó.

Daba la una cuando los jurados se retiraron a deliberar. Ninguna mujer se había movido de su sitio. Varios hombres tenían lágrimas en los ojos. Las conversaciones fueron muy animadas al principio, pero, poco a poco, como el veredicto se hacía esperar, el cansancio general fue sosegando a la asamblea. El momento era solemne. Las luces despedían menos resplandor. Julián, cansadísimo, oía discutir a su lado sobre si aquella tardanza sería de buen o de mal augurio. Vio con placer que todo el mundo estaba de su parte. El jurado no volvía, y, sin embargo, ninguna mujer abandonaba la sala. Acababan de dar las dos cuando se oyó un gran revuelo. La puertecilla del salón que ocupaban los jurados se abrió. El barón de Valenod avanzó con paso grave y teatral, seguido de los demás jurados. Tosió y, acto seguido, declaró solemnemente que, en su alma y conciencia, el jurado consideraba por unanimidad a Julián Sorel culpable del delito de asesinato, con la agravante de premeditación. Este veredicto implicaba la pena de muerte. Un momento después, fue dictada la sentencia. Julián consultó su reloj y se acordó de M. de Lavalette: eran las dos y cuarto. «Hoy es viernes —pensó—. Sí, pero este día es un día feliz para Valenod, que es quien me condena... Estoy demasiado vigilado para que Matilde pueda salvarme, como lo hizo Mme. de Lavalette... Así es que dentro de tres días, a esta misma hora, ya sabré a qué atenerme con respecto a la gran incógnita». En aquel momento oyó un grito que le hizo volver a las cosas de este mundo. Las mujeres, a su alrededor, sollozaban; vio que todas las caras se volvían hacia una pequeña tribuna edificada como remate de una pilastra gótica. Más tarde supo que allí estaba oculta Matilde. Como el grito no se repitió, todo el mundo volvió a mirar a Julián, a quien los gendarmes en aquel momento trataban de abrir paso entre la multitud. «Procuremos no dar motivo de risa a ese canalla de Valenod —pensó Julián—. ¡Con qué aire contrito y zalamero ha pronunciado el veredicto que me envía al patíbulo! En cambio, el pobre presidente de la audiencia, a pesar de llevar tantos años de juez, tenía lágrimas en los ojos al pronunciar mi sentencia... ¡Qué gozo para Valenod poder vengarse de nuestra antigua rivalidad por Mme. de Rênal!... ¡Ya no la veré, pues, nunca más! Todo se ha terminado... Comprendo que un último adiós es imposible entre nosotros... ¡Qué feliz hubiera sido pudiéndole

decir, con todo el horror que mi crimen me inspira, tan sólo estas palabras: es justa la condena que me imponen!».

CAPÍTULO XLII

Cuando lo trajeron de nuevo a la prisión, Julián fue introducido en una celda destinada a los condenados a muerte. Él, que de ordinario se fijaba hasta en los menores detalles, ni siquiera se dio cuenta de que no le hacían subir a su torreón. Iba pensando en lo que diría a Mme. de Rênal si, antes de que le llegara el último momento, gozaba de la dicha de verla. Daba por supuesto que ella le interrumpiría, y él quería expresarle todo su arrepentimiento desde la primera frase. «Después de una acción semejante, ¿cómo convencerla de que es la única a quien amo? Porque, si en realidad quise matarla, fue por ambición o por amor a Matilde». Al meterse en la cama, notó que las sábanas eran de tela basta. Entonces tomó conciencia de donde estaba. «¡Ah! —se dijo—. Estoy en el calabozo de los condenados a muerte. Es justo... El conde de Altamira me contaba que, la víspera de su muerte, Danton decía con su recia voz: “Es curioso, el verbo guillotinar no puede conjugarse en todos los tiempos. Se puede decir: yo seré guillotinado, tú serás guillotinado, pero no se puede decir: yo he sido guillotinado”. ¿Por qué no —repuso Julián—, en el caso de que haya otra vida?... A fe mía que si me encuentro con el Dios de los cristianos, estoy perdido. Es un déspota y, como tal, lleno de ideas de venganza, su Biblia no habla más que de castigos atroces. Nunca le amé; ni siquiera pude comprender que alguien le amara sinceramente. No tiene piedad. (Y recordaba algunos pasajes de la Biblia). Me castigaría de un modo abominable... Pero ¡y si me encuentro con el Dios de Fénelon! Quizá me diría: “Mucho te será perdonado, porque has amado mucho...”. Y ¿es verdad que he amado mucho? Sí, amé a Mme. de Rênal, pero mi conducta ha sido atroz. En esta circunstancia de mi vida, como en muchas otras, desdeñé el mérito sencillo y modesto para perseguir la brillantez... Pero, y la perspectiva que se abría ante mí... Coronel de húsares en el instante en que hubiéramos entrado en guerra; secretario de legación en tiempos de paz; en seguida, embajador... Pues pronto me habría impuesto en el quehacer diplomático... Y aun suponiendo que toda mi vida hubiera sido un majadero, al yerno del marqués de La Mole no habrían podido

negarle nada. Me habrían perdonado todas mis torpezas, o, mejor aún, las habrían considerado como méritos. Hombre de valía y gozando de una espléndida existencia en Viena o en Londres... —»Nada de eso, caballero. Será usted guillotinado dentro de tres días». Julián rió de buena gana ante esta ocurrencia de su ingenio. «La verdad es que el hombre lleva dentro de sí dos seres —observó—. ¿Quién demonios pensaba en esta reflexión maligna? Pues bien: sí, amigo mío, tienes toda la razón; seré guillotinado en el plazo de tres días —respondió a su otro yo —. M. de Cholin alquilará una ventana a medias con el padre Maslon para presenciar la ejecución. Y ¿cuál de los dos conseguirá robarle al otro en el precio del alquiler de tal ventana?». De repente le vino a la memoria el siguiente pasaje de Venceslao, de Rotrou: LADISLAO.—Mi alma está dispuesta. EL REY(padre de Ladislao).—Y el cadalso también lo está; lleva allí tu cabeza¹. «¡Hermosa respuesta!», pensó, y se quedó dormido. Alguien le despertó por la mañana abrazándole fuertemente. —¡Cómo! ¿Ya? —exclamó Julián abriendo unos ojos extraviados. Se creía en las manos del verdugo. Era Matilde. «Afortunadamente, no me ha entendido». Esta reflexión le devolvió toda su sangre fría. Encontró a Matilde tan cambiada como si hubiera pasado seis meses de enfermedad: realmente estaba irreconocible. —Ese infame de Frilair me ha traicionado —le decía retorciéndose las manos. La rabia le impedía llorar. —¿No te parecí magnífico ayer cuando tomé la palabra? —respondió Julián—. Improvisaba, y lo hacía por primera vez en mi vida. Ciertamente es muy

previsible que sea también la última. En aquel momento, Julián jugaba con el carácter de Matilde con la misma sangre fría con que un hábil pianista domina el piano... —Carezco, desde luego —añadió—, del privilegio que confiere un nacimiento ilustre, pero el alma grande de Matilde ha elevado a su amante hasta ella. ¿Crees que Bonifacio de La Mole se comportó mejor que yo delante de sus jueces? Matilde aquel día estaba cariñosa sin afectación, como cualquier pobre muchacha que vive en un quinto piso, pero no pudo obtener de él palabras más sencillas. Le devolvía, sin querer, el tormento que ella le había infligido tantas veces. «Nadie ha logrado dar con las fuentes del Nilo —se decía Julián—. A la mirada del hombre no le ha sido dado ver al rey de los ríos en su condición de simple arroyo; de la misma manera, no habrá ojo humano que pueda ver en Julián a un hombre débil, en primer lugar porque no lo es. Pero tengo un corazón fácil de conmover; la palabra más vulgar, pronunciada con acento sincero, puede hacer temblar mi voz e incluso arrancarme lágrimas. ¡Cuántas veces me han despreciado por este motivo los corazones de piedra! Creían que pedía clemencia, y eso es algo que no puedo sufrir. Dicen que el recuerdo de su mujer conmovió a Danton al pie del cadalso; pero Danton había dado impulso a una nación de mequetrefes y supo impedir que el enemigo llegara a París... Yo solamente sé lo que habría podido hacer. Para los demás sólo soy, a lo sumo, una incógnita. Si estuviera aquí, en mi calabozo, Mme. de Rênal, en vez de Matilde, ¿habría podido responder de mí? El exceso de mi desesperación y de mi arrepentimiento les habría parecido, a los Valenod y a todos los patricios de esta comarca, miedo innoble a la muerte. ¡Son tan orgullosas estas almas débiles a quienes su posición económica sitúa por encima de las tentaciones! Y los Moirod y los Cholin, que me han condenado a muerte, dirían: “Mirad lo que tiene el nacer hijo de un carpintero. Se puede llegar a ser sabio, hábil, pero la nobleza de corazón..., eso jamás se aprende”. Hasta esta pobre Matilde, que ahora llora, o mejor dicho, que ya ni puede llorar» —se dijo mirando sus ojos enrojecidos... Y la estrechó entre sus brazos. Le bastó ver su dolor, tan sincero, para olvidar su silogismo... «Ha llorado toda la noche seguramente —siguió pensando—, pero ¿cuánto no le

avergonzará este recuerdo algún día? Pensará que en su primera juventud fue enloquecida por la manera baja de pensar de un plebeyo... El Croisenois es lo bastante pusilánime como para casarse con ella, y a fe mía que hará bien. Ella le ayudará a desempeñar un buen papel.

Du droit qu’un esprit ferme et vaste en ses desseins a sur l’esprit grossier des vulgaires humains².

»¡Qué cosa más graciosa! Desde que sé que voy a morir, todos los versos que, de un modo u otro, aprendí en mi vida acuden a mi memoria. Debe de ser un signo de decadencia...». Matilde le repetía con voz apagada: —Está ahí, en la celda contigua. Por fin, Julián prestó atención a sus palabras. «Su voz es débil —pensó—, pero toda la fuerza de su imperioso carácter se trasluce aún en su acento. Baja la voz para no enfadarse». —Y ¿quién está ahí? —le preguntó con dulzura. —El abogado, para que firmes el escrito de apelación. —No pienso apelar. —¡Cómo! ¿No piensas apelar? —exclamó ella levantándose con los ojos chispeantes de cólera—. Y ¿por qué, si se puede saber? —Porque en este momento me siento con valor para morir sin hacer reír demasiado a mi costa. Y ¿quién me dice que dentro de dos meses, después de una larga permanencia en este calabozo húmedo, me hallaré con la misma disposición de ánimo? Preveo entrevistas con curas, con mi padre... Nada en el mundo puede resultarme más desagradable. Prefiero morir.

Aquella contrariedad imprevista reavivó todo el fondo altivo del carácter de Matilde. No había logrado ver al padre de Frilair antes de la hora en que se abren los calabozos de la cárcel de Besançon, y su furia descargó sobre Julián. Ella lo adoraba, y, durante un cuarto de hora largo, Julián volvió a encontrar en sus imprecaciones contra él, en sus remordimientos por haberle amado, toda la altanería con que en otro tiempo le había abrumado de injurias tan punzantes en la biblioteca del palacio de La Mole. —El cielo debía a la gloria de tu raza el haberte hecho nacer hombre —le dijo él. «Pero lo que es yo —pensaba—, bien estúpido sería si aceptara seguir viviendo aún dos meses en este calabozo asqueroso, siendo el blanco de todo lo que la facción patricia pueda inventar de infame y humillante³, y teniendo por único consuelo las imprecaciones de esta loca... Es cosa decidida. Pasado mañana me batiré en duelo con un hombre famoso por su sangre fría y su irable destreza... ¡Y tan irable!, dice el partido mefistofélico; nunca falla su golpe. Pues bien, que así sea. (Matilde continuaba hablando con elocuencia). ¡Qué demonio! —se dijo—. No pienso apelar». Una vez tomada esta resolución, volvió de nuevo a su ensimismamiento... «El correo llevará el periódico, como de costumbre, a las seis; a las ocho, después que lo haya leído M. de Rênal, Elisa, de puntillas, irá a dejarlo encima de su cama. Más tarde, cuando se despierte, lo leerá y, de repente, se sobresaltará. Su preciosa mano temblará al pronunciar las palabras fatídicas: A las diez y cinco había dejado de existir. Llorará con amargura, la conozco bien. Aunque yo haya querido asesinarla, lo olvidará todo, y la persona a quien pretendí quitar la vida será la única que llore sinceramente mi muerte. ¡Ah! ¡Esto es una antítesis!», pensó. Y durante el cuarto de hora que aún duró la escena que le hacía Matilde, no pensó más que en Mme. de Rênal. A pesar suyo, y aun respondiendo a menudo a lo que Matilde le decía, no lograba apartar su pensamiento de la alcoba de Verrières. Veía la Gaceta de Besançon sobre la colcha de tafetán naranja. Veía aquella mano tan blanca estrechándola con un movimiento convulsivo; veía llorar a Mme. de Rênal... Y seguía el curso de cada lágrima en aquel rostro encantador. Matilde, convencida de que nada conseguiría de Julián, hizo entrar al abogado.

Por fortuna, era éste un antiguo capitán del ejército de Italia, de 1796, donde había sido compañero de Manuel⁴. Empezó combatiendo la resolución del condenado. Julián, queriendo tratarle con aprecio, le expuso uno a uno todos sus argumentos. —A fe mía, se puede pensar como usted —terminó por decir M. Félix Vaneau. (Éste era el nombre del abogado)—. Pero aún tiene tres días enteros para recurrir, y mi deber es volver por aquí cada mañana. Si de aquí a dos meses se abriera un volcán bajo la prisión, usted se salvaría. Además, también puede morir de enfermedad —añadió mirando a Julián. Julián le estrechó la mano. —Le doy las gracias; es usted un hombre honrado. Lo pensaré. Y cuando por fin se marchó Matilde con el abogado, él sentía mucha más simpatía por éste que por ella.

