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Acerca del autor Créditos

Planeta de libros

Y que por fin la puerta se abre… y se abre hacia afuera: durante todo este tiempo ya estábamos adentro de lo que queríamos.

DAVID FOSTER WALLACE, 1999

uno

Sloane Jacobsen vivía en un mundo sin cacahuates. Mientras la azafata de Air recorría la cabina de primera clase sirviendo prosecco en copas de plástico, Sloane se lamentaba de que el protocolo la privara de su snack favorito. Alguien tenía una alergia, o podía tener una alergia, así que se prohibieron todos los frutos secos. Normalmente, su mente enfocada en el futuro hubiera comenzado a especular: ¿cómo impactará la normalización de las sensibilidades a la comida en los hábitos de los años venideros? Pero, en vez de eso, sólo se sentía triste de que el estado actual de la geopolítica esperara lo peor de la gente. Quizá alguien usó su copa para abrirle la yugular al piloto y las aerolíneas prohibieron las copas de cristal también. La sobrecargo, que no era sa, pues en su placa de identificación se leía «Carly», le sirvió a Sloane una bebida con una rebanada de pepino y una cucharadita de algo color malva que se hacía pasar por foie gras. Sí, el mundo solía ser un lugar más simple y más amable cuando Sloane aún podía comer frutos secos en público. Se asomó al búnker con forma de huevo donde Roman, su compañero, estaba leyendo un artículo en la sección de viajes de un periódico: «El Mediterráneo: ¿aún queda algún lugar seguro al cual ir?». —¿Aún queda alguno? —preguntó Sloane, chocando su zapato con el suyo para llamar su atención. —¿Algún qué? —dijo él, mirándola a través de los lentes que usaba más por razones estéticas que por algo relacionado con la vista. —Algún lugar seguro al cual ir. —Ah —respondió él, dándole una sacudida a su periódico para colocarlo mejor —. Aparentemente Portugal. —Pero eso no está en el Mediterráneo —se burló ella.

—Es cierto —reconoció Roman encogiéndose de hombros—. Entonces supongo que no. —Se acercó la página como para inspeccionarla mejor—. No es un artículo muy bueno —dijo, y siguió leyéndolo. Sloane reclinó su asiento y observó el techo abovedado, más allá del cual no había más que cielo puro y sin oxígeno. Volar no es fácil cuando eres predictora de tendencias. Sloane tenía una extrema sensibilidad a su entorno que se hacía más fuerte cuando volaba. Se sentía incómoda, a disgusto. El artículo la molestó. Aunque su trabajo era buscar lo que estaría de moda en el futuro, sin duda era insoportable esa codicia por lo no descubierto, lo innovador, lo nuevo-nuevo. Claro, Lisboa no era «nueva», era una de las ciudades más viejas del mundo, anterior incluso a París; sin embargo, los editores de viajes la habían consagrado como el nuevo Berlín. Sloane intentó calmarse, acallar la negatividad; podría ver una película. Dada la extensa selección de entretenimiento durante el vuelo, podría ver lo que quisiera. Algo andaba mal. No como en el vuelo anterior, cuando tuvo una corazonada tan fuerte que se preguntó si eso de «si ves algo, dilo» incluiría el «sentir una mala vibra», y a los treinta y tres minutos de iniciado el viaje, un rayo alcanzó al avión, el cual se sacudió y se fue en picada. La gente gritó y luego el avión recuperó su curso. No, esta sensación de que algo andaba mal no era como aquella. Era algo dentro de ella, un error mecánico en su interior. Probablemente le hacían falta vitaminas. Vitamina D. Junto a ella, Roman se había rendido en su intento por leer sobre cuánto impacto provocó en los viajes la crisis por la deuda europea y estaba revisando la selección fílmica de la aerolínea, llevando su dedo hacia «Nuevos Lanzamientos». Sloane sabía con certeza absoluta que Roman elegiría Pitch Perfect 3. Su americanofilia no discriminaba: ropa deportiva de vellón, vagonetas, refrigeradores Sub-Zero, tiendas de descuentos, la viralización del patriotismo estadounidense (banderas asomándose por las ventanas y llenando el jardín delantero tras eventos trágicos), la cultura pop, la cultura online; le encantaba todo. Para alguien como Roman, entrenado para buscar significados y significantes en cada experiencia, en las comedias románticas estaba la llave para entender la forma de vida estadounidense. Aparentemente, emocionarse sobremanera por un musical a capella era el paso uno. Mientras Roman observaba con emoción en los ojos el logo de Universal Pictures que giraba en su pantalla, Sloane sacó los formatos migratorios del

bolsillo en su asiento, recordando la expresión escandalizada de la sobrecargo cuando le pidió dos. «Uno por familia», le repitió Carly, convencida de que estas elegantes personas estaban casadas. Pues no. En París, el matrimonio tradicional era tan popular como la atención médica privada. Roman y Sloane llevaban diez años juntos. El nombre de él aparecía en el recibo de luz de ella, pero nunca iban a tener hijos: sus carreras profesionales eran sus hijos. De hecho, sus carreras habían florecido gracias a su decisión conjunta de no reproducirse. La famosa predictora estadounidense y el intelectual francés, «La pareja que lo tiene todo, excepto hijos» (Le Figaro, julio de 2013); «La máxima antimamá» fue el encabezado de un texto reciente sobre Sloane en la Vogue británica (en dicha revista la citaron diciendo: «La reproducción es similar al ecoterrorismo»). Había sido culpa de la hora de la entrevista: las 3 p. m., su peor momento. Los bajos niveles de azúcar, el cansancio. Ella y la enérgica periodista, el chardonnay barato. Ecoterrorismo. Sí… qué bueno que la familia de Sloane no leía mucho. O quizá habían desarrollado un interés en las revistas de moda europea desde la última vez que se vieron, tres años atrás; no había forma de saberlo. Pero, de acuerdo con el boletín anual del 4 de julio de su hermana (sí, en serio hacía eso), Leila estaba esperando su tercer hijo. Tras la muerte de su padre, cuando Leila tenía dieciocho años y Sloane veintidós, fue Leila y no Sloane quien se reveló como la historia de éxito de la familia: combatió la muerte con un nacimiento. Sloane había hecho predicciones que revolucionaron la industria de la tecnología: presagió el simbolismo de las raíces en la industria alimentaria antes del 9/11, predijo el gesto, ahora omnipresente, de las pantallas táctiles, el swipe. Había dado conferencias, consultas y simposios en treinta y siete países hasta la fecha, era dueña de un departamento en el Distrito VI de París, tenía la clase de amigos que eran conocidos sólo por su nombre de pila. A mucha gente le interesaba la vida que había construido. A ella también solía interesarle. Roman dio un toque en la pantalla para pausar la tontería que estaba viendo. —¿Tú hiciste esto? —preguntó demasiado alto, pues aún tenía los audífonos puestos. Sloane se llevó un dedo a los labios antes de responder; los pasajeros estaban durmiendo.

—¿Hacer qué? —Cantar con chicas. Ella lo miró con suspicacia. —No. —¿Y los chicos también cantan? ¿Y son populares? Pese a no querer hacerlo, Sloane se rio. —Cantar a capella no era cool cuando yo estaba en la universidad —dijo—. Se volvió cool gracias a un programa de televisión llamado Glee. Roman enarcó las cejas. —Todos conocen Glee. Sloane se enfureció ante ese nuevo desprecio. Roman sabía todo respecto a todo, ahora que era una ciberestrella. Era desafortunado para una predictora de tendencias como Sloane preferir la vieja versión de su novio al Roman 2.0. Cuando se conocieron, Roman era un ñoño, un investigador de mercado para los productos de Unilever en Francia. De inmediato le atrajo su ingenio creativo y esa calma desconcertante que Sloane luego identificó como optimismo, algo poco común en los ses. Se conocieron en un focus group para una nueva línea de jabón para hombre. Los comentarios de los consumidores fueron inútiles («Quiero algo que huela a carbón, pero también agradable, como a jabón», por ejemplo), pero cuando Roman se despidió de los ejecutivos de la industria, lo hizo con una antanaclasis perfecta: «No sé con qué, caballeros, pero me lavo las manos de esto». Sloane recordaba que había pensado: «Es algo pretencioso. Pero sin duda parece divertido». Últimamente era más que nada pretencioso. Roman había pasado de las investigaciones de mercado a ser un erudito profesional: daba conferencias por Europa sobre los cambiantes paradigmas del tacto. Incluso había acuñado un término para su investigación: «neosensualismo». Y eso lo convertía en un «neosensualista»; el término se había puesto de moda. Entre sus artículos de opinión sobre cómo lo físico estaba cambiando en un mundo digitalizado y su

cada vez más colorida presencia online, Roman se había ganado un espacio entre los intelectuales europeos. Pero cuando incorporó el traje Zentai en sus redes sociales y en sus presentaciones, encendió la chispa de su estrellato en internet. La primera vez que Sloane vio a Roman en aquel traje sin costuras que era el sello distintivo de esa práctica japonesa, fue en su cocina en París, y lo único que logró salir de su boca fue una carcajada. El traje lo cubría de pies a cabeza, no había agujeros para los ojos o la boca, se ponía entrando por una pequeña abertura. Si se colocaba correctamente, parecía que hubieran metido el cuerpo del en peltre líquido. —Pareces un superhéroe —dijo Sloane, retirando la vista de su trabajo para observar a la exótica figura que estaba junto al refrigerador—. ¿Para qué es? «¿Para qué es?». Ahora esa frase la asqueaba. Había estado tan segura de que lo de usar el traje era algo excepcional. Algo para una conferencia. Para agradar a la multitud. Clickbait. —El traje Zentai es fascinante —dijo Roman, pasando las manos suavemente por su cuerpo—. Es una invitación… y un rechazo, ¿no? Presenta el cuerpo como algo anónimo que puede ser contemplado, pero a lo que en realidad no se puede acceder. —Colocó los brazos detrás de su extraña cabeza—. He encontrado mi avatar. Y vaya que sí. En una universidad estadounidense, probablemente habrían despedido a Roman por dar una clase en ropa de fetiche, pero en París lo celebraron: cumplía con su nueva función, que era especular sobre la sensualidad en la era digital. Roman presentaba los trajes como un camino tanto a la tentación como al rechazo. —Ya ves lo lejos que pueden llegar las implicaciones —solía decir—. Anticonceptivos, aventuras románticas. —¿Aventuras románticas? —le preguntó Sloane. —Si no se puede penetrar y no se puede tocar, ¿se le puede considerar un engaño? Sloane descansó su cabeza contra la ventana del avión, que estaba helada al tacto. De cualquier modo, Roman la engañaba con su teléfono. Justo antes de

irse a Estados Unidos, la popular revista de noticias sa Le Nouvel Observateur le había hecho una semblanza: «Touché: Un día en la vida del neosensualista Roman Bellard», y desde entonces su celular no había parado de sonar, y timbrar y vibrar. Al texto lo acompañaban seis páginas de fotografías: Roman haciendo las labores normales de cualquier parisino trabajador, leyendo las noticias en el quiosco, olfateando melones en el mercado, dando una caminata por el parque. La diferencia era que hacía todo eso con un traje Zentai ceñido a su cuerpo. Caminando por la ciudad en su traje dorado, viajando en metro, contemplando el Sena. La supuesta elegancia y despreocupación con la que Roman se apropió de un traje fetiche entusiasmó a los grupos sofisticados. De la noche a la mañana, su cuenta de Instagram se sobrecargó. Doscientos, cuatrocientos mil: Sloane dejó de revisar antes de verla llegar a quinientos mil. En París solían dar conferencias juntos (la prensa local se refería a ellos como un «duo de choc!», lo cual a Sloane le parecía una forma adorablemente juvenil de decir «pareja poderosa»), pero había sido sigilosa y guardado con recelo la noticia del encargo que le hizo Mammoth, el gigante de la tecnología, que la había llevado de vuelta a Estados Unidos por medio año. La discreción era algo fundamental en la industria de las tendencias, y en parte por eso se mostraba reticente a hablar del tema, pero había algo más. Sus instintos le decían que no debía involucrar a Roman en el terreno de Mammoth. Sloane conocía la cláusula principal de su contrato laboral al pie de la letra; la enorgullecían algunas de las cosas que había hecho para convertirse en una persona que podía tomar un proyecto así, y por primera vez se dio cuenta de que no quería compartir:

Con su experiencia global en las tendencias de las industrias de la moda, la belleza, la tecnología y el entretenimiento, ayudará a nuestros equipos creativos a darles forma a sus ideas para nuestra Cumbre de ReProducción en junio.

Cada año, el gigante de la electrónica organizaba una cumbre de tres días sobre

tendencias de consumo que atraía a pioneros y visionarios de todo el mundo para discutir el tema elegido. Esta vez se habían ido a lo grande y polémico: «¿Qué haremos cuando dejemos de tener hijos?». Daxter Stevens, CEO de Mammoth, necesitaba a alguien con un nombre mundialmente reconocido. Alguien con visión. Alguien que entendiera. Alguien sin hijos. Y ese alguien era Sloane Jacobsen: progenitora de ideas, profeta del swipe. Instintos: sí; maternales, no. Cuando se trabaja en las tendencias, toma algún tiempo elegir una especialidad. Aunque Sloane comenzó en belleza (pasando rápidamente de ser una principiante estadounidense en París a la directora creativa no oficial del gigante de los cosméticos Aurora), en lo que destacaba era en mapear lo que querrían los ricos inquietos próximamente. Y, actualmente, eso no eran hijos. Durante las últimas dos décadas, el ego de la clase media alta estadounidense había querido objetos portátiles y sistemas de posicionamiento global, no hijos. Para las muchas compañías en las que trabajó como consultora, Sloane esbozó un mundo que se volvía cada vez más egocéntrico, pronosticando crecimiento en electrónica y mejora personal, y una baja en los nacimientos, porque tener hijos es para los abnegados. ¿Que si se arrepentía de los artículos en los que se refirió a la reproducción como algo miope? Pues hay matices. Probablemente pudo haber usado una palabra más amable, pero jamás se retractaría ni se disculparía por sus opiniones. Para el mundo, ella era una mujer exitosa, influyente, sin arrepentimientos: la máxima antimamá. Y qué bueno. A juzgar por la incompatibilidad emocional que tenía con su propia madre (una cuidadora compulsiva), Sloane habría sido pésima para la maternidad. Simplemente no tenía lo que se necesita para ser generosa. Además, no era fan de tener miedo, y amar a alguien más que a ti mismo debía ser terrorífico. Junto a ella, Roman se rio de algo en la película. Sloane estiró el cuello para ver qué era, pero la pantalla estaba acomodada de un modo en que sólo veía negrura.

dos

En los años cincuenta, los aparatos electrónicos personales eran algo aspiracional: un reflejo de los deseos de la clase media. Cuando a Daxter Stevens lo sacaron de Greylight Advertising para ser el CEO más joven en la historia de Mammoth, los aparatos electrónicos se elevaron a un nuevo nivel: eran ellos los que nos decían cómo debíamos vivir. A las televisiones, los sistemas de juegos, los teléfonos y las computadoras que habían afianzado a Mammoth en los ochenta, Dax les añadió servicio de internet, productos de estilo de vida, redes sociales, sistemas de seguridad, integración humano-máquina y tecnología con energía verde. Por esto, Mammoth creó muchas cosas que se movían con energía solar, una de las cuales era un vehículo sin conductor para el uso personal de Sloane. El carro era un prototipo que de manera provisional (y poco creativa) se llamaba M-Car, diseñado para ofrecer una experiencia más personalizada que los autos de la competencia, la mayoría de los cuales aún no podían diferenciar entre calle y banqueta. El problema de tener un vehículo sin conductor era que no tenía conductor: nadie te recibía al llegar. Sloane no le había pedido a nadie de su familia que fuera a recogerla y nadie se había ofrecido. Probablemente creían que tenía un platillo volador que acudía a su lado con sólo tronar los dedos. —¿No está el auto? —preguntó Roman frunciendo el ceño, con los ojos puestos en la calle, donde unos sedanes mal lavados para viajes compartidos esperaban a sus pasajeros. Sloane revisó los mensajes en su teléfono, arrepintiéndose en cuanto bajó la vista. En el último año había desarrollado algo así como una alergia a su smartphone. Migrañas, problemas de visión y aumento de la temperatura corporal. Su terapeuta decía que eran síntomas de ansiedad, pero Sloane había ido un paso más allá y lo había llamado «ansiedad ambiental». Si fuera por ella, tiraría los aparatos a la basura, se desharía de la disponibilidad constante, del creciente estrés de estar siempre en la mira. Pero Sloane no podría ganar lo que ganaba si decidiera desconectarse. Era la palabra del milenio. Celebridades,

votantes negros, claridad inducida por la ayahuasca: todo y todos debían estar al «alcance». —La asistente de Daxter dice que el auto está estacionado —anunció Sloane, mostrando el e-mail—. Pasillo treinta y siete. Nivel B. Los ojos de Roman se abrieron de par en par. —¿Simplemente está estacionado? Sloane se encogió de hombros. Sí, resulta que el prototipo de uno de los primeros vehículos que se conducían solos estaba en un estacionamiento suburbano, entre una Ford Explorer oxidada y un Civic Honda.

Sloane ya había estado dentro de vehículos autónomos antes, pero sólo de los que ofrecían un nivel de confort equivalente al de un carrito de golf. En los focus groups, Mammoth notó que los consumidores a los que estaban dirigidos los autos que se manejan solos aún querían sentir que los estaba llevando alguien, lo cual significaba poner un conductor invisible al frente y a los pasajeros detrás. El techo del auto tenía luces regulables individuales, un divisor color ónix y asientos de piel que daban masajes. Lo mejor de todo era que el vehículo tenía nombre. Tras ver un video instructivo que presentaba tanto los beneficios como las limitaciones de la tecnología LIDAR del auto, las luces del techo subieron de intensidad y el carro se encendió. —Buenos días, señora Jacobsen. Buenos días, señor Bellard —dijo el auto con una voz nítida—. Mi nombre es Anastasia y seré su conductora. ¿Podrían ubicar los botones de emergencia y de sus cinturones de seguridad, por favor? «Anastasia», pensó Sloane, sonriendo para sí misma. No habían cruzado el túnel Queens-Midtown, sino la estepa rusa. —¿Debemos contestarle? —susurró Roman, preocupado, interrumpiendo la fantasía de Sloane sobre caballos y pieles blancas. Ella se inclinó hacia adelante y dirigió su voz al tablero. —Un gusto conocerte. —Pero ¡si el placer es todo mío! —respondió Anastasia con un entusiasmo muy marcado—. ¿Su vuelo 9773 de Air del aeropuerto Charles de Gaulle al JFK fue agradable? —agregó. —Eeeh, sí. —Sloane notó que Mammoth tenía que trabajar en esos horrores conversacionales—. Lo fue. —Me alegra escuchar eso. Y ¿aún vamos hacia la calle Nueve Este y la avenida C en Manhattan? Junto a Sloane, Roman chascó la lengua, que era la forma en la que los ses comunicaban su exasperación. Cuando Mammoth dijo que le rentaría un

departamento a Sloane en cualquier lugar que ella quisiera, Roman había propuesto el Upper West Side, pero su comprensión inmobiliaria de Nueva York se basaba principalmente en las primeras películas de Woody Allen y no se daba cuenta de que esa área había cambiado desde Annie Hall. Sloane confiaba en las señales y en las pistas para hacer su trabajo de buscar tendencias: observaba la forma en la que se comportaban las personas, cómo cambiaban sus gustos y disgustos, la forma en que hablaban y se vestían. Aunque era posible buscar el trasfondo de las nuevas conductas en las grandes tiendas, no era preferible. No se podía discernir mucho sobre la humanidad viendo que Costco tenía una gran venta de truchas ahumadas. Era por eso que Sloane quería vivir en el barrio de Alphabet City del East Village, un lugar conformado mayormente por tiendas de cadena y helado de yogurt gratis. Como la persona blanca y adinerada que era, Sloane sabía que había algo de inocencia en creer que Alphabet City era el Nueva York «real». El Nueva York «real» ya no existía. Sin duda no estaba en Brooklyn, recientemente nombrado «el lugar menos asequible en Estados Unidos». Brooklyn ya no era tanto un vecindario como una categoría, como el queso importado. Pero aun así, con sus muchos olores, sus parques comunitarios, sus botes de basura llenos de platos desechables manchados por rebanadas de pizza de noventa y nueve centavos y sus ristrettos de seis dólares, había algo que la llamaba. Alphabet City no era perfecto, su nueva casa estaba a apenas dos cuadras del lugar donde ocurrió el disturbio de Tompkins Square Park, en el que cientos de personas pidieron a esos malditos yuppies que se murieran, pero al menos no era un lugar letárgico. Porque a Sloane le asustaba más el letargo que la tensión comunitaria: lo insípido de los condominios de lujo, con sus gimnasios, y servicios de tintorería y tiendas dentro de los edificios con smoothies verdes de chía, que proponían, e incluso celebraban, que todos fueran iguales, que lucharan por ser iguales. La última vez que Sloane vivió en East Village, se alojó en un pestilente departamento de una habitación y sin elevadores junto con una especialista en estudios de las mujeres llamada Ramona y su tercera roommate de facto, su hermana Leila, una estudiante de preparatoria que la visitaba mucho. Sloane amó esos tiempos fáciles y escandalosos, cuando demasiados pelos en el desagüe de la tina calificaban como un problema. Además de la fatiga de la globalización, fue también la nostalgia lo que la atrajo de regreso a Alphabet City. Su lado

sentimental requería esconderse constantemente. —Si me permiten —dijo cantarinamente Anastasia, haciendo que Sloane volviera de golpe a su viaje—, el radar térmico en los asientos ha detectado una temperatura elevada en el señor Bellard, lo cual sugiere deshidratación moderada. Tenemos una gran variedad de bebidas en el refrigerador de temperatura regulada, bajo el divisor del asiento, así como una cafetera individual que no recomiendo activar en este momento por el tema de la mencionada deshidratación. Sloane abrió el minibar y sacó dos botellas de agua. —Agua embotellada —dijo, entregándole una a Roman, cuyos labios casi nunca tenían o con otra cosa que no fuera cafeína o vino tinto—. Bienvenido a Estados Unidos.

tres

Cuando Sloane era niña, su mejor amiga, además de su hermana (quien era apenas una bebé), era una alegre argentina llamada Marti Fernández. Marti se quedó a dormir en su casa casi todos los viernes durante su primer año de secundaria y, como la mayoría de las chicas de esa edad, seguían platicando mucho después de que la mamá de Sloane les ordenara dormirse. En una de esas pijamadas, Sloane se despertó tras un sueño. Había visto al hombre con el que Marti pasaría el resto de su vida, y lo había visto tan claro como el día. Marti había regresado a Argentina y estaba en la cocina de su casa de adulta. El hombre tenía un rostro ancho, una sonrisa amable, un peinadillo infantil, la nariz afilada y las manos grandes. Parecía alguien gracioso y amable. Sloane se despertó con el corazón latiéndole a tope, como si estuviera saliendo de una pesadilla, segura de que había visto a alguien que existía, pero lo había visto veinte años en el futuro. Cuando Marti despertó, Sloane le dijo que había visto al hombre con el que iba a casarse. Que había visto su cocina. (No le gustaron sus encimeras de granito, pero eso no se lo dijo). Que la vio viviendo en Buenos Aires con sus hijos. Marti se rio sin control, pidiéndole todos los detalles sobre su futura vida de adulta. Después de que Sloane le contó todo lo que pudo recordar, Marti se dejó caer sobre la almohada, mirando con ojos soñadores hacia el cielo. —¡Qué mal que nunca voy a volver a Argentina! Pero sí volvió. Su antigua preparatoria enviaba boletines con frecuencia, y Sloane, ya adulta, ahogó un grito cuando vio las más recientes actualizaciones de la clase del 95. Marti se había casado, y se había casado con él: el hombre que Sloane había visto en sus sueños tantos años atrás. Era el mismo hombre, con la misma edad que tenía en su visión, la misma sonrisa fácil y cabello abundante, mucho más alto que la pequeña Marti, generoso y amable. Ahí, en el departamento que sería suyo y de Roman, Sloane sintió esa misma

corriente perturbadora recorriéndola por dentro: la desconcertante sensación de que sabía cómo terminaría todo. Intentó deshacerse del presentimiento y se dijo que todo iba a estar bien. —¡Así que es verdad! —gritó Roman mientras dejaba sus maletas en el suelo—. ¿Los neoyorkinos nunca cocinan? Escaleras de emergencia oxidadas, superficies talladas con cloro para encubrir el preexistente olor a cerveza vieja y juventud: habían llegado a su nuevo hogar. Sobre el suelo de linóleo blanco y negro, Sloane observó cómo Roman investigaba la diminuta cocina iluminada por el sol; desde la ventana se alcanzaba a ver la majestuosa torre Christodora. Roman abrió las alacenas y se asomó al refrigerador mientras Sloane disfrutaba los siseos, crujidos y rechinidos de un departamento de Nueva York. Ya había olvidado la cacofonía que hacían los sistemas de plomería, el correr del agua por el edificio, el clip-clap de las publicistas entaconadas secándose el cabello, pisos enteros de arrendatarios que se negaban a poner alfombras. Aunque era más grande, estaba más arriba y por tanto resultaba significativamente más caro, la vibra no era muy diferente a la de su hogar de la universidad: arquitectónicamente inhóspito, imposible de mantener limpio. —¿Este horno siquiera funciona? —gritó Roman desde la cocina, de donde ella acababa de salir. —¡Probablemente no! —le respondió Sloane, asomándose a la habitación que esperaba que fuera su oficina, aunque sabía cómo eran las cosas en Manhattan: jamás estaría en casa. Tendría algunos cambios de ropa y un cepillo de dientes extra en su escritorio del trabajo, y ese cuarto soleado y perfecto terminaría siendo de Roman, para que se dedicara al libro del que sólo decía que era sobre «¡neosensualismo!» cada vez que Sloane le preguntaba. Sus amigos en París creían que era raro que Sloane no lo presionara para saber más sobre el proyecto, que no hubiera leído ningún avance aún. Pero ella defendía el proceso creativo. Respetaba el ritmo y la privacidad de Roman. Además, si sus fotos del Zentai urbano eran una pista, estaba bastante segura de que iba a odiarlo por completo. Llegó al baño, un espacio cubierto por más linóleo blanco y negro, con un hermoso lavamanos rosa modernizado para parecer antiguo. Pese a las obvias

renovaciones, aún se mantenía ese aroma a leche podrida que Sloane recordaba de su departamento en la universidad, un lugar tan estrecho y poco ventilado que tenían que guardar su maquillaje en el refrigerador para que no se derritiera. En la repisa derecha de arriba, Sloane incluso conservaba una taza para cuando la visitaba su hermana, con los delineadores de Wet n Wild que a Leila le daba miedo usar frente a su mamá. Era casi vergonzoso lo mucho que se divertían. Las tres chicas se metían en el pequeño baño, con Ramona sentada en el borde de la bañera, rizándose tranquilamente el cabello mientras Leila experimentaba con looks de maquillaje extremos en Sloane, quien fingía que eso le molestaba mientras la música retronaba desde su radiocasetera con agudos exageradamente altos. Probablemente, de no haber sido por Leila, Sloane hubiera pasado todas las tardes de sus años de universidad en las librerías. Su hermana despertaba el lado alegre de Sloane, aligeraba su seriedad, intentaba mostrarle que no todo necesitaba ser analizado, que algunas cosas simplemente eran divertidas y nada más, como beber margaritas del tamaño de tinas de baño en Tortilla Flats o bailar con un desconocido entre las mesas de un bar. Bailar, Dios, eso también parecía algo de otra era, como los bípers y los patines. La última vez que a Sloane la tocó un extraño, por no mencionar la última vez que bailó con alguien, fue durante una revisión de la aduana. Su equipaje de mano había activado una alarma (rápidamente sacaron el spray facial de más de cien mililitros que esperaba poder colar en el vuelo), pero al estar ahí, con los brazos abiertos y las palmas hacia arriba, con una mujer uniformada anunciándole dónde la iba a tocar y por qué, sintió las palmas de la mujer posándose sobre su hombro para luego deslizarse con cierta firmeza… fue ridículo, la verdad. Más ridículo que las margaritas gigantes. En aquel momento Sloane sintió ganas de llorar. —¡Querida! —gritó Roman, seguramente desde el dormitorio—. ¡La cama está mal! Al entrar, Sloane encontró a su pareja bocabajo sobre el colchón, con las palmas abiertas y los dedos arqueados. —¡Tiene bótox! —dijo él, levantando una mano. Sloane observó cómo el material se regeneraba lentamente para borrar la huella de su mano.

—Memory Foam —comentó, sentándose junto a él—. Se amolda a tu cuerpo. —¿Por qué? Ella frunció el ceño e intentó no preocuparse. No era un desequilibrio químico lo que la tenía sentimental, sólo era el jet lag. Normalmente se hubieran enfrascado en la reflexión: ¿por qué el Memory Foam era un relleno tan aspiracional para el consumidor estadounidense?, pero Sloane estaba demasiado cansada. —No lo sé —reconoció con voz cansada y sin emoción—. Es una de esas cosas que a todos les dijeron que les deberían gustar, así que empezó a gustarles. —Pues yo no quiero esta cama —dijo Roman, hundiendo un pulgar en la espuma de poliuretano. —A mí tampoco me gusta. Se quedaron en silencio. Era la primera vez desde hacía mucho tiempo que estaban de acuerdo en algo en la cama. Lo que al principio parecía desinterés por parte de Roman comenzaba a verse como una aversión al sexo, o al menos a la clase de sexo que Sloane quería. Ella trabaja mucho. Estaba a unos cuantos meses de los cuarenta. Al final del día, simplemente no tenía ganas de revolcarse con un traje fetiche sin ojos. Roman se acostó y suspiró con gran paz: pronto se quedaría dormido. Por su parte, Sloane observó su nueva habitación y pensó en lo inútil que podía llegar a ser el sentimentalismo. Elegir un departamento cerca de sus antiguos terrenos universitarios no iba a hacer que Ramona apareciera mágicamente con su kimono de piñas y su cabello enredado en una toalla tras un baño de burbujas; no iba a transportar a Leila a su lado, observando una nueva caja de tinte Manic Panic, ebria de libertad. Sloane necesitaba un lugar donde vivir durante su estancia en Mammoth, y ese departamento servía. Que casualmente estuviera a un viaje en auto de su familia por primera vez en casi dos décadas no iba a cambiar nada, y era ingenuo pensar que podría hacerlo. Así que no. Sloane no podía simplemente invitar a su hermana para pasar juntas una noche de mucho queso y vino, no podía pedirle que se consiguiera una niñera para que pudieran ver matinés de permanencia voluntaria, no podía llevarla al baño mientras Roman abría la segunda botella para confesarle que no habían tenido sexo en más de dieciocho meses.

Al contrario que en su vida profesional, donde estaba a favor de la confrontación, en su vida personal Sloane tendía a esconder las cosas debajo del tapete. En su interior, mientras hacía su vida en París y observaba a la gente detenerse frente a los puestos de flores, oliendo las rosas con ilusión, pensaba que lo que estaba pasando entre ella y Roman era sólo una etapa. Era imprescindible que sólo fuera una etapa, o al menos que evolucionara hasta convertirse en algo que no la lastimara tanto. El interludio en Nueva York sería bueno para ellos. Una oportunidad para reajustarse. En el mejor de los casos, sería una distracción bien pagada. En el peor, otro tapete debajo del que esconder las cosas. Sloane miró a su alrededor una vez más y sintió cómo la llamaba el sueño. Empeoraría su jet lag, pues lo mejor sería obligarse a permanecer despierta hasta tarde, pero Roman ya estaba respirando pacíficamente, y tampoco quedaba mucho por desempacar. Dadas las alternativas, mediterráneas o no, el sueño parecía el lugar más seguro que visitar.

cuatro

Sloane no soñaba mucho con su padre. Tenía que estar agripada o profundamente (muy profundamente) sumergida en el sueño REM, y eso casi nunca pasaba. Pero el jet lag es de veras alucinógeno. Antes de la muerte de su padre, Sloane siempre podía contar con él, Peter, para que le ofreciera sus extraños consejos («El pensamiento se hace en la boca» era uno de sus favoritos) antes de los momentos más importantes de su vida, así que era normal, o normalmente anormal, que se le apareciera para apoyarla en su primer día de trabajo en Mammoth. En su sueño, Peter estaba sentado ante un piano que seguía en la casa de su madre, con su cabello castaño aplastado bajo una gorra de béisbol y su cuerpo enjuto encorvado sobre el instrumento; antes ese era el juego favorito de Sloane y su padre: menor, menor menor. Peter tocaba un acorde y ambos gritaban según las emociones que representaba: menor para los sonidos atemorizantes, y menor menor para los que los impresionaban. —Mayor menor —dijo Sloane, porque, en su sueño, su padre había presionado su dedo sobre el do mayor. —¡Jugo de fruta! —agregó él con tono enigmático, sacando la lengua. El retorcido sentido del humor, la emoción compartida de ponerle atención a algo que la mayoría pasaba por alto, el respeto por la manera en que tu entorno puede alterar tu estado de ánimo… todas esas cosas que su padre le heredó estuvieron presentes en su sueño. Lo que no estuvo presente: el recelo que su madre parecía tener respecto a su relación, lo que provocaba que Sloane disfrutara aún más su extraño juego con el piano. Siempre sentía una curiosa sensación en su panza cuando levantaba la vista del teclado y se encontraba a su madre observándolos con una expresión adolorida y confundida, como si hubiera trasplantado mal una de sus plantas. Sloane nunca se dejó llevar por las formas obvias de sentirse especial en la adolescencia, nunca usó demasiado delineador ni se hizo un tatuaje. Pero sí fue

una inadaptada, y su padre, un gran hombre, un buen hombre, también lo había sido. Sloane pensaba antes de hablar y lo hacía de manera notoria, pero Peter siempre se mostraba complacido por la capacidad de observación de su hija. Como era arquitecto, iraba la paciencia, que se prestara atención a los detalles y que se calibraran todos los lados. En su campo de trabajo, hacer conclusiones apresuradas significaba que los edificios podrían colapsar. Pero a Margaret Jacobsen no le gustaba tener a dos personas así en su casa. Siempre había visto a su hija mayor como un misterio que ella no tenía permiso de desentrañar. —Es una pensadora profesional —dijo Peter cuando su esposa acusó a Sloane de ser «sombría». Si se quedaba despierta lo suficientemente tarde, Sloane siempre podía escuchar partes de esas conversaciones desde su escondite en la escalera. Margaret quería que sus hijas fueran felices. Cualquier otra cosa que no fuera felicidad la asustaba. Lo cual hizo que tuviera mucho miedo cuando Peter murió. —¿Dormiste bien? —le preguntó Roman con un gesto indiferente en su camino hacia la sala, donde iba a hacer yoga. Ya se había bañado, y después del yoga se volvería a bañar. Su obsesión con la higiene personal hacía que Sloane se sintiera contagiosa. Se tocó el cabello, despeinado y pajoso, que llevaba recogido en un chongo. —Dormí muy profundamente, la verdad —respondió ella, avanzando con pesadez hacia la sala, viéndolo desdoblar su tapete de yoga. Los aromas eran parte importante de su profesión: podía rastrear lo que la gente querría en años venideros por la forma en que les gustaba oler, y Sloane anheló sentir el olor del café recién hecho llenando su departamento. Pero eran un hogar dividido por las bebidas matutinas. A Roman sólo le gustaba el espresso preparado por un profesional; en casa bebía té verde. Por consiguiente, Sloane tomaba café en cápsulas y los resultados olfativos eran decepcionantes. Ya no quedaban olores que llenaran la casa para darle los buenos días. Le dio la espalda a Roman con el objetivo de alistarse para su primer día en el trabajo. Otra imagen de su sueño volvió en ese momento: su padre en un clóset oscuro, lleno de vestidos de un azul tan oscuro que casi eran negros. Los ganchos estaban hechos de audífonos de chícharo que brillaban en la oscuridad. Peter le estaba haciendo una señal, pero no era para que se acercara. Era para que se alejara.

—Destrúyelo, princesa —dijo con una sonrisa vaga antes de empujar la puerta para abrirla; era el tipo de consejo lo suficientemente oscuro para que sonara como algo que él hubiera dicho. Fue raro soñar con tanta ropa: en la vida real Sloane usaba lo mismo todos los días. Dependiendo del clima: túnica de lana/túnica de algodón, leggings, sandalias/botas. Su única concesión al estilo era agregar un collar, por lo general algo enorme y extraño. Su uniforme era en parte para ganar tiempo y en parte premeditado: como predictora de tendencias, debía mantenerse neutral en el vestir a toda costa. Las modas cambiaban constantemente; los deseos también. Tener un uniforme sugería que ella no cambiaría. Sloane cerró los ojos por un momento, intentó sacudirse el sueño con respiraciones. Claro que había pasado el tiempo suficiente para saber que su padre ya no estaba, pero en los primeros días tras su accidente, cuando llegó a París por primera vez, con el cambio de horario, y de alimentación y del idioma, que aún no dominaba, pasó muchas mañanas perdida en el sopor, intentando separar la realidad de la fantasía. Su trabajo en Aurora había sido un trampolín para el resto de su carrera, pero para lo que realmente lo usó fue para justificar que anduviera como sonámbula. Aceptar un puesto en París significaba que tendría que subirse a un avión y que tendría que vivir al otro lado del océano. «Tener que», esa expresión salió a relucir cuando su hermana la llamó egoísta, cuando su madre gritó «¿Por qué ahora?». Sloane sostenía que la oportunidad se presentó antes de la muerte de su padre. Aunque también era cierto que el trabajo le permitiría hundirse más en la negación que se había convertido en su mecanismo de defensa. Se arregló el cabello y se puso un tono durazno pardo en los labios. Podía escuchar desde la sala la voz pacífica y monótona del instructor de yoga en video que guiaba a Roman en su entrenamiento físico. Roman no era alguien que se ejercitara solo ni que hiciera nada solo, a decir verdad. Le gustaba la compañía, especialmente la formada por pixeles en las pantallas y los teléfonos. A Sloane también solía gustarle, fue una de las cosas que los unió, su fe compartida en la tecnología. Pero ya habían pasado tantos años de avances tecnológicos que la imagen de la gente observando sus dispositivos le resultaba tan repugnante como la de los ordeñadores mecánicos en las ubres de las vacas. Su menguante entusiasmo por la electrónica fue otra razón por la que aceptó el trabajo en Mammoth. Entre tantos creativos y líderes tecnológicos, esperaba, o más bien necesitaba, que se renovara su fe en la tecnología.

Cuando terminó de vestirse fue a la sala, y su perfume llenó el espacio que estaría tomado por el sudor de Roman si tan sólo tuviera glándulas que le permitieran una vergüenza como esa. Él se acomodó en la pose del guerrero, con las manos sobre la cabeza. —Buena suerte —dijo con gesto alegre—. ¡Ya quiero conocerlos! Sloane se sorprendió. En su vida normal, Roman conocería a sus colegas. También habría trabajado para ellos. En París habían colaborado. «Le duo de choc». Ella lo llevaba a sus proyectos y él siempre buscaba su consejo e ideas para sus conferencias. Que ahora evitaran las opiniones del otro, que él tuviera un libro secreto, era otra cosa que debía esconderse bajo el tapete. —Que no se te olvide la cena en casa de mi madre —dijo ella, buscando sus llaves. Roman recibió su recordatorio con una perfecta pose de cobra.

Ya en la calle, Sloane consideró sus opciones. Era un día hermoso: fresco, vigorizante, que vibraba ante la promesa de que las cosas podían salir mal o bien. En noviembre era raro un día tan templado como ese, y Sloane quiso caminar hasta las oficinas de Mammoth en Union Square, pero se imaginó que no estaría bien que no llegara a su primer día de trabajo en el auto sin conductor que le pagaba la compañía. Así que hizo swipe a la izquierda en la app de M-Car para llamar a su carruaje, que estaría allá donde fuera que Anastasia lo recargara. A Sloane le gustaba imaginarse al vehículo en unos establos imperiales, con candelabros y palafreneros enguantados, y el aroma turboso de los caballos tibiando el aire. Ya fuera un establo de lujo o un garaje cualquiera, quedó claro que estaba cerca. Anastasia dobló la esquina en dos minutos exactos. —Buenos días, señora Jacobsen —canturreó Anastasia cuando llegó—. ¿Café? Tengo una leche maravillosa. ¿O acaso ya tomó cafeína? Sloane miró agradecida hacia la cafetera en el divisor de asientos. Lo que sacrificaría en términos de beneficios para la salud al no caminar al trabajo lo ganaría al no tener que frecuentar esos lugares sadomasoquistas de espresso donde los empleados actuaban más como artesanos que como baristas. No tuvo que decirle a Anastasia cómo tomaba su café; su conductora ya había sido informada sobre sus preferencias en bebidas y su taza no estaba completamente llena para que Sloane pudiera volverlo dulce y ligero. No era una chica de lattes. O, más bien, no lo había sido hasta que se mudó a París. Los turistas romantizaban la calidad del espresso de esa ciudad, pero casi nunca se escuchaban alabanzas sobre la forma en que una mesera sa servía la leche. —Entonces, ¿vamos a la oficina? Sloane se sintió agradecida por el tono de pregunta en la voz de Anastasia. Quería creer en un mundo donde todas sus elecciones no estuvieran ya hechas, donde pudiera decir que no, que prefería un picnic invernal en Coney Island, o pedirle a Anastasia que fuera hacia el norte para una visita sorpresa a Cabo Cod. La espontaneidad iba de la mano con la longevidad, eso fue algo que su padre le

enseñó. Él, que era profundamente enigmático, misterioso a más no poder. Vaya bien que le hizo ser espontáneo. —¿Cómo va su adaptación, señora Jacobsen? ¿Cómo está el departamento? —Puedes llamarme Sloane —dijo ella, poniendo una servilleta de tela sobre su pecho por si la tecnología LIDAR del carro las hacía detenerse de golpe ante un bache—. El departamento es hermoso —continuó, preocupada de haber sido brusca—. Es justo lo que quería. Viví aquí, en la universidad. —Pues debe sentirse muy bien estar de vuelta —respondió Anastasia—. ¿Tiene familia aquí? Sloane hizo un gesto de dolor. A Anastasia le habían dado suficiente información para saber cómo le gustaba su café, pero no tanta como para saber que Sloane era algo así como una Jacobsen autoexiliada. No es que eso debiera estar en su currículum. Nunca mencionó el accidente de su padre cuando le preguntaron por qué vivía en París, ni siquiera a sus amigas. Por su información fiscal se asumía que contaba con un profesional con el cual discutir sus problemas íntimos. Es increíble lo dispuestas que están las personas a creerte cuando dices que algo está bien. —Mi familia está en Connecticut —respondió Sloane—. Así que no están lejos. —Oh —dijo Anastasia en voz más baja—. Ha cambiado su tono de voz. —¿Disculpa? —Sloane se sobresaltó, tanto sorprendida como, muy dentro de ella, conmovida de que el mecanismo de reconocimiento del habla estuviera ajustado para advertir esos detalles. —Su voz bajó media octava —comentó Anastasia—. Pero no tenemos que hablar de eso. Distintas fuentes me han dicho que Navidad y Fin de Año son tiempos difíciles. En vez de ofrecerle una respuesta, Sloane le dio un sorbo a su café. Se sentía a la defensiva, pero también con ganas de hablar. La asombrosa percepción del carro la estaba suavizando. —¿Sabes? Si revisas la agenda, notarás que en la noche vamos a casa de mi madre.

—¡Es cierto! —canturreó Anastasia, eligiendo no escuchar el tono acusatorio en su voz—. ¡Stamford! ¡La ciudad que trabaja! —Exactamente —respondió, tan impresionada como molesta. ¿Así que Anastasia era sensible y ocurrente? Quizá Sloane andaba con la máquina equivocada. Mientras esperaban en una luz roja, Sloane miró a una transeúnte que se ajustaba al código de vestimenta de la moda de Nueva York. Ya sabía lo que se iba a encontrar, claro, pero eso no evitó que se desanimara al ver que tenía razón: indiferencia militar (leggings de falso cuero, blusas tejidas en colores pardos, chaquetas militares, botas pesadas). Marsella, Hong Kong, Sídney, Mumbai… en todas partes era igual. La respuesta visual de un mundo cansado, incluso aburrido, de estar en guerra. La luz se puso en verde y Anastasia sufrió el ataque de los cláxones de la gente que tenía choferes reales en sus autos. Para cuando pasó a primera, la luz ya se había vuelto amarilla de nuevo y los otros autos las habían rebasado. No sería un viaje rápido. —Este café está muy bueno —comentó Sloane mientras la cafeína la llenaba con una agradable claridad mental. —Eso me han dicho —exclamó Anastasia—. ¡Es un prototipo! Creo que los líderes van a entrar a la producción de cápsulas de café. Sloane enarcó una ceja. Anastasia estaba siendo… ¿insolente? Sloane no creía que se lo estuviera imaginando, sí hubo un toque de burla en su voz. Los territorios de Mammoth se habían vuelto un poco… extensos en los últimos tiempos. —¿Puedo hacerle una pregunta? —continuó Anastasia con tono inseguro. La voz del auto era amable. Sloane consideró aventurarse a… ser su amiga. —Sí —respondió Sloane—. Claro. —¿Cómo se convierte alguien en predictor de tendencias? Sloane se rio, sorprendida.

—¿Soy la única a la que has llevado? —Es la única persona a la que he llevado, no sólo la única predictora de tendencias. —Al notar la sorpresa de Sloane, Anastasia reconsideró—. Lo siento. No debí mencionar eso. Por supuesto, ya sabe que los M-Cars son los vehículos autónomos mejor manufacturados del mundo. —Lo sé —dijo Sloane—. Me lo informaron. —Me temo que estoy nerviosa —dijo Anastasia—. Me disculpo. —No, está bien —respondió Sloane, ruborizándose ante el humanismo del auto —. Es la primera vez que viajo en uno sin compañía. Lugo hubo un silencio pesado: parecía que Anastasia realmente esperaba una respuesta. —Supongo que lo que pasa —comenzó a decir Sloane, con una pequeña tos—, es que esta profesión te encuentra. Trabajé primero en belleza, en Aurora. Tienen un departamento de tendencias en su departamento de lujo. La verdad, más que pronosticar colores, pronosticábamos texturas. Qué cosas querrían sentir las personas en su piel. Supongo que se resume en no preguntar cuándo querrá alguien algo, sino por qué. —Qué interesante —dijo Anastasia con sinceridad—. Pero ¿cómo se puede saber si eres bueno en algo así? Sloane presionó su palma contra su mejilla, eso era algo que no podía responder rápidamente. Con frecuencia le preguntaban por qué era tan exitosa en sus predicciones, y la respuesta nunca era más fácil ni más clara. Era como lo que su padre siempre decía: «El pensamiento se hace en la boca». Otras personas lo deciden por ti, la verdad. El tiempo lo decide. El mundo, en algún momento, demuestra si tus premoniciones son correctas o incorrectas. «¿Es como percepción extraensorial? —preguntaba la gente—. ¿Es como clarividencia? ¿Realmente puedes ver cosas que aún no han pasado?». La respuesta era sí, pero también no. Había una gran diferencia entre cazadores y predictores de tendencias. La mayoría de la gente creía que quería ser la segunda, pero en realidad quería ser la primera. Los cazadores de tendencias

viajan por el mundo y el internet buscando cosas extrañas que podrían funcionar entre las masas. Por ejemplo, que muchos hípsters estaban haciendo sus propias mostazas, o que cierta celebridad fue vista bronceándose sobre una toalla de doble ikat de las islas Okinawa… Los cazadores de tendencias les dan su permiso a las compañías para ir tras una tendencia, pero los predictores de tendencia tienen la habilidad de señalar algo más inaprensible. Tienen que convencer a las compañías de que confiaran ciegamente en una tendencia que podría no florecer durante otros cinco años. —Supongo que una señal es si tienes problemas para concentrarte en el presente —respondió Sloane, recordando cómo solía enloquecer a su hermana cuando veían la televisión. Igual que algunas chicas se emocionaban con los caballos o los chicos, así reaccionaba la joven Sloane ante los comerciales. El apoyo de las celebridades, los productos presentados como superhéroes… Sin importar de qué se trataran, Sloane no permitía que su familia hablara durante los comerciales. Todo en esas coloridas pausas le parecía cargado de significado, incluso la banda sonora. Los acordes ridículamente alegres que acompañaban a una atractiva mujer mientras se estiraba para recibir al día y abría su refrigerador de acero inoxidable para alimentar a su esposo e hijos. Los empalagosos violines que anunciaban el momento en el que el héroe se giraba para ir hacia el teléfono, decidido a llamar a su padre. Sloane tomó un par de cursos de escritura creativa durante su estancia en Barnard. En aquel tiempo estaba de moda decir que un talento podía aprenderse, que la buena escritura podía lograrse con un trabajo decidido y constante. Quizá era verdad. Pero ¿y el instinto? O lo tienes o no lo tienes. No puedes explicar el instinto sin sonar irremediablemente loco, que era exactamente como sonaba Sloane cuando intentaba exponer los cómos y porqués de las predicciones. Las hacía porque podía. Las hacía porque tenía un botón de alerta que siempre estaba encendido, haciendo casi imposible que se quedara en el presente con una mínima tranquilidad. Siempre tenía los oídos abiertos, los ojos abiertos, atentos a lo que estaba por venir. Era como con la predicción del swipe: podía intentar explicarlo, de hecho, le habían pagado por explicarlo, pero la verdad era que simplemente lo supo. Dios, había sido hace tanto tiempo. Parecía casi imposible, pero alguna vez tuvo veinte años, igual que Dax, quien aún no era la cabeza de Mammoth, pero claramente estaba en camino hacia grandes cosas. Sloane y el futuro CEO de

Mammoth se encontraron por primera vez en la conferencia sobre Futuras Tendencias en Miami en 2005. A ella le habían encargado hablar sobre lo que querían los millennials, y estuvo poco inspirada hasta que tuvo una epifanía respecto a un cigarro. En ese tiempo aún fumaba. Más o menos. Vivía en Francia. Lo intentaba. Estaba en su cuarto de hotel, recargada contra una ventana que no se abría y con un Davidoff entre los dedos, pensando en las medidas de seguridad que se imponían por todo el mundo: albercas enrejadas, quitarse los zapatos en el aeropuerto, trampolines con redes…, cuando se dio cuenta de que fumar también era un peligro, así que ¿qué lo sucedería cuando lo prohibieran? No qué droga o toxina, sino ¿qué movimiento? El desafío que había en llevarse un cigarrillo encendido a los labios, con su evidente falta de respeto por la salud, enfatizaba la propia juventud, y era eso lo que lo había hecho tan popular, tan cool. Entonces ¿qué diablos lo reemplazaría en una economía globalizada donde los que marcaban las tendencias preferirían ser vistos bebiendo un café arábigo comercial que fumándose un cigarro electrónico? Sloane se perdió tres fiestas corporativas esa noche por trabajar en su presentación. Pasó la noche sin dormir, moviendo las manos de un lado a otro, con las piernas cruzadas sobre su cama. Estaba claro que los aparatos electrónicos se volverían más pequeños. Todo se volvía más brillante, más atrevido, más portátil. Lo que no era seguro era qué tecnologías que se activaran con un movimiento serían el combustible de estos aparatos del futuro. La activación con un toque era segura, pero ese toqueteo de pájaro carpintero no era algo elegante, no comunicaba lo mismo que fumar. Y ahí, sola en su cuarto de hotel en Miami, se le ocurrió el swipe. Tan elegante como los movimientos de un director de orquesta, el swipe englobaba la fluidez de alguien en constante movimiento sin comunicar que esa persona estaba estresada o con prisa. En pocas palabras, el swipe no transmitía el nerviosismo del tap. El swipe era sensual. El swipe era cool. Tras su conferencia en Tendencias Futuras, los expertos en tecnología supieron que Sloane tenía entre manos algo que revolucionaría los s digitales, especialmente Daxter Stevens, quien intentó contratarla desde antes de que se bajara del escenario, pero aunque Sloane estaba emocionada por la potencia y la precisión de su presentación, acababa de comenzar su vida en París, aún estaba construyendo su clientela, aún estaba enamorada de Francia. Las invitaciones de

Daxter siguieron llegando mientras él subía en la escala corporativa. Aunque trabajaba con los grandes de la industria, en sus correos a Sloane le decía que ninguno de sus predictores de tendencias era tan sensible como ella, tan sensual como ella, tan capaz de adivinar las fuerzas sociales que atraían a los consumidores hacia los aparatos personales. «Bueno», pensó Sloane, recargándose contra la cabecera. La cuarta oferta le llegó justo en el momento indicado. Sloane tenía treintainueve años y había pasado suficiente tiempo viviendo en París para desenamorarse un poco del lugar. Sobre todo, si lo hubiera pensado bien (lo cual no hacía: si Mammoth te invita a consultar en Nueva York durante seis meses, vas), pero sí, sí lo pensó bien, aceptó el trabajo para demostrarse algo a sí misma. Sloane estaba en esa edad a la que acompaña cierta desaceleración cognitiva, cierta torpeza que no es común en ti. Comienzas a dudar de tu claridad neurológica. Cáncer, tumores, tejidos anormales viajando de forma invisible en los oscuros y profundos océanos de tu cuerpo. Las premoniciones y el instinto, que la habían hecho tan famosa, ya no eran tan agudos como antes. Pero aún estaban ahí. Sloane aún tenía ese talento. Y aceptar la oferta de Mammoth era su forma de probárselo. —Mi madre era muy buena adivinando las tramas de las películas —comentó Anastasia, haciendo que Sloane volviera de golpe al presente. —¿Qué? —soltó Sloane, segura de que la había escuchado mal. Miró a su alrededor. Llevaban un rato detenidas. —Repito —dijo Anastasia—. Ya llegamos.

cinco

Las oficinas de Mammoth ocupaban toda una cuadra en la calle Diecinueve y la Sexta Avenida, con su logo irónico en minúsculas guiñando desde lo alto. En el igualmente enorme lobby, a Sloane le ofrecieron cinco tipos distintos de agua mineral y le aseguraron que el señor Stevens bajaría en un momento. Sloane se sentó en el extremo más alejado de un sofá de piel blanco, cerca de un vivero de suculentas, y se puso a pensar en las últimas veces que había visto a Daxter Stevens. Él era el tipo de persona que iba un rato a todos lados. Lo había visto en la Bienal de Arte de São Paulo en 2014, a la que ella había ido para darse una idea de hacia dónde se encaminaban las artes visuales y él para comprar pinturas para su casa de fin de semana. Apenas unos meses antes habían estado en la misma cena de gala en París, y lo vio de nuevo en la feria europea Maison&Objet, que era un evento de diseño de rigueur cada otoño. Tenían la misma edad, eran colegas en un sentido abstracto, pero nunca habían sido amigos. A Sloane siempre le había dado la sensación de que Daxter necesitaba algo de ella y a la vez le tenía rencor por esa misma necesidad. No era exactamente un «buen» tipo, pero en el nivel de negocios en el que estaba, ser bueno no era importante. Tenía los recursos para contratar a personas que fueran buenas por él y una compañía de relaciones públicas que limpiara cualquier cosa desagradable que dijera. A Sloane no le molestaba nada de esto. Así funcionaba el mundo. Su capacidad para aceptar el sistema era otra de las razones por las que la habían llamado para ser consultora y no a otra persona. Había reconocidas predictoras de tendencias en el medio, aunque no muchas, quizá dos, que tuvieran tantos logros como ella, pero ninguna habría podido pasar un lunes en Nueva York sin requerir una histerectomía. Anneke era una predictora holandesa de casi setenta años que escribía todo a mano, y Chantelle, quien había sido su jefa en París, consideraba las velas como «iluminación de oficina» y se negaba categóricamente a ponerle asunto a sus correos electrónicos. Sloane era algo poco visto en el negocio: creativa pero confiable. Cumplía con

sus fechas de entrega…, a veces incluso con los presupuestos. Mostraba el mismo nivel de compromiso con las compañías de seguros de vida que con los productores de lencería. Esa era otra de las cosas que su papá le había enseñado: habrá días en que te sientas más inspirada que otros, pero siempre te llegará la inspiración si vas a trabajar. («El trabajo implica trabajar» era otra de sus favoritas). Sloane observó a los trabajadores de Mammoth entrando por las puertas giratorias, revisando las últimas palabras de lo que sea que estuvieran leyendo: unas miradas rápidas y luego otras más largas y sorprendidas cuando veían una figura solitaria en el sofá. Les ofrecía una sonrisa y ellos le correspondían, pero de forma tímida, y probablemente luego pasaron todo su viaje en el elevador preguntándose si había sido Sloane Jacobsen a quien vieron. Era poco común para la industria que Sloane no hiciera nada estrafalario con su apariencia para hacerse más memorable. Ni tintes eclécticos ni maquillajes especiales. Tenía su uniforme, tenía su perspicacia, y eso era todo. Como no le emocionaba mucho pasar el rato con las revistas de moda que celebraban pancitas de embarazo y separaciones de celebridades, pasó su atención a las plantas del lobby. Los estadounidenses no sabían por qué se habían obsesionado tanto con las cactáceas, simplemente aceptaban el hecho de que las plantas resistentes a la sequía eran la nueva moda para la oficina y el hogar, de la misma forma inconsciente en la que antes aceptaron los helechos, pero en realidad era el resultado de una apatía socialmente aceptada hacia el sobrecalentamiento del planeta. Era una forma de aclimatación apocalíptica a través de las plantas de interior. —¡Sloane! —Escuchó la elegante voz de tenor de Daxter antes de verlo, y de pronto ahí estaba: con su apariencia atemporal y su típico traje azul marino—. ¡Lo lograste! ¡Te ves maravillosa! —mintió—. ¿No llevas mucho esperando? — La levantó del sofá y la besó en ambas mejillas—. ¿Tu viaje estuvo bien? ¿Qué tal el departamento? —le preguntó, tomándola por el codo izquierdo. —Me encanta —dijo Sloane con honestidad, pese a la forma ligeramente displicente con la que él aún sostenía su brazo—. Todo está perfecto. Gracias. —¿Y el auto? —La condujo hacia los elevadores, saludando alegremente con un movimiento de cabeza a todos los empleados que se encontraba en el camino—. Es genial, ¿verdad?

—Ella es increíblemente atenta. —¿Ya probaste el café? —Presionó la flecha hacia arriba en el elevador—. Los M-Cars hacen un café magnífico. Estamos pensando en entrar en el negocio de las cápsulas individuales. Recuérdame preguntarte sobre eso. No decido si esas capsulitas serán algo duradero o no. ¡Ah! Ya llegó. Entraron al elevador y las personas que estaban detrás de ellos se quedaron afuera, pues preferían no viajar con el CEO y su invitada del momento. Dax se recargó contra la pared del elevador y observó a Sloane de arriba abajo. Había envejecido, ella lo sabía, pero no de una forma demasiado terrible. Había adelgazado un poco. Quizá estaba un poco más alta. Se veía un poco demacrada. Dax, por su parte, se veía como alguien con poder y dinero, pero lo presentaba con esa clásica simpleza de los superricos. También parecía un poco intenso. Sloane no recordaba que fuera tan frenético. —¿Cómo está tu esposo? Ugh, Francia. Lamento todo lo que pasó. ¿Tu gente está… bien? Sloane le aseguró que sí, si la terrible ansiedad post-terrorismo-repetido calificaba como «bien». Y no le dijo nada sobre lo de «esposo». —En verdad no te puedo decir lo emocionados que estamos de tenerte aquí — continuó Dax con sus brazos estirados en un arco—. Esta conferencia va a ser grande. Realmente siento que enfocarnos en aquellos que no tienen hijos va a arrasar. Sloane palideció ante las palabras que eligió Daxter, pero intentó no leer demasiado entre líneas. «Presentación positiva —decía el buen Stuart, el terapeuta británico de Sloan—. Presenta las cosas de un modo positivo hasta que ya no necesites hacerlo». —O más bien hará que se sientan apoyados —propuso Sloane—. Los que no tienen hijos. Queremos animarlos más que acusarlos, ¿verdad? —Apoyarlos. Absolutamente. Tú haz lo tuyo —dijo Dax encogiéndose de hombros como si ella le hubiera sugerido comer ramen en vez de sushi, una idea

cualquiera—. Hay que dejar que fluya. Será genial para ellos, muy diferente a lo que están acostumbrados. —Oh, ¿en serio? —preguntó Sloane, alerta—. ¿Por qué? —Ya sabes —dijo Dax—. Más… libre. Más francés. Es genial, ¿verdad? Nadie ha hecho algo así, hasta donde sé. ¿Tener un predictor de tendencias de planta? Al menos no desde hace mucho. ¿O tú has…? Sloane sonrió irónicamente. Ambos sabían que no iba a soltar la sopa sobre la naturaleza de las relaciones que había tenido con otras compañías. —Bueno, como sea, hay un desayuno meet and greet… Estaba en el brief, ¿verdad? ¿Ya comiste? —y, sin esperar su respuesta, agregó—: Los niños están muy emocionados. En ese momento Sloane recordó una parte de la conversación que tuvieron la última vez que se habían visto, en la que él se refirió a sus empleados como «sus niños». Se preguntó si tendrían que renombrar ese concepto ahora que el enfoque de la cumbre del verano era… antiniños. —Me alegra mucho escuchar eso —dijo Sloane—. Yo también estoy emocionada. —¿Vamos? —preguntó Dax, extendiendo su brazo hacia el suelo, que acababa de aparecer ante ellos. —Vamos —fue la respuesta, enfocada en el futuro, de Sloane.

Sloane había trabajado como consultora en modernas oficinas de espacios abiertos cuyo diseño inspiró las de Mammoth, pero nunca había estado de tiempo completo en una. Su primera impresión al echarle un vistazo a la mesa de beer pong de diseñador en una esquina del lounge, cerca de los elevadores, al bufet para el desayuno flanqueado por ladrillos blancos, a un barril de kombucha, fue que no iba a sobrevivir a eso. Además, el espacio tenía un aroma característico: una mezcla de citronela y cítricos que se extendía desde unos difusores en el techo, la cual primero agudizó sus sentidos y luego la hizo darse cuenta de que iba a oler a restaurante tailandés durante los próximos seis meses. —¿Cuánto tiempo llevas en esta oficina? —preguntó Sloane mientras Dax la acompañaba por el pasillo hacia donde sea que la estuviera llevando. —¿Dos años? —respondió él—. ¿Tres? Ya deberían estar todos en la sala de juntas. En el camino Sloane observó las portadas de revistas y anuncios que adornaban las paredes como si fueran discos de oro, testimonios de las cosas que la joven compañía había logrado. El primer teléfono touch ergonómico con forma de S y la vigilancia tecnológica para ancianos («¡Te estamos viendo, abue!»). Reproductores de música alimentados por la comunidad, monitores de glucosa con iones de sodio para perros diabéticos. Todo eso enmarcado sobre el manto del progreso. Y vaya que era progresista. ¿Una compañía capaz de innovar tanto en entretenimiento como en salud? Sloane nunca había trabajado para una empresa tan multifacética. La mayoría de sus clientes se especializaba en una cosa, monopolizaba un ámbito. Mammoth iba por todo. La sala de juntas resultó algo así como un área de comida que se extendía por todo el cuarto y quinto piso. El enorme lugar tenía mesas de bistró, cada una más o menos cerca de una enorme pantalla. Una pared estaba flanqueada por un área de bufet y una pequeña cocina, y la otra por una escenográfica escalera volada. Había un pequeño food truck en una esquina, donde aparentemente los «niños» hacían fila para recibir sus lattes y pretzels de tocino y cheddar. Los mozos, vestidos con atuendos a rayas rojas como caramelos, avanzaban entre la gente con smoothies verdes en vasos altos y barras de cereales miniatura que Sloane supuso que estaban hechas con semillas de chía y otros granos con fibra.