CAPÍTULO XLIII

Una hora más tarde, cuando ya dormía profundamente, le despertaron unas lágrimas que sintió correr por su mano. «¡Otra vez Matilde! —pensó medio dormido aún—. Vendrá, fiel a su teoría, a atacar mi decisión con sus tiernos sentimientos». Molesto ante la perspectiva de una nueva escena del género patético, no abrió los ojos. A su memoria acudieron los versos de Belphégor huyendo de su mujer¹. Oyó un suspiro extraño. Abrió los ojos: era Mme. de Rênal. —¡Ah! Te vuelvo a ver antes de morir; ¿será esto un espejismo? —exclamó arrojándose a sus pies—. Pero perdón, señora, no soy más que un asesino — repuso al momento, dándose cuenta de su situación. —Caballero... he venido para suplicarle que apele. Sé que usted se niega a hacerlo... Los sollozos la ahogaban; no podía hablar. —Dígnese perdonarme. —Si quieres que te perdone —le dijo ella levantándose y echándose en sus brazos—, recurre inmediatamente contra la sentencia de muerte. Julián la cubría de besos. —¿Vendrás a verme todos los días durante estos dos meses? —Te lo juro. Todos los días, a menos que mi marido me lo prohíba. —Firmaré entonces —exclamó Julián—. Pero ¿cómo es posible que me perdones? La estrechaba entre sus brazos; estaba como loco. Ella dio un ligero grito.

—No es nada —dijo—. Me has hecho daño. —En el hombro, ¿verdad? —preguntó Julián echándose a llorar. Se separó un poco y le cubrió las manos de besos ardientes—. ¡Quién me lo hubiera dicho la última vez que te vi en tu alcoba de Verrières!... —¡Quién me hubiera dicho entonces que yo sería capaz de escribir a M. de La Mole una carta tan infame! —Has de saber que te he amado siempre, que no he amado a nadie más que a ti. —¿Es posible? —exclamó Mme. de Rênal encantada. Se reclinó sobre Julián, que estaba a sus pies, y durante un largo rato lloraron los dos en silencio. Nunca en su vida había vivido Julián un momento semejante. Mucho tiempo después, cuando pudieron hablar, dijo Mme. de Rênal: —¿Y esa joven, Mme. Michelet, o mejor dicho, esa Mlle. de La Mole?, porque en realidad ya empiezo a creer en ese extraño romance. —Sólo es verdad en apariencia —respondió Julián—. Es mi mujer, pero no es mi amante. E interrumpiéndose cien veces el uno al otro, consiguieron, a duras penas, contarse lo que ignoraban. La carta escrita por Mme. de Rênal fue copia de la que le presentó su director espiritual. —¡Qué infamia me ha hecho cometer la religión! —le decía ella—. Y eso que suavicé bastante los pasajes más horribles de la dichosa carta... Las efusiones y la alegría de Julián demostraban bien a las claras su perdón. Nunca había estado tan loco de amor. —Y, sin embargo, me considero piadosa —le decía Mme. de Rênal en el curso de la conversación—. Creo sinceramente en Dios; creo igualmente, y de esto tengo pruebas, que cometo un delito atroz, pero en cuanto te veo, aun después de haberme disparado dos tiros...

Aquí, sin que ella pudiera impedirlo, Julián la cubrió de besos. —Déjame —continuó ella—, quiero razonar contigo por miedo a olvidarlo... En cuanto te veo, todos los deberes desaparecen; no soy más que amor por ti, o mejor dicho, la palabra amor resulta insuficiente. Siento por ti lo que únicamente debería sentir por Dios: una mezcla de respeto, de amor, de obediencia... Realmente, no sé lo que me inspiras. Si me dijeras que apuñalara al carcelero, cometería ese crimen sin pensarlo siquiera. Explícame esto antes de dejarte; quiero ver claro en mi corazón, ya que, dentro de dos meses, nos vamos a separar... A propósito, ¿será verdad que nos separaremos? —le dijo ella sonriendo. —Retiro mi palabra —exclamó Julián levantándose—. No recurriré contra la sentencia de muerte si, valiéndote del procedimiento que sea, veneno, puñal, pistola, carbón, o de cualquier otro modo, intentas poner fin a tu vida. La fisonomía de Mme. de Rênal cambió de repente: de la más viva ternura pasó a una ensoñación profunda. —¿Y si muriésemos en seguida...? —le sugirió ella, por fin. —¡Quién sabe lo que encontraríamos en la otra vida! —repuso Julián—. Tal vez tormentos, tal vez nada de nada. ¿No podemos acaso pasar juntos dos o tres meses de un modo delicioso? Dos meses son muchos días. Jamás habré sido tan feliz. —¿Nunca habrás sido tan feliz? —Nunca —repitió Julián entusiasmado—. Y te hablo como me hablo a mí mismo. ¡Líbreme Dios de exagerar! —Hablarme de ese modo es mandarme —dijo ella con una sonrisa tímida y melancólica. —Pues bien, júrame entonces por el amor que sientes por mí que no atentarás contra tu vida ni directa ni indirectamente... Piensa —añadió— que tienes que vivir para cuidar de mi hijo, a quien Matilde abandonará en manos de los lacayos en cuanto sea marquesa de Croisenois. —Lo juro —repuso ella fríamente—, pero quiero llevarme tu apelación escrita y

firmada por ti. Iré en persona a ver al fiscal. —Ten cuidado; eso puede comprometerte. —Después del paso que he dado viniendo a verte a la cárcel, seré para siempre en Besançon y en todo el Franco Condado la protagonista de multitud de chismorreos —dijo ella con aire profundamente afligido—. He franqueado los límites del pudor austero²... Soy una mujer sin honor, pero es por ti y no me importa. Su acento era tan triste, que Julián la besó con una emoción completamente nueva para él. Ya no se trataba de la embriaguez del amor, sino de una gratitud infinita. Acababa de darse cuenta, por primera vez, de toda la extensión del sacrificio que ella había hecho por él. Algún alma «caritativa» informó, sin duda, a M. de Rênal de las largas visitas que su mujer hacía a la prisión de Julián, pues al cabo de tres días le envió un coche con orden expresa de regresar inmediatamente a Verrières. Con esta separación cruel no pudo empezar peor el día para Julián. Dos o tres horas después le anunciaron que cierto cura intrigante, que a pesar de todo no había podido medrar entre los jesuitas de Besançon, se había instalado desde por la mañana junto a la puerta de la cárcel. Llovía mucho, y el buen hombre pretendía de este modo hacerse el mártir. A Julián, que ya estaba de mal humor, aquella estupidez le molestó profundamente. Previamente ya se había negado a recibir a aquel sacerdote, pero éste se había propuesto confesar a Julián y procurarse así un cierto renombre entre las mujeres de Besançon por las confidencias que luego pretendería haber recibido de él. Pregonaba en voz alta que pensaba pasar el día, y si fuera preciso la noche, a la puerta de la cárcel: «Dios me envía para conmover el corazón de ese joven apóstata...». Y el pueblo llano, siempre ávido de presenciar escenas, comenzaba a formar círculo a su alrededor. —Sí, hermanos míos —les decía—, pasaré aquí el día, la noche, y todos los días y las noches siguientes. El Espíritu Santo me ha hablado, tengo una misión del Cielo: soy yo quien debe salvar el alma del joven Sorel. Uníos a mis oraciones, etc.

A Julián le horrorizaba el escándalo y todo aquello que pudiera atraer la atención sobre él. Por un momento, pensó en aprovechar la ocasión para escapar de incógnito de este mundo, pero aún conservaba cierta esperanza de volver a ver a Mme. de Rênal, de la que estaba locamente enamorado. La puerta de la prisión daba a una de las calles más frecuentadas. La idea de aquel cura lleno de barro, atrayendo a la multitud y promoviendo escándalo, torturaba su alma. «Y seguramente repite mi nombre a cada instante». Aquello era más penoso que la muerte. Llamó dos o tres veces, con una hora de intervalo, a un carcelero que le era adicto para que fuese a ver si el clérigo seguía todavía a la puerta de la cárcel. —Señor, está de rodillas en el barro —le repetía cada vez el carcelero—. Reza en voz alta, y dice letanías por la salvación de su alma... «¡Qué impertinente!», murmuró Julián. En aquel mismo instante oyó, en efecto, un zumbido sordo: era el pueblo, contestando a sus letanías. Para colmo de irritación vio que incluso el guardián movía los labios repitiendo las palabras latinas. —Ya empiezan a decir —añadió el vigilante— que debe usted de tener el corazón duro como el diamante para rehusar la ayuda de ese santo varón. —¡Oh, patria mía! ¡Qué bárbara eres aún! —exclamó Julián ebrio de cólera. Y continuó su razonamiento en voz alta y sin preocuparse por la presencia del carcelero. —Ese hombre, a lo que aspira es a un artículo en un periódico, y seguramente lo conseguirá. ¡Malditos provincianos! En París no me vería sometido a todas estas vejaciones. Allí son más duchos en cuestiones de charlatanería. Haga usted pasar a ese santo varón —dijo por fin al funcionario. Y el sudor le corría a chorros por la frente. El guardián hizo la señal de la cruz y salió muy gozoso. El santo varón resultó ser horriblemente feo y, además, estaba cubierto de fango.

La fría lluvia aumentaba la humedad y la oscuridad del calabozo. El cura quiso besar a Julián, y, conforme le hablaba, se enternecía. Era evidente en él la más ruin hipocresía; jamás en su vida se había sentido Julián tan enfurecido. Un cuarto de hora después de la entrada del sacerdote, Julián se halló transformado en un perfecto cobarde. Por primera vez le pareció horrible la muerte. Pensaba en el estado de putrefacción en que se hallaría su cuerpo a los dos días de la ejecución, etc. Estaba a punto de traicionarse por algún signo de flaqueza, o de arrojarse sobre el clérigo para estrangularlo con su cadena, cuando tuvo la ocurrencia de rogar al santo varón que fuera a decir por él una misa de cuarenta francos aquel mismo día. Como era cerca de mediodía, el cura salió sin hacerse de rogar³.

CAPÍTULO XLIV

En cuanto se marchó el cura, Julián lloró mucho, y lloró por su propia muerte. Reconoció que si Mme. de Rênal hubiera estado en Besançon, él le habría confesado su debilidad... En el momento en que más echaba de menos la presencia de aquella mujer adorada, oyó los pasos de Matilde. «La mayor desgracia en la cárcel —pensó— es no poder cerrar la puerta». Todo lo que Matilde le dijo no hizo sino irritarle. Le explicó cómo el día del juicio, M. de Valenod, ya con su nombramiento de prefecto en el bolsillo, se había atrevido a burlarse de M. de Frilair, dándose además el gusto de condenar a muerte a Julián. —¿Cómo se le pudo ocurrir a su amigo —acaba de decirme M. de Frilair— despertar y atacar la mezquina vanidad de esa aristocracia burguesa? ¿Por qué hablar de casta? Él mismo les indicó el camino que debían seguir en su interés político; esos necios ni siquiera pensaban en ello y estaban dispuestos a echarse a llorar. Ese interés de casta vino a ocultar a sus ojos el horror de una condena a muerte. Hay que reconocer que M. Sorel es muy inexperto en esta clase de asuntos. Si no conseguimos salvarle con el recurso de gracia, su muerte será una especie de suicidio... Matilde se abstuvo de decir a Julián una cosa de la que no estaba aún muy segura: que el padre Frilair, viendo perdido a Julián, empezaba a creer útil para su ambición aspirar a reemplazarle. Casi fuera de sí a fuerza de cólera impotente y de contrariedad, le dijo a Matilde: —Ve a oír una misa por mí y déjame en paz un momento. Matilde, muy celosa ya con las visitas de Mme. de Rênal, y que acababa de enterarse de su partida, comprendió la causa del mal humor de Julián y rompió a llorar.

Su dolor era sincero. Julián se daba cuenta, pero ello no hacía sino irritarle aún más. Sentía una imperiosa necesidad de estar solo, pero ¿cómo conseguirlo? Finalmente, Matilde, después de intentar toda clase de razonamientos para enternecerle, le dejó solo, pero, casi inmediatamente, apareció Fouqué. —Necesito estar solo —le dijo a aquel amigo fiel... Y como le viera vacilar—: Estoy componiendo un memorial para mi recurso de gracia... Por lo demás..., hazme un favor: no me hables nunca de la muerte. Si necesito algún servicio particular ese día, déjame que sea yo quien te lo diga el primero. Cuando Julián logró al fin quedarse solo, se encontró más abrumado y cobarde que antes. Las pocas fuerzas que le quedaban a aquel alma desfallecida las había agotado tratando de ocultar su situación a Mlle. de La Mole y a Fouqué. Al llegar la noche, una idea le consoló. «Si esta mañana, en el momento en que la muerte me parecía tan horrible, me hubieran llevado al patíbulo, la mirada del público habría actuado sobre mí como un aguijón de gloria; quizá mi actitud habría tenido algo de afectada, como la de un fatuo tímido que entra por primera vez en un salón. Algunas personas clarividentes, si es que las hay entre estos provincianos, habrían podido adivinar mi flaqueza, pero nadie la habría visto». Y se sintió liberado de una parte de su infortunio. «Soy un cobarde en este momento —se repetía cantando—, pero nadie lo sabrá». Un suceso aún más desagradable le aguardaba al día siguiente. Hacía mucho tiempo que su padre le anunciaba su visita; aquel día, antes de que Julián se despertara, el viejo carpintero de blancos cabellos se presentó en su calabozo. Julián se sintió débil; esperaba los más desagradables reproches. Para hacer aún más penosa esta sensación, aquella mañana sentía hondos remordimientos por no querer a su padre. «El azar nos puso el uno junto al otro en la tierra —se decía mientras el carcelero arreglaba un poco el calabozo—, y nos hemos hecho todo el daño posible. Ahora viene, en el momento de mi muerte, para darme el golpe de gracia»¹.