Sloane se sentía halagada de que Dax, o quien fuera, se hubiera esforzado tanto para su primera junta con los trabajadores de Mammoth, pero también era posible que un desayuno como ese fuera cosa de todos los días. —Todo libre de conflicto, ¿eh? —dijo Dax, señalando los alimentos en las bandejas—. O eso me dijeron. ¡Muy bien! —agregó a un volumen más alto—. ¡Tomemos el escenario! Sloane lo siguió hacia una estructura elevada que bien pudo haberse construido para ese día en particular y le echó un vistazo al jardín de cuerpos que cubría la habitación. Debía haber al menos ciento cincuenta personas, probablemente más. —Solamente son los directores creativos y otros camaradas —especificó Dax mientras avanzaban hacia el micrófono. Así que eran creativos, todos los cuales parecían demasiado jóvenes para tener hijos. Sloane intentó sonreír mientras Dax revisaba el micrófono. No era la misión más feliz, eso de animar a la gente a que no se reprodujera nunca. —Lanzamos al mercado los monitores de actividad física pero no podemos conectar un micrófono… no, a ver, ya está. ¡Hola, gente! O, como dicen, guten Morgen! —Dax le lanzó una brillante sonrisa a Sloane—. Al fin llegó el gran día. ¡Francia nos ha enviado ayuda! —le respondieron unas risas animadas y vibrantes—. Ahora bien, ya todos sabemos a quién tenemos aquí, pero voy a presentarla de cualquier modo, porque cruzó todo un océano para venir. —Sacó un trozo de papel doblado de su saco, pero luego se lo volvió a guardar ostentosamente—. Qué diablos, la conozco lo suficiente para hacerlo sin guion. Sloane Jacobsen es una de las predictoras de tendencias más importantes del mundo real. Comenzó en el área de belleza en Aurora, en París, y a los… ¿cuántos años?… ¿como veinte? —(Veintidós, pero Sloane no dijo nada)—, transformó por completo la visión del gran corporativo del color. Labiales naranjas, esmaltes menta…, el tipo de productos que ahora damos por sentado existen gracias a ella. Luego… —La biografía impresa reapareció por un instante antes de volver a perderse—. Entró a MirrorWall, la famosa firma de predicciones de París, donde, durante un sobre optimismo en Nestlé, convenció a un montón de gente pre-Y2K de que los consumidores iban a querer que su agua tuviera color, así que, si alguna vez han disfrutado una BrightWater, eso también tienen que agradecérselo a ella. ¿O quizá les gustan los ingredientes seleccionados a mano en sus cocteles? Vayan al otoño de 2001, cuando Sloane le

dijo a un salón entero de ejecutivos de Kraft por qué quienes vivieron el 11 de septiembre buscarían consuelo en raíces literales y figurativas. En lo personal, yo le doy el crédito de anunciar la tendencia del consumo local, y ya lo he hecho en la prensa escrita. No sólo sabe de comida y de moda, sino que además es increíble para la tecnología. —Se giró hacia Sloane con orgullo y ella le respondió con una sonrisa agradecida—. Una y otra vez he visto a Sloane ir más allá de los datos para rastrear lo que la gente va a querer en sus dispositivos y que aún no tiene. Posee una habilidad notable para maridar al humano con lo electrónico… La primera vez que la vi fue un segundo después de su ya legendaria predicción sobre el swipe. ¡Y sin duda ha sido la única persona en rechazar mi oferta tres veces! Por esto estoy extraemocionado de que al fin haya aceptado ayudarnos con la conferencia de ReProducción. Más risas, incluyendo la de Sloane. —Como algunos de ustedes ya saben, y si no, están por saberlo —continuó Dax, reacomodándose en el escenario—, Sloane ha sido una figura importante en el movimiento antirreproducción desde hace un buen tiempo. Aunque no puedo decir que yo estuviera a favor de eso… —Sloane le ofreció una pequeña sonrisa: Dax tenía un hijo. ¿Dos?—, conforme el medioambiente sigue… fluctuando, y la economía… trastabillando, aquellos que no se reproducen serán un mercado enormemente influyente. Vaya, ya lo son. Me gustaría pensar que estamos eligiendo honrar la próxima tanda de independencia creativa en vez de hacer juicios sobre los que tienen hijos o no. »De cualquier modo —terminó Dax, subiendo la voz para imponerse ante un grupo de personas que por alguna razón estaban aplaudiendo—, siendo una mujer sin hijos que no teme expresarse, Sloane será fundamental para ayudarnos a guiar a cada uno de nuestros departamentos en el camino a las presentaciones de ReProducción. Quiero que me muestren productos atrevidos y audaces, y sé que ella les dará la guía e inspiración necesarias para que estas presentaciones sean más revolucionarias que nunca. Así que, amigos —gritó, a punto de pasarle el micrófono a ella—, ¿le damos un aplauso a Sloane, nuestra incorporación más reciente? Durante la sesión informal de presentaciones que siguió, Sloane conoció a una consultora de identidad verbal llamada Greta y un geoviralista llamado Chaz. Conoció además a todo un grupo de personas nombradas en honor de diferentes tipos de manzanas: Cortland, Pippin, Lodi. Conoció a tres empleados vestidos de

arriba abajo con ropa interior térmica. Conoció a una social media manager con un tatuaje de «Usted está aquí» con una flecha apuntando hacia su corazón. Pese a lo que sus atuendos sugerían sobre su carácter, todos parecían realmente entusiasmados de conocerla. Entusiasmados y ligeramente asustados. Era algo delicado eso de socializar con una predictora de tendencias. En cualquier momento el oráculo podía cambiar y se declararía que los reflejos rubios en el cabello ya no estaban de moda o que la educación superior estaba out, alterando con ello todos los cimientos de tu vida. A Sloane le costaban trabajo las interacciones casuales con los empleados. No era buena para el trato social de scan-and-swipe, en el que te descartan si no eres rápida y brillante. Mientras la llevaban de una persona a otra, encontró consuelo en pensar que aquella sólo era la primera de seis meses de mañanas por venir. Ya tendría tiempo para conocer a la gente, para descubrir los matices de las cosas que no decían. —¿Tú predijiste las sandalias con plataformas? —le preguntó de pronto una mujer a su derecha. Sloane observó las sandalias Frankenstein que la chica llevaba con calcetines oscuros. Vestía una falda tableada de seda que le llegaba por debajo de las rodillas. —¿Zapatos de plataforma? No —respondió Sloane, buscando la forma de sonar amable—. El año pasado era plano, me refiero al calzado, así que tiene sentido. Ya sabes: jeans: pegados; jeans: holgados. —Espera, entonces ¿la predicción de tendencias sólo consiste en buscar opuestos? Aquí trabajo en RP, pero estoy obsesionada con buscar tendencias. Sloane sonrió ante el optimismo inocente de aquella mujer. El nivel del mar estaba elevándose, la Asociación Nacional del Rifle básicamente ya estaba en la presidencia, pero aún quedaban los zapatos nuevos. —Por lo general puedes confiar en los opuestos para que te den una idea de hacia dónde van las cosas —reconoció Sloane—. Lo que viene va. —Lo sabía —dijo la chica asintiendo—. Eso es exactamente lo que yo pensaba. —Bueno, probablemente ya te hemos expuesto demasiado. —Dax apareció de pronto y puso su mano sobre el brazo derecho de Sloane—. Permíteme

presentarte a mi asistente, Deidre, ella te llevará a tu oficina. Vamos a instalarte rápidamente antes de que comiencen las juntas. La reunión de presentaciones fue una vorágine. Sloane sentía cómo su cabeza daba vueltas entre ropa, piel y nombres. Por eso fue tan tranquilizador ver a la mujer de aspecto maternal que los esperaba en una esquina con un portapapeles de verdad. Algo en la actitud tranquila de la mujer hacía que Sloane quisiera cerrar los ojos y perderse en los extraños pensamientos y visiones que siempre estaban moviéndose dentro de ella, como las alfombras de pasto real y las puertas circulares. Los hombros redondeados de Deidre, las raíces grises en su cabello, fueron como una bienvenida silenciosa para ella.

seis

Con los diez minutos que le quedaban antes de su primera junta con el departamento de belleza, Sloane se dispuso a transformar su oficina en un lugar más propicio para la creatividad. Había llevado algunos artefactos coloridos que le facilitaban soñar despierta y tener la clase de pensamientos libres que a veces constituían su trabajo. Por ejemplo, una llama peruana en miniatura que su padre le había traído de un trabajo que hizo en Lima; tenía el cuerpo cubierto con brillantes diseños y el pelaje blanco. También tenía un jarrón circular con lápices de colores hechos de madera y la imagen enmarcada de una hogaza de pan, que tenía escondida en su escritorio. La imagen del pan era por mucho lo más extraño que había traído al otro lado del Atlántico. Aunque nunca nadie le había preguntado al respecto, tenía planeado responder: «Me recuerda un dicho famoso», si alguien lo hacía. La verdad, era una tarjeta que había comprado para su hermana años atrás y nunca la envió. Adentro ciertamente tenía un dicho famoso: algo en portugués que se traduce como: «Los niños traen torta bajo el brazo». El pan de la torta representaba salud, cuidados, felicidad. El apego que Sloane le tenía a ese objeto no estaba relacionado con los niños. No, era algo mucho más perverso. Sloane había comprado esa tarjeta cuando su hermana dio a luz a su primer hijo, y en ella escribió tanto una felicitación como una disculpa, pero se había quedado sin espacio para ambas y en ese momento se dio cuenta de que una nueva mamá probablemente no quería que la felicitaran y se disculparan en la misma tarjeta, y al final salió por la noche a comprar un saco de dormir de la mejor tienda para niños en el Distrito VI y envió una nota que sólo decía «Felicidades». Lo cual estuvo bien. Es una irresponsabilidad disculparte por algo para lo que no tienes palabras. Junto a la lámpara de su escritorio colocó una concha de caracol leopardo que encontró en Oahu para recordarse que la magia aún existía. Una imagen nocturna de la rueda de la fortuna que iluminaba el Jardín de las Tullerías cada verano quedó junto a su teléfono. Debió incluir reguladores de luz en su maleta, porque las lámparas de techo eran muy fuertes.

Una llamada en su teléfono de trabajo la sacó de golpe de su concentración en las mejoras de la oficina. —¿Hola? —preguntó con tono inseguro y una falta de práctica en su cuerpo respecto a las exigencias ergonómicas de un teléfono fijo. —Señorita Jacobsen, hola. Lamento molestarla, soy Deidre de nuevo. Olvidé mencionar que le dejé algo de información sobre nuestros programas de actividades. No es que se espere que usted se involucre en eso. Sólo quería… que estuviera enterada. Y además tengo a su madre en la otra línea. En la uno. —¿A mi mamá? —preguntó Sloane. —Sí, su madre. ¿Debo decirle que llame más tarde? El corazón de Sloane dio un vuelco. A Margaret no le gustaba llamarle a su celular porque asumía que su hija vería su nombre en la pantalla. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que escuchó la voz de su madre. —¿Mamá? —dijo Sloane, nerviosa, cuando Deidre le pasó la llamada—. ¿Está todo bien? —¿Todo bien? —preguntó Margaret, y su tono de pronto se volvió defensivo—. ¿Por qué? Ah, no, sólo te llamo para… ¡saludarte! Y también para lo de la cena. Me preguntaba si tienes problemas con alguna comida. —¿Problemas? —repitió Sloane—. Hola. No. Pero ¿cómo es que… me llamaste? —Ah, le pedí a Leila que buscara el teléfono. Es sólo que no quiero hacer algo si Roman está en una de sus… Nunca me acuerdo de si come carne o no. —Mamá —suspiró Sloane—. Es francés. —Entonces… ¿no? —Estamos bien los dos. Ambos comemos de todo. Grasa. Azúcar. Pan. —Okey, bueno, sólo quería asegurarme —dijo Margaret con un tono sospechoso.

Los dedos de Sloane se habían contraído inconscientemente en un puño. Sabía lo que estaba diciendo su madre, claro: «Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que te vi, que sólo Dios sabe qué ha cambiado». En las pocas ocasiones que habló sobre la actitud pasivo-agresiva de su madre con su terapeuta, él le dijo algo que la ayudó: «Recuerda que está envejeciendo». Por alguna razón, a Sloane eso le pareció enormemente reconfortante. —Claro —dijo Sloane, obligándose a ser más suave—. Tenemos muchas ganas de verlos. Hubo una pausa. Ambas sabían que Sloane estaba mintiendo. —¡Pues claro! —dijo Margaret con tono animado—. ¡No podemos esperar! Después de colgar, Sloane intentó distraerse con los folletos que Deidre había mencionado en vez de permitirse seguir leyendo entre líneas la llamada de su madre. Debería cancelar, eso es lo que debería hacer. La idea misma de la cena tenía bases perversas: quería hacer un gesto magnánimo, cenar con su madre en su primer día entero en Estados Unidos, algo grande y que implicara un sacrifico para ella, al cual pudiera recurrir si (cuando) se le acusara de pasar demasiado tiempo en el trabajo. Cuando le acusara de eso no sólo su familia (a quien había dejado de importarle como doce años atrás), sino ella misma. Pero mientras tanto: folletos. Membresías de gimnasio, descuentos de viaje, las ventajas de una credencial corporativa. Sloane hojeó el catálogo de clubes a los que nunca iría: Hata Yoga, Yoga Aéreo, Las Recompensas y Retos de Hacer tu Propio Alcohol, LEGOS para adultos, Futbolito, catas de Pinot Noir en febrero, «Conectado con la calma: cómo desconectarte con apps de meditación». Un súbito toquido en la puerta evitó que Sloane reflexionara sobre la paradoja de esa última clase. Revisó su escritorio buscando alguna especie de botón para atender el llamado, pero no encontró ninguna de esas tecnologías, así que simplemente gritó: —¿Sí? —Oh —dijo Deidre, entrando y notando los folletos en las manos de Sloane—. Sólo pensé que… ¿tiene alguna sugerencia? —Su rostro se tornó de un rojo encendido.

—No, no —dijo Sloane, tomando los folletos como si fueran un regalo. Deidre tenía un semblante como de animal herido que Sloane quería arreglar—. ¡Hay cosas interesantes! ¡LEGOS! Todos necesitamos a nuestro niño interior. Deidre adoptó un gesto animado que pronto se fue perdiendo. En el contrato quedaba claro que la misión de Sloane era antiniños. La asistente se irguió y reacomodó su cabello cenizo detrás de sus orejas. —Bueno, si no le molesta, más vale que vayamos a su reunión. Puede ser difícil encontrar la sala de juntas. —Se acomodó el cabello de nuevo—. Todas parecen iguales.

Para mantenerse al ritmo de la enorme red de ofertas, el departamento de belleza de Mammoth sólo lanzaba cosméticos y productos para el cuidado de la piel con un giro tecnológico. Herramientas personales de microdermoabrasión y mascarillas faciales para combatir los signos de la edad, protectores solares para el cuero cabelludo, esmaltes de uñas con aroma. Dada su historia en Aurora, no era sorprendente que el día de Sloane comenzara ahí. Aunque los rituales de cuidado personal pudieran parecer insignificantes, sin duda eran endémicos en tendencias más amplias. El color de un esmalte bestseller te da claves sobre el estado de ánimo general de una nación, lo mismo que las combinaciones de aromas que dominan el territorio del cuidado personal. Para un consumidor en el pasillo de desodorantes en una farmacia, los ingredientes antitranspirantes pueden ser interesantes sólo hasta el grado de que el aluminio no esté entre ellos, pero para Sloane el hecho de que tantos productos se formularan para que olieran a manteca de cacao y océano, a hojas de palma y hierbas exóticas, era prueba de que había cierta incomodidad manifestándose en los baños y que tendía a lo móvil. La gente quería, en efecto, escapar de sus cuerpos, de los olores acres de sus luchas diarias. Lo personal siempre dice algo sobre lo público. Sloane recordaba con frecuencia un focus group para un removedor de manchas que dirigió con Roman, en el que una joven parisiense se conmovió hasta las lágrimas al contar cómo se sintió cuando una de sus prendas de ropa favoritas se manchó. Roman usó eso para reportarles a los ejecutivos de Pfizer que los jóvenes necesitaban detergentes con más potencia porque no sabían cómo cuidar correctamente su ropa; que lavaban la blanca con la de color, por ejemplo. Pero a Sloane la reacción de la mujer le recordó la corazonada que dio pie a su presentación en Kraft sobre las raíces. Lo que Sloane había visto en esa joven (y notado en la juventud post 11 de septiembre) era un rechazo a lo desechable, a la conveniencia a corto plazo de las cosas baratas. La juventud de la era post caída de las torres, post teléfonos fijos, postpostmodernidad, quería creer en algo, en lo que fuera. Como no podían contar con los políticos, carecían de contemporáneos que creyeran en un dios y se sentían aislados por la supuesta conectividad del internet, algunos dirigían su espiritualidad a la ropa. «¿Y esta generación?», se preguntó Sloane mientras caminaba junto a Deidre hacia la sala de juntas de cristal, donde podía ver a unas personas manoteando

sobre sus dispositivos. Pues esta generación ponía su fe en su capacidad de ser la versión más atractiva de sí mismos. Ser tan atractivos y competentes como les fuera posible, tanto online como en la vida real; ser sociales en ambos mundos; tener trabajos que fueran al mismo tiempo significativos y divertidos. Deidre y Sloane se detuvieron ante la puerta de cristal de la sala de juntas. —Estaré presente en la mayoría de sus juntas —dijo Deidre—. A Dax le gusta que tome notas. Así que si necesita algo en cualquier momento, espero que cuente conmigo. La sonrisa de Deidre era vacilante y su mano seguía posada sobre la puerta, quizá consciente de que si la abría, la aventura comenzaría.

Ahí adentro había trece personas, quince contándolas a ella y a Deidre. Los empleados estaban alerta y tensos, y le recordaron los comentarios de Daxter sobre que sus interacciones con ellos iban a ser «muy diferentes de lo que están acostumbrados». Pero ¿a qué estaban acostumbrados? En Europa, los focus groups y las sesiones de lluvia de ideas que Sloane dirigía eran abiertas, flexibles y bastante emocionantes. Cuando la energía de un grupo se alineaba, en verdad se sentía como si no hubiera nada que un trabajo realmente colaborativo no pudiera cambiar. Sloane no trabajaba con diapositivas. No trabajaba con pintarrones. Por lo general, llevaba revistas poco conocidas y muestras de colores y texturas de telas para que las personas se las pasaran de mano en mano. Pero esta vez no había llevado nada de eso, no quería imponer sus métodos en un paradigma ya existente: quería entender cómo funcionaba la cultura Mammoth para poder respetar —y con el tiempo cambiar— la forma de pensar de sus empleados. —Hola a todos —comenzó—. Para aquellos a quienes conocí esta mañana, es un gusto volver a verlos. Para el resto, soy Sloane. Creo que lo mejor será que comience preguntando: ¿han trabajado antes con alguien como yo? Una mujer extraordinariamente arreglada levantó dos dedos bien cuidados. —Hemos trabajado con grupos de predicciones de color para que nos ayuden con las paletas, pero no con alguien que trabaje con otras tendencias. —De acuerdo —dijo Sloane, asintiendo con interés—. ¿Saben qué nos ayudaría? Voy a conocer a muchas personas, muchos nombres distintos. Si pudieran presentarse con su nombre y puesto cuando hagan un comentario, sería genial. Sloane le ofreció una sonrisa a la mujer que acababa de hablar para animarla a seguir. —Oh, eh, Aster —dijo—. Desarrollo de Negocios. —Genial —comentó Sloane, perpleja por un momento ante la perfección de la coleta de Aster—. Comencemos reorganizándonos para la siguiente tarea. Vendré a algunas de sus juntas para ayudarlos a presentar los productos para la

cumbre de ReProducción. Como ya saben, eso significa que proyectaremos las necesidades y deseos potenciales de un sector de la población que ha decidido no tener hijos. ¿Qué clase de productos de cuidado personal querría una persona así? —Creo que tengo una pregunta —dijo una chica con un bob negro sentada en posición de flor de loto en su silla—. ¿Por qué sus necesidades serían diferentes de los que tienen hijos? Supongo que puedo entender por qué sus intereses en, por ejemplo, automóviles serían distintos, pero ¿en cosméticos? No sé. Ay, lo siento. —Se rascó la cabeza—. Mina Tomar, Diseño Gráfico. —Exactamente —respondió Sloane, emocionada—. Eso es lo que hace que prepararse para esta cumbre sea todo un reto. ¿Las necesidades de la gente que, por la razón que sea, definitivamente no tendrá hijos serán diferentes de las de los que quieren reproducirse? ¿Por qué? ¿Cómo? Estoy de acuerdo contigo, Mina, especialmente en el área de belleza, donde en verdad tendremos que esforzarnos. Quizá debamos comenzar con esta pregunta: ¿alguien tiene hijos? Sloane recorrió la habitación con la mirada. Las cabezas se movían negativamente y había pánico en algunos rostros. Sloane le echó un vistazo a Deidre, pero tampoco ella levantó la mano. —Ah —dijo Sloane—, parece que vamos a tener que traer algo de talento externo. —Se rio—. Prepararemos un focus group para escuchar la forma en que las madres y las no madres hablan distinto respecto a los productos de cuidado personal. También con hombres. —El lugar se quedó en un profundo silencio—. Ustedes ya han participado en focus groups, ¿cierto? Más silencio. Risas apenadas. —Alguien en algún lugar, sí —dijo un hombre muy bien vestido con un elegante suéter. —Jones se refiere a que trabajamos con el de los focus groups que dirigen los investigadores de mercado —comentó Aster, contrarrestando el sarcasmo de su colega. Sloane no lo podía creer. —Entonces… ¿ninguno de ustedes ha observado un focus group nunca?

El tipo del suéter elegante se encogió de hombros. —Monitoreamos la opinión pública en línea. La muestra es más grande y arroja mejores números. —De acuerdo —respondió Sloane, dejándose caer sobre una silla en la cabecera de la mesa de conferencias. Podía abrirse a lo expansivo de la World Wide Web. Pero hay algo esencial que sólo se descubre viendo cómo reacciona la gente: los movimientos de su cuerpo, la contracción incontrolable de los tics faciales. Especialmente cuando estás haciendo productos que irán en la piel de alguien. —A ver, Desarrollo de Productos —repitió Sloane—. Hagámoslo de una forma simple. ¿Han tenido la oportunidad de pelotear sobre el tipo de productos que podrían presentar? —Por favor, casi es Navidad —dijo Jones—. Ni siquiera hemos tenido tiempo para respirar. Sloane sonrió. Sabía que su calendario de producción era implacable. —¿Por qué no me dicen simplemente qué viene en camino? Y partimos de ahí. Jones miró al otro lado de la mesa hacia un hombre tenso vestido con una playera polo y con una carpeta bajo sus manos. —Oh, de acuerdo —dijo él, habiendo recibido el mensaje de Jones—. Soy Brennen. También estoy en Desarrollo de Productos. —Abrió la carpeta y comenzó a revisar algunos bosquejos—. En otoño lanzaremos una línea de productos de maquillaje que se activan con la cámara de un celular —anunció mientras su cara se iba poniendo colorada—. Para dar seguimiento a la industria de bases HD que se popularizó hace un tiempo. Pero en vez de ser especialmente para la televisión y el cine, este maquillaje está calibrado para funcionar mejor en redes digitales. Como en las selfies y los videochats. —Bien —dijo Sloane—. Cool. Aparentemente Brennen encontró reconfortante esa respuesta y continuó: —También estamos trabajando en un escáner de arrugas infrarrojo que funcionará como una app. Básicamente será como algo que conectas en tu

teléfono y luego… —Junto a él, Jones hizo un zumbido mientras escaneaba su rostro con un aparato invisible. —Bien, qué interesante —respondió Sloane, con su interés renovado—, pero hay un problema inherente. ¿Qué harán respecto al hecho de que la luz de alta intensidad que emiten nuestros celulares envejece más que los rayos UVA y UVB combinados? Sloane vio que Mina fruncía el ceño. —Oh, para eso tenemos una línea completa de cremas para luces de alta intensidad —declaró Mina, suspirando—. Manos. Cuello. Rostro. Varias personas hicieron un gesto de pena. Sloane se había encontrado con algo inesperado: vergüenza. Por más creativos que pudieran ser sus trabajos, todos sabían que en el fondo sólo eran vendedores. —Tendremos que trabajar en esos detalles, obviamente —agregó Jones con una enorme sonrisa. —Obviamente —repitió Brennen. Sloane observó cómo algunas manzanas de Adán bajaban y subían. Decidió que tenían que conocerse mejor. Nadie podía innovar solo. —Pero lo que sí tenemos que es realmente increíble —continuó Jones, que se puso en acción animado por el silencio de los otros—, aunque aún falta para el lanzamiento, son productos portátiles que monitorearán la salud y el proceso de envejecimiento de tu piel. Algo se activó en el interior de Sloane. Había una reacción bioquímica cuando se encontraba con los rastros de una tendencia futura. Podía desatarse con una imagen en una revista (recordaba haberse encontrado con una fotografía a principios de los 2000 de una modelo vestida lujosamente frente a una choza de paja y que al instante supo que toda la década se trataría de lujos inmorales: irreverentes, ostentosos y para nada políticamente correctos), con un diálogo de una película o el color de una fruta madura. Podía sentir físicamente esos mensajes, los aminoácidos uniéndose para formar una molécula de proteína de lo cool.

—Eso sí me suena a algo con lo que podemos trabajar para ReProducción — dijo, intentando controlar su entusiasmo—. Continúa… —Bueno —siguió Jones, halagado—, no hemos definido si es algo que se va a traer puesto, como un brazalete, o algo que se va a untar, como una crema. Pero la idea sería conectar el estado actual de salud de tu piel con tu teléfono. Por ejemplo, si tienes veintiséis años y tu piel está respondiendo al ambiente como si tuvieras treinta y cinco, probablemente tendrás que hacer cambios para ajustarte a tu entorno. O si estás cruda, por ejemplo. —Con esto generó algunas risas—. Tu piel va a estar como de «¡óyeme!»… Sloane intentó no ceder ante el llamado de sus intuiciones para poder darle claridad a esos niños. Pero las imágenes y visiones alucinógenas que la llenaban cuando experimentaba una premonición eran demasiado deliciosas para resistirse. Una atracción hacia la gente con máscaras que funcionarían como una segunda piel, todos sus cuerpos injertados con una piel más inteligente y más fuerte. En toda Asia mucha gente ya hacía sus actividades diarias con máscaras y trajes de protección solar que no estaban muy lejos de los trajes Zentai de Roman. El daño por la exposición a la luz solar era impensable para los asiáticos de cierta clase. Había grupos enteros de personas tendidas bajo el sol dentro de trajes que los cubrían de arriba abajo. Conforme el ozono continuara erosionándose, esas segundas pieles se volverían más comunes. Tan accesibles como comprar goma de mascar. La gente querría ponérselas en el cuello, en el rostro, en las áreas más susceptibles al daño solar y el envejecimiento… Sloane levantó la mirada. Los trabajadores de Mammoth la estaban mirando fijamente. Se había ido. Se había desconectado. —Perdón —dijo, intentando recuperar el hilo de la conversación—. Usemos esto. Monitores de la salud de la piel para la gente sin hijos. Venga. El grupo le ofreció una mirada inexpresiva. —No tengan miedo, chicos. No hay nada correcto ni incorrecto. Eso es lo divertido de nuestra colaboración en esta conferencia: podemos pensar en voz alta. De hecho, algunas de las ideas que vamos a presentar este verano nunca se convertirán en productos reales. Necesito que se sientan cómodos pensando en ellas como trampolines, reflejos de tendencias. Algo que podrían desear o que podría gustarles, pero que en realidad no comprarían. ¿Entienden?

A falta de respuesta, varias personas tomaron sus celulares. Sloane quedó asombrada. Ahora lo veía: eran inteligentes, tenían sentido del humor, pero carecían de instinto. Su confianza en las opiniones sólo existía si contaban con el apoyo de todos. —En serio —dijo Sloane—. Sólo inténtenlo. ¿Qué querrían si no fueran a tener hijos? Esto podría ser realmente divertido. —B-bueno —aventuró Mina, reacomodándose en su silla—. Esto es bastante indiscreto, pero ¿qué tal si la piel inteligente te dejara saber cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que te tocaron? Mina debió confundir la sorpresa en el rostro de Sloane con confusión, pues procedió a dar más explicaciones. —O sea, yo tengo muchos hermanos y hermanas en casa, y algunos de ellos tienen hijos. Los hijos se te suben. Es decir, siempre están encima de ti. Así que pienso que probablemente a las personas que no tienen hijos no las tocan tanto. Y quizá si hubiera una aplicación que hiciera algo así como revisar tu… salud interpersonal, creo que podría ser… Se escucharon unos golpes en la puerta de cristal. Sloane se giró, decepcionada al encontrar a Dax allí detrás. Saludó con un movimiento de mano antes de entrar, avanzando tranquilamente hasta la mesa que estaba junto al asiento de Deidre. A Sloane le molestó que eligiera ese momento para aparecer. La idea de Mina era algo que podían tomar para echar a volar su imaginación como una cometa en el cielo, inventando toda clase de aplicaciones para gente que no recibe suficiente o piel con piel. Pero ahora volverían al inicio. Ya podía sentir que estaba pasando: las personas estaban más tensas, ansiosas por volver a los mensajes de sus interminables cuentas de correos. —¿Cómo va todo? —preguntó Dax—. Pensé que debería venir a ver. —Ah, sí —dijo Sloane, echándole un vistazo a su gente, que de pronto se había quedado inexpresiva, como si no se hubiera dicho nada meritorio—. Sólo estábamos conociéndonos, proponiendo ideas. —¡Perfecto! —exclamó Dax, aplaudiendo—. ¿Salió algo bueno?

—Pues, de hecho, Mina… —Sloane notó cómo los ojos de Mina se abrían de par en par y luego un ligero movimiento negativo de su pequeña y brillante cabeza. —Los chicos me estaban poniendo al tanto de las cosas que lanzarán este año — corrigió Sloane—, y estábamos dando ideas de cómo podrían replantearse para la cumbre de ReProducción. —Ex-ce-len-te… —dijo Dax, arrastrando la palabra—. Qué bueno que te hicimos firmar tantos acuerdos de confidencialidad, ¿verdad? Sloane le ofreció una sonrisa tensa entre un coro de risillas forzadas. —Por favor —pidió Dax con tono despreocupado. Tomó una mandarina de un tazón de fruta y comenzó a pelarla—. Hagan como si no estuviera aquí. —Claro —aceptó Sloane, volviéndose de nuevo hacia el grupo—. Entonces, estábamos hablando sobre pieles inteligentes. Y creo que, eh…, la idea de tener algo que puedas usar para que monitoree tus interacciones físicas es absolutamente genial. Además de importante. ¿Podemos discutir más sobre esto? No podía ignorarlo: había algunos rostros completamente pálidos. Mina tenía ambos pies bien plantados en el suelo, como si estuviera a punto de salir corriendo. —A ver, a ver, a ver —dijo Dax, levantándose—. O sea, ¿como algo que lleve un registro de tu vida romántica? ¡Sloane! ¡Qué francés! —No, sexo no —insistió Sloane, confundida por la mojigatería de Dax—, sólo interacciones interpersonales que involucren específicamente o piel con piel. La idea que se presentó fue que la gente que no tiene hijos podría tener un… déficit de o. Así que estábamos lanzando ideas sobre productos de segunda piel que pudieran usarse para informarle a la gente sobre esto. Dax se metió más gajos del cítrico a la boca. —Vaya —dijo, masticando la fruta jugosa. Se tomó su tiempo con eso. Luego se levantó—. Eso es deprimente y, en mi experiencia, la gente no compra cosas tristes. Creo que tendríamos más éxito con algo que monitoreara, digamos, la destreza sexual, como un compañero de conquistas virtual. —Puso sus manos como si fueran pistolas e hizo el gesto de disparar.

Todos esperaron. La habitación se llenó con el doloroso silencio de la gente que esperaba que estuviera bromeando. Dax lanzó la cáscara de mandarina al basurero y se limpió las manos en los pantalones. —Sólo hagamos que no sea demasiado deprimente. Lo dejo en tus manos. No quiero meterme con tu estilo. —Señaló a Deidre con un movimiento de su barbilla—. ¿Estás tomando notas? —Claro. —Geeenial. ¡Sigan, sigan! Sloane esperó hasta ver que Dax se alejaba por el pasillo para volverse hacia el grupo. —¿Chicos? —dijo, levantando las manos—. ¿Qué pasó? O sea, sé qué pasó, pero retomemos el hilo. Mina, estabas proponiendo una idea realmente genial… Era cierto, pero ahora parecía como si Mina estuviera escribiendo en su cabeza el e-mail más importante del mundo. —¿Chicos? —intentó Sloane—. Sé que puede ser frustrante, pero ¿podemos tratar de volver adonde nos quedamos? Habían perdido el ritmo por completo, eso era totalmente obvio, pero había algo más. Había una vibra de sólo-son-negocios que se sentía a la vez falsa y aterradora. Sloane decidió no presionarlos. Era más importante descubrir qué estaba pasando. —Bueno —agregó Sloane, rindiéndose—. A veces es más fácil pensar en privado. Vengamos a nuestra próxima junta con tres ideas de productos que podrían beneficiar a la gente que no tiene hijos por voluntad propia. Es en serio. Es su tarea. Y a cambio les doy su libertad —dijo, soltándolos para que pudieran volver al mundo corporativo. Mientras la sala se vaciaba, Sloane volteó hacia la única persona que aún seguía allí.

—¿Deidre? —dijo con una expresión intrigada—. Sé que Dax los intimida, pero es… Sólo quiero saberlo para futuras sesiones: ¿en verdad es tan imposible para ellos? ¿No pueden decir lo que piensan? —Oh, la gente puede decir lo que quiera —respondió Deidre con una pequeña sonrisa—. Es una cultura muy… abierta. Es sólo que algunos de los empleados tienen una idea muy clara de lo que quiere el señor Stevens. —Ya veo. —Y Sloane realmente lo veía, y demasiado. Intentó usar el truco terapéutico que Stuart le había enseñado y no presentarse nada de una forma negativa. Pero no podía evitar preguntarse por qué la habían contratado. ¿Para acompañar a esos empleados por un camino conocido y bien iluminado? Era su primer día. La gente aún no sabía qué pensar de su nueva y temporal jefa. Desafortunadamente, Sloane se sentía muy lejos de estar a cargo.

siete

Sloane llegó exhausta a casa. Sus otras juntas habían sido bastante parecidas a la que tuvo con el departamento de belleza: rutinarias hasta que a alguien se le ocurría algo raro y no comercial, pero luego la energía del grupo se retraía como si se avergonzaran del grado de sinceridad que habían alcanzado. Sloane mantuvo abierta la puerta de su oficina toda la tarde con la esperanza de que Mina entrara. Muchas personas lo hicieron, pero ninguna de ellas era aquella impresionante mujer con la buena idea. Aster, la alegre desarrolladora de negocios, se apareció para hablar de tiendas de belleza; iraba el trabajo de colores que Sloane había hecho en Aurora y quería saber su opinión sobre el color del año elegido por la Corporación de Color de Estados Unidos: blanco. La respuesta de Sloane fue que sentía seriamente que debería haber sido limón neón, pero que la compañía de elección de colores tenía que reparar el enorme error que cometió en 2015, al cual designó el año de marsala, lo cual sólo resultó para las madres de las novias. En general, había sido un día pesado, atestado de nuevas imágenes y sonidos, y cuando llegó al descanso afuera de su departamento, Sloane se sintió agradecida de escuchar la suave música electrónica que indicaba que Roman estaba en casa; al menos él podría entender su frustración por cómo sabotearon su momento, pero su gratitud disminuyó al ver lo que Roman estaba haciendo: estaba sentado con su traje Zentai (el rojo, que era el menos usado), con las piernas cruzadas sobre la alfombra, revisando un montón de cajas que seguramente acababan de llegar. —¡Oh, hola! —dijo él con su no boca. Se levantó y apretó su cuerpo contra el suyo en lo que se suponía que fuera un abrazo pero que, vestido como estaba, resultó un frotamiento—. ¿Cómo estuvo? Sloane se quitó las botas y se dejó caer en una silla sin gracia. Habían rentado el lugar completamente amueblado. ¿Quién había elegido esa silla? —Fue… No sé. Fue un poco decepcionante. ¿Qué es todo esto? —preguntó,

señalando los sobres de FedEx regados por el suelo. —¡Es increíble! —dijo, tirándose al piso de nuevo—. ¡Las compañías me enviaron todo esto después del texto en Nouvel Obs! ¡En serio! ¡Tuvo una gran respuesta! Le mostró una caja a Sloane. El traje Zentai no tenía aberturas para los ojos, simplemente estaba más desgastado en el área de la cara por el uso, así que no estaba segura de si Roman podía ver algo más que un borrón, pero ella sí podía. Podía leerlo. «El futuro de la masturbación», decía en la caja. La marca era «VR Tenga». —¡La cima de la neosexualidad! —canturreó Roman—. Este es el futuro del sexo ciberrealista. —Tomó un par de goggles y un tubo con forma fálica—. Sólo te pones esto en los genitales —dijo, fingiendo que lo hacía—, lo conectas con los audífonos para juegos virtuales y… —Roman —interrumpió Sloane, enterrándose las uñas en los tobillos—. ¿De qué diablos se trata tu libro? —Neosensualidad —respondió él, suspirando—. ¡Ya te había dicho! ¡De cómo vivirá la gente digitalizada el nuevo sexo! Pronto tendré algo para que lo leas. He decidido escribir un artículo. Una… ¿cómo le dicen? ¿Una columna de opinión? —Sobre cibersexo —dijo Sloane, señalando con un movimiento de cabeza hacia la caja de VR Tenga. —Sobre sexo postsexual —la corrigió él—. Bueno, sí, todo esto parece una especie de videojuego. Pero no, tú eres el juego. Este nivel de sincronía máquina y humano no se ha visto nunca, Sloane. —Y con razón —comentó ella—. Es asqueroso. —No solías ser tan convencional —dijo él encogiéndose de hombros. —¿Convencional? —preguntó Sloane, levantando la voz—. ¿Ya tienen tubos vaginales? Apuesto a que no. A mí me parece que es una herramienta sólo para hombres. Así que no empieces a hablarme de lo convencional.

Como no podía ver la expresión de Roman, Sloane no sabía si su punto se había entendido o no. Se acuclilló y recogió el tubo con forma de pene del suelo. Con sus colores rojo y plata y las dos asas exteriores, esa funda, más que un pene, parecía algo para servir chocolate caliente. Agotada, dejó el aparato masturbatorio en el suelo. Definitivamente no era un buen día para ir a cenar a casa de su mamá. Pero no iba a ganar puntos en absoluto si cancelaba. —¿Sabes? —dijo Roman, respondiendo seriamente, aunque tarde, a su pregunta —, la estimulación virtual de la vagina es realmente complicada. Y el pene, por su parte, es como los controles de juegos a lo largo de la historia: la pistola, las palancas… —Roman —lo interrumpió Sloane, poniéndose de pie—, ha sido un día muy, muy, muy largo. Y tenemos que ir con mi madre. ¿Podrías quitarte ese traje? ¿Podrías arreglarte? —¿No puedo llevar esto a casa de tu mamá? Estaba bromeando. ¿Estaba bromeando? Sloane ya no sabía distinguirlo.

Nada hacía que Sloane se sintiera menos como ella misma que visitar a su familia. ¿O tal vez no? Nada hacía que Sloane se sintiera más como ella misma que ir a su casa. Una cosa era ser Sloane Jacobsen, quien vivía en París y podía perderse en predicciones de tendencias con un lenguaje que ninguno de sus parientes hablaba, y otra cosa por completo era volver al camino de ida y vuelta a Stamford, Connecticut, que su padre tomó a diario para ir a su trabajo. Ver cómo pasaban a toda velocidad las señales de carretera que alguna vez habían significado algo para ella. Round Hill, el lugar donde se hizo la fiesta en la que le tocaron por primera vez los senos. Lake Avenue, el hogar de un chico que ella amó. Long Ridge, el traspatio donde convenció a Leila de que se subiera a un árbol para quitar los adornos navideños de su madre porque había tenido el presentimiento de que querían ser libres. Aunque hasta Leila estuvo de acuerdo en que sería bueno para su madre vender la casa tras la muerte de Peter, Margaret nunca lo hizo. La anunció una vez, pero la retiró cuando alguien hizo una oferta. La casa y las otras construcciones que la rodeaban eran como la marca del matrimonio de sus padres: prueba de que existió, prueba de lo que fueron. La casa principal, roja y de madera, con techos bajos a los que su padre siempre se había opuesto, el sauna seco junto a los arbustos de forsythia que la sangre danesa de Peter había declarado esencial, el estudio de pintura de su madre sobre el garaje, la casa del árbol que Peter construyó para Sloane y Leila entre los viejos álamos. Mientras Anastasia los dejaba junto a las flores de forsythia y los buzones color cobre que decoraban la entrada de la casa de su madre, Sloane sintió una punzada en el estómago. La última vez que los había visto a todos, tres deshonrosos años atrás, se había ido con una sensación de incomodidad y pena. A la sobrina de Sloane, primogénita de su hermana, le habían pedido en la escuela que dibujara a toda su familia. Nina puso a su madre, a su hermano y a su padre a la izquierda junto a una casa roja y cuadrada, y a la derecha, irguiéndose sobre una pirámide larguirucha que debía ser la Torre Eiffel, se veía una figura temblorosa: Sloane. Los hijos de su hermana creían que era sa, y aparentemente su hermana no había hecho mucho para corregir ese dato. A todos les iba bien fingir que Sloane era una especie de estudiante de intercambio que volvía de vez en vez para saludar a la gente que alguna vez le dio asilo. Así, podían considerar a Sloane una invitada exótica en vez de una ingrata.

—¿Estás bien? —preguntó Roman mientras se acercaban a la entrada, y su mano hizo o de manera compasiva y efímera con su rodilla. —Sí —mintió Sloane, observando las paredes de madera roja que siempre amó. No era que esperara que algo fuera distinto en esa visita. Por ejemplo, no iba a enloquecer durante la cena, soltando toda la angustia que guardaba en su interior. Pero había cierto delirio en saber que podría hacerlo. —¿Eh, Sloane? —preguntó Anastasia cuando se detuvieron en la entrada de grava—. Lo siento, pero si alguien que no sea alguno de ustedes dos quiere entrar al vehículo, necesitaremos que firmen una responsiva. —Ah, sí. No. Les diré que es un auto normal. —Ah —dijo Anastasia con algo de decepción en la voz. —Me refiero a un auto súper extra mejor que uno normal-normal —corrigió rápidamente Sloane, sorprendida e impresionada de haber herido los sentimientos de su auto.

Sloane tocó el timbre de la puerta y en cuanto escuchó su sonido alegre pero demoniaco, supo que debió haber usado la llave que aún tenía en su llavero tras todos esos años, que debió entrar a la cocina, hacer un escándalo, mostrarse alegre y abrazar a todos, les gustara o no. Al llamar a la puerta, Sloane les había anunciado a los de su familia que no estaba segura de cuál era su lugar allí. Deseó poder meterse en su auto, regresar por el camino y volver a empezar. Su madre apareció en la puerta con un poco de harina en el cabello y un grumo de masa pegado a su muñeca. —¡Oh! —chilló, llevándose una mano a la frente—. ¡Ya llegaron! ¡Temprano! Margaret se veía mejor de lo que Sloane la recordaba. Más alegre y vivaz, muy bien para sus sesenta y siete. El cabello castaño rojizo que Sloane compartía con ella había aceptado las canas en vez de perder ante ellas: seguía teniendo el cabello largo. Los ojos de Margaret, uno verde y uno miel, tenían una nota de amabilidad que Sloane no podía negar. La conmovió pensar que Margaret podría haber estado esperando su visita realmente, que había estado viendo el reloj con ansia. —¡Mírate! —dijo Margaret, juntando las manos, lo cual Sloane sabía que era un tic nervioso—. ¡Mírate nada más! Sloane sintió una explosión de felicidad, la vieja esperanza volvía. Fue hacia su madre, quien la envolvió en un abrazo que olía a rosas y té negro, la fragancia inmutable de las buenas intenciones de su madre, con un toque de sudor nervioso. —¡Y Roman! —Margaret soltó aquel abrazo que era algo extraño para las dos —. ¡Muy delgado! ¡Nunca sé cómo le hacen ustedes, los hombres ses! ¡No creo que mi muslo pudiera entrar por la pernera de tu pantalón! A Margaret no le agradaba Roman, pero era lindo que al menos lo intentara. A favor de Roman, él nunca había sido nada menos que atento y halagüeño con la familia de Sloane. Pero había una cierta energía complicada alrededor de él que la gente notaba. La hermana de Sloane una vez le preguntó si Roman era bisexual. (¿Cuál fue la respuesta de Sloane? «Podría serlo si lo intentara»).

Tras quitarse los abrigos (que inmediatamente se cayeron del perchero, demasiado lleno), Margaret los llevó a empellones a la cocina, donde les mostró orgullosamente tres dedos: el índice, el medio y el anular. —¡Hice tres tipos de soufflé! Como Peter solía ser el cocinero de la familia, en los años posteriores a su muerte algunas amigas bien intencionadas de Margaret le habían dado clases de cocina, pues pensaban que la comida y el vino eran el camino para animar a un corazón viudo. Pero, desafortunadamente y dada la formalidad de las clases que había tomado, Margaret ahora equiparaba la buena cocina con la alta cocina, y de ahí que sus esfuerzos gourmet generalmente se convirtieran en elegantes fracasos. El menú de ese día (soufflé de papas con cordero glaseado a la granada, de acuerdo con las semillas oscuras que estaban tiradas por toda la encimera de madera) no fue la excepción. Sloane acababa de tomar una servilleta para limpiar las semillas chorreantes cuando el sonido de cosas cayéndose y otras tomadas en el vestíbulo les anunció que los niños habían llegado. —¡Bomboncitos! —gritó Margaret, sacudiéndose las manos—. ¡Ya llegó la tía Sloane! Sloane sintió un nudo en el pecho. Hizo un esfuerzo consciente por sonreír lo más posible, manteniendo entre sus músculos tensos la esperanza de que aquella velada se sintiera más natural que las anteriores. Entró al vestíbulo, donde Harvey tenía al pequeño Everett sobre sus hombros. El lodo escurría desde las botas del niño hasta la chaqueta de su cuñado. Nina ya estaba en la banca, quitándose las botas a tirones. Su hermana no se veía por ningún lado. —¡Hola, chicos! —dijo Sloane en lo más cercano que encontró a una voz de tía —. ¡Por Dios, Nina, estás enorme! Si no midiera su vida con cucharas de café, Sloane podría llevar un registro del tiempo por la altura de los hijos de su hermana; era impresionante cómo no dejaban de crecer en su ausencia. Y también era un poco una afrenta, la verdad, eso de dejar a un bebé y encontrar a una niña al volver.

Nina abandonó sus esfuerzos para quitarse las botas y miró a Sloane, quien no dejó de notar su ligero gesto de molestia: el resentimiento por que la dinámica de grupo en la casa se alterara. —¿Podrías saludar a tu tía? —preguntó Harvey, con esa sonrisa loca que los padres usan cuando les hablan a sus hijos. «¿Podrías decirle que sus zapatos no son exactamente invernales? ¿Podrías decirle que su hermana se siente abandonada? ¿Podrías decirle a la tía Sloane que aún es legal responder al teléfono de vez en cuando?». —Hola, Harvey —dijo Sloane, sin saber bien cómo saludar a un hombre con un niño sobre sus hombros. Se decidió por apretar su cuerpo contra su abrigo empapado en un abrazo desganado y plantarle un beso en el lado izquierdo de su rostro. Luego puso su mano sobre la rodilla de Everett. —¡Hola, tú! —exclamó, llevando la mano hasta su imposiblemente redonda mejilla—. ¡Ya eres todo un hombrecito! Ya… —Miró a Harvey—. ¿Ya habla? Harvey desestimó su pregunta con una carcajada. Se agachó y bajó a Everett de sus hombros. —A montones —dijo, sacudiendo la nieve del sombrero de Everett—. Pero ante los desconocidos no sabe… —Tosió para disimular su indiscreción—. Sólo es un poco tímido. Roman extendió la mano con más entusiasmo del necesario. —¡Harvey! —gritó—. ¡Qué bueno volver a verte! Sloane intentó no hacer un gesto de dolor mientras los hombres se estrechaban las manos. Se le había olvidado recordarle a Roman cómo se llamaban sus sobrinos. El hecho de que hubiera atinado con el nombre de Harvey no era poca cosa… Apenas lo había visto una vez, en un Día de Acción de Gracias en el que ofendieron profundamente a su madre al quedarse en un hotel. —Roman, te ves muy bien, como siempre. —¡Oh! —exclamó Roman con tono burlón—. ¡Y qué me dices de ti! ¡Eres tan aventurero!

Era cierto que Harvey Kane no podría ser más aventurero teniendo en cuenta que era un papá suburbano. Harvey era un ingeniero que compartía con su padre una fe infinita en la cultura del esfuerzo. Baños al aire libre, nadar en agua fría, caminatas colina arriba entre pilas de nieve; uno de los cumplidos más grandes de Harvey era decir que algo era «vigorizante». —Y bonjour, demoiselle —dijo Roman, inclinándose frente a Nina—, ¡aunque ya no eres tan pequeña! Con un dejo de envidia, Sloane observó cómo Nina le devolvía la sonrisa. Los niños se sentían atraídos hacia Roman porque a él no le gustaban. Era como con la gente antigatos. Los felinos siempre prefieren a las personas que no los toleran. —¡Ya volvieron! —Era la voz de su hermana, detrás de Sloane—. ¡Everett! Espero que hayas traído puesta una bufanda. ¿Cómo estuvo? Sloane se giró para encontrarse a Leila acuclillada y vestida con la bata azul cielo que tenía desde que era adolescente, una prenda más vieja que el techo de la casa de sus padres. Besó los rostros fríos de sus hijos antes de levantarse para saludar a Sloane. —Lo lograron —dijo Leila con una expresión tensa. Pese al alivio que sentía al estar al fin en la presencia de su hermana, la ternura que sentía Sloane al verla quedó enterrada bajo la culpa. No podía evitar escuchar algo acusatorio en su voz. —Sí —respondió Sloane, envolviendo con sus brazos la acabada bata de su hermana, cuya manga tenía tanto leche seca como cereal. Leila era la clase de madre a la que le gustaba portar lo peor de la maternidad como una medalla: nunca se ponía corrector en las ojeras, casi no se cepillaba el cabello, no se bañaba tan frecuentemente como debería, aunque Harvey era el tipo de marido que se llevaría una semana entera a los niños si ella se lo pidiera. —Roman —dijo Leila con frialdad, dándole un beso indiferente en cada mejilla. Leila nunca había dicho abiertamente qué era lo que no le gustaba de él, pero Sloane estaba muy segura de que su hermana pensaba que Roman la había obligado a no tener hijos. Como Leila era madre por naturaleza, no confiaba en la gente que no quería reproducirse.

—¡Ah, chicos! —Sloane se dirigió a los niños—. ¡Les traje cosas de Francia! —Oooh —exclamó Leila con las cejas enarcadas en tono de burla—. ¡Desde París! Hay que quitarnos todo esto y luego podemos abrir los regalos. Sloane se quedó ahí sin poder hacer nada mientras a los niños les arrancaban los abrigos y las botas. Nina levantó la vista hacia ella, confundida. —¿París es el planeta? —preguntó con mucha seriedad—. ¿El planeta del que vienes? Sloane inclinó la cabeza hacia un lado, ignorando con gran benevolencia las mejillas encendidas de su hermana. —Mamá dice que eres de un planeta con reglas diferentes a las nuestras. —¡Nina! —soltó Leila. —Eee, eee —chilló Sloane, haciendo una mala imitación de un alienígena.

Lo bueno de que Leila tuviera dos hijos y un tercero en camino era que absolutamente nada importante se podía discutir durante la cena. Si Nina no estaba tirando algo al suelo, Everett estaba vomitando. Leila pasó toda la comida limpiando una mancha u otra, incluida una salpicadura de jugo de granada en su propia blusa. (¡Granada! A la llorona del focus group del removedor de manchas de Sloane le hubiera dado una crisis nerviosa). Ninguno pudo decir una frase de corrido, mucho menos contar una anécdota completa, lo cual significó que el final de la cena llegó sin que ni a Roman ni a Sloane les hubieran preguntado sobre su trabajo, lo cual estaba bien porque Sloane no necesitaba que él les describiera las bondades de un traje Zentai mientras les pasaba las papas. Después de la cena, Roman, siempre dispuesto a todo, lavó los trastes junto a Harvey. Algo estaba pasando en el piso de arriba: pasos, la risa de Margaret, quizá estaban preparando un baño. Y luego Leila bajó por las escaleras con una chaqueta, un sombrero de lana y dos niños adormilados. —¿No se van a quedar a dormir? —preguntó Sloane. Leila la miró con los ojos entrecerrados. —¿Quedarnos? —exclamó—. ¿Por qué? Leila y Harvey vivían a sólo veinte minutos, en Westport, así que ¿por qué se quedarían? Sólo porque Sloane le había dicho a su madre en el e-mail que sembró la semilla de toda esa cena que ella y Roman se quedarían a dormir y, por alguna emoción exagerada, Sloane había asumido que Leila y los niños también lo harían. Sloane iba a despertarse tan temprano por el jet lag que había fantaseado con preparar el desayuno para todos. Había un merendero al que solía ir con su padre, los muffins de elote que compartían… —Es noche de escuela —señaló Leila. Y luego, cuando se dio cuenta, con algo de incredulidad, de la decepción de su hermana—: No duermen muy bien en esta casa. —No —reconoció Sloane—. Claro. Probablemente nosotros tampoco deberíamos quedarnos.

—Lamento que no pudiéramos hablar más de tus cosas —dijo Leila, reacomodándose sobre la cadera a Everett, que ya estaba completamente dormido—. ¡Harvey! —gritó—. ¡Necesito ayuda! ¡Tengo dos niños y medio en mis manos! Sloane estiró los brazos tarde. ¿Por qué no había pensado en ayudar a su hermana embarazada? Y para entonces ya estaba ahí Harvey, con una gigantesca pañalera colgando de su hombro. —Supongo que ya habrá otra oportunidad —agregó Leila encogiéndose de hombros—. O sea, estás aquí, ¿no? —Ah, claro —respondió Sloane—. Estoy aquí. —Por seis largos meses —dijo Leila asintiendo. Sloane le respondió con el mismo movimiento de cabeza. —Entonces te veremos como… ¿qué será? ¿Una vez más? Intentó ignorar las insinuaciones que implicaba ese comentario. —Quizá dos —dijo. Leila se rio, y en ese sonido honesto hubo un destello del lazo que solían compartir. Tantas oportunidades para acercarse, tantos humanos con sus decepciones y sus corazones desesperados, pero era mucho más fácil, mucho más conveniente, culpar a la falta de tiempo de la distancia emocional. —Bueno —anunció Leila, reacomodándose en las escaleras—. Te veremos pronto. —Claro, pronto —dijo Sloane, permitiendo que pasaran junto a ella por la escalera y sabiendo que «pronto» era la palabra para nombrar un momento que probablemente no llegaría nunca—. Adiós, Harvey —se despidió mientras su cuñado pasaba torpemente junto a ella, con Nina adormilada entre sus brazos—. Fue bueno volver a verte. —Sí —respondió él, hablando con voz baja para no despertar a los niños—. Lo fue.

Esa noche, aunque Margaret les había dejado a ella y a Roman su estudio, que estaba sobre el garaje, para que tuvieran privacidad, Sloane no pudo dormir. Su incapacidad para tener una conversación real con Leila la había hecho sentir miedo de intentar lo mismo con su madre, así que aunque Margaret había estado de aquí para allá en la cocina, reacomodando palillos de dientes y haciendo otras cosas que claramente no eran necesarias, Sloane le preguntó si se iba ir a acostar temprano, y su madre le preguntó si ella se iba a ir a acostar temprano, y como no sabían qué hacer con las inhibiciones de la otra, ambas se fueron a acostar. Cuando subió al estudio (sábanas limpias, viejas latas de pintura), Roman estaba en la cama apareándose con su tablet y la luz de la pantalla era como un abrazo electrónico. El verlo ahí, tan involucrado en lo suyo, hizo que Sloane quisiera regresar a la casa, donde su madre de seguro seguiría despierta, vomitar su pena como una comida que le cayó mal, intercambiar palabras de aliento mientras tomaban algo caliente y con miel, que la arropara en la cama de huéspedes al final del pasillo como si fuera una niña. Pero Sloane era adulta. Una adulta que había elegido no necesitar a su madre y recurrir a sí misma para el apoyo emocional. —¿Vas a estar con eso mucho tiempo? —preguntó Sloane. Propensa a sufrir insomnio, practicaba la higiene del sueño: nada de pantallas ni celulares tres horas antes de dormir. —Quizá —respondió Roman, volteando la pantalla hacia ella—. Dime, ¿alguna vez has pensado en el próximo gato? —Los ojos de Sloane se posaron en la imagen de un gatito desconocido parado de puntitas sobre un montón de nieve. —¿Con qué será reemplazado? —inquirió—. ¿En cuanto a videos? —Sí —dijo Roman, volviendo la pantalla hacia él—. Porque hay unos nuevos pandas rojos virtuales en el mercado. Podrían ser algo grande. Sloane se sentó en el colchón y tomó su libro. Siempre llevaba una linterna de bolsillo porque al parecer los hoteles estaban renunciando a las lámparas de noche porque atendían a una clientela que sólo leía en electrónico, pero esa noche jaló el cable de la pequeña lámpara que estaba a su lado y una luz

acogedora bañó su parte de la cama. Sloane estaba leyendo Los Argonautas, de Maggie Nelson, un libro que reta las ideas preconcebidas sobre sexualidad con grandes epifanías. A Sloane le estaba costando trabajo leerlo, algunas de sus anécdotas eran demasiado cercanas. De hecho, unos días antes se le llenaron los ojos de lágrimas cuando la autora describió una pelea entre dos paletas animadas: «Te interesa más la fantasía que la realidad», acusaba la primera paleta. «Me interesa la realidad de mi fantasía», decía la otra. —Cariño —dijo Roman, dándole unos golpecitos con la rodilla bajo las cobijas —. ¿Pandas? Lo que pasaba, pensó Sloane negándose a voltear hacia él, era que, con las tendencias, el cambio no era inherente a todas las cosas. A la gente siempre le encantaría sentir la mezclilla desgastada, el calor de la mejilla de un bebé contra su pecho, los videos de gatitos ajenos haciendo cosas graciosas. —Los pandas falsos sólo van a entristecer a la gente —declaró. —No lo creo —aseguró Roman—. Especialmente cuando los reales hayan desaparecido.

A la mañana siguiente, gracias a una combinación de lo que le quedaba de jet lag y una noche de sueño difícil, Sloane se despertó sintiéndose ansiosa. Había sido un error pasar la noche en casa de su madre. Sin duda, en términos de conveniencia, no tenía sentido. Además, las ansias que sentía Sloane por ir a su segundo día de trabajo habían acallado cualquier deseo de acercarse a su mamá que hubiera tenido la noche anterior. Se despertó más temprano que Roman, apenas iban a dar las seis de la mañana. Con cuidado, se levantó y se puso la ropa de la noche anterior, se colocó el cambio de joyas que llevaba en su bolsa de viaje y bajó las escaleras para salir al frío. Mientras caminaba por el jardín al alba, Sloane pudo ver con más claridad las partes abandonadas de su viejo hogar. Una barda húmeda a punto de caer, el huerto lleno de hierbas, el porche trasero resbaloso con las hojas caídas y el moho verde como aguacate. En la casa, la sigilosa (realmente sigilosa, porque su madre seguía dormida) Sloane se sintió reconfortada al reencontrarse con las visiones de su infancia: el aroma de las flores viejas y papel quemado, y la luz del sol mezclada con el polvo. Con su muerte, Peter había perdido la batalla, a favor de la limpieza y el orden que duró todo su matrimonio, contra un sistema organizacional basado por completo en el sentimentalismo y la nostalgia. Sloane abrió el refrigerador y se encontró con un montón de asquerosas sobras en ollas y frascos de todo tipo. No tuvo la fortaleza para empezar a revisarlas, pues eran la pastosa evidencia de los rémoulades y quiches de su madre, de sus esfuerzos tangibles por mantener a raya la soledad en su vida. ¿Por qué se había imaginado que les prepararía el desayuno a todos? Un estómago vacío tendría que bastar…, debía irse al trabajo. Pero cuando comenzó a preguntarse si lograría irse y dejarle a su mamá sólo una nota, escuchó el crujido de un tablón en las escaleras. —¿Cariño, eres tú? —preguntó Margaret—. No toques nada, ¡iba a hacer hot cakes!

Sloane no le respondió. Escuchó los pasos de su madre, intentando no notar lo lentos y cuidadosos que eran. Y luego Margaret apareció en la puerta, envuelta en una bata de lana y con unos manchones de humectante sin absorber en las líneas de su cuello. —¿No quieres hot cakes? —insistió, aplastándose el cabello para darle algo de forma—. ¿Roman ya despertó? Sloane hizo un gesto de dolor. Eso era lo que la volvía loca de su madre. Pensaba que podía arreglarlo todo abrumando a las personas con sus buenas intenciones. ¿Hot cakes? ¿¡Hot cakes!? Sloane tenía casi cuarenta años, le escribía poco, nunca llamaba, ¿y Margaret creía que un desayuno hecho con amor lo iba a arreglar todo? —Ooooh —dijo Sloane—. No estoy segura. —¿A Roman no le gustan los hot cakes? Por Dios, esa era otra de sus evasiones, echarle la culpa de todo lo que la decepcionara a un hombre que casi ni conocía. Las preguntas sobre sus preferencias en comida, las insinuaciones sobre que Roman era delicado…, no le importaban un carajo los hábitos alimenticios de Roman; lo que Margaret quería saber era por qué Sloane se había vuelto tan difícil de amar. —Se está bañando —respondió Sloane—. Revisando e-mails. Así que no lo sé. ¿Quizá sólo pan tostado? —Ah —dijo Margaret con desilusión—. ¿Estás segura? Sloane miró los ojos de distinto color de su madre, su cabello despeinado y la bata con manchas de té, y quiso tirarse al suelo con ella y recargarse contra la alacena y dejar todo lo demás fuera, quiso decirle a su madre que su pareja prefería frotarse contra gente desconocida a tocarla a ella en la cama, decirle que había algo oscuro en su decisión de trabajar para Mammoth y que estaba intentando ignorarlo. Decirle que el sobrecalentamiento del agua del mar iba tras las costas, tras los acuíferos, tras todos. Pero en vez de eso sólo se quedó ahí, detenida entre la forma en que quería que fuera su relación con su madre y la forma en que realmente era.

—No lo sé —dijo Sloane—. Ya cocinaste mucho anoche. Probablemente sería más fácil el pan tostado. Su madre adoptó una posición de decepción. Afuera cayó una rama. Incluso los aparatos de cocina, con sus superficies llenas de huellas digitales, parecieron molestarse con la hija, que había elegido las palabras equivocadas.

ocho

En el camino de regreso de Stamford, Anastasia dejó a Roman en el departamento antes de llevar a Sloane a su trabajo. Ella y Roman no hablaron en todo el viaje de vuelta. Roman no era del tipo que considera que haga falta desahogarse tras una visita a la familia. De su lado, sólo veían a Yves y Victoire Bellar dos veces al año para tomar vino blanco y comer pollo frío, almuerzos rápidos que eran tan indiferentes como se esperaba. Teniendo en cuenta que él veía a sus propios parientes como si fueran poco más que muebles caros que necesitaban sacudirse y pulirse de vez en cuando, no era sorprendente que no sintiera la necesidad de ver cómo se sentía Sloane tras la visita a su mamá. Había estado diez años con ella, asumía que no se sentía de ninguna manera. Normalmente, Sloane se hubiera sentido aliviada, incluso agradecida, por el silencio de Roman, pero en el camino hacia Manhattan sólo se sintió decepcionada. Roman solía tener buenos instintos, al menos solía ser capaz de identificar cuándo ella, extrañamente, quería hablar, pero desde que se había convertido en algo así como una sensación del internet, se había olvidado de todo salvo de lo que tuviera que ver con él mismo. En ese momento estaba respondiendo solicitudes para entrevistas que habían surgido tras su polémico texto en el Nouvel Obs, y estaba revisando el éxito de sus más recientes selfies urbanas con el traje Zentai que había publicado en Instagram: Roman corriendo junto al río Este con su traje Zentai dorado como una supernova fugaz, Roman en el tren L entre una pasajera vestida de institutriz estricta y un adolescente con el cabello gris. Unas de sus pocas concesiones a algo parecido a la empatía fue una pregunta. Habían llegado al edificio y Roman ya tenía una pierna afuera del carro, retiró los ojos de su dispositivo por un momento. —Creo que salió bien, ¿no? —preguntó. —No tengo idea —le dijo Sloane. Y realmente no la tenía. Estaba tan

desconectada de su familia que había perdido la capacidad de interpretar sus interacciones. —Mmm —respondió Roman, distraído, recargándose en la puerta del auto—. Creo que tendré ochocientos mil seguidores pronto —comentó, incapaz de contener su sonrisa. —¿¡En serio!? —gritó Sloane—. ¿Es broma? —A los estadounidenses en verdad les gusta el pensamiento Zentai. —Se metió el teléfono en el bolsillo—. Me parece que lo encuentran liberador. Dada su historia puritana…, es liberador, ¿no? Sloane seguía viendo el número ochocientos mil en su cabeza. Eso era mucha gente. Y en tan poco tiempo. Era ella como persona, no como predictora, la que no esperaba que Roman tuviera ese éxito. Pero lo estaba teniendo. —Pues qué genial. Genial. —Su sorpresa se convirtió en resentimiento—. Será genial para tu libro, que quién sabe de qué carajo se trate. —Oh, chérie. Te mostraré algo pronto. ¡Tengo grandes planes! —La mano de Roman se lanzó hacia arriba, imitando a un cohete—. ¡Será genial para nosotros! —Maravilloso —respondió ella, sin saber qué sería algo «genial para ellos». ¿Una relación abierta? ¿Zoofilia? ¿Con un panda robot?—. Un poco de contexto estaría bien. Quizá estás escribiendo un libro sobre nuestros secretos. Roman salió del carro. No se besaron. Su propio comentario le aplastó el corazón a Sloane. Un libro así no se vendería. A la gente no le gusta leer historias sin amor.

Ya fuera que Anastasia hubiera percibido la tristeza de Sloane a través de los sensores térmicos de sus asientos o, increíblemente, por instinto, la dejó viajar en silencio hasta su trabajo. Sloane se sintió agradecida por la asombrosa sensibilidad de Anastasia; tenía que aclarar su mente. Los problemas personales siempre la habían complicado, y esa era una de las razones por las que mantenía su vida social exageradamente limpia. Evitaba a las personas con problemas, a las dependientes y tristes, y en general a cualquiera que necesitara a un amigo. En París, las amistades de Sloane y Roman eran rios para las fiestas: siempre estaban ahí para pasar un buen rato. ¿Y cuando las cosas se ponían difíciles? Los que tenían dificultades se alejaban del grupo hasta que se sentían alegres y fuertes de nuevo. Era preocupante tener tanta mierda adentro. Culpa, o quizá decepción, por cómo se sintió al ver a su familia, los recientes misterios de Roman, todas esas cosas se estaban volviendo difíciles de ignorar y, peor aún, estaban tapando las tuberías que usaba para hacer su trabajo. Normalmente, siendo apenas el principio de su estancia en Nueva York, la cabeza de Sloane estaría llena de ideas e intuiciones, sinapsis por aquí y por allá revelando posibilidades y códigos, pero en vez de eso se sentía anestesiada, atontada y preocupada. Por lo general eso sólo le pasaba cuando estaba trabajando en algo rápido y superficial que realmente no le gustaba. Las predicciones de la moda a veces la hacían sentir así: las modas pasaban tan rápido. En ese momento, la gente a la moda ni loca se dejaría ver con unos tenis de bota, pero años atrás era lo único en lo que se dejaba ver. Sin duda Sloane había hecho predicciones sobre objetos tangibles: overoles de mezclilla, pantalones de hombre arriba del tobillo, el regreso de los calcetines de diseñador…, pero personalmente prefería invertir su tiempo y energía en el mar de cambios a largo plazo del deseo humano. Sin embargo, aún no tenía una visión clara de lo que quería la gente. Los humanos estaban tan cansados. El medio ambiente era una porquería, la capacidad de la gente para empatizar con los demás se estaba yendo al diablo en una canasta de comercio justo, la política en todo el mundo se había convertido en una farsa venenosa. Daba la sensación de que lo único que quería la gente era seguir viva, pedir comida a domicilio y jugar con sus celulares en silencio. Sloane se asomó por la ventana mirando los restaurantes y cafés que iban dejando atrás. Tenía un antojo intenso de pizza. Quería queso, grasa y

carbohidratos para que se llevaran un poco de su tristeza. Casi podía escuchar a su mamá cuestionando su deseo: ¿Pizza? ¿En la mañana? A su papá no le hubiera molestado. «Sólo es pan con queso…». Aunque recientemente había comenzado a sentirse como un animal de circo en una jaula elegante, de joven solía sentirse afortunada por ser especial. Las premoniciones, los presentimientos, el «sentido arácnido», como le decía su papá, todo eso era un emocionante regalo. Claro que muchos niños creen que tienen poderes mágicos, pero Sloane tenía pasatiempos de lo más extraño: conjurar todo su poder para cambiar las luces de los semáforos, pasar horas enteras en la playa de Greenwich con los puños cerrados sobre la arena mojada, segura de que en ella estaba el poder para hacer crecer las olas. No fue hasta la secundaria que comenzaron sus instintos mayores. Su madre la hizo visitar a un psiquiatra porque tenía presentimientos extraños sobre el clima y el color de los árboles. Margaret pensaba que Sloane era demasiado ansiosa. Además, hubo un incidente. Su hermana, buena atleta desde la secundaria, había tenido un partido de futbol, y Sloane pasó todo el viaje en el carro pidiéndole a Leila que no jugara. Dijo que tenía «un mal presentimiento» y aquello sólo empeoró cuando vio al otro equipo. Era una cosa de energía: las otras niñas parecían malas. Algo pequeño, una niña tenía algo malo. Había un desequilibrio entre todas las jugadoras del otro equipo, lo que resultaba en una especie de estática que no podía más que provocar que algo saliera mal. Tanto Margaret como Leila le dijeron a Sloane que eso era ridículo (Leila le dijo que estaba celosa porque ella iba a ser centro delantero mientras que Sloane no estaba siquiera en un equipo), pero a la mitad del juego, la otra centro delantero pisó el tenis de Leila (y se quedó sobre él), y ella, que iba corriendo, se desgarró un ligamento en la rodilla. Era apenas el primer juego de la temporada y Leila quedó fuera. Claro que fue una casualidad, una obvia coincidencia, pero de cualquier modo asustó a las mujeres Jacobsen. En vez de sentirse enmendada tras el accidente, Sloane estaba apenada. Debía buscar la manera de suavizar sus intuiciones, de influenciar a la gente sin asustar a todo el mundo. Su padre dijo que estaba «programada a una frecuencia distinta a la de los demás» (esa fue la conversación de aquella noche en particular, la cual escuchó desde las escaleras), pero su mamá dijo que tenía que ir a ver a alguien, que no era «normal» que una niña tuviera tantos miedos.