Los severos reproches del viejo comenzaron en cuanto estuvieron sin testigos. Julián no pudo contener las lágrimas. «¡Qué indigna flaqueza! —se dijo con rabia—. Irá exagerando por todas partes mi falta de valor. ¡Qué triunfo para los Valenod y para todos los hipocritones que reinan en Verrières! Y ¡qué poder tienen en Francia! Acaparan todas las ventajas sociales. Hasta ahora, podía decirme al menos: “Ellos tienen dinero, es cierto, acumulan todos los honores, pero yo poseo la verdadera nobleza, la nobleza de corazón”. Y ahora, mira por dónde, me hallo ante un testigo a quien todo el mundo dará crédito, y que certificará en todo Verrières, exagerándolo, que he flaqueado ante la muerte. ¡Pasaré por un cobarde ante esa prueba que todos comprenden!». Julián estaba casi desesperado. No sabía cómo despedir a su padre. Y fingir hasta conseguir engañar a aquel viejo astuto era cosa superior a sus fuerzas en aquel momento. Su mente recorría rápidamente todas las posibilidades de librarse de él. —¡He conseguido ahorrar algún dinero! —exclamó de pronto. Esta frase genial determinó un cambio brusco en la fisonomía del viejo y en la posición de Julián. —¿Cómo debo disponer de él? —continuó Julián, ya más tranquilo. El efecto producido había alejado de él todo sentimiento de inferioridad. El viejo carpintero ardía en deseos de no dejar escapar aquel dinero, del que, al parecer, Julián quería legar una parte a sus hermanos. Habló durante mucho tiempo y con ardor. Julián incluso se permitió adoptar un tono socarrón. —El Señor me ha inspirado a la hora de dictar mi testamento: dejaré mil francos a cada uno de mis hermanos, y el resto para usted. —Muy bien —dijo el viejo—, ese resto me corresponde de justicia; pero, puesto que Dios ha hecho el milagro de ablandarte el corazón, si quieres morir como un buen cristiano, conviene que pagues tus deudas. No has pensado en los gastos de tu manutención y de tu educación, que yo sufragué...

«¡Éste es el amor paterno!», se repetía Julián, con el alma desolada, cuando al fin se vio solo. Poco después se presentó el carcelero. —Señor, después de la visita de los padres, siempre suelo traer a mis huéspedes una botella de buen vino de champagne. Cuesta un poco caro, seis francos la botella, pero alegra el corazón. —Traiga tres copas —dijo Julián con un apresuramiento de niño— y dígales que entren a los dos presos que oigo pasear por el corredor. El carcelero le trajo a dos galeotes reincidentes que se disponían a volver a presidio. Eran unos bandidos muy alegres y realmente notables por su astucia, su arrojo y su sangre fría. —Si me da usted veinte francos —dijo uno de ellos a Julián— le contaré mi vida con todo detalle. Es de primera. —Pero ¿va usted a echar muchas mentiras? —preguntó Julián. —Ni hablar —respondió—. Mi amigo, aquí presente, que la conoce y que tiene envidia de los veinte francos, podrá denunciarme si falto a la verdad. Su historia era abominable. Ponía de manifiesto un corazón animoso en el que no había más que una sola pasión: el dinero. Cuando se fueron, Julián ya no era el mismo hombre. Toda su rabia contra sí mismo había desaparecido. El dolor atroz, enconado por la pusilanimidad de que era presa desde el momento de la partida de Mme. de Rênal, se había trocado melancolía. «A medida que hubiera ido siendo menos víctima de las apariencias —se decía — habría advertido que los salones de París están llenos de gentes honradas como mi padre, o de hábiles bribones como estos presidiarios de quienes acabo de separarme. Tienen ellos razón; los hombres que frecuentan los salones no se levantan ningún día con este pensamiento punzante: ¿Cómo podré comer hoy? ¡Y se jactan de su probidad! Y si forman parte de un jurado, condenan cruelmente al hombre que ha robado un cubierto de plata porque se sentía desfallecer de hambre. Pero en cambio, cuando están en la corte, si se trata de perder o de ganar una cartera, esos modelos de honradez caen en los mismísimos delitos que la necesidad de comer ha inspirado a estos dos galeotes... El derecho

natural no existe: esta palabra no es más que una anticuada sandez, digna del fiscal que me dio caza el otro día y cuyos antepasados se enriquecieron gracias a una confiscación decretada por Luis XIV. No puede existir el derecho si no lo apoya una ley y lo sanciona un castigo. Antes de la ley, no hay nada natural más que la fuerza del león o la necesidad del individuo que tiene hambre, que tiene frío; en una palabra, la necesidad... No, las gentes que pasan por honorables no son más que granujas que han tenido la suerte de no ser sorprendidos en flagrante delito. El acusador que la sociedad lanzó contra mí debe su fortuna a una infamia... Yo he cometido un asesinato y he sido condenado justamente; pero, dejando a un lado este hecho, el Valenod que me ha condenado es, para esa sociedad, cien veces más nocivo que yo. »Después de todo —añadió Julián con infinita tristeza, pero sin ira—, a pesar de su avaricia, mi padre vale más que todos estos hombres. Nunca me ha querido, y yo vengo hoy a colmar la medida deshonrándole con una muerte infame. El temor a la miseria, esa apreciación exagerada de la maldad de los hombres que se llama avaricia, le hace encontrar un poderoso motivo de consuelo y seguridad en la suma de trescientos o cuatrocientos luises que yo pueda dejarle. Cualquier domingo, después de comer, enseñará su tesoro a todos los envidiosos de Verrières y les dirá con la mirada: “¿Quién de vosotros no vería guillotinar con gusto a un hijo por este precio?”». Por más que esta filosofía fuera cierta, tan sólo podía inspirar deseos de muerte. Así pasaron cinco días interminables. Trataba con dulzura y cortesía a Matilde, a la que veía exasperada por los celos más vivos. Una noche, el condenado pensaba seriamente en suicidarse. Tenía el alma enervada por la tristeza profunda en la que le había sumido la partida de Mme. de Rênal. Ya no hallaba nada en que distraerse, ni en la vida real ni en su imaginación. La falta de ejercicio comenzaba a alterar su salud y a darle el carácter exaltado y débil de un joven estudiante alemán. Estaba perdiendo esa altivez varonil que rechaza con un juramento enérgico ciertas ideas poco convenientes que asaltan las almas de los desgraciados. «Yo he amado la verdad... Pero ¿dónde encontrarla? No veo más que la hipocresía y la charlatanería hasta en los más virtuosos, hasta en los más grandes...». Y sus labios hicieron una mueca de desprecio.

«No, el hombre no puede fiarse del hombre. Mme. de ***, encargada de recoger limosnas para sus pobres huérfanos, me decía que cierto príncipe acababa de darle diez luises. ¡Mentira! Pero ¿qué estoy diciendo? ¡El propio Napoleón en Santa Elena!... Charlatanismo puro, la proclama en favor del rey de Roma². ¡Dios mío! Si un hombre como aquél, y cuando la desgracia habría debido recordarle severamente su deber, se rebaja hasta el charlatanismo, ¿qué esperar del resto de la especie?... ¿Dónde está la verdad? En la religión... Sí —añadió con la sonrisa amarga del más profundo desdén—, en los labios de los Maslon, de los Frilair, de los Castanède... Tal vez en el auténtico cristianismo, cuando los sacerdotes no estuvieran mejor pagados de lo que lo estuvieron los apóstoles... Pero san Pablo sí que recibió su paga: se cobró con el placer de mandar, de hablar, de hacer hablar de sí... ¡Ah! ¡Si hubiera una verdadera religión!... ¡Qué estúpido soy! Veo una catedral gótica, vidrieras venerables; mi corazón débil se imagina al sacerdote de estas vidrieras... Mi alma lo comprendería, mi alma necesita comprenderlo... No veo más que a un fatuo con los cabellos sucios..., algo así como un caballero de Beauvoisis sin sus atractivos. Pero un verdadero sacerdote, un Massillon, un Fénelon... Massillon consagró a Dubois. Las Memorias de Saint-Simon han echado a perder mi estima por Fénelon; pero, en fin, un verdadero sacerdote... Entonces las almas sensibles tendrían un punto de reunión en el mundo... No estaríamos aislados... Ese buen sacerdote nos hablaría de Dios. Pero ¿de qué Dios? No el de la Biblia, pequeño déspota, cruel y sediento de venganza..., sino el Dios de Voltaire, justo, bueno, infinito...». Se sintió agitado por todos los recuerdos de aquella Biblia que se sabía de memoria... «Pero, en cuanto nos reunamos tres personas, ¿cómo creer en ese gran nombre de Dios, después del espantoso abuso que de él hacen nuestros curas? ¡Vivir aislado!... ¡Qué tormento! Me vuelvo loco y soy injusto —se dijo Julián golpeándose la frente—. Es cierto que estoy aislado aquí, en este calabozo, pero no he vivido aislado en el mundo; me acompañaba la pujante idea del deber. El deber que me había prescrito, con razón o sin ella..., fue como el tronco de un árbol robusto en el que me apoyaba durante la tormenta; vacilaba, me sentía sacudido. Después de todo, yo no era más que un hombre... Pero no me dejaba arrastrar. Es el aire húmedo de este calabozo lo que me hace pensar en el aislamiento... Y ¿por qué seguir siendo hipócrita mientras maldigo la hipocresía? Lo que me abruma no es la muerte, ni el calabozo, ni el aire húmedo, sino la ausencia de Mme. de Rênal. ¿Me quejaría si tuviera que pasar semanas enteras oculto en los sótanos de su casa de Verrières para verla? Me contagia el ambiente

de hipocresía que respiro —dijo en voz alta y con una amarga sonrisa—. Estoy hablando conmigo mismo, a dos pasos de la muerte, y aun así continúo siendo hipócrita. ¡Oh, siglo diecinueve!... Dispara el cazador un tiro en el bosque, cae su presa y él corre a cobrarla. Su bota tropieza con un hormiguero de dos pies de altura, destruye la vivienda de las hormigas, las esparce a lo lejos, a éstas y a sus huevos... Ni siquiera las más filósofas de las hormigas llegarán nunca a comprender lo que fue aquel cuerpo negro, inmenso, terrible —la bota del cazador— que de repente invadió su habitáculo con rapidez increíble, precedido de un estruendo espantoso y acompañado de haces de fuego rojizo... Así son la muerte, la vida, la eternidad; cosas muy sencillas para quien tuviera órganos capaces de concebirlas... Nace una mosca efímera a las nueve de la mañana de un largo día de verano, para morir a las cinco de la tarde: ¿cómo podría comprender la palabra noche? Concededle cinco horas más de existencia, y verá y comprenderá lo que es la noche. Yo, como todo indica, voy a morir a los veintitrés años. Dénme cinco más de vida, para vivir con Mme. de Rênal...». Y se echó a reír como Mefistófeles. «¡Qué locura discutir tan grandes problemas! Primero, soy hipócrita, como si aquí me estuviera escuchando alguien. Segundo, me olvido de vivir y de amar, cuando me quedan tan pocos días de vida... Por desgracia Mme. de Rênal está ausente. Quizá su marido no la deje volver a Besançon para que no continúe deshonrándose. Esto es lo que me aísla, y no la ausencia de un Dios justo, bueno, omnipotente, incapaz de maldad y de venganza... ¡Ah! ¡Si existiera!... Yo caería a sus pies y le diría: “He merecido la muerte, pero, Dios bendito, Dios bueno, Dios indulgente, devuélveme a mi amada”». La noche estaba muy avanzada. Después de una hora o dos de sueño tranquilo, llegó Fouqué. Julián se sentía fuerte y decidido como un hombre que ve claro en su alma.