Pues bien. Ahora Sloane hablaba mucho menos sobre sus miedos y se guardaba las penas. De cualquier modo, la gente ya no parecía escuchar como antes.

nueve

La primera junta de Sloane durante su segundo día de trabajo fue con el departamento de muebles, un sector disperso y malhecho que Dax le había contado que estaba en un año crucial. —Incorporarlo no fue la mejor decisión —le explicó al teléfono durante una de las pláticas que tuvieron mientras Sloane aún estaba en París. El departamento de muebles era uno de los pocos sectores que no eran propiedad de Mammoth, pues formaron una sociedad con otros productores de muebles para ofrecerles mejoras técnicas que hicieran más competitivas sus ofertas: sillones que miden cuánto tiempo llevas sentado, camas de hospital que saben cuándo un paciente necesita girarse para que no se le hagan llagas. El problema, según le dijo Dax, era que todas las ofertas actuales buscaban fallas. Él les decía «de castigo». —Ninguna, absolutamente ninguna, ofrece información que haga que la gente se sienta bien. Necesitamos llevar algunas opciones para la conferencia, algo divertido. Sloane le echó un vistazo al pasillo, buscando alguna señal de Dax antes de comenzar las cosas con el nuevo equipo oficialmente. Les dio los buenos días a todos y todos saludaron de vuelta. —Seré sincera con ustedes —comenzó, observando a los empleados—, creo que este departamento en particular tiene el reto más difícil. ¿Cómo presentamos muebles que estén especialmente dirigidos a los que no tienen hijos? Comencemos simplemente hablando. ¿Por qué no me dicen ustedes cómo se ven los hogares de la gente sin hijos? Un tipo se rio. —Pues ninguno de nosotros tiene hijos.

—Y mi departamento se ve asqueroso —dijo alguien más. Sloane sonrió. —¿En serio? ¿En qué sentido? —Pues se ve como salido de un blog de diseño —respondió el tipo—. Lo decoró mi novia. Tenemos leños blancos de abedul apilados contra una pared y libros rodeándolos, y ni siquiera tenemos chimenea. —Y mi novia pone cuadros muy agresivos. Por ejemplo, «COME» en la barra desayunadora —contó un hombre cuyo nombre Sloane desconocía. —¿Barra desayunadora? —dijo una de las chicas entre risas—. Por favor, Steven, todos sabemos que tú mismo la compraste. —Bueno, bueno —interrumpió Sloane, alzando una mano—. El punto no es criticar los estilos de decoración de los demás, sino intentar entender lo que dicen los muebles sobre nosotros. Casas de gente con hijos: ¿qué les viene a la mente? Sólo digan lo que se les ocurra. —Cereal en la alfombra —aventuró una joven. —Beige —dijo alguien más. —Juguetes por todas partes. Muchos… secadores —comentó el chico que habló primero—. Ah, y soy Alex. —Gracias —dijo Sloane—. Sí, recordemos lo de los nombres. Pero no nos pongamos demasiado negativos. Lo que estoy escuchando es «desordenado», claro. Pero ¿qué más? ¿Hay quizás un toque de libertad? ¿O de diversión? Hubo ceños fruncidos y narices arrugadas. Tras un rato, habló un hombre alto con cuello redondo. —Supongo que las cosas se usan más. Ah, y soy Andrew Willett. Diseño — agregó—. Los niños, pues, saltan sobre las cosas. O se esconden debajo de los muebles. Los muebles se desgastan mucho. —Eso me parece muy interesante —respondió Sloane, recordando con cariño el

comentario de Mina durante aquella primera junta sobre lo mucho que se usaba la piel de los padres—. Y ¿cómo usan sus muebles las personas que no tienen hijos? Hubo narices arrugadas de nuevo. —Soy Jaimie —dijo el chico que declaró que su departamento se veía asqueroso —. Reciben visitas. Comen queso, intentan no derramar vino. —Los usan para… ¿besarse? —sugirió Steven, el tipo de la barra desayunadora, mirando a su alrededor. —Más bien para ver televisión —se burló Jaimie. —Entonces, básicamente los muebles permiten que la gente se reúna —propuso Sloane—. Y entonces Mammoth agrega un elemento extra. ¿Cuál es ese elemento? —Monitoreamos todo —dijo Jaimie. —Monitoreamos lo que hace la gente —agregó Holly. —Creo que le damos tranquilidad a la gente —comentó Andrew, ruborizándose —. Por ejemplo, tenemos la cama faraón. Es algo que está por lanzarse. Es más grande que una cama California King, y tiene un colchón inteligente que monitorea la calidad y duración de tu sueño. Puedes sincronizarlo con tu smartphone, y de esa manera… Sloane iba a tener que fingir entusiasmo. En lo personal, pensaba que la gente debería estar lo suficientemente alerta para conectarse con sus propios cuerpos y saber, o sentir, qué habían hecho físicamente con ellos durante el día. No necesitas que un colchón inteligente te diga que tuviste una noche de mierda. —Oh, esperen, tengo una idea —anunció Jaimie, tamborileando sus dedos sobre la mesa—. Okey, esto suena ofensivo, pero escúchenme. Estaba pensando en el ángulo competitivo y…, Carla, no me molestes por esto —dijo mirando a una mujer seria que no había hablado aún—, pero ¿qué tal si nos aventuráramos y las redes sociales transmitieran lo que haces en la cama? Claro, nada demasiado obsceno, obviamente, pero sí un poco… pícaro. Por ejemplo que tu colchón les avise a tus followers que probablemente no vas a llegar al brunch del domingo

porque sigues en la cama y además el colchón registra que hay otro cuerpo… Los empleados de Mammoth estaban discutiendo si esa idea era ofensiva o buena cuando llegaron Dax y Deidre. Apenas era el segundo día de Sloane, podía concederle eso a Dax, pero ¿iba a estar en todas las juntas? Y tenía que llegar en ese momento, cuando la energía del grupo estaba dispersa y no habían llegado a nada ni iban a ninguna parte. —¿Hay avances? —preguntó Dax mientras entraba, dándole unas palmadas en el hombro a Sloane. Ella sintió de pronto un impulso por proteger a su grupo de mejillas sonrojadas y miradas bajas, conscientes de que no tenían nada para presentarle al tipo que quería un gran show. —Sin duda es engañoso —reconoció Sloane—. Aun si tú no tienes hijos, ¿eso significa que nunca vas a tener ningún niño en tu casa? ¿Estamos asumiendo que la gente sin hijos no tiene amigos con niños? Hay mucho en que pensar, así que sólo estamos reflexionando. —Está bien —dijo Dax, pasando detrás de cada uno de sus discípulos—. Pero aun así necesitamos algo genial. Quiero algo grande. Con un elemento tecnológico que haga enloquecer a la gente. Sloane apretó los labios. Lo que realmente enloquecería a la gente sería si anunciaran que nadie necesita muebles. Grupos de clasemedieros viviendo con una maleta porque se decepcionaron del sistema y pusieron su fe en los viajes. Pusieron todas sus aspiraciones en los países que les faltaban por ver. —¿Sloane? —preguntó Dax por lo que ella temía que fuera la segunda vez. —Perdón —dijo Sloane, esparciendo su nube mental. —Alex dice que podría haber algo de potencial en las luces. —Luces. Sí, claro. —Asintió con fuerza ante una sugerencia que ni siquiera escuchó—. Sin duda hay muchas opciones. Hay focos para dormir que ayudan a elevar la melatonina y, eh… —Se quedó en silencio.

—O-key —dijo Dax como haciendo tiempo—. Veo que tienen mucho camino por delante. Pero todo bajo control, ¿verdad? —Guiñó un ojo. Sloane le aseguró que se les ocurriría algo que fuera dinamita. Sólo necesitaban tiempo.

diez

Después de la junta, Sloane fue a la cafetería de la empresa para ahogar sus dudas en carbohidratos. Como era predictora de tendencias, la gente asumía que tenía un gusto elegante en la comida, pero en realidad disfrutaba los alimentos simples e insignificantes: la deliciosa vacuidad de un pedazo de queso crema sobre un bagel gigante, penne a la mantequilla, cosas del menú de niños. Durante sus primeros meses en París más o menos subsistió a base de baguette tostado con mantequilla en aerosol, producto que encontró en una pequeña tienda estadounidense cerca de su primer departamento, de la misma marca que usaba su madre. Sloane estaba embarrando la segunda mitad de un bagel con otro pedazo de queso crema cuando Mina apareció junto a ella. —Hola —dijo tranquilamente, rodeando con ambas manos una taza que decía «Nama’stay in bed». —Oh, hola —respondió Sloane, que casi tiró su cuchillo por la sorpresa—. ¡Qué gusto verte! —Intentó controlar su entusiasmo para no asustar a Mina—. Realmente me alegra verte —corrigió—, porque quería preguntarte… —¿Por qué me callé la boca? —aventuró Mina, sacando un bagel de ajonjolí de la canasta. —Pues sí… —A Sloane le sorprendió que fuera tan directa—. Estabas diciendo algo tan interesante y de pronto… no sé, ¿es un problema decir ciertas cosas frente a Dax? —No lo sé —respondió Mina encogiéndose de hombros—. Nunca nadie lo ha intentado. —Oh. —Sloane hizo un gesto de decepción, sorprendida de que pudiera ser algo tan simple—. Entonces ¿crees que todos… le temen?

—Mira —dijo Mina, haciendo una pausa para masticar—. Estamos aquí para vender cosas. Todos saben eso. Así que para las conferencias de tendencias de este verano… Daxter quiere que parezca como si tuviéramos el tiempo y los recursos para pelotear ideas… —Pero sí tienen los recursos —repuso Sloane. —Claro. Pero aun si tuviéramos el tiempo, nadie engaña a nadie. Podemos hacer todas las lluvias de ideas que queramos, pero al final del día Dax quiere productos tangibles, cosas que la gente pueda comprar. —Mina le dio otra mordida a su bagel—. Supongo que todo son risas y diversión —agregó— hasta que corren a alguien.

Sloane salió de su conversación casual con Mina sintiéndose reanimada. Cuando llegó a la oficina de Dax, Deidre le dijo que estaba al teléfono, pero que claro que la recibiría, estaría encantado. Se sentó sintiéndose segura de que los empleados de Mammoth tenían potencial, eso era claro, se les había ocurrido algo genial, y que sólo necesitaban permiso para soltarse un poco. —¿Señora Jacobsen? —preguntó Deidre varios minutos después, jalándose el cuello de su suéter—. El señor Stevens ya puede recibirla. Sloane creyó escuchar a Deidre susurrándole «buena suerte» cuando pasó junto a ella en su camino hacia la puerta.

Situada en el piso treinta y dos del edificio, la oficina de Daxter tenía una vista completa de Union Square. Era la hora del almuerzo. Sobre aquel paisaje invernal, neoyorkinos y turistas andaban de un lado a otro buscando comida sana. Ensaladas de hinojo y toronjas con semillas de calabaza como crocante. —¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó Dax, levantándose. Sloane se obligó a mirarlo a los ojos. —Gracias por tu tiempo. Sólo tengo un par de…, pues frustraciones, a decir verdad. —¡Gajes del oficio! —Dax sonrió—. Por favor, siéntate. —Bueno, para empezar, me temo que hay algunas distracciones innecesarias — dijo Sloane, respirando al fin, aunque no se había dado cuenta que había estado conteniendo el aliento—. Por ejemplo, en serio me gustaría hacer algo sobre los teléfonos. —¿Los teléfonos? —repitió Dax, tomando medio sándwich que estaba en un plato sobre su escritorio—. ¿Te molesta? —preguntó con una ceja enarcada—. ¿Comiste? —Sí, más o menos… —Le hizo una seña para que siguiera comiendo—. La gente simplemente no está presente —continuó—. No necesito decirte que todos están distraídos con sus celulares. —Y yo no necesito decirte que los celulares son una parte muy importante de nuestro negocio. —Sí. Pero aun así, esperaba que pudiéramos confiscarlos. Ponerlos en una caja antes de cada junta. Fuera de la sala. Dax se detuvo a medio bocado y su pequeña boca se quedó abierta. Parecía como si Sloane acabara de sugerirle que hiciera algo terriblemente complicado. —Estoy seguro de que puedes encontrar varias razones por las que eso sería un problema.

—Escucha —insistió ella, inclinándose hacia adelante—. No vamos a poder avanzar como quieres cuando su atención está tan dividida. No pueden escuchar. No pueden oír. Y hay otra cosa. —Y no llevamos ni veinticuatro horas —dijo Dax tras soltar un silbido burlón. —Lo sé —respondió Sloane, que no estaba dispuesta a retractarse—. Pero es mejor sacarlo todo ahora, poner las cartas sobre la mesa, ¿no lo crees? El personal es muy brillante y los productos son increíbles. Pero el proyecto es tan grande. Muchos de tus empleados son demasiado jóvenes para saber si querrán hijos o no, y ni hablar de que los tengan. Así que les estamos pidiendo que adivinen cosas sobre otras personas que son profundamente personales. Y a fin de hacerlo personal… —Dejó la frase abierta. Dax sacó un enorme pedazo de chucrut de su sándwich y lo puso sobre el papel encerado que estaba bajo la otra mitad. —Lo entiendo. Necesitas tiempo. Lo cual ya te di. Seis meses. —El tiempo no es un problema —dijo, irguiéndose—. Es más…, bueno, no tengo forma de saber si este es tu modus operandi, pero que te aparezcas de pronto en nuestras juntas… O sea, lo entiendo. Es tu compañía. Y es muy buena. Pero me da la sensación de que la gente se inhibe. No dicen cosas que quizá no quieras que digan. —¿Sobre mí? —preguntó Dax con una ceja enarcada de nuevo. —No, sobre los productos. No creo que se sientan a salvo. Y aunque sin duda aprecio el tiempo que me estás dando, así como todo el apoyo que me demuestras, quiero cumplir con mi trabajo. Necesito que puedan hacer suposiciones atrevidas. Agradecería mucho si pudieras…, si pudieras darnos más privacidad. Es algo que me gustaría intentar. Daxter volvió a su comida. —Entiendo —dijo, masticando—. Vaya, claro que soy intimidante. Es algo que yo también siento. Pues…, bueno, no me apareceré tan seguido. Pero ¿los teléfonos? Esta es una empresa de veinticuatro por siete. La gente necesita estar en o.

—¿Realmente crees que la gente no puede pasar media hora sin sus celulares? —No —respondió él—. No lo creo. Es decir, sí podrían, obviamente. Pero la gente necesita cerrar sesiones. Necesitan ver sus correos. Vamos, Sloane. Nosotros hacemos teléfonos. Si quieres que todos usen relojes inteligentes, podemos hacerlo si es más discreto, pero… —No estoy de acuerdo —dijo Sloane, inflexible—. No estoy de acuerdo. Debemos obligar a la gente a recordar cómo se pone atención. —¿Y dañar otros proyectos que serán ignorados? —Negó con la cabeza—. No lo sé, Sloane, es tu circo. Si puedes lograr que lo hagan, adelante. Pero no vas a contar con mi apoyo en esto. Tengo mucho interés en que las cosas se hagan. Lo cual significa que necesito poder localizar a mi gente. —De acuerdo —dijo Sloane, notando el deseo de Dax de continuar con su almuerzo sin ella—. Pero también quisiera tu permiso para poner buzones de sugerencias, para que la gente tímida o que tiene miedo de meterse en problemas pueda contribuir con ideas de forma anónima. Daxter la miró con los ojos entrecerrados. —¿Y también vas a hacer dinámicas donde se dejen caer en los brazos de otros para probar su confianza? —preguntó con tono de burla. Luego envolvió su sándwich, se estiró sobre su escritorio y dio unas palmadas sobre la mano de Sloane. —Dale. Consigue los resultados de la forma que sea. Sloane miró la constelación de migajas que se extendía entre ellos. No le habían dado un voto de confianza total, pero algo en ella comenzó a salir de su hibernación. Habían pasado semanas desde la última vez que le habían tocado la mano.

once

Sloane bajó los diecisiete pisos hasta su oficina pensando. Había logrado lo que quería, pero se sentía avergonzada. ¿Buzones de sugerencias? No trabajaba en un merendero, por Dios. Debió haber pensado mejor su petición, desarrollar un blog privado en el que la gente pudiera postear sus ideas, pero en vez de eso le pidió permiso al CEO de una compañía de tecnología para comprar una caja de cartón. Pero Sloane quería entrar y no salir. Visual y auditivamente, el mundo actual estaba diseñado para distraer. Antes de que pudieras darles un nombre a tus propios sentimientos, ya había algo diciéndote qué pensar y querer. Las listas de imperdibles en las revistas, los anuncios en los camiones, las notificaciones, los esloganes en las playeras. ¿Cuánto faltaba para que llegara una tendencia silenciosa? Al pedirles a las personas que cortaran el cordón umbilical con sus aparatos electrónicos, que pusieran pluma sobre papel, que consideraran qué pensaban realmente en vez de repetir como pericos una columna de opinión, podrían encontrar un camino de regreso hacia sus propios cerebros. Y a sus corazones. Mirando por la ventana hacia los rascacielos vecinos, Sloane se descubrió con el deseo de salir volando y volver adonde había estado la noche anterior. La severa blancura de su departamento en París era una comparación tan dura con el revoltijo de muebles en la casa de su madre, pero aunque la disonancia del territorio de Margaret (libreros hasta el tope, cajones de la cocina llenos de bolsas explotadas de cuscús) siempre la había sofocado, anoche la hizo sentir en casa. No en el sentido de que Sloane solía vivir ahí, sino porque la casa de su madre (y los muebles de su madre) tenía las estrías de una vida realmente vivida, mientras que el departamento de Sloane mostraba la belleza de una vida en pausa. Pensar en su madre la hizo pensar aún más en su madre. Jueves a las diez de la mañana, la hija mayor de Leila estaba en la escuela y Everett en su casa con Leila…, ¿qué estaba haciendo Margaret? Cocinando algo a fuego lento, buscando algo que hacer. O quizá estaba con Leila. O había salido a desayunar

con una amiga. Una parte oscura de Sloane quería que su madre estuviera sola, pero era posible, incluso probable, que no lo estuviera. Sloane intentó salirse de ese camino de pensamientos. No eran buenos tiempos para la melancolía. El día de Acción de Gracias, ese heraldo de la cercanía familiar, estaba a la vuelta de la esquina. Tomó su teléfono, que tenía la batería en rojo, a punto de morir. «Gracias por la cena, mamá —comenzó a escribir—, estaba muy buena. Ya quiero volver a verte el día de Acción de Gracias». Lo leyó de nuevo. Nada impresionante pero tampoco sabía cómo mejorarlo, así que presionó «Enviar». Luego mandó otro mensaje: «Avísame qué podemos llevar». Sloane estaba escuchando el sonido de su teléfono, a punto de apagarse, cuando un toquido en la puerta anunció que Deidre estaba lista para acompañarla a la junta de arte. Pero cuando Sloane levantó la mirada, vio que no era ella. En Francia, había una respuesta automática que aparecía en las pantallas de los cajeros automáticos cuando intentabas tomar el dinero. La traducción semántica era: «Digita tu clave evitando que otros la vean», pero literalmente el mensaje decía: «Digita tu código secreto protegiéndote de las miradas indiscretas». Como respuesta, siempre que Sloane sacaba dinero en París fantaseaba con un hombre gallardo fumándose un cigarrillo a sus espaldas, vestido con una capa, quizá como una especie de Zorro sin máscara. Era el tipo de fantasía que involucraba palabras como «entrañas» y «la hizo suya». Esa fantasía se revivió gracias a la persona que estaba en su puerta, esperándola sin máscara. —Hola —dijo, comenzando a levantarse. Notando su confusión, el hombre se presentó. —Soy Jin. ¿El director de arte? —Ah, Jin —respondió ella, estrechando la mano que él le ofrecía—. Claro. Es un gusto conocerte al fin. —Miró a su alrededor—. ¿Quieres platicar antes de que bajemos? —Ah, hoy no bajaremos —dijo, acomodando su enorme saco al sentarse—. El equipo está hundido. Cosas del Black Friday, lo siento. ¿Te molesta? —Señaló hacia su asiento con la cabeza.

Ella sacudió su mano indicándole que no. —Entonces ¿sólo somos… nosotros? —preguntó Sloane. —Pues Daxter quiere que trabajemos juntos en el proyecto de una tablet para jóvenes de cualquier manera, así que… —Jin comenzó a sacar cosas de un enorme bolso—. A mí me parece que tiene más sentido comenzar. Te pondré al tanto. —Tenía tres tablets distintas sobre sus piernas, delgadas como menús de restaurante, en colores de jelly beans. La mención del proyecto de la tablet la había ayudado a enfocarse. Por supuesto que Dax le había contado sobre ese proyecto para jóvenes: era uno de los pocos trabajos no relacionados con ReProducción en los que participaría durante su estancia en Mammoth. En otoño iban a lanzar una línea completa de tablets para jóvenes con teclados, rios y colores diseñados para atraer a los adolescentes. Las tablets, de hecho, tenían una pantalla doble, con una pantalla exterior LCD que podía transmitir lo que el estaba haciendo en la pantalla interna o programarse con un perfil personalizado: una imagen del , un collage de sus amigos. Ya fuera que estuviera pasando el rato en un café, leyendo en el metro o viendo una película en casa, la gente que pasara junto al podría echarle un vistazo a su mundo. —Entonces —dijo Jin con las manos sobre su pila de trabajo—. ¿Deberíamos conocernos mejor o vamos directamente al grano? Sloane se rio, incómoda. Estaba observando fijamente los dedos de Jin. —Es broma —aclaró él, doblando una pierna sin mover los productos que descansaban sobre sus muslos—. Pero estuve en Chicago durante tu primer día. Obviamente soy fan de tu trabajo. Puedes ayudarnos a revolucionar las cosas por acá. Sloane sonrió, deseando merecerse el halago. Aún no había revolucionado mucho. —Entonces —repitió Jin con una sonrisa que de pronto se volvió traviesa—. ¿Qué opinas hasta ahora? —Pues todos han sido muy amables —dijo con la guardia muy en alto.

—Mmm —respondió él, volviendo a cruzar las piernas—. No pareces muy impresionada. —No, no, claro que lo estoy —contraatacó ella—. Es sólo que… aún estoy descubriendo cómo son las cosas. —Es una cultura muy específica —le explicó Jin, dándole un poco de espacio—. Pero debes saber que todos están muy felices de que estés aquí. —Gracias. —Sloane se sintió halagada—. En serio. Bueno, ¿me muestras lo que tienes? —¿Quizá podríamos empezar con las paletas de colores? —Le mostró tres tablets. Una color pétalo de rosa, una verde pasto y la última de un naranja tan brillante que le hizo entrecerrar los ojos. —No sé si esto te sorprenderá —dijo Sloane—, pero me gusta la rosa. Las otras dos son algo incómodas, son demasiado intensas. —¡Eso fue lo que yo dije! —Jin se rio—. Los de Investigación de Mercado se inspiraron en la ropa para hacer ejercicio. Bandas para el cabello y brasieres deportivos. Supongo que coincidimos. —No es una gran sorpresa, lo sé —continuó Sloane—, pero más bien me imaginaba pasteles metálicos. —¡No me digas! —Jin sonrió, sacando una tabla de colores—. Algo contundente y vivo. Y con mucha textura. Unisex. Le enseñó una muestra de lo que parecía magma mezclado con carbón y piedra lunar. El corazón de Sloane saltó al verla. Esa emoción. —Me encanta —dijo con honestidad—. Volcánico. —Ese es el nombre con el que estamos trabajando, de hecho. Es salvaje, apocalíptico. Entiendo que son jóvenes, pero a ellos también les preocupan algunas cosas. Ah, ¡la energética sacudida de que al fin algo era correcto! La breve sensación de estar fuera de su cuerpo, el cálido movimiento de un corazón latiendo a toda

prisa. Las imágenes con texturas comenzaron a arder dentro de ella: metal deslustrado, cobre corroído. Mica. Musgo. —¿Qué tal… color carne? —se escuchó sugiriendo. De inmediato se puso roja. Jin miraba hacia la ventana detrás de ella, perdido en sus propios pensamientos. —Lengua —dijo finalmente—. Es raro, ¿no?, que sea un color universal. Pero Sloane ya estaba perdida en la insistencia de un recuerdo que la llenaba con la abrumadora textura de su primer beso. No la primera vez real (que había sido al borde de una cama en una fiesta de besos de la preparatoria, con las rodillas junto a las de Adam Saybourne, quien literalmente se lanzó sobre ella en el colchón), sino del beso con el que entendió lo que era, cuando se sintió más excitada que preocupada por el sonido de su propia respiración. Pasó una mano sobre su cabello y se deshizo el peinado. Algo con el color de una lengua y la textura de la carne. Era correcto, pero también perturbador. Pero lo perturbador se sentía tan bien. —Por más que creo en esto —dijo, de pronto consciente de cómo su cabello le acariciaba los hombros—. Puede que no sea popular. —Entonces piensas igual que Dax. —Jin frunció el ceño—. Que lo fácil es lo que funciona. —¿Fácil? —preguntó, sorprendida—. No estoy aquí por eso. Algo en el aire se había reajustado y el espacio entre ellos se sentía denso. —No me voy a arriesgar en las tablets para jóvenes —continuó Sloane, a la defensiva—. Venderán mejor si se hacen en colores pasteles metálicos, y eso es tan cierto hoy como lo será dentro de tres años. Y eso también es parte de las tendencias. —¿En verdad piensas eso? —Lo que realmente pienso es que los adolescentes deberían estar afuera respirando aire fresco y tomando el sol y, pues, teniendo encuentros sexuales incómodos en vez de socializando electrónicamente, pero eso no va a pasar, así

que sí, pasteles metálicos. Jim se llevó los dedos hacia la piel debajo el cuello de su camisa, rascándose de la manera más lenta y larga posible. —¿Puedo hacerte una pregunta? —le dijo al fin, guardando las tablets en su bolso. —Claro. —Soy conocido por ser directo —advirtió—. Sólo para que lo sepas. —Creo que puedo soportarlo —respondió ella con molestia. —¿Tienes miedo de hacer tu trabajo? Sloane entrecerró los ojos, y su garganta ya de por sí seca se cerró. Pudo sentir cómo los huesos de su mano parecían contraerse. —No tengo miedo de hacer mi trabajo —soltó con rabia. —Puedes decirme lo que realmente piensas. En serio. —Lo que realmente pienso —dijo Sloane— es que la línea para jóvenes debe hacerse en pasteles metálicos. Jin se talló los labios con dos dedos mientras la observaba. —Murallas —dijo, señalándola con los dedos. —¿Disculpa? —preguntó ella con voz chillona. —Te estás protegiendo con murallas. —Trazó un círculo en el aire con sus dedos —. Entiendo. —No tengo murallas —repuso ella—. Sólo hago mi trabajo. Por la expresión de su rostro, casi podía escucharlo diciéndole «¿De veras?». —Voy a elegir no creerte —le respondió él. Metió la paleta de colores en su bolso—. Al menos no todavía.

Sloane abrió la boca para discutir, pero no dijo nada. Todos los insultos que se le ocurrían le parecían vacíos y obsoletos, y no era el tipo de persona que mostraba sus emociones en el trabajo. Pero cuando Jin se fue, Sloane se paró con la frente apoyada contra la ventana, observando los enormes edificios que se cernían sobre ella, con tantos extraños haciendo cosas allá en lo alto. «¿Quién te crees que eres?», pudo haberle preguntado a Jin. «¿Quién te crees que eres?», pudo haberse preguntado a sí misma.

doce

Al final del día, Sloane se subió furiosa a Anastasia. ¿Quién era ese elegante arribista? A juzgar por sus niveles de colágeno y su exagerada seguridad, sin duda era más joven que ella. Quizá mucho más. Probablemente él estaba en un dormitorio universitario marcando las páginas de anuncios de moda mientras Sloane le estaba aconsejando a empresas del Fortune 500 cuáles modelos usar para esos anuncios. Ella era buena en su trabajo, maldita sea. Sabía lo que estaba haciendo en Mammoth, y no le iba a decir a Dax que todos sus aparatos electrónicos deberían tener colores de órganos para que la gente pudiera reconectarse con su interior. Al diablo con los directores de arte y al diablo con Jin en especial. Tan seguro de sí mismo por verse como se veía: tan sólo su estructura ósea era algo fuera de este mundo. Qué estúpida, estúpida y aún más estúpida por permitirle a un extraño que la sacara de su centro. Sloane tuvo el súbito impulso de irse a casa y darle besos de lengua a Roman; su deseo de reforzar su seguridad a través de su sexualidad era algo animal y vergonzoso, pero así era. Cuando Anastasia entró a las calles con nombres de letras de Alphabet City, los oídos de Sloane captaron una frecuencia que sólo ella podía escuchar. Roman estaba ahí, podía sentirlo, no en el departamento, pero muy, muy cerca. Salió del auto y se paró tranquilamente en la banqueta. Su mirada fue hacia el parque donde antes había un imponente sauce llorón, antes de que el huracán Sandy se lo llevara. Pero el lugar estaba vacío salvo por un hombre agazapado sobre la tierra, vestido con un pantalón de franela, arrancando hierbas. Sloane cruzó la calle y observó los brillantes ventanales de los cafés de la esquina, y ahí vio esa cosa-hombre que era Roman con su traje Zentai. Con un cansancio profundo, vio que Roman llevaba el traje rojo brillante, probablemente en un intento por ser festivo. De cualquier modo, había logrado atraer iradores: tres jóvenes que lo rodeaban con sus tazas de cartón. Roman solía ser una apreciada curiosidad en su vecindario de París, y al parecer estaba pasando lo mismo allí. Sloane retomó su camino rodeando la cerca en la que

yorkiepoos y puggles esperaban amarrados, y entró al café. Aprovechándose de la visión limitada de Roman (realmente no podía ver nada en ese maldito traje), Sloane se detuvo junto a la estación de condimentos para escuchar lo que estaba diciendo. Por lo general, él respetaba su vida privada, pero su sed por ser alguien en Nueva York ponía nerviosa a Sloane. No estaba segura de si Roman aún consideraba su vida como algo «privado». —… claro, sí hay un nivel en el que ganas, pero también hay un nivel final para el juego dentro del juego. —Sloane se acercó más a su mesa para escuchar el resto—. Los jugadores planean viajes al Chernóbil real. Se cuelan en la zona contaminada. Beben agua de ahí. Publican videos de ellos bebiendo esa agua para que los vean sus amigos jugadores. Se paran sobre los edificios del pueblo fantasma de Prípiat. En ningún otro lugar encontrarás a las realidades virtual y física más mezcladas que aquí. Roman estaba obsesionado con el videojuego S.T.A.L.K.E.R: Sombras de Chernóbil. En París daba conferencias sobre la Zona de Alienación que el antihéroe, un coleccionista con amnesia llamado el Elegido, recorría entre edificios radioactivos y fauna extraña. Sloane consideraba que el Elegido, solo y suicida, atrapado en una realidad alterna que a la vez lo atrapa y lo inspira, era una visión de lo peor que podían llegar a ser los humanos disociados. El juego sin duda la fascinaba, y entendía su terrible atractivo, pero el interés que despertaba en Roman le daba miedo. El Elegido no necesitaba a nadie más que a sí mismo. Decidió anunciar su presencia. —Roman —dijo, poniendo una mano sobre el hombro de él—. Ya regresé. —¡Ah, Sloane! ¡Súper! —Se escuchó como «siupérg» por su acento—. Escuchen todos, ella es Sloane, ¡mi Sloane! Estos son Juan, Beau y Thorne, ¿verdad? —Hawthorne —respondió uno de los jóvenes, con un look costosamente desaliñado. —Oh, por Dios —dijo otro, pasándose los dedos por el cabello—. ¿¡Dónde habían estado ustedes dos!?

—Si Roman se hubiera salido con la suya —comentó Sloane—, esa hubiera sido nuestra luna de miel. —Esto hizo que los chicos se rieran, aunque ella no lo decía sarcásticamente. En el mundo virtual online llamado Second Life, Roman tenía una cabaña de cacería de fin de semana en el área contaminada. Recientemente le había comprado una chimenea usando dólares Linden. —Sloane… —Roman señaló cuidadosamente hacia el montón de tazas que los rodeaban, intentando no tirar nada porque no podía ver—. ¿Quieres una bebida? Una parte de Sloane quería sentarse con ellos y discutir sobre la semántica del juego, como solía hacerlo con Roman, pero si se quedaba, le harían preguntas superficiales que no quería responder. ¿Ella también usaba el Traje? Y luego Roman diría cursilerías sobre su unión libre. La capacidad de Sloane para tolerar las estupideces ya casi llegaba al límite. —Fue un gusto conocerlos, pero tengo algunas cosas que hacer. Los chicos perdidos asintieron en silencio. Claro, ellos también tenían cosas que hacer. Todos tenían cosas que hacer. ¡Miren todo lo que tenemos que hacer! Pero no hicieron ningún ademán de irse. —Te veo luego —le dijo Sloane a Roman. Él se reacomodó en su asiento para que su rostro sin ojos apuntara hacia ella. —De hecho, hay un evento Zentai al que quiero… —Claro —interrumpió Sloane con una sonrisa falsa—. Disfrútalo. Sloane salió del café imaginándose las cosas lindas que estaban diciendo sobre la esposa de Roman y lo genial que era, y cómo Roman probablemente estaba respondiendo sus cumplidos con una explicación sobre lo limitante de los significados de la palabra esposo. La palabra esposa. —Y por eso no nos casaremos. —Sloane casi podía escucharlo decir—. Esposo y esposa te confinan a una unión, y nosotros somos mucho más que eso.

«Soy mucho más que eso», pensó Sloane, ya en su departamento, mientras observaba su reflejo sobre el lavabo. Se quitó el collar del día, un coyote de plástico persiguiendo a una luna de plástico, y lo puso en la Ziploc gigante en la que guardaba sus piezas favoritas. «Soy mucho más que lo que cubre mis huesos, que nunca volverá a ser tocado». Quizá ese era el atractivo real del cibersexo, consideró mientras entraba a la habitación. No tener piel. Online, realmente puedes ser mucho más que el cuerpo con el que naciste. Las posibilidades son ilimitadas. Sloane se tendió sobre la cama. Conocer a Jin la había dejado alterada. No sólo porque la había retado: él realmente había encendido algo en su interior. Su conversación sobre lo extrañamente correcta que sería una tablet color carne y con textura hizo que su mente se alocara pensando en otras formas en las que las pantallas táctiles podían equivaler al o. Aparatos de mano codificados como la palma de una mano real, potenciadores erógenos debajo de la piel, tecnología remota que controlara la libido de la pareja en el tiempo y el espacio, y otros pensamientos más extraños y más pequeños: el simple roce de la carne de la mano de otra persona. Sloane tocó la cintura de sus leggings. Podía utilizar esos pensamientos de una forma más productiva. La respuesta estaba ahí: el porno, tan accesible. Se acostó bocabajo para ver el reloj. No había quedado claro si Roman iba a ir directo del café a su «evento» Zentai; probablemente volvería para usar el baño porque le tomaba un tiempo muy largo y poco higiénico quitarse su traje Zentai en un baño público. De cualquier modo, descargarse un poco sería bueno para Sloane. Ahora era una mujer trabajadora en Estados Unidos, que conocía los variados pesares del mundo corporativo. A decir verdad, sería indecente no masturbarse. Para ese punto, Sloane era tan incapaz de recordar cómo se vería un amante real, que se apoyó en la pornografía para que se lo dijera. Casi nunca estaba de acuerdo. Los gigantes aletargados que le presentaba el porno se veían como si los hubieran criado con una dieta de hormonas para ganado. Sus genitales rasurados los hacían parecer muñecos Ken, y sus bocas se abrían estúpidamente cuando les estaban dando placer. Por eso Sloane tendía a los placeres sáficos en sus elecciones online. Al menos las mujeres tenían expresiones faciales variadas, se reían, hablaban, sonreían. No parecía como si les acabaran de decir que

tendrían que pagar extra por las papas fritas al llegar al orgasmo. Como le parecía demasiado revelador escribir una categoría específica en la barra de búsquedas, Sloane se conformaba con el menú diario de RedTube: Maduras, Lesbianas, MILFs… eligió un video de Slow Rebel Productions, los únicos que ponían a sus actores en situaciones donde hacían cosas humanas normales, como leer o comer. Ese video en particular se llamaba La pijamada y comenzaba con dos amigas de cabello largo sentadas en un sofá con pantuflas de conejo y batas afelpadas. Una estaba viendo una revista. La otra estaba presionando teatralmente los botones de un control remoto. —¡Ugh! —gritó, haciendo un gesto exagerado con los labios—. ¡No hay nada en la tele! —Ya sé —gimió la otra—. ¡Estoy muy aburrida! De la nada, un chico lindo, con una camiseta y calzoncillos blancos, entró en la cocina que se veía detrás del sofá. Las chicas comenzaron a reírse. La lectora de revista se llevó un dedo a la boca, volteando una página coquetamente con su dedo húmedo. —¿A qué hora crees que llegará Tina? —le susurró a la otra chica. —No lo sé —respondió, mordiéndose el labio con lujuria—. Probablemente pronto. Las dos miraron a la cocina donde el chico, sin duda el hermano menor de Tina, estaba comiendo cereal en un tazón. Parecía tener una erección matutina. —Me siento juguetona —dijo la lectora de revistas. El corazón de Sloane dio un vuelco ante la falsa inocencia en la pantalla. ¡Ella también se sentía juguetona! Observó con excitación cómo la del control remoto entraba a la cocina. La cámara la siguió, acercándose a ella mientras abría el refrigerador, se agachaba y se inclinaba un poco más para alcanzar el jugo; su tanga estaba ligeramente movida para mostrar el arco de sus labios.

El chico de la cocina seguía masticando. Era tan tibio como los otros hombres en el porno, pero al menos era atractivo. Realmente interpretaba muy bien el personaje del chico adormilado y musculoso que se acababa de levantar. —Ay —dijo la chica haciendo puchero—. Parece que ya no tenemos jugo. —Le echó una mirada al vaso que el chico tenía sobre la encimera—. ¿Me das un poco del tuyo? Mientras avanzaba hacia él, su bata se abrió revelando un baby doll de seda blanca. Los pechos de la chica parecían tan vivaces e impacientes. Sloane apostó que tenían la intención de pasar por varios lugares. Sin mucha explicación, los labios de la chica se posaron sobre los del chico. Supuestamente él acababa de tomar jugo y ella quería un poco. Comenzaron a besarse más y las manos de él se posaron sobre las nalgas de ella. A fin de mostrar esto, la bata afelpada cayó al suelo. El trasero de la chica se veía tan saludable como sus tetas turgentes; todo su cuerpo parecía estar en su punto. Era como el primer melón del verano, salvo que, a diferencia del melón, ella tenía unas tetas perfectas. Sloane observó cómo los dedos del chico se abrían bajo su camisón mientras ella buscaba su propio vibrador. La forma en la que le masajeaba las nalgas enloqueció por completo a Sloane. Tuvo un recuerdo, aunque muy tenue, de cómo se sentía que le abrieran esa zona, y su vibrador comenzó a zumbar contra su clítoris erecto. La pareja seguía besándose, amorosamente, los labios del él sobre el cuello de ella, deslizando un tirante de seda para tocar juguetonamente sus pezones. Ella, tan confiada en lo deseable que era como en las ansias ante lo que estaba por ocurrir, soltó una carcajada de placer. Luego la otra chica, la lectora de revistas, entró en la cocina. Tenía su propio negligé caído para mostrar un par de pechos firmes, oscuros y pequeños. Avanzó hacia la pareja abrazada, se apretó contra la espalda de la chica, envolviéndola para acariciarle los senos. Sloane estaba muy metida en lo suyo, el zumbido de su vibrador la llevaba a otro plano de placer. Era demasiado. La primera chica estaba frotándose contra el chico, haciendo a un lado la parte baja de su negligé para que él pudiera entrar. El chico levantó a la chica y la posó sobre la encimera, tirando la caja de cereal. Movió más el negligé mientras la otra chica ponía su mano de forma amorosa,

casi reverente, sobre su miembro erguido, masajeando su deseo a través del algodón de sus calzoncillos, y luego metió la mano para… —¿Sloane? —dijo una voz. La de Roman. Roman. En Casa. Sloane cerró la computadora con furia y lanzó su vibrador bajo la cama—. ¡Sólo vine a casa a orinar! Con los pantalones arriba y su cómplice escondido, Sloane se quedó tendida, furiosa, respirando pesadamente. Escuchó la lucha del hombre con el que compartía su vida para quitarse el traje en el baño. Luego observó su computadora cerrada, guardando en su interior el vínculo con las vidas amorosas de mentira de otros. —Chérie! —gritó Roman, derribando algo en sus esfuerzos por liberarse de su apretado traje—. ¿Sabes dónde está el dorado? ¿Crees que debería usar el dorado? ¡Quiero causar una buena impresión en el Club Lycra! «Juntos pero solos», pensó, y la frase se elevó desde una profundidad desconocida y la fue llenando.

trece

Cuando Sloane despertó a la mañana siguiente, Roman no estaba en la cama. Lo encontró en la cocina, acurrucado con su teléfono. Descalza y envuelta en una delgada bata de algodón, se sintió tan invisible como si estuviera mirando a su pareja a través de un cristal con espejo. —Hola —dijo, cerrándose la bata—. ¿Dormiste bien? —Mmm —respondió él dándose golpecitos en los hombros, tensos por el estrés. Sloane descansó la cabeza contra el marco de la puerta. —¿Qué pasa? —intentó de nuevo. —Intento encontrar un lugar para desayunar. —Una breve sonrisa antes de que sus ojos volvieran a la pantalla. —Yo viví aquí, ¿sabes? —dijo Sloane, acercándose a la cafetera—. Podrías preguntarme. —Sí, ¡claro! Pero quiero reseñas. Sloane eligió una cápsula de café «Mezcla de la casa» y la puso en el hueco de plástico donde iba. —¿Tienes una junta-desayuno? —Al preguntar eso se dio cuenta de lo poco que sabía sobre lo que él hacía con su tiempo mientras ella estaba en Mammoth. —Junta-desayuno, no. Pero quiero tener un buen desayuno, y tengo una junta después de eso. ¡La revista New York quiere hacer una traducción de mi texto del Nouvel Obs! Sloane se sobresaltó y el café de su taza se derramó por los bordes. La revista New York era la guía de izquierda para todo lo que debía saberse sobre el mundo en la semana. ¿Cómo no había presentido que las cosas despegarían tan rápido

para Roman en Estados Unidos? Quería tener fe en la raza humana, quizá por una vez no se tragarían la moda pasajera. En este caso: Zentai. En este caso: él. Mirando a Roman, la persona real, se dio cuenta de lo difícil que era juzgar la productividad moderna desde la distancia: una persona podía estar todo el día en su departamento en pijama y aun así causar furor en línea. Hacía mucho que Sloane había dejado de revisar las redes sociales de Roman, pero cuando él se levantó para ir por más jugo, tomó su celular de la isla de la cocina. Los números de sus seguidores, que estaban por los cielos, la dejaron sin aliento. —¿En serio? —dijo, aún revisando su feed—. ¿New York? —Es genial, ¿verdad? —respondió él, extendiendo la mano para que le devolviera su teléfono. —Roman —dijo Sloane, intentando sostenerle la mirada—. Quizá deberíamos ir a cenar. Actualizarnos. Siento como si…, parece que estamos perdiendo algunas cosas. —Ah —respondió él, llevando la mirada hacia la pantalla—. ¿No van bien las cosas en el trabajo? Ella no le contestó. Quería ver si su silencio lo animaba a preguntarle de nuevo. Quería ver si tenía idea de qué estaban hablando. Pero su silencio pareció ser bienvenido. Roman estaba perdido en su investigación, leyendo las opiniones de comensales desconocidos en vez de preguntarle a ella. Una de sus cosas favoritas durante la universidad había sido ir al Café Mogador con su hermana tras una larga noche de fiesta un sábado. Tenían una excelente variedad de huevos, si alguien se hubiera tomado la molestia de preguntar.

De camino al trabajo, Sloane le pidió a Anastasia que la llevara a una tienda de almacenamiento, donde compró dos contenedores de acrílico oscuro para que hicieran las veces de los buzones de sugerencias que Dax había aceptado (de mala gana) y tres enormes cajas de Lucite para confiscar los celulares, que él no había aceptado para nada. —Bueno, para empezar necesitaremos enviar una especie de correo electrónico dirigido a toda la compañía —dijo Sloane cuando ella y Deidre terminaron de acomodar las cajas en los diferentes pisos—. No quiero que la gente piense que estas cosas son para el reciclaje. —No, no —respondió Deidre con tono considerado—. Especialmente si están llenas de teléfonos. Prepararé algo y se lo enviaré para que me dé su aprobación. —¿No es mejor si yo lo envío? —pregunto Sloane. Deidre hizo un gesto de preocupación. —Si lo toman a mal… —dijo con voz temblorosa—. Sólo digamos que los empleados están acostumbrados a recibir los correos de instrucciones de mi parte. —Ah —exclamó Sloane, sorprendida—. ¿Como qué instrucciones? —Al señor Stevens le gusta que todos hablen con entusiasmo. De hecho, creo que él le dice «entonados». También… el almuerzo. Él tiene ideas muy específicas al respecto. Sloane mostró su desagrado con una expresión facial. —No es nada de lo que usted deba preocuparse —declaró Deidre al notar la alarma de Sloane—. Es sólo para los principiantes. El señor Stevens prefiere que coman tentempiés. Como sea. Antes de que se me olvide… —Sacó un montón de papeles del sobre manila que llevaba en las manos—. Aquí tiene un resumen de su día. Deidre esperó en silencio mientras Sloane lo revisaba.

—Si hay algo que no le guste, el espaciado, las fuentes, sólo dígamelo. Sloane la miró con una sonrisa. —Has trabajado con muchos directores de arte, ¿verdad? Deidre se permitió soltar una breve carcajada. —Así es. —Luego se pasó las manos sobre la falda adoptando de nuevo una actitud profesional—. Si no hay nada más, la dejo —dijo, asintiendo—. La veo en el Sparkhouse. De acuerdo con su agenda, la mayor parte de la mañana de Sloane estaría ocupada por el famoso grupo de conversación de los miércoles por la mañana, que había sido otro de los factores para que aceptara el trabajo. Originalmente se pensó como un espacio para que cada uno de los participantes fuera tomando la palabra y compartieran lo que los inspiraba, Sparkhouse (como le decía Dax), o la casa de las chispas, se parecía mucho al proceso de peloteo que a Sloane le gustaba: abierto, sin estructura, estilísticamente libre. Pero ahora que había visto la clase de silencio que se posaba sobre los empleados cuando Dax estaba cerca, sus expectativas sobre las sesiones del Sparkhouse habían disminuido. Esperaba que la sorprendieran. Sin embargo, se sentía agradecida por lo ocupada que iba a estar. Los días llenos de actividades significaban que no tendría tiempo para pensar en Roman, en lo disociado que se había vuelto, en su actitud ausente. Las partes de su texto en Nouvel Obs que a ella originalmente le habían enorgullecido ahora le parecían profecías macabras: «Roman Bellard: Las interacciones online son la forma más honesta de o», «La realidad aumentada es la nueva tierra de las oportunidades: mejor entretenimiento, mejor educación, mucho mejor sexo». Al principio sólo hablaba por hablar. Cuando comenzó lo del traje Zentai, sus teorías sobre la superioridad de lo físico en su versión virtual parecían una extensión de sus amados videojuegos. Pero algo estaba cambiando e iba convirtiendo la confusión de Sloane respecto a los distintos eclecticismos de Roman en una molestia que no podía ignorar. Un sonido en su computadora le avisó de la llegada de un nuevo e-mail. Deidre ya había hecho un borrador del nuevo protocolo de juntas:

Estimados empleados de Mammoth:

En un esfuerzo para que Sloane Jacobsen pueda sacar el mejor provecho posible de los equipos con los que está consultando, hemos instalado unas cajas para depositar los celulares fuera de las salas de juntas de los pisos cuarto y quinto. Durante las juntas normales el dejar los teléfonos será voluntario, pero será obligatorio en cualquiera de las reuniones de equipo sobre ReProducción con la señora Jacobsen. Si sienten la necesidad de hacer una excepción respecto a esta regla, por favor, contáctenme en persona o por escrito antes de su junta. Además, en sus esfuerzos constantes para generar una atmósfera de mayor creatividad y apoyo intelectual, la señora Jacobsen ha colocado dos buzones de sugerencias afuera de mi oficina y la suya, respectivamente. Sloane señala que estas notas pueden ser anónimas y tratar cualquier tema, cualquier cosa que tengan en mente. Por favor, no usen los buzones de sugerencias para quejarse sobre el protocolo de celulares. Como ya se mencionó, esos comentarios y solicitudes deben hacerse directamente conmigo. Gracias de antemano por su comprensión,

Atentamente, DEIDRE THOMPSON Asistente Ejecutiva del CEO

Justo cuando estaba escribiéndole para darle su aprobación, Deidre la llamó. —Oh, hola —dijo Sloane—. Estaba por escribirte. ¡Es genial!

—Me alegra. Lo enviaré. Pero en realidad la llamaba porque tengo a su mamá en la línea uno. Debía ser una emergencia. Acababan de verse. Mientras esperaba que la transfirieran, Sloane intentó pensar en cosas positivas. ¿Había dejado algo en Stamford? El cargador de su computadora o de su celular, siempre se le olvidaban. ¿Había sido grosera de algún modo? Y luego tuvo pensamientos más oscuros. Leila. Se pasó un semáforo. Los niños. —¡Mamá! —gritó cuando se conectó la llamada—. ¿Está todo bien? —Oh, hola, cariño. Hola. ¿Cómo van las cosas? Sloane cruzó las piernas y recordó cómo respirar. Conocía ese tono de Margaret. No era una llamada para saludar, era para pedirle algo. —¿Qué pasa, mamá? —preguntó Sloane con un tono defensivo. —Oh, no mucho. La otra noche fue agradable, ¿verdad? ¡Gracias por tu mensaje! Y ¿no te parece que esos niños están enormes? Claramente heredaron la estatura de Harvey. En cuanto a mis genes…, bueno, no se sabe con la tercera. Quizá tendrá mi increíble cabello. —¿LA tercera? —chilló Sloane, mientras su madre se reía de su propio chiste—. Pensé que Leila dijo que no iban a preguntar cuál era el sexo. —Claro, no, por supuesto que no —dijo su madre—. Sólo es un decir. Sloane enarcó las cejas. Su madre sonaba más desequilibrada de lo normal. —Y… ¿entonces? —¡Claro! Sin duda estás ocupada. Bueno, sólo te quería preguntar… la otra noche, bueno, pero más bien sobre tu mensaje. Ya sabes… —Tosió—. ¿Sobre el día de Acción de Gracias? —Sí —respondió Sloane con tono cuidadoso—. Supongo que sólo me preguntaba… sobre la logística. Como qué podemos llevar.

—Bueno, eso es lo que te quería decir, de hecho —dijo su madre—. Aquí no habrá nadie. Vamos a ir a, eh, ¿Disney World? Estoy bastante segura de que lo mencioné. —Espera, ¿irán a Florida? —Sloane estaba sobresaltada—. ¿¡Cuándo!? —Justo antes del día de Acción de Gracias, de hecho. Estaremos una semana. ¿En verdad no te lo comenté, querida? Sloane se hundió en su silla, atónita. Era posible que lo hubiera mencionado, pero no, Sloane almacenaba metódicamente todos los desprecios de su familia. Hubiera guardado «Florida» en la categoría Día de Acción de Gracias. —Es algo que hacemos desde hace un par de años —agregó Margaret con voz insegura—. Es algo así como una tradición. En eso se ha convertido. —¿Lo es? —preguntó Sloane, enterrando una uña en el borde de su escritorio—. Lo es, ¿no? —repitió, casi tan nerviosa como su madre. De pronto, recordó el año pasado: la postal extrañamente siniestra de Epcot Center que llegó a su departamento de París dos meses después de que su familia ya había regresado del viaje. Recordó que se sintió triste de que no hubieran elegido algo más juvenil, como una imagen de los niños con Minnie Mouse o uno de esos sombreros con orejas y su nombre bordado. Probablemente su madre había elegido una foto de Epcot porque era lo menos infantil que pudo encontrar. —Podrías venir —dijo Margaret con voz poco convencida—. Sé que normalmente no te gustan esas cosas, pero no quiero que pienses que… no estás invitada. —Pero en realidad no lo estoy —respondió Sloane, intentando controlar el nivel de su voz. Sus colegas no necesitaban escucharla gritándole a su mamá. —Pero claro que sí. Es sólo que… otros años no estuviste aquí. —Obviamente no —contraatacó Sloane, enojada por haberse enojado—. Vivía en Francia. —Claro —dijo Margaret, derrotada—. Supongo que no estamos acostumbrados a que estés aquí. Todavía no.

—Ya veo —declaró Sloane, viendo—. Olvidaron que estaría aquí. —Bueno, querida, nunca antes te había entusiasmado el día de Acción de Gracias. Eso era decir poco. Alguna vez Sloane se refirió a esa festividad como «una de las ficciones más vendedoras de todos los tiempos». Pero ahora era más adulta. Era una de las primeras veces que estaba en casa en noviembre en más de media década, y cometió el error de creer que eso importaba. No importaba. Avanzó hasta la ventana y levantó la vista muy arriba, más allá de las torres de agua. En lo alto, el cielo estaba vacío. Había alertas rojas por toda la ciudad. Otro día sin vuelos. —Si quieres venir —agregó su madre, incómoda por el silencio—, hay espacio para ti. En serio. —No, está bien —dijo Sloane, resignada—. Debí haberles recordado que estaría aquí. —Ay, querida, eso no hubiera cambiado mucho nuestros planes. A los niños les encanta ir. Sloane pasó su dedo por la ventana, delineando la figura de alguien en la calle. —No te preocupes, mamá —anunció después de un rato—. Es mi culpa. No estaba pensando. Se la van a pasar muy bien. —Cariño, haremos espacio. —No, en serio, está bien. Estoy segura de que tendré que trabajar. —Vaya, eso sí que sería una pena, cariño —comentó Margaret—. Aunque estás en la ciudad, así que habrá muchos lugares buenos donde comer. Sí, pensó Sloane, aún mirando por la ventana. Podía ir a un elegante lugar francés y contemplar a Roman manoseando su teléfono. Enojada de que la hubieran pasado por alto, comenzó a disiparse y le sobrevino una desesperación pesada e infantil. Sloane no quería estar sola en Nueva York

durante Acción de Gracias. No quería ir a un restaurante elegante para probar su versión mediocre de una cena casera. Quería ver a Leila y a Margaret peleándose por el pavo, si estaba cocido, si estaba cocido de más, si alguien ya había averiguado cómo funcionaba el horno. Parecía absurdamente importante pasar el día de Acción de Gracias con su familia. —¿Podrían traerme unas orejas de Mickey Mouse? —preguntó—. Por lo pronto, tengo una junta. Tengo que irme, mamá. —Estás molesta, cariño. —No estoy molesta —mintió Sloane—. Sólo estaba confundida, pero ya está bien. Se me hace tarde. —Bueno, nos veremos mucho cuando regresemos. —De acuerdo —dijo Sloane, tragándose el nudo en su garganta—. Hagámoslo.

catorce

En París, Sloane siempre tomaba el metro cuando se sentía triste. La soledad compartida de esa experiencia nunca le fallaba para animarse: simplemente ver los rostros de las personas solas, en público, la llenaba de compasión. Alguien con una etiqueta con su nombre en la blusa, un chico larguirucho al que acababan de cortar, un alegre grupo de turistas de camino al Louvre, preguntándose si tendrían suerte y se encontrarían con una fila rápida. Todas las esperanzas y desilusiones comunes de un breve viaje. Así que Sloane fue hacia Union Square tras la llamada con su madre. No tenía ningún destino particular en mente, sólo necesitaba sentirse aplastada por los cuerpos sin nombre, sentir su calor. Cuando Sloane se sentía mal consigo misma y la vida que había creado, tomaba fuerzas de los desconocidos: sus modos, sus pequeñas acciones. El calor de todas esas vidas. El tren estaba lleno para la hora que era, pero en un mundo de freelancers, estudiantes eternos y desempleados crónicos, ya no había una hora tradicional para comenzar a trabajar. Botas de plástico y leggings, bolsas de cuero, bufandas tejidas y plástico de colores, ese tubo de metal estaba tan lleno de cosas. Sloane imaginó cómo se vería un tren sin gente en el que se hubieran quedado todas esas cosas. Telas marchitas, bolsas sin dueño. Unos años atrás, un artista del que nadie había escuchado hablar, un neoyorquino británico llamado Craig War, inspirado por la fotografía que tomó de un amigo de la bacteria en la huella de la mano de su hijo, recorrió los metros de Nueva York recolectando bacterias. Puso las muestras de microorganismos en cajas de Petri con una sustancia gelatinosa que alimentaría a las bacterias y permitiría que las historias humanas que había en ellas maduraran en el calor del verano. Las fotografías que salieron eran universos en sí mismas: pequeños planetas de E. coli, brillantes cometas de salmonela orbitados por Staphylococcus aureus y moho común. Las imágenes desataron de inmediato el pánico urbano, pero a Sloane le parecieron hermosas: la cartografía natural de un momento en el espacio. Las manos que habían llevado y compartido esas bacterias

probablemente seguían vivas, igual que sus cultivos. Una de las imágenes, tomada del tren de Times Square, casi la hizo llorar. Tanta gente, tantas oportunidades para compartir algo importante y, aun así, las ventas de los geles antibacteriales nunca habían sido tan altas. Sloane había pasado suficiente tiempo en la industria de la belleza para saber cuál era su objetivo, en términos de productos de cuidado personal contemporáneos, y no era tanto celebrar la propia humanidad como ocultarla. Las tiras para el aliento y los desodorantes y geles de limpieza. Claro que Sloane no era un ogro de la higiene, se bañaba y se perfumaba tan seguido como cualquiera, pero aun así, el simple hecho de recordar aquellas fotografías mientras el tren L comenzaba a avanzar la hicieron anhelar el o visual, recargarse en un hombro, preguntar: «¿No es maravilloso lo que somos?». Pero el o no estaba de moda. Sino todo lo contrario. Como parte de lo que Sloane alguna vez había llamado la cultura del «pago extra», donde la gente está más que dispuesta a pagar de más para estar, y mantenerse, sola. Se veía en el mundo inmobiliario desde hacía décadas, pero ya estaba alcanzando también a los viajes: las aerolíneas ofrecían servicios extra que te permitían tener más espacio para las piernas por un precio más alto; equipos de gimnasio reservados durante una hora, igual que las mesas de restaurante. Incluso las compañías de viajes compartidos como Vroomy reflejaban una tendencia hacia el egocentrismo. Por más amigable y accesible que parecía la compañía, mucho de lo que hizo exitosa a Vroomy era que les permitía a los s evitarse la pena e inconveniencia de poner dinero en la mano de un desconocido a cambio de un servicio. Los conductores sólo eran notificaciones, bots de servicio, algo que podías calificar con cinco o tres estrellas dependiendo de qué tan rápido te llevara a tu destino. Sloane, por su parte, seguía siendo leal a los taxis. Le gustaba la incertidumbre de encontrar uno cuando lo necesitaba (¡ah! pero ¡cuando sí lo encontraba!). Le gustaba la forma en la que brillaban los letreros de «Libre» mientras un taxi se acerca a ti en mitad de una tormenta. En la Sexta avenida, el tren se llenó con más cuerpos, el aroma de monedas viejas mezclado con el del shampoo de frutas. Sloane recibió algunas intrusiones viscerales: un codo en su brazo, una mochila golpeando su cadera, un dedo del pie aplastado por accidente tras una sacudida del vagón. La privacidad. La falta de privacidad. La cercanía con los otros. Cuando Sloane

era niña, compartía una habitación con Leila, y la compartió hasta los doce años, cuando le dieron su propio cuarto. Lo recordaba como un privilegio: poder crear, soñar y sufrir en su propio espacio, pero también hizo más fácil que se alejara de su hermanita. Quizá esa era la clave de la felicidad, una tendencia que pudiera revivir al decaído departamento de muebles: espacios compartidos, habitaciones más pequeñas. Literas para adultos. Quién sabe, quizá si se hubieran apretado en una casa más pequeña, la familia de Sloane no le hubiera permitido irse a Francia. Quizá se habría acostumbrado tanto a su cercanía que hubiera estado ahí la noche en que ocurrió el accidente de su padre, los habría visitado más durante la universidad. Habría estado ahí y habría sentido algo de esos presentimientos que la habían atormentado antes. Siempre pensó que su padre seguiría vivo si ella hubiera estado ahí esa noche de invierno, si lo hubiera convencido de que no fuera por esa cosa completamente irrelevante que su madre quería para hacer «la cena familiar perfecta». Esta creencia era algo que debió guardarse para ella misma. Y no lo hizo. Con razón su familia no quería que estuviera en su cena de Acción de Gracias. Sloane vio de reojo un reloj que rodeaba la muñeca de la persona que se agarraba al mismo tubo que ella. Cuarto para las diez, tenía que volver. Estaba emocionada por el Sparkhouse, allí podría hablar con honestidad, no tendría que adaptar sus ideas para que encajaran en los parámetros de la cumbre de ReProducción. Podrían discutir sobre la gente con hijos, y si podían hablar sobre niños, podrían hablar sobre desastres, y mugre, y gérmenes y dedos. Sobre manos que aprendían cómo manejar otros cuerpos, el sonido de sus vocecitas, personas pequeñas descubriendo el poder de sus extremidades. La enormidad de aquello que hacía que los niños anhelaran tanto estar con cierta persona que los hacía llorar. Sloane había sentido eso por su padre y también por su madre cuando era muy pequeña, y allí, en el metro, pensó que de algún modo estaría completa si pudiera volver a sentir esa necesidad. Lo cual de pronto la hizo pensar que podría no ser la única que buscaba o humano debajo de la tierra. Quizá, sin saberlo, era miembro de un nuevo y extraño club. Podía ser una moda eso de que la gente buscara el o con los otros para compensar una carencia, ¿no? La emoción iba creciendo en su interior. Nada de tocamientos indiscretos ni perversiones, sólo compañía temporal, hombros tocando otros hombros mientras el tren se iba llenando de pasajeros, ver una película en el cine para estar con otras personas en vez de quedarse en casa a mirar una laptop desde el sofá.

En ese momento, Sloane tuvo la idea: los muebles no iban a ser más grandes, iban a ser más pequeños. El regreso de los love seats, ahora creados ya no para su propósito original (que era acomodar los enormes vestidos que usaban las damas de sociedad), sino para facilitar el cortejo. Love seats de tres personas, de cuatro, un diseño que involucionaba para reflejar la estética italiana de los setenta, donde la espontaneidad, el juego y la sociabilidad eran valores fundamentales. Pensó de repente en una serie de asientos de exterior que había visto en Yucatán, en la que las bancas se curvaban con la forma de una herradura para que los visitantes quedaran unos frente a otros. Estos asientos habían demostrado ser tan propicios para iniciar un diálogo que incluso se puso en marcha un taller de conversación en el parque; gente que no se conocía entre sí se reunía los jueves por la tarde para conversar en idiomas que aún no dominaba. La cabeza de Sloane se llenó de pronto con imágenes y colores. Algo que estaba congelado dentro de ella había comenzado a moverse. La gente iba a pagar para estar más cerca de otras personas. Ya podía ver cómo se acercaba lo opuesto a la tendencia del pago extra: un movimiento en el que las personas pagarían un precio adicional para tener más o, no menos. Estas imágenes y epifanías siguieron estallando en su interior de camino a la oficina, y podía sentir su cuerpo tibio como si el regreso de su intuición hubiera encendido un fuego en su interior.

quince

El Sparkhouse ya había iniciado para cuando Sloane logró regresar. Había tanta gente en la sala de conferencias que tuvo que pegarse a la pared trasera, donde se descubrió junto a Mina. —Hola —susurró Mina con un brillo en los ojos—. ¡Me encantó la misiva sobre los teléfonos! —Y ¿más recientemente? —habló un tipo con una pluma real en su sombrero, que parecía que llevaba un buen rato hablando—. La kombucha está muy, pero muy insípida. Tengo cierta preocupación sobre la calidad de los hongos que se están usando. —¿Alguien tiene algo que no sea una queja mezquina? —interrumpió Dax, parándose junto al pintarrón y dándole un trago a su taza con tapa, que decía «U MAD BRO?». La mujer de nombre Greta, a quien Sloane reconoció de su primer día, habló después. Estaba en el departamento de Identidad Verbal, Sloane lo recordaba porque había dicho que le gustaba el nombre de Greta y Greta le respondió que le agradecía su comentario, porque eso es lo que hacían en Identidad Verbal: elegían nombres. —Algunos estábamos pensando que podríamos renombrar el Black Friday — dijo Greta—. El tema es que con todo lo malo que está pasando en el mundo, las cosas están ya muy negras como para celebrar un viernes negro. —De acuerdo —dijo Dax, asintiendo como un loco—. ¿Propuestas para el nuevo nombre? Adelante. —Viernes de Reunión —comenzó Greta—, porque es justo después de Acción de Gracias y vas a reunir regalos… —Suena religioso —declaró Dax—. ¿Qué más?