CAPÍTULO XLV

—No le quiero jugar a ese pobre padre Chas-Bernard una mala pasada mandándolo llamar —dijo Julián a Fouqué—. No podría comer en tres días. Pero procura encontrarme a algún jansenista, amigo del padre Pirard e incorruptible. Fouqué esperaba con impaciencia aquella decisión. Julián cumplió decentemente con todo lo que exige la opinión pública en provincias. Gracias al padre de Frilair, y a pesar de la mala elección del confesor, Julián era, en su calabozo, el protegido de la Congregación; con un poco más de ánimo, habría podido escapar. Pero el aire viciado del calabozo producía su efecto: su razón se nublaba. Sin embargo, ello no le impidió sentirse aún más feliz cuando volvió Mme. de Rênal. —Mi deber principal es cuidarme de ti —le dijo ella abrazándolo—. Me he escapado de Verrières... Julián, olvidándose de su amor propio, le confesó todas sus flaquezas. Ella fue buena y comprensiva con él. Por la noche, apenas salió de la cárcel, mandó acudir a casa de su tía al sacerdote que se aferraba a Julián como a una presa; comoquiera que este individuo no deseaba otra cosa que obtener cierto crédito entre las mujeres jóvenes de la alta sociedad de Besançon, Mme. de Rênal consiguió fácilmente que se fuese a celebrar una novena a la abadía de Bray-le-Haut. No hay palabras para expresar la locura y el amor de Julián. A fuerza de oro, y usando y abusando del prestigio de su tía, beata célebre y rica, Mme. de Rênal consiguió verle dos veces al día. Esta circunstancia exacerbó hasta lo indecible los celos de Matilde. M. de Frilair le había confesado que su influencia no era lo bastante poderosa como para desafiar las conveniencias y conseguir que le permitieran ver a su amigo más de una vez al día. Matilde hizo seguir a Mme. de Rênal con el fin de conocer hasta sus menores

pasos. M. de Frilair agotaba todos los recursos de un espíritu tan hábil como el suyo para hacerle comprender que Julián era indigno de ella. En medio de todos estos tormentos, ella no hacía sino amarle más y más, y casi a diario le hacía una escena horrible. Julián quería a toda costa ser honrado hasta el fin con aquella pobre muchacha, cuya reputación había comprometido tan gravemente, pero, a cada momento, el amor desenfrenado que sentía por Mme. de Rênal daba al traste con sus buenos propósitos. Cuando sus frágiles razonamientos no lograban convencer a Matilde de la inocencia de las visitas de Mme. de Rênal, se decía: «Después de todo, el desenlace del drama está muy próximo, y esto es una disculpa para mí si no sé disimular mejor». Mlle. de La Mole tuvo noticia de la muerte del marqués de Croisenois. Parece ser que M. de Thaler, aquel hombre tan rico, se había permitido ciertos comentarios desagradables sobre la desaparición de Matilde. M. de Croisenois le rogó que se retractara. M. de Thaler le enseñó algunos anónimos que le habían sido dirigidos, y en los cuales se hacía mención a tantos detalles, combinados con tal arte, que al pobre marqués le fue imposible no entrever la verdad. Y, no contento con esto, M. de Thaler se permitió ciertas burlas groseras. Ebrio de ira y desesperado, M. de Croisenois exigió una reparación tan difícil de dar, que el millonario prefirió un duelo. La necedad triunfó, y uno de los hombres de París más dignos de ser amados halló la muerte cuando aún no tenía veinticuatro años. El triste suceso causó una extraña y malsana impresión en el alma debilitada de Julián. —El pobre Croisenois —le decía a Matilde— fue realmente muy razonable y muy honrado con nosotros: lo lógico es que me hubiera aborrecido y provocado cuando comenzaste a cometer imprudencias en el salón de tu madre, pues el odio que nace del desprecio suele ser siempre furibundo... La muerte de Croisenois cambió sustancialmente las ideas de Julián con respecto al porvenir de Matilde; pasó varios días tratando de demostrarle la conveniencia de que se casara con M. de Luz.

—Es un hombre tímido, no demasiado jesuita —le decía—, y que sin duda se pondrá en la cola de los que aspiren a pedir tu mano. De una ambición más oscura y más tenaz que el pobre Croisenois, y sin ducado en su familia, no tendrá inconveniente en casarse con la viuda de Julián Sorel. —Y una viuda que desprecia las grandes pasiones —replicó fríamente Matilde —, pues ha vivido lo bastante para ver, después de seis meses, que su amante la pospone a otra mujer, a una mujer que es precisamente la causante de todas sus desdichas. —Eres injusta. Las visitas de Mme. de Rênal darán a mi abogado de París, encargado de defender mi recurso, ocasión de pronunciar frases elocuentes; pintará al asesino cuidado con solicitud por su víctima. Esto puede hacer efecto, y quizá algún día me veas convertido en héroe de algún melodrama, etc. Unos celos furiosos e imposibles de vengar, la persistencia de un infortunio sin esperanza —pues aun suponiendo que se salvase Julián, ¿cómo volver a conquistar su corazón?—, la vergüenza y el dolor de amar más que nunca a aquel amante infiel habían sumido a Mlle. de La Mole en un silencio hosco, y ni los solícitos cuidados de M. de Frilair, ni la ruda franqueza de Fouqué conseguían sacarla de él. En cuanto a Julián, exceptuando los momentos usurpados por la presencia de Matilde, vivía de su amor y casi sin cuidarse del porvenir. Por un efecto extraño de esta pasión, cuando es extremada y sin fingimiento alguno, Mme. de Rênal participaba de su despreocupación y de su dulce alegría. —En otro tiempo —le decía Julián—, cuando hubiera podido ser tan feliz paseando por los bosques de Vergy, una ambición fogosa arrastraba mi alma hacia regiones imaginarias. En vez de estrechar contra mi pecho este brazo encantador que tan cerca estaba de mis labios, el porvenir me alejaba de ti; pensaba en mi destino, en los innumerables combates que tendría que sostener para amasar una fortuna colosal... No, habría muerto sin conocer la felicidad si tú no hubieras venido a verme a esta prisión. Dos acontecimientos vinieron a turbar aquella vida tranquila. El confesor de Julián, por muy jansenista que fuera, no pudo ponerse al abrigo de una intriga de los jesuitas y, a pesar suyo, se convirtió en su instrumento. Vino a decirle un día que, a menos de caer en el horrible pecado del suicidio,

debía hacer todas las diligencias posibles para conseguir su indulto. Y como el clero tenía mucha influencia en el ministerio de Justicia en París, lo mejor y más fácil era llevar a cabo una conversión pública, hecha con toda solemnidad... —¡Con toda solemnidad! —repitió Julián—. ¡Ah! También usted, padre, representando la comedia como un misionero... —Su edad —repuso gravemente el jansenista—, la interesante figura con que le ha dotado la Providencia, el motivo mismo de su crimen, que sigue siendo inexplicable, los esfuerzos heroicos que Mlle. de La Mole prodiga en su favor, todo, en fin, hasta la insólita amistad que le demuestra su víctima, ha contribuido a convertirle en el héroe de las jóvenes de Besançon. Por usted lo han olvidado todo, hasta la política... Su conversión repercutiría en sus corazones, dejando en ellos una profunda impresión. Puede usted ser de gran utilidad a la religión, y sabiendo yo todo esto, ¿cómo iba a dudar en proponérselo por la frívola excusa de que los jesuitas harían lo mismo en iguales circunstancias? Entonces resultaría que, aun en este caso particular que escapa a su rapacidad, seguirían haciendo daño. Que no sea así... Las lágrimas que su conversión hará derramar anularán el efecto corrosivo de diez ediciones de las obras impías de Voltaire. —¿Y qué me quedará —respondió fríamente Julián— si me desprecio a mí mismo? He sido ambicioso, y no me lo reprocho; pero entonces obraba con arreglo a las conveniencias que los tiempos me exigían. Ahora vivo al día, y me sentiría muy desgraciado si me entregara a cualquier cobardía... El otro incidente, al que Julián fue mucho más sensible, provino de Mme. de Rênal. Al parecer, alguna amiga intrigante llegó a convencer a aquella alma ingenua y tímida de que su deber era ir a Saint-Cloud y echarse a los pies del rey Carlos X pidiendo clemencia. Había hecho el sacrificio de separarse de Julián y, después de tal esfuerzo, la violencia de exponerse al público, que en otra época le hubiera parecido peor que la muerte, no significaba nada para ella. —Me presentaré al rey, le confesaré abiertamente que eres mi amante: la vida de un hombre, y de un hombre como Julián, debe estar por encima de todas las consideraciones. Diré que fueron los celos los que te impulsaron a atentar contra mi vida. Hay numerosos ejemplos de pobres jóvenes salvados en casos como éste gracias a los sentimientos humanitarios del jurado o a los del rey...

—Dejaré de verte, haré que te cierren la puerta de mi calabozo —exclamó Julián —, y, al día siguiente, ten por seguro que me mataré de desesperación, si no me juras que te abstendrás de dar un paso que nos ponga en evidencia ante el público a los dos. Esta idea de París no es tuya. Dime el nombre de la intrigante que te la ha sugerido... ¡Pero no! ¡No lo digas! Seamos felices durante el corto número de días que me restan de vida, ocultemos nuestra existencia; mi crimen es demasiado evidente. Mlle. de La Mole tiene mucha influencia en París, y puedes estar segura de que hará todo lo humanamente posible para salvarme. Aquí, en provincias, tengo contra mí a todas las gentes ricas y consideradas. Tu gestión no haría sino agriar aún más a tales personas ricas, y sobre todo moderadas, para quienes la vida es una cosa tan fácil... No demos ocasión de reír a los Maslon, a los Valenod y a otros mil que no son mejores. El aire infecto del calabozo se hacía cada vez más insoportable para Julián. Afortunadamente, el día en que le anunciaron que tenía que morir, un sol espléndido alegraba la naturaleza, y Julián se sentía animoso. Andar al aire libre fue para él una sensación tan deliciosa como el pisar tierra para el navegante que lleva mucho tiempo en el mar. «Vamos, todo va bien —se dijo—; no me falta valor». Nunca había parecido tan poética aquella cabeza como en el momento en que iba a caer. Aquellas dulces horas pasadas antaño en los bosques de Vergy acudían en tropel a su memoria con una vivacidad extrema. Todo sucedió sencillamente, convenientemente, y sin ninguna afectación por su parte. La antevíspera le había dicho a Fouqué: —De mi emoción, no me atrevo a responder: este calabozo es tan tétrico, tan húmedo, que me produce momentos de fiebre en los que no me reconozco a mí mismo, pero te juro que nadie me verá palidecer de miedo. Había dispuesto las cosas de antemano para que, la mañana del último día, Fouqué se llevase a Matilde y a Mme. de Rênal. —Llévatelas en el mismo coche —le había dicho—. Arréglatelas para que los caballos no dejen de galopar. Caerán una en brazos de la otra o se declararán un odio mortal. En cualquiera de los dos casos, se distraerán algo de su horrible dolor.

Julián había exigido a Mme. de Rênal el juramento de que viviría para cuidar del hijo de Matilde. —¡Quién sabe! —decía él un día a Fouqué—. Es posible que nuestras sensaciones no terminen con la vida. Me agradaría mucho descansar, puesto que descansar es la palabra, en aquella pequeña gruta que hay en la montaña que domina Verrières. Ya te he contado que muchas veces, retirado por la noche en aquella gruta, contemplando a lo lejos las comarcas más ricas de Francia, la ambición, mi pasión de entonces, embargaba mi alma... En fin, esa gruta me es muy querida, y no se puede negar que está situada como para suscitar la envidia de un filósofo... Pues bien, estos buenos congregacionistas de Besançon que tan bien saben sacar dinero de todo, si sabes ingeniártelas, te venderán mis restos mortales... Fouqué tuvo éxito en tan triste negociación. Se encontraba velando aquella noche él solo, en su cuarto, el cuerpo de su amigo, cuando, con gran sorpresa, vio entrar a Matilde. Pocas horas antes la había dejado a diez leguas de Besançon. Tenía la mirada y los ojos extraviados. —Quiero verle —le dijo. Fouqué, sin valor para hablar ni para levantarse, le señaló con el dedo una gran capa azul tendida en el suelo: allí estaba envuelto lo que quedaba de Julián. Matilde cayó de rodillas. El recuerdo de Bonifacio de La Mole y de Margarita de Navarra infundió en su alma un valor sobrehumano. Sus manos, temblorosas, apartaron la capa. Fouqué, que no se atrevía a mirar, oyó pasos precipitados por la estancia. Matilde encendía varias velas. Y cuando por fin éste reunió fuerzas suficientes para mirarla, vio que había colocado la cabeza de Julián en una mesita de mármol y la besaba en la frente... Matilde siguió a su amante hasta la tumba que él mismo había elegido. Gran número de sacerdotes escoltaban el féretro, y, sin que nadie lo supiese, ella, sola en su carruaje, enlutada, llevaba sobre sus rodillas la cabeza del hombre a quien tanto había amado. Llegada la comitiva a la cumbre de una de las altas montañas del Jura, en medio de la noche, en aquella pequeña gruta espléndidamente iluminada por innumerables cirios, veinte sacerdotes celebraron el oficio de difuntos. Todos los habitantes de los pueblecitos de las montañas por donde había ido pasando el

cortejo, lo habían seguido, atraídos por la singularidad de aquella extraña ceremonia. Matilde apareció en medio de ellos, ataviada con largas vestiduras de luto y, al concluir la ceremonia, mandó distribuir entre los concurrentes varios millares de monedas de cinco francos. Cuando se quedó a solas con Fouqué, quiso enterrar con sus propias manos la cabeza de su amante. Fouqué estuvo a punto de enloquecer de dolor. Gracias a los cuidados de Matilde, aquella gruta salvaje fue adornada con mármoles costosos esculpidos en Italia. Mme. de Rênal fue fiel a su promesa. No trató en modo alguno de atentar contra su vida, pero, tres días después de la muerte de Julián, moría abrazando a sus hijos.

FIN DEL LIBRO II Y ÚLTIMO

NOTAS

1 «Pónganse ciento juntos, menos mal. Pero la jaula estará menos alegre».

2 Poco importa que dos pueblos del Doubs se llamen Verrières, al igual que otra villa cercana a Troyes, en el departamento del Aube, donde más de una vez residió Stendhal junto a su amigo Crozet. Beyle se limita a tomar prestado el nombre a dichos pueblos, pero no pasa de ahí. Verrières, como escribe Salvagnoli, «es un lugar imaginario que el autor ha elegido como modelo típico de pueblo de provincias».

1 Este M. Appert no es en absoluto un personaje imaginario, sino un conocido hombre de bien, un «filántropo», como se les denominaba por aquel entonces, de tendencias liberales, pero preocupado sobre todo por las reformas humanitarias, particularmente en el régimen penitenciario. Balzac y Mérimée lo citan también. Como es lógico, a cada momento tuvo que enfrentarse con la resistencia de los medios ultras, que más de una vez le hicieron comparecer ante los tribunales (cf. M. Claude Liprandi, «M. Appert à Verrières», en Stendhal Club, 2 [1959]).

2 Histórico.

1 En la Vida de Henry Brulard, el libro autobiográfico más importante de Stendhal, también aparece un padre Chélan en el capítulo V, personaje muy apreciado por el autor durante su niñez grenoblesa y que hacía las delicias de él y de su familia cuando venía a comer a casa de su abuelo, el doctor Gagnon. No podemos pasar por alto la importancia que en las novelas de Stendhal tiene la contraposición entre los clérigos honestos y los arribistas. En este caso, Stendhal, sin duda alguna, quiere rendir homenaje a la memoria de aquel ser querido, llamando Chélan al único sacerdote honrado de Rojo y negro junto al padre Pirard.

2 Casi todos los críticos stendhalianos coinciden en que a la hora de crear este personaje, tan importante dentro de la novelística de Stendhal, el autor no se inspira prácticamente en ninguna mujer en concreto —todo lo contrario de lo que ocurrirá, como veremos, con Matilde de La Mole en la segunda parte—. Mme. de Rênal es, por lo tanto, una creación puramente ideal, que posee muchos rasgos maternales; no olvidemos que Beyle perdió a su madre en 1780, cuando sólo tenía siete años, y que para él la literatura es, en cierto modo, una especie de catarsis.

1 «¿Y será mía la culpa, si es así?».

2 Cuando Stendhal escribe esta frase, indudablemente no se refiere a los campesinos del Franco Condado, a los que apenas conoce, sino a los delfineses, cuyo carácter describe, en la Vida de Henry Brulard, en términos casi idénticos, evocando «el aspecto frío, descontento, nada civilizado, que constituye la fisonomía ordinaria de estos delfineses tan astutos»; y, para precisar aún más, Stendhal añade entre paréntesis: «ver el carácter del tío Sorel en El Rojo» (cap. XV). Por lo demás, no resulta muy aventurado establecer una cierta relación entre este personaje y el propio padre de Stendhal, sobre todo cuando, en la Vida de Henry Brulard, nos cuenta que Chérubin Beyle (su propio padre) era «un hombre extraordinariamente poco amable, que se pasaba las horas reflexionando sobre futuras adquisiciones y ventas de fincas, excesivamente astuto», en una palabra, «archidelfinés» (cap. VIII).

1 «Contemporizando salvó la República».

2 Hay que remontarse a la adolescencia de Stendhal para comprender ciertas disposiciones anímicas de Julián al comienzo de su aventura. Julián Sorel, como Stendhal, detesta a su padre y el medio familiar en el que se ve sumido; su idea fija es marcharse, huir. Y si para Julián hacer fortuna es ante todo salir de Verrières, del mismo modo Stendhal escribía en los Recuerdos de Egotismo (cap. VI): «Detesto Grenoble»; y en la Vida de Henry Brulard (cap. VII) nos recuerda su «pasión por abandonar Grenoble, es decir, a él» (su propio padre).

3 Como podemos ver, Jean-Jacques Rousseau y Napoleón son los verdaderos guías espirituales de Julián Sorel, como lo fueron de Stendhal, y ejercen sobre él, como en casi toda su generación, un influjo fascinante.

4 En la Vida de Henry Brulard, Stendhal nos hace la siguiente confidencia: «Me sabía de memoria el Selectae e profanis [...], me sabía igualmente el Antiguo Testamento» (cap. X). Y, aunque escribe «Antiguo», seguramente se trata de un lapsus, pues un poco más adelante se jacta de haberse aprendido de memoria en latín el «Nuevo» al igual que Julián Sorel, y, además, especifica, sirviéndose para ello una vez más de su increíble memoria visual, que se trataba de «un ejemplar in-18» (cap. IX): hazaña posible, con reparos, si tenemos en cuenta la educación religiosa que recibió y el modelo educativo al que se recurría por aquel entonces, en el que predominaba por encima de todo la memorística pura.

5 Esta frase es paralela a la que encontramos en el capítulo IX de la Vida de Henry Brulard: «Veía pasar a los bellos regimientos de dragones que se dirigían a Italia..., los devoraba con la mirada, mis parientes los detestaban». Beyle, con esas palabras, expresa su aversión familiar y su anhelo por huir y enrolarse en las tropas de Bonaparte —como hará Fabrizio al principio de La Cartuja de Parma —. El mismo Beyle sería nombrado subteniente, en 1800, en Italia. En cuanto a Julián Sorel, recibirá igualmente su nombramiento de subteniente en 1830. Por lo que respecta a la alusión del sexto regimiento de dragones, es precisamente el nombre de aquel en que militó Stendhal durante tres años.

6 Frecuentemente, sobre todo en la primera parte, volveremos a encontrar el nombre de esta asociación secreta. Pero conviene poner en claro algunos puntos a este respecto. La Congregación propiamente dicha, según P. G. Castex, escrita con mayúscula, fue fundada en 1801 por el padre Delpuits con clara vocación mariana y su única y exclusiva finalidad era la piedad y la estricta caridad. Sin embargo, paralelamente a esta empresa proselitista religiosa, se desarrolló una verdadera sociedad secreta, llamada Association des Chevaliers de la Foi, fundada en 1810 por Ferdinand de Bertier de Sauvigny, con una organización muy semejante a la de los francmasones, si bien los designios que la movían tenían una cierta semejanza con los de las órdenes militares y caballerescas de la Edad Media. Bajo Luis XVIII y a principios del reinado de Carlos X, tal asociación se mostró muy activa, apoyando, tanto en París como en provincias, la política de los ultras y tratando de consolidar las posiciones de la Iglesia católica. Durante mucho tiempo subsistió la confusión entre estas dos sociedades, quizá porque, en el extremo superior de la pirámide, figuraban las mismas personas, generalmente jesuitas. Stendhal, como liberal, cuando alude a la congregación en Rojo y negro, siempre se refiere a esa red de intrigas y manejos secretos, que valiéndose de la fe y de la caridad, pretendía en el fondo la unión estrecha entre el Trono y el Altar.

7 Le Constituionnel fue el periódico liberal más importante de la época; en tanto que, por el lado monárquico y ultra, destacaban La Quotidienne y La Gazette de .

8 En la Vida de Henry Brulard, Stendhal nos cuenta que, «como tenía la cabeza repleta de hechos militares», había adquirido la costumbre de recurrir a frases guerreras en los momentos de indecisión para darse ánimo, hasta el punto de calificar sus éxitos de «victorias» (cap. I). Julián Sorel tiene esa misma costumbre y, en el momento de tentar su fortuna —especialmente cuando se trate, como veremos, de llevar a cabo la conquista de una mujer—, exclamará: «¡A las armas!».

1 «No sé qué soy ni qué hago».

2 La influencia rousseauniana es claramente perceptible en todo este fragmento. Julián Sorel, como Saint-Preux, en La nueva Eloísa, se presenta para realizar las funciones de preceptor. Pero lo esencial aquí es la semejanza entre este pasaje, y el primer encuentro entre Jean-Jacques Rousseau y Mme. de Warens, que se produjo en Annecy, el Domingo de Ramos del año 1728, tal y como nos lo relata el propio Rousseau en el libro II de Las Confesiones.

1 Este título es sin duda una alusión a la novela de Goethe del mismo título por medio del cual Stendhal quiere rendir homenaje al escritor alemán. En su Diario (18 de febrero de 1810), Beyle demuestra conocerla perfectamente y dice de ella que se trata de la obra «de un hombre de gran talento».

2 Estamos ante una clara transposición operada a partir de un personaje real, llamado Falcon, librero de Grenoble, el único que, en plena época revolucionaria, mantuvo un gabinete literario en esta ciudad. Stendhal, en la Vida de Henry Brulard (cap. XVI), lo exalta como a un patriota de pro, y como tal despreciado y odiado por su familia. Cada vez que los ejércitos republicanos conseguían una victoria, colocaba una bandera tricolor en la fachada de su tienda. Elogia su honradez y su moderación, y nos lo describe de este modo tan peculiar: «Miraba al pasar la tienda de Falcon, que utilizaba un gran tupé estilo “pájaro real”, perfectamente empolvado, y, en los días afortunados para su querida República, lucía una gran levita roja con grandes botones de acero, a la moda de entonces».

3 El concepto «españolismo» aparece frecuentemente en las obras de Stendhal como un integrante esencial de su propio carácter. Martineau nos lo define con las siguientes palabras: «El españolismo en Stendhal implica culto del honor, del heroísmo, de los sentimientos caballerescos, del no conformismo, desdén por el dinero, por el interés vulgar, por los detalles bajos» (Vida de Henry Brulard, Le Divan, 1949, nota 121).

1 «Entonces comenzaron los suspiros, más profundos por reprimidos; las miradas furtivas, y, por lo mismo, más dulces para el que las roba; los ardientes sonrojos, aunque no causados por transgresión alguna» (Lord Byron).

2 Heroína de La Châtelaine de Vergy, que fue adaptada al francés moderno por Crapelet en 1829, a partir de una novela en verso del siglo XIII. Lo que mejor conocía Stendhal, sin duda, era la ópera de Carafa, Gabriella di Vergy, que se venía representando con gran éxito en Italia.

3 Si el joven Stendhal odiaba Grenoble, por el contrario amaba la campiña en la que se halla asentado y, sobre todo, las montañas alpinas que lo rodean: allí podía escapar fácilmente a la sujeción familiar y sentirse libre. Cuando habla de estos precipicios, está pensando en la región de Claix (donde su padre poseía una finca de recreo); muy cerca de Claix se elevan los roquedos de Comboire cortados a pico sobre el río Drac, a los que alude Beyle en el capítulo XXXIII de la Vida de Henry Brulard.

4 La idea de la «altitud» y el sentimiento espiritual que de ella se deriva son básicos en las novelas de Stendhal. Veamos, por ejemplo, las palabras de Marcel Proust al respecto en A la búsqueda del tiempo perdido: «... podéis ver en Stendhal un cierto sentimiento de la altitud estrechamente unido a la vida espiritual: el lugar elevado en que Julián Sorel permanece prisionero, la elevada torre en la que encierran a Fabrizio, el campanario en el que el padre Blanès se dedica a la astrología y desde el que Fabrizio contempla el paisaje a sus anchas» (La prisionera).

5 Este concepto del «deber» es fundamental a la hora de comprender el carácter de Julián Sorel, ya que constituye la fuerza impulsora capaz de vencer su timidez e inexperiencia, y, como tantos otros temas de la novela, tiene una raíz autobiográfica.

1 Henri Martineau, en Le coeur de Stendhal (II, 79), nos cuenta que cuando Beyle cortejaba a la condesa Curial, actuaba de un modo semejante, practicando la autosugestión de un modo parecido al de su héroe: «Soy un cobarde si no me declaro al llegar a la curva de la alameda».

1 «Pero mientras más se disimula la pasión, más se traiciona, aun por su opacidad, así como el cielo más negro anuncia la tempestad mayor» (Lord Byron). El presente epígrafe volveremos a encontrarlo —aunque reducido a su segunda parte— en el capítulo XXX del libro II.

1 «Julia hasta en su frialdad resultó amable, y su manecita trémulamente cortés se alejó de la mano de él, pero no sin dejar el sentimiento de una presión conmovedora, y tan blanda, tan ligera, tan extremadamente ligera, que para la mente más bien resultaba una duda» (Lord Byron).

2 El personaje de la mujer virtuosa y tentada es uno de los más frecuentes en la literatura sa, sobre todo a partir de La princesa de Clèves; si bien la heroína de Mme. de La Fayette conserva su virtud. Entre las que sucumben, es muy probable que Stendhal se acordara particularmente de dos casos al trazar esta intriga: la presidenta de Tourvel en Les liaisons dangereuses, y Julie d’Etanges en La nueva Eloísa. En este último caso, el héroe de Rousseau también es preceptor; y Julián es un ferviente irador del ginebrino, como también lo fue Stendhal, que incluso pretendió reaccionar contra su influencia.

1 Esta máxima desengañada es una alusión a La Pucelle, de Voltaire (canto IV), tal y como nos lo revela el eminente stendhaliano M. Alciatore:

On risque, hélas! dès qu’on quitte sa belle, D’être cocu deux ou trois fois par jour.

1 Este famoso epígrafe, que a menudo ha servido para definir la estética realista, no ha podido ser encontrado en ninguna de las obras del citado Saint-Réal, lo que hace pensar a la mayoría de los críticos que se trata de una simple atribución, y que el autor de la frase es el propio Stendhal.

2 A menudo los críticos stendhalianos han establecido un paralelismo entre este Fouqué y François Bigillion, antiguo amigo y compañero de Stendhal en la Escuela Central de Grenoble, y por el que siempre profesó una ternura singular. Stendhal habla de él en los siguientes términos en la Vida de Henry Brulard (cap. XXXVII): «Bigillion, hombre de gran corazón, honesto y probo, escribano del Tribunal de Primera Instancia, se suicidó en 1827, harto, creo, de ser cornudo, pero sin guardar ninguna clase de rencor contra su esposa». Tal drama doméstico fue tanto más cruel si consideramos que Bigillion llevaba veinticinco años casado.

1 Ni que decir tiene que en ese plan interviene y mucho la lectura previa y repetida del Memorial de Santa Elena, la auténtica Biblia de Julián Sorel. Este libro le incita a obrar y a preparar minuciosos planes de conquista amorosa de la misma manera en que lo había hecho el propio Stendhal con la condesa Daru: un curioso documento redactado en 1811, llamado La consultation de Banti, demuestra los esfuerzos llevados a cabo por Banti (Henri Beyle) para conquistar los favores de la duquesa de Bérulle, es decir, la condesa Daru, explotando con toda meticulosidad las circunstancias precisas, según él, para provocar la rendición de la mujer anhelada.