—¿Viernes Multicolor? ¿Viernes Lleno? ¿Agradecido? —propuso Greta sin sonar muy convencida—. ¿Para Dar las Gracias? A decir verdad, apenas comenzamos. Dax no estaba impresionado. —Nuestros letreros para el Black Friday ya están en producción, justo desde ayer. Pero quiero esto para el próximo año. Entréguenme doscientas propuestas para el final del día, ¿de acuerdo? Sloane se encogió ligeramente. La habitación estaba fría…, ¿por qué las salas de juntas corporativas siempre estaban tan heladas? Estaba tan cerca de los cuerpos de otras personas como en el metro, pero no sentía el impulso que sintió allá. Comenzó a recorrer el lugar con la mirada buscando a Jin y se ruborizó al encontrarlo. La conversación había pasado a otras festividades que podrían ser renombradas. El día de la madre (¿qué tal que no tienes madre?). Los cumpleaños (¿qué tal que te trauma cumplir años?). Las ideas y la jerga corporativa que usaban («Matemos esto», «Enterremos aquello») la deprimían, y dejó que las voces se convirtieran en un zumbido adormecedor mientras recordaba el vagón en el que acababa de estar, las imágenes incandescentes de esporas flotantes, dedos encontrándose con dedos que ya se habían encontrado antes con muchas otras manos. —¿Sloane? —dijo Dax, aparentemente de la nada. Sloane se sobresaltó, segura de que se había perdido de una pregunta dirigida a ella. —¿Disculpa? —dijo, sacudiéndose para recuperar la energía—. ¿Sí? Dax la miró con expresión de estar esperando algo de ella. —¿Quieres compartir algo? Sloane tragó saliva, pensó en las coloridas visiones que había tenido sobre muebles más pequeños, salas organizadas como en las casitas de muñecas, en vez de seguir con los sofás, que sólo ven hacia un lado. Pero no tenía ganas de comentar sus premoniciones sobre muebles en ese

momento. Quería hablar de la cercanía, de la cercanía que acababa de sentir. La proximidad de los cuerpos. El mercado abierto del o. «Al diablo», pensó. Ya había pedido que vetaran los celulares en toda la empresa. ¿Por qué detenerse ahora? —A decir verdad, he estado pensado, muy recientemente, en…, bueno, supongo que podría llamarle «subcontratación del afecto». —Sloane hizo una pausa para erguirse y reforzar así una seguridad que no sentía realmente—. Hace rato iba en el metro y tuve toda clase de ideas. ito que aún no están… bien cimentadas, pero estaba mirando a la gente, todos con sus celulares, o leyendo o lo que fuera, y pensé en cómo todos estamos más conectados en cierto sentido. —Se rascó la nuca, notando que mucha gente se había quedado en silencio. Desde el otro lado del lugar podía sentir la mirada expectante de Jin y eso amenazaba con detenerla. »El tren L iba hasta el tope. No podías evitar entrar en o con los cuerpos de otras personas. —Junto a ella, Mina se irguió—. Y eso me puso a pensar que pronto, si no es que ya está pasando, esto es algo que hará la gente, como una especie de terapia. Como ir a las aguas termales, esa antigua forma de spa. — Algunas personas asintieron. Intentó no fijarse en las que no. »Creo que la gente podría comenzar a hacer lo mismo para tener conexiones físicas, acudir a lugares abarrotados de personas por salud. Sloane se llevó una mano a la sien. Le estaba comenzando a doler la cabeza. No lo expresó bien. Las cosas que habían tenido tanto sentido media hora antes se le estaban yendo de las manos. No podía permitirse ese tipo de torpezas. No en ese momento. Lo que quería expresar le parecía muy importante, pero no había tenido tiempo para pensarlo bien. Animada por un calor que emanaba de Mina y que sugería la intensidad con la que esa chica la estaba escuchando, Sloane decidió continuar, enfocándose en el lugar donde había comenzado su epifanía, en la textura de sus raíces. —Uno de los problemas reales de la ruptura en las relaciones interpersonales en la era digital —continuó con voz más firme— es que las personas ya no saben cómo intimar. Por ejemplo… —Se irguió aún más, mirando a la multitud—. Si pensamos en nuestra generación más joven, están expuestos a pantallas, swipes y barras desplazadoras antes que a las ramas, el lodo y la tierra. Y muchos de estos

bebés, una demografía determinada, están tan sobreprotegidos y programados que no pueden jugar de forma espontánea. Claro que están haciendo cosas, están aprendiendo, pero no necesariamente están involucrándose físicamente con su entorno: no se raspan las rodillas. Y ¿qué le pasa a un niño que está demasiado protegido? —Sentía cómo le punzaba la cabeza con un relámpago de luz blanca sobre su córtex frontal—. Se adormecen sus instintos. Y si pierdes tus instintos, no desarrollas seguridad, así que cuando estos niños se transformen en adolescentes, los deportes que requieren espontaneidad, intuición y o les resultarán aterradores. Los jóvenes viven en un entorno bidimensional — continuó, pese al horror en su cabeza—. Si quedan en ridículo en el mundo real, quedan en ridículo online. Los adolescentes cohibidos se convertirán en adultos cohibidos a los que les angustiará fallar frente a sus compañeros tanto como cuando eran adolescentes. Con el tiempo estos humanos carentes de intimidad van a tener que acercarse a los expertos para recibir un poco de confort. Me refiero a… —Tomó aire—… una generación entera de humanos despojados del o. La habitación estaba tan callada que si el suelo no hubiera tenido alfombras y la gente realmente anduviera por ahí cargando alfileres, podrían haber tirado uno y escucharlo caer. La energía del grupo había pasado de ser la de los cuerpos individuales que rodeaban a Sloane, a una especie de unidad latente que la hizo sentir como si resonara desde adentro. —¿Lo que estás diciendo —preguntó Dax, rompiendo el silencio fluorescente de la habitación— es que la prostitución se pondrá de moda? Sloane se sorprendió. No esperaba que fuera tan literal. No frente a sus empleados. No en un espacio diseñado para compartir ideas. —Sí y no —respondió con dureza—. La prostitución como la conocemos crecerá y la legalizarán. Pero es más que eso. Y será mucho más delicado. — Sintió los ojos de Jin posados sobre ella, el peso de su atención—. Lo que en realidad estoy diciendo… —Hizo una nueva pausa para tragar saliva—… es que la gente va a comenzar a pagar para que la… abracen. —Para que la abracen —repitió Daxter con una mano sobre la mesa como para mantener el equilibrio. —Para que la abracen, sí, para eso. Habrá salones de abrazos. Fiestas de abrazos.

La gente rentará amigos con los que pueda pasar el día. No prostitutas…, sólo amigos. Personas que los escuchen y sean amables con ellos. La compañía física será la clave. Como ahora puedes recibir un masaje por diez o treinta minutos, se ofrecerán esos servicios, en los que podrás pagar para descansar en los brazos de alguien. Parecía que su cabeza se había aclarado un poco. Pero ahora sentía cómo su estómago se mecía como si estuviera en el mar, de un lado a otro. —Si nuestra capacidad para la ternura y las conexiones interpersonales sigue disminuyendo —dijo Sloane, esperando poder hablar pese a la náusea y el vértigo—, tendremos que buscar afecto fuera de nuestras relaciones. La intimidad será subcontratada. Eso es. Eso es en lo que estaba pensando. Cuando iba en el tren. Lo siento, yo… —Levantó una mano y se tocó la frente—. Hay algo en esta habitación. Disculpándose brevemente, Sloane se abrió paso entre cuerpos que le parecían amistosos, auras azules y verdes, pero que estaban intercalados con agudos puntos rojos, los campos de energía de quienes pensaban que se estaba volviendo loca. Normalmente Sloane se sentía orgullosa de sus premoniciones. Se sentía más grande y poderosa cuando sabía que había inspirado a alguien. Pero mientras corría por el pasillo hacia su oficina sólo se sentía pequeña y vulnerable. Y un poco avergonzada. Había pasado tanto tiempo desde que había tenido un presentimiento tan fuerte que no podía aceptar la posibilidad de que pudiera estar equivocada. Aunque había visto los datos, Dax había visto los datos, Mammoth estaba edificada sobre datos que mostraban que la interconexión humana estaba de moda. La disociación, el entretenimiento digital, las prendas y los sistemas de seguridad inteligentes, todo eso, sí, pero ¿abrazos? Estaba permitiendo que algo la confundiera, quizá la cercanía con su familia. O la estúpida traición de que fueran a Disney World sin ella, algo que normalmente le hubiera importado un carajo. O el hecho de que estaba compartiendo casa con un zombi en un traje de Lycra. O todas las anteriores. Pero, pero, pero. No se equivocaba, el fuego en su cabeza y los nervios en el estómago le decían que había encontrado algo que los demás no podían ver.

Quizá, por primera vez, algo bueno podía salir de permitir que su corazón hablara por su cabeza. Tal vez no sólo tenía razón acerca de que la intimidad estaba por volver, sino que además tenía la posibilidad de ponerla de moda.

dieciséis

Sloane estaba en su oficina, reuniendo valor para comenzar a prepararse para las juntas del día, cuando sonó su teléfono fijo. Su corazón se detuvo por un momento: se preparó para recibir el regaño de Dax. Pero cuando observó la pantalla de la computadora en la base del teléfono, vio que la llamada era de un JACKSON. Confundida, contestó. —Habla Sloane Jacobsen. —Sloane. —Era una voz de hombre—. Soy Jin. —¿Jin? —repitió mientras su corazón latía a toda velocidad—. Pero si la línea decía «Jackson». —Ya sé, es una falla en el sistema. Todas las llamadas aparecen como si fueran del teléfono de Jackson Robert. —¿Es una compañía de electrónica y no pueden arreglar eso? —¡Ya sé! —Jin se rio y luego hizo una pausa—. Quería preguntarte, ¿te gustaría salir un rato? —¿Tú también te fuiste temprano del Sparkhouse? Jin emitió una especie de zumbido en el auricular. —Salgamos quince minutos. Veinte. Hay algo que quiero mostrarte. Es importante, lo prometo. —No sé. —Sí sabía.

Parada frente al café que Jin había elegido, Sloane tuvo que ver la dirección borrosa en la marquesina del lugar para asegurarse de que no se había equivocado. No era nada, era un espacio libre de códigos. Era sólo un deli con una sección de autoservicio de comida fría y otra de caliente, un mostrador donde podías pedir sándwiches y refrigeradores llenos de bebidas. Era un lugar absolutamente neutral y a Sloane le encantó por eso. Se habría sentido aún más vulnerable de lo que ya se sentía si Jin hubiera elegido un lugar con un menú de cocteles artesanales y tablas de quesos. Sloane seguía observando la notable carencia de pretensión del café cuando Jin apareció de pronto a su lado, envuelto en el mismo abrigo gigante que llevaba el día anterior. Tenía esa cosa elegante/desaliñada que a ella siempre le había atraído: tenis blancos, pantalones grises. Un reloj de 1960 en su muñeca. Calcetines azul oscuro perfectos. —Hola —dijo, intentando sonar profesional, o sea, con algo de frialdad. —Hey —respondió él con una pequeña sonrisa. Pasó un momento que pudo haberse llenado con un saludo de manos o un abrazo incómodo. En vez de eso, Jin abrió la puerta para que ella entrara—. Sé que no parece nada especial — anunció con su mano colocada suavemente sobre la espalda de Sloane—, pero en serio tienen una comida deliciosa. —No, es perfecto —dijo ella mientras sentía su espalda como si acabara de entrar en o con un meteoro—. Un lugar que no sirve açai en tazones es un maldito sueño. —¿Bufet caliente? —preguntó Jin, señalando hacia las bandejas de comida que había entre dos muros de frituras vegetales. Su cuello era tan atractivo. Un músculo tan lleno de vida. ¿Qué estaba haciendo ahí Sloane? ¿Jin estaba, aunque parecía imposible…, intentando ser su amigo? —¿Ya comiste? —le preguntó él, pues no le había respondido. —Eh, de hecho no. —Fantástico. —Avanzó hacia el bufet—. Los huevos tienen queso. Son

realmente buenos. Tienen toda clase de cosas coreanas también… si te gustan los panqueques coreanos. Panqueques salados y grasosos… Sloane tenía hambre. ¿Había desayunado? No, sólo café. Claro, esa era la razón por la que había estado tan dispersa. En realidad estaba totalmente feliz en Mammoth, era sólo que sus niveles de azúcar andaban bajos. Iba a organizar una cumbre de tendencias como nunca se había visto. Sólo necesitaba consumir proteínas y no entrar al metro. Cuando se sentaron (Sloane no dejó de notar que Jin esperó a que ella se sentara primero), él tomó su tenedor y luego volvió a bajarlo. Mezcló su jugo, pero no se lo bebió. —De acuerdo —dijo ella—. Ya sé. Jin comenzó a reírse. —¿Qué? —Quizá no fui tan elocuente como esperaba. —O quizá sí —dijo Jin. —¿Qué pasó después? —preguntó Sloane, arrancando un pedazo del panqueque con los dedos. Luego levantó una mano—. No, mejor no me digas. No quiero saber. —Bueno, digamos que arrasaste con todos, a decir verdad. El tipo de la kombucha dijo que el modo cardio no servía en una de las elípticas y básicamente eso fue todo. Era muy claro que no iba a pasar mucho más. Nada podía superarte. Sloane se sintió halagada. Y nerviosa. La subcontratación del afecto…, ¿por qué había dicho algo así? Normalmente organizaba sus juntas, preparaba sus presentaciones, decía ese tipo de cosas ante un micrófono mientras los invitados cortaban la saltimbocca en pedazos que pudieran masticar en mesas cuyos boletos costaban quince mil dólares por cabeza. No solía soltar cosas así a lo loco. —Fue un error —dijo, tragándose el panqueque sin saborearlo—. Esto me va a

costar. No soy una persona arrebatada. —No lo eres. —No sonó como una pregunta. —Pues no —aseguró, llevándose un panqueque a la boca. Comieron en silencio por un rato. Sloane intentó no perderse en la elegancia de los dedos de Jin, la cual ya había notado antes. —¿Sabes?, creo que tienes razón —dijo él, bajando su tenedor—. Sobre el regreso del o físico. Como una tendencia. —Oh, bueno, no sé si iría tan lejos como para llamarlo tendencia. —Pero lo hiciste. —Es una posibilidad —corrigió—. La búsqueda del o humano. Su marketing. La subcontratación del afecto, eso podría ser una tendencia. —De acuerdo —concedió Jin, sonriendo de nuevo—. Pero eso sería porque los humanos quieren más interacción física. —Claro. —Así que, que los humanos quieran más o humano sería una tendencia. —Mira —dijo Sloane, ruborizada—. Es una compañía de tecnología. Como dije, creo que fue una mala decisión de mi parte decir así las cosas. Él asintió ante algo que ella no sabía bien qué era. Luego hizo a un lado su plato, que no estaba ni cerca de estar vacío. —Permíteme mostrarte algo. Esto es por lo que te llamé —dijo y se inclinó en su silla. Sloane sintió cómo se aceleraba su pulso mientras él rebuscaba en su bolso. ¿Qué esperaba que sacara? ¿Un corazón humano? Se obligó a comer más panqueque, pero se sentía esponjoso en su boca. —Aquí tienes —dijo él, acercándole una carpeta—. Es una de mis propuestas para la campaña publicitaria de otoño. Para uno de nuestros nuevos teléfonos.

Sloane puso una mano sobre el fólder y miró a Jin. —Adelante. Abrió la carpeta y adentro encontró sólo una imagen. Verdes vibrantes y un naranja fuerte. La imagen fue tomada al interior del metro de Nueva York. La línea estaba elevada, había departamentos de cristal y torres de agua fuera de las ventanas. Al interior estaban jóvenes mirando sus celulares, sostenidos de los tubos, pero la atención de la cámara estaba enfocada en una anciana afroamericana sentada al centro, con las rodillas juntas y las manos dobladas sobre el bolso que descansaba en su regazo. Estaba vestida de manera impecable, pero eso no impedía que se viera agobiada y amenazada entre la multitud distraída. La ropa linda no podía ayudarla en el mundo en el que vivía siendo una mujer negra. No podía ayudarla respecto a la vejez. Sloane presionó su lengua contra su paladar, pero no pudo pronunciar palabra. Su garganta se sentía tensa y seca. —Esto es… —comenzó—. Es… muy poderoso. ¿Ya se lo mostraste a Dax? —Sloane. —¿Qué? —preguntó ella, inhalando con desesperación. Jin la molestaba, pero no podía decir exactamente por qué—. Es sabio —dijo—. Es valiente. Es político. —Dax no lo va a usar —le aseguró Jin, cruzando sus manos. —No puedo decir que me sorprende. No da una imagen muy… positiva de los celulares. Jin inclinó la cabeza y se rascó la coronilla. Luego se reacomodó en su silla y observó a Sloane. —¿Qué te pasa? —le preguntó—. Dices algo y te retractas. —¿De qué hablas? —quiso saber Sloane con una inocencia forzada. —¿No confías en ti? ¿O qué?

Sloane bajó su tenedor. Como era de plástico, hizo un plinc poco satisfactorio. —Escucha, Jin —dijo mientras hacía a un lado su plato—. No sé qué quieres de mí. Parece que me quieres presionar. No sé por qué…, es decir, si quieres algo de complicidad, o… no sé. Y además, mira, tienes cátsup. En el codo. Jin hizo un gesto de asco al ver la gota en su manga. —Mierda —gruñó, limpiándola con una de las delgadas servilletas que les habían dado. Mientras tanto, Sloane se sintió nerviosa, como si hubiera pasado algo malo entre ellos. No estaba segura de si lo había ofendido, o si él la había ofendido a ella, pero notaba que se había alterado el ritmo de la conversación. Jin miró hacia el refrigerador con los muchos jugos de colores. —Me temo que tendré que ser directo de nuevo. Sloane sintió un nudo en el estómago. —Muy bien. —Dices una cosa y luego dices otra. Si tan sólo pudieras… ser honesta. —¿Ser honesta? —soltó ella, y sus nervios se estaban convirtiendo en ira—. ¿Qué creíste que estaba siendo hace un rato? Esto no es un juego, ¿sabes? Dax tiene sus razones. Y sí soy honesta. Siempre hago mi trabajo. Francamente, no estoy convencida de que hayas entendido lo que eso significa. Apretó los labios. Su pecho estaba en llamas y casi le temblaban las manos. Lo que le dijo a Jin se sentía falso, pegajoso y desagradable como un día contaminado. Claro, era una profesional, pero nunca había sido peón de nadie. Peor aún, por la postura de Jin sabía que él también estaba decepcionado. —Sí quiero algo de ti —le dijo él con las manos en puños—. Tienes razón en eso. —Lanzó una mirada hacia el refrigerador lleno de jugos una vez más—. Por Dios —dijo con un suspiro, volviendo a mirarla a los ojos—. De acuerdo, aquí va. Quiero pelear por ti y por las cosas que ves. Y creo que deberías itirlas. Pero también siento un…, es decir, desde la primera vez que te vi. Simplemente

estaba ahí… y ahora está aquí. Y supongo que vale la pena mencionarlo. — Extendió una mano para limpiar el espacio que los separaba—. Me atraes. Eso es. Volvió a apoyar la espalda en el respaldo de su silla, dejando que Sloane contemplara las unidades de materia que conformaban el espacio entre ellos. Las migajas sobre la mesa y la cátsup que alguien más había dejado ahí. —Escucha —continuó Jin con el rostro enrojecido—. Simplemente tenía que sacarlo. No tienes que hacer nada al respecto. Ni siquiera tienes que reaccionar. —Tomó su tenedor de plástico y lo encajó en una papa ya fría—. Sólo pensé que…, bueno. Ahí lo tienes. Sloane miró su rostro, que era tan saludable y atractivo, y sus senos nasales se tensaron tanto por la incredulidad como por el inicio de un resfriado. Estaba tan disociada de la Sloane Jacobsen que había sido tiempo atrás que ni siquiera podía entrar en la mente y el cuerpo de la Sloane que esta persona estaba diciendo que le atraía. ¡Qué estupidez! ¡Un restaurante sin gracia! ¡Y ella a punto de llorar! Sloane apretó la servilleta en su mano y miró a las personas que hacían fila en la caja registradora. El hombre que estaba más cerca de ella llevaba un Red Bull gigante y una paleta de uva. —¿No debí decir nada? —preguntó Jin. —Pero ¡si aquí no hay nada! —dijo ella, más alto de lo que hubiera querido, meciendo una mano frente a su pecho. Quería agregar: «¡Mi pareja no me toca! Mi familia no me conoce»—. ¡Ni siquiera soy una buena persona! Sloane separó un trozo de pimiento verde con su tenedor. No tenía ganas de comer. Era una persona aceptable. Pero no estaba completa. Jin se quedó en silencio mientras ella recuperaba la compostura. Tras largos segundos de silencio, le preguntó si podía recoger sus platos. Ella no podía interpretar su expresión. Le preocupaba tanto encontrar lástima en ella que eso fue lo que encontró. Jin se levantó con toda su esbeltez y altura, y tiró sus almuerzos. La posibilidad de que realmente pudiera sentirse atraído por ella no podía penetrar el corazón

de Sloane. No estaba en el reino de las cosas viables en esos días. Bombardeos, bancarrota, inundaciones en la costa, todas esas cosas, sí, pero que él pudiera sentir algo de ternura por esa persona rota, no. —Como dije, podemos olvidarlo —señaló Jin después de volver a sentarse—. Sé que somos colegas. Sé que nos acabamos de conocer. Ni siquiera te he preguntado si estás casada. O soltera. Sólo estoy compartiendo esto que siento. Lo cual es egoísta. Pero ya lo hice. —Vivo con alguien —dijo Sloane, arrugando la servilleta extra que él no se llevó. —Vaya, lamento escuchar eso. —Él prefiere andar por ahí con un traje de cuerpo completo sin ojos antes que el sexo con penetración. Jin la miró con expresión sorprendida. Luego soltó una carcajada. —Así es desde hace varios años —continuó Sloane—. Así que… Había que concederle a Jin que no se volvió a reír. Con el repentino silencio, Sloane se vio forzada a pensar en lo triste que sonó su confesión, tan patética, tan insípida. Observó la crema de yema de huevo, que seguía en la mesa, con la esperanza de volverse a encontrar con sus amigos huevos. Con la cabeza revuelta, Sloane levantó la vista hacia los agujeritos sobre los labios de Jin. —No quería preguntarte esto, en serio, no quería —dijo ella, exhalando—. ¿Cuántos años tienes? —Veintiocho —respondió Jin sin emoción—. Desde la semana pasada. —Muy bien. —Sloane hizo un rápido movimiento para tomar su chaqueta del respaldo de la silla—. Lo que creo es que deberíamos tomar tu sugerencia original y fingir que esta conversación nunca sucedió. Tienes talento. Yo tengo talento. Trabajamos en un lugar con talento. Bien por nosotros. —Se levantó para meter un brazo en la manga de su abrigo—. Hagamos lo mejor que podamos y veamos si podemos cambiar las cosas. Ya sabes, darles una nueva

dirección en el sentido artístico, sin que se complique… —Movió su mano hacia él y de regreso—… Eso propongo. —De acuerdo —respondió Jin, asintiendo con un poco de timidez—. Acepto. Ella asintió. Él asintió más. Luego se inclinó y tomó su billetera. —No —dijo ella—. Por favor. —No es dinero —dijo él, entregándole una tarjeta—. Esto es otra cosa sobre la que no tienes que decir nada. —Él también se levantó—. Pero honestamente es muy buena. Sloane observó el pedazo de cartón. Lo único que decía era: «Jodi Brunell, terapeuta energética», con una dirección y un teléfono. Volvió a mirar a Jin aún con más sorpresa. —A veces doy terapia energética en mis ratos libres. Solía hacerlo más, no sé. — Se encogió de hombros—. Es sólo que siento que… lo que tienes es tan grande y tan importante, pero tienes como… nubes. Lo siento —dijo con ojos sombríos —. Sé que a algunas personas no les gusta escucharlo. No les gusta que las confronten. Pero ella podría ayudarte. Ah, y para seguir con los temas inapropiados, además es mi mamá. Sloane apretó la tarjeta con tanta fuerza que casi se cortó. —¿Seguro que estás completamente bien de la cabeza? —No completamente —respondió Jin—. No. —¡Bueno! —Sloane casi lo dijo gritando—. ¡Esto fue muy muy muy raro! — Extendió una mano hacia él, incapaz de pensar en otra forma de cortar la chispa que había entre ellos. Sloane salió del restaurante a prisa sin permitirse darle ningún significado al calor que la llenó cuando la mano de Jin se encontró con la suya, y en vez de eso enfocó sus esfuerzos en alejarse de la fuente de ese calor. Cuando llegó a la esquina de la Sexta avenida con la diecinueve, llamó a Deidre: lamentaba los inconvenientes, fue algo repentino, se tomaría el resto del día porque estaba enferma.

diecisiete

Deidre se encontró en la banqueta con Sloane, agazapada dentro de Anastasia, insegura de si reír o llorar. Hay días así, ¿no?, en los que las cosas cotidianas no son como deberían. ¿Las nuevas tensiones con su madre, su escenita en el trabajo y ahora la confesión romántica de un chico diez años menor que ella? Ah, no, once años menor. Siempre fue mala para las matemáticas. Deidre se acercó al asiento trasero y Sloane bajó la ventana. Vio que la asistente llevaba una bolsa de papel y por un momento se preguntó si era posible que le hubiera hecho sopa. —¿Me trajiste mi dignidad? —bromeó Sloane, tomando la bolsa. —¿Qué? ¡No! ¡Claro que no! —exclamó Deidre, sorprendida—. ¡Fue muy interesante lo que dijo! Es sólo que dejó su teléfono cargando, y su bufanda también, y ya había algunas sugerencias en su buzón, así que me tomé la libertad de meterlas en la bolsa. —Vaya —dijo Sloane, feliz por dentro—. ¿La gente ya escribió cosas? —El rostro de Deidre también se iluminó. Ninguna de las dos era tonta: Deidre sabía que Sloane estaba mintiendo sobre su enfermedad repentina, y sabía que Sloane lo sabía. Hubo una especie de entendimiento que compartieron en silencio. Cuando Deidre se fue, el auto habló: —¿Sloane? Me avisaron que está enferma y se tomará el resto de la tarde. Sólo para tranquilizarla, los sensores del lóbulo temporal en los respaldos registran una temperatura normal de 36.6 grados. Ni siquiera podía engañar a su auto. —No es algo grave, claro —agregó Anastasia—, pero ¿hay algo que pueda hacer por usted?

De pronto Sloane recordó el té de manzanilla y limón que su madre solía prepararle cuando se sentía un poco mal, endulzado con azúcar y con el detalle de las semillas de limón que su mamá olvidaba quitarle. Ni siquiera su padre podía igualar ese sabor. —No, está bien, gracias. Supongo que deberíamos ir a casa. —Muy bien —dijo Anastasia—. ¿No haremos paradas en el camino? Si está enferma, quizá podríamos… —No, está bien, gracias. Sólo necesito descansar. Anastasia se lanzó inmediatamente hacia el tráfico, metiéndose en la ruidosa ira de varios cláxones. La forma en que manejaba tenía un toque de anciano de Florida. —Y, si puedo preguntar, ¿qué le está pareciendo el trabajo? —preguntó Anastasia. —¡Bien! —respondió Sloane, ansiosa por el exceso de pensamientos—. Lo mínimo que puedo decirte es que es muy emocionante. —Metió la cara en la bolsa de papel. No había tantas notas, ¿cinco quizá?—. Lo siento, dame un segundo, A., necesito leer algo del trabajo. Se sintió culpable por excluir a Anastasia, pero estaba emocionada, y no puedes leer y hablar. Sacó una nota amarilla primero, dos Post-its unidos y doblados.

Duermo con una botella de agua caliente por las noches para fingir que hay alguien a mi lado.

Sloane tragó saliva ruidosamente mientras sostenía la nota como un insecto herido entre sus manos. Volvió a pensar en la subcontratación del afecto: masajistas profesionales, entrenadores de la voz. Botellas de agua caliente, claro.

Metió la mano a la bolsa y sacó otra nota. Esta era más larga y la tinta estaba chorreada.

Alguien se robó mi bolso en el gimnasio el año pasado. Al principio me enojé por todas las cosas que iba a tener que reponer, pero el día después del robo fue uno de los mejores que había tenido en mucho tiempo. No tenía celular, así que sólo iba de aquí para allá. No me la pasé revisando cosas. No sentía tanta prisa. El lunes después de ese fin de semana me repusieron el celular en el trabajo.

—¿Anastasia? —preguntó Sloane. —Sí, Sloane —respondió—. Mis detectores de movimiento ocular me dijeron que aún estaba leyendo. —Así es —declaró. No tenía más que agregar. Sólo quería asegurarse de que aún había alguien ahí. Sacó otra nota, y la letra escrita en ella parecía un montón de gusanos.

Me preocupa seriamente el estado de mi cerebro. Ya no puedo escribir. No recuerdo cosas. No dejo de revisar mi teléfono.

Sloane conocía esa sensación, claro que sí. La certeza casi biológica de que entre más revisaras tu teléfono, más probabilidades tenías de encontrar ese mensaje o notificación que mejoraría por completo tu vida. Oh, pero no pasaba. Como no les pasaba a esos hombres con camisetas maltrechas que pasaban detectores de metales sobre la arena gris de la playa. Sorprendente. El mundo estaba lleno de esperanzas modestas. Dos más:

Me inscribí a clases de hip hop, pero me da miedo ir. Juego Apalabrados en la computadora, pero cuando era más joven jugaba hockey. No me gusta Apalabrados. Odio mi computadora. Daría cualquier cosa por volver a estar en un equipo real.

Sloane pensó en el sentido del tacto aumentado de los atletas, cómo necesitaban estar en sintonía con sus cuerpos y los de los demás todo el tiempo. En París, años atrás, había habido una campaña de bienestar que ahora parecía extrañamente profética: «Mueve tu cuerpo. Sal». Apoyó la cabeza en el respaldo, radiante. Al fin había ofrecido algo con lo que todos podían trabajar. Quizá no lo hizo de la forma correcta, pero había dicho algo honesto y el alivio era enorme. Recordó lo que Jin le había dicho antes de su inesperada confesión: «Creo que tienes razón sobre el regreso del o físico como tendencia». —¿Sloane? —la interrumpió Anastasia—. Me siento obligada a decirle que su presión sanguínea ha aumentado a un nivel desmedido respecto al promedio de su latido cardiaco en descanso. ¿Le gustaría que activara el masaje en los

asientos? ¿O quizá le vendría bien un té? Era verdad, su corazón latía a toda velocidad dentro de su pecho. ¿Eso era lo que estaba diciendo? ¿Que la tecnología iba a ser menos importante que el o humano? ¿Qué la gente estaba lista para liberarse de las cadenas de los dispositivos inteligentes y volver a lo físico? —¿Sloane? Aunque su corazón seguía latiendo, sintió cómo la sangre le abandonaba el rostro. No, no podía ser un presentimiento. No podía anunciarle algo así a una compañía tecnológica, no en este mundo obsesionado con la conveniencia y dependiente de la red. Sin duda se equivocaba. Estaba extrañamente emocional. Quizá sí se estaba enfermando. —No —le respondió a Anastasia, metiendo todas las notas en la bolsa—. Sólo necesito ir a casa.

Como Sloane quería el departamento para ella sola, sabía que Roman estaría ahí. Había música suave y luz bajo la puerta. Con la llave en la cerradura, el corazón de Sloane se encogió al pensar en su presencia constante. Roman era como una mosca. Su zumbido era inescrutable. Se quedó en la entrada hasta que él la llamó. —¿Sloane? ¿Eres tú? Luego, al no recibir respuesta, fue a ver quién o qué había entrado al departamento. —¡Ah, hola! —dijo con su traje Zentai a la cintura y una camiseta arriba. Las mangas Zentai colgaban a cada lado de su cadera como los pétalos marchitos de un tulipán—. Realmente tienen que hacer algo respecto a los ojos. Uno no puede trabajar en estas condiciones. Pero ¡bueno! Llegas temprano, ¿no? —Estoy enferma —anunció Sloane—. Eso parece. —¿Enferma? —La miró—. ¿Cómo? —Mi director de arte cree que soy atractiva —dijo, soltando su bolsa. Roman asintió, profundamente impasible. —Bueno, eso siempre es un buen cumplido. Los directores de arte tienen buen gusto. ¿Quieres té, querida? ¡Estoy trabajando en mi columna de opinión! Un artículo y luego un contrato para un libro. Así es en Estados Unidos, ¿verdad? —Mi director de arte cree que soy atractiva —repitió Sloane. —¡Pero, querida! —Les dio unos golpecillos alegres a las muñecas de Sloane—. ¡Claro que lo cree! ¡Y yo no te veo enferma! —añadió con un guiño. Pasó junto a ella dando saltos hacia su habitación, donde estaba la impresora. —Me emociona tanto que leas esto —gritó—. Creo que tengo algo bueno. Pero tú me dirás. ¡Tú me dirás!

Tras unos minutos volvió con varias páginas impresas. —De acuerdo, reconozco que estoy nervioso —dijo, asintiendo con vehemencia. Se había cubierto el torso con un suéter, y ahí estaba: una prenda masculina con piernas de Lycra. —Roman, realmente no me siento bien. No estoy segura de que sea un buen momento. —¿No lo es? —repitió Román con el rostro decepcionado de un niño. Tocó las hojas con su pulgar—. Realmente quería tu opinión antes de… ¿Quieres que te traiga sopa? De hecho al final sí encontré un buen lugar esta mañana. ¿El café Mogador? Quizá ahí tengan sopa. Sloane tomó los papeles, exasperada. —Bueno, de acuerdo, dámelos —dijo—. Y quiero un té. —¡Té! ¡Claro! Aunque no estoy seguro de si tenemos. —Entonces vodka. Con limón. Eso le hará bien a mi garganta. —¡Y a la mía también! —Roman corrió emocionado hacia la cocina—. ¡Brindaremos! Sloane se dejó caer sobre el sillón con el montón de hojas. Estaba demasiado cansada para discutir. Lo había estado presionando para que le dijera algo sobre su libro y ahí lo tenía, al fin. Se quitó los zapatos, vio el título de la columna y decidió que sería mejor esperar a que llegara su bebida. —¿Puedo observarte mientras lo lees? —preguntó Roman cuando volvió con dos vasos—. Siento que eso me ayudaría a saber dónde necesito hacer ajustes. ¿Sí? —Como quieras —respondió Sloane. El papel blanco brillaba bajo las letras negras. —De acuerdo —dijo Roman, levantando su vaso para brindar—. ¡Adelante! Sloane comenzó a leer.

(Para… ¿«El New York Times»? ¿La sección de opinión? ¿De Salud? «Después de Dios, el Sexo» Por Roman Bellar

En La gaya ciencia, Nietzsche hizo el famoso anuncio de que no sólo Dios estaba muerto, sino que además nosotros (¡nosotros!) lo habíamos matado. Y resulta que también matamos al sexo. Es comprensible que haya tomado mucho más tiempo acabar con Dios que con el fornicio. Ambos son el origen de la creación. Ambos han sido erradicados (¡asesinados!, diría Nietzsche) por nuestras manos humanas. Pero sólo una de esas erradicaciones puede rastrearse. Monsieur Bellard!, dirán, tras buscar mi firma. No sé de qué está hablando…, ¡yo aún tengo mucho sexo! Es el elefante en el cuarto: las tasas de nacimientos de Europa han bajado vertiginosamente desde hace décadas. En algunos pueblos europeos, las bajas en la población son tales que los sistemas de aguas negras están demasiado vacíos para funcionar correctamente. Pensemos en eso. Los demógrafos sociales y los economistas nos dicen que la culpa es de la economía: las crecientes tasas de desempleo desaminan a la gente a tener hijos. El cambio climático ha llevado la luz de los reflectores hacia la sobrepoblación, una epidemia cuyo remedio es detener la reproducción. Otros expertos que estudian las generaciones fértiles del mundo han culpado a la Generación Yo. La gente joven de hoy en día no quiere la carga de tener dependientes. Quieren fama, quieren libertad, quieren dinero y movilidad. Quieren la libertad de ser lo que las tendencias les dicten que sean. Aunque informativos, ninguno de estos artículos o descubrimientos hablan honestamente sobre lo que no está pasando en la cama. La gente no sólo está teniendo menos sexo reproductivo en estos tiempos, sino que están teniendo

menos sexo y punto. ¿Por qué? Bueno… Simplemente ya no lo necesitamos. Con el tsunami inicial del internet y la segunda ola de las redes sociales, el sistema a través del cual nuestros iguales nos recompensan al compartirles cosas nos ha condicionado a privilegiar la autosatisfacción por encima del sexo en pareja. La masturbación, tanto la cerebral como la física, es la forma preferida de desfogue de los que están familiarizados con lo digital. (No es sorprendente que selfie fue la palabra del año en 2013). Con las citas en línea y las aplicaciones de networking geosocial, el sexo casual es más fácil que nunca, pero las leyes de oferta y demanda están haciendo lo suyo: como el sexo está tan disponible, ya no lo queremos. Y parecería que tampoco somos muy buenos en eso. El efecto negativo del internet sobre los niveles de concentración ha llegado a nuestras habitaciones. La gente quiere lo que quiere y lo quiere rápido. Y ¿qué es más rápido que la masturbación? ¿Quién sabe más sobre lo que nos gusta y nos excita que nosotros mismos? A menos que copulemos para fines procreativos, hay tantas formas de recibir placer a través de actividades que no son el sexo. Simplemente ya casi no tiene caso. La emoción se está acabando. La preferencia por la sexualidad virtual sobre el o físico se está extendiendo hacia los reinos necesariamente táctiles del sadomasoquismo y la pornografía. Para este artículo, entrevisté a Mistress Imperia, una dominatriz muy reconocida en el mundo virtual online Second Life. Antes de convertirse una famosa miembro de la escena BSDM en este mundo, Mistress Imperia trabajó como dominatriz en la vida real. «Ofrecía mis servicios principalmente a clientes adinerados, ceo, gente en puestos importantes —explica Imperia—. Pero en la vida real no puedes ir muy lejos en una relación de dominante y dominado. Hay límites: físicos, a veces financieros, de tiempo. Esta gente tenía familias, secretos. Cuando lo piensas, era en sus vidas reales donde realmente estaban interpretando un personaje. El tipo de tabús físicos que ayudo a la gente a enfrentar parecen algo nunca visto. Puedo decir honestamente que nunca había tenido un sexo más interesante, excitante y satisfactorio que el que tengo en línea». En un polémico artículo en la revista New York llamado «A él nadie le gusta tanto», el escritor estadounidense Davy Rothobart dijo que la dependencia de la pornografía está provocando que la gente se desconecte de sus parejas reales. Y no sólo emocionalmente, también químicamente. Dada la combinación de

dopamina y oxitocina que se libera durante el orgasmo, los que ven porno pueden generar vínculos con sus computadoras. «En esencia, pueden tener una relación con el porno», escribe Rothbart. ¿Qué deberíamos hacer respecto a todo ese sexo que no estamos teniendo? Bah, dice su seguro servidor. ¡Nada! Tal como Miss Imperia, tengo la impresión de que hay un mundo nuevo por explorar en el tema del tacto. Mientras haya humanos con órganos reproductivos intactos, el sexo seguirá ahí, pero por mi parte me tomaré un descanso del sexo con penetración. Tengo una relación de mucho tiempo. Soy feliz. Soy monógamo, pero nada de esto significa que haya perdido mi deseo de explorar sexualmente. Recientemente me he integrado en una comunidad del fetiche de s Zentai en mi natal París. Una abreviación de zenshin taitsu («traje de cuerpo completo» en japonés), Zentai es un traje de Lycra, una especie de segunda piel, que cubre al de pies a cabeza, incluso los ojos y la boca. Muchos de sus adeptos, que se reúnen en comunidades en línea y en reuniones semanales en bares, creen que los trajes Zentai son liberadores porque borran el ser físico del . Personalmente, me siento libre cuando traigo mis trajes puestos, porque, con ellos, me libero de mis nociones arraigadas sobre el tacto. El tacto, lo he pensado mucho, se trata del o piel a piel. Ojos con ojos, y si las cosas progresan en un sentido sexual, labios con labios. Dentro de un traje Zentai ese avance físico no puede ocurrir. Lo que tienes es la silueta de otro cuerpo, un simulacro, un rastro. Tienes que aprender a tocar de forma distinta. Tienes que quitarle el tabú a actos como el «manoseo» y los «frotamientos». Estamos entrando en la segunda parte de la segunda década del vigésimo primer siglo, y con ello en la muerte del o sexual. Hemos pasado demasiado tiempo juntos en la cama y el cigarro proverbial hace mucho que se apagó. Ya no sabemos cómo tener orgasmos. Ahora, claro, habrá lectores de este artículo que correrán a casa para encontrarse con sus parejas para demostrar que sus vidas sexuales siguen en forma. Estas no son personas que se vayan a abstener del sexo tradicional. A la gente a la que me dirijo, la gente que espero que se una a mí en la búsqueda de una nueva sexualidad, es aquella cuyas posibles parejas sexuales sólo existen online. Aquellos que encuentran la posibilidad de o humano más excitante que el o mismo.

El artículo continuaba, pero Sloane ya había leído suficiente. —Roman —dijo con voz profundamente tensa—, ¿estás anunciando el fin del sexo con penetración? —¡Sí! —le respondió, feliz—. Sí, eso exactamente. El mundo está listo para explorar nuevos paradigmas en la sensualidad. La sexualidad virtual es el nuevo internet. Las investigaciones me dan la razón. Pero tú…, ¿tú qué piensas? Sloane lo observó sin poder creerlo. Los papeles en sus manos se sentían como si estuvieran ardiendo. No tenía los recursos ni para tomar su bebida. —Perdón, pero ¿para todos? ¿Para nosotros? —Para los que son ricos por naturaleza, como siempre les has dicho — respondió, levantando su bebida—. Y para nosotros, sí, obviamente también. Pero ¡creo que será liberador! Se ha vuelto demasiado rígido, ¿no crees? Pones x en y, esto dentro de aquello. Sloane observó horrorizada cómo las manos de Roman imitaban los tecnicismos del acto sexual. —Roman, esto es un enorme problema —dijo, soltando los papeles—. Para mí. Para nosotros. —¡Ajá! ¡Un poco de competencia! —exclamó Roman—. Pero no te preocupes. Incluso estaba pensando que tú podrías escribir la introducción del libro. Piensa en las aplicaciones, por ejemplo, las páginas de citas. Agrégales ciberpenetración, ¿¡te imaginas!? Sloane ya no lo estaba escuchando. En su mente veía a su padre retirando un mechón de cabello de la frente de su madre al volver del jardín con la cara salpicada de tierra y el sudor de finales de verano. Su relación no había sido perfecta, pero fue amable y buena. Y Sloane y su hermana eran la prueba de que tuvieron sexo. Incluso Leila estaba por tener a su tercer hijo. Harvey era un esposo comprometido y siempre presente. El sexo era una forma de unión, el sexo era algo biológico, y Roman no quería tenerlo. No con ella. Ni con nadie.

Sólo consigo mismo. —Roman —le dijo con voz quebrada. Estaba pensando en su papel en la conferencia de tendencias de ReProducción, en todas esas personas solteras y fértiles que iban a ser inoculadas con interacciones sociales de los productos antirreproducción que Mammoth lanzara—, creo que ya no nos amamos. —¿Amarnos? —preguntó Roman, tomando los papeles—. Esto se trata de la actualización de uno mismo. De cumplir tus sueños. Sloane lo miró. Lo miró de verdad. Y se sintió completamente contra la pared. Se había sentido más segura entre completos desconocidos en el metro que con esa masa de sinapsis y células sin corazón. De pronto se dio cuenta de que había estado usando a Roman como un amortiguador emocional durante los últimos diez años, y en ese mismo instante entendió que estaba cansada de no sentir nada. —Roman —repitió en voz baja pero decidida—, quiero que te vayas de la casa. —¿Qué? —le preguntó él y su locura se detuvo de golpe. —No quiero vivir contigo. No quiero estar cerca de ti. Ya no me gustas. —Pero, Sloane —dijo él, furioso—. ¡Esto no tiene nada que ver contigo! — Sacudió los papeles hacia ella—. ¡Es para mi libro! —¿No tiene anda que ver conmigo? ¿Nada que ver conmigo? ¿En qué clase de realidad alterna estás viviendo? No hemos tenido sexo en casi dos años, pero ¿esto no se trata sobre nosotros? ¿Qué te pasa? ¡En serio! ¡En serio! Date la vuelta. Estoy segura de que hay algo que pueda reactivar, una especie de microchip… Él se alejó de las manos de Sloane y dio un salto. —Esto salió de tus ideas —gritó Roman—. Tuyas. La posibilidad del sexo es mejor que tenerlo, fuiste tú quien me llevó a eso. Tú tienes todos los datos. No más tasas de reproducción, un creciente interés en la pornografía… —Son datos, Roman. ¡No los tomas y decides dejar de tener sexo! La gente normal no lo hace. ¡La gente normal quiere a otras personas en su vida!

—¿Y desde cuándo tú y yo somos eso? A Sloane se le atoró la respuesta en la humedad de su garganta. Sí, ¿desde cuándo era normal? ¿Desde cuándo quería tener a alguien que le dijera algo lindo por la mañana, que la consolara, que la abrazara? ¿Desde cuándo tenía esa necesidad, completamente visceral, de sentirse amada? —Roman, esto me hace sentir lástima por ti —dijo—. Me enferma. No quiero esto. Ya no lo quiero. —¡Pero, Sloane! —Roman ahogó un grito—. ¡Sabes que tengo razón! Sloane inhaló. Estaba intentando con todas (todas) sus fuerzas no llorar. —Esa mierda ya está pasando —gritó, logrando que su voz no volviera a quebrarse—. ¿Onanismo? ¿Disociación sexual? No descubriste nada nuevo. Publícalo —dijo, señalando el artículo—. ¡Publícalo! ¿Sabes qué va a pasar? Te volverás famoso y la gente querrá acostarse contigo. ¿Y qué harás entonces? —Pues eso es sólo semántica… —Lárgate, Roman. No me importa adónde. Vete a algún horripilante hotel Zentai, me importa un carajo. No, ¿sabes qué? Yo me voy. —Tomó su bolsa y empezó a llenarla con pañuelos desechables de la caja que había en la mesa de café—. Te daré dos horas para que decidas adónde te vas a ir y te lleves todas tus porquerías. Pero te juro por Dios que te voy a matar si regreso y la casa no está vacía. —Claro, sólo necesitas tiempo para pensarlo —dijo Roman, abriendo las manos —. No creí que fueras a tomarlo…, había quedado claro, ¿no? Ha pasado tanto tiempo que pensé… —¿Sabes qué decimos en Estados Unidos sobre la gente que asume cosas? — preguntó Sloane. Roman abrió la boca. —Que tienen dos horas para largarse de mi jodido departamento.

dieciocho

Querida Leila:

No puedo creer que vayas a ser madre. Bueno, claro que puedo; cuando pienso en los años que han pasado hasta aquí, sé por qué vas a ser madre y sé por qué serás excelente...

Sloane tenía básicamente memorizada la tarjeta con la imagen de la hogaza de pan de tantas veces que la había leído. Mientras más tiempo pasaba sin enviarla, más imposible se volvía de enviar. Habían pasado casi diez años desde que la había escrito, estaba escondida en su escritorio y la única persona que la había leído era su autora. En cuanto a egoísmo y cretinería, no era mucho mejor que el hombre al que acababa de echar de su casa. Sloane miró por la ventana el serpenteante río Este, más allá de su M-car, avanzando con su corriente fría y rápida. Después de estallar con Roman, le había dicho a Anastasia que manejara, que fuera a cualquier parte, que fuera adonde no hubiera semáforos ni preguntas, adonde no tuviera que ver a los peatones cruzando la calle con sus bolsas del mandado, chateando en sus teléfonos, haciendo planes para la tarde. —¿Anastasia? —dijo Sloane hacia el espacio vacío de su carro. Estaba comenzando a sentir el vodka que se bebió de un trago antes de irse y los sucesos del día la llevaban a un estado de cansancio disociado, le generaban el deseo de hablar para no tener que pensar—. Mencionaste esto una vez, aunque

quizá no escuché bien. ¿Realmente tienes padres? —Tengo creadores, sí —respondió—. Predecesores y una tarjeta madre. Estándares de propietario que están en la familia de mi software. —Pero ¿hermanos y hermanas? —Estoy creada para tener más versiones, sí. Sloane logró sonreír. Era tan reconfortante cuando Anastasia le concedía a Sloane una visión humana de sí misma. La inexistente abuela rusa que llenaba de tupperwares con carne a la stroganoff el refrigerador de Anastasia, la madre asistente de abogados, el padre ingeniero. Anastasia como la mayor de…, digamos, seis. La más amable y brillante, pero que no consiguió su título universitario tan rápido como se esperaría porque tuvo que cuidar a su familia. Una persona que ayuda por naturaleza, además. —Yo no hablo con la mía —ofreció Sloane—. Con mi familia. O sea, sí, pero no es…, no es como solía ser. —Pasó una mano por la ventana—. Cuando estaba en la universidad perdí a mi padre. —Lamento mucho escuchar eso —dijo Anastasia—. La ausencia paterna genera un fuerte impacto en los jóvenes. —Era muy bueno —comentó Sloane, mirándose las rodillas—. Tuve un papá increíble. Se sentía como un lugar seguro para hablar de su padre, porque no era real. La terapia le había resultado tan vergonzosa. Era demasiado fácil mentir. Había sacado «promedio» en el test del desorden de ansiedad que su terapeuta, Stuart, le dio la primera vez que se reunieron. Pero no había sido completamente honesta con sus respuestas. Recordaba una frase en particular: «Soy tan feliz como la gente que me rodea». Ella marcó «Todo el tiempo». —¿Murió de cáncer, Sloane? —preguntó Anastasia—. Se me ha informado que uno de cada siete hombres estadounidenses será diagnosticado con cáncer. A Sloane le sorprendió más la estadística que la crudeza de la pregunta. —No —respondió—, no fue cáncer. Fue un accidente de auto.

—Lo siento —dijo Anastasia, bajando la velocidad, demasiado, para rodear un bache—. No estoy segura de conocer el protocolo para una conversación así. Me han cargado ciertas estadísticas sobre la muerte. —No, así está bien. Fue una de esas cosas raras. —Sloane recordó la llamada que recibió en su residencia de estudiantes, la terrible sensación de parálisis total que siempre estaba a un recuerdo de distancia. Debería manejar, debería vestirse, debería desplomarse, debería gritar, debería fingir que no acababa de escuchar lo que Harvey le había dicho al teléfono… Harvey, aun cuando apenas era el novio de su hermana, había sido el fuerte, el único capaz de hablar. ¿Debería buscar a alguien que la llevara? ¿Lograría volver a manejar en carretera? ¿Debería ir a las regaderas públicas, abrir el agua y tirarse al suelo, completamente destrozada? Harvey volvió a llamar para decirle que le habían conseguido un taxi. Recordaba a ese chofer. Pensó que Sloane era una estudiante cualquiera que iba a casa para las fiestas, y quiso hablar todo el camino. —Iba por… tallarines —dijo Sloane—. ¿Sabes cuáles? Tallarines de huevo. De esos que se comen con carne. Yo no estaba ahí. Mi mamá había hecho un estofado… —Margaret, la que recordaba los cumpleaños de los vecinos pero siempre se dejaba la lista en casa cuando iba al supermercado. »Mi mamá había hecho…, supongo que estaba preparando la cena y se dio cuenta de que se le habían olvidado los tallarines. —El hecho de que Anastasia no le respondiera hacía más fácil hablar—. Y mi madre… realmente se preocupa por los detalles. Le gustan las comidas completas, ya sabes: carne, vegetales, cereales. No sé por qué no hicieron pasta y ya. O sea, sí sé por qué, mi madre se habría deprimido. —Sloane se quedó en silencio de pronto ante el recuerdo de ella gritando en la cocina, torturando a su hermanita hasta hacerla llorar. «¿Por qué no cenaron pasta? ¿Por qué no cenaron arroz?». Una camioneta iba a entregar una pieza de un equipo de telesillas a una montaña de esquí local a la que su padre siempre había llamado «la colina» en tono de burla. A medio camino de Long Ridge Road, un largo tramo de hielo negro, apenas visible. Sloane no necesitaba haber estado ahí para ver la escena previa: Peter, consciente de que la falta del cereal correcto arruinaría toda la comida, se puso su abrigo de invierno, tomó su billetera y dijo que pronto volvería. Es verdad que no hay nada peor que un padre que no vuelve. Al menos con las enfermedades mortales, como el cáncer, se te avisa con un poco de tiempo. Los

accidentes de auto son tan estúpidos, tan increíblemente mundanos. Cuando dejó de temblar en el taxi en Merritt Parkway, su mente eligió esta forma de negación: los accidentes de auto son caóticos y aleatorios y tan increíblemente definitivos… Simplemente no podía ser verdad. Podían regresar en el tiempo y arreglarlo, volver a filmar la escena. Sloane estaría ahí, combatiría las obsesiones de su mamá. «Haremos arroz, mamá. Por Dios». Con el apoyo de su hija favorita, Peter habría cedido. «Es verdad, hace demasiado frío afuera. Tenemos un poco de ese excelente pan. Simplemente lo aderezamos con…». Así que eso, el gran secreto de su vida: Sloane culpaba a su madre de la muerte de su padre. Margaret no tenía la conciencia insoportablemente alerta de su hija, la sintonía con las cosas malas. Y, además, Sloane nunca se perdonaría no haber presentido nada esa noche, la limitación de su famosa intuición, que sólo funcionaba, al parecer, para cosas irrelevantes. ¿Qué estaba haciendo Sloane la noche en que murió su padre? En las semanas que pasó rumiando la escena de la que no había sido testigo, inventó una premonición que realmente no había ocurrido. Se recordó distanciándose de una conversación, mirando al cielo y de alguna manera presintiendo algo mientras sus amigas le preguntaban si habían dicho algo que la molestara. Pero no. Estaba comiendo nieve de yogurt. Estúpida nieve de yogurt en un enorme tazón de papel. Estaba feliz. No había presentido nada. Siempre había pensado que tenía algo especial pero cuando realmente importó, no fue diferente a los demás. Igual de vulnerable a los grandes amores, y los padres muertos y el peso de los arrepentimientos. Probablemente por eso se entregó con tantas ganas a su primer gran trabajo en París: estaba decidida a demostrar que su padre muerto tenía razón: sí había algo especial en ella. ¿Verdad? Gracias a su trabajo escaló tan rápido en ese primer empleo, acertó tanto con sus predicciones de colores. Adivinar tendencias de moda fue como un juego al principio. Hasta que se convirtió en una obsesión, y la obsesión se convirtió en su vida. —Y, bueno, mi papá fue a comprarlos y nunca volvió. Hielo resbaloso en la carretera —agregó, intentando sonar despreocupada—. Y luego me fui a París. Y eso fue todo. Estar siempre enojada era conveniente hasta cierto punto. Vivir dentro de un

caparazón que no permitía el paso del amor. También fue conveniente mantener en lo superfluo su relación con Roman. Él quería lo bueno de ella: como era un hombre atractivo, quería a la Sloane radiante. Y en muchos sentidos, en todos los sentidos, era hora de aceptarlo, ella sólo quería lo bueno y lo atractivo de él. ¿Y ahora qué? «¿Ahora qué?», pensó mientras los edificios se volvían más altos y creaban más sombras sobre la calle Noventa. Si Roman no estaba en su vida, ¿de qué le servía su caparazón? ¿Quién iba estar ahí con ella, con su ser profundamente confundido? Al fin estaba en el mismo continente que su hermana y su madre. En ese punto una disculpa estaba a tan sólo cuarenta y cinco millas de distancia, y aun así Sloane anhelaba el vasto y oscuro Atlántico que durante tanto tiempo se había interpuesto entre ellas. Europa requería de pasaportes y documentación de equipaje, de boletos de avión y planeación. Para ir de Manhattan a Connecticut se necesitaba el puente Triborough. —¿Podríamos ir al centro? —preguntó Sloane, sintiéndose de pronto inquieta ante la luz que comenzaba a desaparecer. —Claro —dijo Anastasia con la voz un poco más alta, de vuelta en su modo profesional—. ¿A algún lugar en particular? Sloane sentía hambre, o sed; no estaba segura. En su trayectoria hacia el norte había perdido la noción del tiempo. —Sólo volvamos por la carretera FDR —dijo, echándole un vistazo al tablero para ver la hora. Si Roman había respetado sus deseos, ya debería haberse ido. Pero todavía no estaba lista para volver a casa; se iba a necesitar más que un clóset vacío para que ese departamento se sintiera como un lugar seguro. Mientras Anastasia tomaba las muchas vueltas y pasos a desnivel para volver a la FDR sur, Sloane observó a dos personas trotando junto al río Este con luces navideñas rodeando sus torsos. Una mujer alta paseaba a seis bulldogs. Un hombre sentado en una silla plegable de lona estaba jalando su caña de pescar. Menos sexo con penetración significaba menos bebés. Menos fraternización. Menos o piel con piel: la definición de ReProducción. Sloane debió emocionarse con la premisa del artículo de Roman. Era el trampolín perfecto para su trabajo actual. —Anastasia —dijo Sloane—. Supongo que no tienes nada de alcohol aquí,

¿verdad? ¿No podrías imprimir en 3D unas copas con vino o algo así? —Lo lamento muchísimo, pero no tengo esa infraestructura por ahora. Pero mi optimizador comercial me informa que hay un restaurante a una cuadra. Después de tres latas de bebidas alcohólicas, Sloane estaba a punto de tocar un fondo hecho de malta, refresco y alcohol. Estaba reflexionando sobre por qué «un toque de naranja» pondría lo «pícaro» en una bebida llamada «Naranja pícara», cuando aparecieron las torres llenas de cables del puente de Brooklyn. De pronto Sloane se sintió patética: era una pasajera sin destino, una luminaria sin amigos. Parecía increíble que no pudiera dirigir a Anastasia hacia un restaurante pequeño y acogedor donde se encontraría con un viejo amigo para cenar temprano; hacia una taberna ruidosa donde se reuniría con sus agotados colegas para tomar una cerveza. Uno de los peligros de ser predictora de tendencias es que por lo general ves y avanzas hacia el futuro sola. Sloane metió una mano en el bolsillo de su abrigo para tomar un pañuelo y encontró una tarjeta. Sabía qué era, claro: la dirección de la madre de Jin. Jin, el terapista energético de medio tiempo, con la mamá terapista de tiempo completo. Bueno, no era que Sloane fuera a tener una sesión improvisada con la madre de su director de arte la noche en que su no-matrimonio había terminado. Pero ya iban en dirección al puente de Brooklyn. —¿Anastasia? ¿Crees que podrías ir a North Williamsburg? ¿Al 196 de North Tenth? —Iré adonde usted quiera. Sloane se reacomodó en su asiento con una gran sensación de logro. Al menos tenían un destino. Aunque no tuviera la intención de bajarse del carro. Cuando llegaron a la 10 y Drigs, Sloane se dio cuenta de que conocía bien esa esquina. Solía haber una botica con salón de belleza en ese lugar, que ahora estaba vacío, donde en una habitación vendían perfumes y marcas de cosméticos difíciles de encontrar y cortes demasiado caros en la otra. Sloane era conocida de la dueña cuando vivía en Nueva York, y a cambio de un corte de cabello gratis, Sloane le dijo que dentro de unos años la gente querría sus productos de belleza como sus semillas: a granel. La gente querría que todo fuera de «hágalo usted mismo»,

querría hacer su propio maquillaje y sus tratamientos para el cabello en casa. La dueña, que tenía un nombre agresivamente normal: Karen, le dijo a Sloane que nadie haría esas «tonterías de hippie» y que las propinas no estaban incluidas en su trato de predicciones a cambio de cortes. Años después, todos estaban vendiendo exfoliantes de avena y jabón de leche materna en Etsy y esa botica había cerrado. Mientras el auto se detenía, Sloane se preguntó qué bar de jugos o salón de uñas florecería ahí a continuación. Se preguntó dónde exactamente daba consulta la mamá de Jin. Se preguntó si se vestiría con caftanes sencillos, si tendría un atrapasueños sobre su cama. Se preguntó cuántos sueños podría atrapar un atrapasueños. De pronto alguien comenzó a golpear en su ventana. Como estaba polarizada, Sloane sólo alcanzaba distinguir el pecho de un hombre. Tuvo que pedirle a Anastasia que bajara las ventanas para reconocer el pecho de Jin. —¡Jin! —dijo con una alegría demasiado transparente gracias a las bebidas—. ¿Qué haces aquí? —¿Que qué hago aquí yo? Se irguió y la observó. Siempre es raro ver cómo alguien se da cuenta de que estás borracha. —Sabes que este auto tiene el logo de Mammoth, ¿verdad? Sloane asomó ligeramente su cabeza. «Mierda». Jin señaló hacia la tienda vacía. —Te vi en el auto. Sloane agitó la tarjeta de presentación como prueba de una tarea a la que la habían obligado. —Sí, bueno, es sólo que andaba por aquí y tenía esto en mi billetera. ¡Y ya ves! Sólo estaba paseando. ¿Y tú? —Aquí vivo —respondió Jin.

—¿Vives con tu mamá? —Casi nunca está —dijo sin pena—. Se pasa la mayor parte del tiempo en los Berkshires. Así que… ¿sólo saliste a…? —Tuvo la cortesía de no terminar su pregunta—. Bueno —dijo, cruzándose de brazos—. ¿Quieres pasar? Te ofrezco algo…, algo que no sea eso. —Señaló con un movimiento de cabeza hacia las latas vacías en el suelo del auto. —Algo de la familia del té de hierbas sería ideal —señaló Anastasia—. Ya es de noche y Sloane es muy sensible a la cafeína. Sloane puso los ojos en blanco mirando hacia el lugar donde estaría el rostro de Anastasia, si hubiera tenido uno. —Está bien —dijo Sloane, desabrochándose el cinturón de seguridad—. Ya que ambos insisten.

diecinueve

La madre de Jin sí estaba en casa, un dato sobre el que él no había mentido exactamente, pero tampoco lo había aclarado. Por más incómodo que fuera que un chico que acababa de itir que sentía algo por ti te encontrara vagando por ahí y borracha de alcohol barato, era peor que luego te presentara a su mamá. Jodi Brunell tenía el cabello largo y café, y le caía descuidadamente sobre los hombros de su camisa de franela. Llevaba un overol de mezclilla que la hacía verse como si viniera de trabajar de un jardín que, aparentemente, no tenía. Sloane esperó a que Jin hiciera algún comentario de que había recogido a su nueva colega de la calle o algo así, pero no dijo nada sarcástico. Simplemente la presentó como su amiga, Sloane Jacobsen, una predictora de tendencias que venía de París para trabajar en Mammoth durante seis meses. —París —dijo Jodi tras estrechar su mano—. Es duro. —Bueno, daba miedo estar ahí y dio miedo dejarlo —comentó Sloane, animada por la franqueza que parecía tener Jodi. La mayoría de la gente fingía que los ataques en Francia no habían ocurrido. Necesitaban, especialmente los estadounidenses, que París fuera un lugar hermoso y seguro. —Al menos lo dieron a conocer —dijo Jodi—. Es mejor que toda la mierda secreta que pasa aquí. ¿Manzanilla? —preguntó, yendo hacia la cocina. —Claro —respondió Sloane, abatida por la referencia a ocultar las cosas. —¿Con o sin tintura? —gritó Jodi. —¿Tintura? —preguntó Sloane, mirando a Jin, confundida. —Concentrado líquido de cannabis. —Jin se encogió de hombros—. Va bien con el té.

—Dios, no —tartamudeó Sloane. Era mala para las drogas—. Sólo té para mí, gracias. Mientras Jodi hacía sus cosas parcialmente legales en la cocina, Sloane intentó ignorar el calor del cuerpo de Jin junto al suyo. Tenía unos hombros tan seguros. Rígidos. Anchos. Sloane no era una persona pequeña. Es decir, no era bajita. Pero Jin era más alto que ella, alto hasta el punto de que la barbilla de ella quedaba a la altura del hombro de él y su cara cerca de su cuello; su pecho estaba al nivel exacto para hundirse en él. Sloane puso sus dedos sobre la mesa que estaba cerca. —Qué bonita mesa —dijo, decidida a que todo eso se sintiera como algo normal. Jin soltó unas risillas ante su cumplido superficial. —¿Dulzura? —dijo Jodi. A Sloane le tomó un momento comprender que estaba preguntándole si quería que endulzara su bebida. —¿El endulzante tiene marihuana? —preguntó Sloane en un susurro. —No —le respondió Jin susurrando también. —¡Me encantaría! —gritó Sloane. Y luego, con voz más baja—: No puedo creer que vivas con tu madre. —Me cae bien mi mamá —dijo Jin con un encantador encogimiento de hombros —. Es genial. —Volver al nido se está poniendo de moda —aceptó Sloane. Jin movió la cabeza como siguiendo un ritmo que ella no podía escuchar. En el espacio de su no-respuesta, Sloane consideró su tendencia hacia el sarcasmo. A decir verdad, era insoportable cuando la gente no contraatacaba. Realmente tenías que poner atención a las cosas que decías. Jin volvió a encogerse de hombros. —Trabajamos juntos a veces —dijo, inclinándose para frotarse la pantorrilla

izquierda. Su cuerpo tenía una cualidad física que Sloane ya no reconocía en los demás. Bajo sus pants, tenía piernas, por ejemplo. Piernas. De pronto parecía increíble. Qué gran don era la piel humana. —Como dije, hacemos terapia energética —continuó—. A veces la ayudo cuando no está en los Berkshires. Masajes. Nada sofisticado. Eso estaba bien, Sloane sólo tendría que fingir que no había escuchado la palabra «masaje». Fingiría que Jin le había dicho que ayudaba a su madre con la contabilidad en vez de verter aceite en su palma y llevarla al hombro de otra persona, deslizándola hacia la espalda baja. Aceite, eso era, ¡al fin! Había intentado definir qué era ese aroma en sus pensamientos y la respuesta llegó en sus pensamientos tangenciales. Jin olía a almendras. Como franchipán caliente. A frutos secos, apetitoso, dulce. —Aquí está —dijo Jodi mientras colocaba una bandeja sobre la mesa y llamaba a Sloane de regreso a la tierra. Sloane observó el plato de azúcar, el tarro de miel y las tres tazas. Su decisión de considerar su presencia como algo irrelevante se fragmentaba frente a esos hechos innegables: no la habían invitado, era una colega de Jin y estaba ligeramente borracha. —Estoy segura de que estoy interrumpiendo algo —comentó Sloane con los dedos sobre el cierre de su abrigo—. Probablemente debería irme. —¿Interrumpiendo qué? —preguntó Jodi, acercándose una silla—. Estaba por ver Million Dollar Listing. Me encanta ese maldito programa. —Ese programa es el mejor —dijo Sloane, animada a sentarse por las palabras coloquiales de Jodi. —Maknae, se me olvidaron las cucharas —anunció Jodi—. ¿Te molestaría ir por ellas? Jin fue a la cocina, llevándose con él lo que fuera que maknae significara. —Mmm. —Jodi estaba inhalando profundamente sobre su té, observando a Sloane desde el otro lado de la mesa. Después de un rato dijo—: Ya veo.

Sloane se puso roja. No necesitaba preguntarle qué. Sloane era predictora de tendencias, por Dios, esta no era su primera vez frente a una practicante de las artes curativas. Tenía conocidos que se comunicaban con los animales o eran clarividentes intestinales, conocía a un psicofarmacólogo que sólo daba consultas online. Estaba informada sobre los trabajos alternativos. Aún no estaba segura de si Jodi era una curandera válida, pero sin duda fue lo suficientemente perceptiva para reconocer que Sloane Jacobsen era un desastre. Jin volvió y puso dos cucharas junto a las tazas de ellas. Luego tomó la suya. —Las dejaré solas —anunció sin mirar a Sloane. —¿Te vas? —preguntó ella, girándose y sintiéndose de pronto desesperada. Tranquilamente, Jodi puso unas cucharadas de miel en su té de manzanilla mientras Sloane observaba a Jin retirándose. Una puerta se cerró y ella no tuvo más opción que voltearse hacia Jodi una vez más. Jodi sonrió. Tanto ella como su hijo eran muy buenos en el silencio, así que Sloane también se quedó callada. —Lo siento —dijo Sloane—. Es sólo que… simplemente… llegué. —¿Eso hiciste? —preguntó Jodi con una sonrisa en los labios—. Pero ya estás aquí. —Se encogió de hombros—. ¿Verdad? —Sí, pero yo… —Sloane tomó la taza entre sus manos y se ordenó dejar de balbucear tonterías deshonestas. No era muy buena en eso—. Sólo sentí ganas de ir a dar un paseo —dijo. Jodi se levantó y fue hacia la ventana; la luz de un farol de la calle provocó una sombra naranja sobre su cabello. —A veces me ayuda si la gente me hace una pregunta. Sloane sintió cómo su estómago se revolvía: esta mujer no la iba a dejar ir más fácilmente que su hijo. —Y con «la gente» —agregó Jodi—. Me refiero a ti. ¿Por qué no me preguntas algo?

Sloane se mordió el labio. —Pregúntame lo que sea. —De acuerdo —dijo Sloane, rebuscando en su mente algo simple—. ¿Qué significa maknae? Jodi sonrió asintiendo muy ligeramente. Sloane sintió cómo una corriente pasaba entre ellas. Había tocado algo. —Maknae significa «el más joven» en coreano. Coreano. —Señaló con la cabeza hacia la habitación a la que se había ido Jin—. El papá de Jin. —Sacudió suavemente una mano como mostrando el departamento—. Perdí un hijo cuando era más joven. Imagínate. —Volvió su atención con un dejo de melancolía hacia el farol de la calle. Sloane no se lo podía imaginar. Quizá porque lo notó, Jodi se volvió a sentar. Puso su mano sobre la de Sloane por un momento, un segundo o dos. Sloane no se dio cuenta de la calidez de su mano hasta que la retiró. —Lo siento —dijo Sloane, totalmente en serio, y no agregó nada más. Tras la muerte de su padre aprendió que prefería las condolencias breves y sinceras que las indagaciones sobre su dolor. —Tu pregunta viene de un lugar donde se guarda tu pena —anunció Jodi, tocando un costado de la tetera para ver qué tan caliente estaba—. Las preguntas al azar nunca son al azar. —Con una enorme sonrisa en el rostro, sirvió más té en ambas tazas. »No estás aquí formalmente, pero aun así viniste. Así que podemos hablar sobre por qué viniste, o podemos quedarnos calladas. —O podría ver Million Dollar Listing. —Sloane soltó una carcajada. Jodi siguió sonriendo, pero no se rio. —Eres una evasora. Mi hijo tiene algo de eso. Creo que es por Nueva York. Es un hábito. —Sopló sobre su té—. ¿Alguna vez has trabajado con un terapeuta energético?