2 «... El amor hace las igualdades y no las busca». Estos versos, en realidad no pertenecen a Corneille, sino a Rotrou (Venceslao, II, 2). Este tipo de errores son frecuentes en Stendhal, lo que demuestra que se fiaba demasiado de su memoria, por otra parte bastante fiel, y son consecuencia directa de la rapidez con que escribía.

1 «Amor en latín es vecino de muerte. Del amor viene la muerte, Y, antes también, zozobra que muerde. Duelo, llanto, acechanza, crimen, remordimiento...». Juego de palabras intraducible: «Amour en latin faict amor». En latín, amore suena igual que el francés à mort (a muerte).

2 Las alusiones a Les liaisons dangereuses, obra de su paisano grenoblés, Laclos, son frecuentes en Rojo y negro (ya en la Vida de Henry Brulard, Stendhal nos cuenta cómo en su infancia conoció, ya anciana, a la señora de Montmaur, dama que sirvió de modelo a la marquesa de Merteuil, heroína de la obra). Los terribles escrúpulos de Mme. de Rênal ante Julián guardan una estrecha relación con los de la presidenta Tourvel en esa misma obra.

3 Esta misma exclamación la utiliza Stendhal, en la Vida de Henry Brulard, tras su primera ascensión al San Bernardo en 1800 (capítulo XLVI), y a continuación nos dice estas palabras clave: «Ese asombro un poco ingenuo y esa exclamación me han seguido toda mi vida. Pienso que ello se debe a mi gran imaginación...».

1 «Oprimió los labios de ella con sus labios, y con la mano, las marañas de su flotante cabellera» (Lord Byron).

2 Cuando Stendhal hacía la corte, en Milán, a Mathilde Dembowski —su gran amor—, una tal Mme. Traversi, prima suya, vino a contrariar sus amores: «Aquella funesta amiga que me odiaba —escribe Beyle en sus Recuerdos de Egotismo (cap. VII)— estaba celosa de su prima y la había convencido, entre ella y sus amigos, de que se deshonraría totalmente si me aceptaba como amante». Como vemos, el paralelismo entre tal personaje real y el ficticio que aquí encontramos personificado en Mme. Derville, es francamente sorprendente.

1 «¡Cuánto este brote del amor recuerda de los días de abril la incierta gloria, que ya destellan con la luz del sol o se nublan de pronto!» (Shakespeare). Este epígrafe también aparece repetido en el capítulo XIX de la segunda parte, con la diferencia de que en el segundo caso, al pie, sólo figura el nombre del autor y no el de la obra. Se trata, sin duda, de una inadvertencia del autor. No podemos olvidar que Stendhal acabó este libro un poco apresuradamente cuando ya la primera parte estaba impresa.

1 Resulta muy interesante consultar a este respecto el artículo del crítico stendhaliano, M. Claude Liprandi, Un roi à Verrières, aparecido en la revista Le Divan, en julio de 1950. Liprandi aporta numerosas pruebas tendentes a demostrar que Stendhal, para escribir la primera parte de este capítulo, se inspiró en la visita que realizó La Fayette a Grenoble y a Vizille en agosto de 1829, un poco antes de que Beyle iniciara la redacción de Rojo y negro. M. Liprandi, sin embargo, tampoco descarta la posibilidad de que Stendhal se apoyara igualmente en la visita que hizo el rey Francisco I de Nápoles a Grenoble en 1829.

2 Este punto también lo ha estudiado minuciosamente M. Claude Liprandi en su artículo Un roi à Bray-le-Haut, publicado en la Revue des Sciences Humaines (septiembre de 1950). Stendhal, según M. Liprandi, probablemente se inspiró en la ceremonia de traslado de las reliquias de san Vicente de Paúl, de Notre-Dame hasta la capilla del convento de los Lazaristes, a principios de 1830. Aquella ceremonia fue presidida con gran pompa por monseñor de Quelen, arzobispo de París. Cuatro días después, el propio Carlos X fue a hacer oración delante de las reliquias del santo, de la misma manera en que el visitante real de Rojo y negro lo hace ante las de san Clemente.

1 También Clélia Conti —la heroína de La Cartuja de Parma—, en una situación semejante, pensará que la enfermedad y posterior muerte de su hijo Sandrino es un castigo del cielo por haber faltado a su juramento a la madonna (cap. XXVIII). Según Martineau es posible que este detalle tuviese una base real, puesto que las relaciones de Beyle con la condesa Curial concluyeron con la muerte de una hija de ésta.

1 «No des mucha suelta a las riendas. Que los juramentos más sagrados son paja para el fuego que arde por la sangre» (Shakespeare).

1 «¡Ay, que la culpa no es nuestra, sino de nuestra fragilidad! Porque está hecha de lo mismo que nosotros» (Shakespeare).

2 Podemos ver aquí una alusión clara a dos personajes de Grenoble, citados por Stendhal en la Vida de Henry Brulard y por los que profesó una verdadera iración: el librero Falcon —al que ya hemos aludido— y el bibliotecario Ducros.

3 Primera alusión —la segunda la podemos encontrar en el cap. XXIII— a un episodio del Terror blanco en el Dauphiné.

1 Expresión bastante extraña, y cuya clave nos la da M. Liprandi (Stendhal Club, 14 [1962]). Beyle se limita a recoger una frase célebre de Lamennais: «J’apprendrai au monde ce que c’est qu’un prêtre», pronunciada por éste en 1826, una vez que fue considerado perdido para la causa monárquica. Tal frase llegó a hacerse proverbial. Reproduciéndola, Stendhal pretendía hacer una seña de complicidad al lector de su tiempo. Hoy día, como es natural, tal expresión resulta extraña y vaga.

2 Sobre el modelo original que sirvió para la creación de este personaje, Stendhal, en la Vida de Henry Brulard, nos proporciona una posible clave cuando evoca a un tal Víctor Michel, otro «astuto delfinés», antiguo capitán de la guardia imperial, a quien conoció en 1809 en Viena. Michel se convirtió en «director del asilo de Saint-Robert, cerca de Grenoble» y Stendhal añade entre paréntesis: «a partir del cual inventé a M. Valenod en El Rojo» (cap. XXXVII). Sin embargo, el hecho de que en su Diario, por ejemplo, nos hable de un conocido suyo, un tal Blanchet, de Voiron, « de los hospitales de Toulon», «un miserable bribón que robaba la carne de los pobres enfermos», demuestra que Stendhal, a la hora de forjar a este personaje, como a menudo hacen Proust o Flaubert, se inspira de diversas fuentes.

3 Alfonso Maria de Ligorio, teólogo italiano beatificado en 1816.

4 Este personaje es el cura de la fábula «El Cura y la Muerte» de La Fontaine (Fábulas, VII, II).

5 Estamos ante uno de los casos más palpables de transposición directa. Gros fue un geómetra grenoblés que le dio clase a Beyle durante un período decisivo en su vida. Stendhal siempre conservó de él un recuerdo tierno y lleno de iración. En la Vida de Henry Brulard (cap. II) alude a él en los siguientes términos: «... el incomparable Gros (de la Rue Saint-Laurent), geómetra de altos vuelos y maestro mío, pese a mis parientes varones, pues era jacobino, y mi familia beatamente ultra». Stendhal lo volverá a poner en escena en Lucien Leuwen con el nombre de Gauthier.

6 Jactancioso.

7 Durante mucho tiempo se creyó que, con miras a la creación de este personaje siniestro e intrigante, Stendhal había tomado como modelo posible al gran vicario de Grenoble, Etienne Bouchard. Sin embargo, François Michel, en su obra Études stendhaliennes (Mercure de , 1957, página 336), nos revela que, en la época en que Beyle escribía Rojo y negro, los tribunales de Dieppe condenaron por asesinato a trabajos forzados al sacerdote Louis Daniel Frilay. Es muy probable que a Stendhal se le ocurriera apropiarse del nombre de aquel sacerdote criminal, modificándolo ligeramente, para aplicarlo a un personaje tan eminentemente antipático.

1 «El placer de llevar la cabeza alta todo el año está bien pagado con algunos cuartos de hora que precisa pasar».

2 «A menudo la mujer varía. Loco es quien de ella se fía».

3 Alusión a M. de Mérindol, diputado marsellés, a quien los liberales ridiculizaron en la prensa por haber utilizado esta expresión arcaica en un proceso.

4 Gerónimo es el nombre de uno de los personajes principales del Matrimonio secreto de Cimarosa, ópera famosa por la que Stendhal siempre sintió una gran inclinación. A finales de 1830, dicho papel corrió a cargo del tenor Lablache, el cual acababa de llegar a París en el mes de mayo, más o menos la fecha en que Beyle escribió el presente capítulo. Lablache, al igual que este Gerónimo, tuvo por maestro a Zingarelli en Nápoles, y también debutó en el teatro San Carlino. La transposición es clara.

1 Tenía diecisiete años Henri Beyle cuando —según nos cuenta en la Vida de Henry Brulard (cap. XLIV)—, en Lausanne, camino de Milán, estuvo a punto de enzarzarse en un combate semejante con un capitán suizo experto en el manejo de la espada, mientras que él era la primera vez que la usaba. En aquella ocasión el protector fue un viejo capitán llamado Burelviller, gracias al cual logró llegar a Milán sano y salvo. La importancia de este primer viaje a Italia a través del San Bernardo es enorme en Stendhal, ya que supuso un cambio radical en su vida.

1 A pesar de los múltiples estudios que Rojo y negro ha suscitado, en particular desde primeros del presente siglo, todavía quedan capítulos enteros, como el presente, cuyas claves aún resultan una incógnita. Estamos ante unos episodios muy ricos en detalles llenos de autenticidad, en particular —como afirma el profesor P. G. Castex—, la pintura de los procedimientos de educación, de los usos escolares y, sobre todo, del estado espiritual y del comportamiento de los seminaristas, todo ello de un relieve irable. En cuanto al origen de tales detalles observados, todavía no se posee más que indicios vagos.

1 Alusión clara a las polémicas que suscitó la ley de prensa de 1827.

2 Véase en el Museo del Louvre: Francisco, duque de Aquitania, despojándose de la coraza y tomando el hábito de fraile, número 1.130.

1 El presente epígrafe jamás ha podido ser encontrado en las obras de Diderot. Estamos, sin duda, ante una inadvertencia de Stendhal. El crítico stendhaliano M. Alciatore recientemente encontró que los siguientes versos de La Pucelle de Voltaire podrían haber sido los inspiradores de dicho epígrafe:

Le temps présent est l´arche du Seigneur: Qui la touchait d´une main trop hardie, Puni du ciel, tombait en léthargie.

1 Resulta curioso analizar los procedimientos utilizados por Stendhal para dar nombre a sus personajes: ¿no será quizá un poco cruel bautizar a esta anciana presidenta de noventa años con el apellido de Alberte de Rubempré, la dama con quien acaba de romper sus relaciones en el momento de ponerse a escribir Rojo y negro?

1 Periódico de Lyon muy leído en París.

2 Poema de Delphine Gay.

1 Es decir, aislado en su celda.

2 La idea de la doble paternidad —o acentuación del destino del héroe— es muy frecuente en todos los héroes stendhalianos. (Cf. Le décor mythique de la Chartreuse de Parme, cap. I).

3 La semejanza entre este pasaje y la escena del acto II de las Bodas de Fígaro es realmente sorprendente. La condesa se encuentra sola con Chérubin; el conde llega de pronto y pregunta: «¿Por qué te has encerrado?»; Chérubin, que, en el acto I, había utilizado un sillón para ocultarse, corre esta vez al cuarto de baño. Pero la analogía no se queda ahí: Saint-Jean, criado de los Rênal, informa a su amo de la intrusión furtiva de unos ladrones en la casa; por su parte, el jardinero Antonio denuncia al conde Almaviva las huellas de un visitante nocturno bajo las ventanas de la condesa. Al final del capítulo, cuando leemos que Julián salta al patio «por la ventana del gabinete» y se pierde en el jardín, constatamos el mismo paralelismo con el comportamiento de Chérubin. Suzanne exclama con espanto: «¡Se va a matar!»; la señora de Rênal le dice a Julián: «¡Vas a matarte al saltar!». Tales analogías no son nada extrañas si consideramos que Stendhal, además de ser un gran lector de Beaumarchais, fue un gran apasionado de las Bodas de Fígaro de Mozart.

1 «¡Campo, cuándo te contemplaré!». Estamos ante una nueva inadvertencia de Stendhal, ya que este conocido verso no pertenece a Virgilio sino a Horacio.

2 No es raro que Stendhal, con una intención ligeramente paródica, haga alguna que otra alusión a Racine —dramaturgo a quien siempre consideró muy por debajo de Shakespeare y de Corneille—. Estas mismas palabras, en medio de una conversación trivial, son las mismas que Fedra pronuncia delante de Oenone en el acto I de la tragedia del mismo nombre de Racine.

3 Palacio en el que vivió Napoleón con Josefina mientras fue primer cónsul.

4 El conde Daru, primo de Stendhal y protector suyo durante muchos años, en 1800, en el Ministerio de la Guerra, según nos cuenta Beyle en la Vida de Henry Brulard (cap. XLI), utilizó un método semejante con él. Stendhal nos narra con meticulosidad los consejos que le daba con miras a la redacción de las cartas y también el descontento que le producía la inexperiencia de su secretario: «M. Daru jamás me dio otro consejo que su ira cuando tachaba una carta escrita por mí».

5 En 1823, una expedición sa (los Cien mil Hijos de San Luis) derrotó a los liberales españoles y restauró en el trono a Fernando VII. Stendhal comete aquí un claro error cronológico, puesto que, por aquel entonces, Norberto de La Mole no tendría más de doce o trece años.

6 Biógrafo (1643-1680), autor del Gran Diccionario Histórico.

7 Como vemos, el mito de la paternidad suplente es un tema obsesivo en la pluma de Stendhal.

8 François Vermale nos recuerda, en un artículo de la Revue d’Histoire Littéraire del número fechado en enero-marzo de 1951, que Talleyrand había hecho colocar las palabras «Hôtel Talleyrand» (Palacio Talleyrand) sobre la puerta cochera de su palacio de la calle Saint-Florentin y que en 1830 mandó quitarlas por prudencia. La constatación —como afirma P. G. Castex— es no sólo curiosa sino también convincente, ya que sirve de punto de partida para establecer un paralelismo, muy discutible, entre el marqués de La Mole y Talleyrand.

1 Las descripciones de Stendhal siempre son sobrias y significativas. Estas breves indicaciones bastan para justificar de antemano el hastío de Matilde, prisionera de una sociedad echada a perder en medio del lujo más vano.

2 Según Hemmings, en un artículo del Stendhal Club, 1962, núm. 12, esta anécdota es una réplica exacta de una situación descrita por Cécile Volanges en Les liaisons dangereuses —novela cuyo autor, como quedó dicho anteriormente, es otro grenoblés famoso, Choderlos de Laclos—: un señor de negro se acercó a ella y se puso de rodillas; ella se ruborizó llena de confusión, pero su madre se echó a reír: «En efecto, mi querida amiga, el señor en cuestión era un zapatero».

3 Una carta de 1803 nos informa a este respecto que, en un círculo de antiguos emigrados, Henri Beyle fue llamado un día M. de Beyle; tal partícula resultó muy de su gusto y la utilizó frecuentemente durante los años del Imperio.

4 M. Liprandi nos refiere (Stendhal Club, núm. 15) que el cuerpo del mariscal Ney había sido trasladado de noche al cementerio y que su tumba debía de permanecer obligatoriamente anónima; sin embargo, en la parte inferior de la verja apareció un epitafio: «Sta, viator, heroem calcas» (Detente, caminante, pisas los restos de un héroe). Para descubrir esta inscripción discretamente colocada, había que estar prevenido; de ahí la utilidad de un guía y de ahí también la verosímil estratagema imaginada por un ladrón para explotar la ingenuidad de un joven presunto bonapartista o liberal.

5 En la Vida de Henry Brulard (cap. XLI), Stendhal nos cuenta una anécdota exactamente igual a ésta que le ocurrió con su primo y protector Pierre Daru, en el Ministerio de la Guerra, poco después de trasladarse a París. Cuando el futuro conde se da cuenta de que su primo, que tan excelentes informes traía de Grenoble, comete una falta de ortografía tan abultada, exclama: «¡Y éste es ese literato, ese brillante humanista que se atrevía a discutir el mérito de Racine y que había obtenido todos los premios en Grenoble!».

1 Se trata de la actual plaza de la Concordia.

1 Este epígrafe atribuido a Ronsard constituye otro enigma, ya que no ha podido ser hallado en ninguna de las obras de este poeta; lo que mueve a pensar, una vez más, que se trata de una simple invención del autor.

2 Palabras de François Andrieux a Bonaparte con motivo de una discusión sobre el Código Civil.

3 Martineau apunta aquí la posibilidad de que Stendhal aluda a su amigo Prosper Mérimée.

4 Bâton en español significa «vara», «palo», «bastón».

5 Bouillon significa «caldo».

6 Una vez más, Stendhal recurre a los nombres de los personajes de su infancia grenoblesa para bautizar a los caracteres de ficción. Este conde eminente toma su nombre del profesor de historia de la Escuela Central de Grenoble. Sin embargo, aquel profesor, según la descripción que nos hace Beyle en la Vida de Henry Brulard (cap. XXIII), era «un pobre libertino», «sin ningún talento» y que murió a causa de «una dolencia venérea contraída como consecuencia de sus libertinajes». El contraste, como vemos, es notorio.

7 Este nombre parece designar —según M. J. Marsan en su edición de El rojo y el negro, Champion, 1923— sucesivamente a M. de Villèle y a M. de Polignac; ambos desempeñaron el cargo de primer ministro durante la Restauración a la cabeza de gobiernos más o menos ultras y reaccionarios.

8 Liberal inglés (1772-1840) que protestó la decisión de desterrar a Napoleón a Santa Elena.

9 Se trata probablemente en realidad del barón de Rothschild, último hijo del fundador de la famosa dinastía de banqueros.

1 Faublas, personaje víctima de su propio encanto, es el protagonista de Les Amour du Chevalier de Faublas, de Louvet de Couvray (1760-1797).

2 Es muy probable que la ironía de Stendhal le haya movido a retratarse a sí mismo entre los habituales del salón del marqués de La Mole. Este razonamiento no sólo está basado en las características personales del personaje, sino también en el hecho de que tal nombre, a excepción de una letra —Jomate—, sea el mismo que el de una finca perteneciente a la familia de Henri Beyle, nombre que, por otra parte, le hubiera gustado añadir a su patronímico para brillar más en los círculos mundanos.

1 Autor totalmente desconocido y posiblemente inventado por Stendhal.

2 De nuevo surge la amarga decepción a la que tan frecuentemente alude Stendhal y que nos demuestra que su imaginación siempre fue por delante de la realidad.

3 El tema del nacimiento prodigioso del héroe y del desdoblamiento de la paternidad será frecuente en toda esta segunda parte (cf. Gilbert Durand, Le décor mythique de la Chartreuse de Parme, cap. I).

4 Ópera de Scribe y de Rossini, estrenada en 1828.

1 Moncade es un personaje de L’École des Bourgeois, de d’Allainval (1728), citado frecuentemente por Stendhal.

2 Según M. François Vermale, este nombre encubre la personalidad del periodista inglés Richard Carlile, que, como consecuencia de un conjunto de artículos publicados en 1817, fue condenado a siete años de prisión.

3 En sus Recuerdos de egotismo (cap. VI), Stendhal vuelve a este motivo dedicando un homenaje semejante al paisaje inglés: «Rien n’est égal à cette fraîcheur du vert en Angleterre et à la beauté de ses arbres».

1 M. Liprandi hace interesantes descubrimientos sobre este baile en casa del duque de Retz en su artículo Le bal du duc de Retz, Revue des Sciences Humaines (octubre-diciembre 1954). Stendhal, en este capítulo y en el posterior, toma como punto de referencia un baile que, el 31 de mayo de 1830, Luis Felipe de Orleans ofreció en honor de Francisco I de Nápoles, su cuñado, que había acudido a Francia en viaje oficial. Por aquel entonces, Luis Felipe, que todavía no había accedido el poder, se había constituido en el principal opositor al ministerio Polignac, de igual manera que el cardenal de Retz fuera el principal oponente al gobierno de Mazarino.

2 Los hermanos Coulon fueron unos bailarines célebres durante el Imperio y la Restauración.

3 Alusión a un episodio de las Confesiones (libro X). Stendhal ya había citado esta anécdota en sus ensayos Sobre el amor.

4 Francis L. Mars (Stendhal Club, núm. 17) nos cuenta con detalle el lapsus en que incurrió el ultra Laurentie, futuro fundador del partido neo-legitimista bajo la Monarquía de Julio, y que había sido nombrado en tiempos de Luis XVIII inspector general de Universidades. En sus Études littéraires sur les historiens latins, Laurentie cometió el error siguiente: «Cinensium civitas capta est, Romulus spolia opima de rege Feretrio Jovi manibus suis reportavit». Desconocedor del término Júpiter Férétrien, Júpiter portador de restos mortales («Feretrius» es un sobrenombre forjado a partir de feretrum, «parihuelas para transportar dichos despojos»), Laurentie construyó en vez de «reportavit Feretrio Jovi spolia optima de rege», «reportavit Jovi spolia optima de rege Feretrio», inventando de ese modo al rey Feretrius. La personalidad del autor hizo que los periódicos liberales divulgaran el craso error.

5 Bajo este nombre ficticio, Stendhal alude a Galotti, oficial napolitano que, en 1821, había conspirado contra el predecesor de Francisco I, el rey Fernando de Nápoles. El auténtico cabecilla del complot había sido el propio hijo del rey, príncipe de Calabria, futuro Francisco I, que estaba impaciente por llegar al trono y que, por aquel entonces, era el jefe de la oposición liberal contra el régimen absolutista. La conspiración fracasó: Galotti fue detenido y enviado a prisión. Tras tres años de cárcel, Galotti dirigió nuevos movimientos de insurrección que también fracasaron, huyó a Córcega tras ser condenado a muerte, y así, eludiendo a la policía, se estableció en París, siempre pendiente de la temida extradición.

1 Autor totalmente desconocido.

2 El auténtico nombre del encargado de los asuntos de Nápoles en París, que tan implacablemente persiguió al conspirador Galotti, era el de príncipe de Castelcicala.

3 Es un descontento el que habla. (Nota de Molière en Tartufo).

4 En los Recuerdos de Egotismo aparecen pasajes semejantes a éste en los que Stendhal nos narra los contratiempos que le acaecieron en los diferentes salones parisinos que solía frecuentar. Un día, en el de Mme. Cabanis, dejándose arrastrar por su entusiasmo jacobino, comenzó a exponer una serie de ideas políticas muy intrépidas; si accedía al poder, declaraba, circunscribiría a los antiguos emigrados en algún departamento y mandaría fusilar a los que se atrevieran a salir de allí (cap. V). Por supuesto que tal razonamiento pareció «atroz» a las «almas mediocres ajadas por culpa del exceso de cortesía parisina».

5 Charles Pichegru (1761-1804). Heroico general francés que se pasó al bando de los Borbones en 1785 y acabó conspirando contra Napoleón.

1 Stendhal se complace sembrando esta parte del texto de alusiones a hechos de actualidad que sirven a los eruditos para fijar la fecha exacta de composición de la novela. Hernani fue representada por primera vez el 6 de febrero de 1830.

2 Actor favorito de Napoleón y uno de los mayores intérpretes trágicos de su tiempo.

3 Jacques Delille (1783-1813). Enormemente popular durante su vida; sin embargo, su fama como poeta se fue diluyendo a partir del día de su muerte, desacreditada por críticos como Rivarol y Sainte-Beuve entre otros.

4 Ya en el capítulo I de este libro segundo, el padre Pirard aludía a este antepasado, Bonifacio de La Mole —personaje real—. Stendhal, a la hora de introducir en la novela estos sucesos históricos, se inspira en crónicas de la época, como las de Agrippa d’Aubigné o Brantôme.

5 D’Aubigné nos cuenta en la Confession du sieur de Sancy que Margarita de Navarra y la duquesa de Nevers hicieron embalsamar las cabezas de La Mole y Coconasso, sus amantes respectivos.

6 Fecha de la famosa matanza de San Bartolomé. Instigada por María de Médicis; comenzó en París y acabó con un saldo de tres mil hugonotes asesinados.

1 Según P. G. Castex, es posible que con esta frase Stendhal haya intentado confundir a los curiosos, puesto que Matilde de La Mole presenta rasgos de carácter y de comportamiento comunes a tres de sus amantes: Alberte de Rubempré, Giulia Rinieri y Marie de Neuville. No obstante, es evidente —tal y como apunta M. Robert Vigneron— que Stendhal se limita a tomar de estas tres damas una serie de rasgos comunes estrechamente relacionados con la energía, cualidad que el autor de Rojo y negro estima por encima de todas las demás.

2 Jean Siffrey Maury (1746-1817), hijo de un zapatero remendón que logró alcanzar la púrpura cardenalicia.

3 Caballero nombrado mariscal de Francia por Enrique IV, y a quien años más tarde mandó encarcelar Richelieu por conspirador. En la Bastilla escribió sus famosas Memorias.

1 Alusión a la guerra de independencia griega y a la conquista de Argel; las tropas sas desembarcaron en suelo africano el 13 de junio de 1830. Esta fecha es muy significativa con miras a estudiar la cronología de la redacción de Rojo y negro.

2 La Fontaine, «El pastor y su rebaño», en Fábulas, IX, 19.

1 Una vez más Henri Beyle se inspira en anécdotas acaecidas durante su infancia. Tendría unos quince años cuando Stendhal, en la finca paterna de Claix, entusiasmado por la lectura, acudía a la biblioteca de su padre y sustraía los volúmenes de Voltaire de una bella edición «perfectamente encuadernada en piel de becerro imitando el mármol». «Había, creo, cuarenta volúmenes muy apretados», escribe en la Vida de Henry Brulard: «yo cogía dos, y como tenía cuidado de separar los otros, no se notaba la falta» (cap. IX).

2 Actriz famosa de la época, que trabajaba en el teatro del Gymnase.

3 Es muy posible que Stendhal, al escribir estas líneas, recordara situaciones semejantes que le acaecieron con Alberte de Rubempré o Giulia Rinieri. Cuando esta última se le declaró, sabemos que Beyle tuvo la presencia de ánimo —o la experiencia— suficiente para mostrarse insensible, lo que indujo a la muchacha a acentuar sus insinuaciones amorosas y, finalmente, a entregarse a él. Del mismo modo, aquí, Julián se deleita tanto más con la carta amorosa cuanto que él sabe perfectamente que es fruto de su inflexible resolución de aparentar indiferencia.

4 El cardenal Antoine Perrenot de Granvelle (1517-1586) nació en Besançon y fue ministro en España durante los reinados de Carlos V y Felipe II.

5 «Puedo creer que son esas palabras un artificio honesto. ..................................................... Yo no me fiaría de tan dulces palabras Sin que algunos favores, que tanto anhelo, Vengan a asegurarme cuanto pudieron decirme».

6 Como podemos ver, las alusiones a sucesos de actualidad de la época son frecuentes en estas páginas. Fontan y Magalon fueron directores de un periódico satírico, L’Album, encarcelados y enviados a Poissy.