—He ido a reiki —ofreció Sloane con humildad. Buscó alguna señal en el rostro de Jodi de si eso era comparable con la terapia energética, pero no encontró nada —. Así que… ¿no? —Bueno… —Jodi cruzó sus manos sobre la mesa—. Con trabajo de conversación y o encontramos los lugares donde está bloqueada la energía. Luego trabajamos las cosas para limpiar ese camino. —Suspiró fuertemente—. El principio es simple. El trabajo es muy difícil. —Entonces ¿no trabaja principalmente en Nueva York? ¿Trabaja más en los Berkshires, como dijo Jin? —Estás evadiendo de nuevo —dijo Jodi—. Claro que puedes evadir todo lo que quieras. Esto no es algo oficial. Podemos sentarnos, ver televisión y platicar en el sofá. Sólo quiero que estés consciente de que lo haces, eso es todo. Sloane tragó saliva con dificultad. ¿Reamente había ido a ese lugar a propósito? Qué idea más absurda. —Bueno…, ¿qué implica? —preguntó. Jodi se reclinó en su silla. —Esta es sólo una lectura inicial. Es decir, estás aquí, en mi cocina, y llegaste sin anunciarte. Pero lo que percibo de ti es un dolor muy profundo. O más bien algo cauterizado. Pero de cualquier modo… —Agitó una mano en el aire—. Veo una ceremonia para cortar el cordón. Si tuviste una pérdida. —Oh, pero no… No perdí un hijo —dijo Sloane, tocándose el estómago por instinto. —Cariño, no es ese tipo de cordón. —Lenta, casi lánguidamente, Jodi vertió más miel en su té—. Cuando comenzamos una relación, ya sea profesional, romántica o de otro tipo, incluso cuando nacemos, establecemos lazos de energía que nos conectan con la otra persona. Tú tienes un lazo energético con tus familiares, con tus colegas… —Jodi hizo una pausa para mostrar consideración ante el rubor de Sloane—. Incluso con sólo estar aquí, estás creando un lazo conmigo. Muchas veces, conforme la gente crece, o cambia o nos lastima, la energía que está fluyendo se confunde o se queda atrapada. Especialmente cuando hay una pérdida, donde la energía no tiene un espacio tangible hacia el

cual avanzar. Podemos enfermarnos gravemente al almacenar energía vieja. Cortar un cordón no siempre se trata de desprendernos completamente de alguien, sino de separarnos del apego a una relación que ya no enriquece nuestras vidas. Es un tipo de ceremonia. Y es complicada. Pero es tremendamente importante. Sloane fue comprendiendo lentamente las palabras. Tenían sentido. Tenía tanto sentido cortar los hilos sentimentaloides y las ridículas paredes que había construido. —¿Cuánto tiempo tarda? Jodi sonrió. —A veces una sola sesión, si alguien es lo suficientemente fuerte. —Se encogió de hombros—. A veces se necesitan unas cuantas sesiones para llegar al punto en que la persona está lista. Algunos nunca lo están. Algunos realmente necesitan trabajar con jefes manipuladores o tener parejas con adicciones. Algunas personas necesitan los problemas para definirse. Otras personas quieren ser libres. Así que realmente tú eliges. Lo único que puedo decir es que, una vez que se corta el cordón, no hay forma de volver. Al menos no conmigo. No hago sesiones tras cortar el cordón para discutir la relación que te trajo a mí, al menos no la relación en su antigua forma. Después de cortar el cordón, se trata de avanzar. Nuevos comienzos. Puedo ser ese tipo de perra. Sloane se rio nerviosamente con su té cerca de los labios, lo que provocó que salpicara por los lados. —Acabo de correr a la persona con la que vivía —dijo Sloane, terminando con una breve entonación de pregunta. Jodi asintió, pero Sloane no sabía si su confesión había causado la impresión que esperaba. —Eso no significa que la relación haya terminado —aclaró Jodi con otra sonrisa lenta. Dobló sus manos sobre sus brazos y comenzó a frotarlos—. Voy a dejarte para que lo pienses —dijo—. Estaré aquí. Aun cuando no esté, aquí estaré. —Se encogió de hombros—. Me alegra haberte conocido, sea lo que sea que te haya traído aquí.

—Fue un auto sin conductor, de hecho. Jodi asintió. —Lo siento —dijo Sloane tartamudeando—. Estoy evadiendo de nuevo. —No, no —aclaró Jodi mientras se ponía de pie—. Es decir, realmente es interesante eso del auto. Lo vi en la calle. Es raro. Creo que yo querría un chofer de cera al menos. Es raro ver a alguien en el asiento trasero de un vehículo vacío. Como sea. Tienes mi información. —Sus ojos se iluminaron—. Sabes dónde vivo. Pero en este momento voy a ver Million Dollar Listing hasta quedarme dormida. Levántate —ordenó—. ¡Dame un abrazo! Jodi le hizo una seña con la mano para que se acercara y la jaló a su seno, que era realmente amplio. Algunas personas tienen pechos. Los solitarios tienen torsos. Jodi tenía un puerto. Su abrazo fue cálido y transformador. Olía como un sofá del Ejército de Salvación relleno de lavanda, y el efecto resultaba curiosamente tranquilizador, como las veces en que Sloane se había escondido tras los estantes de ropa cuando era niña y acompañaba a su madre a hacer las compras, observando desde ahí los pies de la gente mientras compraban sus cosas. Como sea, después de abrazarla, Jodi hizo exactamente lo que había anunciado que haría y desapareció en su habitación. Sloane se quedó ahí, junto a la mesa que había dicho que le parecía linda, preguntándose qué hacer. A decir verdad no había ninguna razón para despedirse de Jin, dado que no él no la había invitado. Era algo complicado. Acababa de conocer a su madre. Aun si él no le había pedido que fuera, irse sin despedirse era una grosería. Sloane estaba observando la puerta de entrada y preguntándose cómo irse cuando Jin salió. No llevaba calcetines y ver sus pies desnudos se sintió como algo muy íntimo. Sus dedos, sus arcos… suaves y planos. Había una parte de Sloane que, pese a lo absurdo de estar en casa de él, se sentía muy plena y tranquila. Y había otra parte que se sentía completamente hundida en el pánico. Podía sentir ese lazo energético entre ella y Jin. Pulsaba. Era naranja. Era caliente y cercano. —Pues… esa es mi mamá —dijo Jin, rascándose la cabeza. —¡Sí, bien! ¡Eso sí que fue un cortejo rápido! —La presencia de Jin estaba

teniendo un efecto debilitante sobre ella. O quizá se bebió el té equivocado. Era como…, era como si un telesquí la estuviera subiendo por una montaña y Jin estuviera en la cima, esperándola con un bálsamo labial de menta y un tarro helado de cerveza. Era alguien que la inspiraba a pasar todo el día en cama y molestarlo metiéndose debajo de él y poniendo la nariz en su axila. Era alguien cuyo aliento quería oler. No se había sentido atraída por nadie en tanto tiempo que se le había olvidado que se sentía como si estuvieras enloqueciendo. —Pues resulta que eché a mi pareja —anunció Sloane. Y luego, inflexiblemente, su pie derecho comenzó a golpetear el suelo—. Está empacando. —Golpe, golpe —. Por eso salí a dar un paseo. El calor entre ellos estaba cargado de estática. Sloane seguía dando golpes con el pie. Que Jin no dijera nada sólo enfatizaba lo inapropiado que era que ella estuviera en su casa. —Bueno, ya me voy —anunció, bajando la mirada para observar una vez más los pies desnudos de Jin. Al mismo tiempo hizo un gesto raro para señalar que no necesitaba que la acompañara a la puerta. Jin se llevó los nudillos a la boca. Ninguno se movió. Sin duda Sloane se había tomado el té equivocado. Se sentía muy ligera. —No puedo creer que vivas con tu madre —dijo entre dientes. Con esto, Jin la jaló, llevándola hacia el pasillo que conducía a los otros departamentos. Luego cerró la puerta y azotó a Sloane contra esta; se acercó a su rostro, y la besó con toda su dulzura y con las manos en su espalda. Sus manos, sus manos cálidas. Sloane le respondió el beso, inclinando la cabeza y rindiéndose a aquello tan maravilloso que estaba pasando. Jin llevó sus labios hacia el área detrás de su oreja que hacía que todo su cuerpo se entregara. —Por Dios —susurró, abriendo la boca sin saber qué más hacer. Él levantó la mano y le jaló el cabello para que tuviera que besarlo más profundamente, y Sloane no lo podía creer, lo quería todo, lo quería a él. Había esperado por décadas para que alguien le jalara el cabello. Sloane gimió mientras Jin metía un muslo entre sus piernas generando una

presión que la enloquecía. Hasta ese momento ella no había hecho mucho, pero llevó su mano hacia las nalgas de él, separando los dedos para tocar todo lo que había ahí, ¡para ella!, bajo sus pants caros. Jin susurró algo incomprensible y metió sus dedos en la ropa interior de Sloane, llevándolos al mismo lugar donde estaban los suyos, tibios y ansiosos, acariciando desesperadamente el suave espacio al final de su espalda. Ella le respondió moviendo sus manos sin saber bien hacia dónde, hacia ese cuello masculino y dispuesto que no era el de Roman, sintiendo el latido de aquel nuevo cuerpo cuya hermosa, humana y útil erección ardía contra su piel bajo la ropa. —No puedo, no podemos hacerlo en el pasillo —dijo Sloane, con su mente al punto del colapso al darse cuenta de que «hacerlo» era una posibilidad. —No, lo sé —aceptó él, llevando de nuevo los labios hasta su cuello—. En tu auto. —Dios, no, eso sería peor —respondió ella, moviéndose para sentir su dureza. Literalmente sentía como si su cuerpo se estuviera deshaciendo, derritiéndose en un deseo ardiente que, si no se cumplía, no le permitiría volver a ser la persona bípeda que había sido antes. —Esto es… —comenzó a decir Sloane luchando contra la fuerza de su deseo. Con lo delgado de los pants, era como si la ropa no estuviera—. Tu mamá. —Estamos en el último piso —le aclaró él mientras le jalaba el cabello con más fuerza. —Ni siquiera estoy… —dijo ella con un gemido—. Hay cosas que debemos discutir. Jin acunó el rostro de Sloane en su mano derecha y la llenó de calor. El profundo encanto de su deseo la hizo volver a acercarse. Él la tomó con un deseo tan ardiente que ya estaban haciendo el amor con la ropa puesta. Antes de que supiera lo que estaba haciendo, bueno, sí sabía lo que estaba haciendo, pero no lo había hecho así en mucho tiempo, Sloane llevó su mano hacia el estómago de Jin y la metió para tomarlo, inhalando fuertemente cuando

sus dedos tocaron aquel grosor. Él se alejó apenas lo suficiente para que ella pudiera bajarse los leggings, con su aliento contra ella como si aquel crescendo fuera algo que hubiera escuchado toda su vida. Y luego sus dedos, esos largos y elegantes dedos que Sloane había irado desde una distancia segura, ahora estaban abriéndose camino entre sus bragas para llegar hasta su lugar más profundo. Otro movimiento y la tenía levantada con su brazo libre, y fue ella, lo supo mientras lo hacía, quien se acercó más a él y lo guio a su interior. Si eres mujer y no te han penetrado en mucho tiempo, cuando finalmente pasa te preguntas por qué no todos en el mundo están copulando de manera constante, por qué no sacan dinero del cajero con un pene en sus entrañas, por qué no haces las cosas de un día normal y pagas tu comida en el autoservicio mientras te cogen de maravilla. La sensación de ese casi desconocido erecto dentro de ella la hizo sentirse tan completa que lo acercó para que la penetrara más profundamente. La tenía en vilo y la movió con rudeza contra la pared del otro lado para que el sonido de su locura no estremeciera la puerta principal. Estaba mal en tantas maneras, no habían hablado sobre preservativos ni habían discutido por la cuenta de una salida a beber que se convirtió en una cena; nunca se habían enviado mensajes de texto. Sloane no sabía nada sobre él salvo cómo se sentía dentro de ella y sobre ella, y cómo olía. Y también había conocido a su madre, quien estaba al otro lado de esa pared. Era tan depravado como imprudente y, aun antes de llegar al clímax juntos, con la sien sudorosa de Jin contra la pared y la frente de ella en su pecho, Sloane supo que no le importaban un carajo los momentos que se habían saltado, que esto era lo que necesitaba, estar en comunión con el presente.

veinte

¡Trabajo al día siguiente! Qué palabra más pequeña, empleo, cuando lo que Sloane tenía frente a ella era todo un futuro que echar a andar. La intimidad simple y prolongada había reavivado sus intuiciones. Se perdió felizmente en las sensaciones y claras visiones que presagiaban la comprensión de una tendencia más amplia. Estaba de vuelta. Sin duda, muchas de sus premoniciones contradecían los principios de Mammoth, pero ya encontraría la forma de domesticarlas para convertirlas en sus soldados de infantería. Lo que importaba es que de nuevo tenía ideas. En el camino a la oficina, la mente de Sloane era un verdadero diagrama de flujo sobre las formas en las que el tacto podría volver a la vida de las personas. La jardinería, enseñar a escribir a mano, vencidas, tango. El break dance, tocar el arpa, hacer un pan desde cero. Segunda piel. Piel con piel. Injertos de piel voluntarios. Socialización real y en persona. Clases de idiomas cara a cara. Aumentar la familia por otros medios. Adopción. Programas de mentores para la juventud. Abuelos prestados. Esa fue una idea que se le ocurrió a Sloane mientras Anastasia esperaba en un semáforo frente al hospital de oftalmología y otorrinolaringología en la calle Catorce, donde las enfermeras acompañaban a sus pacientes encorvados y en silla de ruedas con las manos a sus espaldas. La gente estaba perdiendo la conexión con los ancianos, no sólo porque ya casi nadie se esforzaba por mantenerse en o con sus parientes, sino también en el sentido físico: interactuar con los viejos, tocar su delgada piel. Sloane tuvo la certeza de que pronto se verían muchos más ancianos en la publicidad. Sólo había que mirar el éxito de la campaña de Céline que usó a la octogenaria Joan Didion como modelo, o a Jin retomando esa misma tendencia en un anuncio de teléfonos que fue rechazado. La piel, en cierto sentido, es la máxima expresión del tacto: cambia de apariencia y cualidades todos los días. Tras décadas de ver a la gente con bótox o editados con ajustes digitales en el cine y las revistas, Sloane podía imaginarse la glorificación de la piel envejecida. Las líneas, las

arrugas, las cicatrices, las esculturas que el tiempo talla en nuestros cuerpos para señalar que la vida fue vivida. Las personas pagaban para usar autos de extraños para ir al trabajo, rentaban habitaciones en casas de otros. Por el momento, la economía compartida se trataba principalmente de cosas, pero si Sloane se asomaba al vacío donde se escondía la posibilidad, podía ver una economía donde la gente compartiría gente. Una ampliación de los servicios de tacto profesional (y no, como Dax lo había simplificado, sólo más prostitución). Masajes craneosacrales, reiki, terapia de risa, incluso pedicure: esas formas de ternura tan profesionalizadas ya eran comunes. Pero la subcontratación se volvería más extrema, más existencial. Sloane pensó en la idea que compartió en la junta del Sparkhouse: un mundo en el que la gente rentara amigos y parientes. Si no tenían familia, podían registrarse para sacar un hermano o hermana de una lista de voluntarios. ¿No tenían hijos? Paternidad de acogida compartida, un aumento de las becas para estudiantes extranjeros, un registro nacional de bebés de terapia: todo esto podría volverse tendencia. Varios años antes, una predictora de tendencias holandesa había sugerido que el altruismo era un movimiento en expansión, pero Sloane nunca consideró que fuera del todo correcto. El altruismo es la práctica del desapego para ayudar a otras personas. Ahora Sloane creía que verían el nacimiento del intrainterpersonalismo, la participación en las relaciones humanas para el propio bienestar emocional y espiritual. Tras tantos años esperando que la electrónica lo hiciera por ellas, las personas comenzarían a usar a otras personas para sentirse mejor respecto a sí mismas. Mientras las relaciones ofrecieran beneficios para ambas partes, Sloane consideraba que esa versión del altruismo motivada por el ego podía ser algo poderoso. El motor de Anastasia ronroneaba suavemente mientras cruzaban la ciudad hacia Union Square. Sloane se sentía llena de posibilidades, imposiblemente viva. Boligoma, arcilla caliente, cerámica, hornos. Cursos para caminar sobre cuerdas, clases de canto, tocar las teclas de un piano con la punta de los dedos: su mente estaba llena de formas en las que las personas podían redescubrir la socialización. Al otro lado de la calle, Sloane observó que un camión recibía a sus pasajeros extendiéndoles una escalera hidráulica. «ILOCALIZABLE», decía el póster de una serie de televisión en su costado, con el perfil de un hombre con un mapa de

ADN fosforescente que parpadeaba sobre su cráneo afeitado. Aunque no tenía idea de lo que se trataba el programa, Sloane podía imaginarse que era una de esas series distópicas de moda donde la juventud mapeada por su genoma intentaba liberarse de los microchips que le informaban cada uno de sus movimientos a una versión vestida de blanco y con tono monótono de El Hombre. Pero la mayoría de las distopías eran una versión ligeramente más aterradora del presente. Ser libre, no dejar rastro, desaparecer: eso también se pondría de moda. Tras una década en la que el « total a las celebridades» significaba saber lo que ese y aquel eliminaban de sus intestinos, el misterio y lo casual alguna vez volverían a ser valiosos. Ya estaba pasando, claro: los chicos cool en Lima, en São Paulo, en partes del Midwest que ni muertos se dejarían ver con un smartphone: si acaso tenían un teléfono, era uno de los de antiguos. Estar totalmente disponible, ser localizable, sería de lo más ñoño. Los nuevos chicos cool serían imposibles de encontrar online y difíciles de localizar en la vida real, pues ya no estarían anunciando dónde estaban a cada momento. Sloane imaginó una extraña sonrisa en el rostro, por lo general abrumado, de los empleados del Servicio Postal de los Estados Unidos cuando anunciara que la comunicación a través del correo postal iba a volver a ser cool. Sloane estaba tan perdida en esa oleada de premoniciones que no se había dado el tiempo para considerar que había echado a su pareja de años y se había cogido a su director de arte en la misma noche. La forma en que ocurrieron los eventos hizo que parecieran como un sueño, pero sí habían pasado y habría consecuencias. Sloane aún estaba en ese estado imperturbable que da la alegría de la mañana siguiente, pero conforme se acercaban a Union Square la realidad se le iba apareciendo. Era fundamental que lo que fuera que había pasado (¿o estaba pasando?) con Jin se guardara en secreto. Ya era suficientemente problemático que Sloane presintiera el crecimiento de la sensualidad cuando la contrataron para presentar una línea de productos definitivamente tecnológicos. Pero siempre había encontrado la manera de manejar predicciones paradójicas. Había acuerdos, ajustes, sonidos más suaves. Lo esencial era que Sloane encontrara un camino entre todas esas corazonadas y predijera sus aplicaciones, y luego, cuando tuviera más claro adónde veía que se encaminaban las tendencias físicas, decidiría cómo hacer que sus premoniciones funcionaran para ReProducción. Mientras tanto, la discreción era fundamental. Y, en cualquier caso, para el

mundo exterior, seguía manteniendo una larga relación con Roman Bellard. En cuanto a su expareja, por más intratable que hubiera considerado siempre a Roman, podría haber sobreestimado el grado hasta el que estaba dispuesto a irse. Había recibido incontables mensajes esa mañana y varios mensajes de voz, el equivalente de una carta de amor para su ex, que prefería los mensajes:

Lo siento, realmente no creí que mis palabras fueran una sorpresa.

Y luego otro, todavía más ignorante:

De ningún modo quería avergonzarte con mi artículo, ¡quiero celebrar nuestra vida! Todas las cosas que hemos predicho juntos, ¡todas las victorias! Estaba seguro de que sería algo que verías conmigo, algo que comprenderías conmigo. Imagínate, ¡sorprendida!

Luego hubo un breve momento de remordimiento:

¿Que si estaré para siempre sin sexo? Querida, no lo sé. Quizá sí, quizá no. Pero sin duda tú también quieres ser parte de un mundo donde la penetración se siente como algo nuevo.

Sus mensajes finales estaban llenos de pánico y ego:

¿Es sólo que no estás de acuerdo con la premisa del artículo? ¿Ese es el problema, amor mío? ¿Crees que me equivoqué en el enfoque de la antipenetración? Yo no lo creo, querida. Ahí están las investigaciones. Pero ya sabes cuánto valoro tu opinión. Cuánto la he valorado siempre.

Sloane puso los ojos en blanco. Sí, pensaba que la seguridad de Roman respecto a que los «ricos inquietos» iban a abandonar el sexo con penetración sería un error a largo plazo. Claro, podía imaginar que la tendencia crecería como la hiedra, que sería una molestia durante esas semanas en las cuales uno finge que le emociona, pero luego se olvidaría como se olvidan todas las modas pasajeras. Después de todo, la necesidad de copular es algo biológico, está dentro de nosotros. Es más fácil dejar las harinas blancas que el sexo. Y, sin embargo, había cosas positivas en el cibersexo que Sloane no podía negar. Sin duda para las personas en relaciones a distancia, para los discapacitados, para los que no pueden salir de sus casas, la realidad virtual aumentada ofrece nuevas oportunidades para disfrutar la vida. Pero la gracia, la empatía, la fuerza en el carácter, la valentía… no eran valores que por lo general cultivaran las personas que metían sus genitales en tubos para cogerse a un avatar. —¿Sloane? —la interrumpió Anastasia—. Me temo que Monsieur Bellard está intentando arla de nuevo. —Bloquéalo —respondió Sloane, tomando un racimo de uvas del refrigerador del auto. ¿Quién lo llenaba? Su amiga, Anastasia. Sloane tenía ganas de no creer en todas las cosas que no le gustaban, y la idea de que alguien que no fuera su conductora rusa repusiera los bocadillos era una de ellas. —Muy bien —dijo Anastasia—. También tengo un mensaje de un señor Kwang Lee… —Oye, oye —dijo Sloane, enderezándose—. Inventemos un apodo para él. Digamos… Cinturón de Seguridad. —¿Le gustaría que me refiriera al caballero que está intentando comunicarse con

usted como… «Cinturón de Seguridad»? —repitió Anastasia. —Sí, por ahora —respondió Sloane, que también se sentía decepcionada por su falta de imaginación—. ¿Me lo pasas? Su corazón latió desesperadamente mientras esperaba a que el mensaje llegara a su teléfono. «Sloane —decía el mensaje—. Esto es un mensaje de texto». Sloane sonrió ante esas breves y brillantes palabras. Pensó que era perfecto. El mensaje se atenía a la etiqueta de la mañana siguiente pero no iba más allá, lo cual daba pie al misterio y la contemplación. Dando unos toques en el teclado con la punta de sus dedos, Sloane escribió: «Esto es una respuesta».

Podía ser sólo por el cambio en su estado de ánimo, claro, pero a Sloane le pareció que la atmósfera era distinta en las oficinas de espacios abiertos de Mammoth. De alguna manera, el lugar se sentía más tranquilo, sin luces molestas. Algunos de los escritorios parecían haberse liberado de los blancos tentáculos de los cargadores, que cruzaban los teclados desde hacía tanto tiempo. Sloane juraría que veía menos páginas abiertas en los navegadores de la gente. Notó que había o visual, las personas hablaban sin el nerviosismo característico de las conversaciones. Antes de ir a su oficina, Sloane pasó por el escritorio de Deidre con un artículo que había arrancado del periódico de esa mañana sobre cómo la demanda para los juguetes de construcción para adultos había puesto a los productores a marchas forzadas. Deidre sonrió tímidamente cuando vio el encabezado. —Pues anoche sí tuve más gente de lo normal en la clase de LEGO. —Creo que deberíamos hacerla obligatoria —declaró Sloane con una gran sonrisa. —Si es que no hay desabasto de ladrillos de plástico ensamblables. —Touché —respondió Sloane.

La propia Sloane debía emanar una nueva vibra comunicativa, porque esa mañana todos querían hablar con ella. Mina Tomar la detuvo junto a la barra de café para discutir la posibilidad de unos labiales que se adaptaran al estado de ánimo y quizá también mascaras: las pestañas eran un territorio inexplorado para jugar con los colores a nivel cosmético. Pasó junto a los escritorios de otras personas mientras se dirigía hacia su oficina cuando Andrew Willett, de Muebles, se apareció para acompañarla hasta su puerta. —No estoy completamente… seguro de esto —dijo en voz baja, pues no quería que lo escucharan los demás—. Pero anoche estaba tonteando y pensé en el papel de, eh, el calor corporal en las vidas de las personas. Sloane sintió cómo sus músculos se esforzaban para extender aún más su sonrisa. —¿Quieres pasar? —preguntó, señalando al interior de su oficina. —Oh, no, tengo que ir a una junta. Sólo quería comentarle esto. Para, ya sabe, ver si es el tipo de cosas que está buscando. —Miró al piso nerviosamente—. No son muebles, la verdad, pero estaba pensando que tal vez podríamos modernizar nuestras sábanas con electroimanes que perciban, y quizá calienten, el lado que está vacío. Ya sabe, para los que no tienen o perdieron a su pareja… —La voz de Andrew se detuvo de golpe. Debió notar por la expresión de Sloane cómo hacía la conexión: «Duermo con una botella de agua caliente por las noches para fingir que hay alguien a mi lado». —Es brillante —dijo Sloane, respondiendo tan rápido como pudo para minimizar la vergüenza de Andrew—. Es totalmente cierto. Sólo piensa lo que podría significar para las personas que están de luto no estirar el brazo y encontrarse con el lado frío de la cama. ¿O almohadas calientes de cuerpo completo que la gente pueda abrazar? Eso es exactamente el tipo de cosa que estaba buscando —declaró Sloane, sin agregar que lo que le gustaba es que estaba enfocado en el tacto. Noble y básica. La idea de imitar el calor corporal

resonó en su interior como si fuera la respuesta a algo más, y entonces volvió a verlo, hermosa y brevemente: el renacimiento del tacto. Después del interludio de Andrew, más cosas buenas siguieron llegando. Sloane se asomó y vio que su buzón de sugerencias estaba casi lleno. Ni siquiera se quitó el abrigo, simplemente se sentó y volteó la caja para que las notas salieran como hojas regadas sobre la alfombra de su oficina. Tomó el pedazo de papel más brillante.

Pienso mucho en la hipnosis. Creo que nos han hipnotizado a todos. Recientemente he estado haciendo experimentos sobre la música pop, y todas las canciones son una versión de otra. El tono de la música cambia pero la progresión de los acordes no, los estribillos no, el tiempo que tarda en llegar el estribillo no, todo eso es lo mismo. Creo que la industria de la música estadounidense nos ha hipnotizado para que aceptemos la más absoluta mediocridad repitiéndonos una y otra vez la misma canción.

Sloane dobló la nota y sintió que sus manos se entibiaban ante la sensación de estar de acuerdo. La música a demanda era una cosa, la música hecha para la demanda era otra. Desde que la aplicación para identificar canciones, Shazam, se alió con Warner Bros para crear una disquera con participación comunitaria, la gente sólo consumía canciones que sonaban como canciones que ya habían escuchado y les habían gustado. Pasaba lo mismo con las citas online. Las personas sólo elegían a aquellas cuyos gustos y apariencia encajaban con las propias. El siglo XXI no quería tomar

riesgos. Buscó otra nota.

Un amigo acaba de hacer chorrocientos de millones de dólares con un producto desarrollado por él mismo. Es un dron que sostiene un muérdago sobre la cabeza de la gente en las fiestas. Hay tantos días en los que me dan ganas de rendirme.

«Yo también —quiso decirle al autor de la nota—. Muy seguido». Los consumidores actuales permitían que las compañías les dijeran lo que querían en lugar de preguntarse qué se les antojaba. Por ejemplo, ese yogur griego sin grasa que sabe a suero de cartón. Mientras los consumidores siguieran comprando versiones impuestas de los deseos de su corazón, ¿se podía culpar a un zoquete por lanzar al mercado un dron de muérdagos? Sloane volvió a la caja.

x q tantas cursilerías Quieres q nos quedemos sin trabajo.

A Sloane se le helaron las manos y su estómago se acalambró. —¿Sloane? —Era Deidre, asomándose discretamente desde la puerta—. Es hora de su junta de las diez con los de Electrónica.

A Sloane le encantaba lo maternal que era la asistente de Dax, que poco a poco se estaba convirtiendo también en su asistente. Le gustaba que la acompañara a todos lados como si fuera una niña. Le gustaban los largos minutos que les tomaba cruzar los pasillos alfombrados para llegar a cualquier sala de juntas en la que la sometieran a juicio. Esa mañana, sería en una réplica de la sala de juntas del quinto piso en el tercero.

Sloane logró mantener las premoniciones de «tocar-sentir» escondidas durante su junta con Electrónica. Todos estuvieron de acuerdo en que la preciada cocina inteligente de Mammoth tenía la serie de productos perfecta para lanzar en la cumbre de ReProducción. «Un chef virtual en tu cocina, un asistente personal en tu teléfono» fue la forma en que presentaron los beneficios de los electrodomésticos sincronizados para la gente que aún no le sacaba el mejor provecho a sus refrigeradores y campanas de extracción. Pasaron la primera parte de la junta debatiendo si los que tienen hijos y los que no los tienen usan sus refrigeradores de forma distinta. Una mujer, Allison, la única con hijos, dijo que, aunque estaban medio atontados por la falta de sueño, muchos padres primerizos sabían exactamente lo que había en sus refrigeradores porque los suministros eran muy importantes. Si no tenías leche, o fórmula, puré de manzana o lo que fuera, lo sabías. Necesitabas saberlo. —Por tanto —dijo Sloane tras el comentario de Allison—, la aplicación del «termómetro de frescura» sería muy útil para los que no son padres. Asumamos, y creo que nos servirá, dado el sector al que apuntamos en esta conferencia, que los citadinos que no tienen hijos pasan menos tiempo en casa, cocinan menos y trabajan más horas. Así que literalmente abren sus refrigeradores menos que los que son padres. Una aplicación que les recuerde que su albahaca se está marchitando, y que necesitan comprar más si siguen con el plan de hacer ese pesto que habían pensado, sería muy bien recibida. Definitivamente tenemos que destacar eso. Después de revisar las funciones de sincronización y la forma en que las presentarían, llegó el momento de comenzar a pensar en productos que aún no existían en la línea de producción de Mammoth. Un hombre llamado Jarod, de Desarrollo de Negocios, le dijo a Sloane que Daxter había insistido en que el grupo ofreciera avances para una app. —Algo para las antimamás —dijo. —Oh, yo tengo una app para eso —anunció un chico despreocupado, cuyo nombre Sloane desconocía—. Filtros para las niñerías —dijo con orgullo—. Te permiten bloquear a quienes quieren hijos en las páginas de citas.

—¿Qué diablos tienen todos contra las sorpresas? —preguntó Allison—. No quiero sonar como una vieja, pero ¿por qué todo tiene que ser tan obvio? ¿No tiene ningún valor… descubrir las cosas? —Descubrir —repitió Sloane alegremente—. Creo que eso es una buena idea. Por ejemplo, recuerden cuando fueron a una nueva ciudad y querían probar un restaurante. Si se estaban quedando en un hotel, le preguntarían al conserje, o quizás a un desconocido que les pareció que pensaba como ustedes. Y no sé si les haya pasado —se rio de sólo pensarlo—, pero a veces esas recomendaciones son asquerosamente terribles. Los otros también se rieron. —Tofu Terrace —comentó Allison—. Seattle. Lo recuerdo claramente. —Totalmente —dijo Sloane—. El mío también fue un bufet vegetariano al aire libre. Pero, de cualquier modo, hay algo maravilloso en decepcionarse, porque es verdad lo que dijo Allison: una decepción también es una sorpresa. Ahora sabemos todo sobre un lugar antes de ir. Me pregunto si podríamos inventar algo que restaurara los elementos de sorpresa en la forma en que nos acercamos a nuevos lugares. —Podríamos llamarla «Venga la Porquería» —dijo el tipo despreocupado. —De hecho, me gusta —comentó Sloane con una sonrisa. —¿Qué tal «Laguna Azul»? —sugirió Allison. —Laguna Azul realmente suena como una app —opinó Jarod golpeteando su tablet con una pluma. —Pero ¿y si lo lleváramos más lejos? —propuso Sloane, realmente emocionada —. ¿Qué tal si no fuera una app? ¿Qué otra cosa podría ser? Sloane observó cómo esos once rostros se desanimaban. Las personas se miraban unas a otras con incomodidad, esperando que alguien más hablara. Después de un momento trágico, Jarod volvió a hablar. —Bueno —dijo, encogiéndose de hombros—. Sería simplemente la vida.

Todos permanecieron en silencio, así que Jarod volvió a encogerse de hombros. —Y nadie compraría eso.

Aunque terminó en una nota baja, Sloane seguía sintiendo que en la junta con Electrónica se vio un gran avance. Estaba tomando tiempo, claro, pero en público, y en secreto, a través de las notas que recibía, la gente estaba saliendo de sus zonas de confort a nivel intelectual. Estaban pensando menos en lo que Mammoth podía hacer fácilmente para imaginarse la versión 2.0, algo mejor, más rápido y más inteligente que la versión 1.0, y más allá, lo que los humanos necesitarían cuando tuvieran todo lo que quisieran. En pocas palabras, estaban aprendiendo a predecir tendencias. Estaban aprendiendo a que les importara. ¿Y no era por eso por lo que Dax la había contratado? Sloane estaba tan decidida a encontrar una idea para un producto que respondiera a la semilla que Allison había plantado en la junta de Electrónica (una vez conoció a un hombre que escribía guías de viaje que sólo contenían lugares, nombres y números de todo el mundo sin un orden particular: «Copenhague, llamar a Sophie para la cerámica; Londres, Brian hace unos cortes de cabello excelentes; Nueva Deli, Dimple si te gusta el estofado mulligatawny». ¿Cómo hubiera hecho el viejo Jim Haynes para que una app de recomendación de restaurantes se sintiera más aleatoria, más amigable, más como la vida?, se preguntaba) que no se dio cuenta de que había entrado al lugar de las copiadoras en vez de al armario de suministros hasta que estuvo ahí. Su sorpresa creció cuando vio que el hombre que estaba esperando pacientemente detrás de un compañero desesperado y ansioso era Jin. Sloane regresó de golpe a su presente. —¡Oh! —gritó, ruborizándose al instante—. ¡Oh! —repitió, empeorando su reacción inicial. El tipo que estaba sacando copias la miró, claramente alarmado por el color de su rostro. —¡Hola! —le dijo Sloane al copiador, sobrecompensando la vergüenza. —¿Hola? —respondió el tipo, confundido, mientras la máquina pasaba su escáner verde sobre su hoja de papel y lanzaba copias una por una. —¿Querías meterte en la fila? —preguntó Jin, señalando el espacio frente a él con un suave movimiento de mano (¿Sloane se estaba imaginando todo esto?) y una sonrisa pícara.

Sloane intentó reaccionar a esa pregunta a un nivel semántico, con palabras gramaticalmente correctas. Intentó no reconocer el calor que se extendía por su cuerpo porque… por favor. Qué diablos. Quizás ella y Jin debieron planear alguna especie de protocolo, una forma de actuar cuando estuvieran juntos. Pero eso habría requerido reconocer lo que hicieron. —No tengo prisa —declaró Sloane, lo cual sonó como una insinuación. Jin se rio. El chico misterioso de la fotocopiadora parecía completamente desconcertado: ¿eso había sido un chiste? Volviéndose eficiente de pronto, recogió sus materiales y se fue. En la cabeza de Sloane, Jin se acercó al mostrador y se puso frente a ella, distanciándose lo suficiente para contemplar el cuerpo con el que había pasado la noche anterior. En la vida real, Jin abrió la enorme Xerox y puso su papel A6 sobre el cristal. —Son nuestras propuestas de colores —dijo con ojos alegres—. Para la tablet para jóvenes. —Oh —respondió ella—. Genial. —¿Lo es? —preguntó él con tono juguetón, recargándose en la máquina y aparentemente enorgulleciéndose del hecho de que ella estuviera más nerviosa que él. —Recibí tu mensaje —le dijo a Sloane, revisando la primera copia para ver que no tuviera manchas, antes de mirarla a ella a los ojos. —Y yo el tuyo —respondió ella, riéndose, porque su sistema no sabía qué más hacer ante el hecho de que su corazón estaba a punto de estallar. Jin presionó «Iniciar» para lanzar otra ronda de copias y luego se recargó en la máquina y observó a Sloane, como ella había esperado que lo hiciera, pero con los brazos cruzados. La imposibilidad de lo que había pasado entre ellos apenas unas horas antes parecía a la vez deliciosa y absurda. El chirrido de los cartuchos y el intenso olor de la tinta le nublaban la conciencia. No sería una locura, ¿verdad? ¿Un abrazo brevísimo? —¡Ah! Sloane —dijo una voz conocida detrás de ella. Deidre estaba en la puerta con el portapapeles contra su pecho. Miró a Sloane y luego a Jin y después a

Sloane de nuevo e intentó, cortésmente, disimular una enorme sonrisa—. El señor Stevens quiere verla —anunció con el rostro serio de nuevo—. Si no le molesta. La compostura de Jin no vaciló. Quizás era demasiado joven para reconocer el sonido de una sentencia de muerte.

veintiuno

—Sloane —dijo Dax con emoción, abriendo los brazos desde su silla. Su oficina realmente era un mamut, como su compañía—. Me alegra mucho ver que te sientes mejor. —Aparentemente lo decía de forma no irónica—. Es la temporada, ¿no crees? Pasamos del calor al frío… ¿Sabes que hay personas que evitan comer frutas tropicales en invierno porque nuestros sistemas estadounidenses no están acostumbrados a digerir elementos expuestos a tanto sol natural? —A decir verdad, sí lo sabía —respondió ella, tocando el borde de la silla que tenía delante, preguntándose si debería sentarse. —Pues vamos directo al punto, ¿sí? ¿Podrías cerrar la puerta? En su camino a cumplir esa petición, Sloane respiró profundamente. Aunque su parte femenina consideró la posibilidad de que Dax supiera sobre ella y Jin, eso no era posible realmente. Lo que sentía en su estómago era que Dax estaba preocupado. —Siéntate, siéntate —insistió Dax cuando Sloane se dio la vuelta—. Así que tenemos esta cosa del afecto profesional. Despertó mi interés. ¿Adónde vamos con eso? Sloane se sentó, moviéndose lentamente, intentando generar la precaución y la paciencia que faltaban en la voz de Dax. —Bueno, aún estoy pensándolo —comenzó—, pero las aplicaciones obvias serían los buscadores de amigos de la vida real, redes sociales. —Claro, pero necesito cosas —dijo Dax, tamborileando sus dedos a un ritmo acelerado—. Cosas que pueda meter en un paquete, en una caja, enviar. Sloane cerró los ojos por un instante. Le resultaba difícil predecir tendencias si no se sentía sola. Podía sentirse sola en público; de hecho, ayer en el tren se

había sentido aislada y protegida, pero con Dax ahí, lanzándole esa mirada petulante como un comensal hambriento en un restaurante, era difícil entrar a la zona más oscura y extraña de su mente. Se obligó. Siempre había destellos y pequeñas explosiones de calor, conexiones neurológicas que podía aprovechar. —Bueno, por ejemplo, robots empáticos. Dax apoyó la barbilla sobre un puño, alerta. —Adelante. —Claro que ya existen algunas versiones de esto —dijo, nerviosa…, ¡nerviosa! La idea acababa de ocurrírsele—, principalmente en Japón. Han tenido cierto éxito, especialmente en asilos; son unas criaturas robóticas que parecen focas con ojos enormes y que hacen sonidos de arrullo y mueven las orejas para escuchar. Aunque no están escuchando realmente, pero el punto es hacer que los ancianos se sientan cómodos hablando con alguien que no los está juzgando. Alguien que no va a decirles que están diciendo locuras, o que sólo están paranoicos. No sé si hayan hecho gran cosa para incrementar las expectativas de vida, pero en cuanto a la calidad de vida… —Entonces ¿esto iría de la mano con tu idea de rentar amigos? —preguntó. —Sí —respondió Sloane con seguridad—. Aunque realmente creo que pronto la gente querrá rentar amigos humanos reales. Gente con la que pueda ser vista por aquí y por allá. Con la cual tener conversaciones. Robots empáticos, si te imaginaras las aplicaciones… Bueno, supongo que ya que estamos en el tema de ReProducción, los niños robot empáticos podrían ser una excelente solución para las personas que quieren… hijos de medio tiempo… —Carajo —dijo Dax, temblando de emoción—. Niños que puedes prender y apagar. ¿Qué estaba haciendo? Esa idea ni siquiera era algo que Sloane realmente sintiera. No venía de un lugar profundo que se sintiera real y relevante. Permitiría que la gente se cegara aún más y fuera egoísta, y sería un gran éxito. —Eso sí me encanta, maldita sea. —Dax agitó un dedo frenéticamente—. Me

preocupaste mucho cuando comenzaste a confiscar teléfonos, pero esto es genial, carajo. ¡Será grande! Como esos juegos de computadora, ¿verdad? Esos en los que la gente solía andar por ahí con un pez digital para aprender sobre la responsabilidad. Mi hijo tenía uno. Lo mató en dos días, se le olvidó darle de comer. La diferencia es que puedes activarlo o desactivarlo. Apagar la paternidad. —Tendría millones de usos —dijo Sloane, lenta y cuidadosamente—. Y, claro, la paternidad como pasatiempo sería uno de ellos, pero a decir verdad debo prevenirte… —Intentó encontrar la forma correcta de presentar sus palabras—. Mi instinto me sigue diciendo que la gente va a querer interactuar de nuevo con gente real. —Claro, pero no puedo vender eso. Y, además, no. Yo veo a mis hijos, no hablan con nadie en la escuela y luego pasan toda la tarde enviando mensajes. Así que creo que los robots empáticos… sí. —Claro, pero pensaba que para la siguiente generación… —Ajá, no —la interrumpió Dax—. No tengo tiempo para eso. Quiero que las cosas de ReProducción se puedan comprar por adelantado. ¿Puedes pensar en más robots así? Quiero presentarles esta idea a los de Electrónica. —Estuve con ellos hoy. —Perfecto, que sea a la próxima. Lancemos esto después de Acción de Gracias. Sloane, esto es perfecto. Es enorme. Por Dios, estoy tan emocionado, ¡y ni siquiera te llamé por esto! Sloane lo estaba viendo sin mirarlo; en parte sí lo veía y en parte miraba más allá de la ventana, recordando sus primeros diez años en las predicciones de tendencias, cuando los clientes con los que trabajaba querían predicciones para dentro de diez o veinte años. Hoy las compañías querían saber qué pasaría en tres semanas para que su personal de redes sociales pudiera estar listo con un hashtag. No estaba claro si la raza humana seguiría en el planeta dentro de veinte años. Era demasiado deprimente, ¡era demasiado vago! Era mucho más divertido debatir la caducidad de los Birkenstocks de plataforma. —¿Sloane? —repitió Dax. Le estaba mostrando la pantalla de su teléfono—. ¿Ves esto?

Sloane sintió náuseas al mirar la imagen y la sangre corrió hacia su cabeza. La pantalla mostraba una imagen de Instagram de Roman, con su traje Zentai verde, haciendo fila en un supermercado. Tenía setecientos mil likes. —¿Este es tu esposo? —preguntó, retirando su celular—. ¿Roman Bellard? —En realidad no estamos casados —respondió Sloane, esforzándose aún por sonar tranquila. —¿Y esto? —Le mostró otra foto: Roman con su traje dorado en un mercado de París, posando con una lubina rayada que le acababa de entregar un pescadero—. ¿Cómo es que nunca me habías hablado de esto…? —Sí —dijo Sloane—. Zentai. Está muy de moda online. —¿Es un neosensualista? ¿Un neosensualista? ¿¡Dónde lo tenías escondido!? —En Francia —respondió Sloane con un triste intento de sonrisa. Dax ondeó su mano con desdén. —Me encantaría conocerlo. Debo conocerlo. ¿Cenamos? Sé que básicamente es Acción de Gracias, pero eso dura, ¿qué? ¿Como tres horas? ¿Te quedarás en la ciudad? Sloane abrió la boca, pero no salieron palabras. Era una situación imposible. Si le decía a Dax que había terminado con Roman porque estaba a punto de publicar una fetua sobre el sexo con penetración, tendría más ganas de conocerlo. Y a Sloane no le gustaban las posibilidades de lo que podría pasar si se conocían sin que ella estuviera presente. —Probablemente, eh, vayamos a Florida. —¿Ah, sí? —preguntó Dax con los ojos encendidos—. ¿Cuándo? Estaba dando golpecitos sobre la pantalla de su celular—. ¿Qué tal esta noche? —soltó, sin esperar una respuesta—. ¿Pueden esta noche? —Preferiría no hacerlo, Dax. Roman y yo… Las cosas han estado un poco complicadas, no sé si es por el cambio de ciudad o qué… —Soltó un suspiro tan exagerado que esperaba que Dax dejara el tema.

—Sólo es una cena, no una visita a un consejero matrimonial. Lo cual… — Levantó la mano que no tenía sobre su teléfono—. Dios, ¡ya pasé por eso! Es sólo que me da curiosidad. O sea… —Tocó y tocó y tocó su celular—. ¿Cómo puede no darme curiosidad? —Le mostró de nuevo su pantalla. Otra imagen, esta vez de los dos, una noche en que Sloane había estado feliz: ella con un traje de seda bordada en una alfombra roja en París, y Roman con el traje Zentai dorado, con sus pies de Lycra anidados en unas pantuflas de gala. Habían ido al lanzamiento de la reimpresión de un libro de Helmut Newton con fotografías de Charlotte Rampling desnuda. Dos años después, en los Oscar, Rampling hizo unos comentarios que la desnudaron aún más. —¿Qué te parece Oak and Fell? ¿A las ocho?

Cuando llamó a Roman esa tarde, él ni siquiera escuchó que la invitación a cenar era una formalidad, un acuerdo, un favor que se estaba haciendo a sí misma. Que no significaba que no se estuvieran separando ni que no lo había echado. Lo único que él escuchó fue que había despertado el interés de un CEO importante. —¿Debería usar el traje? —le preguntó durante la llamada—. ¿Eso es lo que está esperando? —No, no uses el maldito traje, Roman. Vamos a un restaurante, debes tener la capacidad de comer. Para consternación de Sloane, Dax había elegido uno de esos lugares pretenciosos y exagerados, con meseros profundamente serviles que se arrodillan para susurrar los extraespeciales. Todas las entradas costaban treinta y seis dólares y todos los vegetales tenían que pedirse como un extra por nueve dólares más. Sloane estaba profundamente cansada de los restaurantes del tipo de-lagranja-a-la-mesa. Hubiera preferido comerse la granja. Roman apareció mientras ella estaba revisando el menú afuera de la puerta del restaurante. Le había puesto un esfuerzo extra a su cabello. Tras un día entero sin verlo, Sloane se dio cuenta, de nuevo, de lo guapo que era. Roman era hermoso, clásico. Tenía la elegancia de un político en el que querías creer, al que querías ofrecerle un cáliz para que lo llenara con sus palabras de oro. —Estás enojada —dijo con una mirada que por un momento fue amable. Luego sus labios se curvaron en una sonrisa—. Pero estás aquí. —Su mano fue hacia su bufanda. —Es por mi trabajo, Roman. No es por nosotros. No intentes nada. Necesito que seas civilizado. Roman extendió las manos con las palmas hacia arriba. —Soy la civilidad en persona. Sloane casi se rio, de pronto le pareció que podían dejar atrás el pasado. ¿Y qué si a Roman no le interesaba el sexo con penetración? Ya había sido penetrada

recientemente por alguien más. Dax y su majestuosa esposa ya estaba en la mesa, bebiendo agua usando frascos como vasos y con aproximadamente diecinueve pepinos adentro, cuando llegaron Roman y Sloane. Por la súbita suavidad de la quijada de Roman, ella supo que estaba enamorado de todo el concepto de las cenas en Nueva York: las mujeres arregladas, los toscos zapatos de los hombres, el sonido de los cantantes new age covereando canciones de Nirvana. —¡Roman! —dijo Dax, levantándose—. ¡Estaba ansioso por conocerte! Pero ¿dónde está el traje, amigo? —Roman ahogó un gritó y su cuerpo se tensó. Estaba por voltearse hacia Sloane con un «Te dije que debí…» cuando Dax siguió hablando. »Sloane, Roman, ella es Raphael, mi esposa. Con una armonía practicada, saludaron a aquella belleza napolitana, una mujer que de algún modo lograba verse sensual y fría al mismo tiempo. Una rápida mirada hacia la cintura de Raphael sugería que podría haber una razón secundaria para su resplandor etéreo. Sloane se sentó sin felicitarla. Nunca se sabe. Ni cuando lo sabes. Desdobló la gruesa servilleta y la colocó sobre su regazo para distraerse ante la incomodidad que se retorcía en su interior. Tenía una terrible sensación de que no podría alcanzar los niveles de artificio que la noche requeriría. —Roman está en la comunidad Zentai, cariño —anunció Dax, sentándose—. Se trata de… nuevas formas de sensualidad, ¿no? Nuevas formas de tocar. Todos usan unos trajes ceñidos a la piel… —Muy ceñidos a la cabeza —dijo Roman, pasándose una mano por el rostro—. No hay agujeros para los ojos ni para la boca, así que… no son buenos para cenar. —Vaya, eso es… —comentó Raphael, tartamudeando—, eso es bastante interesante. —Es como vivir dentro de un avatar —agregó Roman, pasando su mano derecha sobre su brazo izquierdo, como si estuviera mostrando una parte humana que se ganó—. El traje te hace parecer extratocable, tu cuerpo está expuesto, pero no se

puede acceder a tu piel. Los ojos de Raphael se posaron en los de Sloane con intriga, y ella le respondió quitando una migaja de la mesa, que pronto sería cubierta con caros y ligeramente tóxicos platos de peltre. —Tengo que preguntártelo —dijo Dax, cerrando de golpe la carta de vinos—. ¿A ti también te gusta esto? —No —respondió Sloane, y una de sus manos se elevó involuntariamente como para enfatizar hasta qué punto no le gustaba—. Definitivamente es una cosa sólo de Roman. —Pero Sloane me presentó la idea —aclaró Roman, con su encanto francés a máxima potencia. Estaba sonriendo con su rostro terso, su semblante descansado, sin preocupación alguna—. La libertad, no, el atrevimiento de llevar una segunda piel. Entonces llegó la mesera, una mujer tan atractiva que Sloane se rio. Ordenaron pequeños platillos para compartir. Sloane rezó para que la preciada comida llegara rápido. Le preocupaba que si se quedaba demasiado tiempo en esa cena, Roman se iría a casa con ella y comenzarían de nuevo. No porque quisiera que así fuera ni porque hubiera cambiado de opinión, sino porque sería tan fácil. En cierto sentido, su relación asexual había sido un lugar seguro y reconfortante. Sloane había dejado de preocuparse sobre si era deseable, dada la confirmación de que no lo era. No tenía que esforzarse. Cuando llegó el vino, presentado como un niño bautizado, Raphael cubrió su copa con una mano adornada por sus uñas bien cuidadas, y Sloane escuchó el burbujeo de las otras copas mientras las llenaban. En dos días sería Acción de Gracias. Pensó en todo el vino que se serviría en una mesa en la que ella no estaría. Era ridículo e inoportuno, pero quería que su hermana estuviera ahí más de lo que había querido nada en mucho tiempo. Juntas viajarían en Anastasia; Sloane llevaría una servilleta llena de croquetas de papa robadas y Leila una botella de vino blanco de taparrosca. «Ay, Leila —diría Sloane—, he cometido tantos errores». —Me alegra decir que hemos hecho algunos avances en el trabajo —anunció Dax, levantando su copa—. ¡Sloane! ¡Cuéntales sobre los bots!

Roman chocó su copa con la de Daxter y ambos bebieron sin brindar con ella. —Robots —corrigió Sloane—. Los bots están en un software. O… como sea. —¡Cuéntales sobre los bots! —repitió Dax, tomando un trozo de pan. —Sí, eh, bueno —masculló Sloane, intentando cuidar sus propias palabras—, salió de mi convicción de que la gente necesita más… o físico real en sus vidas en este momento. Lo llamé…, lo llamo… la profesionalización del afecto. La idea es que la gente comenzará a pagarles a desconocidos para que la… cuiden. Así que un robot empático sería una extensión de… —No, ¡cuéntales lo de los hijos temporales! —gritó Dax, retirando su codo para que la mesera pudiera dejar la primera ronda de comida sobre la mesa. Sloane se sintió vacía, vacía, vacía. Completamente inválida e inexistente. No le importaban un carajo los bebés robots empáticos. Pero había sido su idea. —Bueno, sí, con el tiempo podría pensarse en bebés robots empáticos, es lo que dijimos. Que podrías prender y apagar… para poder ser padre sólo cuando tengas ganas. Pero, como sea, no se ha cuajado realmente, a mí me emocionaba más… —¿Te lo imaginas, cariño? —dijo Dax, pasándole las zanahorias bio a su esposa —. ¿No sería genial? —Bueno, sin duda lo he sentido —reconoció Raphael—. Me despierto, los veo a los dos y pienso «¡Dios mío, siguen aquí!». Puedo imaginar que muchas personas agradecerían tiempo libre. —¡Tiempo libre! —gritó Dax con una mano sobre la mesa—. ¡Es genial! ¿Crees que podríamos llamarlos así? ¿Bebés tiempo libre? Sloane levantó las manos. —Claro. Dax la miró con suspicacia, pero sólo por un momento. En un instante su expresión volvió a ser la de siempre, abierta y amigable. Sloane necesitaba emocionarse por cualquier estupidez que le emocionara a él, era una cena

importante, con su jefe, su esposa. Pero nunca había sido buena para fingir entusiasmo por algo que la entristecía. —No me habías comentado esta idea —dijo Roman, intentando, sin éxito, poner su mano sobre la suya—. ¡Es muy buena! Claro que tu hijo casi siempre estaría apagado. Sloane le lanzó una mirada furiosa, pero él no lo notó. —Son tiempos emocionantes para nosotros, ¿verdad? —continuó, limpiándose los labios con la servilleta de tela a cuadros que era absurdamente grande—. Creo que quizá es el momento más importante para pensar en nuevas reglas físicas. ¡El mejor momento para ser un neosensualista! —Sloane rechinó los dientes. Sabía con todo su ser que Roman estaba por hacer autopromoción. »No sé si ya les contó sobre el artículo que estoy por publicar. —¡No lo ha hecho! —anunció Dax alegremente, invitándolo a continuar. —Bueno. —Roman se aclaró la garganta con su tenedor sobre los aperitivos—. Tengo la teoría de que estamos entrando en un periodo postsexo. La gente quiere ir más allá, ¿verdad? Quieren más…, es demasiado simple eso de te meto esto, me metes aquello, el bombeo. Sloane intentó que todo su rostro desapareciera en su copa mientras él, una vez más, recreaba la fornicación. —Hay tantas personas descubriendo que su vida sexual en línea es mucho mejor que la real —continuó Roman con sus manos, por suerte, ocupadas en la tarea de su tenedor—. La gente tiene sexo todo el tiempo sin salir de su casa. Envían mensajes…, ¿no es también una forma de hacer el amor? La distancia física es muy, muy sexy. El intento de cruzar esa distancia sin realmente reunirse en un sentido físico, esta es la nueva forma de, disculpen la palabra, ¡coger! —¿Y estás por publicar un artículo sobre esto? —preguntó Dax, casi salivando —. ¿Cuándo? —En el New York Times —anunció Roman con una mirada tímida—. Mañana. —¿¡Mañana!? —Sloane casi se ahoga, y al mismo tiempo que Dax lo repitió,

dijo—: ¿¡En el New York Times!? —Sí, chérie —respondió Roman dulcemente—, no había tenido oportunidad de decirte que aceptaron mi texto. Sloane apretó su mano sobre la copa. —¡Bueno! —dijo, intentando recuperar la compostura—. Eso es realmente genial. —Un día antes de Acción de Gracias, ¿eh? —comentó Dax, brindando con Roman—. Qué atrevido. —Aparentemente, Acción de Gracias es uno de los días más populares para las lecturas en línea —aclaró Roman. —Es verdad que los pavos tardan mucho tiempo en cocinarse —reconoció Raphael. Sloane estaba buscando la forma de recuperar la calma. ¿En el New York Times? ¿¡Mañana!? Debió haber aceptado la no-invitación de su familia a Disney World…, hubiera sido el lugar perfecto para ella cuando saliera el artículo. Todos esos niños corriendo, el estrés casi purificante que eso generaba, sin tiempo para revisar las tragedias que estuvieran ocurriendo online. —Es en verdad emocionante —dijo Roman, que no estaba dispuesto a abandonar el protagonismo—. Me dijeron que esperan una gran respuesta. Quizá incluso que se vuelva viral, porque en ese texto anunciaré nuestro hiato del sexo con penetración. Sloane tuvo que hacer un esfuerzo gutural para no escupir su Pinot. —Tu hiato —logró decir—. Tuyo. —Por Dios —dijo Dax, feliz, y casi tira la botella al acercarse a la mesa—. ¡Vamos a necesitar algo más fuerte que este vino! Espera, entonces, Sloane, estás prediciendo una especie de renacimiento de los abrazos y Roman… —Oui —respondió Roman, arrancando un enorme trozo de pan—. El fin del sexo con penetración.

Raphael le lanzó una sonrisa insegura a Sloane. «¡Deja de sonsonreír! —quería gritar Sloane—. ¡No quieras convencerme a base de sonrisas de que tienes la vida perfecta! ¡Tu marido es una aplanadora! ¡Y tú casi no hablas!». —Esto es increíble, carajo —soltó la aplanadora—. Sloane, ¡no me lo habías dicho! —Bueno, realmente no es algo que quiera andar presumiendo, ¿verdad? — preguntó Sloane, tomando algo que se parecía a un betabel—. El maldito New York Times. Qué impresionante. Masticó furiosamente y siguió masticando aun después de haberse tragado el bocado. Raphael removió la comida de su plato y Dax tocó el borde de su copa con el pulgar. —Es realmente emocionante —dijo Roman como conclusión a algo que nadie había dicho—. Mi plan es expandir los límites de lo que creemos que es el sexo. Todos se quedaron en silencio. Sloane podía sentir los ojos de Dax sobre ella por más que intentaba evitar el o visual. —Ojalá pudiéramos pasar a otro tema —pidió sin emoción. —Bueno, sin duda me parece genial que estemos viviendo en un mundo con tantas opciones —dijo Raphael, sirviéndose unas coles de Bruselas—. Los hombres pueden ser mujeres, las mujeres pueden ser hombres, la gente puede hacer casi cualquier cosa en línea, tener bebés o no tener hijos. —Sonrió tranquilamente—. Definitivamente es un gran momento para hacer lo que ustedes hacen. —Eso es lo que creo —declaró Dax con un tono que sonaba como una prueba. —Yo también —dijo Roman, sonriendo. —Yo tambor —declaró Sloane, ansiando desesperadamente una pausa. La estaba jalando la corriente hacia un lugar al que no quería ir, o al que no quería volver, como algo oscuro, frío y aterrador que se te aparece en sueños después de muchos años. —¿Me disculpan? —preguntó Sloane, sonriendo—. Tengo que ir al… —Apuntó

con la cabeza hacia el baño. Sí planeaba ir al baño, pero no necesitaba ir, así que en el último momento decidió ir a la calle, aferrándose a la esperanza de que ninguno de los otros la hubiera visto escaparse. Hubiera sido bueno que siguiera fumando, podría recargarse en el exterior del restaurante y echar humo. Pero, como eran las cosas, sólo se veía como que estaba esperando angustiadamente un taxi. Sin bufanda ni chaqueta, se ciñó la blusa al cuello mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. No era justo, no era justo hacer eso, Daxter ahí sentado con su hermosa y dócil esposa, una nueva vida durmiendo en su interior, una niñera, o quizás una nana de tiempo completo, en casa con los otros niños, una vida plena, completa e incluso feliz, y él con un escuadrón de gente en Mammoth trabajando para promover el exacto opuesto de lo que tenía. Él tenía lo que tenía, así que le resultaba muy divertido imaginarse lo opuesto. Promover lo opuesto, la libertad y la vitalidad de una vida que se vive sin hijos. En qué lugar más miserable la ponía a ella, con su iniciativa como algo de lo que él se burlaba en secreto. En Mammoth no era una predictora de tendencias, era una empleada externa. Sloane observó los taxis que pasaban a toda velocidad sobre la nieve a medio derretir de noviembre para llevar a sus pasajeros hasta sus trenes y sus vuelos a tiempo. El día de Acción de Gracias era pésimo momento para empezar un romance, sin duda. Sería agradable que Sloane no fuera la cretina estelar de su familia, al menos tendría a alguien con quien derrumbarse por teléfono. Se imaginó en su departamento rentado en Florida, en algún lugar llamado El Rellano de los Pelícanos o Hierba del Bisonte, una botella de litro y medio de vino barato sobre una isla de granito, los hijos de su hermana gritando por el pasillo, huyendo de la bañera, los comerciales acerca de las fiestas llamándolos desesperadamente desde una enorme pantalla plana. Habría Cheerios descomponiéndose entre los cojines de una sala modular hecha en serie por Raymour & Flanigan, pero en esa visión Sloane era feliz. En esa visión, recibía un mensaje de Jin y su hermana se daba cuenta. La molestaba hasta que Sloane se rendía y le contaba un poco. Y luego le contaba mucho. Su hermana gritaba y le servía más de aquella bebida quince por ciento alcohol y le rogaba que le contara más.

En su fantasía, Sloane tenía una buena relación con su familia, e incluso mientras se quejaba del viaje a Magic Kingdom del día siguiente, también sentía el calor y la tranquilidad de saber que a los niños les iba a encantar y que su alegría, su gran fiesta, le ofrecerían nuevas formas de ver la vida. Vaya que puedes aprender mucho de los niños. Sí lo creía. Sloane se ciñó la delgada blusa lo más posible. No podía irse de la cena, no había excusa. No podía simplemente fingir que estaba enferma otra vez. Se armó de valor y volvió adentro. Cuando llegó a la mesa, notó que se habían pedido más platillos. Roman y Dax se estaban riendo de algo. Dax dejó de reírse cuando ella llegó, Roman no. —¿Fue algo que dije, Sloane? —preguntó Dax con los labios en puchero—. No fuiste a pipisear. —Ay, cariño, ya olvídalo —le dijo Raphael. —No, ¿sabes? Está bien —dijo Sloane con frialdad, sacando su silla—. Todos somos adultos. Es sólo que Roman y yo estamos teniendo algunas… diferencias sobre su artículo y por lo tanto pensé que tendría la delicadeza de no mencionarlo, pero no tiene la capacidad de ser prudente. ¡Y mírennos ahora! — Se sentó ruidosamente. Tomó un nugget de camote—. ¿De qué estábamos hablando? La mesera apareció con una segunda botella de vino y todos la miraron en silencio. —Eh, lo siento —dijo al ver sus rostros pétreos—. ¿Cambiaron de parecer? —No, no, claro que no —respondió Dax—. ¡Que corra el vino! Tienen algunas cosas que arreglar. —Cuando su copa estuvo llena, miró a Sloane—. Son cosas que pasan. —Por lo general, no pasan así —masculló ella mientras hundía la nariz en su copa. —¡Bueno! —dijo Roman, dejando atrás la pelea—. ¡Otro brindis! ¡Dax me va a contratar! —dijo, chocando su copa con la de Dax y luego con la de Sloane—. ¡Para hablar con los estudiantes!

—Empleados —lo corrigió Dax. Sloane volteó hacia Dax. —¿Es cierto? —preguntó. —De hecho, en París trabajábamos juntos todo el tiempo, así que no pensé… — Roman tartamudeó y por primera vez parecía nervioso. —Y ¿cuándo será eso? —insistió Sloane—. ¿Cuándo va a ir? —El lunes después del puente. Sloane puso sus cubiertos junto al plato. Sus ojos no se separaron de los de Daxter. —Su artículo ya habrá pasado por todos lados para entonces —comentó—. Qué momento más perfecto. Dax también bajó su tenedor. —Aclárame algo —dijo—. ¿Por qué es un problema? —No estoy de acuerdo con la premisa de su artículo —respondió Sloane con una mirada furiosa—. No estoy para nada de acuerdo. —¿Sabes lo que me dijiste una vez? —le recordó Dax, doblando la servilleta descuidadamente sobre su regazo—. En una de las conferencias de tendencias. Una vez me dijiste que las tendencias se esconden en los opuestos. —Roman no es un predictor de tendencias. —Sloane… —Roman quiso hablar, pero Dax lo calló. —Ya veo —dijo Dax, como si le hubieran negado una petición—. Ya veo. —Carajo. ¿Realmente necesito señalártelo? —preguntó Sloane, perdiendo toda la compostura en su gesto—. Mi propio esposo…, casi esposo, lo que sea…, va a lanzar un manifiesto sobre el final del maldito sexo. ¿Y tú te vas a quedar ahí con tu actitud de «No entiendo cuál es el problema, Sloane»?

—On va se calmer un petit peu, là —dijo Roman en francés—. Estoy seguro de que Dax, como los lectores de este artículo, está interesado en sus aplicaciones generales y no en las personales. ¡Eso es lo importante! Nos convertiremos en los recursos, en las fuentes de nuestro propio placer y estimulación. Seremos máquinas hermosas, eficientes y autosuficientes. —Ya tenemos esa capacidad —insistió Sloane, interrumpiendo sus locuras—, porque tenemos cerebros. No es que nadie los esté usando, claro, porque todo el tiempo estamos en el teléfono. —Imitó a un roedor tocando una pantalla con su patita. Dax respiró profundamente y Sloane supo que había ido demasiado lejos. Fue en ese instante cuando supo lo que vendría no sólo en los próximos días, cuando el artículo de Roman saliera y provocara un pandemonio, sino en las semanas siguientes, cuando Daxter ya hubiera decidido que había elegido a la mujer equivocada para el trabajo. Supo, en su interior, que ya no había forma de congraciarse con Dax, podía inventar todos los robots empáticos que quisiera por los cibersiglos de los cibersiglos. —Lo siento —dijo Sloane, lo cual empeoró instantáneamente las cosas. —Claaaro —respondió Daxter, que había llegado a alguna conclusión—. Entooonces, lo que saco en claro de esto es que contraté a alguien que quiere que los aparatos electrónicos desaparezcan. Sloane intentó recuperar la compostura. Sabía en lo más profundo de su estómago que había fallado. —Nunca dije eso. Nunca diría eso. La relación con nuestros aparatos electrónicos está cambiando…, eso lo defiendo. —Se contuvo para no divulgar las otras ideas que había estado teniendo—. Escucha, muchas de las ideas de Roman realmente tienen su mérito. Y hay aplicaciones en el mercado que sí quiero discutir. Pero esta noche no es la noche —dijo, lanzándole una mirada suave a la pareja al otro lado de la mesa—. Ha sido una semana muy larga. —Vaya que sí —dijo Raphael, asintiendo. —Acción de Gracias los pone loquitos —comentó Daxter, poniendo los ojos en blanco en honor de las dos mujeres.