7 El coronel Caron fue fusilado como conspirador en 1822 en Colmar.

1 Batallas pertenecientes a las guerras de religión, que tuvieron lugar en 1569 y en las que resultaron victoriosas las tropas católicas, dirigidas por Enrique III, sobre las protestantes.

2 Corneille, Medea, I, 5.

1 En realidad este texto pertenece a una traducción de Julio César de Shakespeare, realizada por Schiller.

2 «Pero sólo hay un honor». Corneille, El Cid, III, 6.

3 Virgilio, Eneida, IV, 644.

1 Famoso café de la época situado en el ángulo formado por el boulevard des Italiens y la rue Taibout.

1 «Ahora me propongo ser serio; ya es tiempo; porque, hoy por hoy, hasta la misma risa se ha vuelto seria; hasta una burla de la virtud al vicio la declaran crimen» (Lord Byron).

2 El paralelismo entre el comportamiento de Julián Sorel en estas páginas y el del propio Stendhal durante la época en que escribe Rojo y negro es muy grande, lo que nos demuestra una vez más el constante uso literario que a cada instante hace este autor de la materia vivida. Sabemos, por ejemplo, gracias a sus escritos íntimos, que Stendhal obró exactamente igual que Julián en el punto que nos ocupa, y así, poco antes de concebir el proyecto de Rojo y negro, angustiado del mal cariz de sus amores con Alberte de Rubempré, optó por emprender un viaje como medio de evasión.

1 «¡Cuánto este brote de amor recuerda de los días de abril la incierta gloria, que ya destellan con la luz del sol o se nublan de pronto!».

2 Durante la Revolución, Mme. Roland dirigió la carrera de su marido tan hábilmente, que logró que por dos veces le nombraran ministro del Interior. Fue guillotinada en 1793, en los meses del Terror, y el mismo día su marido se suicidó.

3 «Debo castigarme si amé demasiado».

4 Cuando Métilde Dembowski rechazó a Stendhal, éste, según nos cuenta al principio de los Recuerdos de egotismo, también pensó en la idea del suicidio: «En 1821, me costaba mucho esfuerzo resistir a la tentación de volarme la tapa de los sesos».

1 Este capítulo y los dos que le siguen relatan una serie de hechos que, a pesar de su alta dosis de ficción, no son nada fantásticos. Stendhal sabía perfectamente que, en los meses en que escribía su novela, los monárquicos más intransigentes continuaban manteniendo os con el exterior, tendencia bastante frecuente en los últimos años del reinado de Carlos X, puesto que temían cada vez más los ataques de los liberales o de los doctrinarios contra la dinastía.

1 Esta descripción, junto con la del obispo de Adga (I, XVIII), la del caballero de Beauvoisis (II, VI) o la del portero del seminario de Besançon (I, XXV) son ejemplos contundentes del arte de Stendhal como retratista, que se inspira directamente de Saint-Simon; la brevedad y concisión de la misma no hace más que destacar aún más el relieve de los detalles concretos evocados y la autenticidad de los mismos.

2 «¿Será Dios, mesa o palangana?», La Fontaine, «El escultor y la estatua de Júpiter», en Fábulas, IX, 6.

3 Se trata de Gustavo Adolfo de Suecia (1594-1652), que durante la guerra de los Treinta Años acudió con sus tropas a Alemania en auxilio de los príncipes protestantes.

4 Se trata, sin duda, del duque de Wellington, que tenía el mando del ejército de ocupación en los primeros meses de la Restauración.

1 Los Santos eran los puritanos ortodoxos y Mr. Brougham (1788-1868) fue un político liberal, reformista, muy irado por Stendhal.

* Probable alusión a las canciones anticlericales y antimonárquicas de Béranger.

2 En realidad, bajo este nombre Stendhal alude a Polignac, primer ministro de Carlos X.

1 Memorias sobre las campañas de los ejércitos del Rhin y del Moselle, por Gouvion Saint-Cyr, 1829.

1 Si el nombre y el título de Fervacques (con una c) los tomó Stendhal de las viejas crónicas, a la hora de describir el comportamiento de esta dama, tal y como aparece en la novela, el autor se inspira en gran parte de la señora de Cayla, favorita de Luis XVIII, y que mantuvo gran parte de su prestigio bajo Carlos X, llegando incluso a influir con sus consejos, en 1829, en la constitución del ministerio ultra de Polignac.

2 «Tengo la manía de amar a Marote...». Juego de palabras entre «marotte» (manía, chifladura), y Marote (nombre propio de mujer).

3 «Un día, el amante en el cabaret...».

4 Este pasaje está íntimamente relacionado con aquel otro del capítulo IV de la segunda parte en el que se habla de las desgracias de un escritor considerado como «el más grande poeta de su época». En ambos textos, el personaje evocado es sin duda Béranger, considerado un genio por los liberales de la época. El mismo Sainte-Beuve lo sitúa al mismo nivel que Lamartine, Vigny y Victor Hugo. En 1828, Béranger fue condenado a nueve meses de prisión y a 10.000 francos de multa —multa que por cierto fue recolectada gracias a una suscripción pública—. Ya en 1821, el mismo personaje había sido amonestado severamente por «delito de ofensa contra la persona del rey» y por «ultrajes hacia la moral pública y las buenas costumbres» por una canción titulada L’Enrhumé, dirigida contra el rey y a la que sin duda alude Stendhal con el verso «Un jour l’amant au cabaret...».

1 «También había, naturalmente, en Adelina esa corrección serena y patricia en las maneras que nunca rebasa la línea equinoccial de lo que quiere o puede expresar la naturaleza; tal el mandarín que nada encuentra demasiado bello, o que, al menos, no deja que por su aire pueda sospecharse que espera dé a ninguna cosa un deleite excesivo» (Lord Byron).

1 Se sabe que Mme. Cayla, a pesar de su corrupción, era tan devota y mojigata como hermosa. Mantenía estrechas relaciones con el ultra Sosthènes de La Rochefoucauld, que, siendo director de Bellas Artes, ordenó cubrir los desnudos de las estatuas o de las pinturas en los lugares públicos. Sin duda, Stendhal alude aquí a aquella manía puritana, y es posible que de este modo quede justificada la expresión «Ministerio de la Virtud» a la que recurre anteriormente como título del capítulo XXV.

1 Ballet representado en mayo de 1830, basado en la novela del mismo título del abate Prévost, con letra de Scribe y música de Halévy.

2 Aquí, de nuevo, la sinceridad de la frase nos obliga a pensar en el mismo Stendhal, en sus propias aventuras y fracasos amorosos. En efecto, es su amigo Mérimée quien nos cuenta cómo Beyle, con el fin de vencer la desesperación en que le sumían los caprichos de Alberte de Rubempré, se sometía a este mismo tipo de asiduidades con la señora Ancelot.

1 Nueva alusión a Les liaisons dangereuses de Choderlos de Laclos. «La voilà donc vaincue, cette femme superbe», exclama Valmont después de vencer la resistencia de Mme. de Tourvel.

1 «Como el cielo más negro anuncia la tempestad mayor» (Lord Byron).

2 El Matrimonio secreto de Cimarosa fue una de las mayores iraciones de Stendhal. Lo oyó por primera vez en 1800, cuando iba camino de Milán, según nos cuenta en la Vida de Henry Brulard (cap. XLVI), y el nombre de este músico es citado muy frecuentemente en sus obras; «Sólo he amado con auténtica pasión en mi vida a Cimarosa, a Mozart y a Shakespeare», escribe en los Recuerdos de egotismo (cap. VI). Sabemos que fueron precisamente esos tres nombres los que proyectaba grabar sobre su tumba.

1 Alusión más que posible a la fuga de Marie de Neuville —joven aristócrata que sirvió de modelo a Stendhal junto con Alberte de Rubempré y Giulia Rinieri para la creación del personaje de Matilde de La Mole— con Edouard Grasset, amigo suyo de origen plebeyo, a Londres, en enero de 1830, suceso que dio mucho que hablar en los salones parisienses.

1 Molière, Tartufo, III, 3.

2 Tan sólo excepcionalmente —como en esta ocasión, por parte del marqués de La Mole, o al principio del capítulo XXVI de esta segunda parte, en el caso de la mariscala de Fervaques— nos permite Stendhal conocer el flujo interior de la mente de los personajes secundarios, monopolio casi exclusivo de Julián Sorel y de sus dos amantes.

1 William Shakespeare, Otelo, I, 3. Palabras pronunciadas por Desdémona delante de su padre, Brabancio, del dux de Venecia y demás senadores.

2 Asistimos aquí, como escribe Gilbert Durand —Le décor mythique de la Chartreuse de Parme (pág. 31)—, a la culminación de esa paternidad misteriosa y secreta que, desde el principio de la novela, constituye el leitmotiv constante y discreto de la ambiciosa escalada social de Julián; primero es la partícula «de» añadida al apellido plebeyo Sorel, y, finalmente, su sustitución total por el nuevo apellido «de La Vernaye».

1 También Henry Brulard, privado de la ternura materna y enfrentado a cada momento con su padre, sueña con una hipótesis semejante al sentirse tan diferente de su progenitor: «¿No seré por casualidad hijo de un gran príncipe?».

2 La similitud entre este último episodio y la relación que aparece en la Gazette des Tribunaux (28 al 31 de diciembre de 1827) referida al caso Berthet es realmente sorprendente para pasarla por alto; dice así: «Berthet, en su ambición frustrada [...] viaja a Lyon a comprar unas pistolas [...]. El domingo 22 de julio, muy de mañana, Berthet carga sus dos pistolas con doble bala [...]. A la hora de la misa de la parroquia, se dirige a la iglesia y se coloca a tres pasos del banco de Mme. Michoud [...]. Allí, aguarda inmóvil [...] hasta el instante en que el sacerdote da la comunión [...]. »De pronto se escuchan dos disparos sucesivos y casi seguidos. Los asistentes, horrorizados, ven caer casi al mismo tiempo a Berthet y a Mme. Michoud».

1 El Código penal de 1810 tan sólo tenía 484 artículos. Estamos, pues, ante una inexactitud más de Stendhal, que demuestra su escasa preocupación por el realismo absoluto.

2 «A partir de este momento no diré ni una sola palabra.» William Shakespeare, Otelo, V, 2.

1 Víctima del Terror Blanco, el barón de Lavalette fue condenado a muerte por haberse unido a Napoleón durante los «cien días». Logró evadirse de la prisión disfrazado con las ropas de su mujer.

2 Una vez más podemos comprobar la importancia fundamental de la elevación en ROJO Y NEGRO; montañas, escalas, torreones, etc., sirven al héroe para sentirse plenamente él mismo, independiente de los demás. Una actitud moral, en suma, producto del alejamiento físico.

1 Marie de Rohan-Montbazon, duquesa de Chevreuse, y Anne, duquesa de Longueville. Ambas desempeñaron un notable papel durante la Fronda (16481653).

1 Este nombre se aplicó a un grupo de diputados de la derecha que se aliaron con la izquierda en el momento de las elecciones de 1827.

1 Martineau señala que este epígrafe, atribuido a Sainte-Beuve, «encaja demasiado bien con el proceso de Julián Sorel para que aceptemos que fue escrito realmente por Sainte-Beuve y no inventado por el propio Stendhal».

2 La reiteración constante de este argumento —tres veces en el capítulo XXXVI, una ante el juez y dos en sus propias reflexiones, de nuevo en el capítulo XXXVII («He matado, o por lo menos he querido matar, con premeditación», repetía diariamente), y ahora otra vez ante los jurados— nos hace pensar en una especie de masoquismo por parte de Julián. De todos modos, no debemos pasar por alto la influencia que la crónica judicial tuvo sobre Stendhal; después de su crimen, Lafargue —el segundo caso en que Beyle se inspira—, en un contexto un tanto teatral, exclama: «He merecido la muerte, porque previamente la he dado».

1 Jean de Rotrou, Venceslao, V, 5.

2 «Con el derecho que un espíritu firme y de amplitud de miras tiene sobre el espíritu grosero de los vulgares humanos» (Voltaire, Mahoma, II, 5).

3 Es un jacobino el que habla.

4 Alusión a Jacques-Antoine Manuel, famoso diputado liberal, que fue expulsado de la Cámara en 1823 tras oponerse a la expedición española destinada a restaurar en el trono a Fernando VII.

1 Alusión a Belphégor, cuento de La Fontaine. El demonio Belphégor, enviado a la tierra para llevar a cabo una encuesta sobre el matrimonio, regresa al infierno y dice estas palabras: «Señor, los lazos del matrimonio torturan tan fuerte como los de cualquier otro estado».

2 Alusión clara a un verso de Fedra de Racine (III, 1). Tras su declaración de amor a Hipólito, Fedra le dice a su nodriza Oenone: «De l’austère pudeur les bornes sont ées».

3 En aquella época los sacerdotes no podían decir misa después de mediodía.

1 El rechazo radical del padre —obsesión constante de Stendhal en la mayoría de sus obras— tendrá su culminación en esta amarga escena. (Una vez más podemos constatar el paralelismo en la arquitectura de la novela: dos partes, dos mujeres, dos colores, dos ciudades, y ahora, dos escenas crudas entre padre e hijo, una al comienzo de la novela y otra al final de ésta.)

2 Título otorgado al hijo de Napoleón (1811-1832) en el momento de su nacimiento.

Rojo y negro Stendhal

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Título original: Rouge et Noir

Diseño de la portada: más!gráfica, 2012

© de la traducción y notas: Juan Bravo Castillo, 1998, 2012

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Primera edición en libro electrónico (epub): marzo de 2012

ISBN: 978-84-670-0708-4 (epub)

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