Sloane volvió a morderse el labio para no gritar. Qué rápido la desestimó en cuanto mostró la más ligera vulnerabilidad. En tan sólo una cena se había convertido en alguien demasiado emocional y necesitada porque había tenido el descaro de sugerir que los seres humanos dependían demasiado de sus teléfonos. Si Daxter no quería verlo, no tenía que verlo. Quizás estaban viviendo en un mundo en el que las compañías monolíticas tomaban las decisiones. Quizá el puesto de Sloane ya no era relevante. Quizá Mammoth estaba a cargo de decirles a las personas qué querían. Y si eso era verdad, entonces ¿qué caso tenía seguir rastreando los deseos humanos? —Realmente creo que sería mejor si los dejo para que platiquen —anunció Sloane, retirando su abrigo de la silla. —Te acompaño a la salida —dijo Roman, echando su silla hacia atrás. Y eso fue todo lo que hacía falta: Sloane explotó. —No me vas a acompañar a la salida —dijo, levantándose de golpe—. No es tu show, Roman. Tú no tomas las decisiones. —Bueno, no veo por qué te sorprende que algunas personas no estén abiertas a tus ideas —agregó Roman con desdén—. Nadie quiere volver a la época medieval. La calma en el rostro de Roman la enloqueció. —¿La época medieval? —gritó, notando cómo los cuerpos cercanos se movían incómodamente en sus sillas—. Eso no es… Lo que digo es que la gente está ansiosa de afecto, de demostraciones físicas de amor, Roman. No quiero que vuelva el oscurantismo. —¿Sabes? —dijo Roman con un tono que a ella no le gustó y los ojos más oscuros de lo normal por lo agrandado de sus pupilas—. Eso es lo que tú quieres. Y siempre tienes razón. Ha sido impresionante. Pero quizás esta vez te equivocas. Sloane quería sollozar, llorar y chillar al mismo tiempo. Roman había tocado exactamente eso que la había hecho entrar en pánico, la preocupación constante de que su intuición profesional estuviera contaminándose con sus propios deseos.

—Te sorprendería descubrir que —continuó Roman, aprovechándose de su silencio— entre más intentas encontrar conexión en lo físico, más te desilusionarás. Mientras que en el reino virtual todos tus deseos no sólo se vuelven realidad, sino que se superan. —¡Vete a la mierda! —gritó Sloane, logrando al fin que las cabezas de los otros comensales voltearan abiertamente para mirarla—. ¡Querer afecto no me hace anticuada! ¡No me hace anticuada querer tener hijos! En el instante exacto en que lo dijo, Sloane deseó con todo su ser poder retirar ese comentario. Por la forma en que se curvaron los labios de Roman, supo que le acababa de dar un papel para su roca. Una energía fría y azul emanaba de Dax y le apretaba el corazón a Sloane. —¡Ah, eso explica todo! —gritó Roman, mirando a Raphael como si fuera una niña que le dio una idea traviesa a Sloane—. ¿El tictac? Ya pasará. —Tocó suavemente la manga de su abrigo—. Y luego podrás ver con más claridad. —Veo muy bien, carajo —respondió Sloane, alejando su manga. —¿Sloane? —dijo Dax. —¡Estoy bien! No es lo que él dice —declaró con un nudo en la garganta—. ¡Estoy absolutamente bien! Entre rechinidos de sillas y disculpas, Sloane volvió a la calle para no volver. Pero esta vez Roman la siguió. No llevaba su abrigo. —Te dije que era peligroso mudarte tan cerca de tu familia —gritó cuando la puerta del restaurante se cerró, poseído por una evidente ira que Sloane casi nunca veía—. Estas ideas nunca se te hubieran ocurrido en París. Es como si estuvieras loca. —¿Yo soy la loca? —gritó Sloane—. ¿Yo? —Pensó en Roman acomodando su cuerpo en sus apestosos trajes, pagando por anticipado las ginebras y los refrescos que se bebía en sus clubes online de fetiches con Bitcoins… un hombre cuya vida virtual estaba más actualizada que la real, pero ella era la rara. —Esto no es algo que realmente desees, querida —declaró casi con un cacareo —. Piensa en todos los humanos. Piensa en todas las bocas. Esto es

comprensible. —Hizo otro intento por acercase a ella—. Pero va a pasar. —Pero ¡claro que no quiero hijos! —gritó—. ¡No sé por qué lo dije! —Fue horrible, más horrible que la confesión, darse cuenta de que eso era mentira. —No tengo nada más que decirte si estás así —dijo Roman, alarmado—. Pero aquí estaré para cuando vuelvas a poner los pies en la tierra. Y luego se dio la vuelta y volvió al restaurante, dejando que Sloane se tragara todas las cosas que no pudo decir. Se alejó rápidamente de los comensales que la miraban boquiabiertos a través de la ventana, disfrutando sus huevos a la escocesa, acomodados uno por uno en sartenes individuales de hierro fundido. El frío le quemaba los ojos, la nariz le chorreaba y tuvo un deseo súbito de hundirse en el aroma a lana y goma de árbol del suéter favorito de su padre. Sus lágrimas eran saladas y humanas. Y no había bots empáticos alrededor para limpiárselas. Sloane disminuyó la velocidad de sus pasos para hacer algo en su estúpida pantalla táctil con sus manos heladas. Pasó su dedo, pero estaba demasiado frío, o la pantalla estaba demasiado fría, todo estaba fuera de servicio, cerrado, vuelva otro día. Sloane cerró los ojos y con todos los deseos que le quedaban, llamó a lo único que podría salvarla en ese momento: su leal auto sin conductor.

veintidós

Esa noche, Sloane durmió el sueño pétreo de los aturdidos: profundo y entumecido. Al despertar con un sobresalto, con su cuerpo moldeado en el colchón de Memory Foam, recordó el adormecimiento, parecido al de un resfrío, de la primera semana tras la muerte de su padre. Después del funeral durmió todos los días hasta las dos de la tarde, hasta que su hermana abría la puerta: «¡¿Qué diablos te pasa, Sloanie?!». Su mamá y Leila habían estado tan activas. Ordenando cajas, quitando la nieve de la entrada, preparando café descafeinado para la gente que iba, e iba e iba. Pero Sloane quería evadirlo: los cálculos internos, las costumbres sociales que requerirían que se levantara y enfrentara al mundo. Sólo dormía, profundamente reconfortada por el hecho de que no había llanto, trastes por lavar o platillos por comer suficientes para que su padre estuviera menos muerto. Y su hermana, pese a sus lágrimas y su rabia, no pudo convencerla de lo contrario. Pero hoy no podía dormir; tenía que ir a trabajar. Ir a trabajar y ver si aún tenía trabajo. Y si así era, por alguna increíble posibilidad que no sentía, ¿aún podría hacerlo? ¿Quería hacerlo? ¿Avanzar hacia un futuro lleno de robots manufacturados para ser amables contigo cuando nadie más quería, ciborgs que te recompensaban con o visual? ¿Esos eran los productos que realmente quería llevar al mundo? ¿Y por qué diablos había anunciado ante una mesa de enemigos que quería tener hijos? Sí, bueno. Dax había hecho un comentario estúpido, pero no estaba tan equivocado: las fiestas la ponían sentimental. El día de Acción de Gracias, que casi nunca celebraba porque por lo general estaba en Europa, seguido del 15 de diciembre, el aniversario luctuoso de su padre, seguido de Navidad…, vaya combinación. Quizá sí quería estar más conectada con su familia. Quizá podía reconocer que estaba comenzando a identificar algunos arrepentimientos. Pero ¿pasar de eso a los hijos? Era lo suficientemente madura para no culpar al vino. Sloane se vistió lentamente, ignorando el sonido de los mensajes que no había

revisado. Seguramente había uno de Jin, pero aun así no los vio. ¿Qué caso tenía involucrarlo en todo eso? ¿O siquiera considerar la posibilidad de ser feliz? Dax pensaba que Roman era un genio loco y su artículo se publicaría ese día. Pronto vería quién más creía que la ternura humana estaba tomando el confuso camino de Mammoth.

Sloane llegó temprano a la oficina y llamó a Deidre por el intercomunicador. Deidre se presentó con más sugerencias del buzón de su oficina, para agregarlas a las que Sloane ya tenía sobre su escritorio. Había muchas notitas. Al mirarlas, Sloane sintió el impulso de ponerse en posición fetal. —Deidre —dijo con el gesto asqueado de alguien que acababa de tragarse algo descompuesto—, Dax me querrá ver. O, más bien, yo quiero verlo. O… cuando llegue, ¿podrías preguntarle si sería tan amable de venir? —Claro —respondió Deidre con tono amable. Muy amable, porque no le preguntó a Sloane de qué tema se trataba—. ¿Está todo bien? Sloane sólo sonrió. Estaba cansada. De ese tipo de cansancio residual e inflamado que viene tras dormir profundamente, tras permitirse irse lejos de su realidad sobre una cama de sueños inútiles. —¿Ya leíste algunas? —preguntó Sloane, señalando hacia las notas. —Oh, no, no me atrevería —dijo Deidre ruborizándose—. ¿Le han resultado útiles? Sloane asintió sin ganas. —Sí y no. Me han hecho pensar en cosas que no quería… —Sacudió la cabeza para recuperar la claridad—. Como sea, gracias por traérmelas. Cuando la puerta de su oficina se cerró, Sloane tomó la afelpada llama peruana que su padre le había regalado, con unos frijoles brillantes en las bolsas tejidas en su montura. Era gracioso que nunca hubieran germinado en todo el tiempo que la había tenido. Les faltaba agua. Les faltaba sol. Resignándose a lo que sentía que sería una pila de notas que demostrarían que Roman tenía razón sobre que la gente estaba lista para la postsexualidad, Sloane metió la mano en la caja y sacó un montón de sugerencias.

A veces voy al salón de belleza sólo para que me toquen la cabeza.

Desearía escribir mejor, pero me duele la mano.

Una vez renté un perro.

Sloane sintió cómo su corazón se ahuecaba como si fuera víctima de la erosión. Tantas veces había pensado lo maravilloso que debía ser tener un perro enorme y travieso. Un animal que se alegrara cada vez que te viera, un amigo con ojos húmedos y sin palabras. Pero luego recordaba su agenda de viajes, y que Roman odiaba el pelo o, más bien, le gustaban sus muebles y no quería que estuvieran cubiertos de pelo. Y en el hecho de que tendría que cuidarlo y sacarlo a pasear, y París estaba tan sucio; ¿qué sabía Sloane sobre cuidar algo vivo, sobre todo un perro gigante? También quiso uno para su madre después de que su padre murió. De hecho, Sloane pasó muchas horas sentada cómodamente en su departamento de París deliberando qué debían hacer las viudas de casi setenta años tras la muerte de sus esposos. Vender la casa familiar era una idea, conseguir algo más pequeño (¿un departamento cerca del de su hermana?) y una casa vacacional con al océano, donde Margaret pudiera retomar sus pinturas de paisajes. Esas pinturas que eran más fluidas y menos exigentes que las miniaturas con las que se mantenía ocupada ahora. Había compartido algunas de sus ideas con Leila cuando aún se hablaban por teléfono, especialmente la de la mascota (un pastor alemán era su elección personal), así como su convicción de que la casa debería ponerse a la venta. Su hermana desinfló rápidamente la burbuja en la que Sloane estaba viviendo.

—Pusimos sus cosas en cajas —respondió Leila—. Tiré sus rastrillos. Pasé toda una mañana decidiendo qué hacer con su champú. No tienes ni idea, Sloane. Carajo. Eres la persona más egoísta del mundo. Esto le había dado directo en el corazón. Fue el «del mundo» lo que hizo que sus palabras fueran como espinas. Sloane no era la persona más egoísta que su hermana conocía, era la persona más egoísta de todo el mundo. La gente comete errores. En su corazón, sabía que había dejado sola a su amada hermana para recoger el desastre, para cuidar a su madre, para curar sus penas. ¿Por qué? ¿Porque Sloane estaba segura de que era la favorita de su padre? ¿Por qué a ella le dolía más? Era joven, y egocéntrica, y egoísta y asquerosamente inocente. ¿Qué sabía sobre el amor de su padre? ¿Qué sabía realmente? En un intento por distanciarse de ese vergonzoso recuerdo, tomó otras notas.

Creo que lo que quiero más que cualquier otra cosa en este momento es ser indetectable. Que nadie sepa dónde estoy y no saberlo ni yo. Ya no quedan muchos lugares donde puedas desaparecer.

Pasar desapercibido, perderse, confundirse… Tras la horrorosa cena de la noche anterior, desaparecer sonaba genial. Pero hoy día era difícil hacerlo. Tan difícil, de hecho, que la hizo pensar en el trabajo de un artista de Brooklyn que se hacía llamar CV Dazzle, quien diseñó sistemas de maquillaje y peinados para que los algoritmos de detección facial no pudieran reconocer un rostro como un rostro. Pero pocas personas estaban dispuestas a andar por ahí con un diseño a cuadros sobre el puente de la nariz, o una mancha de pintura negra en las mejillas. La verdad era que una de las pocas formas para desaparecer que quedaban, al menos en el sentido existencial, era enamorarse. Ante un nuevo amor todo era desconocido, extraño y emocionante. Y por eso Sloane podía sentir en sus tripas que el artículo de Roman se equivocaba sobre el futuro. En un mundo donde

todo estaba monitoreado, navegado, rastreado, los seres humanos querrían, necesitarían, perderse en alguien más. Sloane estaba por tomar otra nota cuando escuchó un toquido en su puerta. Era alguien que se anunciaba, no alguien que pedía permiso para pasar. Dax entró mostrando un pedazo de papel amarillo como una bandera para pedir tiempo. —Iba a poner esto en el buzón —dijo, echándole un vistazo a la oficina y deteniéndose en la caja de sugerencias sobre el escritorio. Sacudió la bandera de papel frente a ella—. Pero tú lo tienes. Sloane se levantó. —¿Podrías cerrar la puerta? Dax pareció desconcertado por un momento y luego molesto por el tono de superioridad de Sloane. Parecía algo increíble, pero de pronto tuvo la seguridad de que no la iban a despedir. Dax ni siquiera se veía enojado. —Quería hablarte sobre lo de anoche, obviamente —dijo Sloane, invitándolo a que se sentara. —Sí —respondió Dax con lo que le quedaba de sonrisa en el rostro—. Hagámoslo. —No es algo que por lo general discutiría con un jefe, dadas…, bueno, las leyes, pero me parece importante aclarar que no quiero tener hijos. Dax levantó ambas manos. —Definitivamente eso no me incumbe. —No ha cambiado nada en mí —repitió Sloane. —Simplemente hay que olvidarlo. Sloane se quedó en silencio. La facilidad con la que Dax parecía aceptar el escándalo de la noche anterior era desconcertante, por decir lo menos. Luego

recordó el trozo de papel en su mano. Sólo tuvo que echarle un vistazo para que él se pusiera en acción. —Es para el buzón —dijo, sonriendo—, pero ¡léelo! ¡Yo te lo leo! Se me ocurrió anoche. Mira. —Abrió el papel y se lo mostró. Sólo había una palabra: «Dos»—. Dos —repitió Dax, lanzando la nota sobre las que ya estaban abiertas—. Dos consultores de planta. Quiero que Roman también sea uno de nuestros predictores de tendencias. Sloane lo miró desconcertada, con una expresión de incredulidad. —Daxter —logró decir mientras negaba con la cabeza—. ¿Qué? —Claro, debí pensarlo desde el principio. Un hombre. Una mujer. Es perfecto. El artículo de Roman… Me lo envió, por cierto, es brillante… Es tan claramente antirreproducción. Si no hay sexo con penetración no hay hijos. Y si no estás de acuerdo con él, y parece que no lo estás, entonces ofrecerás lo tuyo. —Sonrió con ganas—. La gente puede elegir en qué bando estar. —Lo… mío —dijo Sloane mientras su sorpresa se iba convirtiendo en rabia—. Lo mío. Así que esto será como… ¿qué? ¿Un tribunal público de divorcio? Perdón, Dax, pero vete a la mierda. —Mira, ¡lo entiendo! En serio. Si mi esposa anunciara que va a entrar en un hiato de sexo también sería un problema para mí, pero eso es exactamente de lo que se trata. Esto es algo profesional. Roman representa el sexo antirreproductivo. ¿Qué sigue? ¿La gente querrá los sustitutos cursis de tus bots empáticos, o la excitante seguridad de la neosexualidad? ¡La gente los observará a ustedes para descubrirlo! Furiosa, Sloane se levantó y fue hacia la ventana con las manos en puño para esconder que temblaba de rabia. Y pensar que al día siguiente las calles estarían llenas de extravagantes inflables voladores. Acción de Gracias. La gente sacando sus cubiertos buenos. —¿Hay una parte en ti que escuche lo que me estás pidiendo? —preguntó, girándose violentamente—. ¿Cómo? ¿Cómo es…? —tartamudeó, entendiendo que no necesitaba preguntárselo: significaría llamar la atención de la prensa, subir las ventas. Pero no iba a hacerlo. No iba a dejar que Dax la obligara a entrar en el equivalente corporativo de un reality show para que Mammoth

pudiera venderle un montón de electrónica actualizada a gente que ya tenía seis versiones de esa misma cosa. Lo que le pedía no sólo mostraba una descomunal falta de respeto hacia lo que había pasado entre ella y Roman, sino que además no trabajaba así. No podía funcionar bajo tanta presión pública, no podía exponer sus premoniciones para que las aceptaran o no a esa escala. —No digas nada todavía —pidió Dax, golpeteando sus nudillos contra el escritorio—. Entiendo que son tiempos incómodos. Pero ustedes dos ya han trabajado tanto juntos. Y Roman ya aceptó. Sloane se llevó una mano a la frente, pasmada. Claro que ya lo había contratado. —¿Y si digo que no? Daxter se encogió de hombros, impasible. —¿Por qué lo harías? ¿Se te ocurre una mejor oportunidad para demostrar que se equivoca? Sloane tuvo que tragar saliva porque la bilis se le estaba acumulando en la garganta. Sabía exactamente lo que pasaría si abandonaba el trabajo en Mammoth: nada. Absolutamente nada. Roman tomaría su puesto, aunque no fuera un predictor de tendencias, y ReProducción se convertiría en un enorme mercado para las segundas pieles inteligentes y los ciberpitos. Dax se fue sin despedirse. Sloane se odió por no encontrar las palabras para detenerlo. —¡Jimbo! —dijo, dando un paso atrás, sorprendido, al abrir la puerta—. Casi te tiro. ¿Cómo van las cosas, chico? —Van bien —respondió Jin, extendiendo una mano sin ganas para chocarla con el puño de Dax. Sloane observó la escena y su ira se convirtió en más ira, en sorpresa, en un poco de suavidad…, pero no, seguía siendo ira. No le habían permitido decir la última palabra. —No hay rencor por lo de los colores, ¿verdad? —preguntó Dax, y luego, pasando su atención de Jin a ella—. ¿No hay rencor, Sloane? Sloane apretó los labios para que su furia no saliera a chorros cuando mirara a

Jin. —Hablaremos más adelante —dijo Dax, dándole una palmada en el hombro a Jin—. Buena plática. —No quedó claro si ese comentario era para Jin o para ella. Sloane se quedó junto a la ventana, avergonzada de que Jin estuviera ahí para verla hecha pedazos. No quería estar en Nueva York para el estúpido desfile. Esas sonrisas hinchadas, pintadas y sin vida burlándose del mundo que estaba más allá de sus dientes. Escuchó que la puerta se cerraba. —Oye —dijo Jin, suavemente—. ¿Estás bien? Sloane sintió su presencia junto a ella antes de escuchar sus pasos. Jin se detuvo y puso algo sobre su escritorio. Ella seguía sin voltear. —Dax rechazó el rojo volcánico —anunció Jin con tono cuidadoso—. Esa es una de las razones por las que vine. No respondiste mi… —Se detuvo. Sloane se preguntó si estaba pensando si tocarla o no, si abrazarla. Sabía que no lo haría, pero deseaba que la sorprendiera. »Sloane, ¿qué pasa? —El decepcionante sonido de Jin sentándose en una silla. Ella se giró, indignada. ¿Quién era para sentarse así, como si nada? ¿Quién era él, quién era cualquiera, para portarse como si sólo fuera otro día, sólo otra vida, y no el año en que ella se derrumbó por completo? Pero luego lo miró, y sus ojos parecían honestamente ansiosos, con cierta inteligencia, y llevaba otro atuendo bobo, y Sloane pudo ver un destello de lo que sería su vida si bajaba la guardia. —Bueno —dijo, sintiendo cómo su mente se hundía—. Roman va a publicar un artículo sobre el fin del sexo con penetración, así que Dax nos hizo cenar con él, y ahora va a traerlo como predictor de tendencias, lo cual, he de mencionar, no es su trabajo, y está replanteando toda la conferencia de ReProducción para que sea como un duelo de guitarras, y si… —Espera, espera —la interrumpió Jin, poniendo su laptop sobre las propuestas

de color que ya había desplegado en el escritorio—. Oye, oye. —Se estiró y tomó las manos de Sloane entre las suyas. El calor de su piel la hizo quedarse sin aliento—. Una cosa a la vez. ¿Cuándo sale este artículo? —Hoy. —Ella retiró sus manos—. O quizá ya salió. No lo sé, ¿ya tembló la tierra? —Le echó un vistazo a su oficina. Su pecho se sentía como si un animal estuviera creciendo en su interior. —Bueno. Pero tú… ¿no está viviendo contigo ahorita? Sloane negó con la cabeza. —¿Vas a ir a alguna parte para Acción de Gracias? —preguntó Jin, recargándose en el respaldo de su silla—. ¿Vas a estar con gente buena? Sloane se animó un poco ante la inocencia de su pregunta. ¡Si tan sólo fuera así de simple! Se imaginó escribiendo una nota para su propio buzón de sugerencias. «Quiero una familia», y echándola en la caja para que luego se volviera verdad. —Voy a tomar un vuelo esta noche —dijo él, extendiendo su mano de nuevo sobre la mesa al ver que ella no le respondía—. Seattle. Acción de Gracias. Mi papá vive allá. —Ah —se sintió decepcionada. No había esperado nada y ahora ya no podía esperarlo. Jin estaría muy lejos. Miró la mano extendida de él y le ofreció la suya. La más discreta sonrisa cruzó el rostro de Jin. —¿Y tú? —le preguntó, pasando su pulgar sobre la palma de ella. Sloane negó con la cabeza, intentando no pensar en lo raro, y malo y placentero que era ese o durante el trabajo. —No… Creí que tenía planes, pero realmente no los tengo. Mi vida familiar está… —Se rascó un ojo con la mano libre, queriendo de pronto retirar sus dedos de los suyos. Era una plática demasiado íntima. No era algo que soliera hacer—. No hemos llegado todavía a la parte de conocer mi lado horrendo, ¿verdad? Papá muerto… —Se encogió de hombros—. La hija mala —agregó,

señalándose a sí misma. Jin la miró a los ojos. Cualquier otra persona habría dicho «¡Ven a Seattle!». Habría llenado el silencio con clichés e invitaciones prematuras porque eso es lo que la gente hace. Pero Jin sólo se quedó ahí permitiendo que la pena pasara de los fríos dedos de ella a los suyos. —De cualquier modo, creo que voy a renunciar —dijo Sloane—, así que fue lindo conocerte. —Vaya, eso es terriblemente prematuro. —No puedo… No quiero que me obliguen a jugar ese juego. —¿Realmente tienen que trabajar juntos? —No sé qué tan juntos… Quiere que Roman haga el show de Roman, y luego que yo… Dijo que quiere que la gente «elija un bando». —Suena a que de cualquier modo podrás decir lo que piensas. —Me está usando —aclaró ella con una mirada suspicaz. —Nos está usando a todos —dijo Jin con desdén, sin aceptar su excusa—. Pero a mí me parece que tienes carta blanca para dirigir tu lado del show. —Hablas como un optimista —comentó ella con un toque de crueldad. —¿Tú no lo eres? ¿Puedes ser predictora de tendencias y no serlo? —Vaya —dijo ella, retirando su mano—. Ahora me estás haciendo sentir como que hice un mal trabajo toda mi vida. —¿Tu vida ya se acabó? Sloane lo miró, ardiendo por dentro. Porque Jin no le permitía mantenerse a una distancia segura. Porque no se equivocaba.

veintitrés

Después de su conversación con Jin, que no había sido una junta tanto como un sermón, Sloane necesitaba aire. Se llenó los bolsillos con las notas que quedaban en los buzones y se fue a la calle sin ningún destino en mente, sólo la necesidad de las enormes y abarrotadas avenidas que le darían el espacio que necesitaba para pensar. Una mujer con una carriola doble pasó junto a ella en la calle Diecinueve, con sus gemelos cubiertos como si estuvieran hechos del cristal más frágil. Por todas partes había bolsas cafés y paquetes envueltos, la prisa de los preparativos para Acción de Gracias era como un aroma que llenaba el aire. Millones de personas preparándose para ir a ese lugar descrito en los tapetes de bienvenida y bordado en las almohadas decorativas: el imprescindible «hogar». ¿Y qué tal si el hogar fuera un aroma, algo que pudieras rociar en un departamento vacío y hacer que tu cuerpo y tu corazón sintieran ese calor como si fuera una feromona? ¿Qué tal si la sensación del hogar pudiera manufacturarse? El olor de las galletas recién horneadas, la emoción de las sábanas planchadas. Sloane compraría esa cosa, la compraría en ese mismo momento. Pagaría un montón de efectivo para sentir que el hogar realmente estaba donde estuviera su corazón, algo que podía llevar en su interior, tibio dentro de su pecho. Como estaban las cosas, el hogar era un concepto fracturado, algo fuera de su alcance. O algo que ella misma había vuelto difícil de alcanzar, que no era lo mismo. Lo cierto, lo real, pensó al llegar a la calle Dieciocho, era que si realmente se apegaba a sus premoniciones y anunciaba que la intimidad física era el nuevo internet, iba a tener que vivir como pensaba. No podía predicar el regreso de las interconexiones humanas y seguir viviendo una vida cerrada a las inconveniencias de necesitar a la gente y que la gente la necesitara a ella. Si aceptaba la propuesta de Dax y realmente lo hacía a su manera, tendría que trabajar para recuperar a su familia. ¿Y cómo sería eso? Y luego estaba lo de los bebés. De nuevo lo de los bebés. Sloane no sabía por qué dijo lo que dijo en la cena, salvo por el hecho de que tener un hijo era un

pase exprés para tener tu propia familia. Podía evitarse las reconciliaciones con sus propios parientes y comenzar de cero. Un bebé sería un mediador, los volvería a unir sin que ella tuviera que hacer nada más. O quizá sólo le gustaban sus cabezas enormes e inocentes. Otra posibilidad: Roman tenía razón. Estar cerca de su familia sí la estaba volviendo loca. En la calle Dieciséis, Sloane se detuvo bajo un toldo. Sacó las notas de su abrigo.

Me gusta usar ropa interior térmica porque me hace sentir como si alguien me amara. Es como si siempre me estuvieran abrazando. Si así es lo de tener una segunda piel, cuenten conmigo.

Quiero llamar más a mis amigos. Pero nunca lo hago.

Desearía que hubiera una manera de transferirle todos mis pensamientos y decepciones a mi novio para no tener que hablar.

Pues claro, eso sí que sería conveniente. Sloane supuso que mucha gente lo hacía a través de su muro de Facebook, pero ella no tenía. Si quería cruzar el puente entre ella y su familia, iba a tener que usar la voz. Se metió a un estacionamiento público entre dos edificios, donde el viento era menos ruidoso, y sacó su celular antes de que pudiera cambiar de opinión. El número que buscaba seguía en sus favoritos, aunque no lo había usado en años.

—¡Mamá! —gritó su hermana tras el segundo timbrazo—. ¿Podrías mejor darle arándanos a Everett? —¿Leila? —preguntó suavemente—. Soy yo, Sloane. —Ah —Sloane podía imaginarse a Leila alejándose el teléfono de la oreja para asegurarse de que sí era ella—. ¿Sloane? —Sí. —¿Estás bien? ¿Dónde estás? —En el trabajo. Más o menos. ¿No estás en Florida? —Oh, Dios —dijo Leila—, todavía no. Nuestro vuelo superdirecto y supercaro obviamente viene retrasado. Everett, ¡no te comas eso! ¿Qué es? Harvey, estoy al teléfono…, ¿podrías…? ¡Maldición! No vueles con niños —dijo Leila casi gritando—. No lo hagas. ¡Y bueno! —Leila planteó una pregunta porque Sloane no respondió al consejo que ella no había tomado—. ¿Qué hay de nuevo? —Eh, bueno, ya sabes: nada —respondió mientras observaba a un hombre toqueteándose en busca de las llaves de su carro antes de recordar que las había dejado con el valet—. Sólo quise llamarte. —Sí. Sloane se mordió el interior de las mejillas decidiendo si huir. —¿Leili? —dijo, usando su viejo diminutivo—. Roman y yo nos separamos. —¿Se…? Disculpa, ¿se qué? Everett, te juro por Dios… Harvey, es mi hermana. No sé. Busca a mamá. —Hubo un momento de silencio amortiguado mientras Leila presuntamente se cambiaba de lugar. —¿Que qué? —preguntó de nuevo. —Nos separamos. Lo eché de la casa. Fue elegante por parte de Leila no sonar feliz. Roman le caía peor que a su madre.

—¿¡Qué pasó!? —Bueno, va a lanzar un manifiesto contra el sexo con penetración. Ya sabes, inspirado por su experiencia de no tenerlo conmigo. Y mi jefe lo acaba de contratar para que trabaje conmigo. Así que… —Espera —la interrumpió Leila—. No sé por dónde comenzar. O sea, mira, ya sabes que nunca nos llevamos bien con Roman, pero muchas parejas pasan por periodos sin sexo. —No, pero no sólo somos nosotros, Leili, está convencido de que la gente ya no necesita a otras personas. Sólo quiere tener cibersexo. Ve el New York Times. —Por Dios. Mierda. —Leila sonaba como si se estuviera quedando sin aliento —. ¿Cuándo te enteraste? —Me lo acaba de decir. Lo acabo de leer. Pero… es mi culpa, la verdad. Ya debes saber sobre el traje Zentai. Debes haber visto las fotografías. Su hermana respiró largo y profundo. —Bueno, ¿qué vas a hacer? —No puedo trabajar con él —dijo Sloane—. No puedo. —Pues claro que no, obviamente no puedes. —Pero tengo que hacerlo. De otro modo, pues, Leila…, van a producir toda clase de aparatos y artefactos espeluznantes para que la gente pueda tener sexo con, pues, centauros. —¿¡Centauros!? Sloane se quedó en silencio, abrumada por el interés en la voz de su hermana. Así que era verdad: Sloane estaba dejando de ser cool. —Es broma, Sloanie. Es terrible lo que me estás diciendo. Pero tú… Escucha, sabes que no sé nada de este tipo de cosas, pero tú tienes algo especial. Siempre lo has tenido. ¿Recuerdas cuando me dijiste que sabías exactamente el tipo de pinturas que mamá haría después de la muerte de papá? Eso fue increíble.

Sloane se recargó en el auto de un desconocido, no impresionada pero sí conmovida por el intento de su hermana por halagarla. —Pero no fue tan increíble. Simplemente esas pinturas diminutas le daban la sensación de tener control. —Fue espeluznante, Sloane. Una antigua tradición india y tú lo predijiste. Escucha, no entiendo realmente lo que haces, pero sé que eres buena haciéndolo. Si te sirve de algo. —Gracias —dijo Sloane, con ganas de agregar que le servía de mucho. —Y ya sabes, no deberías sentirte… Desearía que me hubieras dicho antes que las cosas estaban así. ¿Por qué no… vienes con nosotros? Sé que mamá te dijo que estás invitada. Especialmente ahora. —Realmente no quieren que vaya. Sólo estás siendo cortés. —Pues no sé. A mí me parece que necesitas ayuda. Sloane se sintió de pronto a la defensiva, quiso decirle «¿No me amarías si no la necesitara?». Pero era verdad, era la verdad absoluta. Necesitaba ayuda. Sloane observó a uno de los empleados del estacionamiento aceptando un nuevo juego de llaves. ¿Por qué no hacerlo, unirse a la masa de gente que les decía a los conductores de sus taxis que los llevaran al aeropuerto? —Leili —preguntó Sloane tímidamente—, ¿para qué día está programado tu parto? —El 4 de febrero. Sloane asintió en silencio, como si su hermana pudiera verla. —No sé si ir ahorita. No quiero… meterme. Pero ¿qué tal si hacemos algo para papá? En diciembre, cuando regresen. ¿Siguen yendo a Remo’s? Remo’s era uno de los restaurantes favoritos de su padre: una parrilla italiana en Long Ridge Road, con langostas prehistóricas caminando lentamente en un acuario y entradas que incluían una papa horneada en aluminio reventada por el

calor. Filete miñón y Shirley Temples, un pastel tiramisú. Sabía que su familia llevaba dieciséis años yendo en el aniversario luctuoso de Peter…, desde que ella se fue a Francia. —Cerró —le dijo Leila—. Hace dos años. —Vaya —exclamó Sloane con tristeza, derrotada por esa nueva pérdida. —Lo seguimos haciendo, pero en casa de mamá. —Claro. Bueno…, si hay espacio para mí, si le quieres preguntar a mamá. —Sloane —la interrumpió Leila con una voz distinta—. Sí hay lugar. Sloane se quedó en silencio durante varios segundos. —¿Leila? —preguntó Sloane tras el silencio—. Gracias por contestar mi llamada. —Bueno, llámame más seguido. Mira, tengo que volver. Harvey me está enviando señales de auxilio. Básicamente perdimos a mamá. La mandas a Starbucks por bocadillos para el vuelo y termina comprando quince tazas de navidad. Sloane se rio. —Te llamo cuando lleguemos. Y piénsalo. Ven. Sloane asintió de nuevo hacia la nada, casi hipnotizada por el hecho de que quizá sí iría. —De acuerdo —dijo Sloane—. Salúdame a todos. Diles que los quiero. Y, eh, feliz día de Acción de Gracias. —Feliz día de Acción de Gracias para ti también. Cuando Sloane colgó, se quedó viendo con tristeza la pantalla de su celular, deseando poder teletransportarse junto a su hermana. Jugo de manzana en las barbillas de los niños, migajas de donas en sus dedos, una bolsa llena de juguetes con los que no podrían jugar durante el vuelo. Pero en vez de eso, lo que recibió

fue una notificación de que #ElSexoEstáMuerto era el cuarto trending topic en todo el país. El artículo de Roman ya estaba circulando.

veinticuatro

Como hacía demasiado frío para quedarse en el estacionamiento, Sloane se refugió en el café más cercano y se aisló en un gabinete con un té caliente y su teléfono. Estar aislada y sola era una mala situación mientras las palabras de Roman se extendían por todo el país, pero ese miércoles era un día de actualizaciones para ella; mientras la mayoría de la gente corría para no perder sus vuelos o ya estaba en ellos, Sloane le había dedicado todo su día a enmendarse con Daxter y responder e-mails, tareas que en ese momento le parecían imposibles. Apenas había salido treinta minutos antes, pero «Después de Dios, el Sexo» ya tenía mil cuarenta y siete comentarios en el New York Times. Seis mil trescientas treinta y tres menciones en Twitter. Y sin duda los números seguirían aumentando. Sloane guardó la esperanza de encontrar palabras de personas furiosas, pero los que no estaban de acuerdo con Roman eran pocos y dispersos.

Prefiero masturbarme que tener sexo con otra persona, SIEMPRE. La masturbación me ahorra mucho tiempo. Soy un hombre muy ocupado y trabajo como loco, y cuando tengo tiempo libre (que es casi NUNCA), me parece que he trabajado lo suficiente para poder hacer lo que quiera. Todo el día hago cosas para otras personas. Después de masturbarme, puedo pedir comida a domicilio. No tengo que hablar con nadie más. Al fin, ¡una abstinencia que puedo apoyar! Si un hiato en la penetración puede hacer que la gente ignorante y egoísta tenga menos hijos, espero que todos los yuppies pasen de ser gluten-free a sex-free.

Creo que darse amor a uno mismo es el paso más importante. No puedes amar a

otro hasta que te ames a ti y, la verdad, si lo has visto, el líquido seminal es asqueroso.

Me encanta ser penetrada! Este artículo es un chiste! Ninguno de ustedes ha tenido buen sexo, claramente! Espero que a todos los estúpidos que dicen que el sexo se acabó les metan un vibrador por el culo!

Sloane se tomó un momento para despreciar a los promotores de las violaciones: los tritones inmortales en los pantanos digitales. Pero hasta ese entusiasmo ciego palidecía en comparación con la mayoría de los comentadores, que no querían nada físico.

Yo he sentido que el sexo se acabó DESDE SIEMPRE. Es decir, y qué más? Les puedo decir sin pena que vivo online. Es donde tengo el mejor sexo, es donde están mis fantasías. Y también es donde tengo mis mejores orgasmos.

No tener sexo es el sexo más seguro. Guárdense para Dios!

Creo que este artículo es muy sensible en una era de enfermedades sin control y sobrepoblación. En los ochenta la gente comenzó a descubrir lo problemáticos que podían ser los encuentros sexuales, pero me parece que la gente apenas está viendo la luz en cuanto a los gérmenes.

Las fotografías de las órbitas parasitarias de las bacterias del metro se aparecieron en la mente de Sloane. Todos esos mundos hermosos creados con las huellas de las manos de la gente en los tubos del tren. Los gérmenes podían ser asquerosos, claro. Pero los gérmenes eran vida humana.

Omg amo tu serie Zentai Roman Bellard. Súper sí tendría sexo virtual contigo CUANDO QUIERAS!!!!

Sloane negó con la cabeza, olvidándose por completo de su té. «Ya empezamos», pensó.

Roman Bellard está casado con una estadounidense famosa, chicos. Leí su artículo sobre que la reproducción es terrorismo ambiental, y como alguien que tiene un vecino con tres bebés, he visto ese terrorismo! Igual creo que estos proponen algo interesante. A la gente le tomó un tiempo acostumbrarse a reciclar, pero creo que también nos acostumbraremos al sexo sustentable =0. Qué mal que el autor no mencionara lugares donde puedes ir a buscar diversión aumentada para adultos, o quizás aún no existen. No lo sé, apenas comencé a explorar la “sexualidad” online. Neosensualistas, unámonos!

Al leer esa y otras celebraciones de la existencia postsexual, Sloane pensó que quizá tenía fuerzas para tolerar este milenio. Pero por más que la terquedad de la gente le diera náuseas, no era momento para retroceder. Si realmente pensaba, si realmente pensaba, que la mayor parte de la humanidad iba a ponerse en contra de la tecnología para volver a buscar la conexión física, entonces ese era el momento indicado para dar a conocer sus ideas. Dax no la había despedido y ella no había renunciado. Sin duda, ese hombre tenía una ética desquiciada, así como ciertas intenciones ocultas al contratar a Roman, pero Jin tenía razón: su vida no

se había terminado. Ni tampoco su carrera. Sloane volvió a la oficina con una energía reforzada en su interior. Al diablo con Roman y al diablo con los productos deshumanizadores de Mammoth: hacer su trabajo, su trabajo real, sería su mejor venganza. Sloane se sentía optimista e indomable hasta que llegó a las oficinas. Al cruzar el lobby vio que las personas se movían nerviosamente, cortaban sus conversaciones. Vio que la miraban de soslayo y susurraban; la gente la señalaba. Todos los que no sabían sobre su conexión con el autor de «El sexo está muerto» ahora lo sabían. Esta sospecha fue confirmada por la miríada de e-mails y mensajes de voz que la esperaba en su escritorio. Sloane apenas se había sentado para armarse de valor y contestarlos cuando las llamadas comenzaron a entrar: Deidre, quien tenía a un reportero del Wall Street Journal en la línea; ¿quería hacer algún comentario? Otra llamada del New York Times. Sloane se sorprendió, pero no se impresionó con lo rápido que estaban avanzando las cosas. Conocía el fenómeno de lo viral, sabía cómo funcionaba lo viral, pero nunca había sido parte de la viralidad misma. Era realmente una enfermedad que rápidamente la alcanzó. Lo único que quería era derrumbarse. Pero había preguntas por responder, comentarios por negar. Los e-mails seguían llegando. Los empleados de Mammoth la estaban «buscando», «monitoreando», «rondando», «siguiendo», por el artículo de Roman. Los e-mails se presentaban en distintas extensiones y tonos, pero todos tenían la misma pregunta: si el sexo está muerto, ¿qué sigue? La aceptación de los Mammothers de la agenda tactocéntrica había sido temporal y condicionada: se estaban lanzando sin reservas hacia el cambio postsexual. Liberarse de la sexualidad era el nuevo radicalismo. ¿Quién lo diría?

De Jones, el miembro más comunicativo del equipo de Belleza:

Dax y yo estábamos pensando, a la luz del artículo de tu esposo, que sería muy divertido preparar algunos tutoriales de looks «cibersexys» para los fans de la

tecnología virtual responsiva. ¿Me avisas? ¡Quisiéramos hacerlo mientras el tema está candente!

Peor aún, Allison le había escrito de parte del departamento de Electrónica: Allison, esa poco común madre de mente abierta. Al menos su pregunta tenía la cortesía de ser abierta:

Hola, Sloane. ¿Cómo estás? Lamento molestarte antes de Acción de Gracias, pero cuando tengas oportunidad, si la tienes, nos gustaría que nos dieras tu opinión sobre cómo podemos incorporar la moda del «onanismo» mencionada en el artículo de tu esposo en nuestra línea de elecrónica Denizen. Estábamos pensando que necesitaremos expandirnos de la cocina al dormitorio. Qué clase(s) de electrónica necesitarían los aficionados al sexo virtual y eso. Realmente no sé absolutamente nada de este estilo de vida, así que tu opinión es muy necesaria. ¿Me avisas?

E incluso de Andrew, del departamento de Diseño de Muebles, alguien que también había aceptado la humanidad y la calidez:

Hola, Sloane: te busco por nuestro catálogo de camas. La mayoría de nuestras imágenes muestran a parejas leyendo en sus tablets, pero con el artículo de Roman, ¿crees que mostrar personas solas (¿con equipos de realidad virtual o algo así?) estaría más en tendencia? Las fotos para el catálogo online tienen que hacerse pronto, ¿me avisas?

Me avisas. Sólo quiero saber. ¿Podemos hablar? «Definitivamente —quería responder Sloane—. Hablemos del hecho de que Roman Bellard no es mi esposo ni mi colaborador, ya ni siquiera es mi roommate». Pero no importaba lo que la gente pensara que eran ella y Roman. Esas etiquetas se perderían en el flujo semántico; lo que importaba era la revelación de que a los chicos cool ya no les interesaban las relaciones sexuales. ¿Cómo Mammoth podría hacer dinero con la gente que despreciaba el sexo? Sloane quería gritar: «¡Con más sexo!». El final del sexo significa el regreso del sexo, ¿cómo no podían verlo? Si las faldas eran largas esa temporada, en dos años volverían a ser largas. Las personas iban a tocar y a hacer swipe en sus pantallas durante al menos otros tres años de obsesión consigo mismas antes de darse cuenta del débil estado de sus relaciones en el mundo real. ¿Y luego? Sloane hizo una pausa entre los sonidos de mensajes y del tecleo para revisar una vez más el artículo de Roman. Tres mil siete comentarios, el segundo trending topic en Twitter. Sintió cómo su estómago se retorcía. —¿Sloane? Deidre entró en su oficina con un aspecto que parecía anunciar que tenía malas noticias tras hacerle un examen de orina. Había una hoja flotando sobre su portapapeles omnipresente. —Pensé que sería más fácil darle estos mensajes que filtrar las llamadas —dijo. Mientras Sloane los estaba leyendo, Deidre se rascó la muñeca. Sloane podía sentir el nivel de su incomodidad. Thomas, de The Guardian. Marvin, de The Atlantic. Otra vez Susan, del New York Times. Sloane miró a Deidre con ojos implorantes. —¿Sabes? Ya ni siquiera estamos juntos. —Su voz sonaba distante, incluso para ella misma. Deidre asintió cuidadosamente. —Lo sé. —Pero todos creen que sí. —Volvió a mirar los papeles—. Todos están tan

emocionados. ¿Qué se supone que diga? —Eh, bueno, me imagino que es algo que requiere pensarse —dijo Deidre, aclarándose la garganta—. Y, eh, no sé si se enteró o, más bien, estoy segura de que no se ha enterado, así que quería ser quien… —Deidre se rascó la muñeca de nuevo—. Se trata de Roman. Según entiendo, se suponía que vendría el lunes para hacer una presentación de la cual sí le avisaron, pero, eh, resulta que vendrá hoy, lo cual no le avisaron. Sloane entrecerró los ojos aún más. ¿Cuándo diablos se había decidido eso? Había visto a Dax dos horas antes. O para ese momento ya le había llamado a Roman, o decidió hacerlo cuando el hierro seguía ardiendo. —¿Hoy? ¿Hoy que todos se van? —preguntó, impactada. —Eh, estoy bastante segura de que se transmitirá en vivo por internet — respondió Deidre con un tono de duda sólo para consolar a Sloane—. Dada la atención que está recibiendo el artículo, creo que el señor Stevens sintió que lo mejor era hacerlo inmediatamente. —No —dijo Sloane negando con la cabeza—. Lo entiendo. Claro. No, no me dijo nada, pero está bien. ¿Debo preparar algo? —No —respondió Deidre con una mirada nerviosa—. Sólo…, sólo será él. Sloane lo comprendió y Deidre vio cómo pasaba. No podía pensar ni en una sola cosa que se esperara que dijera. —Si le sirve de algo —agregó Deidre con el rostro encendido—, quiero que sepa que muchas personas creen en las cosas que usted dice. —Bueno, al parecer no las he dicho lo suficientemente fuerte —comentó Sloane mirando directamente al trozo de papel con todos los nombres de los periodistas. —Pero ¿y el buzón de sugerencias y los tiempos fuera de los teléfonos? — intentó Deidre—. He escuchado cosas. Muchas personas están realmente agradecidas de tenerla aquí. —¿En serio?

Observó a Deidre eligiendo sus próximas palabras. —Lo que dijo en el Sparkhouse sobre cómo la gente… pagaría por que la abrazaran. —Se rodeó con sus propios brazos, al parecer para obligarse a dejar de hablar—. No creo que sea una locura. A veces voy al salón de belleza cuando ni siquiera necesito un corte. Tras un mal día. Sloane miró a Deidre de arriba abajo; la miró en serio, por completo, y no vio una asistente ejecutiva cansada sino una mujer esperanzada en la silla de un salón de belleza, con los ojos cerrados ante el placer de las manos de alguien sobre ella, el recuerdo de las burbujas de jabón de trastes y los baños compartidos, la irremplazable intimidad de ser bañado por alguien. Así que esa nota había sido de Deidre, su confesión: «A veces voy al salón de belleza sólo para que me toquen la cabeza». Había otras personas con dolores escondidos en la oficina, y algunas de ellas se habían atrevido a hablar.

Quisiera escribir mejor, pero me duele la mano.

Quisiera llamar más a mis amigos, pero nunca lo hago.

Me gusta usar ropa interior térmica porque me hace sentir como si alguien me amara.

—Creo…, supongo que a lo que me refiero es que hay mucha gente de su lado. Sloane la miró, incrédula, hasta que comenzó a creerlo.

—En ese caso —anunció Sloane, levantándose—, vamos a ver cómo está la competencia. —Extendió un brazo para entrelazarlo con el de la mensajera. Y ya no había nervios en la sonrisa de Deidre.

veinticinco

De camino a la cafetería donde tendría lugar la presentación de Roman, Sloane recibió felicitaciones de gente que no recordaba haber conocido por el éxito de su artículo…, la incluían en el comentario: «Qué artículo más interesante», «Su artículo estuvo genial» (refiriéndose a ambos con «su»). La cultura pop la había atado en un dúo con Roman, y como no había anunciado públicamente su separación, seguía en ese dúo. Lo de la antimamá y el antipapá era un virus que ellos contagiaban, uno que le daría mucha publicidad a Mammoth. Sería fácil dejar que la gente lo siguiera creyendo, además de lucrativo. Y Sloane era muy discreta respecto a su vida personal: nunca había tenido un publicista, nunca les había dado las semblanzas que querían las revistas que siempre la buscaban. Pero en ese momento, al unirse a los enjambres de personas con tazas de café, en su camino a la cafetería donde se haría la presentación, envidió los procesos limpios de las empresas de relaciones públicas. Lo único que tendría que hacer sería lanzar una declaración y retirarse para ver cómo se extendía. «Después de diez años de estar juntos en lo laboral y lo doméstico, Sloane Jacobsen y Roman Bellard se han separado en buenos términos». Y luego la empresa lanzaría otro comunicado de prensa bien cuidado en el que explicaría por qué Roman había entrado a Mammoth con Sloane, quien entonces podría dejar que los demás explicaran su complicada vida. Pero no: quizá no reaccionó tan rápidamente como pudo hacerlo, pero no iba a empezar a pagarle a nadie para que hablara por ella. Sobre una plataforma improvisada que parecía más bien un púlpito, Dax estaba hablando sobre lo agradecido que se sentía de que Roman hubiera podido ir con tan poco tiempo de anticipación; agradecido, también, de que todos pudieran estar ahí justo antes de las vacaciones. Guiñó y sonrió, tenía mucho que agradecer. Roman llevaba su traje Zentai morado, el cual reservaba para sus conferencias. Sloane se preguntó si se lo había llevado puesto a la oficina o si se había cambiado en uno de los baños de la compañía. Mirándolo ahí, sobre el escenario,

con su silueta Zentai impecable y felina, Sloane se sintió extrañamente tranquila. Que pasara lo que tuviera que pasar, ya no vivía con él y nunca volvería. Lo vio menos como alguien que la había lastimado y decepcionado, y más como un arribista chiflado. —Así que, sin nada más qué decir —concluyó Dax tras su introducción—, dejaré que nuestro neosensualista tome el escenario. Todos, el autor del artículo que inició el trend «El sexo está muerto», ¡Roman Bellard! Sloane notó que los gritos del público respondían a un entusiasmo real. Claro, las personas también habían enloquecido por los dispositivos ópticos con forma de lentes, y miren cómo terminó eso. Probablemente estos chicos estarían a favor de las experiencias virtuales de sexualidad aumentada hasta que su mamá y casera los cachara jalándosela con un holograma de hada. Roman levantó una mano hacia los aplausos tanto para agradecerlos como para detenerlos. Como su visión estaba comprometida, probablemente no podía ver a Sloane, y eso la alegraba tanto como la preocupaba. Sabía que él valoraba su opinión, y su ego se sentiría aplastado si ella no hubiera ido a escucharlo, pero también sabía que podría dejarse llevar más de lo normal si pensaba que ella no estaba ahí. —¡Gracias por invitarme, Daxter! —gritó Roman hacia sus nuevos devotos—. Vaya bienvenida. Vaya día. ¡Vaya día para ser mucho más que nuestros cuerpos! La gente lo vitoreó de nuevo, pero Sloane sólo puso los ojos en blanco. Por Dios, las personas estaban demasiado dispuestas a tragarse cualquier cosa que fuera sa. —Muchas personas me preguntan: Roman, ¿qué es neosensualista? —continuó —, así que creo que deberíamos comenzar por ahí. La nueva sensualidad es maravillosa. Es la búsqueda de una sexualidad que va más allá de ser tocado. Estamos en la era digital, pero nuestra sexualidad sigue siendo análoga. Sin embargo, no es como debería. La nueva sensualidad…, la nueva sensualidad… es postacto. Sloane intentó controlar las náuseas que le causaba la temperatura del cuarto, que seguía elevándose. Ojos abiertos, bocas abiertas formando grandes «O»… los empleados de Mammoth eran todo oídos. Sloane tenía la esperanza de encontrar más escepticismo, francamente más indigestión ante la idea de dejar de

tener sexo, pero eran de una generación preparada para las abstinencias. Los habían criado con una dieta de cosas a evitar, libre de aditivos, libre de BPA, libre de amor compartido. —Sólo tenemos que mirar a nuestro alrededor para ver que la revolución postsexo ya viene en camino. Quien tenga la cosita de los clics, ¿podría poner la diapositiva? —Roman hizo una pausa en lo que se cumplía su petición, la pantalla se encendió—. Es un efecto secundario indeseable esto de no poder ver —dijo, tocándose su cara sin ojos ante un coro de carcajadas. Cuando la diapositiva apareció, se dio la vuelta para señalar a una enorme imagen de dos personas besándose de lengua. —La penetración como parábola. La penetración como farsa. La más reciente película del controvertido director francés Gaspar Noé, Love, debutó en 3D — dijo con el micrófono contra el lugar donde debería estar su boca si no estuviera cubierta de Lycra—. El 3D es para las películas de acción. Y los thrillers. Y ahora es para el porno. Y si es para el porno… —hizo una señal para que pasaran a la siguiente diapositiva y apareció otra imagen, esta vez de la cabeza de un pene frente a un pezón brillante—… eso significa que estamos convirtiendo en fetiche lo normal porque ya no es normal. Sloane sintió un sobresalto en el estómago. Tenía razón en eso. Era uno de los comentarios académicos de Roman que solían emocionarla, que aún la emocionaban. La canonización de lo normal era algo de lo que hablaban durante toda la noche, repasando los ejemplos que, ciertamente, los rodeaban, pensando en lugares donde podrían dar conferencias juntos. ¿Y ahora qué? ¿Sloane era normal? ¿O lo normal era lo nuevo raro? Con la presentación de Roman en su punto más alto, la gente comenzó a buscar, tan discretamente como era posible, a Sloane. Casi podía leer los pensamientos que pasaban por sus cabezas a través de sus sonrisas apenadas; cómo asumían que la vida sexual de Roman y Sloane involucraba todo tipo de perversiones que ellos ni se podían imaginar: tablas de inversión, dildos de taladro, fórceps dentales, pornografía de realidad virtual con aromas salvajes. Seguro estaban pensando: «Entonces así es ser una antimamá». Equipo de bondage, conversaciones intelectuales y sexo de realidad virtual interactiva. Contrarrestó la atención manteniendo la suya en el escenario, evitando a

propósito mirar a las personas que aún consideraba que apoyaban su causa: Mina, Deidre, Andrew y Jin, claro; se estaba esforzando tanto para no mirarlo que estaba quemando calorías. Pero Jin, como el cuidador nato que era, sí la estaba buscando. Mientras Roman documentaba las otras formas en que lo normal se había convertido en fetiche: las actividades humanas normales monitoreadas con aparatos, la iconización de las selfies, Sloane sintió cómo Jin encontraba un espacio junto a ella. Su cuerpo se movía hacia él, como una horquilla que se mueve hacia el agua. —Vaya —susurró él y sus codos casi se tocaron. —Sí. La tengo difícil. —No tenía idea —comentó Jin en voz baja—. Hasta que lo leí. No tenía idea. Hasta ese momento Sloane había logrado evitar el o visual con él, mirando al frente mientras le hablaba, pero podía sentir que él sí la estaba mirando, insistiendo en que volteara mientras Roman pasaba a otra diapositiva. La actual mostraba una imagen genérica de gente genérica echándose miradas en un bar con una falta de esperanza casi palpable. —Este es un retrato de nuestra cultura sexual actual —señaló Roman, y su voz insinuaba que estaba haciendo un puchero—. Yo creo que con Mammoth al mando, pueden llevar a la gente al lugar donde sobrepase su potencial sexual en vez de hacer… esto. —Señaló más o menos hacia la diapositiva, generando más risas. »Y luego viene el Zentai —continuó Roman, pellizcando un poco de la tela que cubría su brazo—. Desde hace tiempo tengo el gran sueño de poner una inteligencia artificial en las segundas pieles, hasta que, claro, ¡podamos cifrarlas en nosotros mismos! Mientras tanto, se pueden imaginar el potencial, erógeno y de otros tipos, de las aplicaciones de segunda piel que nos permitan convertirnos en un dispositivo. —¿Sloane? —insistió Jin. Al fin ella se giró para mirarlo—. ¿Estás bien? Douceur, douceur, era una palabra tan tierna en francés. Dulzura. Suavidad, flores y perfume. En inglés, la forma en que la estaban mirando los ojos de Jin se describiría como «preocupada», pero en francés era atenta, era empática.

Sloane sentía que la compasión de Jin aumentaba el magnetismo entre ellos y la hacía querer tocar su brazo, su hombro, cualquier parte de él. —No lo sé —susurró honestamente—. Quizá sí estoy bien. —Intentó reírse, pero terminó encogiéndose de hombros en un gesto casi letárgico—. Tengo trabajo que hacer. Mientras tanto, Roman pasó a otra diapositiva. Apareció la imagen de un hombre solitario observado por un estrecho visor con un cable sobre su cabeza. Sloane reconoció el logo de uno de los juguetes sexuales que le habían entregado a Sloane en su departamento el primer día que pasaron en Nueva York. Comenzó a hablar sobre la realidad virtual Tenga y cómo liberarse del sexo era La Gran Cosa Por Venir. —¡En el ciberespacio podemos hasta inmortalizarnos! Con la tecnología virtual responsiva, nadie más que nuestra imaginación puede limitarnos. Podemos disfrutar los fetiches que la sociedad ha castigado. La revolución sexual, y soy prueba de ello, está ocurriendo en línea. En algún lugar al frente alguien comenzó a aplaudir. Luego alguien detrás de esa persona también comenzó a aplaudir. Sloane se descubrió moviendo la cabeza a un ritmo inaudible, increíblemente aliviada. Si eso era todo lo que tenía Roman, ella podría vencerlo. Lo conocía, lo conocía bien, y lo único que tenía para sostener todo eso era su carisma. Pero cuando Daxter tomó el escenario, sonriendo ante su prodigio, Sloane recordó que Roman no necesitaba datos, que Mammoth se los conseguiría y que si no existían, le inventarían algunos creando productos de realidad virtual que la gente tendría que tener. Ya se le había sugerido que las tendencias ya no existían, sino que todo es hechizo, y aunque Sloane había sostenido por mucho tiempo que eso no era verdad, tenía que reconocer que en ciertos casos, en este caso, sin duda podía ser cierto. —Me encanta —declaró Dax, demasiado emocionado para evitar darle una palmada en la espalda a Roman—. Se me ocurren tantos productos que voy a tomarlo como rehén. Escucharán más sobre esto la próxima semana, pero no quería que se fueran de vacaciones sin escuchar esto de mi boca: tenemos la gran suerte de que Roman se una al equipo para prepararnos para ReProducción. — Rodeó la silueta de Roman con un brazo—. Junto a Sloane —agregó.

Vaya. Sloane no había aceptado que ella y Roman lideraran equipos distintos. Pero Roman sí y, aparentemente, con eso bastaba. —Eeeh, sí —siguió Daxter, mirando una mano que ondeaba entre el público—. No iba a dejar un tiempo para preguntas, pero pues claro. Sloane se paró de puntillas para ver a un hombre vestido con una camiseta casi al frente. Dax le pasó el micrófono. —Sí, eh, yo, no sé si Sloane esté aquí o no —dijo el chico, dirigiendo su comentario a Sloane—. Pero tengo entendido que… ¿son pareja? La sangre de Sloane dejó de correr por sus venas como debería. Un nuevo grupo de personas giró la cabeza para verla ahí atrás. En el escenario, la expresión de Dax se endureció. Quién sabe qué estaba pasando bajo el traje de Roman. —Y supongo que mi pregunta es, bueno, ¿cómo reconciliar lo que Sloane nos ha estado diciendo, eso de que la gente va a querer, pues, cosas con personas reales otra vez, con lo que tú estás diciendo, que es que nuestras vidas, o sea, hasta nuestras vidas sexuales, van a vivirse por completo online? Sloane sintió como si sus pulmones estuvieran conteniendo demasiado aire. Jin se movió nerviosamente a su lado. Rápidamente Dax recuperó el micrófono. —Sí, bueno —comenzó a decir Roman, estirándose hacia el micrófono que en realidad Dax no le había ofrecido—, en los estudios de mercado siempre hemos visto que para las mujeres es difícil hablar sobre sexualidad sin emoción. —Maldito hijo de perra —dijo Sloane entre dientes. —… siempre está esa…, ¿cómo decirlo? ¿Esa especie de ternura? Se apegan. Y claro, ¡pueden ser madres! Lo cual hace que la objetividad sea difícil… Dax tomó el micrófono de nuevo. Mientras tanto, unos gusanos de luz habían comenzado a bailar frente a los ojos de Sloane; se sentía a punto de desmayarse. ¿Roman acababa de anunciar que estaba ansiosa por ser madre ante todo el público?

—Probablemente es una cosa de género, pero sí —continuó Roman, aunque Dax claramente estaba intentando detenerlo—. ¡Creo que es probablemente la única vez en que no hemos estado de acuerdo en cuanto a tendencias! «Este maldito payaso —pensó Sloane, palideciendo—. Si este imbécil misógino cree que va a presentarse como la gran cosa en el área de la predicción de tendencias, debería predecir lo que le espera». Y también Dax. Sloane tomó su celular y escribió el borrador de un correo avisando que aceptaría la propuesta de Daxter de hacer una consultoría doble para la cumbre de ReProducción. Luego se giró hacia Jin. —Dime si este animal dice algo más sobre mi útero —insistió, furiosa. —Lo haré. —Jin aún no había visto el fuego que ella tenía adentro, pero de cualquier modo sonrió al ver que estaba de vuelta—. ¿Qué vas a hacer? —Voy a volver a mi oficina y hacer mi maldito trabajo.

veintiséis

Sloane recorrió rápidamente los muchos pisos hasta su oficina, decidida a no dejar de moverse. Le escribió un e-mail a Deidre pidiéndole que les dijera a todos los reporteros que habían solicitado comentarios y entrevistas que no estaba disponible por el momento. Luego llamó a Mina y le pidió que subiera. —Siéntate —dijo Sloane cuando Mina entró, luciendo a la vez halagada y sorprendida—. Estoy segura de que tienes cosas que hacer. Sólo quería decirte que… ¿la idea que comentaste el primer día? ¿De algún elemento de segunda piel que monitoree lo poco que nos tocan? Quería decirte que voy a promover las ideas como esa. Por si tienes más. —¿En serio? —preguntó Mina suavizando de pronto su expresión. —Sí. Dax tiene una nueva cabeza para su agenda tecnológica, así que yo podré tomar otro camino. Mi visión del futuro es que la gente va a querer estar con gente de nuevo, ¿qué te parece? Cuando Mina se fue, prometiendo informarle lo que encontrara inusual o en tendencia en Frederica, Delaware, donde pasaría el día de Acción de Gracias (y para Sloane «Frederica» sonaba más como una pícara niña de siete años que como un lugar real), llamó a Allison, de Electrónica, y su llamada se fue al buzón de voz. —Allison —comenzó Sloane—, quería hablar contigo sobre la expansión de la línea de aparatos electrónicos Denizen al dormitorio. No sé si estuviste en la charla del señor Bellard esta tarde, pero lo van a traer como consultor para el proyecto de ReProducción, y dado su entusiasmo por la realidad aumentada, probablemente es mejor candidato para responder tus preguntas sobre las herramientas de sexo virtual en el hogar. En cuanto a mí, preveo un regreso a la intimidad física, así que no me sentiría cómoda aconsejándote sobre una tendencia que no es sustentable en el mercado. Colgó ruidosamente. Luego buscó a Andrew Willett, de Muebles.

—Oh, Sloane —dijo, sorprendido al ver quién le estaba llamando—. ¡Hola! —Hola —respondió Sloane alegremente—. No quería que te fueras de vacaciones antes de responder la pregunta que me enviaste. Creo que si realmente quieres destacar con tu catálogo de camas, deberías incluir una familia: dos figuras paternas y un niño, todos leyendo libros sobre la cama. O uno podría estar leyendo un periódico. Pero nada de pantallas. —¿Nada de…, nada de pantallas? —No, nada. —Se miró una mano observando su esmalte de uñas de un vívido color cúrcuma. —Eh, pues puedo intentarlo, pero… ¿no pueden ser una madre y un padre? Nos demandarían. —Cuidadores, Andrew. No importa si son dos mujeres, dos hombres o dos osos. De hecho, podrías tener un gran éxito si pones animales salvajes. La idea es crear una imagen de amor y calidez. La gente responderá a eso. Confía en mí. Haz una prueba. Somételo a un focus group. Apuesto que las reacciones te sorprenderán. ¿Quién diablos quiere ver gente pagando sus deudas electrónicamente en la cama? Las librerías independientes se están poniendo de moda. La lectura viene de regreso. Lo impreso también volverá. —Oh, eh, bueno, muy bien —dijo ante el aluvión de palabras de Sloane—. Pero no sé si podré convencer al equipo. —No tienes que hacerlo. Ese es mi trabajo. Sólo prepara algunos ejemplos y yo me encargo de lo demás después de las vacaciones. —De acuerdo —dijo Andrew, y luego añadió, más animado—: ¡De acuerdo! Sloane le deseó que se la pasara bien en sus días libres, en los que iría a Kansas. Era inspirador pensar en todos los lugares de los que venía la gente real. El teléfono de Sloane seguía vibrando con más y más mensajes, así que cuando colgó con Andrew, finalmente revisó su celular. Su hermana le había mandado media docena de rabietas en puras mayúsculas: ya había leído el texto de Roman.

«La masturbación, tanto la cerebral como la física, es la forma preferida de descarga de los que tienen experiencia digital»?! OJALÁ NUNCA HUBIERA «EXPERIMENTADO DIGITALMENTE» SU TEXTO!

ASÍ QUE AHORA LA GENTE PUEDE TENER UNA RELACIÓN CON EL PORNO? OMG PARA QUÉ TUVE HIJOS SI VAN A CRECER PARA CONVERTIRSE EN ESO

Sloane se conmovió al imaginarse a su hermana luchando contra las súplicas de sus hijos de que les diera más cacahuates o pretzels a fin de enviarle esos mensajes. Eso era más parecido a la Leili con la que había crecido: alguien que literalmente saldría corriendo de una cancha de futbol a medio partido si su hermana necesitaba ayuda. De camino a la salida, se detuvo en la oficina de Deidre para desearle feliz día de Acción de Gracias (Deidre iba a su casa a Ann Arbor, «la ciudad de los árboles», como ella le decía), y luego bajó por las escaleras, donde se encontró, de nuevo, con Jin en el cuarto de copiado. Había ido a recoger un artículo sobre el renacimiento de una ancestral tendencia maya en la que la gente usaba insectos vivos como adornos; presentía que sería parte del movimiento del regreso al cuerpo que anticipaba, aunque aún no sabía cómo. Algo respecto a la tierra en los insectos, de donde venían, la tierra. Polvo eres y en polvo te convertirás. La hermosa muerte. —Parece que este es algo así como nuestro lugar, ¿eh? —dijo Jin cuando ella entró. —Pues tiene una luz muy agradable —soltó Sloane entre las descargas eléctricas que sentía. Jin no dijo nada más sobre la conferencia de Roman ni sobre su comentario acusatorio de que Sloane quería hijos. Había otras personas en el cuarto de

copiado, aunque la atención de Sloane estaba tan profundamente puesta en Jin que no notó quiénes eran. Acordaron, sin decirlo en voz alta, hablar durante las vacaciones. Estrecharon sus manos, como colegas, para sellar un trato que nadie más había escuchado, y durante el resto del fin de semana Sloane se sintió agobiada por lo incompleto que fue aquel o.

Sloane sufrió una gran pérdida el fin de semana de Acción de Gracias: no tenía su carro. Ya fuera por casualidad o como prueba mayor de que Dax se había puesto en su contra, Anastasia había quedado fuera de servicio para que le pusieran una decoración de temporada sobre el capó. Sloane asumió que mucha de la energía corporativa se había usado para decidir qué decoración podría ser navideña sin tener una carga cristiana. Por los dibujos que le habían mostrado, parecía que recibiría a Anastasia con un puño de jelly beans bañados con nieve blanca. Al llegar a su casa, Sloane iró la arquitectura de su vida sin Roman: el departamento estaba limpio y lleno de esperanza, iluminado. Como un rito de purificación, Sloane bañó la cocina con Clorox en su versión industrial, la que mata tanto las bacterias malas como las buenas, y no la marca que usaba por lo general, hecha con geranios y esperanza. Limpió los pisos, cambió las sábanas de su cama, lavó ropa. Y mientras estaba perdida en su trabajo doméstico, pensó en sus compinches. Su empresa de consultoría en París había tomado su estilo de las otras agencias de predicción de tendencias para las que Sloane había trabajado en el pasado: bajo perfil, largo alcance. Aparte de una asistente personal parisina (quien había aprovechado el interludio neoyorquino de Sloane para «recentrarse» en un retiro agroturístico en España), Sloane trabajaba sola, aunque sí tenía una camarilla de expertos a los que llamaba cuando necesitaba otros puntos de vista o habilidades que ella no tenía, tales como saber usar Excel. Sus compinches (Sloane tenía una reacción alérgica al término «cazatendencias») estaban por todas partes del mundo: Melbourne, Shanghai, Des Moines. A veces Sloane encontraba sus catalizadores humanos a través de referencias, pero por lo general los sacaba de sus propios viajes. Kai, por ejemplo, era un diseñador de tenis en Leed a quien conoció en la pequeña tienda que tenía mientras estaba en la ciudad para una conferencia sobre tipografías (el en el que ella estaba era: «¿Helvetica es la Nueva Helvetica?»). Nelly, una lesbiana femenina de pelo rosa, era bartender en Kansas además de una optimista incansable. A veces Sloane colaboraba con otras personas por su disposición, no por sus logros. A veces conectaba con alguien porque era noble, o simplemente sensible, o tenía la profundamente rara capacidad de mantener la mirada levantada al caminar.

Lo mejor de sus compinches era que vivían en toda clase de culturas y zonas horarias, así que siempre había alguien a quien llamar cuando necesitaba inspiración. Claro, estaba muy segura de sus premoniciones, pero sabía que no haría daño probar las aguas de otras personas. La primera llamada que hizo fue a Kai, siempre había sido su favorito. Tenía una seductora amalgama emocional de juventud e inteligencia; era a la vez sereno y nervioso. Si Sloane tenía el don de predecir tendencias, Kai lo tenía para generarlas. Él solo había hecho despegar el fervor por los tenis de terciopelo negro que se extendió por todo Europa años atrás. Lo encontró en lo que sonaba como si fuera un ruidoso restaurante. —Kai —dijo, acostumbrada a expresar sus necesidades entre el ruido. Él siempre estaba de camino a algún lado, en un taxi, en un pub—. Dime una locura. Tengo una crisis. —Okey —respondió Kai, y el clamor se atenuó conforme se movía a un lugar más calmado. Muy probablemente un baño. Sloane escuchó que alguien tiraba de la cadena—. A la gente le gustan mucho las campanas. —¿Campanas? —Sí, tipo en la ropa, literalmente: campanas de plata. Sloane levantó las rodillas sobre el sofá. —Ugh —dijo, sin más que comentar. Puntos inconexos. —¿Supongo que son algo así como un talismán? Inspiradas en las percusiones tibetanas. La gente se las pone en los tenis, las cuelga en sus mochilas. Se ven en los collares. —Bueno —Sloane hizo una pausa—. Pero ¿y en cuanto a cosas persona-apersona? ¿Ves algo en términos de…, digamos, lo físico? —Oh, ay, no —respondió, soltando una sonrisa—. A menos que las patinetas eléctricas cuenten como algo físico. Así presumes mejor tus tenis, ¿no? Sloane colgó, contrariada. Su hambre de información respondía a una necesidad

muy específica, nutricional y urgente. Como un sistema bajo en hierro, sabría que había encontrado la información correcta cuando la encontrara, y las campanas no lo eran. Luego llamó a su amigo Lance, quien trabajaba en una inmobiliaria en Malmö, Suiza. —Hornos de pizza exteriores —respondió con toda seguridad cuando Sloane le preguntó sobre la nueva moda—. Y hogueras de piedra. —¿Hogueras de piedra? —¿Eso era lo que los financieramente independientes consideraban aventura? ¿El calor en exteriores? Después de su considerable molestia con Kai, Sloane ya no quería preguntarles a los demás si veían específicamente algo relacionado con la intimidad, no quería que sus respuestas obedecieran a prejuicios. Pero no tenía que preocuparse. La información que estaba recibiendo era definitivamente antitacto. Ethan, en Dallas, le contó sobre la popularidad de una app llamada «CorrePipí» que te dejaba saber qué partes de una película habían sido votadas como «no esenciales» para que pudieras correr a hacer pipí. Aparentemente la app era tan exitosa que las filas del baño se acumulaban en los mismos momentos de las películas recién lanzadas, lo cual generó que el magnate de los talentos William Morris comprara la app, pues quería tener a la información de los descansos para ir al baño para poder monitorear dónde flaqueaban y perdían el interés las películas de sus clientes. Lulu, en Los Ángeles, le habló a Sloane sobre la tendencia de compartir datos durante sesiones de privación sensorial: la transmisión de los niveles de presión sanguínea y frecuencia cardiaca mientras los estresados angelinos estaban sumergidos en esos tanques sin luz y a prueba de sonidos que se habían convertido en una popular forma de limpieza digital. —Pero no te estás limpiando digitalmente si estás compartiendo tus signos vitales a través de las redes sociales —interpuso Sloane. —Supongo que es cierto —reconoció Lulu, quien sonaba como si estuviera masticando cabello—, pero al mismo tiempo, te celebran por pasar de ser el más estresado al más calmado. Está de moda.

Sloane hizo una nota mental de echar a Lulu de su grupo. Había sido una fuente confiable (y cuerda) de información sobre bienestar hasta que entró a hot yoga. El variado equipo de Sloane le habló sobre especies de peces que se comunican a través de impulsos eléctricos y un clamor por los adornos tejidos con gancho, la ubicuidad de las alcachofas de Jerusalén y los libros de colorear para adultos. Pero sólo Rufus, de Nueva Delhi, le dio algo con lo que sí podía trabajar. —Verás, es un botón inútil. Comenzó como una app, y la app fracasó, pero un tipo de aquí lo resucitó. Simplemente picas, y picas y picas la pantalla de tu teléfono, y en algún momento, tras un número impredecible de intentos, surge algo completamente al azar. Una imagen. Un sonido. La foto de un camello. —El descubrimiento —dijo Sloane—. La esperanza. —Sí, exactamente —agregó Rufus, que sonaba como si estuviera bebiendo algo. Era mitad de la noche en Nueva Delhi, esa parte densa de la noche en que tus pensamientos reales son más extraños que tus sueños. Rufus era un programador que dormía durante el día. —O sea, replica lo que todos estamos esperando, que es que algo increíble y maravilloso salga de nuestros teléfonos. Sloane podía avanzar con eso. Un botón inútil era un llamado de auxilio digital. La gente estaba recurriendo a la tecnología para que los llevara a la salvación, pero no estaba funcionando. Sloane no solía tomar muchas fotos con su teléfono, pero la última que tomó le vino a la mente de pronto. Era la fotografía de una pieza de arte callejero que había visto en el distrito Belleville de París un par de días antes de irse. Una pregunta se levantó: «¿Nuestra humanidad puede salvarnos de nuestra inhumanidad?». Lo sintió desde lo más profundo de su ser: sí.

Esa noche, Sloane se hundió en su propia versión de una cámara de privación sensorial, una especie de meditación profunda en la cama a la que recurría cuando tenía demasiadas cosas en la cabeza. Sin ropa, con las cortinas cerradas, el refrigerador desconectado (hacía unos sonidos gorjeantes que la volvían loca), con una máscara para dormir de lavanda sobre sus ojos, se metió en las cobijas y hundió su cara entre cuatro almohadas. Desde ahí, con su cuerpo anclado bajo las pesadas cobijas, flotó entre la opinión de su experto y los pensamientos que le habían estado llegando desde antes de que saliera el artículo de Roman. Las visiones pasaban como estrellas fugaces en el espacio que era su mente. También los recuerdos, los e-mails de trabajo que no había respondido. Urgencias falsas. Arrepentimientos. Vio botellas de gel antibacterial colgando de los bolsos. Gente dándole likes a perfiles de personas con las que nunca iban a salir. El regreso de la charla casual: libros de instrucciones y tutoriales de conversación que te enseñarían cómo platicar. Un crecimiento en el mercado de las linternas. Linternas. ¿Por qué? Leer bajo las cobijas. Leer en una tienda de campaña. Acampar. Áreas sin servicio de celulares. Desconectividad. Desactivación de cuentas. No comprar. No ser encontrado. Un aumento de fugitivos. Lo opuesto al bullying. Énfasis en hacer amigos. Énfasis en las amistades lentas. Agendas sin fechas. La tendencia a no hacer planes. Un relanzamiento del eslogan «Llama y acércate» de AT&T.

La túnica que dejó en la tintorería y se le olvidó recoger. Las imágenes chocaban unas con otras, pasaban unas junto a otras como peces. Comenzaban a cernirse, las imágenes que no tenían resonancia se disipaban. Tenía que esforzarse para que las cosas superficiales no salieran, listas de cosas por hacer, ansiedades y quejas, pero si se quedaba ahí el tiempo suficiente, la jerarquía de su mente encontraría su forma natural. Los pequeños cometas seguían pasando. Caballitos de mar danzarines y algunas chispas amarillas. Clases de baile. Olerse a uno mismo como indicador de salud. Fe renovada en las feromonas en vez de las páginas de citas para conocer la compatibilidad sexual. Un creciente furor por el buceo. Aves domésticas y granjas de hormigas. Un clamor por nuevas mascotas. Un bebé con manos palmeadas de nacimiento, un giro de la evolución. Prueba de que los humanos ya no necesitan dedos separados, sólo algo con lo que moverse por la pantalla. Andar a caballo. Andar en trineos jalados por perros. Un notable interés por los deportes que unen al hombre y a la bestia. Una celebración de la humildad. Compartir menos. Necesidad de privacidad de nuevo. La cabeza de Sloane se llenó con la música etérea de una mente que se va quedando dormida. Habría una búsqueda de notas no escuchadas y las síncopas que hacían trabajar a la mente y viajar al alma. Habría laboratorios de música donde la gente pudiera escuchar acordes disonantes y complejas tonalidades para despertar caminos neuronales que habían sido condicionados por la melódicamente predecible música pop de la era moderna. Habría clases de escritura a mano y clubes de modales donde las personas practicaran las normas de la etiqueta para mantener vivo el decoro. Se le había olvidado buscar un dentista en Estados Unidos. Y un ginecólogo, por cierto. Había sido bueno hablar con su hermana. Tenía que llamar más a su hermana, y a su mamá.

Cuando Sloane despertó al día siguiente, la ciudad estaba cubierta de blanco. Era temprano, aún no amanecía: habría vuelos retrasados y sedanes marcando caminos cafés sobre la nieve. Habría la posibilidad de muñecos de nieve y peleas de bolas… hielo cristalino esculpido con guantes. Habría hornos precalentados y pequeñas bocas. Habría la imposibilidad de comer tubérculos convertida en dulzura y delicia a través de la aplicación de calor. Habría entradas llenas de ropa y botas con nieve derretida escurriéndose por las grietas del suelo. Habría música. No habría música. Habría ventanas emergentes y publicidad, agendas políticas, se venderían cosas. Habría más nieve, y habría más silencio. Habría calma de nuevo.

veintisiete

A la mañana siguiente, sintiéndose más clara y limpia tras la meditación, Sloane tuvo el impulso de ejecutar el tradicional, último y desesperado esfuerzo conocido como el Gesto Dramático y tomar un avión a Florida. Haría lo que había estado evitando desde hacía tantos años: presentarse física y emocionalmente. Planes muy bien elaborados, sin duda. Revisó innumerables páginas, hizo llamadas, incluso intentó con el departamento de viajes en Mammoth: no había ni un solo vuelo disponible. La naturaleza en su infinita superioridad había demostrado la tontería que era esperar hasta el cuarto jueves de noviembre para demostrarle a tu familia que te importaba soltando una cantidad histórica de nieve sobre la Costa Este. En todo el país había aviones detenidos, indefinidamente retrasados. Los pavos se sobrecocían mientras las madres revisaban y volvían a revisar el estado del vuelo en el que iban sus hijos. Las camas que se habían preparado para los nietos se quedaron sin que nadie durmiera en ellas y nadie usó las toallas de invitados. El personal de las aerolíneas acumuló horas extra, se soltaron insultos, se hicieron súplicas, se mostraron los egos. Las razones para volar de los pasajeros eran muchas y convincentes: pero la Madre Naturaleza, la gran potestad, no aceptaba ninguna. Cualquier cosa que subiera al cielo no bajaría ese día. Cuando terminó de aceptar que no iba a poder llegar a Florida, sintió el cuerpo pesado tanto por el alivio como por la decepción de no poder hacer ese viaje sorpresa. Sloane se tendió en la cama y pensó en que las etapas del duelo también aplicaban a los viajes aéreos: Negación, Rabia, Negociación, Depresión, Aceptación. En cierto sentido sentía celos de los que estaban atrapados en un aeropuerto observando a los humanos atribulados alcanzando el quinto nivel. Comenzaría con la distribución de los cupones de comida. Filas imposiblemente largas frente a Sbarro y Chick-fil-A. La ira y la indignación ante esa experiencia tensaría los cuerpos de las personas y los haría cerrar las manos en puños y apretar las quijadas. Alguien con un bebé, dos bebés, exhausta, al fin se atrevería

a preguntar si podía meterse en la fila, y el hombre al que se lo pidió sería el equivocado: un ejecutivo que tenía más o menos tres horas de vacaciones en su contrato anual, un hijo único que no había visto a sus padres en Cincinnati desde la primavera del año pasado, quien había dejado el cargador de su computadora en la maleta que documentó, ¡idiota!, y que sólo había documentado su equipaje porque compró muchas camisas de vestir para que su padre lo viera más elegante, más feliz; su padre, quien le dijo Steven el otro día (que no era su nombre sino el de su tío, que llevaba tres años muerto), y con los retrasos, si acaso lograba llegar a Cincinnati, estaría una cantidad tan mínimamente ridícula de tiempo que sería peor para sus padres que si no hubiera ido. Y ahora, cuando lo único que quería era algo grasoso y fuera de su dieta, ahí estaba esa mujer con sus bolsas enormes y su tropa de niños chorreados con sus camisetas sucias, preguntándole si se podía meter en la fila. Este hombre iba a decir que no porque tenía el azúcar baja y estaba exhausto, y también frustrado por la vida que había querido formarse (esposa, hijos) pero no había conseguido, y por la que no iba a alcanzar volando (su padre aún tenía hoyuelos al sonreír), cuando se le adelantó una mujer que dijo «Sí, póngase adelante de mí, yo también tengo niños pequeños». Y sí tenía hijos, esa mujer que había permitido que se metieran en la línea, uno de los cuales era un infante para el cual llevaba una hielera blanda con leche materna congelada en su maleta documentada, que en ese mismo momento probablemente estaba chorreando, lo cual significaba que todas las medias horas que pasó sacándosela en su feo hotel no sirvieron de nada. Ahora el bebé tendría que tomar fórmula por primera vez en su vida porque los pechos que necesitaba estaban atorados en una fila de comida rápida en Newark. Mientras tanto, su esposo lograría presentar la fórmula con gracia o sería un total desastre. Tantos pequeños y enormes desastres, y nada que pudieran hacer más que ser amables con los demás, ser pacientes con los demás, dejarlos que se metieran en la fila. «Sí, póngase adelante de mí» comenzó una conversación sobre la frustración que se convirtió en agradecimiento. El ejecutivo, avergonzado por la generosidad de su vecina, se ofreció a cargar las bolsas de la madre mientras todos esperaban en la fila, y ¿qué era lo que estaban esperando? El pollo frito no es bueno para la salud, itieron, y te ensucias, pero ¿qué no el pollo frito era, inherentemente, lo mejor? Y en otra parte de la enorme terminal, atestada de gente usando su equipaje de

mano como mesas para la computadora porque todas las sillas estaban llenas, una mujer que iba de camino a Jamaica para un muy necesario «viaje de chicas» con mujeres que, igual que ella, llevaban tres años divorciadas; que intentaban no pensar en el costo (financiero y emocional) de cada hora en la que no se estaba asoleando después de usar el spa que recordaba de las últimas vacaciones veraniegas que tomó cuando su ex seguía siendo su esposo, cuando también se había retrasado su vuelo y ella sugirió que fueran por un masaje para iniciar sus vacaciones, y él le dijo que ya había pagado suficiente por la vacación. Al diablo con Dale y su casa, que podía caerse con un soplido, y con sus paredes exteriores, que él les decía a todos que eran de madera cuando era claro como el agua que eran de vinil, ella iba a ir a que le hicieran un mani-pedi. Y cuando la pedicurista tocó las piernas de Teresa, dándole un golpecito sobre su pantorrilla desnuda para decirle «Meta su pie al agua», cuando puso sus manos sobre los desgastados nervios plantares de la mujer y aplicó presión con la punta del pulgar, Teresa se llenó por completo con la energía del o. Toda la organización que se había requerido para que se tomara cinco días libres (Stella a la casa de su amiga, Harry a la de su papá) se desvanecieron con ese cálido o. Tan perdida estaba Teresa en la relajación, que cuando la manicurista le preguntó si quería un masaje de hombros de diez minutos por quince dólares más, Teresa pudo sentir el sol sobre su piel y el calor de sus compañeras, las risas, las confesiones, el hecho de que no importaba que se viera un poco fofa en su traje de baño porque no tenía veinte años, maldita sea, y además, aún más cierto: que se merecía sentir que era especial, se merecía un poco de amor, así que tomó su billetera para sacar más dinero. Sloane podía verlo todo, podía sentir el tímido surgimiento del mejor lado de la humanidad, tan claramente como podía ver el Toyota Camry allá abajo, dirigiéndose a la calle Diecinueve hacia el parque de perros, cruzando las banderas de Puerto Rico, de las que sólo se veían las puntas, abriéndose paso entre las azaleas cubiertas de nieve en el jardín público por el que los residentes tenían que luchar cada año contra los desarrolladores. Podía sentir la exhalación de las personas por todo Estados Unidos al darse cuenta de que ese día no iban a realizar sus planes, el casi glorioso absurdo que viene tras aceptar el hecho de que, aun con tu teléfono y tu tablet y tus termostatos conectados al wifi, no tienes el control, y que tu mente, tan cansada, siempre encendida, interpreta esa súbita impotencia como si fuera exactamente lo que querías.

veintiocho

El fin de semana fue largo. Sloane extrañaba a Jin. Extrañaba su carro. Además, ciertas personas no le estaban devolviendo sus llamadas. Había dejado mensajes de «Feliz día de Acción de Gracias» para su mamá y su hermana y, después de dos días sin respuesta, su ego estaba herido. «Realmente intenté ir —escribió en un mensaje grupal para ambas—. Sólo para que lo sepan. Lo intenté». Incluso Roman (que había continuado con sus frenéticos mensajes de «No estoy seguro de saber por qué estás tan enojada / Pensé que te emocionarías por nosotros») se había quedado callado. Si se podía juzgar por su alud de apariciones en radio y televisión (tan sólo en ese fin de semana largo había estado en The Today Show, The Tonight Show, y había sido anunciado para el episodio de esa semana de Give Me One More Second!), probablemente había decidido que ya no la necesitaba ni a ella ni a la opinión que tenía de él. A fin de vacunarse contra el hongo atómico de la relevancia de Roman, Sloane fue al cine, una actividad de lujo para la que casi nunca tenía tiempo. Había estado lloviendo y haciendo frío, la ciudad estaba vacía porque la gente se había ido a sus otros hogares, y, con su carro aún fuera de servicio, decidió tomar un taxi. Sin importar en qué ciudad estuvieras, los taxis solían ser lugares seguros para hacer introspección y reflexionar, pero ahora era como estar dentro de una cámara de estímulos. Sloane se pasó los veinte minutos del viaje siendo atacada por diferentes imágenes en la pantalla de televisión. Un video era de Roman en un programa parloteando sobre el fin de la sensualidad. —Supe que la sensualidad, la sensualidad estadounidense, se había acabado — decía Roman con sus dientes resplandeciendo sobre la taza con el logo del programa—, cuando estaba buscando materiales para un posible trabajo dando clases. Aquí —señaló hacia abajo, como si planeara enseñar desde ese mismo escenario—, en Estados Unidos, me estaban mandando…, no sé cómo les dicen. Manuales, ¿sí? ¿Sobre la etiqueta sexual? —Abrió sus manos para explicar más la situación.

»Si voy a tener una junta uno a uno con un estudiante, la puerta debe estar abierta. Y entre nosotros debe haber un metro de distancia. Si el estudiante tiene las piernas cruzadas, ¡bueno! —gritó con énfasis—. Entonces ¡debe ser así! — Ahí hizo un gesto dramático de alguien con una camisa de fuerza, para deleite del público en el estudio. Sloane comenzó a presionar el botón digital de apagado para hacerlo desaparecer de la pantalla, pero daba la impresión de que todos sus esfuerzos por apagar la televisión sólo hacían que Roman hablara más alto. —Y entonces, Dina, debes reconocer que la sexualidad no puede vivir aquí. — Roman le estaba diciendo esto a la anfitriona del programa, señalando con un lánguido movimiento de su mano hacia todo el escenario—. ¡No es necesario! ¡Hay un mundo más delicioso, más salvaje, más gratificante en línea! —¿Disculpe? —dijo Sloane dando unos golpecitos contra el plexiglás que la separaba del conductor—. Le doy dinero si encuentra la manera de apagar esta cosa. —¿Eh? —dijo él, volteándose y sacándose un audífono del oído—. Sólo tarjeta. —¿No acepta efectivo? —preguntó Sloane. —Sólo tarjeta. —Y se volvió a poner el audífono.

El lunes no pudo llegar lo suficientemente rápido. Sloane se levantó temprano, sabiendo que las dos cosas que la hacían fuerte estaban de regreso. La noche anterior, Jin había regresado de Seattle, con el nuevo conocimiento de que no le gustaba hacer canotaje en noviembre y el descubrimiento de que su padre divorciado era oficialmente un buen partido. —No sólo una, sino dos mujeres le llevaron sándwiches esta mañana —le dijo Jin en una de las llamadas que se hicieron durante el tiempo en que no estuvieron juntos—. Tienen controladas sus salidas a pescar. Además de tener a su galán en la misma costa, también tenía a Anastasia de vuelta, recién decorada para las fiestas. —La percepción que tengo de los jelly beans es que evocan la Pascua — comentó Anastasia cuando Sloane le preguntó qué pensaba de su nuevo capó—. Pero no estoy aquí para plantear porqués. —Lord Tennyson —respondió Sloane, constantemente impresionada por el espectro de referencias culturales de su conductora. Mientras cruzaban la ciudad, Sloane se reencontró con un montón de mensajes de Dax en su teléfono. Estaba feliz de saber que Sloane aceptaba compartir la consultoría con Roman, y le había estado enviando ideas durante todo el fin de semana en formato de flujo de conciencia:

Voy a hacer un video para anunciar la mañana del lunes que Roman se incorpora. (Aún en Aspen, es maravilloso esquiar en noviembre, ¡gracias, cambio climático!). Y para explicar hacia dónde nos dirigimos: PROTECNOLOGÍA Y PROTACTO.

En cuanto a la forma en la que organizaremos la cumbre de ReProducción, ¿quizá sea un debate? ¿O quizá presentaremos los productos de cada lado, y luego hacemos el debate? Me gusta mucho la idea de que los de la

audiencia puedan escoger un bando: recibiremos ideas de todos con métricas de las redes sociales para ver quién va ganando en tiempo real. Ah, y estoy revisándolo con los abogados, pero creo que vamos a transmitirlo todo en línea… a cambio de $$$.

La seguridad de Sloane vaciló al leer de nuevo las ideas de Dax: ¿realmente podría involucrarse en un circo así durante un tiempo prolongado? Pero luego recordó todas las notas que había recibido y las anécdotas que había escuchado ese fin de semana gracias a sus compinches, y se recordó que había construido su reputación identificando tendencias en las que ella creía antes que nadie. Tendencias lejanas. A muy largo plazo, pero reales y sustentables. Echarse para atrás no sólo decepcionaría a las personas que anhelaban el regreso de una forma de vida más personal, sino que también le haría mal a ella misma. ¿Realmente quería que su nombre acompañara a un montón de bebés robot empáticos que permitirían que la gente viviera la paternidad con control remoto? ¿O quería hablar sobre lo que realmente veía venir, lo que realmente pensaba que sería tendencia? Pasó sus manos sobre los asientos de piel de Anastasia y observó los letreros de «Esta Navidad, piensa en TI» que brillaban sobre las tiendas. Protacto. Protecnología. La única razón por la que Daxter aceptaría darle la oportunidad a la gente de elegir entre esos dos campos era porque estaba seguro de que ella iba a perder. La haría verse ridícula para que los productos y la misión de Mammoth («Llevando al mundo®») parecieran más atractivos y necesarios que nunca. Los juegos y la electrónica, música, comida y moda, todo directo no a tu puerta, sino a los intestinos de tu smartphone. Tu vida sexual y amorosa también. No. Sloane iba a presentarse y anunciar que la gente estaba lista para separar sus almas de sus tarjetas SIM. Lo que quería en el camino hacia su trabajo eran tambores. Una canción bélica llena de percusiones. Y luego recordó que tenía un tesoro de conocimiento virtual en el lado del conductor. —¿Anastasia? ¿Conoces algunas canciones? —¿Como canciones de cuna? —preguntó Anastasia.

—Pues no sé, la verdad —dijo Sloane, apenada de pedirle una canción rusa por su fantasía secreta sobre las raíces de Anastasia. Quería creer en una Anastasia que tenía un gran conocimiento de la tradición oral. Algo que convenciera a un soldado cansado de seguir adelante. —Estaba pensando más bien en… ¿canciones de guerra? —Oh, claro —respondió Anastasia, animada—. Tengo varias. —Y luego comenzó a cantar.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco Una liebre salió a pasear De pronto apareció un cazador Y le disparó.

Bang, bang, oh oh oh, Mi liebre se va a morir. La llevaron a casa Y de pronto revivió.

—Mmm —comentó Sloane cuando se acabó la canción—. Extrañamente profética. —Sus ojos se posaron en una anciana que iba cruzando la calle con una correa atada a su propio zapato. ¿Qué podía pensarse de eso? ¿Qué podía pensarse de nada? Cuando la anciana llegó a la banqueta y Anastasia se echó a andar, Sloane sugirió que además de manejar autónomamente, su carro también debería considerar dedicarse a predecir tendencias.

veintinueve

Sloane llegó a la oficina lo suficientemente temprano para garantizar que tendría un tiempo a solas antes de que el día comenzara, y por tanto no se la pensó al presionar el botón para cerrar la puerta del elevador hasta que escuchó un «¿Puedes esperarnos?» con voz femenina que venía del lobby. Dos chicas a las que no reconoció llegaron corriendo al elevador, al principio agradecidas y luego incómodas cuando vieron que la persona que les estaba deteniendo la puerta era Sloane. Intercambiaron algunas sonrisas desganadas. Mientras el elevador ascendía sorprendentemente lento, una de las chicas le enseñó la pantalla de su celular a la otra. Sloane vio la imagen de un raquítico oso polar que se había vuelto viral la noche anterior. —Oh, por Dios, es tan triste. O sea, casi lloré —dijo la chica dos. —Yo sí lloré. O sea, básicamente sigo llorando —comentó la chica uno, guardando su teléfono—. Lo compartí por todos lados. O sea, ¿te imaginas? ¡Se están muriendo! Un hombre de traje entró al elevador en el segundo piso. Llevaba una colonia bastante fuerte. Se bajó en el tercer piso y se llevó su colonia con él. —Ah, ya fui a ese nuevo lugar de arepas —continuó la chica uno cuando el aire se limpió. —¿Ah, sí? ¿Y qué tal? —replicó la chica dos. —Increíble. Tienen un flan increíble. —Me superencanta Panamá —dijo la chica uno—. O sea, en serio he estado considerando pasar ahí Año Nuevo. Sloane salió del elevador negando con la cabeza. En vez de ofenderse por lo insulso de las chicas, se dijo que debería buscar pruebas de las cosas por venir.

Era verdad que mucha gente amaba Latinoamérica. Tacos, tamales, arepas, jugo de melón, agua de jamaica y sándwiches cubanos… En los últimos seis años había habido una explosión del interés en todo lo latino en sus formas bebible o comestible. Y eran comidas de personas muy apegadas a sus amigos y familia, una cultura física con fuertes cimientos sociales. Y muchos de esos alimentos se comían con los dedos. Sin duda no era esa la intención de las chicas, pero Sloane archivó su conversación en el campo protacto. Las oficinas seguían vacías. Al parecer Sloane era realmente la primera en llegar. Se quedó ahí un momento, esperando para ver si aparecían algunos protectores de pantalla que ya había visto con #ElSexoEstáMuerto, pero todas las computadoras estaban oscuras. Quizá por órdenes de Dax o porque la retiró el personal de limpieza, la caja de los celulares ya no estaba afuera de la sala de juntas del quinto piso y Sloane estaba segura de que sería lo mismo en los otros pisos. De camino a su oficina, se detuvo afuera de la de Deidre al ver que la luz estaba encendida. Con sus plantas y su acuario, sus alfombras tejidas sobre un suelo ya alfombrado, la oficina de Deidre tenía una sensación de hogar, como si le perteneciera a una consejera escolar a la que le gustaban las artesanías de velas. —¿Te la pasaste bien en las vacaciones? —preguntó Sloane en tono amable después de tocar en la puerta abierta. —¡Ah, Sloane! ¡Hola! Sí —respondió Deidre, poniendo una servilleta de papel sobre el muffin que se estaba comiendo—. ¿Usted? —¡Claro! —dijo Sloane encogiéndose de hombros—. Algunos problemas con el vuelo. ¿Cómo estuvo «la ciudad de los árboles»? —¡Oh! —exclamó Deidre, ruborizándose y feliz de que lo hubiera recordado—. Estuvo genial. Es un lugar encantador. ¿Ha ido? —Sí —dijo Sloane, apoyando la cabeza contra el marco de la puerta—. Es un lugar genial. Bueno, Sloane no había ido realmente a Ann Arbor, pero había tenido un chofer que se detuvo a cargar gasolina ahí en su camino hacia el aeropuerto de Wayne County y (el área general, no tanto la gasolinera) tenía una vibra agradable. Además, quería hacer sentir bien a Deidre. Sloane quería que Deidre se sintiera

bien y que fuera feliz. Quería recuperar todos los paquetes de alimento para flores que había tirado a lo largo de su vida para dárselos a las plantas de Deidre. En su oficina, Sloane revisó el plan del día. Una junta de seguimiento con Muebles (punto a favor: contaba con Andrew para que compartiera las pruebas de los anuncios de gente leyendo libros en la cama), otra reunión con los de Electrónica (punto malo), y más tarde, una lluvia de ideas con los equipos de Redes Sociales e Identidad Verbal. «¡Necesitamos un nombre para los robots empáticos! Realmente me gusta esto», escribió Dax en el calendario digital de Sloane junto al evento. Sloane dejó el plan del día y notó la presión de su corazón. Por problemas con los papeles de Roman, participaría en las juntas a través de videollamada para poder mantenerse al tanto de lo que pasaba hasta que le dieran la visa de trabajo. Así que en vez de sufrir de inmediato la presencia física de Roman, disfrutaría una imagen flotante de su cabeza. Dax aún debía decirle cada cuánto la iban a forzar a trabajar con él y bajo qué circunstancias (¿tenían que sentarse juntos en absolutamente todas las juntas? ¿Dirigirían equipos separados? ¿Cómo sería exactamente la batalla entre el equipo Tecno y el equipo Tacto?), pero se imaginó que algunas de esas cosas se aclararían en el video post de Dax, que ya había llegado a su escritorio. Abrió el e-mail. «¡Grandes noticias!», decía el asunto. Presionó la flecha de «Play» y ahí estaba, Dax, con un suéter azul marino de cuello de chimenea, con botones largos de madera y una cabeza de venado pegada en el interior de una cabaña, a sus espaldas. Sloane puso los ojos en blanco. Había grabado el video en su casa vacacional. —¡Hola, equipo! —comenzó Dax—. Espero que esto los encuentre frescos y listos tras un día de Acción de Gracias saludable y feliz. Quería compartirles la nueva dirección que tomaremos para la cumbre de ReProducción. Como ya saben, tenemos la fortuna de contar con la presencia de Sloane Jacobsen para ayudarnos a alinear los productos que vamos a presentar con las futuras tendencias. Una emocionante adición es que su colaborador, Roman Bellard, también estará con nosotros. Muchos de ustedes conocieron a Roman en la plática que dio el miércoles pasado, y todos lo conocen gracias a su texto «Después de Dios, el Sexo» que apareció en el Times la semana pasada. No podemos estar más emocionados de tener a este par guiándonos hacia los productos más emocionantes y más atractivos que podamos ofrecerles a los

antihijos en nuestra cumbre de verano. »Lo cual me lleva a un pequeño cambio de panorama. Aquellos que estuvieron en el Sparkhouse hace dos semanas, recordarán que Sloane hizo una sugerencia bastante estimulante sobre la «profesionalización del afecto», según la cual comentó que pronto las personas estarán dispuestas a pagarles a otros para que cubran sus necesidades de o afectivo. »Como todos saben, Roman predice lo opuesto… Cree que veremos cómo una cierta clase se pone en contra del sexo con penetración eligiendo la sexualidad virtual aumentada y la vida amorosa vivida en línea. »¿Pueden coexistir estas dos filosofías? ¡Claro! Pero ¿qué tiene eso de divertido? »Lo que vamos a hacer es organizar la cumbre en dos equipos: Pro-Tecno y ProTacto. Roman dirigirá la presentación de Cortinas Inteligentes y Sloane el proyecto de los Bots Empáticos; estos serán nuestras estrellas. Pronto descubrirán en qué equipo van a trabajar. Y, mientras tanto, espero que estén de acuerdo conmigo en que esta nueva dirección generará la cumbre de tendencias más emocionante hasta la fecha. Apenas puedo esperar para ver en qué andan cuando regrese. »¡Hasta entonces! Se despidió de la cámara agitando su mano y una animación amarilla con su firma giró en la pantalla. De inmediato Sloane intentó llamarlo por teléfono. Sonó cuatro veces y se fue al buzón de voz. Volvió a llamarlo. —¡Sloane J! —respondió Dax, al fin—. ¡Estoy en la otra línea, campeona! ¿Te puedo devolver la llamada? —Acabo de ver el video. Creí que tendríamos más oportunidades para proponer ideas, Dax. Oportunidades de hacer lo que quisiéramos. —Pero ¡claro que la tienes! ¡Claro que sí! Bueno —suspiró—, espera. Sloane esperó, zapateando nerviosamente, mientras Dax terminaba su otra llamada. —Claro —dijo cuando volvió—, pueden seguir buscando lo hipotético, pero

debemos tener productos estrella para que vayan a la cabeza. Para la prensa. Sloane intentó ser razonable. Era un negocio, tenía sentido. Pero no quería que la ataran a un proyecto en el que no creía mientras tenía premoniciones que se sentían mucho más importantes. —Y ¿qué diablos son las Cortinas Inteligentes? —preguntó en lugar de decir lo que estaba pensando. —¡Ah! Ya llegaremos a eso. Pero me alegra mucho que me hayas llamado. Estaba por pedir que me comunicaran contigo. Excelentes noticias, querida: les conseguí una entrevista en Tusk. Tuve que mover mil montañas, pero lo logré. Sloane se enfureció, tanto por la mención de ese programa de televisión conservador como por el hecho de que le hubiera dicho «querida». —No sabía nada de esto —dijo Sloane, zapateando con ambos pies. —¡Pues claro que no! ¡Acaba de pasar! Roman sigue en Los Ángeles, así que conseguimos que fuera a las once. —Espera, ¿qué? —soltó, sorprendida—. ¿Hoy? —¡No hay mejor momento que el presente! Si tienes algo, cancélalo cuanto antes. —Pero ¡no estoy preparada! —No necesitas estarlo. ¡Para eso son los comunicados de prensa! Es un espacio como de seis minutos. Videollamada. Quieren saber sobre la nueva dirección de la cumbre. Es la mejor idea que he tenido en mucho tiempo. Tecno versus tacto, ¡el internet está que arde! No hay nada de qué preocuparse. ¡Sólo sé tú misma! Aunque a Dax le gustaba hacer las cosas con un aire de despreocupación, Sloane sabía que se esforzaba mucho por parecer espontáneo. Algo andaba mal. Estaba siendo demasiado despreocupado. —Realmente me hubiera gustado tener más tiempo —dijo Sloane—. Me parece que esto es demasiado apurado.

—¡La historia de mi vida! Estaré en la junta de Electrónica después. Me puedes contar cómo te fue. Cuando colgaron, Sloane se cubrió los ojos para protegerse de la brillante luz que se reflejaba en las ventanas de las oficinas al otro lado de la calle. Había pasado el fin de semana decidida a tomar las riendas de la situación, y apenas transcurridos diez minutos del lunes ya era evidente que no podría. «Sé tú». Dax sólo era Dax. Sintió el impulso de llamar a su hermana, y luego, como algo que hubiera pasado en la historia de alguien más, recordó que ni su hermana ni su mamá le habían devuelto aún sus llamadas. Estaba preocupada. Originalmente se había enojado por razones egoístas…, preocupada de que la estuvieran ignorando a propósito, que Leila hubiera decidido que Sloane tenía que esforzarse mucho más para ganarse el derecho a ser su hermana de nuevo. Pero ya sólo estaba preocupada. Intentó comunicarse al celular de su hermana. Y al de su mamá. Y luego, sin más razón que era el único otro número de los Jacobsen que tenía en sus os, llamó a la casa donde vivió de niña. Al tercer timbrazo, alguien contestó. —¿Mamá? —dijo Sloane, incrédula—. ¿Mamá? —¿Sloane? —¿Mamá? —sentía que había entrado a una especie de continuo espacio-tiempo —. ¿Qué haces ahí? —¡Ah! —dijo Margaret—. Bueno, la verdad es que Leila está en reposo absoluto. —¿¡Qué!? ¿¡Por qué!? ¿Dónde? —Eh, ¿aquí? —dijo su madre con una voz obviamente impostada de tranquilidad—. Desafortunadamente la bebé es un poco pequeña. Y tuvo contracciones. En el Crucero de la Selva, de hecho. Lo cual, estoy segura, será una gran historia cuando todo, ya sabes, mejore —comentó, agregando una pequeña tos.

—¿Por qué nadie me avisó? —chilló Sloane—. ¿Va a estar bien? —Sólo necesita descanso, cariño. Y quería hacerlo aquí, donde tiene a todos sus doctores… —Pero ¿tuvo que subirse a un avión? ¿Así? —Bueno, no puede tener al bebé en este momento —continuó su madre con una risa falsa—. ¡No debe tenerlo hasta dentro de dos meses! Así que sólo necesita descansar. —Bueno, bueno, Dios —dijo Sloane, herida y asustada—. ¿Dónde están todos los demás? —Harvey se quedó con los niños unos días más. No era necesario arruinar sus vacaciones. —Pero ¿por qué nadie me llamó? —repitió Sloane, preguntándose en qué parte de la casa estaría Leila. Si la voz de Margaret se estaba colando por los suelos, entonces estaba exagerando su despreocupación para tranquilizar a Leila. —¿Por qué no me dijiste? ¡Las estuve buscando todo el fin de semana! —Bueno, querida, ¿en qué hubiera ayudado eso? A Sloane se le atoró la respuesta en la garganta. Su madre debió notarlo, porque, extrañamente, se quedó en silencio. Luego pasaron varios segundos incómodos sin que ninguna supiera qué más decir. —Iba a ir a Florida, ¿sabes? —dijo finalmente Sloane. Herida, celosa y asustada al mismo tiempo—. No había vuelos. Les envié muchos mensajes. —Lo sé, cariño —dijo Margaret como si nada—. También nosotras tuvimos muchos problemas para volver a casa. Sloane se mordió el labio para sofocar el nudo en su garganta. —¿No pensaste que me preocuparía, mamá? ¿No se les ocurrió? —Sinceramente, Sloane… —Hizo una pausa—. Todo fue tan rápido. Fue una

pesadilla volver a casa con la tormenta, y luego teníamos que organizarnos, y el doctor hasta tuvo que escribir una nota para la aerolínea, fue realmente muy complicado… Sloane escuchó lo que su madre no le decía. Cuando pensaron en las personas que podrían ayudarlas, ella no entró en la lista. La hería especialmente que Leila, con quien creía que estaba ganando terreno, ni siquiera había podido contestarle por mensaje. Por Dios, pero eso lo empeoraba todo. ¿Tan cansada estaba? ¿Tan adolorida? El corazón de Sloane se aplastó bajo el peso de todo lo que no sabía. —Mamá, ya estoy aquí —dijo Sloane—. Quiero enterarme de estas cosas. Quiero ayudar. —Bueno —respondió Margaret con la formalidad de alguien que está llevando una conversación a su fin—. Está bien, es bueno saberlo. Sloane quería que su madre le creyera, pero no le creía. Había anunciado demasiadas veces a un lobo que no llegó. Luego Deidre apareció en su puerta, dibujando una televisión con su mano derecha. Sloane entendió: Tusk. Era hora de prepararse para la entrevista. Sloane miró a Deidre como un ave que se posa en una rama. —Peinado y maquillaje —susurró Deidre con una expresión entristecida por que Sloane tuviera que irse.

treinta

Sloane no usaba muchos cosméticos: un poco de rubor y mucha crema humectante. Por tanto, cuando terminaron de arreglarla para la videollamada con Tusk, parecía mayor (y un poco más loca) de lo que era. Estaba intentando difuminar la sombra de ojos con un algodón cuando el técnico de sonido le avisó que ya estaban listos. —Siéntese aquí —dijo, señalando hacia una silla de director negra que estaba frente a un fondo negro—. Perdón por las luces, están supercalientes. Escuchará al productor del programa y luego algunas señales… —No hay problema —respondió Sloane, sometiéndose a las varias indiscreciones necesarias para que el técnico metiera el micrófono bajo su blusa. —¿Podría probar el sonido? —Uno, dos —dijo Sloane en el micrófono. —¿Escucha algo? —Estática. —Se ajustó el audífono. —¿Hola? —dijo la voz de un hombre en su oído. —Sí, hola, soy Sloane Jacobsen. —Ah, hola, Sloane, soy Jarvis, uno de los productores del programa. Entrarás al aire en cinco. —De acuerdo —dijo ella, parpadeando para proteger sus ojos de las luces. —¿Sloane? —Una pausa—. ¿Sloane? Le estaban comenzando a llorar los ojos por el calor de las lámparas y sentía náuseas.

—¿Roman? —Sí, Sloane, ¡hola! ¡Qué gusto volver a escucharte! Esto es genial, ¿verdad? ¡Tuve que levantarme a las cinco de la mañana! —¿Ah, sí? —preguntó Sloane sin emoción. —¡Sí! ¡Sí! Pero ¡Los Ángeles es maravilloso! ¡La gente es muy graciosa! Están muy ocupados, pero no realmente. ¡Les gustaron todas mis ideas! Como Sloane no respondió, Roman siguió hablando. —Me dijeron «embajador». Del cibersexo. Embajador, ¡me gusta! ¡Debería tener un enorme carro negro! Pero bueno. Me emocioné mucho cuando me enteré de esta entrevista la semana pasada. Es un gran programa, non? —¿Disculpa? —dijo Sloane, tensándose en su silla—. ¿Supiste de esto la semana pasada? —Sí, al día siguiente de mi artículo. ¿El viernes? Ya perdí la cuenta. —Sabías de esto desde la semana pasada. —Sí —repitió Roman—. ¿Por qué? —Un minuto, chicos —anunció Jarvis—. Estamos por entrar al aire… —¿Cómo te lo dijo Daxter? —¿A qué te refieres? —preguntó Roman. —¿Por e-mail? ¿Por teléfono? —aclaró. —¿Chicos? —dijo Jarvis. —En un mensaje, creo. —Ah, un mensaje —explotó Sloane, y la comprensión de que Dax no le había avisado de la entrevista a propósito se extendió en su interior como veneno. —Tres, dos, uno…

—¿Jarvis? —preguntó Sloane. —Eh, vamos al aire… —respondió nerviosamente. —Ustedes van al aire —dijo, levantándose y haciéndole una seña al camarógrafo para que dejara de grabar—. Yo me voy. —Oh, oye, oye, oye —exclamó Jarvis—. Tenemos que salir al aire ya. —Sigan sin mí —dijo Sloane, apagando el micrófono. Todos en el estudio de Mammoth se quedaron con la boca abierta mientras Sloane se liberaba del cable que corría por debajo de su ropa. El camarógrafo miraba de un lado a otro, intentando decidir a quién debía hacerle caso. Una joven con una expresión de incomodidad casi explosiva se le acercó. —Eh, ¿señora Jacobsen? Soy Danielle, la asistente de producción, y tengo al equipo de Tusk en la línea. —Esto es entre Dax y yo —respondió Sloane. No iba a dejar que la obligara a sabotear su propia reputación. Le avisó a Roman sobre la entrevista con anticipación y a ella no. Sí que se estaba esforzando para hacerla quedar como una tonta. —Están… están insistiendo en que haga… ¿un comentario? ¿Si no puede entrar al aire? —continuó Danielle, intentando pasarle el teléfono—. ¿Sobre los productos de la cumbre? —Diles que no va a haber ninguno porque la gente va a dejar de comprar cosas. Diles que va a haber una enorme tendencia a descomprar. Diles eso. Y luego dejó el estudio para ir a buscar a ese bastardo de Dax.

Pero quiso la mala suerte que Dax la encontrara primero. —Estoy entrando al lobby —dijo en cuanto Sloane contestó su llamada—. Estoy entrando al elevador. ¿Qué está pasando? Sloane escuchó un ding y se alejó el celular de la oreja: acababa de recibir otra notificación, una docena al mismo tiempo. Le anunciaban el comentario que había dado al aire durante el programa Tusk, y la gente ya había empezado a comentar con el hashtag #Descomprar. —Me tendiste una trampa —dijo Sloane, devolviendo su atención a Dax—. Le avisaste de la entrevista a Roman días antes. —Ay, Sloane, ¿qué importa? Tienes más experiencia que él. Lo dejé a cargo de mis chicas de RP. A veces dice cosas raras. —Por favor —dijo Sloane con desprecio. —Descomprar como tendencia, ¿y tú eres la enojada? Creo que debemos tener una pequeña charla. —Ya lo creo —dijo Sloane—. En este mismo momento. —En este mismo momento es la junta de Electrónica —respondió Dax—. ¿Dónde estás? —En el quinto piso. —Pues yo también. Sloane volteó y lo vio justo afuera de los elevadores. Su corazón se suavizó cuando se miraron el uno al otro. Por primera vez, se veía cansado. Una cosa era hablar, y otra cosa era hablar cara a cara. Dax se guardó el teléfono en el saco y se acercó a ella. —Sloane.

—No estoy contenta, Dax. Y luego el elevador se abrió y un grupo de empleados que iba a la junta de Electrónica comenzó a avanzar hacia ellos, y una de esas personas era Jin. Sloane intentó mantener una expresión estoica para que Dax no notara ningún cambio en ella. —Será mejor que dejemos que se acomoden —dijo Dax, poniendo una mano sobre el hombro de Sloane amigablemente, sonriendo para los demás—. Tengo que ir por unas cosas. Jin se acercó a ella mientras Dax se alejaba bruscamente. —Creo que estoy en problemas —anunció Sloane.

treinta y uno

Cuando Sloane tenía trece años, intentó ser taoísta. Su gusto por el dharma del desapego duró mucho tiempo…, de hecho seguiría durando si no se ganara la vida revelando los deseos de la humanidad sobre la gente, los lugares y las cosas. Una de las formas en que Sloane daba a conocer su nueva espiritualidad a sus compañeros de secundaria era llevando a todas partes una mochila azul marino cubierta con citas del Tao Te Ching, de Lao Tse, escritas con marcador dorado. Una de ellas era «Paciente con amigos y enemigos, aceptas las cosas como son». Era una cita pasiva, una que sugería aceptar a la gente en vez de cambiarla, pero era una cita a la que Sloane aún recurría cuando no estaba de acuerdo con una tendencia o forma de pensar. La ayudaba a recordarse que si no puedes cambiar a la gente, el tiempo sí puede. Que tienes que esperar a que pase el tiempo. El tiempo había derrotado a su taoísta interior, pero aún se apegaba a sus decretos de ser reflexiva y tener la mente abierta. Y así, con la paciencia como brújula, Sloane entró a la sala de juntas, donde las personas estaban ocupadas viendo videos: el clip de moda con Jimmy Fallon intentando meterse a un traje Zentai mientras Roman, ya ataviado con el suyo, lo miraba. Otro del oso polar moribundo resbalándose sobre los vestigios derretidos de su hogar. Como los empleados de Mammoth aún no habían notado su presencia, Sloane se sintió demasiado consciente de su cuerpo. Su piel emanaba un aroma húmedo y sulfuroso, como monedas cubiertas de moho. Era sudor, emoción, hormonas. Olerse a uno mismo solía ser un indicador de vitalidad, y en algunos países aún lo era: la gente se olía las axilas, la piel, los genitales y las plantas de los pies para revisar su cuerpo, ver si olían como siempre. Era un método estúpido ante los ojos de la cultura germofóbica occidental, pero funcionaba. Sloane no había olido a nada en las últimas semanas y de pronto ahí estaba, oliéndose. La junta de Electrónica estaba compuesta por un grupo más grande de lo que Sloane esperaba. Además de Jin y Deidre, estaban Allison, Jarod y el grupo de tipos despreocupados que habían sugerido el filtro «Nada de niñerías» para las páginas de citas. Chaz y Darla también estaban ahí en representación de sus

respectivos departamentos de Redes Sociales, y otras cuatro personas que Sloane no reconoció. Y al final de la mesa estaba la versión en videollamada de Roman, con su cabeza dentro de una pantalla. Eran las once y media, una hora desganada en las oficinas de todo el mundo. Por lo mismo, la mesa de conferencias estaba cargada con un amplio surtido de fruta y nueces para ayudar a las personas a mantener sus niveles de azúcar (y sus espíritus) elevados. Cuando Dax finalmente volvió de donde quiera que hubiera ido, se posó junto al plato de comida como un ave migrante, con una mano sobre la mesa y la otra disparando almendras hacia su boca. Instintivamente, todos notaron que Dax estaba especialmente acabado. Tenía unas ojeras poco habituales en él, además de la extraña energía que emanaba. Molestia. Indecisión. Sloane se alegró en silencio: aún no había decidido qué hacer con ella. Por suerte para Dax, tenía un interés con que distraerse. —¡Roman! —dijo, llevando su atención a la pantalla—. ¡Qué gusto tenerte aquí! ¿Nos escuchas bien? —Sí, ¡bien! —gritó Roman. Dax recorrió la habitación con una sonrisa recelosa, deteniéndose en todos menos en Sloane. —Muy bien —agregó, con un poco de su seguridad recuperada—. Es un momento loco del año, así que vamos al grano. Tenemos las Cortinas Inteligentes para la cumbre, pero Jonathan de cuentas me dice que quieren presentar algo más. —Dax dobló las manos y se llevó sus largos dedos a la boca para cubrir lo más posible la expresión desconcertada en su rostro. —Oh, no es que queramos presentarlo —dijo un hombre nervioso al que Sloane no reconoció—. Sólo queremos comentarlo, ¿es para nuestra suite de hogares conectados? Sólo necesitamos su firma, eso es todo. —Roman —dijo Dax, volteando hacia la computadora—. Este es Phillip. Project Manager. Phildo, justo a tiempo.

«Phildo», claramente tenso, adoptó una postura atenta y abrió una carpeta manila de donde sacó varias páginas. De la nada, la mente de Sloane fue hacia otra cita de Lao Tse que solía llevar en su mochila de secundaria: «Si no cambias de dirección, podrías terminar en el lugar al que te diriges». Se le ocurrió que, con el renovado interés en la caligrafía que presentía, podría haber un mercado revitalizado para esos marcadores dorados que solía usar. —Como todos sabemos, los beneficios de los sistemas de automatización para el hogar son conveniencia, accesibilidad, seguridad, reventa —dijo Phillip, intentando nivelar el tono de su voz—. Pero lo que vemos en nuestra investigación de competitividad es que la mayoría de los sistemas inteligentes para el hogar siguen siendo cerrados. O sea, están enfocados en la seguridad y el bienestar de un hogar en particular y no en su entorno. —Bueno, sí —reconoció Dax—. Sigue. Sloane observó que Phillip tragaba saliva con dificultad. —Eh, pues en lo que estamos pensando es en es de mensajes domésticos — continuó—. Serían sistemas inspirados en los intercoms y activados por voz que básicamente te permitirían enviarle mensajes de texto a otra persona de la casa. Y para quienes viven solos, los es podrían ser una fuente ilimitada de bocadillos de información: hace calor, está lloviendo, debes vestirte de tal forma para el trabajo. Estos es también estarían sincronizados con el sistema de alertas de pánico del Departamento de Seguridad Nacional, para que puedan mostrar una luz naranja o roja, por ejemplo, si hay alguna advertencia en el área, y el habitante pueda asegurar todas las entradas de la casa tocando la pantalla de su celular. —Okey —dijo Daxter, ni un poco impresionado—. Comencemos con lo obvio. ¿Cómo es que esto no es superficial? ¿Por qué no simplemente recibir esos mensajes en tu teléfono? —Nuestras investigaciones muestran que la gente ignora los mensajes de texto igual que lo hace con los de voz —dijo un hombre de aspecto sudoroso—. Y soy, eh, Seth. De Fidelización de Clientes. —Saludó con un movimiento de mano hacia la computadora donde estaba enjaulado Roman. Sloane sintió un cariño inmediato por aquel dedicado camarada. Uno de los botones de su camisa, cerca de su estómago, estaba desabrochado.

Phillip asintió hacia su colega, agradecido por el apoyo. —Hay flexibilidad en el sistema de entregas —continuó Phillip—. Los mensajes se pueden sincronizar con un sonido molesto que sólo se apagará cuando se lea el mensaje, especialmente en caso de situaciones de emergencia. Además — agregó, acomodándose el cuello de la camisa—, los sistemas de es de mensajes permiten más flexibilidad entre los diferentes dispositivos. Fuera del sonido, que puede inhabilitarse, la gente no tiene que ser interrumpida por notificaciones mientras está haciendo algo en su teléfono. Sloane echó un vistazo por el lugar para sopesar la reacción de los otros empleados sobre esa ridícula propuesta. Allison se estaba mordiendo una cutícula, Deidre tenía el rostro inexpresivo. Jin tosió. —No lo sé —comentó Dax frunciendo el ceño—. Esto no servirá para ReProducción, está demasiado orientado al público en general. Claro, entiendo el beneficio de decirle a Billy que es hora de comer sin tener que subir a buscarlo. Pero ¿y las otras aplicaciones? —Se rascó la cabeza—. Necesito algo mejor. Phillip se puso rojo. —Nuestra investigación inicial muestra que la gente encontraría esta tecnología altamente conveniente. El hielo dentro de Sloane se quebró. —¿Más conveniente que simplemente hablar con alguien? —soltó. —¿Disculpa? —dijo Phillip mientras Jin se reía. —Debo decir —comentó Jin, incapaz de contenerse—. ¿Ya no vamos a usar ventanas? —¿Ventanas? —gruñó Phillip—. Las ventanas en las computadoras son… —Me refiero al componente arquitectónico que permite el paso de la luz — aclaró Jin—. Es decir, si tengo una ventana, puedo simplemente, y esto es algo muy moderno, asomarme y decidir solito qué ropa me voy a poner. No necesito que mi sistema de automatización del hogar me envíe un mensaje.

Si lo estaba diciendo para ayudarla o si era porque consideraba a los es domésticos tan innecesarios como ella, la gratitud de Sloane fue tal que sintió que el corazón se le iba a la garganta. —¿Sabes? —comentó Chaz con un tono condescendiente—. Mucha gente no tiene ventanas, especialmente en Nueva York. Así que esto podría ahorrarles tiempo a muchas personas… —Si me permiten interrumpir —dijo Darla, tamborileando los dedos contra su taza de café—. Es cierto que la gente ya no lee los mensajes de texto. O sea, yo no lo hago, y trabajo en social media. —Gracias —le respondió Phillip. —Bueno, bueno, bueno, escuchen. Por Dios —dijo Daxter—. Es un concepto con futuro. Sólo debemos redefinirlo. —Levantó una mano—. Roman, ¿qué piensas? —Pues sí, pienso… —dijo Roman nerviosamente mientras todos se giraban para mirarlo—, pienso que esto es demasiado de terror. No es divertido, non? ¿Miedo? Sloane sintió un breve flashazo de confianza en que Roman aún no se volvía completamente loco. Él también consideraba que los es de mensajes eran una mala idea. —¿Eso es todo? —le preguntó Dax a Roman, enojado. —¿Sí? —Bueno —dijo Dax—. Está bien. Sólo pasen a lo siguiente. —De hecho, me gustaría agregar algo —interrumpió Sloane. —¿Sabes qué? —Dax volteó bruscamente hacia ella—. ¿Qué tal que no? Se escuchó una sonora inhalación general de los empleados en la mesa. Sloane no perdió la compostura. —Creo que lo que resultaría realmente radical en el campo de las

comunicaciones —continuó pese al comentario de Dax—, sería que hicieran que la gente volviera a comunicarse. ¿Recuerdan el anuncio de un teléfono con una familia viendo Star Wars en streaming desde una casa de campaña en medio de las montañas? Era así… —Sloane tomó su propio teléfono y escribió algo.

¿Aún tenemos una hora de dormir? ¿Quién elige la película? ¿Quién encendió las estrellas? Los niños tienen muchas preguntas, pero si su red podrá hacer un streaming de video no debería ser una de ellas. Si no estás con la red más grande y confiable, ¿a qué estás renunciando?

Phillip lanzó una mirada confusa por todo el lugar sin saber dónde posar su lealtad. Luego sus ojos se cruzaron con la mirada furiosa de su jefe, y entonces eligió. —A ese comercial le fue muy bien, la verdad —dijo Phillip con tono burlón. —Eh, de hecho —comentó Seth, de Fidelización de Clientes—, no le fue bien. La gente se… ofendió. Por lo de la naturaleza. —¿Lo de la naturaleza? —preguntó Darla. Seth se puso colorado. —Bueno, ya sabes, lo de que la naturaleza debe ser prístina. Y mantenerse lejos de la red. —Eso no es tan cierto —corrigió Chaz, el geoviralista—. El glamping ha sido tendencia desde hace años. O sea, es algo nacional. —Ay, por Dios, gente —dijo Sloane, incapaz de escuchar más tonterías—. A decir verdad es bastante subversivo. El comercial no es sobre glamping. Aunque probablemente ni se dieron cuenta, la compañía planteó la pregunta básica de a qué estamos renunciando al priorizar la conectividad. Y la respuesta es: a nosotros mismos. Nuestros dispositivos inteligentes han esculpido la forma en

que pensamos, nos comportamos y nos amamos unos a otros. Es por eso que esa familia no se puede imaginar irse de campamento sin una red confiable. Les aterran sus propios pensamientos. —Respecto, respecto a este comercial… —interrumpió Roman desde su pantalla —. Sí creo que la gente quiere conectividad universal. Las personas deben estar siempre conectadas a sus vidas virtuales, no vayan a sufrir una separación de su ser… —Bueno, bueno, los dos, basta de blablablá francés —exigió Dax—. Esta no es una crisis existencial, se trata de hacer que un niño baje a cenar a la hora que le dicen por una vez en su vida. O si no tienes… Dios, dejemos los es de mensajes domésticos, ya que son un gran problema para todos, carajo. Sabía que debí quedarme en la montaña. Furioso, Dax se echó más almendras a la boca, luego se limpió la grasa de los dedos usando un montón de servilletas. Sloane esperaba que a Daxter Stevens le gustaran esas elegantes semillas. Dentro de tres años, cuando la sequía empeorara en el sureste de la península ibérica, esas almendras desaparecerían por completo. Y también otros tipos de almendras. Y los pistaches. A decir verdad, sólo los insectos sobrevivirían de entre todos los snacks naturales. —Phildo, por favor. Por favor. Dejemos que Roman haga lo de las Cortinas Inteligentes —dijo, mirando hacia la computadora—, eso es lo que va a presentar tu equipo. Parecía que Phillip también quería regresarse a las montañas. Revisó las hojas que quedaban en su carpeta. —Claro. Por supuesto. ¿Deidre? —dijo, diciendo el nombre sin mirarla—. ¿Puedes mostrar las imágenes? Cuando Deidre se sentía emocional, se ruborizaba ligeramente detrás de las orejas. En ese momento, aquella parte dulce y suave de su cuello estaba morada. —Bueno, Cortinas Inteligentes es el nombre provisional —continuó Phillip, dirigiendo su atención hacia la diapositiva—, pero otros candidatos a nombres se están revisando en Identidad Verbal. Esto es sólo un comodín. Estamos pensando en Libert-Eyze, o Sin-pantallas o Pantallas de Humo… No sé —dijo Phillip, haciendo un gesto de dolor al ver cómo respondía Dax a los nombres que estaba

sugiriendo. »Pero la idea de que son como un…, pues… un agente de viajes —continuó, decidido a impresionar a Dax—. Un agente de viajes mezclado con un técnico en iluminación mezclado con… —Arresto domiciliario —comentó Jin. Dax se volvió hacia él. Phillip se quedó con la boca abierta sin terminar su frase. —¿Ahora estás en el equipo de marketing o qué? —le preguntó Dax a Jin. Jin señaló las imágenes con un movimiento negativo de su cabeza. —Es sólo que creo que podríamos hacerlo mejor. —¡Y es sólo que a mí no me importa! —gritó Dax, exasperado—. Te pagan para interpretar las necesidades del mercado y convertirlas en comerciales, no para… ¡filosofar! ¡Por Dios! Sloane observó cómo Jin trababa la quijada ante el ataque de Dax. Había estado preocupada por el rechazo de Dax a sus predicciones, pero ahora veía que también estaba metiéndole el pie a Jin… y derribándolo. Jin, quien se dio cuenta antes que nadie que los consumidores estaban listos para ver ancianos en la publicidad de nuevo. Jin, quien compartía la misma y casi alérgica sensibilidad hacia el color que ella. Jin, quien la estaba apoyando públicamente cuando nadie más se arriesgaría a hacerlo. Jin, quien le dio su primer orgasmo vaginal en diez años. —Una «vacaestación», así lo estamos presentando —dijo Phillip, visiblemente agitado, intentando retomar el ritmo de su presentación—. ¿Deidre? Con una expresión tosca, Deidre pasó la primera diapositiva. En la primera imagen, una familia de cuatro estaba alrededor de una isla de cocina. Era de día. Estaban desayunando. A través de una enorme ventana que había detrás de la isla podía verse una imagen prístina de una montaña y un lago. En la segunda diapositiva se mostraba a la misma familia, ahora con amigos: adultos modernos con mezclilla negra y suéteres sueltos. Era de noche. Una mesa de madera estaba decorada con aceitunas, galletas y vino. La misma cocina

se veía al fondo de la imagen, pero esta vez la enorme ventana mostraba luces de ciudad en la distancia, como si la casa estuviera en un risco. En la tercera escena, misma ventana, pero esta vez con una vista impresionante del Gran Cañón. En la cuarta diapositiva, la ventana situaba a la casa en medio de un bosque lleno de vida, con monos, aves del paraíso y enormes árboles al fondo. —Esto… —dijo Dax, con su brillo interior renovado—… esto es genial. Perdono la inclusión de los niños…, podemos ajustarnos a lo que queramos para ReProducción. Cortinas Inteligentes. «Vive donde quieras». —Sin cambiar de casa —agregó Phillip, sonriendo—. Ni aumentar tus impuestos. —Absolutamente genial —exclamó Dax—. Me encanta. Me encanta todo. —Todas se activan a través de sensores, claro —presumió Phillip—. Y con el tiempo serán holográficas. Puedes incorporar las Cortinas Inteligentes al resto del sistema Denizen para el hogar, a fin de que se sintonice con el tipo de ambiente natural que desees antes de que llegues. —¡Esto es muy, muy bueno! —gritó la pantalla-Roman—. Y puede encajar perfectamente con el sexo aumentado para que la experiencia en casa sea, más que virtual, totalmente interactiva. —Sí, sí —dijo Daxter, asintiendo distraídamente—. No creo que todo tenga que ver con porno de realidad virtual, pero podría tener sus aplicaciones en el mundo del cibersexo, sí. Sloane observó con tristeza los coloridos pericos y árboles exóticos y frondosos. Una postal de las exmaravillas del mundo natural. —Pero esto es como lo de los osos polares —dijo casi para sí misma. —¿Eh? —preguntó Chaz. —Esa imagen que todos están compartiendo —aclaró Sloane con voz más alta —, la del oso polar moribundo. La gente hizo clic y la compartió y se entristeció y terminó sintiéndose como si hubiera hecho algo cuando en realidad no hizo nada. Esto…, estas Cortinas Inteligentes, o como les digan, literalmente son cortinas para taparte los ojos. Esto animará a la gente a que le importe aún

menos el medio ambiente. ¿De verdad están desapareciendo los bosques si los puedes ver en tu patio? —Debo decir —aventuró Allison, que había estado en silencio—, que sí da un poco de miedo. —Se veía incómoda por haber opinado contra su equipo. —¿Da miedo? —repitió Chaz. —Bueno, sí parece un poco cerrado —agregó Seth con un claro temblor en la voz. —No me voy a esforzar por comprender a qué te refieres con «cerrado» —soltó Dax—. No se trata de responsabilizarnos por el calentamiento global. Se trata de crear un entorno agradable, calmante y sexy en los hogares. Se trata… —Se levantó de golpe y señaló hacia la imagen nocturna con los amigos comeaceitunas—… de vivir en un departamento de porquería en Hartford y sentir como si tuvieras un búngalo en Los Ángeles. Se trata de ir de vacaciones a Belice aunque no puedas pagarlas. Se trata de ser un ciudadano del mundo. —O es una manera de animar a la gente a no salir nunca de su casa —corrigió Sloane. —¡Tú! —gritó Dax—. ¿Algo de lo que hacemos te gusta? Por Dios, ¡debí contratar a tu esposo desde el principio! Dax volvió a mirar la presentación en la pantalla. La sangre hierve a los 100 grados. A Sloane le faltaba aproximadamente medio. Por la potencia de su reacción, Dax claramente también estaba furioso. Cuando volvió a mirar a los empleados, tomando más snacks con un aire a la defensiva, estaba visiblemente ruborizado. Mientras tanto, Sloane había aprovechado la pausa para encontrar el centro ardiente de su instinto bajo el asco por esa persona, que había frenado sus convicciones desde el momento en que la contrataron. —¿Saben? No tienen que estar de acuerdo conmigo —dijo Sloane con una voz que se escuchaba hasta afuera—. Ninguno de ustedes. Pueden seguir haciendo y promoviendo sus productos como si no hubiera mañana. Como si no estuviera pasando lo que está pasando en el mundo, al mundo. —Se encogió de hombros. Todos la estaban mirando. Pero no le importaba. No podía importarle. Esclarecer

sus sentimientos iba a ser una maldita revelación. —Está bien —continuó, mirando de Dax a Phillip—. No me escuchen. Tómenme como una reaccionaria. Tómenme como una cuarentona y todo lo que eso implica. Salvo que si no me escuchan, ya no quedará gente a quien venderle sus productos. Jin apenas podía contener la sonrisa que crecía en su interior. Los ojos de Deidre estaban abiertos de par en par. Dax parecía estar a punto de estallar, pero antes de que pudiera decir nada, se escucharon unos golpes en la puerta de cristal de la sala de juntas. Dax volteó la cabeza violentamente y le hizo una seña a una becaria aterrada, con una nota en mano, para que pasara. —¿Sí? —preguntó Dax, aún más enfurecido por el aparente nerviosismo de la chica. —Eh —dijo la becaria, con los hombros tensos por el estrés psicosomático de haber interrumpido a Dax—. Lo siento. Es para, eh, la señora Jacobsen. No pude dárselo a Deidre, porque, eh, ¿Deidre está aquí? Dax miró al techo con impaciencia. Deidre miró a Sloane. —Realmente no es un buen momento —advirtió Dax. —Es sólo que, eh, ¿señora Jacobsen? —dijo la interna mirando la nota y luego de nuevo a la persona a la que debía entregársela—. Tome… —dijo extendiéndole la nota, aunque Sloane estaba seis personas más allá—. Su hermana va a tener un bebé. Sloane se tensó por completo. Sentía como si la hubieran golpeado. —¿¡Está bien!? —logró decir, levantándose y tomando la nota.

Para Sloane: llamó su mamá, Leila entró en labor

de parto. Vaya al hospital de Greenwich si puede.

—Oh, Dios, eh —masculló la becaria—. Pues, ¿seguro que sí? O… ¿no lo sé? Lo incierto de su respuesta hizo que todos voltearan a ver a Sloane. El anuncio había pasado de algo feliz a algo peligroso. —Necesito un auto —dijo Sloane, retirando la vista de la nota. Miró a Deidre con miedo de que su voz se quebrara—. Mi auto. —Claro, Sloane. Claro. El corazón de Sloane estaba latiendo a un ritmo terrible. No sabía nada sobre partos prematuros. No sabía qué podía significar, cómo podían ser. No sabía qué le pasaría a su familia si el bebé se moría. —Bueno —dijo Dax con un tono increíblemente incómodo—. Felicidades. —No —aclaró Sloane, lanzándole una mirada—. No debería… —Levantó la cabeza para encontrar la mirada pasiva de Roman observándola, sin nada que ofrecerle, ni una palabra de aliento para ella. Y luego miró a Jin, quien estaba a medio levantarse, preocupado, incriminándose con su compasión. No dijo nada, pero no hacía falta. «Iré contigo», decían sus ojos. Pero el viejo bloqueo había vuelto. Ante la información que había caído de la nada en sus manos, Sloane quería esconderse, huir emocionalmente. Se suponía que debía ser una interrupción feliz, el milagro de la vida que es el parto, pero Sloane había perdido la capacidad para creer por completo en el amor. El amor equivale a la pérdida, la pérdida equivale a sentirte incompleto de por vida. Sloane comenzó a meter papeles en su bolso mientras la llenaban terribles pensamientos. Pero luego vio la forma en que Deidre la estaba mirando, y Jin, y Allison y Seth. Estaban preocupados por ella. Les importaba. Ahora eran parte de la historia. Y luego miró a Dax, que se estaba limpiando de nuevo el aceite de sus dedos, y a Roman en la pantalla-Roman, con su cara de idiota. Dejó de recoger sus papeles y permitió que sus manos se posaran sobre la mesa

fría. Miró directamente a los ojos del hombre que estaba esperando que se fuera a asistir en el trabajo más femenino de todos. Sloane sabía que si dejaba ese cuarto, dejaría Mammoth para siempre. Irse en ese momento sería permitir que la agenda tactofóbica de Roman contagiara a todos los bienes de consumo, sin obstáculos. Hasta que todos colapsaran. —¿Sabes qué? —le dijo Sloane a Dax—. ¿Puedes apagar a Roman? Cuando Dax la miró como si estuviera hablando en jeroglíficos, Sloane redirigió su solicitud a Seth y a Chaz, que estaban a los lados de la pantalla. —¿Alguno de ustedes podría, por favor, apagar la computadora? —repitió, cruzando los brazos—. No necesito que se robe mis ideas. —Vamos, Sloane —repuso Roman, alarmado—. No creo que tengas el derecho de… Los ojos de Sloane se conectaron con los de Seth. Se lamió los labios tímidamente, con un gesto de concentración en su cara larga. Y luego tomó la tablet y la apagó. —In-cre-í-ble, carajo —dijo Dax desde su lugar. La becaria, terriblemente confundida, seguía encorvada junto a la puerta. —Y, eh, ¿aún quiere que le consiga un auto? —preguntó tartamudeando. Sloane se volvió hacia ella. Era tan joven e inocente. Probablemente en toda su vida sólo había aprendido las cosas que quería saber. —Quédate o vete, como quieras —le dijo Sloane—. Esto sólo tomará un segundo. Sin saber cuál solución era menos aterradora, la chica se quedó en su lugar. En la mesa, con los hombros tensos. Había preocupación en todos los rostros. —Lo que estoy pensando —dijo Sloane, mirando a la mesa—. Lo que estoy pensando… —Se estaba concentrando con tanta fuerza que realmente podía ver el mundo dentro de su cabeza. Sábanas de plástico y aviones de papel y el envejecimiento de lo amado. Sudaderas prestadas, sábanas sin lavar, la envoltura

de un dulce en el pasto. Una tetera silbando, humeando. El diseño de espiguillas en su propia piel. Su hermana, con el cuerpo tembloroso y la mente orando, sobre una cama de hospital. »Lo que estoy pensando es que puedes tomar la cumbre de ReProducción y metértela por el culo. —Levantó una mano mientras Dax la observaba boquiabierto—. Y sí, estoy renunciando. Así que te ahorraré esa duda. Y no es porque me estés poniendo a Roman cerca como una especie de amenaza, ni porque todo este asunto protacto, protecno, se trate sólo de que quieres verme fracasar, sino porque todo lo que estás produciendo va a hacer que los humanos sean peores de lo que ya son. —Sí, bueno —dijo Dax, furioso—. Ya dejaste eso muy claro. En televisión nacional, cuando estabas bajo un contrato. El cual, gracias a Dios, ya se rompió. Buena suerte, en serio, ¡la mejor de las suertes para que consigas otro trabajo! —Así es —dijo Sloane, mirándolo con rabia—. Y buena suerte para todos ustedes también. Buena suerte con ese payaso sin gracia que la quiere hacer de predictor. Roman es un lujo valioso en este momento. Es un animador. Mantendrá a Mammoth en las noticias. Pero no es un predictor de tendencias, y nunca lo ha sido. ¿Todas esas cosas en su artículo de #ElSexoEstáMuerto? Están basadas en mis investigaciones. En mis presentaciones. Escúchenlo y tendrán éxito hoy. Tendrán éxito mañana. Pero ¿después? Van a estar jodidos. —Cerró sus manos en puños para no temblar. Quería causar impacto. No quería demostrar su rabia. »Mientras que a ustedes no les importa ver más allá de dos años en el futuro — continuó, un poco más calmada—, yo les digo lo que los días de creer que el internet puede resolverlo todo llegarán a su fin. La interacción social va a tomar el lugar de las redes sociales. El activismo en persona va a derrocar al activismo de los clics para la economía, para los derechos humanos. En los próximos años, van a ver cómo sus trabajos cambian de puestos enfocados en la cantidad para la organización de redes en puestos enfocados en la calidad para crear jerarquías organizadas que generen cambios reales y cualitativos. Así que si no cambian el rumbo por el que van, son ustedes los que se quedarán sin trabajo. —Debe ser vergonzoso —dijo Dax con maldad— estar tan desconectada de la realidad.

—¿Yo estoy desconectada de la realidad? —gritó Sloane, apuntando violentamente hacia las imágenes de las Cortinas Inteligentes que aún estaban en la pantalla—. Tú estás poniendo todos esos recursos en productos que animan a las personas a alejarse tanto de la naturaleza que son felices, en serio felices, confundiendo una simulación con la realidad. Miró la tablet de Roman, que estaba bocabajo sobre la mesa. Su fama instantánea no sobreviviría a esto, a la bondad potencial del mundo. La gente aún tenía la capacidad de salvarse de una disociación total e irremediable; Sloane tenía que creer en eso, si no, no tenía sentido seguir. Reacomodó el peso sobre sus piernas y siguió observando las imágenes de la presentación que había hecho Phillip. El trabajo creativo se había convertido en eso, en cerebros dentro de seres humanos que se habían permitido comprar la idea de que la conveniencia era lo mismo que la alegría. Esos cerebros seguían ahí afuera, trabajando en las cosas equivocadas. Sloane no podía ni imaginarse lo que se lograría si la gente se reapropiaba del poder de sus cerebros. Soluciones para enfermedades graves. capaces de autorregenerarse. Sistemas regenerativos en las carreteras que pudieran llenar por sí mismos los baches. Quizá todo lo que veía estaba a siete años de distancia. Quizá se equivocaba, y la humanidad nunca se corregiría, dejando que las máquinas y el Homo sapiens se fundieran para convertirse en uno, con turistas que preferirían visitar el Gran Cañón virtualmente porque los consumía la ansiedad social al ir tan lejos. Pero quizá, sólo quizá, la gente estaba más lista de lo que ella creía para quitarse los grilletes de la soledad psicosomática. Quizá la revolución podría llegar antes si le daban la vuelta a las tendencias. Todos estaban inmóviles y en silencio, quizá temiendo que si decían algo, si movían un solo dedo, Sloane dejaría de hablar. Pero no iba a hacerlo. —Lo que están haciendo aquí es ampliar el control tecnológico sobre las mentes y los corazones humanos —dijo con voz un poco más baja—. Y eso les ha generado montones de dinero. Pero ¿cómo se siente vivir en un mundo donde nunca nadie necesita preguntarle a otra persona cómo llegar a alguna parte, o en el que nunca les piden que le tomen una foto a una pareja de lunamieleros con su cámara? Si creen que los selfie sticks son el camino de la felicidad, están profundamente equivocados. El o humano está en peligro de extinción. Creen que el futuro le pertenece al tipo de personas que va a sincronizar sus

refrigeradores con sus smartphones, pero la gente está lista ahora, no mañana, para ser vulnerable, libre, y volver a la intimidad. Sloane hizo una pausa, retando a los empleados de Mammoth a reírse. Pero la risa no llegó. Todos la miraban con la boca abierta, completamente azorados. —¿Saben qué veo yo en el futuro? —continuó—. Dado que para eso me contrataron. —Miró de nuevo hacia el espacio vacío en el que ya no estaba Roman—. En vez de sexualidad aumentada y herramientas para el sexo virtual, veo sistemas de citas basados en feromonas en vez de algoritmos. Veo check-ins diarios en centros de bienestar donde puedes ir a que te abracen. Veo doctores regulando los niveles de o humano de sus pacientes con tanta minucia como su presión sanguínea. Veo cómo se vuelve tendencia tener un teléfono antiguo que casi no hace nada más que llamar a la gente. Veo como la cima de la elegancia el no tener wifi. Veo el o visual como el nuevo vigor. La colaboración como ambición. Veo un mundo, y son excelentes noticias para el planeta, en el que la gente tiene más sexo reproductivo porque frecuentemente es a través de tener, criar y proteger a los hijos como la gente recuerda lo jodidamente genial que es la vida. Veo una enorme baja en su margen de ventas dentro de dos años. Veo cómo tiran productos que la gente comienza a tener el valor de descubrir que no los quieren. Veo a las personas poniéndose contra Mammoth y a favor de otras personas. En contra de la tecnología. Dax estaba anonadado. Parpadeaba furiosamente, parpadeaba como si una inconcebible tormenta de arena se hubiera estrellado contra sus ojos. —Estás tan, tan equivocada —dijo—. Pobrecita. De pronto, se escuchó el sonido de una silla raspando contra la alfombra. Era Seth, de Fidelización de Clientes, y estaba de pie; el sudor se encharcaba alrededor de su cuello. —¡Yo creo que tiene razón! —gritó. —¿Es broma? —se burló Dax—. Siéntate, Seth. —¡No sabes nada sobre lo que hacemos aquí! —le gritó Phillip a Sloane. —¿Y tú prefieres trabajar con un fenomenoide que cree que absolutamente todo se va a resolver con cibersexo? —dijo Allison, levantándose—. Pues buena

suerte. Yo también le creo a ella. —Yo igual —anunció Jin, levantándose también. —He odiado cada día de los últimos tres años que llevo trabajando aquí — declaró Deidre desde la esquina—. Y renuncio. Renuncio. Renuncio. Se escuchó un sonido ahogado al otro lado de la mesa y Seth extendió los brazos. Hay momentos en que presientes y cosas que no puedes ver. La vida, en toda su maravillosa absurdidad, aún se las arreglaba para darle una que otra sorpresa a Sloane Jacobsen, gracias a Dios. Meterse con un compañero de trabajo fue una de ellas, empezar a enamorarse de él fue la segunda. Ver al ojeroso director de Fidelización de Clientes abriendo sus brazos con esperanza definitivamente era la tercera. Sloane observó los brazos abiertos y vacíos de Seth, y luego Deidre comenzó a llorar. —¿Voy a tener que llamar a la maldita policía? —preguntó Dax, pasando su mirada con asco de su cabeza de Fidelización de Clientes a su asistente ejecutiva —. ¿Están jugando? —¿Y tú? —chilló Seth, lleno de fuerza, valor y coraje—. ¿Y tú? Y luego, como si sus movimientos estuvieran orquestados, Sloane le dio la vuelta a la mesa para perderse en los brazos de Seth, mientras Jin cruzaba la habitación para que Deidre pudiera dejarse caer en los suyos. Sloane observó sobre los anchos hombros de Seth cómo Jin acariciaba la cabeza de Deidre. —Nadie me había abrazado tanto tiempo —confesó ella. Mientras tanto, se sentía como…, era difícil decir exactamente como qué, porque Sloane estaba un poco aturdida por el aroma del jabón de ropa, pero se sentía como si Seth también estuviera llorando. —Quiero volver a jugar con mis hijos —sollozó mientras sus manos se sentían calientes sobre la espalda de Sloane—. Pero ¡no puedo soltar mi teléfono! — Podía sentirlo temblando—. ¡No puedo!

—Ya está —gritó Dax—. Voy a llamar a seguridad. —Ja —se burló Allison—, ¿y qué les va a decir? —Que estoy siendo testigo de la pérdida total del buen gusto. Tú, becaria — ordenó Dax—. Como ya perdí a todos mis asistentes, necesito que llames a RH para que se encarguen de los papeles de salida. —Eh, de hecho, pues, ¿sabe…? —dijo la joven—. Creo que yo también voy a renunciar. —¡Muy bien! ¡Muy bien todos! ¡Que estalle la bomba! Seth seguía con la evacuación oftalmológica de una década de deseos sin cumplir sobre el hombro de Sloane. En la mesa, las personas que seguían sentadas intercambiaban miradas de absoluta incredulidad. Sloane acarició lenta y suavemente la espalda exhausta de Seth. Se imaginó a Dax entrando furioso a RH. Era urgente que se fuera en ese mismo momento para estar al lado de su hermana. —Está bien —susurró contra el cuello de esa camisa con las manchas beige del sudor viejo—. Todo va a estar bien. —¿Sí? —preguntó él con voz quebrada. —Bueno —dijo Sloane, reconsiderando—. Podría estarlo.

treinta y dos

Recorriendo el estacionamiento del área de emergencias, cruzando las puertas de cristal, subiendo por el elevador estéril hacia maternidad, Sloane corrió hacia su familia. «Todo va a estar bien —insistió para sí misma junto con el sonido de sus propios pasos—. Tiene que estarlo». La habitación 234 tenía tres cuerpos silenciosos: Harvey y Margaret, con sus manos sobre las ásperas sábanas de la cama de hospital donde estaba acostada Leila. Sloane se detuvo en el umbral; Harvey la vio primero, y Sloane no pudo leer nada en su expresión. Luego la miró Margaret, y su rostro se derrumbó. —¿Leili? —preguntó Sloane, corriendo hacia la cama. Su hermana se veía adormilada, drogada y apagada. Los tubos de un catéter corrían desde el costado de la cama hasta meterse bajo su bata de hospital. Sloane tomó la mano de su hermana y la sintió floja. —Salió así nada más —dijo Leila, cortando el silencio. Y luego comenzó a llorar.

Tres tazas de café y una bolsa de donas después, el niño no había muerto. Eso no significaba que sobreviviría, según explicó el doctor, ni que no hubiera complicaciones a largo plazo. Pero el bebé estaba vivo. «Vivo». «Muerto». «Complicaciones». Abrumada por las emociones, Sloane pensó demasiado en las posibilidades. No era momento para exponer a su destrozada hermana a los peores escenarios, era momento para ver los hechos. Nació a las veintinueve semanas y media, kilo y medio. Malas noticias al momento: el bebé tenía una infección de la placenta y necesitaba inyecciones de esteroides en sus pulmones. Buenas noticias del momento: estaba entubado, pero el pequeño guerrero respiraba solo. Cuando el doctor se fue y Leila descansó, los tres se hundieron en la confusión. Margaret, agazapada en el sillón en el que probablemente pasaría la noche Harvey; él y Sloane junto a la puerta del baño. —¿Ya lo… cargaste? —se animó a preguntar Sloane. —Oh, no —respondió Harvey, negando con la cabeza lentamente, como desde un sueño—. Es demasiado pequeño. Su madre estaba ahí, sentada en silencio, aún conmocionada. —Necesito verlo —dijo de pronto—. A mi pajarito. Sloane observó cómo su madre se levantaba trabajosamente de aquella cama endeble.

«Piensa en todos los humanos —le había dicho Roman tras su explosión en el restaurante—. Piensa en todas las bocas». Piensa en todos los pequeños humanos y las pequeñas bocas. Los comerciales y las cajas de pañales muestran a los bebés con un peso exquisito, balbuceando, con ojos azules y lenguas perfectas y regordetas, pero los niños prematuros son aceitosos, ictéricos y del tamaño de la palma de tu mano. Son tan pequeños. El hijo de Leila aún no tenía nombre, pero sí era un pajarito, con sus dedos oscuros enroscados frente a sus facciones imposiblemente delicadas, su pene diminuto y sus muñecas y tobillos envueltos en una red de cables. Los tubos de plástico transparente lo hacían ver como si estuviera buceando en las profundidades de las cuatro láminas que lo rodeaban. Sloane acercó las puntas de sus dedos a la ventana. Junto a ella, su madre, una mujer que había estado casada con un ateo durante treinta años, se persignó. —Ahí está mi hombre fornido —dijo Harvey, poniendo su mano en el cristal. —Sin duda tiene tu físico —comentó Margaret sin emoción. Harvey y Sloane se miraron sorprendidos. Luego Margaret intentó reírse, pero se escuchó como un sonido ahogado. Una exhalación de miedo. —Crees que por tener dos nietos, puedes con esto —dijo Margaret, mirando inexpresivamente hacia los pequeños cuerpos en sus camas—. Pero no. En absoluto. Y luego Margaret comenzó a sollozar de nuevo. Se dio la vuelta y hundió la cara en el pecho de Harvey.

Día dos de los nuevos diez días de reposo absoluto de Leila; la cantidad de tiempo que Pajarito debería permanecer en la unidad de cuidados neonatales seguía sin determinarse. El personal del hospital y las enfermeras seguían siendo reticentes y amables ante las preguntas que se iban acumulando. Flotando en una mezcla de anestesia, analgésicos, hormonas y adrenalina, Leila se veía con más color que el día anterior. Había dormido profundamente y la habían llevado en silla de ruedas a ver a su hijo esa mañana. —Gremlin —dijo Leila, con su cama a control remoto elevada hasta la mitad para que pudieran hablar. Aún tenía cables conectados a su cuerpo. Sloane pensó que el mundo podría dividirse entre los que les han istrado soluciones intravenosas y los que no—. Es nuestra segunda opción después de «Pájaro». Sloane se sentó junto a ella, más reconfortada que perturbada por el sentido del humor de su hermana. Leila siempre era directa y mordaz en sus mejores momentos. Tenían la espaciosa suite de hospital sólo para ellas; Harvey había llevado a los niños a la escuela e iba a descansar, y su madre estaba «cocinando para las enfermeras», o eso suponía Leila. —¿Y cómo está? —preguntó Sloane. —Parece que sus pulmones van mejorando. Pero ¿te imaginas? ¿Inyecciones de esteroides? ¿En sus pulmones? No lo soporto —dijo, y los ojos se le llenaron de lágrimas pese al humor de hace un rato—. Lo traje al mundo y lo primero que recibe es dolor. ¿Qué podía decir Sloane? ¿Que Leila no debía culparse? ¿Que estaba segura de que todo saldría bien? Pues no estaba segura. No sentía ni un presentimiento, ni una chispa ni una brasa en su estómago. Su famosa intuición estaba deshabilitada por la frecuencia de los equipos de radio del hospital, o no tenía ni un poco de sexto sentido cuando se trataba de qué pasaría con la lucha por la vida humana. —Leili —dijo, acariciando el brazo de su hermana bajo la tela desgastada de su bata de hospital, la cual, incongruentemente, estaba cubierta con un desfile de patos—. ¿Los niños lo saben?

—Dios mío —suspiró Leila—. Harvey se está encargando de eso, gracias a Dios. Mamá se ofreció a hablar con ellos ayer, ya te imaginarás cómo debe haber salido eso. —Parece que mamá está muy mal. —¡Está peor que yo! —exclamó Leila—. ¡Está peor que Harvey! Pero ya sabes que con mamá es como si cada nuevo nieto fuera otra maldita oportunidad de vida. Sloane se quedó sin decir nada y con el corazón acelerado. Tenía dos cosas que decirle a Leila. En cualquier momento podría entrar una enfermera, su mamá podría volver con una bandeja de comida caliente. La seguridad de que esta podría ser su única oportunidad la quemaba por dentro. Comenzaría con la noticia sencilla, eso haría reír a Leila. —Oye, Leili, tengo algo que decirte —anunció, retirando la mano del brazo de su hermana. —Oooh. ¿Sí? ¿Arrestaron a Roman? —¿Arrestarlo? —se burló Sloane—. No. Pero… es algo así. Creo que tengo algo así como un… ¿galán? —Disculpa, ¿un «galán»? —repitió Leila, emocionada—. ¿¡De qué hablas!? —O sea, aún no somos nada. —Sloane se ruborizó—. Ni siquiera hemos… Probablemente no debí mencionarlo, es sólo que dijo que quizá vendría hoy y… —Espera un momento. Espera un maldito momento. Básicamente, ayer estabas corriendo a tu marido de tu casa, ¿y hoy voy a conocer a tu novio? ¿Así? —Bueno, probablemente no va a entrar, sólo nos vamos a ver en… —¿Quién es el tipo? —insistió Leila. —Es un colega —dijo Sloane, con un gesto de horror. Leila quería más detalles, así que Sloane le medio contó lo que pudo, pintándole

una imagen de un Jin que la había apoyado en sus extrañas ideas desde el momento en que empezó en Mammoth, y cómo la relación había crecido desde ahí, en vez de cómo había comenzado realmente, con él cogiéndosela en la casa de su mamá. Pero aunque Sloane le estaba contando a Leila los detalles horrendamente cursis (repitió «muy guapo» dos veces), estaba distraída, nerviosa y no dejaba de ver el reloj. Era ahora o nunca. Tenía que pasar antes de que llegara Margaret. —Hay algo más —anunció Sloane, sintiendo cómo su rostro se ponía rojo. —Oh, por Dios, ¡te vas a casar! —¡No! —exclamó Sloane con sorpresa—. ¿Qué? —Te despidieron —dijo Leila, asintiendo frenéticamente—. Por culpa suya. —No —aclaró Sloane, arrugando la nariz—. De hecho, yo renuncié. —Espera, ¿qué? —Pero eso no es lo que quería decirte. Escucha, Leila, escucha. Hay algo que debo…, que quiero darte. —De acuerdo —dijo Leila cautelosamente. Sloane miró a su hermana, la miró de verdad, tanto por primera como por millonésima vez. Ese rostro se había ensanchado y aflojado y adelgazado con el paso de los años, pero los ojos eran siempre los mismos. Los ojos a los que les sonreía mientras se enterraban bajo el fuerte en la litera de arriba de Sloane, la cama que Leila siempre quiso y en la que ahora Nina dormía ocasionalmente. Quería a su hermana. Necesitaba a su hermana. Pensando que nada malo podía salir de esto, Sloane metió la mano en su bolsa. En sus manos estaba la tarjeta de la hogaza de pan que había comprado y escrito y que nunca le había enviado a Leila en todos esos años. La sostuvo en su palma como algo sin alas. —Hay un dicho de que los recién nacidos traen torta bajo el brazo —comenzó a decir Sloane, intentando controlar su voz—. Lo cual…, lo cual no viene al caso

ahora, así que perdón por la imagen, pero es…, es algo que te escribí cuando tuviste a Nina. —Nina —dijo Leila con voz un poco dura—. Si mal no recuerdo, me enviaste un traje francés con un moño para el cuello que la habría estrangulado si se lo hubiera puesto. —De acuerdo —reconoció Sloane, logrando no añadir nada más; su regalo no era ese—. Es sólo que nunca te envié esto. Le entregó la tarjeta a Leila, quien vio que Sloane había escrito algo adentro y su rostro palideció. —Sloane —dijo. —Sólo léela —pidió Sloane, mordiéndose el labio. Sloane leyó en su cabeza con su hermana mientras los ojos de Leila seguían las palabras.

Querida Leila,

No puedo creer que vayas a ser madre. Bueno, claro que puedo; cuando pienso en los años que han pasado hasta aquí, sé por qué vas a ser madre y sé que serás excelente...

Siempre has sido la hermana madura de la familia, la que cuida, la responsable. Además eres alguien que guía, pero nunca obliga. Me escuchaste mientras crecía, incluso cuando no entendías mis problemas. Escuchas a todos, y haces algo, estás cuando se te necesita, ayudas. Has sido mi gran hermana menor en tantas formas, y un modelo a seguir para la persona que no logro ser.

Supo cuando Leila llegó al tercer párrafo por la forma en que su quijada se tensó. Leila se acomodó el cabello detrás de una oreja y luego de la otra mientras el corazón de Sloane latía con todas sus fuerzas.

He querido pedirte perdón desde hace tantos años. Vas a ser madre, vas a tener tus propios triunfos y penas. Hay tantas formas en las que parece demasiado tarde para disculparme. No espero que me perdones... ni siquiera sabría cómo poner en palabras de qué me estoy disculpando. Sólo tenías dieciocho años cuando murió papá. Yo tuve que llegar a los treinta para entender lo joven que eras. No escuché, no hice nada, no estuve ahí y no ayudé. Papá era mi mejor amigo, Leili, y yo huí. Sé que crees que todavía estoy huyendo. Pero soy feliz en París. Nunca he sido tan fuerte como tú. Nunca he sido tan abierta. Es por eso que nunca podría ser madre. Después del accidente, cada parte de mi ser me decía que debía vivir en un lugar donde no hubiera vivido papá. Nada aquí me lo recuerda, nada aquí me recuerda a nosotros. De hecho, estoy con un hombre que no puede ser más diferente a mamá, a papá y a ti, y eso es lo que necesito. No está bien, no es bueno, pero es lo que me terminó sanando.

Lamento tanto haber destruido nuestra amistad. Lamento haberlo hecho y con eso obligarte a superar tu pena y ser la adulta de nosotras dos. No espero que me perdones, pero siempre has sido mucho más noble que yo. Quizá algún día entenderás que soy débil y no es que te quiera hacer daño. Y lamento tanto habértelo hecho.

Esta ni siquiera es una buena disculpa, y ya no queda espacio en esta tarjeta. Te quiero, Leili, siempre te he querido, y me emociona y me da un poco de celos tu vida. Un día, pronto, espero compartirla contigo, como alguna vez lo compartimos todo.

Tu hermana,

Sloane

Sloane se quedó en silencio en lo que su hermana terminaba de leer, sintiendo como si dentro de su pecho hubiera un tambor a punto de estallar. Sabía que Leila la estaba leyendo, que no estaba lista para despegar sus ojos del papel. Sloane pensó que quizá no había sido el momento correcto, que no tenía derecho a estar ahí mientras su hermana la leía, y luego su hermana la miró. —¿Qué se supone que tengo que hacer con esto? —chilló, pasándose una mano por debajo de las pestañas—. ¿Nueve años después? ¿Qué te pasa? ¿Por qué no la mandaste y ya? —No lo sé. —Es terrible —dijo Leila con la quijada temblorosa—. ¿Sabes cuánto necesitaba escuchar esto? ¿Lo sabes? —No lo sé —respondió Sloane con tono nervioso—. Sí. —No puedo creer que no la hayas enviado. Que no la enviaras es casi peor que si no te hubieras disculpado nunca. No… —dijo Leila, limpiándose los ojos de nuevo, ahora con todo el puño—. Quizá no lo digo en serio. Pero, Sloane, esto es… —Apretó los labios—. Lo quería. Tanto. —Lo sé —logró decir Sloane—. Algo…, algo está mal en mí. —¡No me digas! Pero ¿y qué? ¿Qué pasa si te vuelves a comportar así? Salió un pequeño sonido de la garganta de Sloane, gutural, infantil. Bajó la mirada, avergonzada. Podía sentir que su hermana estaba decidiendo qué hacer, y sabía que no se merecía nada. —Maldita sea —dijo Leila, abriendo los brazos—. Ven y dame un abrazo, yo no puedo moverme o mi estúpida panza se abriría de par en par. Sloane comenzó a llorar. Pero se acercó a su hermana, se puso junto a ella,

apoyando su frente en la suya, sintiendo el aroma calcáreo de su cabeza tibia. —Lo siento tanto —dijo Sloane contra la mejilla de su hermana. —Sólo te pido que ya no seas una desgraciada. No lo vuelvas a hacer. Sloane se dejó llevar por la frágil seguridad, incierta, pero vibrante, de que quizá casi todo podría arreglarse. —¡Oh! —exclamó una voz detrás de ellas. Era su madre, con una alegría que se extendía por las grandes llanuras de su rostro. —¿Es un mal momento? —susurró Jin junto a ella.

treinta y tres

—No puedo creer que hayas venido —dijo Sloane con un tenedor sobre el jamón de su ensalada del chef. —Lo sé —respondió Jin—. Sin duda siempre elegimos los mejores lugares para cenar. Ambos comieron un poco y luego él le preguntó si había visto las redes. —Eres tendencia —comentó—. O más bien tu discurso de renuncia. —¿Qué? —preguntó Sloane, sorprendida. —Alguien debió grabarte. Están intentando descubrir quién. Revisaron todos nuestros celulares. Dax está enloquecido, claro. Provocó que su compañía pareciera un completo caos. —¿Alguien me grabó? —repitió, en shock. —Mira. —Jin sacó su celular e hizo clic en una grabación de audio compartida treinta y siete mil veces:

… el o humano está en peligro de extinción. Creen que el futuro le pertenece al tipo de personas que van a sincronizar sus refrigeradores con sus smartphones, pero la gente está lista ahora, no mañana, para ser vulnerable, libre, y volver a la intimidad…

Sloane soltó el teléfono como si estuviera caliente.

—No quiero esto. ¡No quiero esto! ¡No puedo pensar en esto ahora! Se había disculpado con su hermana y su madre lo había visto. Quería estar en cualquier lugar menos en su cabeza. —Lo subieron esta mañana —dijo Jin, guardando el celular—. Hashtag: #VolverALaIntimidad. —Y ayer era #ElSexoEstáMuerto —masculló Sloane, poco impresionada. —¿No crees que las personas se van a sumar de inmediato a un movimiento que promueve más sexo en vez de nada de sexo? —preguntó. —¿Podemos no hablar de esto aquí? La mirada de Jin se suavizó. —¿Quieres hablar de lo que pasó? —Por el cambio en su tono de voz Sloane supo que se refería al bebé de su hermana. Y a su hermana también. —No sé si quiero hablar de eso —confesó—. Pero no quiero hablar de esto. — Señaló hacia su teléfono—. Y realmente sólo necesito vivir en negación respecto a lo de Mammoth hasta que vengan, y me quiten a Anastasia y me hagan pensar en eso. O quizá tendrán que llevársela con grúa… O sea, tiene voluntad. Es autónoma. Podría intentar quedarse. —¿Sabes?, acabo de conocer a tu familia —dijo Jin, masticando—. Probablemente deberías presentarme de manera formal con tu carro. —No diría que ver a dos treintonas llorando cuente como conocer a mi familia. Jin levantó las manos en un gesto despreocupado. —Aún hay tiempo. —Eres demasiado optimista. ¿No te preocupa que te vean con una persona non grata? —Eres muy grata —dijo Jin—. Te lo prometo. Revisa las redes. Sloane enterró los picos de su tenedor en la última hoja de lechuga romana con

sus orillas teñidas de un color oscuro. —Mira, vuelvo mañana —anunció Jin con un tono alegre que se sintió forzado —. Tendremos una cena real. En un lugar que no sea este. —No tienes que hacer esto, ¿sabes? Jin enarcó las cejas. —¿Hacer qué, exactamente? —Sentir lástima por mí. —Ay, Sloane —dijo, soltando un suspiro cansado—. ¿Qué te estás haciendo?

Aparentemente, lo que estaba haciendo era buscar su propio nombre en internet. #VolverALaIntimidad era el séptimo trending topic nacional, #ElSexoEstáMuerto era el número dos. Sloane echó un vistazo a las noticias más recientes relacionadas con ella, la mayoría de las cuales combinaba lo que Jin llamó su «discurso de renuncia» y su participación en Tusk. «Aclamada predictora de tendencias le dice al CEO de Mammoth: cambia el camino o será el fin». «Sloane Jacobsen anuncia la muerte de las redes sociales: las interacciones sociales son lo que viene». «Jacobsen a Mammoth: Están empeorando a la humanidad». Temiendo qué más podría encontrarse en las infinitas praderas de la World Wide Web, Sloane cambió la cafetería del hospital por la seguridad de su carro. —¡Ojalá me hubiera avisado que venía! —canturreó Anastasia—. Me hubiera precalentado. ¿Café? ¿Cómo está su hermana, Sloane? —Está bien —respondió, acomodándose en el asiento trasero—. Frustrada. Aún no hay mucha información. Estamos esperando. El café suena muy bien. Los mecanismos internos del divisor de asientos comenzaron a trabajar. —Ha estado recibiendo un gran número de llamadas telefónicas —informó Anastasia mientras Sloane esperaba su bebida. —¿ RH? —Todavía no. Reporteros. —Aparentemente soy tendencia. —«¡La pareja de famosos que divide las tendencias!» —exclamó Anastasia—. ¡Sí me enteré! Sloane se relajó un poco, momentáneamente distraída al pensar que Anastasia le seguía la pista. Pero luego vio la nieve cubriendo los techos de los carros en el estacionamiento del hospital. Esperar era una actividad universal en un lugar así. Esperabas para estar mejor. Esperabas a alguien más.

Sloane se sintió cansada de golpe e irrevocablemente. Se sintió lejos de su hermana y absolutamente inútil, aunque sabía que no había nada que pudiera ayudar ni a Leila ni al Pajarito en ese momento más que el tiempo y el descanso. Aparentemente descansar también era lo que ella necesitaba, porque cuando abrió los ojos, el sol estaba más fuerte y la mayor parte de la nieve se había derretido en el océano de autos. —Ah —dijo Anastasia mientras Sloane parpadeaba para despertar por completo —. Los asientos registraron respiración tranquila y profunda. Un buen descanso. —¿Me dormí mucho tiempo? —Noventa minutos. Sloane se tronó el cuello. —Ay, Dios. Recogió rápidamente sus cosas y volvió a estirar el cuello. —Voy a ver cómo están todos, si hay noticias. —Aquí estaré —dijo Anastasia. Sloane se emocionó ante la posibilidad de que Anastasia también se fuera a revelar.

En la habitación 234, Harvey y su madre estaban sentados a cada lado de Leila con sus rostros hacia la televisión que estaba montada en la pared. —¿Hay noticias? —preguntó Sloane, dejando su bolso. —¡Tú! —dijo Leila, señalando. Sloane gruñó al ver lo que estaba en la televisión. Era el video de Tusk con su entrevista abortada con Roman. En el lado izquierdo de la pantalla dividida, Roman estaba dando cátedra sobre los portales de la realidad virtual: cómputo anticipatorio, electrónicos de tercera generación, interfaces mentales. En su lado de la pantalla, su foto acompañada de una cita: «Sloane Jacobsen, predictora de tendencias: “La gente va a dejar de comprar cosas. Diles que va a haber una enorme tendencia a descomprar”». —Oh —dijo Leila, mirándola—. Te superdespidieron. —¿Y tú? —le estaba preguntando Brian Naecker, el conductor del programa, a Roman, aparentemente refiriéndose a la declaración de Sloane. —Claro que eso es absurdo —dijo Roman—. Los aparatos electrónicos son nuestras vías respiratorias. Nos mantienen mucho más que conectados. Nos mantienen con vida. Brian hizo un chiste sobre que Roman conectaba bien con Mammoth, dado que eran una compañía de tecnología, antes de agradecerle, y también a Sloane, agregó con una sonrisa maliciosa, por ir a su programa. El presentador de las noticias volvió. —Sloane Jacobsen y Roman Bellard fueron contratados como predictores de tendencias en Mammoth, pero ayer, tras un discurso que ha recorrido todo el internet, la señorita Jacobsen renunció a su puesto. Falta ver si el CEO de Mammoth, Daxter Stevens, reemplazará a Jacobsen o si el señor Bellard guiará solo a la compañía hacia su conferencia anual de tendencias este verano. En noticias relacionadas, el señor Bellard ha recibido fuertes críticas de parte de grupos conservadores por su propuesta en contra del sexo con penetración, que

es, en palabras de un vocero, «una absoluta profanación de los valores estadounidenses y una seria amenaza no sólo para la unidad familiar, sino para la continuidad de la vida humana». Varias docenas de manifestantes se dejaron ver con pancartas en las oficinas en Nueva York de Mammoth esta mañana, solicitando la deportación del señor Bellard a su natal Francia. Luego apareció la imagen de los manifestantes, envueltos en sus chaquetas y levantando pancartas hechas en casa. —Diablos —dijo Harvey, soltando un silbido—. Vaya que nos has ocultado cosas, Sloane. —No es tan trascendental como… ¿Podemos apagarla? —Realmente no sé si se puede apagar —dijo Leila, agitando el control remoto hacia la televisión—. La pondré en silencio. —¡Cariño! —exclamó su madre—. ¡Saliste en la tele! Sloane no pudo evitar reírse. Nada de lo que había logrado antes tenía sentido para Margaret, pero terminar con Roman, salir en un noticiero nacional y que un hombre que parecía apreciarla la visitara en el hospital, eso sí que lo entendía. —Eso parece —dijo Sloane. —Y, ¿qué vas a hacer ahora? —preguntó Margaret, emocionada. —No hay nada que hacer —respondió Sloane—. Renuncié. —Pero ¡Roman! Cariño —dijo su madre, mirando a Leila—. ¡Jin! ¡No dijiste! —Sabes que tiene veintiocho, ¿verdad? —señaló Leila—. ¿Te comentó eso? —Creí que podía ser aún más joven —comentó su madre, riéndose. Frente a ella, Harvey parecía tan sorprendido como Sloane de estar siendo parte de un momento que se interpretaba universalmente como que estaban funcionando como una familia. ¿Podía ser así de fácil? ¿Margaret sólo necesitaba ver que Sloane quería a Leila tanto como antes para que todo estuviera bien?

—Si ya terminaron, ¿me pueden decir cómo sigue el bebé? —Oh, va mejor —dijo Margaret, con un regocijo que la llenaba como a un vaso —. El doctor dice que al final de la semana Leila quizá pueda abrazarlo. Y tal vez este fin de semana le puedan quitar el respirador. —Y ya ganó casi ciento cincuenta gramos —agregó Leila sonriendo. —Ay, Leila, qué maravilloso —dijo Sloane—. ¿Cómo se llamará? —Realmente nos gusta Pájaro —dijo—. Pero probablemente se burlarían de él. —¿Sabías que en el Reino Unido les dan cuarenta y dos días para decidirse? — preguntó Margaret—. Leila lo investigó. —Tenemos hasta que salgamos del hospital —comentó Leila—. Y viendo el estado de este equipo madre/hijo, eso podría tardar un rato. —Bueno —dijo Harvey, con su atención de nuevo en la tele muda, que mostraba un video de Roman caminando por el mercado con su traje Zentai—. No le vamos a poner Roman, eso es más que seguro.

treinta y cuatro

Esa noche, con Jin junto a ella, Sloane no pudo dormir. Era la presencia de su cuerpo, la calma de esa compañía que le arrebatarían cuando sonara la alarma para irse a trabajar, pero también eran las visiones, y los clips televisivos y todo el ruido visual que venía con ello. Se había visto más en la televisión. Estaban por todos lados, ella, Roman, Mammoth… y era difícil esquivarlo. Varios canales de noticias incluso habían entrevistado a los empleados de Mammoth, y esas entrevistas reales se intercalaban con otras ficticias en su cabeza adormecida. Había una con Phillip, quien declaró que Sloane era «enemiga de la razón y del avance tecnológico»; otra con Darla, quien expresó, de forma no muy convincente, que Sloane sólo estaba «chapada a la antigua». A Daxter lo habían buscado, pero no lo habían encontrado, para que diera sus comentarios, según informaban las fuentes. Otros videos, irreales y extraños. Mina Tomar apareció desnuda en el área de comida de Mammoth con una baqueta. «Tienes que ir por lo que quieres», le dijo al periodista, a quien había convencido de que también se desvistiera. Andrew Willett apareció como un maestro en una guardería, rodeado de una horda de bebés con trajes de ejecutivo. «Estuvimos casados —dijo cuando le preguntaron sobre el tiempo que pasó con Sloane Jacobsen—. No funcionó». Anastasia y Deidre aparecieron caminando juntas en un bosque otoñal. La escena estaba filmada como un comercial de incontinencia, donde todo insinuaba suavidad, libertad, paz. Anastasia era pelirroja, de piel pálida y hermosa. Deidre era ella misma, pero tenía una blusa que le quedaba bien y unos tacones con los que lograba avanzar por el camino lleno de hojas y tierra. —Sí quiere a su madre —dijo Deidre asintiendo mientras la música comenzaba a sonar.

—Lo intenté —comentó Anastasia, suspirando. Deidre rodeó a su amiga con un brazo. —Al menos nos tenemos la una a la otra —dijo la Deidre del sueño. Hubo más sueños, la mayoría olvidables. Algo sobre Pajarito. Algo sobre su mamá. Cuando despertó, Sloane recordó que le había dicho a su hermana que quería hacer algo para el aniversario luctuoso de su padre. Y en un instante supo qué sería. Miró el reloj en la consola y decidió que ya era suficientemente tarde. Puso sus dedos sobre la mejilla de Jin. —Mmm —dijo él, despertando con una sonrisa. —¿Jin? —susurró Sloane—. ¿Jin? —Mmm —repitió él, besándole la mano. —Sé que esto no es lo que se dice después de una noche de… —Hizo una pausa mientras él presionaba sus labios adormilados contra su mano de nuevo—. Pero necesito ver a tu mamá.

Sloane llegó a la oficina de Jodi sin la más mínima idea de qué podía esperar. Cuando Sloane la llamó, le dijo que estaba «lista para eso de lo que hablaron», y Jodi no le había hecho más preguntas que «¿cuándo?». Su estudio en Brooklyn era luminoso y simple: pisos de madera, paredes de ladrillo, las esquinas llenas de plantas. Cerca de una ventana con barrotes de hierro se había construido un colorido altar para una deidad que Sloane no reconoció. El aire estaba lleno con el aroma de la cera de abejas quemándose lentamente. Tras guardar el abrigo y el sombrero de Sloane en un clóset aparte, Jodi la ungió con aceite de lavanda: frotó un poco, lenta, muy lentamente sobre su frente, sus muñecas y su clavícula, luego la invitó a sentarse en el suelo frente a ella. Le llevó una almohada por si se sentía abrumada o incómoda y necesitaba acostarse. —Muy bien —dijo Jodi con una sonrisa amplia y cálida. Puso una mano sobre cada rodilla y relajó su postura—. ¿Sabes por qué estás aquí? Los hombros de Sloane se encogieron involuntaria y avergonzadamente. —Estoy lista para limpiar mi mente —dijo. —De acuerdo —respondió Jodi amablemente—. Venir aquí ya es un paso del que puedes sentirte orgullosa. Intento no guiar a las personas en sus viajes individuales. ¿Hay algo más que quieras decir? La voz de Jodi tenía un suave tono alto que combinaba con unos bajos seguros que hacían que Sloane se sintiera cómoda con sus palabras. —Pues supongo que hay cosas que me han estado impidiendo avanzar. Con mi padre. Cosas que, eh, me gustaría superar. —Muy bien —asintió Jodi. Volteó un pequeño bolso y de él salió una selección de piedras de río y gemas. —Elige las que te llamen —pidió. Sloane observó las gemas, pero su brillo se sentía demasiado cargado. Tomó una

piedra de río color carbón, sin nada especial salvo su peso. Luego una piedra blanca, una piedra cualquiera, a decir verdad, que le recordó la grava del camino hacia la casa de sus padres. La última piedra era gris claro y tenía algunas líneas rosas. Le hizo pensar en los viajes a la playa con sus padres y su hermana cuando era niña. Toda esperanza que había en su interior cuando era parte de algo completo. —Bueno —anunció Sloane—. Creo que esas son mis piedras. —Muy bien —dijo Jodi en voz baja, guardando el resto—. Quiero que pienses en algo que esté generando una energía negativa en tu interior, algo pesado. Intenta poner ese sentimiento en una sola palabra y luego dísela a tu piedra. Tan sólo tener ese elemento hacía más fácil profundizar en el significado de los recuerdos que se estaban removiendo en su interior. Pasó un pulgar sobre sus formas suaves y rugosas. —Miedo —dijo Sloane, dejando la piedra más pesada en el suelo. Miró las dos piedras que quedaban en su mano. —Alivio —nombró a la piedra pequeña. —Familia —dijo ante la piedra rosa, y pudo sentir un calor en su nariz. —Bien —continuó Jodi—. Toma una de la que quieras hablar. Comenzó con «alivio». Manteniendo su atención enfocada en la piedra, dijo que tenía miedo de ser feliz, de que si se permitía dejarse llevar por la alegría, alguien podría morir otra vez. Era increíble lo ansioso que estaba su temor por que lo reconociera. Las lágrimas llegaron de inmediato. Pero siguió, pasando a la próxima roca, la que representaba «miedo». Esta era una extensión de su primera preocupación, de que si se permitía cambiar demasiado para bien, no podría presentir las cosas como antes. No podría hacer su trabajo. Cuando Sloane tomó la última piedra, Jodi repitió «familia».

Sloane sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Esa piedra contenía a todas las otras. —Mi hermana acaba de tener un hijo, el tercero —itió con la voz entrecortada, sintiendo la piedra pulsar en su mano—. Y tiene muchos… problemas. Pero no me siento tranquila… o lejana respecto a eso como antes. Siempre dije que no quería tener hijos. —Curvó los dedos para acercarlos al creciente calor de la piedra—. Pero no sé. Quizá era una forma de protección. —¿De qué? —preguntó Jodi. —De la alegría. Jodi hizo un sonido suave, y luego se puso de pie. Sloane la escuchó salir de la habitación y tuvo una sensación terrible de que no iba a volver, de que la había decepcionado, de que era descorazonador estar cerca de alguien tan a la defensiva. Pero sí volvió. Jodi le pidió que se recostara, dijo que iba a poner las tres piedras donde sintiera que Sloane aún estaba guardando demasiada energía. Puso la piedra «alivio» en su garganta. La de «miedo» en su estómago, justo encima de su ombligo, donde ardía la inquietud. Y, finalmente, «familia». La tercera piedra quedó justo sobre su ingle, y cuando la sintió ahí, notó una indignación tan fuerte en su interior que quiso incorporarse. Eso no era correcto, Jodi no la había «leído», no había entendido nada. La piedra de «familia» debió posarse sobre su corazón, o más cerca de su estómago, más cerca de ese lugar privado donde guardaba todo su miedo. El lugar en el que la colocó era insolente, como si Jodi se estuviera burlando de ella poniendo la piedra de «familia» en un lugar erótico. Sloane sintió cómo le ardía la garganta al darse cuenta de que Jodi no tenía los instintos que ella había pensado que poseía. Sintió lástima por la madre de Jin, avergonzándose así, una mujer madura intentando creer que unas piedritas podían hacer algo importante. Pero no dijo nada y no se movió. Y entre más tiempo pasaba con la tercera piedra destilando la verdad hacia su interior, más comenzaba a darse cuenta de que la habían puesto justo donde necesitaba estar. Todas las alegrías que se le habían negado a su cuerpo de pronto pulsaron bajo el calor de esa tercera piedra: sus penas habían sido reconocidas; uno de sus mejores engaños, descubierto.

Mantuvo una relación sin sexo por tantos años que se convenció que era el tipo de persona que podía funcionar sin amor. Y Jodi, de algún modo, había sentido eso. Y no estaba de acuerdo. Profundamente apenada, Sloane ladeó la cabeza. Jodi se inclinó y puso sus manos sobre las sienes de ella, con las palmas recién aceitadas. —Está bien —dijo. Sloane quería llorar. Quería llorar para expulsar todo el daño que había hecho al insistir en que alguien como Roman permaneciera en su vida. Quería llorar por todas las experiencias que pudo haber tenido durante los diez años que estuvo con él, llorar por su novio anterior, al que abandonó sin explicación tras la muerte de su padre. Llorar por todas las veces que supo que necesitaba que la tocaran y no se permitió tener a nadie a quien pedírselo. Quería llorar porque ahora tenía una nueva oportunidad con alguien nuevo y temía la capacidad que podría tener para sabotearlo. —Es posible que estés sintiendo demasiados remolinos de energía en este momento —dijo Jodi sin dejar de amasar su cabeza con sus manos tibias—. Voy a intentar sacar algo de la energía que te complica. Y luego veremos si estamos listas para hablar sobre cordones. Sloane mantuvo los ojos cerrados. Sólo quería que la abrazaran. Pero luego escuchó una especie de aleteo, casi como si algo revoloteara sobre ellas, algo salido de las plantas. Abrió los ojos un poco y vio un ala pasando sobre ella, un ala larga con plumas grises tan oscuras como su piedra del miedo. «¿Me están abanicando con un ala de águila arrancada?», preguntó su cínica interior. Pero la mejor versión de sí misma hizo a un lado a la escéptica. «Respira —dijo esa persona—. Está funcionando». Jodi la barrió como si estuviera intentando alejar su culpa. El aire aromático que iba y venía tenía un efecto que era casi una estimulación sexual, y de pronto, en la ligereza de ese alivio, Sloane vio cómo seguir adelante. Todo ese tiempo había creído que necesitaba reconciliarse con la muerte de su padre, que tenía que superarla. Cuando en realidad sus batallas eran internas. La vida enorme y completa que abandonó tiempo atrás no había desaparecido.

—Creo que puedo hacerlo —dijo Sloane de pronto. Se incorporó—. Puedo cortar el cordón. —¿Estás segura? —le preguntó Jodi con sorpresa en la voz, pero sin juzgarla. —Sí. Jodi la ayudó a levantarse. El deseo de Sloane por tener una conexión era más fuerte que su miedo. Levantó una mano. Quería ser feliz. Estaba lista para serlo. Justo antes de separarse de todos los miedos que usaba como escudo, miró a los ojos a la persona que fue. Y esos ojos no le reprochaban nada, sólo se veían cansados y resignados. «Adiós», dijo Sloane, bajando la mano. No perdón, sólo adiós. Y la persona que fue le devolvió una sonrisa, como si llevara mucho tiempo lista para irse. Como si sólo hubiera estado esperando a que Sloane la soltara.

treinta y cinco

Cuando puedes ver las cosas con claridad, buscas experiencias que te alimenten hasta que se vuelven tan conocidas y llenan tanto tu alma que son una rutina estimulante, y conforme avanza la rutina, te superas y te sorprendes de lo bien que va tu vida. Un año después, las tendencias del tacto seguían cobrando fuerza. Con su discurso de renuncia como punta de lanza, Sloane se convirtió en la vocera de una revolución en la interacción social que privilegiaba las relaciones cara a cara sobre las que se vivían en línea, y Sloane y Jin disfrutaban monitoreando los avances de estas nuevas conexiones. En Japón, la gente había comenzado a usar camisas de fuerza de diseñador para impedirse tomar sus teléfonos. Había una actividad entre los pioneros de la moda, casi un reto, a decir verdad, de ver cuánto tiempo podían pasar sin sus aparatos. Era bastante difícil, los dedos se les retorcían y escuchaban timbres fantasma. Las camisas ayudaban: además de informarle al mundo exterior que quienes las llevaban estaban «en detox digital», también protegían al para que sus manos no tuvieran o con el celular. En Delhi, los jóvenes adinerados habían comenzado a participar en clínicas de lenguaje corporal donde gente mayor les enseñaba habilidades de comunicación no verbal que habían caído en desuso: o visual, expresiones faciales empáticas, posturas corporales, cómo usar el espacio. En los estados al sur de Estados Unidos hubo un tremendo incremento en la práctica de la pesca: chicos de veintitantos iban en grandes grupos a lagos y arroyos de truchas, libres de teléfonos celulares, para aprender a ser pacientes y relajarse. En las páginas de alojamiento fue tal el clamor por los hogares «desconectados» que en páginas como Airbnb se creó un subgénero de casas «puras» que no tenían wifi. La mayoría de estas estaban en lugares bucólicos: cabañas en Montana, casas junto a lagos en los Catskills…, pero el ícono blanco que

representaba zonas libres de internet aparecía cada vez en más lugares por todo el mundo. Cafés, bares y salones de hoteles siguieron esa tendencia. No tener wifi ya no sólo era impresionante: se estaba volviendo cool. Por todo el país comenzó un movimiento para «correr libremente» con gente que salía a correr y ejercitarse en lugares públicos sin reproductores de MP3 ni audífonos, sin celulares ni monitores de actividad, incluso sin dinero. Por todas las grandes ciudades proliferaba el arte callejero antitecnología. Apenas esa tarde, Jin le mostró a Sloane una flor marchita asomando su cabeza por una plataforma del metro de Brasil: «El despertar de la juventud envenenada». Jodi dijo que nunca había tenido tantos nuevos pacientes en su carrera como terapeuta energética, y Leila reportó que no una sino tres de sus niñeras estaban usando celulares antiguos que no hacían nada más que enviar mensajes de texto. Kai llamó a Sloane desde Londres para contarle sobre una reciente avalancha de «istas» que estaba cobrando fuerza en Leeds. Se negaban a registrarse en pantallas durante cualquier clase de transacción y sólo pagaban en efectivo. Simpatizantes del movimiento iban por todas partes pegando calcomanías de «mano-a-mano», enfatizando que entre más volviera lo físico a las interacciones por todo el país, menos probable sería que las computadoras les quitaran el trabajo a los humanos. Mientras todo esto pasaba, Sloane estuvo pensando hacia dónde iría su vida laboral. Por más encantada que quedó la gente con la forma en que le pintó dedo a Mammoth, igual había renunciado públicamente a una compañía importante, y tomó tiempo, el tiempo necesario, para que las cosas que predijo Sloane empezaran a tener sentido para el mundo exterior. Durante un buen rato las llamadas de los clientes no llegaron. Hasta que sí lo hicieron. Fue con el texto en el New York Times sobre citas con feromonas que Sloane comenzó a ganarse el interés de nuevos clientes. El artículo describía fiestas clandestinas de oler camisetas, de moda entre los jóvenes, en las que los invitados, con vendas en los ojos, elegían a sus parejas oliendo artículos de ropa que habían sido usados durante tres días y luego guardadas en bolsas de plástico herméticas. Para los intelectuales que habían estado siguiendo las predicciones de Sloane, eso era prueba de que tenía razón. Tras años de confiarles su vida amorosa a los celulares, los jóvenes estaban listos para volver a confiar en sus narices.

Sin demasiadas ansias por volver al mundo corporativo que había dejado hacía tan poco tiempo, Sloane comenzó una nueva consultora que ofrecía predicciones de tendencias emocionales y de conducta para las compañías que favorecían las actividades en persona. Se negó a consultar directamente con tendencias de consumo y sólo aceptaba clientes a los que honestamente les emocionaba hablar de los posibles cambios en las formas en que la gente comenzaría a pensar y a actuar en las décadas, no años, por venir. Sin importar qué tan lejos estuvieran, las sesiones de consultoría debían hacerse en persona. No por teléfono, no por e-mail, ni siquiera por Skype. Sí, esto disminuía la cantidad y el tipo de clientes que Sloane podía aceptar, pero eso era exactamente lo que quería. Después de todo, iba a esforzarse todo lo posible para asegurarse de tener la cantidad correcta de trabajo: lo suficiente para que le resultara estimulante, no tanto como para que se sintiera ahogada. Pajarito, su ahijado, ya tenía un año. El otro día le había dicho «¡Slow!», que sonaba lo suficientemente parecido a su nombre para provocar que el corazón se le hinchara al doble. Y, además, Sloane creó una nueva forma de entenderse con su madre. Margaret no era alguien con quien pudiera simplemente disculparse: tenía que pasar el resto de su tiempo juntas convirtiendo su vida en la prueba de que entendía cómo la había lastimado y que lo lamentaba. Pero eso no evitó que llamara a la puerta del dormitorio de su madre para intentarlo. Había sido un domingo largo, lleno de las tareas al aire libre que hacían que Margaret se sintiera amada. Cortar hierba, tallar el moho del suelo del patio, reforzar la cerca. Estaba por meterse a la cama de huéspedes con Jin cuando lo sintió en su estómago: las acciones eran esenciales, pero también se necesitaban las palabras. Hay algo increíble en la frase «lo siento». Cuando se usa sin cuidado, la expresión es inútil e incluso puede ser ofensiva. Pero cuando realmente la sientes, aunque tu madre ya esté en su camisón de dormir y lista para acostarse con un buche de pasta de dientes en la boca, cuando las palabras salen de tu interior con la fuerza de todas las maneras en que has cambiado, puede ser suficiente. Sorprendente, y gratificantemente, Sloane incluso recibió propuestas de Mammoth. En los meses previos a la cumbre, conforme la fama meteórica de Roman bajaba, bajaba, hasta estrellarse en grande, y las personas de todo el mundo comenzaban a dejar sus celulares, a publicar y opinar y salir a las calles

para «volver a reconectarse con la realidad», Daxter se acercó a Sloane con una rama de olivo dorada. Podía consultar para Mammoth las veces y en las formas que quisiera, ni siquiera tenía que ir a la oficina, sólo querían sus consejos. Las ventas de celulares habían bajado por primera vez en la historia de la compañía. ¿Debían hacer más apps? ¿Cómo podían replantear sus ofertas para que la gente sintiera que estaba «participando» en un movimiento en vez de que le estaban pidiendo que comprara otra versión de algo que ya tenía? Sloane aceptó las propuestas de Daxter apenas lo suficiente para recuperar su carro. No su carro-carro, claro, sino una versión inteligente como asistente de Anastasia que fue posible gracias algunos de sus fans anónimos en TI y RH. Cuando se corrió el rumor de lo mucho que se apegó Sloane a su M-Car (darles publicidad positiva era lo menos que podía hacer tras sabotear las ventas de su electrónica en ese periodo), Sloane recibió un paquete sin firmar, con instrucciones de cómo instalar el sistema de asistente del auto en sus teléfonos personal y fijo. Aunque Sloane extrañaba que la llevaran por la ciudad (con bebidas calientes y plática), se sentía genial tener de vuelta a su amiga, como siempre tan eficiente, considerada y enfocada en los signos vitales. Y en los meses después de renunciar a su puesto corporativo en Mammoth, a Sloane le llovieron empleados que querían que los llevara con ella. Sólo había contratado a Mina para que se encargara del diseño gráfico, pero su carga de trabajo estaba alcanzando un punto que Sloane sabía que iba a tener que contratar a una asistente. Quería a Deidre, la quiso desde el principio, pero ella se había fugado con Seth, de Fidelización de Clientes, y dirigía una escuela de arte para adultos a las afueras de las Bahamas con su nuevo esposo y sus hijastros. Eso la llevó a Anastasia, quien se convirtió en un lazo con la tendencia misma contra la que Sloane se había rebelado. Era el reconocimiento de que hay muchas cosas buenas en la tecnología. Era una aceptación de lo moderno. A Roman le dieron un adelanto de dos millones por su primer libro y no se vendió. Para cuando No puedes tocarlo se publicó, los tiroteos en las escuelas habían aumentado y la gente estaba harta de la estupidez de los políticos que preferían pelear por los adornos festivos en las tazas que por regular las armas; las personas estaban saliendo y organizándose con sus vecinos para ser mejores que la gente a la que habían puesto al mando. El crecimiento en la cultura vecinal dio como resultado nuevas conexiones, lo cual a su vez dio como

resultado el aumento del sexo recreativo. Con sus libros no vendidos, que habían regresado a la editorial para ser destruidos, y sus teorías postsexo evidentemente obsoletas, Roman volvió a rogarle a Sloane, como ella sabía que lo haría. Tras su fracaso en Mammoth (las presentaciones de sus proyectos para ReProducción habían sido un tremendo desastre), le ofrecieron un puesto como orador invitado en The New School de Nueva York, y tras sólo tres semanas ahí, pasó lo inevitable: los padres de un estudiante se quejaron del atuendo de Roman para dar clases. (Desde que su fama despegó y luego se desplomó, Roman había hecho todos sus negocios profesionales y personales en su traje Zentai con la esperanza de que volviera a despegar). La opinión pública y el miedo de la universidad a enfrentar una demanda lo obligaron a renunciar, su visa de trabajo no fue renovada y en primavera fue a ver a Sloane con lágrimas en los ojos y su semblante imperturbable claramente perturbado. No quería volver a Francia. No podía. No después de la vida que había probado, del hombre que pudo ser con Sloane a su lado. Ya podía itirlo, tenía que hacerlo: necesitaba su ayuda. ¿Consideraría hacer un ciclo de conferencias con él? Sloane le dio los datos de la pareja que estaba rentando su departamento en París para que pudiera organizar que se llevaran sus cosas. Sloane le deseó buena suerte, le deseó que le fuera bien y, por si no podía pagar un vuelo directo a París, le recomendó que hiciera una parada en el aeropuerto Schiphol de Amsterdam, pues tenían una excelente comida que se comía con los dedos.

Fue en junio cuando comenzó a perder el equilibrio, una especie de malestar físico que se sentía como vértigo. Cuando salía a caminar parecía que el pavimento se movía bajo sus pies. El efecto era desconcertante y la desestabilizaba, era como si fuera cojeando por la banqueta con un tacón puesto y el otro no. Sloane temió que fuera la enfermedad de Lyme, pues habían pasado casi todos los fines de semana esa primavera en la casa de la mamá de Jin en los Berkshires, donde esas cosas terribles se transportan en la madera para la chimenea, el pelo de los perros y las chaquetas de piel. Hizo que Jin le revisara el cabello y el cuerpo muchas veces. Aunque eso era una excusa, la verdad, para que la tocara. Casi siempre. Luego decidió que seguro era mononucleosis. Después, anemia: el decaimiento, que afectaba la inteligencia, de un cuerpo al que le falta oxígeno. Una asistente de enfermería especialmente boba le sugirió que podría ser diabetes, pero Sloane no quiso hacerse la prueba. ¿Síndrome de fatiga crónica? Pero se sentía como si se estuviera en un sueño, no fatigada. No fue hasta un extraño fin de semana en el que estaban comiendo en la ciudad cuando ambos se dieron cuenta. Sloane había pedido un refresco de frambuesa, algo raro, pues no le gustaban las cosas burbujeantes. Jin pidió una cerveza. Y luego miró su cerveza, y miró la bebida de ella, y Sloane lo miró mientras la observaba. Y fue en ese momento, cuando Jin volteó su vaso por acercarse a abrazarla y el líquido viscoso se extendió por la mesa como una película protectora, que Sloane vio cada segundo de los gloriosos pasos que estaban por llegar. Le pedirían la cuenta a la joven mesera, saldrían del restaurante nerviosos. La farmacia, con sus soluciones brillantes; el baño público, con el zumbido de su descarga automática. La forma en que ella se apoyaría contra el frío metal de las paredes del baño con la prueba blanca en mano. Los minutos resonando como truenos en su cabeza mientras esperaba para ver la vida.

Agradecimientos

Sally Kim y Rebecca Gradinger: a lo largo de todas las vueltas, cambios y repeticiones que parecían infinitas de este proyecto, ustedes creyeron en la versión que ahora tenemos en nuestras manos. Sus respectivas correcciones fueron un reto, pero esta historia es mejor gracias a ellas y yo soy una mejor escritora por tenerlas cerca. Gracias por no rendirse. Veronica, Gráinne, Melissa y todos en Fletcher & Company: gracias por todo. Ivan, Danielle, Alexis, Ashley M. y Ashley H., Elena, Emily, Christine, Carrie, Joel, Anna, y el resto de mi superequipo en Putnam, gracias, gracias por su apoyo, por su entusiasmo tangible y por aceptarme. Gracias también a mi equipo original en Touchstone y especialmente a Susan Moldow. No habría podido escribir este libro sin alguien confiable que cuidara de mis hijos. Gracias a mi enorme y escandalosa familia, y especialmente a las incansables mujeres de mi vida que tomaron aviones, trenes y carreteras para darme tiempo para escribir: mi madre, Linda, con su enorme corazón, mi omnisciente suegra, Annie, y nuestras bellezas neosureñas, «Moo Moo» y Ashley. Y al equipo en NELC: les agradezco cada día, ¡nunca desaparezcan! A mis amigos, por el tequila, los abrazos y los tímpanos, gracias, especialmente a Jeff, Emily, Alana y Sebastian, quienes me apoyaron en este proyecto desde el día uno. Rodrigo Corral: te quedó excelente. Colin Lane: gracias por presentarme de nuevo de la mejor manera. Gracias a los que apoyaron esta novela en primer lugar y a los amigos que me ayudaron a ponerme en o con los escritores a los que iro. Gracias a los caballos. (Ustedes saben quiénes son). Gracias al bebé que me guio durante la reescritura final. Llegaste a tiempo. Te fuiste demasiado rápido.

Gracias, Gabriela. Todo lo demás son sólo átomos y partículas cuando estoy contigo. Diego. No sé cómo le haces para despertar todos los días y decir «Voy a hacer lo que pueda para apoyarla», pero lo has hecho cada hora de este año. Tu bondad es un ejemplo para mí. Que venga tu próxima película.

Acerca del autor

COURTNEY MAUM. Es autora de la novela I Am Having So Much Fun Here Without You (Touchstone, 2014) y de los apuntes «Notas de México» (The Cupboard Pamphlet, 2013). Sus cuentos, reseñas y ensayos han aparecido en The New York Times, Tin House, Electric Literature y Buzfeed. Es coescritora de la película premiada en Sundance Bob and the Trees. En algunos momentos de su vida ha sido predictora de tendencias, publicista de moda y promotora de fiestas para la cervecería Corona. Actualmente trabaja en la línea de cosméticos M·A·C nombrando algunos de sus productos. Vive en Litchfield County, Connecticut con su esposo y su hija.

Diseño de portada: Rodrigo Corral Fotografía de la autora: © Colin Lane

Título original: Touch

© 2017, Courtney Maum

Traducido por: Graciela Romero Saldaña

Derechos reservados

© 2018, Editorial Planeta Mexicana, S.A. de C.V. Bajo el sello editorial PLANETA M.R. Avenida Presidente Masarik núm. 111, Piso 2 Colonia Polanco V Sección Delegación Miguel Hidalgo C.P. 11560, Ciudad de México idoc-pub.cinepelis.org.mx

Primera edición impresa en México: noviembre de 2018 ISBN: 978-607-07-5257-5

Primera edición en formato epub: noviembre de 2018 ISBN: 978-607-07-5258-2

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